Un viaje inesperado

Capítulo 69 - Un canto hermoso entre tinieblas: La maldición de Magallanes

Aunque en un primer momento todos pensaron que llevar un recién nacido a bordo cambiaría las cosas; que suavizaría el temple del mar, que haría a los piratas más prudentes o menos atrevidos, tardaron poco en descubrir que nada, absolutamente nada, había cambiado.

El mar seguía siendo el mismo dios salvaje y caprichoso que los desafiaba a diario, y ellos, los mismos insensatos que le plantaban cara.

Por fin habían llegado, después de tanto estaban ahí. En la frontera donde muere lo real y empieza el misticismo. Donde dos mares se unen en un abrazo brutal, el estrecho de Magallanes se desplegaba ante ellos como una herida abierta entre dos mundos. A un lado, el Atlántico rugía con la fiereza de los espíritus antiguos; al otro, el Pacífico los esperaba con la calma engañosa de un verdugo paciente. La bruma lo cubría todo, espesa y blanca, tan densa que parecía un muro vivo, una frontera que no solo dividía mares, sino también los dominios de los hombres y los dioses.

El viento soplaba del sur, helado y cruel, azotando las velas con la fuerza de mil látigos invisibles. Los mástiles gemían bajo su peso, las cuerdas crujían como huesos viejos, y el aire olía a hierro, a agua salada y a peligro. En la distancia, los acantilados se erguían como dientes oscuros que emergían del abismo, cubiertos de musgo y espuma, esperando el más leve error para devorar la quilla de cualquier barco que se atreviera a desafiarlos.

Vihaan sostenía a Maverick en brazos, envuelto en una manta, mirando aquel paisaje imposible.
Bhagirath, con el rostro serio y el bigote empapado, murmuró una plegaria que nadie alcanzó a oír. Yara, apoyada en la baranda, escupió al mar con una mezcla de respeto y desprecio. Grace, aún débil, sujetada por Akuma, salió a cubierta. Su mirada ardiendo en llamas, fija en aquella garganta de piedra y niebla.

Nadie habló durante un largo rato.

Cada uno recordaba las historias, esas que se contaban en los puertos, entre tragos de ron y miradas temerosas, sobre los barcos que habían intentado cruzar y nunca regresaron. Sobre las corrientes que arrastraban los cascos hacia la muerte. Sobre las voces que, en medio de la niebla, susurraban nombres de marineros desaparecidos.

Y sin embargo, allí estaban ellos.
El Red Viper, con sus velas tensas y su tripulación temeraria, avanzaba directo hacia la garganta del fin del mundo. El estrecho rugía. El viento gritaba. Y los hombres y mujeres de cubierta se miraban entre sí con una certeza compartida: que aquel era el precio de la libertad. Que toda llama, hasta la del niño recién nacido, debía probarse en el fuego del peligro.

Como Bishnu decía siempre, con la voz grave de quien ha conversado con el mar más de una vida: “Tan solo somos granos de arena en una playa inmensa”

Aquellas palabras, repetidas tantas veces entre merecidos descansos y preciosos atardeceres, eran más que un simple pensamiento: eran una verdad antigua, tan profunda que dolía. Porque, en el fondo, todos sabían que tenía razón. No eran más que polvo suspendido en el aliento del tiempo. Sombras pasajeras en el inmenso cuerpo de la eternidad.

El viento los barrería, como barre las huellas sobre la orilla cuando sube la marea.
El mar olvidaría sus nombres, las montañas no guardarían su eco, y el cielo seguiría girando sin detenerse por nadie. Ni siquiera por el pequeño Maverick, recién nacido y envuelto aún en el misterio de la vida, el tiempo se inclinaría.

La eternidad no hace excepciones. No concede privilegios. Solo observa, impasible, cómo los hombres arden por un instante… y luego desaparecen. Pero en ese instante, en ese parpadeo de existencia que el universo apenas percibe, hay algo que desafía el olvido.

La voluntad.

Esa chispa minúscula que hace que los hombres levanten el rostro contra la tempestad, que las mujeres griten contra la muerte, que un barco avance hacia el fin del mundo con un niño en brazos y una promesa en el alma. Porque sí, eran diminutos e insignificantes granos de arena. Pero un puñado de arena que había decidido brillar con toda la fuerza del sol antes de perderse en la marea. Y eso, era lo único que los hacía eternos.
  • ¡Capitanaaa! ¡Mensaje del Erranteeee! - gritó Halcón desde la cofa.
Grace quiso gritar pero su voz se perdió antes de salir de su garganta. Como si la hubiera gastado toda durante el parto. MacFarlante atento y siempre fiel a su tarea, tomó el relevo que le correspondía.
  • ¡¿Qué dice el Español?! - Gritó desde el timón.
Halcón observó con su único ojo el mensaje que Fred ‘el Bocas’ le hacía llegar desde la lejanía. Las banderas ondearon, azul y blanco. Luego negro y otra vez blanco.
  • ¡Dice que ellos abrirán el camino, contramaestre! - tradujo el vigía - ¡Que les sigamos mientras avanzan entre la neblina!
  • ¡Da la señal, tuerto! - respondió el escocés y luego bajando el tono como si hablara consigo mismo añadió - Y reza porque esa maldita concha embrujada nos permita cruzar este laberinto, sanos y salvos.
MacFarlane giró el timón con fuerza, escupiendo al suelo la sal que el viento le había pegado a los labios. Su voz rugió con autoridad por encima del estruendo del mar.
  • ¡Ajustad las velas, maldita sea! ¡Reducid trapo y dejad paso al Errante!
Bhagirath y Cortés corrieron hacia los obenques, trepando por los mástiles como sombras entre la bruma. Las velas crujieron bajo sus manos, las jarcias vibraron al tensarse. El viento ululaba, tratando de arrancarles los dedos, pero ellos seguían, coordinados, obedeciendo cada palabra del escocés.
  • ¡A babor la escota de mesana! - bramó MacFarlane - ¡Y sujetad firme el foque, que no quiero verlo flameando ni un segundo más!
Yara, todavía con el rostro cansado por las noches sin dormir, corrió junto a Isabella hacia la proa, asegurando los cabos que bailaban como serpientes. Bum-Bum y Aibori, hombro con hombro, controlaban el trinquete, ajustando la vela con precisión de cirujanos. Incluso Yrsa, con el cabello pegado al rostro por la humedad, gritaba órdenes a los más jóvenes mientras sostenía con una sola mano el cabo del bauprés.

El Red Viper comenzó a desacelerar su marcha, el sonido del viento cambiando su tono, volviéndose más grave, más denso. El Español Errante, envuelto en una neblina tan espesa que parecía salir del mismo infierno, avanzó delante de ellos, con la arriesgada misión de abrir camino entre remolinos de agua helada.

Grace observó el navío de Diego al pasar enfrente de ellos, aquella misma cubierta donde ella lo había aprendido todo. Sus velas ondeaban más pesadas, la madera del barco crujía bajo la presión de las corrientes, y los marineros se movían con el instinto preciso de quienes ya han navegado juntos por mil tormentas. Nadie hablaba más de lo necesario: solo el rugido del mar y las órdenes de De la Vega daban ritmo a aquella danza entre la vida y la muerte.
  • ¡Manteneos a media vela, pero firmes! - rugió el escocés mientras la fragata se adelantaba - ¡Seguiremos su estela, y que el mismísimo diablo se aparte si intenta tocarnos!
Desde la cofa, Halcón observó cómo el Errante desaparecía parcialmente en la bruma, su silueta apenas un espectro de sombras y velas. Todos sabían lo que aquella maniobra significaba: el Errante era una fragata, el navío más pequeño de los tres. Por eso se encargarían de abrir el paso entre los arrecifes, la niebla y la corriente helada. Ellos seguirían su senda como un invidente sigue a su perro lazarillo. Y a la cola de la expedición, la cerraría el Madra Ifrinn que ya reducía su velocidad hasta igualarlos; su proa cortando el agua con la paciencia de un depredador que acecha entre la espesura del bosque.

En cubierta, el aire se volvió más denso, más tenso.
El estrecho de Magallanes los esperaba.
Y con él, el último umbral del mundo conocido.
  • ¿Nervioso, Ojo? - preguntó Drake con una sonrisa cargada de malicia.
Ren, que andaba absorto en sus pensamientos, se giró hacia él de repente, disgustado por aquel apodo maldito que deseaba, algún día, dejar atrás.
  • No me llaméis así, capitán… os lo ruego - contestó con firmeza - Dejé ese camino atrás. Ya no soy ese hombre.
Drake soltó una carcajada, una risa ronca que se perdió entre el silencio de la bruma espesa.
  • Entonces dejad de llamarme capitán - replicó, con una chispa de ironía en la voz - Pues yo tampoco soy ese hombre.
Ren asintió, intentando sonreír, aunque el temblor de sus manos delataba el miedo. No era el frío lo que lo estremecía, sino un mal presentimiento que se enroscaba en su pecho, como la mordida de una serpiente venenosa. Drake bajó la mirada, observando el temblor en los dedos del espía liberado, y reparó en la libreta vieja y húmeda que sujetaba con fuerza. El carboncillo bailaba entre sus dedos, dejando manchas negras sobre el papel.
  • ¿Tan poco confiáis en que salgamos vivos de esta travesía - preguntó con una media sonrisa - que ya redactáis vuestro testamento?
  • No es eso… - respondió Ren, alzando apenas la vista - Solo escribo acerca de lo que sucede.
  • ¿Como un historiador?
  • Más o menos - dijo, esbozando una media sonrisa cansada - Dejémoslo en cronista y abracemos la humildad.
  • ¿Puedo?
  • Por supuesto…
Ren le tendió la libreta, y Drake empezó a pasar las páginas hacia atrás. Su mirada recorrió cada línea con parsimonia, el ceño fruncido, la respiración contenida. El sonido del mar golpeando el casco acompañaba el roce de las páginas, mientras la niebla los envolvía a ambos, como si el mundo entero se hubiera reducido a ese instante suspendido entre dos hombres y una historia que aún se estaba escribiendo.
  • ¿Y bien? ¿Qué os parece? - preguntó Ren con curiosidad, esperando recibir alguna valoración.
  • No sé… - dudó el Cuervo, torciendo el gesto con una mueca de duda.
  • ¡Lo sé! - saltó el holandés, apresurado - Sé que mi fuerte es el dibujo, nunca he sido bueno escribiendo…
  • ¡No, no! No es eso, amigo - rió Drake, encendiendo una sonrisa - Lo que quiero decir… es que no sé leer.
Ren lo miró en silencio, sorprendido, sin saber si reír o disculparse. Pero el Cuervo rompió la incomodidad con una carcajada sonora, restándole toda importancia a su confesión.
  • Donde uno no llega, pide ayuda, ¿no es así?
  • Por supuesto… - respondió Ren, aliviado - Si queréis, puedo leéroslo.
  • No, tú no - negó Drake, divertido - Quiero a alguien imparcial. Un autor ama su obra como un padre a su hijo. Incluso si es un bastardo horrible, le parecerá hermoso.
Se giró, escudriñando a la tripulación que se movía entre la bruma y las cuerdas, buscando entre aquella banda de locos a alguien que pareciera, al menos, mínimamente instruido.
  • ¡Eh, viejo! - gritó de repente.
Bum-Bum, que en ese momento se refugiaba entre el cálido cuerpo de Gláfur, como si fuera una cría de oso, se señaló a sí mismo y empezó a incorporase.
  • ¡Tú no mocoso! - rió Drake a pleno pulmón - ¡Anciano… saco de huesos! Acércate un momento.
Bishnu avanzó lentamente hacia ellos. Cada paso parecía sostenerse más por el bastón que por sus propias piernas. Daba la impresión de que, si alguna vez lo soltaba, caería al suelo y ya no se levantaría jamás. Al Cuervo le caía bien ese hombre. Había en él un equilibrio extraño: tan frágil y débil, pero con el poder del viento en su interior. Tan sabio y experimentado, pero incapaz de pronunciar palabra coherente sin un trago de ron que le encendiera la voz. Un mundo de contrastes, encerrado en un cuerpo esquelético. Y precisamente por eso, le resultaba fascinante; lo buscaba siempre, atraído por la ironía viviente que representaba.
  • ¿Podrías leerme esto, viejo? - le dijo Drake, tendiéndole la libreta.
Bishnu la tomó con sus dedos finos y alargados, y una sonrisa eterna se dibujó en su rostro arrugado.
  • ¿Qué página queréis que os lea, señor de los cuervos? - preguntó con una reverencia apenas perceptible.
  • La que te apetezca, aciano. Solo quiero saber si aquí, mi amigo, tiene talento… o si solamente nos está vendiendo humo.
El anciano acercó la libreta tanto a sus ojos que pareció que iba a fundirse con el papel. El silencio se espesó a su alrededor, roto solo por el crujir de la madera y el rumor distante del mar. Y entonces, con voz rasposa y lenta, empezó a leer.

“Del vientre rasgado nació la tormenta,
sangre y relámpago, mar que revienta.
Los dioses callaron, la noche se abrió,
y un grito de madre partió un corazón en dos.

El viento rugió un nombre sin rostro,
la lluvia lavó los pecados de los rotos.
Un niño lloró… y en su llanto profundo,
se estremeció la médula del mundo.

Nació sin cadenas, sin rezo ni dueño,
hijo del caos, del fuego y del trueno.
“Maverick”, susurró el padre al amar,
“en tus venas arde la sal del mar.”

La bestia guardiana lamió su destino,
la muerte esperó… pero cedió el camino.
Porque ni el infierno ni el dios de la tierra
pudieron quebrar la voluntad de la guerrera.

Y cuando su llanto rompió la oscuridad,
los truenos callaron, con brutalidad:
la vida volvió, temblando, al pecho,
la llama encendida en un mundo deshecho.

Así lo cantaron las voces del pueblo,
los hombres del viento, los vivos y muertos:
que el hijo del trueno, del mar y del fin,
llevará en los ojos el fuego sin fin.

Y cuando las olas reclamen su nombre,
cuando el cielo ruja y la noche se asome,
sabrán que regresa, errante y eterno…
el niño nacido del grito del infierno.”

Bishnu levantó la vista y se quedó mirando a Ren con aquella sonrisa imborrable.
  • Es precioso… - dijo suavemente - Llevaba siglos sin recitar una poesía tan bella como esta… ¿Lo escribisteis vos?
Ren asintió, y aunque fuera ya un hombre curtido, hecho y derecho, en ese momento pareció un niño que se siente complacido por contentar a su maestro. El Cuervo, en cambio, no dijo nada. Apartó la mirada, fingiendo observar el horizonte, pero la verdad era que aquella poesía lo había atravesado por dentro. No iba a permitir que nadie lo viera llorar, así que sin decir palabra, se alejó de ellos, buscando que la espesa niebla ocultara sus lágrimas.
  • ¿Ocurre algo, señor de los cuervos? - preguntó divertido Bishnu, mientras le devolvía el cuaderno a Ren.
  • Nada que sea de tu incumbencia, viejo…
  • ¿Pero le ha gustado o no, capitán? - gritó Ren, uniéndose a la diversión.
  • No está mal, Ojo - respondió Drake, sin girarse - aunque he escuchado cosas mejores…
Drake se perdió entre la bruma, haciendo de aquel momento un instante de calma que quebró la tensión del viaje. Bishnu agarró su bastón y antes de irse se acercó unos pasos al cartógrafo, que ya había vuelto a hundirse en su cuaderno, como si el mar entero cupiera entre sus páginas.
  • Tienes alma de poeta, joven - le sonrió - No la dejes perder jamás.
  • Gracias anciano… Aunque no creo que sirva de mucho en este navío…
El viejo lo observó un instante, y su voz se volvió grave, casi solemne:
  • Te equivocas… - Ren levantó la vista, sorprendido por el tono del anciano - Crees que lo que puedes aportar no importa, que un cronista es solo un testigo mudo entre hombres de acción. Pero escucha bien: sin los que recuerdan, el mundo se deshace.
Ren no respondió. Solo lo miraba, atento, mientras el anciano seguía hablando, la voz arrastrada por el viento y el tiempo.
  • Nosotros, los que navegamos, los que amamos y sangramos, los que reímos con la muerte en la garganta… todos desapareceremos algún día. El mar borrará nuestros nombres y el tiempo devorará nuestras voces. Pero tú, muchacho - le tocó el pecho con un dedo tembloroso - tú puedes impedirlo. Cuando escribes lo que ves, cuando guardas en papel lo que el viento intenta arrebatar, estás robándole una victoria al olvido.
Hizo una pausa. Y solo hubo el rumor de las velas infladas, el crujido de la madera, y el mar respirando.
  • No subestimes tu tarea - prosiguió Bishnu - La pluma es más afilada que el sable, más justa que los dioses y más duradera que la piedra. Cuando ya nadie recuerde nuestros nombres, tus palabras seguirán navegando por el mundo. Cuando nuestros enemigos cuenten mentiras… - dijo alzando su bastón hacia el cuaderno - tus palabras defenderán la verdad. Y eso, joven cronista, es lo más parecido a la inmortalidad que un hombre puede alcanzar.
Ren lo miró, conmovido, y durante un instante, el rumor del mar pareció contener la respiración.
Solo entonces entendió que aquel anciano, que a veces balbuceaba entre tragos y olvidos, acababa de decirle la verdad más grande que había escuchado en su vida.

Siguieron navegando a marcha lenta, adentrándose cada vez más en la espesura de la niebla. Absorto en su cuaderno, Ren se había apartado del bullicio. Sentado sobre el frío hierro de un cañón, cerca de la borda, escribía con la devoción callada de quien teme que el viento se lleve sus pensamientos antes de poder atraparlos. La niebla se enroscaba entre los mástiles como un espectro perezoso, y el mar, oscuro y denso, apenas murmuraba bajo el casco del barco.

El cartógrafo humedeció la punta del carboncillo y volvió a trazar una línea. Su respiración se acompasaba con el vaivén de las olas, y por un instante, todo pareció quedar suspendido en un silencio profundo. Solo el roce del lápiz contra el papel y el lento chasquido del agua contra la madera.

Entonces lo oyó.

Un sonido leve, tan sutil que casi creyó haberlo imaginado. No era el rumor del mar ni el crujido del barco, sino algo más… una nota líquida, un suspiro que parecía tener forma. Una voz que no era voz, sino melodía.

Ren levantó la cabeza despacio. El aire olía distinto, salobre y dulce a la vez, como si una flor hubiera brotado en mitad del océano. Entornó los ojos, intentando ver más allá del espesor gris, y creyó distinguir una silueta bajo el agua. Algo se movía, siguiendo el ritmo del navío, apenas un destello entre las olas: una curva plateada, una sombra que parecía observarlo desde abajo.

Parpadeó un instante, y ya no estaba.

El viento sopló con fuerza de repente, haciendo flamear las velas y agitar la hoja de su cuaderno. Ren sonrió, nervioso, intentando convencerse de que era solo su imaginación, el cansancio, la bruma jugando con su mente. Pero cuando volvió la vista al papel, algo había cambiado.

Una gota había caído justo sobre su dibujo. No era lluvia. Era salada, y olía a mar… pero también a algo más. Ren se quedó quieto, el corazón latiendo despacio. Bajó la mirada por la borda. El agua tembló con una ondulación suave, como si algo invisible acabara de sumergirse en silencio.

Entonces, desde el fondo oscuro, una nota más, apenas un murmullo, rozó su oído.
Una melodía sin palabras, tan hermosa que dolía.

Ren la escuchó un instante más antes de cerrar su cuaderno. Y cuando lo hizo, juraría que, por un segundo, el mar lo miró de vuelta. Se levantó asustado y se acercó rápidamente a los demás marineros, buscando protección en la compañía.
  • ¿A dónde vas tan rápido? - preguntó divertida Yara, mientras tiraba un cubo de agua caliente sobre la cubierta, luchando contra la escarcha que mordía la madera.
El cartógrafo se detuvo al verla y, por un instante, pensó en no decir nada. Lo que había visto o creído ver le parecía una estupidez, un juego cruel de la imaginación, de esos que nacen del cansancio y la niebla. Pero entonces, como si la santera pudiera ver dentro de su alma, le preguntó:
  • ¿Las has escuchado, verdad? - dijo acercándose, con una mirada que parecía atravesar la bruma misma - Ándate con ojo, holandés, pues no son de fiar.
Ren se quedó helado.
  • ¿De qué hablas, santera?
Yara sonrió apenas, mostrando una hilera de dientes blancos entre los labios agrietados por la sal. Se incorporó, apoyando las manos en las caderas, y su voz adquirió el tono de quien cuenta una vieja historia que ha escuchado mil veces en tabernas y muelles.
  • Dicen que el mar tiene hijas, criaturas tan bellas que cualquier hombre perdería la cabeza por ellas - empezó con calma - No son de carne ni de sangre, sino de espuma, viento y llanto. Nacen donde las tormentas mueren y los hombres desaparecen sin dejar nombre ni tumba. Cuentan que su canto no se oye con los oídos, sino con el corazón… y que una vez lo escuchas, ya no recuerdas el silencio.
Ren la observaba sin atreverse a moverse.
  • Algunos juran haberlas visto entre los escollos - prosiguió ella - peinándose el cabello con dedos de agua, riendo con voces que huelen a sal y a promesa. Y cuando un marinero mira demasiado tiempo, cuando el deseo le vence o la pena lo dobla… entonces el mar lo reclama. Pues nadie puede resistirse a su belleza.
Yara se inclinó un poco hacia él, bajando la voz hasta convertirla en un susurro.
  • No todas las voces que oyes en el mar son humanas, holandés. Y no todas las lágrimas son tuyas cuando lloras.
Ren intentó reír, pero el sonido le salió torpe, hueco.
  • Solo son cuentos…
  • Claro que sí - rió Yara - Como todos los cuentos que nadie sobrevive para desmentir.
Ren quiso devolverle la broma, decirle que eran supersticiones, historias para asustar a los novatos. Pero el temblor en sus manos lo delató. La santera lo miró un instante más, con compasión, y luego retomó su tarea. Mientras fregaba la cubierta, empezó a tararear una melodía extraña, suave como el oleaje en calma. El cartógrafo la escuchó en silencio, jurando que aquella canción… era la misma que había oído junto a la borda.

El Español Errante avanzaba al frente de la travesía, abriéndose paso entre la niebla como un espectro de madera y hierro. Las rocas emergían a ambos lados, oscuras y afiladas, como dientes de un monstruo sumergido, esperando el menor error para desgarrar el casco. Diego maniobraba el timón con precisión milimétrica, el rostro tenso, los ojos fijos en el vacío blanco que se abría ante él. Cada virada, cada orden, era una apuesta contra la muerte.

El paisaje era un abismo petrificado. Montículos de piedra se alzaban sobre un mar inmóvil, tan gris que parecía haber olvidado el color del sol. El viento silbaba débilmente, apenas lo justo para agitar las velas que colgaban como velos funerarios. A cada lado, el eco lejano de las olas rompiendo contra los acantilados sonaba como un coro de lamentos antiguos.

Desde la cofa, Fred “el Bocas” se mantenía atento, con la lámpara en alto. Los destellos se sucedían en un lenguaje que solo ellos conocían: tres parpadeos rápidos, camino libre; dos lentos, virar; uno solo, detenerse. Aquellos breves pulsos de luz eran la diferencia entre la vida y el naufragio. Apenas visibles entre la bruma, parecían señales enviadas desde otro mundo.

Siempre al lado del capitán, Will observaba el horizonte, aunque esta vez, el horizonte no existía. La niebla era un muro vivo que devoraba el espacio y el tiempo. No veía más allá del mascarón de proa, y las figuras de sus compañeros eran sombras fantasmales que se desvanecían a pocos pasos. El silencio se había vuelto una presencia palpable, tan densa que nadie se atrevía a romperla. Avanzaban con una solemnidad casi religiosa, como si un susurro fuera suficiente para despertar a los muertos que dormían bajo aquellas aguas.

Y entonces, Diego levantó la cabeza. El capitán permaneció inmóvil, los dedos aún sobre el timón. La respiración se le detuvo. Sus ojos se perdieron entre la niebla, buscando un sonido que solo él parecía escuchar. Will lo miró, sintiendo el escalofrío recorrerle la espalda.

El mar estaba mudo. Tan mudo que dolía.
Pero en ese silencio absoluto, algo parecía respirar.

El silencio lo envolvía todo, tan espeso que podía oír los latidos de su propio corazón. Sus ojos recorrían el mar, ese mar sin forma, sin color; y algo en su interior se quebró. Trago saliva, sin apartar la vista del abismo líquido que se extendía frente al Español Errante. Antes de que el contramaestre pudiera preguntar, De la Vega abrió la boca y al hacerlo, sus palabras cayeron con un peso sombrío sobre el alma de sus hermanos.
  • Algo nos acecha desde el agua… - murmuró, la voz ronca y grave - Es preciso buscar tierra y encontrar refugio. Hay que salir de este mar embrujado, ¡Ya!
Su mirada se endureció, pero en su tono había un temblor contenido, casi una súplica.
  • ¿Que demonios sucede capitán? - pregunto Will preparándose para dar las ordenes - ¿No creerás en esos malditos cuentos, verdad?
  • La maldición es real, hermano - añadió, apenas un susurro - Están aquí, debajo de nuestra quilla… Las puedo sentir, las oigo cantar.
Will lo observó, sin comprender del todo. Pero Diego no necesitó más palabras; la historia era conocida por cualquier loco que se atreviera a surcar los mares, aunque nadie se atreviera a reconocerlo del todo.

Y ahora la leyenda desaparecía para dejar paso a la verdad más absoluta.
No eran cuentos, no eran invenciones de locos soñadores.
La maldición de Magallanes, era real.

Contaban los viejos marineros que, cuando el navegante portugués cruzó por primera vez aquellas aguas, en su desesperado intento de encontrar un paso hacia el otro lado del mundo, las sirenas lo recibieron con cantos de bienvenida. No eran criaturas del todo hermosas ni del todo humanas; eran hijas del abismo, guardianas del mar, espíritus de las vidas que el océano había reclamado. Su canto prometía fortuna, calma y descubrimiento.

Magallanes, embriagado por sus dulces melodías, ordenó seguirlas. Creyendo que aquellos seres celestiales y hermosos guiarían su expedición por el rumbo correcto. Navegaron tras sus voces durante días, pensando que los arrastraban a través de las rocas como ángeles celestiales. Pero solo entendieron el propósito de esos demonios cuando mostraron su auténtico rostro. El viento se volvió en su contra y el mar se tornó negro como el carbón. Una tormenta se alzó con furia, arrastrando a tres de sus naves al fondo del mundo. Solo una logró sobrevivir. Y cuentan que, antes de perder la conciencia, el capitán juró haber visto los rostros tenebrosos de aquellas sirenas sonriendo bajo el agua, sosteniendo en sus brazos a los marineros muertos como si los arrullaran. Empujándolos al fondo del mar, hacía la oscuridad, hacía el abismo.

Desde entonces, los viejos lobos de mar, aseguraban que ningún barco cruza el Estrecho sin sentir su presencia diabólica. Los cantos regresan siempre que un corazón mortal se atreve a desafiar esas aguas. Se oyen entre la niebla, en las noches sin luna, dulces como el amor y terribles como la muerte. Los hombres del Errante escucharon en silencio. Nadie se atrevió a romper el aire con una risa nerviosa o un comentario incrédulo. Sabían lo que habían oído, igual que lo sabía Ren. Y ahora, con el corazón del mar latiendo bajo sus quillas, la historia volvía a repetirse.

La decisión del capitán corrió como la pólvora. De las manos de Fred a la cofa de Halcón. Y en apenas unos instantes, saltó del Red Viper, hasta llegar a Caitlin “Ojos Verdes”, que la transmitió entre los vientos helados como si ardiera.

El Madra Ifrinn dudó un instante al ver cómo los navíos que surcaban con calma delante de él, rectificaban el rumbo con tanta premura. No por propia voluntad, sino por las manos escépticas del que era y sería por siempre, su único capitán. Seamus O’Driscoll había navegado desde antes de tener memoria. Había visto cosas que ningún hombre cuerdo sería capaz de explicar sin parecer un loco, horrores que otros habrían tomado por delirios. Pero incluso con todo aquello grabado en el alma, seguía aferrándose a su lema más antiguo: “Solo creo en lo que mis ojos ven.” Para él, las sirenas no existían, pues nunca las había visto, y en su mundo eso bastaba. Lo demás, pensaba, eran cuentos de marineros con más ron que juicio. Historias nacidas del miedo, del silencio y de la soledad infinita del océano.
  • ¡¿Por qué el Red Viper vira, Ojos Verdes?! - rugió el Perro desde la cubierta, mirando hacia la bruma.
Desde la cofa, la voz de Caitlin rompió el aire húmedo.
  • ¡La orden llega desde el Errante, mi capitán! ¡Mandan buscar tierra firme y echar anclas!
  • ¡¿Por qué motivo?! - volvió a gritar, la paciencia mordiéndosele entre los dientes.
El silencio se alargó más de lo que a cualquiera le habría gustado. La niebla era tan espesa que la joven apenas distinguía la sombra del propio palo mayor. Caitlin llevaba siendo los ojos y la voz de aquel navío desde que era apenas una niña pecosa, un torbellino con más suspicacia que altura. Conocía al Perro mejor que a su propio padre y sabía que no le gustaría la respuesta.
  • ¡Algo acecha desde las profundidades, mi capitán! - gritó con fuerza, su voz quebrándose entre el viento - ¡De la Vega ha visto sirenas!
El Perro se quedó inmóvil unos segundos. Luego masculló entre dientes una sarta de improperios dedicados al profeta de los cristianos, a su madre, a sus discípulos y a todos los idiotas que se creían las habladurías de ese fanfarrón carismático. Pero aun con su incredulidad hirviendo, no desobedeció la orden. Quizás, si otro hubiera encabezado la expedición, habría hecho amotinar a toda su tripulación, adelantándose con orgullo y gritando que los hombres de mar no temen a fantasmas. Pero Diego de la Vega no era “otro”.

El Perro podía burlarse del miedo, de la fe y hasta del mismísimo infierno… pero no de un hombre que llevaba el poder de Yemayá colgado del cuello. El viejo marino supo entonces que algo antiguo, algo que dormía bajo las aguas, había despertado. Y así, con el rugido del mar golpeando las rocas invisibles del Estrecho, los tres navíos viraron al unísono.

No por miedo, pues no conocían aquella palabra; sino por respeto.
Porque hasta los más valientes saben que hay misterios en el mar que ni los cañones ni el acero pueden enfrentar.
  • ¡A babor, capitán! ¡Ciento veinte brazas al noreste! ¡Rumbo tres y veinte, tierra a la vista!- bramó Fred “El Bocas”desde la cofa, la voz desgarrando la bruma como un cañonazo en mitad del silencio.
Diego de la Vega alzó la vista de inmediato, instintivamente, con los reflejos de un hombre que había aprendido a escuchar antes de pensar. El corazón le dio un vuelco. Entre la neblina, algo emergía. Al principio parecía un espejismo, una forma borrosa que se confundía con las nubes bajas del amanecer. Pero a medida que el Errante avanzaba, aquella silueta fue tomando cuerpo.

Era un faro.
O lo que quedaba de él.

Una torre rota, inclinada, que se alzaba sobre un islote perdido, como el dedo acusador de un dios cansado. Las piedras ennegrecidas por la sal y el viento parecían sangrar humedad.
A su alrededor, los restos de una empalizada destrozada por los años, y una choza derruida, cubierta por algas secas que el mar había lanzado allí como si quisiera reclamar lo que una vez fue suyo. Las olas golpeaban la base de la roca con furia, levantando espuma que ascendía hasta la mitad de la torre. En lo alto, una linterna de cobre oxidado pendía de una estructura a medio construir, colgando torcida, sin fuego, sin luz… como el ojo vacío de un gigante muerto.

Will frunció el ceño, escudriñando el horizonte con el catalejo empapado.
  • No debería haber nada ahí - murmuró - Ningún mapa marca construcción alguna en esta latitud.
Diego asintió, sin apartar la mirada del faro maldito. Nadie construía en aquellas tierras.
El Estrecho de Magallanes era territorio de los dioses del viento, de corrientes impredecibles y de almas perdidas que jamás regresaron para contarlo. Ni siquiera las rutas de los balleneros pasaban por allí. Demasiado peligroso. Demasiado solitario. ¿Quien diablos iba a construir un faro en mitad de la nada? Eran aguas poco transitadas, por no decir que nadie se atrevía a cruzarlas. Y sobretodo, no había farero, en este maldito mundo, lo suficientemente loco como para estar dispuesto a habitarlo.

Mientras se acercaban al pequeño islote, pudieron ver más de cerca aquella estructura de pesadilla. Parecía como si un grupo de hombres hubiera intentado levantar aquel faro años atrás, en un intento desesperado por domar el paso más temido del mundo. Pero la obra nunca llegara a terminarse. Desde las tres cubiertas se apreciaban las obras a medio construir. Distinguieron mesas de trabajo rotas y objetos de construcción corroídos por la humedad. Parecía como si los trabajadores hubieran abandonado el trabajo de golpe, huyendo de algo, tragados por la niebla espesa. Quizás enloquecieran al escuchar las voces en el viento, cantos dulces que los llamaban por su nombre. Sea como fuere, el faro quedó allí, olvidado por los vivos, guardando un secreto que el mar jamás respondería.

El Español Errante se acercó lentamente, el crujido de la madera resonando con cada ola.
Y entre el rumor del agua y el siseo del viento, todos escucharon algo…
Una melodía tenue, imposible, como un lamento antiguo que ascendía desde el fondo del mar.

Esta vez no fueron imaginaciones, pues hasta el hombre más escéptico de aquella expedición escuchó aquel canto maldito. Y precisamente fue él el primero en dar la orden.
  • ¡Plegad velas y echad el ancla, rápido! ¡Descolgad los botes, todos! - gritó el Perro a sus cachorros - ¡Que nadie se quede en cubierta, ¿entendido?!
Su tripulación se puso en marcha con la urgencia que imprimía la voz rasgada del capitán.
Y, como un reflejo en un espejo, las víboras y los errantes imitaron sus pasos.

Los marineros se lanzaban a los botes, asustados y temerosos, mientras los cantos se hacían cada vez más fuertes. Los hombres se tiraban al agua, presas del pánico, luchando por aferrarse a las pequeñas embarcaciones donde ya no cabía un alma.

Bum-Bum, que había saltado por la borda, empezó a hundirse en el mar. La música maldita de aquellos seres del inframundo respondió elevando la voces al unísono. Lo que antes era apenas un susurro se convirtió en una orquesta de notas oscuras y tenebrosas.
  • ¡Agárrate, muchacho! - gritó Drake, tendiéndole la mano desde uno de los botes.
Pero justo entonces, vio cómo Gláfur, el inmenso oso polar que acompañaba siempre a la nórdica, emergía de las frías aguas. Drake, con los ojos abiertos de par en par, contempló al pequeño crío aferrarse al blanco pelaje de la bestia, cabalgando sobre el mar como si fuera el mismo Dios Neptuno en miniatura.
  • Ver para creer… - musitó, mientras observaba cómo Bum-Bum les adelantaba por babor.
En el mismo bote, Vihaan y Grace, que sostenía entre sus brazos a Maverick, ayudaban a subir a Halcón a bordo. El vigía había sido el último en saltar y se aferraba con desesperación a la madera. De pronto, notó cómo algo bajo el agua le rozaba el muslo derecho.
  • ¡Maldita sea! - gritó, aterrado al notar que una mano le sujetaba el tobillo - ¡Sacadme de aquí, ya!
Al instante, Bhagirath, Yrsa, Drake y Cortés se lanzaron a ayudarlo. Incluso Gipsy agarró sus ropas mojadas, gruñendo entre dientes.
  • ¿Se puede saber qué diablos comes, tuerto? - rugió Drake, tirando con todas sus fuerzas.
Con un esfuerzo sobrehumano lograron sacarlo del agua. Halcón cayó de bruces sobre la giganta, su corazón latiendo con violencia, el rostro empapado y lívido. Y entonces, justo en ese instante, mientras todos se fijaban en el vigía…


Vihaan lo vio.
Una mano de mujer.
Emergiendo de las aguas oscuras.

Sus compañeros gritaban dentro del bote, pero él no los oía.
Solo podía sentir aquel murmullo… aquel canto hermoso que se introducía en su interior a través del corazón. La superficie del agua comenzó a brillar, como si la luna entera hubiese decidido esconderse bajo las olas. Y de ese resplandor celestial, entre la espuma y la bruma, emergió ella.

Su rostro apareció primero, pálido y sereno, con gotas que caían de su frente como perlas líquidas. El cabello, largo y oscuro, se pegaba a su piel desnuda, cayendo en ondas sobre sus pechos. Era tan hermosa que el aire pareció detenerse. Tan bella que Vihaan comenzó a llorar sin saber por qué. La criatura se acercó con un movimiento suave, casi humano, y apoyó una mano sobre el borde del bote. Sus dedos, delgados y translúcidos, se aferraron a la madera como si la conocieran desde siempre. Con la otra mano, acarició la mejilla del hombre con una delicadeza que le hizo estremecerse de placer. Fue un roce leve, tibio, imposible.

Sus ojos, de un verde profundo, parecían contener el reflejo de todos los mares. Sus labios, apenas entreabiertos, dibujaban una sonrisa dulce, perfecta. Y él, perdido en aquella visión, sintió que el alma se le partía en dos: una parte seguía aferrada a la vida; la otra ya se hundía con ella en el fondo del océano.

La sirena se inclinó lentamente. Sus labios rozaban el aire que los separaba. Y Vihaan, con el rostro empapado y el corazón suspendido, se inclinó también, dejando medio cuerpo fuera del bote.
  • ¡Vihaan! - gritó Grace, al darse cuenta - ¡Vihaan, no!
Los demás levantaron la vista al instante, y al ver lo que sucedía se quedaron paralizados.
El astrónomo, no obstante, parecía no escuchar nada. Solo aquel canto que lo envolvía por completo, una melodía tan pura que prometía el fin de todo dolor, el descanso, la paz, la dicha eterna.
  • ¡Tirad de él! ¡Ahora! - rugió Bhagirath.
Diez manos se aferraron a sus ropas, tirando con la fuerza de cien mulas de carga, pero Vihaan no cedió ni un centímetro. Solo veía aquellos ojos, aquella boca que le prometía el amor más absoluto que pudiera existir. El mar lo llamaba y él respondió a su llamado. Ni los brazos de sus hermanos, ni el grito desesperado de la mujer que amaba, pudieron retenerlo.

El canto seguía sonando, dulce y terrible. Una sinfonía que habría vuelto loco al más resistente de los guerreros. Y cuando la sirena rozó sus labios con los de él, Vihaan se lanzó al mar, envuelto en la música de su perdición.
  • ¡Aguantad! ¡No le dejéis caer! - gritaba una y otra vez Grace, con la voz desgarrada, llorando desconsolada.
La imagen parecía irreal, una pintura suspendida en el tiempo.
Vihaan quedó flotando en el aire, su cuerpo en paralelo a las aguas negras del océano, sostenido apenas por las manos temblorosas de su familia. Pero lo único que retenían, con fe ciega, era su cuerpo; porque su alma ya no estaba allí. Su alma maldita, ya pertenecía al mar.

La sirena se alzó sobre las olas, luminosa y mortal. Su cuerpo pálido, joven y hermoso reluciendo entre las tinieblas. Sus manos, tan frágiles como el cristal, rodearon las mejillas del astrónomo, y Vihaan la miró con los ojos muy abiertos, con una sonrisa dulce y envenenada. El monstruo, envuelto en la piel de la promesa eterna del amor, se inclinó sobre él y le susurró algo al oído.

Nadie comprendió aquel lenguaje prohibido, un murmullo que parecía brotar del fondo mismo de la creación. Solo él lo entendió, y hechizado, respondió en el mismo idioma, como si su voz ya no le perteneciera. Grace lloraba con rabia, sabiendo que nada podía hacer. Supo entonces que aquel era el final, que lo había perdido ya, que el mar lo había reclamado. Pero entonces, cuando la desesperanza se tornaba en silencio, algo sucedió. Un grito rompió la oscuridad de aquella noche maldita, rasgando el aire como un rayo divino.

El llanto de un bebé.
El incesante grito de Maverick.

El grito rasgó la noche como un relámpago nacido del alma. Era puro, limpio, un alarido sagrado que parecía venir no de un niño, sino del corazón mismo del mundo. Tal era la fuerza de aquel recién nacido, tan lleno de vida, que su llanto se alzó sobre el rugido del mar, sobre el canto maldito, sobre toda oscuridad. Y el hechizo, frágil como cristal bajo el fuego, se quebró en mil pedazos.

Vihaan pestañeó, confuso, como quien despierta de un sueño demasiado dulce. Durante un instante vio todavía el rostro de aquella belleza imposible: los cabellos mojados cayendo sobre sus hombros, los labios aún llenos de promesas eternas. Pero ya no sintió amor ni deseo; solo un vacío helado en el pecho… y miedo.

Entonces comprendió. Y en ese mismo momento, dejó de resistirse. Dejó que las manos fuertes de sus hermanos lo alzaran, que lo arrancaran de las garras del abismo. Solo anhelaba una cosa: volver junto a ellos.

Junto a Grace.
Junto a su hijo.
A su hogar.

Fue entonces cuando la sirena lo entendió también. Que el alma que deseaba ya no le pertenecía. Y al comprenderlo, su rostro cambió. Su piel, antes tersa y brillante como la perla, se agrietó, mostrando una textura viscosa, casi como un reptil. El fulgor de sus ojos se tornó en un vacío lechoso y cruel. De su boca, donde antes nacía la dulzura, brotaron colmillos largos y finos, como agujas. Sus cabellos, sedosos un instante atrás, se enredaron en algas y restos del fondo marino. Y su voz se volvió un gruñido roto, un eco de dolor y furia que rasgó las entrañas del océano.

Aquella criatura ya no era un sueño de los dioses, sino una maldición que el mar escupía con desprecio. Y mientras los hombres tiraban de Vihaan, la sirena se hundió entre las aguas, dejando tras de sí un torbellino de espuma oscura y el eco agónico de su canto, que aún vibró unos segundos más, como un suspiro de amor muerto bajo la superficie.

Continuará…
 
Buff, que susto. Por un momento pensé que perdíamos a Vihaan
Lo curioso es que fue su propio hijo el que lo sacó del trance y lo devuelve a la realidad.
No te voy a negar que se me ha pasado por la cabeza, jajajaja.
Y para ser ya sinceros del todo, en más de una ocasión. Pues le daría una carga dramática de la ostia!
Pero no puedo hacerlo... no diré mucho más, para no hacer spoilers. Tan solo diré que Vihaan tiene que sobrevivir, pase lo que pase.
Tengo planes para él! jejeje

Se que te mola el fútbol. Así que diré que le he metido una cláusula millonaria, que ningún equipo podrá pagar jamás.
Ni tan solo el Muerte F.C., por mucho dinero que tenga. jajajajaja
 
No te voy a negar que se me ha pasado por la cabeza, jajajaja.
Y para ser ya sinceros del todo, en más de una ocasión. Pues le daría una carga dramática de la ostia!
Pero no puedo hacerlo... no diré mucho más, para no hacer spoilers. Tan solo diré que Vihaan tiene que sobrevivir, pase lo que pase.
Tengo planes para él! jejeje

Se que te mola el fútbol. Así que diré que le he metido una cláusula millonaria, que ningún equipo podrá pagar jamás.
Ni tan solo el Muerte F.C., por mucho dinero que tenga. jajajajaja
No te creas. A los sevillistas se nos está quitando las ganas de fútbol.
Ahora estoy más con balonmano y Basket, que aquí en Sevilla están creciendo e incluso en balonmano de la mano de un sevillista que jugó en la selección, Joan Andreu, está haciendo historia y hay opciones de qué por primera vez en nuestra historia podamos tener el año que viene equipo en la máxima categoría y en baloncesto, crearon el año pasado un equipo que nos une a todos el Caja87, que a ver si sube a Segunda este año.
 
El poseedor del amuleto de la tierra no puede desaparecer.
El hijo de dos elegidos, el fuego y la tierra, tiene que tener algo místico. Por el momento a recuperado a su padre del influjo de la sirena demoníaca, devolviéndole la cordura y la consciencia.
 
El poseedor del amuleto de la tierra no puede desaparecer.
El hijo de dos elegidos, el fuego y la tierra, tiene que tener algo místico. Por el momento a recuperado a su padre del influjo de la sirena demoníaca, devolviéndole la cordura y la consciencia.
Me acabas de dar una idea que no contemplaba. ¿Y si Maverick tuviera algún poder mezclando la tierra y el agua? mmmm....
 
Capítulo 70 - El Faro del Hombre Muerto: Holloway y el asedio de las hijas del mar.

Las barcazas remaron con la furia del pánico, avanzando como penitentes sobre un mar que parecía querer tragárselas. Cada golpe de remo era un grito de miedo convertido en movimiento.
Las miradas, ancladas en la superficie negra del océano, se reflejaban rotas por el terror, las pupilas dilatadas como si buscaran la salvación en la nada.

Los que no remaban se tapaban los oídos, rezando entre dientes, besando amuletos, murmurando plegarias aprendidas en la infancia y olvidadas por los años. Todos sabían que la única seguridad posible estaba lejos del mar, lejos de ese reino indómito que guardaba bajo su piel líquida a los monstruos más terroríficos que uno pudiera imaginar.

El agua, antes calma, empezó a hervir. Una espuma negra y pestilente subió desde las profundidades, y aquel canto que antes prometía amor eterno, cambió su tono radicalmente. De melodía celestial pasó a alarido infernal. Las sirenas emergieron, dejándose ver sin disfraces, en su auténtica naturaleza. Ya no eran las visiones de belleza que seducían con dulzura, sino abominaciones sin forma ni piedad. Sus cuerpos, mitad carne, mitad pez, se contorsionaban entre las olas. Los cabellos, ahora enmarañados de algas y barro, se agitaban como tentáculos. Saltaban entre las crestas del mar como delfines podridos, con la piel rasgada y los ojos desorbitados. De sus bocas deformes salían chillidos imposibles, blasfemias retorcidas que parecían desgarrar el aire mismo.

MacFarlane se irguió en la popa de su bote, firme sobre el temblor del mar. Desenvainó a sus dos mujeres y apretó los dientes con furia contenida. El acero brilló al reflejar el fuego del infierno que se encendía sobre las aguas. Al instante, Akuma se acercó a su lado en absoluto silencio, la katana deslizándose fuera de la vaina con un silbido frío.

Sus miradas se cruzaron, dos guerreros que compartían mucho más que pasión o deseo.

Entre ellos no hizo falta palabra alguna. Lo que los unía era más poderoso que el amor que no podían expresarse, algo más profundo, más poderoso, más antiguo: Era el instinto de la supervivencia frente al fin del mundo. Y allí, bajo la sinfonía demoníaca de las sirenas, comprendieron que estaban condenados. Pero también entendieron algo más…
  • Si este es nuestro destino, moriremos luchando - dijo MacFarlane sin apartar la vista de ella.
  • Con el acero desnudo y con los dientes apretados - respondió ella con firmeza.
Sus ojos se encendieron con el fuego inquebrantable del que defiende su vida. Y sonrieron en silencio, una sonrisa verdadera, llena de determinación y coraje. Si el mar quería verlos muertos, si esa era la voluntad de los dioses, lo aceptaban sin quejas. Asumían su destino, sin culpa, sin remordimientos. Pero si el destino quería verlos muertos, debería venir a arrancarles la vida con sus propias manos. Pues ellos no se la entregarían sin antes plantar cara. Jamás.

Como si ellos dos fueran un estandarte luminoso ante la noche más oscura, todos los imitaron al instante en el resto de los botes. Músculos tensos, ojos abiertos y el acero desenvainado. Todos dispuestos a enfrentarse a cualquier engendro que quisiera arrastrarlos hacía el fondo del mar. Remaban con todas sus fuerzas, directos hacia la costa escarpada de aquella pequeña isla en mitad de la nada. Pero no era suficiente. Las sirenas eran más rápidas y sin embargo, ninguna hizo intención de atacar.
  • ¡¿Por qué esas malditas bestias no nos atacan?! - gritó Snatch, apretando los dientes, la mirada perdida en aquella pesadilla de gritos demoníacos y agua turbia.
El Perro, de pie a su lado, observó a aquellas criaturas durante unos segundos. Sus ojos no mostraban miedo, sino comprensión.
  • No son bestias, viejo amigo - dijo al fin, casi en un murmullo - Son inteligentes… Nos guían como un rebaño hacía el matadero…
La Hiena levantó la vista hacia él, perplejo por su respuesta. El mar olía a putrefacción, la desesperación se hizo presente a su alrededor, y en ese instante comprendió la verdad que escondían aquellas palabras.

Las sirenas no los atacaban porque no lo necesitaban. Sabían perfectamente lo que pretendían los marineros. Quizás por instinto, quizás por experiencia. Y es que, las aguas se abrían ante ellos como un refugio silencioso, empujándolos hacia la costa, hacia aquella isla que parecía su única salvación. Pero era una trampa, en realidad. La más cruel de todas.

El Perro las observó avanzar, luego volteó la cabeza fijando los ojos en el faro que se alzaba en la bruma como un diente roto de un dios caído.
  • Nos están llevando justo donde quieren - murmuró entre dientes - Creemos que la tierra firme nos protegerá, y ellas saben muy bien lo que pensamos… que el suelo firme bajo los pies es sinónimo de salvación. Pero allí... allí solo nos espera la condena.
Y tenía razón. En aquel islote maldito no había agua dulce ni alimento, solo roca y silencio. Las sirenas no necesitaban matarlos. Bastaba con rodearlos. Esperar. Dejar que el tiempo hiciera el trabajo sucio. Jugarían con ellos como gatos con su presa. Dejarían que el hambre y la sed desgarraran sus entrañas, que el miedo sembrara la locura entre sus corazones. Y cuando llegara el momento… cuando los hombres, quebrados por el tormento, se lanzaran al mar buscando consuelo o redención, ellas estarían allí. Esperándolos bajo las olas, sonrientes, hermosas y horribles. No eran bestias irracionales. Eran estrategas macabras del abismo.
Y el mar, su tablero de juego.

Las barcazas encallaron contra la costa con un golpe seco, levantando una nube de espuma y piedras. El oleaje arrastraba con fuerza, como si el propio mar se negara a soltarlos. Los primeros hombres que llegaron a tierra firme saltaron sin pensarlo, hundiéndose hasta las rodillas en un fango helado, ayudando a los demás a desembarcar. El viento aullaba entre los riscos, cargado del olor metálico del agua salada y el eco lejano de los cantos que aún resonaban, distorsionados, entre la bruma espesa.
  • ¡Rápido, fuera de las barcas! ¡Vamos, vamos! - rugió Diego, alzando el brazo para dirigirlos.
Corrieron tambaleantes, con el miedo mordiéndoles los talones. El suelo era traicionero, cubierto de algas secas y guijarros resbaladizos. Cada paso parecía una batalla contra ese pedazo de roca maldita. El faro se alzaba ante ellos como una sombra titánica: una torre gris, inacabada, de piedras ennegrecidas por la humedad. Su cima rota se perdía entre la niebla. Era un esqueleto de lo que algún día quiso ser, un refugio olvidado en el fin del mundo.

Vihaan llegó el primero, el canto embriagador aún recorriendo sus entrañas, como un veneno que se resistía a desaparecer del todo. Apoyó ambas manos sobre la puerta, que apenas se sostenía sobre sus goznes oxidados. La madera estaba astillada, hinchada por la sal y los años, pero resistía como si aquel propósito, por el que había sido construida, estuviera protegido por una magia antigua y oscura. Golpeó una vez, dos veces, tres. Nada.
  • ¡Yrsa! - llamó entre jadeos - ¡Echame una mano, rápido!
La nórdica corrió hasta él y juntos empezaron a empujar, hombro con hombro, mientras el mar rugía detrás. La madera se estremeció, crujiendo como un animal herido. Yrsa lanzó un grito gutural, un último empujón, y la puerta cedió. Se desplomó hacia adentro, levantando una nube de polvo y olor a moho.
  • ¡Entrad! ¡Rápido, que nadie se quede atrás! - ordenó Diego, girando sobre sí mismo para hacerles paso.
Los hombres pasaban junto a él, uno tras otro, jadeantes, cubiertos de agua y miedo. Algunos miraban hacia atrás, hacia el mar, temiendo ver entre la espuma los ojos pálidos de sus perseguidoras. Ren ayudó a Grace a cruzar el umbral. La capitana abrazó a su hijo contra el pecho, corriendo sin mirar atrás.
  • ¡Adentro todos! ¡Vamos, vamos! - Diego contaba mentalmente, como si temiera dejar un alma fuera.
El último en llegar fue Drake. Subió los últimos metros de la pendiente, con la chaqueta pegada al cuerpo y la mirada clavada en el horizonte gris. Se detuvo a su lado, respirando con esfuerzo.
  • ¿Crees que aquí nos dejarán tranquilos? - preguntó, sin apartar los ojos del mar.
Diego lo miró unos segundos. Detrás de ellos, el oleaje lamía las rocas con un rumor inquietante.
  • No - respondió con calma - Pero al menos nos darán tiempo para tramar un plan.
Drake asintió despacio, apretando la mandíbula. Entró en el faro y esperó a Diego, que fue el último en cruzar. Entre los dos levantaron la puerta y la ajustaron para que cerrase de nuevo. Pero antes de hacerlo, echaron una última mirada al mar.

Entre la bruma, De la Vega creyó distinguir un rostro.
Hermoso. Sonriente. Sereno.
Como si esperara lo inevitable.
Y entonces empujó la puerta con todas sus fuerzas, sellando el refugio contra la noche.

El silencio se hizo ley en el interior del faro. Era apena una cápsula estrecha y húmeda donde el tiempo se había detenido. La piedra despedía un frío seco que se colaba por la ropa y calaba los huesos; las vigas del techo goteaban todavía agua salada; la luz que entraba por los cristales rotos tenía un tono gris de ceniza. Apenas había sitio para moverse: un corredor angosto, una sala circular que olía a soledad y a aceite viejo, y una estrecha escalera de caracol que subía hasta la linterna rota. Todo lo demás eran nichos vacíos y cajones atrancados.

Buscaron lo que pudieron: tablas sueltas, restos de cuerdas, papel enmohecido, algún mueble hecho trizas. Con habilidad de quien vive entre carcomas y tormentas hicieron una pequeña hoguera en el centro de la estancia; no para calentar el cuerpo, pues era demasiada pequeña para ese fin, sino para encender algo más necesario: la esperanza.

Las llamas eran modestas, pero su calor se comía el silencio como si fuese una bestia hambrienta. El humo llenó el techo, los rostros se perfilaban en anillos de luz cálida; juntos, apretados, húmedos y temblando, se juntaron alrededor del fuego como si el calor pudiera ahuyentar también la amenaza que venía del mar.

Mientras recogían más restos para alimentar la brasa, Ren tropezó con un cuaderno cubierto de polvo, encuadernado en piel reseca. Lo abrió con dedos torpes y empezó a leer las primeras líneas, en silencio; al mismo tiempo que se formaba un circulo alrededor de la hoguera.

El Perro apoyó la espalda en la pared de piedra, la pipa humeando en la mano, la mirada fija en el pequeño fuego. Rompió el silencio con la voz seca y desgarrada de siempre.
  • No estamos a salvo - dijo por fin - Esto no es más que una ilusión, no es más que una falsa tregua. Podemos alargarlo unas horas, quizás unos días si nos esmeramos. Pero más pronto que tarde vendrán el hambre y la sed… la paciencia tiene fecha de caducidad.
MacFarlane, con la cara aún desencajada, dejó escapar un gruñido.
  • Al menos ya no estamos en el agua - comentó, intentando aliviar la situación - No corremos el riesgo de que esos engendros nos arrastren al fondo del mar con sus malditas canciones.
Diego clavó la vista en las llamas, sus manos cerca del calor, concentrado.
  • Burlar a la muerte hoy no significa escapar de ella para siempre, escocés - dijo sin apartar la vista de la hoguera - Es cuestión de tiempo que esas criaturas vuelvan con otra artimaña. Aquí, encerrados, lo único que cambia es el momento. Pero el destino… ya está escrito.
El Perro asintió, lento y pesado, y con esa mezcla de ironía y verdad que siempre tenía en los labios.
  • Por eso no hay nada que celebrar cuando uno está bajo asedio… Las sirenas no vienen a matarnos de frente; vienen a hacernos sucumbir. Esperan que la desesperación haga el trabajo por ellas.
Grace, sentada con Maverick en el regazo, lo acunaba mientras el niño mamaba tranquilo de su pecho. Su voz, baja pero firme, llenó el hueco que dejaban las olas del silencio.
  • Entonces hay que pensar algo y rápido… - dijo - No podemos quedarnos quietos sin hacer nada. Debemos contraatacar…
Drake tiró un trozo de madera a la pequeña llama, mirando al grupo con aquella media sonrisa que solía desarmar a sus enemigos.
  • ¿Qué propones, entonces? - repuso con cierta guasa - Porque sin un buen plan, lo único que haremos es morir con la barriga vacía y los huesos calados por la humedad.
Bishnu, siempre mesurado, reposó el bastón contra sus rodillas y habló con la voz grave de quien guarda los secretos del mundo.
  • Todos hemos oído historias… Cuentos que arrastran verdades ocultas dentre las mentiras. No es mucho, pero es lo que tenemos.
El Perro, para romper la tensión que empezaba a apretarse en el pecho de todos, soltó un gruñido que se convirtió en una broma rasposa.
  • El lugar es idóneo para contar historias, sin duda - dijo dejando escapar el humo espeso por su boca entreabierta - Tenemos la hoguera encendida y un buen puñado de borrachos ilustres sentados alrededor.
La risa, primero contenida, se esparció por la estancia; fueron risas pequeñas y ahogadas, cargadas de pesadez, pero risas al fin y al cabo. Unas carcajadas breves, un respiro ante el peligro que aguardaba tras el refugio. Diego sonrió sin dejar de mirar al viejo sabio, luego extendió esa mirada a cada uno de los presentes; el fuego reflejaba la resolución en sus ojos.
  • Bishnu tiene razón - dijo - Si nos asedian es porqué están seguras de que no tenemos escapatoria, por lo que no debemos temer un ataque repentino. Hay que aprovechar el tiempo que nos han concedido. Pero antes de tramar nada, necesitamos conocer a qué nos enfrentamos. ¿Qué sabemos de ellas? ¿Cómo actúan? Y sobre todo… ¿Qué las detiene? Exponed lo que sepáis, sin miedo. Vamos a hablar, a recordar, a aprender los unos de los otros.
El fuego crepitó, como si aprobara las palabras del español. Afuera, la bruma seguía lamiendo las paredes, callada y espesa, aguardando un desenlace que parecía inevitable. Dentro, entre rostros encendidos y manos que temblaban, empezaba a trazarse el esbozo de un plan.

Bhagirath fue el primero en romper el silencio. Sus ojos, fijos en el fuego, parecían mirar más allá de las llamas, hacia un lugar lejano, perdido entre recuerdos y especies aromáticas. Su voz, pausada y grave, resonó como una oración antigua, arrastrando consigo el peso de la memoria.
  • En mi tierra dicen que el mar tiene ojos - empezó - Que cuando una ola te devuelve tu reflejo, no es el mar quien te mira… sino una Matsyakanya, una doncella-pez.
Las llamas bailaron sobre su rostro oscuro, proyectando sombras que parecían moverse con cada palabra. Por un instante, una leve sonrisa se dibujó en sus labios, la de un hombre que vuelve a abrir un libro antiguo, lleno de polvo y nostalgia.
  • Mi santo abuelo me contaba esas historias cuando era niño - continuó, con la mirada perdida en el fuego - Decía que son hijas del dios Varuna, guardianas de los secretos del agua. Algunas se dejan ver en noches sin luna, y cantan para los pescadores que se atreven a ir demasiado lejos.
Hizo una pausa. El crepitar del fuego llenó el vacío, como si hasta el viento escuchara.
  • Si el corazón del hombre es puro, la doncella le concede viento y buena pesca. Pero si lleva deseo o soberbia dentro, lo arrastra con una caricia hasta el fondo del mar, donde todo es silencio - Alzó la vista hacia los demás, su voz más baja, casi reverente - No hay maldad en ellas… solo equilibrio.
El fuego titiló, reflejándose en sus ojos oscuros como si el océano mismo se asomara a través de ellos.
  • Son el alma del mar - murmuró - Y el mar… siempre reclama lo que da.
MacFarlane lo observó en silencio unos segundos, con el rostro endurecido por la experiencia y el fuego reflejándose en sus ojos cansados. Negó despacio con la cabeza, exhalando una risa seca que sonó más amarga que divertida.
  • No niego que tu amado abuelo fuera un santo, amigo - gruñó, con ese deje de ironía áspera en su voz ronca - Pero si te dijo que esos demonios no son malvados, es que jamás vio lo que nosotros acabamos de ver.
  • Doy fe de ello… - añadió Vihaan con una sonrisa nerviosa, intentando disipar el peso de sus propios recuerdos - Quizás en nuestro hogar las Matsyakanyas sean justas, viejo amigo - miró a Bhagirath con respeto - pero sus primas del oeste… te aseguro que no lo son.
El escocés asintió despacio, chasqueando la lengua antes de continuar.
  • Si algún día llegas a navegar por el Minch con niebla - dijo con voz grave, clavando la mirada en el hindú - mantén la boca cerrada y el corazón firme, bigotes. En mi isla los hombres temen más a las Ceasg que a las tormentas, y no sin razón. El malnacido de mi padre juró haber visto una, peinando sus cabellos dorados en la orilla. Dijo que le ofreció un deseo… y el muy desgraciado pidió riquezas - Hizo una pausa, los labios apretados, antes de escupir con desdén - En casa todos pensamos que había vuelto a beber demasiado, pero… no pasaron dos semanas, cuando la peste mató a la mitad de nuestro ganado y echó la cosecha a perder.
Las llamas se agitaron como si respondieran a su historia, proyectando sombras temblorosas sobre los muros húmedos del faro. Nadie lo interrumpió; solo se escuchaba el crepitar del fuego y el rugido lejano del mar.
  • Algunos hablan también de los Blue Men - continuó, su voz bajando hasta volverse casi un susurro - Demonios del agua que recitan versos a los capitanes. Si no respondes con rimas hermosas… estás perdido. - Soltó una carcajada lúgubre, más un gemido que una risa - No sé qué historias son ciertas y cuáles no. Solo sé que cuando el mar calla… y el viento empieza a cantar… es mejor no responderle.
El silencio volvió a extenderse entre ellos, denso y frío. Yrsa, que vigilaba el exterior desde una pequeña ventana, se acercó despacio a la hoguera, sus pasos resonando sobre la piedra húmeda. Se agachó para calentar sus manos. Las llamas temblaron al reflejarse en su piel blanca como el hielo, y por un instante, las runas que surcaban su cuerpo parecieron despertar, ardiendo con una luz tenue, antigua, como un eco de los tiempos en que los dioses caminaban junto a los hombres.
  • Yo crecer junto fiordo - murmuró, su voz grave, rota por el frío que la acunó de pequeña - donde mar ser hondo… y frío. Madre decir que yo no escuchar canciones que viento traer. “Havfruer”, decir siempre… ser peligro. - Sus ojos se perdieron un momento en el fuego, como si lo mirara desde muy lejos - Viejos de aldea decir ser canto triste… canto de añorar. Decir que Havfruer poder caminar, poder casar con hombres, hacer hijos… pero cuando escuchar mar en alma… volver a casa sin mirar atrás.
Las llamas bailaban sobre su rostro como si de sus palabras toscas y rudas pudieran hacer una hermosa poesía.
  • Quizás ser más humanas que nosotros - añadió con una calma sombría - También amar. También huir. También equivocarse… Mar no perdonar nostalgia.
Nadie se atrevió a romper el silencio que siguió. La voz de Yrsa había dejado flotando en el aire una melancolía densa, como el olor a sal que se colaba por las rendijas del faro. Cortés fue el primero en seguir. Había permanecido escuchando en silencio, observando a la giganta con una mezcla de respeto y sorpresa. No recordaba haberla oído pronunciar más de dos palabras seguidas hasta ese momento.
  • En la costa, frente al Atlántico - dijo al fin, con voz baja pero firme - las viejas aún dejan pan y fruta en las rocas para las maruxiñas. Dicen que son mujeres del mar, tan bellas que ni el sol se atreve a mirarlas dos veces.
Las miradas se giraron hacia él, y Cortés siguió, con el tono pausado de quien repite algo aprendido junto al fuego de una cocina vieja.
  • Mi padre, en paz descanse, decía haberlas oído en noches de temporal. Contaba que eran voces que llegaban con el bramido de las olas. Si el canto era dulce, el barco volvía. Si era triste, el barco no regresaba.
El viento sopló afuera, como si quisiera dar forma al recuerdo.
  • “Los griegos las llamaban hijas del Río”, me decía siempre… “pero para nosotros, hijo, son hijas del propio mar. No buscan hombres: buscan memoria. Cada canto suyo recuerda a los que se tragó el océano.” - Hizo una pausa, mirando las llamas, casi en un susurro continuó - “Por eso, cuando oyes una sirena, no reces por salvarte… reza por los que no lo lograron”
El fuego crujió y todos se detuvieron a escucharlo. Afuera, el canto envenenado del mar respondió como si confirmara sus palabras. El Perro encendió de nuevo su pipa, las brasas tintineando en la penumbra como el ojo rojo de un demonio cansado. Dio una calada lenta, llenando el aire de un humo denso y dulce que se mezcló con el olor a sal, leña húmeda y miedo. Luego, exhaló con un gruñido, rompiendo la nostalgia que empezaba a adormecerlos.
  • Todas son bonitas historias… - carraspeó, mordiéndose la boquilla de la pipa - Pero nadie está hablando de lo que realmente importa… ¿cómo demonios acabamos con ellas?
El silencio volvió, más pesado. Las llamas crepitaron. Fue Yara quien lo rompió, su voz profunda y serena, teñida del misterio de los trópicos.
  • El mar no se puede vencer - dijo, sin levantar la mirada del fuego - Y las sirenas son sus mensajeras. Si las enfrentamos de frente, nos arrasarán. Hay que apaciguarlas, como sea - Tomó una brasa con una rama y la lanzó al suelo, observando cómo chispeaba - Necesitamos fuego y ofrenda: una copa de ron, un poco de sangre y ceniza de tabaco. Lo lanzamos al mar con palabras de respeto, y rezamos a los santos para que nos dejen paso.
Levantó la vista hacia Diego.
  • Ayúdame a pedir paso a Yemayá, madre del agua, para que las mantenga a raya. Pues no se vence al océano con hierro, sino con promesa y reverencia.
Diego quiso decir algo pero alguien le interrumpió antes. MacFarlane bufó, soltando una carcajada seca.
  • ¡Bah! ¡Basta de rezos y brujerías! - replicó con su voz rasgada - Las Ceasg son como los poetas: no soportan que alguien les gane en habilidad. Si quieren cantar, cantémosles nosotros mejor, juguemos a su juego - Alzó el brazo, teatral, como si brindara con los dioses - Les responderé con versos tan afilados que el mar se tragará su propio eco. Dadme vino, pluma y papel, y juro por mis ancestros que escribiré un canto que las hará callar o morir de vergüenza.
  • No sabes escribir… - dijo de repente Akuma, sin alzar apenas la voz.
Por un instante hubo silencio… y luego estalló la risa. Una carcajada viva, ronca, sincera. Rieron todos, incluso el propio escocés, que golpeó el suelo con el puño entre risotadas. La japonesa los miró, desconcertada al principio, sin saber porqué reían; hasta que una sonrisa pequeña y tímida cruzó su rostro inexpresivo.

Entre las sombras, Yrsa se incorporó. La hoguera reflejó su figura colosal, su piel marcada de runas que parecían moverse con el fuego. Todos callaron de inmediato. Nadie era tan necio como para interrumpir a esa giganta nacida del hielo y del acero.
  • Ser más sencillo. Havfruer temer luz y hierro frío. Empuñar armas y luchar cuando sol salir, eso mantener Havfruer lejos. Fuego en cielo, hierro en tierra. Luchar hasta matar a todas.
  • Los del norte lo arregláis todo igual… - rió Cortés - Yo estoy con el loco escocés… creo que no va mal encaminado. Pues no hay monstruo que se resista a un buen coro. Si ellas cantan, pues cantemos más fuerte. Que cada uno coja una botella, un cubo, lo que tenga, y hagamos ruido hasta que se nos reviente la garganta. - Hizo una pausa teatral y alzó el dedo, con una sonrisa torcida - No hay hechizo que aguante el bullicio de los desesperados desafinando con fe.
  • No son solo monstruos, Cortés - lo interrumpió Isabella, con la calma cortante de quien conoce el veneno del mundo - Son mujeres… o lo fueron alguna vez.
Se inclinó un poco hacia el fuego, sus rasgos afilados iluminados por las llamas.
  • Yo he escuchado que su propia belleza las ata al sufrimiento. Si les mostramos un espejo, verán en él la forma que han perdido. - Sacó con delicadeza un pequeño espejo de su zurrón, su marco de plata ennegrecido por la sal y la humedad - Yo tengo uno. Mi último lujo de tierra firme. Si lo usamos contra ellas, puede que su propio reflejo las ahuyente. Nadie soporta verse monstruo, ni siquiera un ángel caído.
El Perro escuchaba en silencio, con el ceño fruncido bajo el humo de su pipa. Su mirada saltaba de uno a otro, sin dejar escapar palabra. En el brillo de sus ojos se adivinaba el juicio del hombre que ha visto demasiadas cosas para creer fácilmente, pero que aun así no desprecia ninguna posibilidad. Era su don y su condena: la desconfianza que le había mantenido vivo entre demonios de carne y hombres peores que bestias.

Grace, en cambio, observaba aquella escena con un atisbo de luz en el rostro. Sonreía. No era una sonrisa amplia ni confiada, sino de esas que brotan despacio, con el calor de lo humano. Le gustaba verlos así: hablando, discutiendo, vivos. Le encantaba esa imagen, todos juntos alrededor del fuego, cada voz distinta, cada alma encendida. Para ella, así debía gobernarse un navío. Así debía comportarse un capitán. Así debía vivirse la vida. Sin rangos ni estatus, sin jerarquías ni miedo. Solo hombres y mujeres, juntos frente a la oscuridad, buscando un modo de sobrevivir. El fuego en el centro, y el mundo entero, girando a su alrededor.
  • No es tan descabellado lo que proponen MacFarlane y Cortés… Su canto es su arma más peligrosa, ¿no es así? - dijo Vihaan, la voz baja pero firme - Y como bien dice Isabella, su belleza es igual de temible… Así que si lo que queremos es vencerlas, primero hemos de vencer lo que nos llama. Nadie debe mirar al mar ni atender a su música. Nos taparemos los oídos con cera y los ojos con trapos. Si no deseamos seguirlas, ellas perderán el camino hacia nosotros.
Caitlin «Ojos Verdes» meditó la idea con la seriedad de quien ha vivido media vida entre nieblas y arrecifes.
  • ¿Y como diablos llegaremos a los navíos, astrónomo? - Preguntó incrédula - Es más, ¿Como demonios navegaremos sin tener ningún punto de referencia? Lo siento, pero es un suicidio, no funcionará. En algún momento deberemos ver y escuchar, y en cuanto lo hagamos seremos presas de esos demonios.
Una risa cascada rompió la tensión. Fred «El Bocas» dio un paso adelante, la pólvora en la mirada.
  • ¡Bah!, dejaros de tonterías. Yo digo que carguemos los mosquetes con pólvora bendita - miró a Yara en busca de una posible magia que pudiera ayudarlos - y disparemos al agua hasta que no quede ni una escama. Si el mar nos quiere, que lo demuestre. ¡Yo no pienso morir sordo, ni ciego!
El Perro soltó una brusca exhalación de humo, y la mirada que lanzó a su alrededor pesó sobre todos como una losa. El murmullo seguía creciendo sin orden ni turno; una cascada de voces que chocaban entre sí, alimentadas por el miedo y la desesperación. Una tras otra, las ideas se sucedían: algunas rozaban lo absurdo, otras eran auténticas locuras, pero ninguna era callada. Todos escuchaban, conscientes de que, entre tanto caos, quizá se escondiera una chispa de salvación.

Ren llevaba un buen rato intentando hablar. Su voz, suave y educada, no hallaba espacio entre aquella jauría de marineros rudos y exaltados. Sostenía todavía el libro que había encontrado en el suelo, las tapas cubiertas de polvo y sal, y sus ojos, serenos y firmes, decían que tenía algo importante que decir. Sin embargo, sus labios seguían mudos, ahogados por el ruido.

Solo Grace se percató. Lo vio aferrarse al cuaderno, alzar la mirada una y otra vez, abrir la boca sin lograr emitir palabra. Comprendió enseguida que aquel silencio suyo escondía algo valioso, una verdad que los demás estaban demasiado asustados para oír.
  • ¡Atended! - gritó ella, pero su voz se perdió entre el murmullo - ¡Por favor… amigos! - insistió, alzando al pequeño Maverick contra su pecho - ¡Ren quiere decir algo!
El bullicio se fue apagando poco a poco, como si el mismo mar hubiera contenido el aliento. Las conversaciones murieron una tras otra, hasta que solo quedó el crepitar del fuego y el goteo de la lluvia colándose por las grietas del techo. Entonces, por fin, Ren alzó la vista. El silencio era total. Y el holandés, con el rostro iluminado por la débil luz de la hoguera, empezó a hablar.

Sostuvo con ambas manos el cuaderno encuadernado en cuero deteriorado. La luz de la hoguera titiló sobre la cubierta arrugada y ennegrecida, proyectando filamentos de sombra como si fueran páginas arrancadas del tiempo.
  • Encontré este cuaderno… - dijo, con voz firme aunque temblorosa - es el diario de bitácora del capitán Edward Holloway. Fue comisionado por la Reina María II de Inglaterra en el año de nuestro Señor 1683, para levantar una red de faros a través del estrecho y abrir una ruta digna del Imperio.
Hubo un murmullo suave: faros, ruta, misión imperial. Términos grandes que parecían huir del techo bajo del faro a medio construir y del rugido del mar afuera.
  • La misión - continuó Ren - fue un desastre desde el inicio. Temperaturas que congelaban los huesos, vientos que giraban sin aviso, recursos escasos, hombres enfermos o muertos por el escorbuto, y lo que ningún capitán podía esperar: criaturas del agua surgidas del mismo infierno. Holloway lo narra con honestidad espantosa.
Ren buscó en el cuaderno la página exacta; sus dedos temblaron al pasar las hojas amarillentas. El fuego proyectaba sombras largas y danzantes sobre las paredes de piedra del faro. La voz del cartógrafo sonó baja, como si leyera con la voz de quien escribió aquellas palabras.
  • “Día 14 de Septiembre del año 1684. A media tarde vimos por primera vez a las que algunos de mis hombres llaman sirenas. Las víboras del abismo las llamo yo. Eran tres, a escasos metros de la orilla, entre la neblina, peinando sus cabellos bajo el sol moribundo. Su canto llegó como un viento antiguo que quebró mi ánimo. He ordenado el recogimiento de todos los hombres, y nos hemos encerrado en el faro a medio construir. Pero no todos hemos llegado a conseguirlo. Sus fatuas promesas han atraído a muchos, y ahora temo que jamás los volvamos a ver de nuevo. Ahora el miedo esta presente en los ojos de los pocos que quedamos vivos, pues fuera los cantos no cesan ni un solo segundo. Esos demonios nos llaman por nuestros nombres, nos hablan de amor y de paz eterna, no dejan de intentar convencernos para que salgamos fuera”
Un escalofrío recorrió la estancia. Pasó varias páginas y Ren siguió leyendo, como si aquel hombre muerto lo hubiese elegido portavoz.
  • “Día 20 de Septiembre del año 1684. Llevamos seis días encerrados sin salir al exterior. Nos hemos quedado sin víveres y sin agua. El miedo ya es desesperación. Antes de sufrir el riesgo de un amotinamiento, esta mañana decidí mandar una pequeña expedición de reconocimiento. Anochece y aún no han vuelto”
  • Pobre gente… - dijo Isabella mirando hacía al suelo - Que horrible destino…
  • ¡El mismo que tendremos nosotros, si no hacemos nada! - dijo Drake - ¿Hay algo en ese maldito diario que nos pueda servir de ayuda, holandés?
  • Holloway probó varias opciones… - contestó Ren - no se rindió… - añadió acercándose más al fuego y buscando la última entrada en el cuaderno de bitácora - Pero todo lo que intentó fue un fracaso más estrepitoso que el anterior.
  • ¿Entonces de que nos sirve ese maldito cuaderno? - preguntó Drake - Si lo que pretendes es desanimarnos, lo estas consiguiendo.
  • ¡Déjale hablar Cuervo! - intervino Grace - Sigue Ren… por favor.
El cartógrafo asintió esbozando una sonrisa débil pero sincera. Y siguió leyendo.
  • La última entrada del diario ya no indica fecha - dijo con los ojos fijos en el desvencijado cuaderno - “Nada de lo que hemos intentado ha funcionado. Ninguna de las expediciones que hemos mandado ha vuelto. Los cantos siguen sonando sin descanso. La densa niebla no nos deja determinar si es de día o de noche. Hemos perdido la noción del tiempo y estamos a punto de perder la cordura. Lo poco que bebemos es la lluvia filtrada por las maderas de este maldito faro, lo poco que comemos son insectos y alguna rata igual de hambrienta que nosotros. Algunos hombres han empezado a comerse el cuero, desesperados. Y la palabra canibalismo ha empezado a surgir como un susurro… Lamento reconocer que ya no me parece una locura.”
  • ¡Madre de Dios! - se santiguó Cortés al escuchar aquellas palabras.
  • “Así que hoy he decidido intentar lo que la razón desprecia. Nuestro plan es desesperado y, sin embargo, es lo único que nos queda. Thomas Keeler, mi suboficial más valiente se ha ofrecido como señuelo. Fabricaremos una balsa con los restos del campamento y los maderos del faro medio erguido; la cubriremos de espejos y hojalata hasta que reluzca como un pedazo de luna. Keeler irá atado a la proa y cantará, exponiendo su voz al viento, para atraer a las criaturas hacia la balsa. Cuando estén junto a él, pensamos prender un artefacto de humo y fuego que, pensamos, las inquietará y las hará atacar la balsa como si fuera una presa. Mientras las sirenas se entretengan con el señuelo, los demás intentaremos, en la pequeña ventana de confusión, recuperar nuestros botes y remar hasta los navíos donde la niebla es menos densa. Es posible que sea una locura; es posible que sea una muerte segura. Pero qué otra esperanza nos queda sino quemar la propia noche para ganar un amanecer. Si este cuaderno queda, que sirva de testimonio: fuimos hombres que lo intentaron todo hasta la última bocanada.”
Al cerrar el cuaderno, Ren dejó caer la mirada sobre el grupo; la hoguera proyectó sombras largas sobre las caras resecas por la sal y la fatiga. El silencio que siguió a la lectura pesó como una sentencia.
  • Sacrificaron a un hombre… para salvar la vida de todos… - murmuró Vihaan.
  • Era un plan hecho por hombres desesperados, amigo - contestó Diego, con la voz rota.
  • Y no sabemos si les funcionó - gruñó Macfarlane.
El Perro apretó los labios, notando de pronto la cercanía del abismo que Holloway había descrito. Grace acercó a Maverick contra su pecho, como quien se aferra a una tabla en medio de la tempestad.
  • Si Holloway hizo eso - dijo finalmente el Perro, arrojando una bocanada de humo que se llevó la última palabra - fue por falta de otra cosa. Nosotros no somos él. No tenemos por qué repetir sus errores… pero tampoco podemos ignorar lo que aprendió con la sangre de los suyos.
  • ¿Y sí funciono realmente? - dijo Akuma atravesando la oscuridad del faro.
  • No hay pruebas de ello, fantasma - el Perro la miró fijamente - o al menos no las conocemos.
  • No hay más entradas en el cuaderno, ¿Verdad?
Ren asintió en silencio y dejó el cuaderno en el suelo con un movimiento que fue casi un rito. El cuero crujió como un lamento. Lo colocó entre todos, como quien deja sobre la mesa una prueba y una advertencia a partes iguales.
  • Eso no demuestra nada - Macfarlane se levantó del suelo, empezándose a ponerse nervioso - Debemos pensar otras opciones… Alguna donde no debamos dejar a nadie en manos de esos engendros.
Entonces Drake tomó la palabra. Llevaba rato pensando en una idea demasiado atrevida como plantearla de cualquier manera.
  • Estamos omitiendo un detalle muy importante. Si bien sabemos que los espejos pueden funcionar, y toda esa locura de taparnos los oídos y vendarnos los ojos.. como bien dice ‘Ojos Verdes’, es demasiado arriesgado…
  • ¿Que propones entonces, Cuervo? - pregunto el Perro.
Drake se detuvo en un pequeño silencio, no por teatralidad como tanto le gustaba. Si no porqué sabía que su idea levantaría revuelo.
  • Cuando huíamos de esas criaturas, Vihaan casi cae en manos de una de ellas. Estuvo a esto - dijo haciendo un gesto con los dedos - de caer al agua y no volver jamás. Pero entonces sucedió algo inexplicable que lo devolvió al mundo de los vivos…
  • ¡Oh, no! ¡Ni hablar! - rió Grace con la furia encendida en el rostro - ¡Ya puedes irte olvidado de esa idea!
  • ¡Capitana! Lo vistes igual que lo vi yo… el llanto de tu hijo ahuyentó a ese demonio.
  • ¡He dicho que no! - replicó Grace con dureza - Si quieres ofrecer tu vida en sacrificio, adelante. Todos te lo agradeceremos, pero de ninguna manera pienso poner en riesgo la vida de Maverick.
  • No estoy diciendo eso… de ningún modo pondría la vida de…
  • ¡Ha dicho que no! - clausuró Vihaan cortando al inglés bruscamente.
El silencio cayó como el plomo. Drake chasqueó los dientes, pero no insistió más. Se cruzó de brazos y se perdió entre las débiles llamas de aquel refugio que cada vez más se parecía a una prisión.
  • Este diario - dijo Diego señalando el cuaderno de bitácora - no es solo una historia de miedo. Es una lección: las mentes de Holloway y sus hombres se quebraron cuando perdieron la esperanza. Si hemos de vencer, no será con desesperos ajenos; será con cabeza, con solidaridad y con las pocas luces que todavía nos quedan.
Las palabras flotaron sobre la hoguera. Afuera, la niebla lamía las paredes del faro con paciencia de depredador. Dentro, cada hombre y cada mujer fue guardando en su pecho un fragmento del plan de Holloway: tanto la audacia como la advertencia.

El fuego crepitaría durante toda la noche, cada chispa un latido incierto en medio de la oscuridad. Nadie habló durante un largo rato. Solo el rumor del viento y el vaivén del mar, que parecía respirar contra los muros del faro, recordaban que el enemigo seguía allí afuera, esperando. Las sombras de los tripulantes se movían con la llama, como si la hoguera dudara de su forma, como si todos fueran ya mitad carne, mitad espectro.

¿Y si Holloway no se equivocó? ¿Y si aquel plan desesperado fue lo único que podía hacerse contra lo imposible?
¿Y si el mar, con sus cantos y sus voces, no buscaba devorar sino probarlos? ¿Y si resistir no se mide por la fuerza, sino por la cordura que logras conservar cuando el abismo te susurra tu nombre?

El cuaderno descansaba ahora junto al fuego, abierto por su última página, con la tinta ya casi borrada. El viento hacía temblar las hojas, como si el propio capitán muerto intentara advertirles de algo más. Quizás aún quedara un fragmento de su voz entre las fibras del papel, una súplica, una oración o una advertencia que nadie quiso escuchar a tiempo.

Afuera, el mar rugía bajo la niebla. Había cambiado de tono: ya no era simple oleaje, sino algo más profundo, como una respiración contenida. Un murmullo que no pertenecía del todo al viento ni al agua. Quizás las sirenas seguían allí, esperando, cantando. Quizás cada historia que contaron los hombres del fuego, cada palabra dicha en voz alta, había sido escuchada por ellas.

Nadie dormiría esa noche, todos eran conscientes de ello. Y cada ola que golpeaba la roca no era sino un aviso de que el tiempo de hablar había terminado. El faro, incompleto y cansado, parecía erguirse sobre sus propios huesos. La llama del fuego bailaba en su interior como un corazón enfermo, consciente de que cualquier ráfaga podría extinguirlo.

Y mientras las sombras de los marineros se alargaban sobre las paredes; todos, sin decirlo en voz alta, pensaron lo mismo:

Aquella noche, el mar no quería silencio. Quería respuestas.
Y ellos se las iban a dar, si. Pero a gritos y entre maldiciones.

La desesperación de Holloway lo había empujado a cruzar la última frontera del miedo: ofrecer un hombre en sacrificio. Un intento de apaciguar al océano con sangre, de negociar con aquello que no entiende de pactos.

Pero ellos no eran Holloway.

En sus ojos, todavía encendidos por el reflejo de la hoguera, no había rendición. Había hambre, frío y terror, sí… pero también una furia muda, una resistencia hecha de sal y cicatrices. Ninguno de ellos estaba dispuesto a entregar nada sin antes luchar. Ni su barco, ni su alma, ni un solo hombre más.

Porque así eran los que sobreviven al mar: tercos hasta la locura, obstinados hasta el final.
Los que no se arrodillan ante dioses ni fantasmas.
Los que, aun sabiendo que el amanecer podría no llegar jamás, preferían caer todos juntos en batalla antes que ofrecer una sola vida al abismo.

Y en aquel silencio que siguió, el fuego pareció alzarse un poco más alto, como si el propio faro, testigo inmortal de antiguas derrotas, reconociera en ellos algo distinto.

La testaruda voluntad de los hombres que no se rinden, jamás.

Continuará…
 
Capítulo 70 - El Faro del Hombre Muerto: Holloway y el asedio de las hijas del mar.

Las barcazas remaron con la furia del pánico, avanzando como penitentes sobre un mar que parecía querer tragárselas. Cada golpe de remo era un grito de miedo convertido en movimiento.
Las miradas, ancladas en la superficie negra del océano, se reflejaban rotas por el terror, las pupilas dilatadas como si buscaran la salvación en la nada.

Los que no remaban se tapaban los oídos, rezando entre dientes, besando amuletos, murmurando plegarias aprendidas en la infancia y olvidadas por los años. Todos sabían que la única seguridad posible estaba lejos del mar, lejos de ese reino indómito que guardaba bajo su piel líquida a los monstruos más terroríficos que uno pudiera imaginar.

El agua, antes calma, empezó a hervir. Una espuma negra y pestilente subió desde las profundidades, y aquel canto que antes prometía amor eterno, cambió su tono radicalmente. De melodía celestial pasó a alarido infernal. Las sirenas emergieron, dejándose ver sin disfraces, en su auténtica naturaleza. Ya no eran las visiones de belleza que seducían con dulzura, sino abominaciones sin forma ni piedad. Sus cuerpos, mitad carne, mitad pez, se contorsionaban entre las olas. Los cabellos, ahora enmarañados de algas y barro, se agitaban como tentáculos. Saltaban entre las crestas del mar como delfines podridos, con la piel rasgada y los ojos desorbitados. De sus bocas deformes salían chillidos imposibles, blasfemias retorcidas que parecían desgarrar el aire mismo.

MacFarlane se irguió en la popa de su bote, firme sobre el temblor del mar. Desenvainó a sus dos mujeres y apretó los dientes con furia contenida. El acero brilló al reflejar el fuego del infierno que se encendía sobre las aguas. Al instante, Akuma se acercó a su lado en absoluto silencio, la katana deslizándose fuera de la vaina con un silbido frío.

Sus miradas se cruzaron, dos guerreros que compartían mucho más que pasión o deseo.

Entre ellos no hizo falta palabra alguna. Lo que los unía era más poderoso que el amor que no podían expresarse, algo más profundo, más poderoso, más antiguo: Era el instinto de la supervivencia frente al fin del mundo. Y allí, bajo la sinfonía demoníaca de las sirenas, comprendieron que estaban condenados. Pero también entendieron algo más…
  • Si este es nuestro destino, moriremos luchando - dijo MacFarlane sin apartar la vista de ella.
  • Con el acero desnudo y con los dientes apretados - respondió ella con firmeza.
Sus ojos se encendieron con el fuego inquebrantable del que defiende su vida. Y sonrieron en silencio, una sonrisa verdadera, llena de determinación y coraje. Si el mar quería verlos muertos, si esa era la voluntad de los dioses, lo aceptaban sin quejas. Asumían su destino, sin culpa, sin remordimientos. Pero si el destino quería verlos muertos, debería venir a arrancarles la vida con sus propias manos. Pues ellos no se la entregarían sin antes plantar cara. Jamás.

Como si ellos dos fueran un estandarte luminoso ante la noche más oscura, todos los imitaron al instante en el resto de los botes. Músculos tensos, ojos abiertos y el acero desenvainado. Todos dispuestos a enfrentarse a cualquier engendro que quisiera arrastrarlos hacía el fondo del mar. Remaban con todas sus fuerzas, directos hacia la costa escarpada de aquella pequeña isla en mitad de la nada. Pero no era suficiente. Las sirenas eran más rápidas y sin embargo, ninguna hizo intención de atacar.
  • ¡¿Por qué esas malditas bestias no nos atacan?! - gritó Snatch, apretando los dientes, la mirada perdida en aquella pesadilla de gritos demoníacos y agua turbia.
El Perro, de pie a su lado, observó a aquellas criaturas durante unos segundos. Sus ojos no mostraban miedo, sino comprensión.
  • No son bestias, viejo amigo - dijo al fin, casi en un murmullo - Son inteligentes… Nos guían como un rebaño hacía el matadero…
La Hiena levantó la vista hacia él, perplejo por su respuesta. El mar olía a putrefacción, la desesperación se hizo presente a su alrededor, y en ese instante comprendió la verdad que escondían aquellas palabras.

Las sirenas no los atacaban porque no lo necesitaban. Sabían perfectamente lo que pretendían los marineros. Quizás por instinto, quizás por experiencia. Y es que, las aguas se abrían ante ellos como un refugio silencioso, empujándolos hacia la costa, hacia aquella isla que parecía su única salvación. Pero era una trampa, en realidad. La más cruel de todas.

El Perro las observó avanzar, luego volteó la cabeza fijando los ojos en el faro que se alzaba en la bruma como un diente roto de un dios caído.
  • Nos están llevando justo donde quieren - murmuró entre dientes - Creemos que la tierra firme nos protegerá, y ellas saben muy bien lo que pensamos… que el suelo firme bajo los pies es sinónimo de salvación. Pero allí... allí solo nos espera la condena.
Y tenía razón. En aquel islote maldito no había agua dulce ni alimento, solo roca y silencio. Las sirenas no necesitaban matarlos. Bastaba con rodearlos. Esperar. Dejar que el tiempo hiciera el trabajo sucio. Jugarían con ellos como gatos con su presa. Dejarían que el hambre y la sed desgarraran sus entrañas, que el miedo sembrara la locura entre sus corazones. Y cuando llegara el momento… cuando los hombres, quebrados por el tormento, se lanzaran al mar buscando consuelo o redención, ellas estarían allí. Esperándolos bajo las olas, sonrientes, hermosas y horribles. No eran bestias irracionales. Eran estrategas macabras del abismo.
Y el mar, su tablero de juego.

Las barcazas encallaron contra la costa con un golpe seco, levantando una nube de espuma y piedras. El oleaje arrastraba con fuerza, como si el propio mar se negara a soltarlos. Los primeros hombres que llegaron a tierra firme saltaron sin pensarlo, hundiéndose hasta las rodillas en un fango helado, ayudando a los demás a desembarcar. El viento aullaba entre los riscos, cargado del olor metálico del agua salada y el eco lejano de los cantos que aún resonaban, distorsionados, entre la bruma espesa.
  • ¡Rápido, fuera de las barcas! ¡Vamos, vamos! - rugió Diego, alzando el brazo para dirigirlos.
Corrieron tambaleantes, con el miedo mordiéndoles los talones. El suelo era traicionero, cubierto de algas secas y guijarros resbaladizos. Cada paso parecía una batalla contra ese pedazo de roca maldita. El faro se alzaba ante ellos como una sombra titánica: una torre gris, inacabada, de piedras ennegrecidas por la humedad. Su cima rota se perdía entre la niebla. Era un esqueleto de lo que algún día quiso ser, un refugio olvidado en el fin del mundo.

Vihaan llegó el primero, el canto embriagador aún recorriendo sus entrañas, como un veneno que se resistía a desaparecer del todo. Apoyó ambas manos sobre la puerta, que apenas se sostenía sobre sus goznes oxidados. La madera estaba astillada, hinchada por la sal y los años, pero resistía como si aquel propósito, por el que había sido construida, estuviera protegido por una magia antigua y oscura. Golpeó una vez, dos veces, tres. Nada.
  • ¡Yrsa! - llamó entre jadeos - ¡Echame una mano, rápido!
La nórdica corrió hasta él y juntos empezaron a empujar, hombro con hombro, mientras el mar rugía detrás. La madera se estremeció, crujiendo como un animal herido. Yrsa lanzó un grito gutural, un último empujón, y la puerta cedió. Se desplomó hacia adentro, levantando una nube de polvo y olor a moho.
  • ¡Entrad! ¡Rápido, que nadie se quede atrás! - ordenó Diego, girando sobre sí mismo para hacerles paso.
Los hombres pasaban junto a él, uno tras otro, jadeantes, cubiertos de agua y miedo. Algunos miraban hacia atrás, hacia el mar, temiendo ver entre la espuma los ojos pálidos de sus perseguidoras. Ren ayudó a Grace a cruzar el umbral. La capitana abrazó a su hijo contra el pecho, corriendo sin mirar atrás.
  • ¡Adentro todos! ¡Vamos, vamos! - Diego contaba mentalmente, como si temiera dejar un alma fuera.
El último en llegar fue Drake. Subió los últimos metros de la pendiente, con la chaqueta pegada al cuerpo y la mirada clavada en el horizonte gris. Se detuvo a su lado, respirando con esfuerzo.
  • ¿Crees que aquí nos dejarán tranquilos? - preguntó, sin apartar los ojos del mar.
Diego lo miró unos segundos. Detrás de ellos, el oleaje lamía las rocas con un rumor inquietante.
  • No - respondió con calma - Pero al menos nos darán tiempo para tramar un plan.
Drake asintió despacio, apretando la mandíbula. Entró en el faro y esperó a Diego, que fue el último en cruzar. Entre los dos levantaron la puerta y la ajustaron para que cerrase de nuevo. Pero antes de hacerlo, echaron una última mirada al mar.

Entre la bruma, De la Vega creyó distinguir un rostro.
Hermoso. Sonriente. Sereno.
Como si esperara lo inevitable.
Y entonces empujó la puerta con todas sus fuerzas, sellando el refugio contra la noche.

El silencio se hizo ley en el interior del faro. Era apena una cápsula estrecha y húmeda donde el tiempo se había detenido. La piedra despedía un frío seco que se colaba por la ropa y calaba los huesos; las vigas del techo goteaban todavía agua salada; la luz que entraba por los cristales rotos tenía un tono gris de ceniza. Apenas había sitio para moverse: un corredor angosto, una sala circular que olía a soledad y a aceite viejo, y una estrecha escalera de caracol que subía hasta la linterna rota. Todo lo demás eran nichos vacíos y cajones atrancados.

Buscaron lo que pudieron: tablas sueltas, restos de cuerdas, papel enmohecido, algún mueble hecho trizas. Con habilidad de quien vive entre carcomas y tormentas hicieron una pequeña hoguera en el centro de la estancia; no para calentar el cuerpo, pues era demasiada pequeña para ese fin, sino para encender algo más necesario: la esperanza.

Las llamas eran modestas, pero su calor se comía el silencio como si fuese una bestia hambrienta. El humo llenó el techo, los rostros se perfilaban en anillos de luz cálida; juntos, apretados, húmedos y temblando, se juntaron alrededor del fuego como si el calor pudiera ahuyentar también la amenaza que venía del mar.

Mientras recogían más restos para alimentar la brasa, Ren tropezó con un cuaderno cubierto de polvo, encuadernado en piel reseca. Lo abrió con dedos torpes y empezó a leer las primeras líneas, en silencio; al mismo tiempo que se formaba un circulo alrededor de la hoguera.

El Perro apoyó la espalda en la pared de piedra, la pipa humeando en la mano, la mirada fija en el pequeño fuego. Rompió el silencio con la voz seca y desgarrada de siempre.
  • No estamos a salvo - dijo por fin - Esto no es más que una ilusión, no es más que una falsa tregua. Podemos alargarlo unas horas, quizás unos días si nos esmeramos. Pero más pronto que tarde vendrán el hambre y la sed… la paciencia tiene fecha de caducidad.
MacFarlane, con la cara aún desencajada, dejó escapar un gruñido.
  • Al menos ya no estamos en el agua - comentó, intentando aliviar la situación - No corremos el riesgo de que esos engendros nos arrastren al fondo del mar con sus malditas canciones.
Diego clavó la vista en las llamas, sus manos cerca del calor, concentrado.
  • Burlar a la muerte hoy no significa escapar de ella para siempre, escocés - dijo sin apartar la vista de la hoguera - Es cuestión de tiempo que esas criaturas vuelvan con otra artimaña. Aquí, encerrados, lo único que cambia es el momento. Pero el destino… ya está escrito.
El Perro asintió, lento y pesado, y con esa mezcla de ironía y verdad que siempre tenía en los labios.
  • Por eso no hay nada que celebrar cuando uno está bajo asedio… Las sirenas no vienen a matarnos de frente; vienen a hacernos sucumbir. Esperan que la desesperación haga el trabajo por ellas.
Grace, sentada con Maverick en el regazo, lo acunaba mientras el niño mamaba tranquilo de su pecho. Su voz, baja pero firme, llenó el hueco que dejaban las olas del silencio.
  • Entonces hay que pensar algo y rápido… - dijo - No podemos quedarnos quietos sin hacer nada. Debemos contraatacar…
Drake tiró un trozo de madera a la pequeña llama, mirando al grupo con aquella media sonrisa que solía desarmar a sus enemigos.
  • ¿Qué propones, entonces? - repuso con cierta guasa - Porque sin un buen plan, lo único que haremos es morir con la barriga vacía y los huesos calados por la humedad.
Bishnu, siempre mesurado, reposó el bastón contra sus rodillas y habló con la voz grave de quien guarda los secretos del mundo.
  • Todos hemos oído historias… Cuentos que arrastran verdades ocultas dentre las mentiras. No es mucho, pero es lo que tenemos.
El Perro, para romper la tensión que empezaba a apretarse en el pecho de todos, soltó un gruñido que se convirtió en una broma rasposa.
  • El lugar es idóneo para contar historias, sin duda - dijo dejando escapar el humo espeso por su boca entreabierta - Tenemos la hoguera encendida y un buen puñado de borrachos ilustres sentados alrededor.
La risa, primero contenida, se esparció por la estancia; fueron risas pequeñas y ahogadas, cargadas de pesadez, pero risas al fin y al cabo. Unas carcajadas breves, un respiro ante el peligro que aguardaba tras el refugio. Diego sonrió sin dejar de mirar al viejo sabio, luego extendió esa mirada a cada uno de los presentes; el fuego reflejaba la resolución en sus ojos.
  • Bishnu tiene razón - dijo - Si nos asedian es porqué están seguras de que no tenemos escapatoria, por lo que no debemos temer un ataque repentino. Hay que aprovechar el tiempo que nos han concedido. Pero antes de tramar nada, necesitamos conocer a qué nos enfrentamos. ¿Qué sabemos de ellas? ¿Cómo actúan? Y sobre todo… ¿Qué las detiene? Exponed lo que sepáis, sin miedo. Vamos a hablar, a recordar, a aprender los unos de los otros.
El fuego crepitó, como si aprobara las palabras del español. Afuera, la bruma seguía lamiendo las paredes, callada y espesa, aguardando un desenlace que parecía inevitable. Dentro, entre rostros encendidos y manos que temblaban, empezaba a trazarse el esbozo de un plan.

Bhagirath fue el primero en romper el silencio. Sus ojos, fijos en el fuego, parecían mirar más allá de las llamas, hacia un lugar lejano, perdido entre recuerdos y especies aromáticas. Su voz, pausada y grave, resonó como una oración antigua, arrastrando consigo el peso de la memoria.
  • En mi tierra dicen que el mar tiene ojos - empezó - Que cuando una ola te devuelve tu reflejo, no es el mar quien te mira… sino una Matsyakanya, una doncella-pez.
Las llamas bailaron sobre su rostro oscuro, proyectando sombras que parecían moverse con cada palabra. Por un instante, una leve sonrisa se dibujó en sus labios, la de un hombre que vuelve a abrir un libro antiguo, lleno de polvo y nostalgia.
  • Mi santo abuelo me contaba esas historias cuando era niño - continuó, con la mirada perdida en el fuego - Decía que son hijas del dios Varuna, guardianas de los secretos del agua. Algunas se dejan ver en noches sin luna, y cantan para los pescadores que se atreven a ir demasiado lejos.
Hizo una pausa. El crepitar del fuego llenó el vacío, como si hasta el viento escuchara.
  • Si el corazón del hombre es puro, la doncella le concede viento y buena pesca. Pero si lleva deseo o soberbia dentro, lo arrastra con una caricia hasta el fondo del mar, donde todo es silencio - Alzó la vista hacia los demás, su voz más baja, casi reverente - No hay maldad en ellas… solo equilibrio.
El fuego titiló, reflejándose en sus ojos oscuros como si el océano mismo se asomara a través de ellos.
  • Son el alma del mar - murmuró - Y el mar… siempre reclama lo que da.
MacFarlane lo observó en silencio unos segundos, con el rostro endurecido por la experiencia y el fuego reflejándose en sus ojos cansados. Negó despacio con la cabeza, exhalando una risa seca que sonó más amarga que divertida.
  • No niego que tu amado abuelo fuera un santo, amigo - gruñó, con ese deje de ironía áspera en su voz ronca - Pero si te dijo que esos demonios no son malvados, es que jamás vio lo que nosotros acabamos de ver.
  • Doy fe de ello… - añadió Vihaan con una sonrisa nerviosa, intentando disipar el peso de sus propios recuerdos - Quizás en nuestro hogar las Matsyakanyas sean justas, viejo amigo - miró a Bhagirath con respeto - pero sus primas del oeste… te aseguro que no lo son.
El escocés asintió despacio, chasqueando la lengua antes de continuar.
  • Si algún día llegas a navegar por el Minch con niebla - dijo con voz grave, clavando la mirada en el hindú - mantén la boca cerrada y el corazón firme, bigotes. En mi isla los hombres temen más a las Ceasg que a las tormentas, y no sin razón. El malnacido de mi padre juró haber visto una, peinando sus cabellos dorados en la orilla. Dijo que le ofreció un deseo… y el muy desgraciado pidió riquezas - Hizo una pausa, los labios apretados, antes de escupir con desdén - En casa todos pensamos que había vuelto a beber demasiado, pero… no pasaron dos semanas, cuando la peste mató a la mitad de nuestro ganado y echó la cosecha a perder.
Las llamas se agitaron como si respondieran a su historia, proyectando sombras temblorosas sobre los muros húmedos del faro. Nadie lo interrumpió; solo se escuchaba el crepitar del fuego y el rugido lejano del mar.
  • Algunos hablan también de los Blue Men - continuó, su voz bajando hasta volverse casi un susurro - Demonios del agua que recitan versos a los capitanes. Si no respondes con rimas hermosas… estás perdido. - Soltó una carcajada lúgubre, más un gemido que una risa - No sé qué historias son ciertas y cuáles no. Solo sé que cuando el mar calla… y el viento empieza a cantar… es mejor no responderle.
El silencio volvió a extenderse entre ellos, denso y frío. Yrsa, que vigilaba el exterior desde una pequeña ventana, se acercó despacio a la hoguera, sus pasos resonando sobre la piedra húmeda. Se agachó para calentar sus manos. Las llamas temblaron al reflejarse en su piel blanca como el hielo, y por un instante, las runas que surcaban su cuerpo parecieron despertar, ardiendo con una luz tenue, antigua, como un eco de los tiempos en que los dioses caminaban junto a los hombres.
  • Yo crecer junto fiordo - murmuró, su voz grave, rota por el frío que la acunó de pequeña - donde mar ser hondo… y frío. Madre decir que yo no escuchar canciones que viento traer. “Havfruer”, decir siempre… ser peligro. - Sus ojos se perdieron un momento en el fuego, como si lo mirara desde muy lejos - Viejos de aldea decir ser canto triste… canto de añorar. Decir que Havfruer poder caminar, poder casar con hombres, hacer hijos… pero cuando escuchar mar en alma… volver a casa sin mirar atrás.
Las llamas bailaban sobre su rostro como si de sus palabras toscas y rudas pudieran hacer una hermosa poesía.
  • Quizás ser más humanas que nosotros - añadió con una calma sombría - También amar. También huir. También equivocarse… Mar no perdonar nostalgia.
Nadie se atrevió a romper el silencio que siguió. La voz de Yrsa había dejado flotando en el aire una melancolía densa, como el olor a sal que se colaba por las rendijas del faro. Cortés fue el primero en seguir. Había permanecido escuchando en silencio, observando a la giganta con una mezcla de respeto y sorpresa. No recordaba haberla oído pronunciar más de dos palabras seguidas hasta ese momento.
  • En la costa, frente al Atlántico - dijo al fin, con voz baja pero firme - las viejas aún dejan pan y fruta en las rocas para las maruxiñas. Dicen que son mujeres del mar, tan bellas que ni el sol se atreve a mirarlas dos veces.
Las miradas se giraron hacia él, y Cortés siguió, con el tono pausado de quien repite algo aprendido junto al fuego de una cocina vieja.
  • Mi padre, en paz descanse, decía haberlas oído en noches de temporal. Contaba que eran voces que llegaban con el bramido de las olas. Si el canto era dulce, el barco volvía. Si era triste, el barco no regresaba.
El viento sopló afuera, como si quisiera dar forma al recuerdo.
  • “Los griegos las llamaban hijas del Río”, me decía siempre… “pero para nosotros, hijo, son hijas del propio mar. No buscan hombres: buscan memoria. Cada canto suyo recuerda a los que se tragó el océano.” - Hizo una pausa, mirando las llamas, casi en un susurro continuó - “Por eso, cuando oyes una sirena, no reces por salvarte… reza por los que no lo lograron”
El fuego crujió y todos se detuvieron a escucharlo. Afuera, el canto envenenado del mar respondió como si confirmara sus palabras. El Perro encendió de nuevo su pipa, las brasas tintineando en la penumbra como el ojo rojo de un demonio cansado. Dio una calada lenta, llenando el aire de un humo denso y dulce que se mezcló con el olor a sal, leña húmeda y miedo. Luego, exhaló con un gruñido, rompiendo la nostalgia que empezaba a adormecerlos.
  • Todas son bonitas historias… - carraspeó, mordiéndose la boquilla de la pipa - Pero nadie está hablando de lo que realmente importa… ¿cómo demonios acabamos con ellas?
El silencio volvió, más pesado. Las llamas crepitaron. Fue Yara quien lo rompió, su voz profunda y serena, teñida del misterio de los trópicos.
  • El mar no se puede vencer - dijo, sin levantar la mirada del fuego - Y las sirenas son sus mensajeras. Si las enfrentamos de frente, nos arrasarán. Hay que apaciguarlas, como sea - Tomó una brasa con una rama y la lanzó al suelo, observando cómo chispeaba - Necesitamos fuego y ofrenda: una copa de ron, un poco de sangre y ceniza de tabaco. Lo lanzamos al mar con palabras de respeto, y rezamos a los santos para que nos dejen paso.
Levantó la vista hacia Diego.
  • Ayúdame a pedir paso a Yemayá, madre del agua, para que las mantenga a raya. Pues no se vence al océano con hierro, sino con promesa y reverencia.
Diego quiso decir algo pero alguien le interrumpió antes. MacFarlane bufó, soltando una carcajada seca.
  • ¡Bah! ¡Basta de rezos y brujerías! - replicó con su voz rasgada - Las Ceasg son como los poetas: no soportan que alguien les gane en habilidad. Si quieren cantar, cantémosles nosotros mejor, juguemos a su juego - Alzó el brazo, teatral, como si brindara con los dioses - Les responderé con versos tan afilados que el mar se tragará su propio eco. Dadme vino, pluma y papel, y juro por mis ancestros que escribiré un canto que las hará callar o morir de vergüenza.
  • No sabes escribir… - dijo de repente Akuma, sin alzar apenas la voz.
Por un instante hubo silencio… y luego estalló la risa. Una carcajada viva, ronca, sincera. Rieron todos, incluso el propio escocés, que golpeó el suelo con el puño entre risotadas. La japonesa los miró, desconcertada al principio, sin saber porqué reían; hasta que una sonrisa pequeña y tímida cruzó su rostro inexpresivo.

Entre las sombras, Yrsa se incorporó. La hoguera reflejó su figura colosal, su piel marcada de runas que parecían moverse con el fuego. Todos callaron de inmediato. Nadie era tan necio como para interrumpir a esa giganta nacida del hielo y del acero.
  • Ser más sencillo. Havfruer temer luz y hierro frío. Empuñar armas y luchar cuando sol salir, eso mantener Havfruer lejos. Fuego en cielo, hierro en tierra. Luchar hasta matar a todas.
  • Los del norte lo arregláis todo igual… - rió Cortés - Yo estoy con el loco escocés… creo que no va mal encaminado. Pues no hay monstruo que se resista a un buen coro. Si ellas cantan, pues cantemos más fuerte. Que cada uno coja una botella, un cubo, lo que tenga, y hagamos ruido hasta que se nos reviente la garganta. - Hizo una pausa teatral y alzó el dedo, con una sonrisa torcida - No hay hechizo que aguante el bullicio de los desesperados desafinando con fe.
  • No son solo monstruos, Cortés - lo interrumpió Isabella, con la calma cortante de quien conoce el veneno del mundo - Son mujeres… o lo fueron alguna vez.
Se inclinó un poco hacia el fuego, sus rasgos afilados iluminados por las llamas.
  • Yo he escuchado que su propia belleza las ata al sufrimiento. Si les mostramos un espejo, verán en él la forma que han perdido. - Sacó con delicadeza un pequeño espejo de su zurrón, su marco de plata ennegrecido por la sal y la humedad - Yo tengo uno. Mi último lujo de tierra firme. Si lo usamos contra ellas, puede que su propio reflejo las ahuyente. Nadie soporta verse monstruo, ni siquiera un ángel caído.
El Perro escuchaba en silencio, con el ceño fruncido bajo el humo de su pipa. Su mirada saltaba de uno a otro, sin dejar escapar palabra. En el brillo de sus ojos se adivinaba el juicio del hombre que ha visto demasiadas cosas para creer fácilmente, pero que aun así no desprecia ninguna posibilidad. Era su don y su condena: la desconfianza que le había mantenido vivo entre demonios de carne y hombres peores que bestias.

Grace, en cambio, observaba aquella escena con un atisbo de luz en el rostro. Sonreía. No era una sonrisa amplia ni confiada, sino de esas que brotan despacio, con el calor de lo humano. Le gustaba verlos así: hablando, discutiendo, vivos. Le encantaba esa imagen, todos juntos alrededor del fuego, cada voz distinta, cada alma encendida. Para ella, así debía gobernarse un navío. Así debía comportarse un capitán. Así debía vivirse la vida. Sin rangos ni estatus, sin jerarquías ni miedo. Solo hombres y mujeres, juntos frente a la oscuridad, buscando un modo de sobrevivir. El fuego en el centro, y el mundo entero, girando a su alrededor.
  • No es tan descabellado lo que proponen MacFarlane y Cortés… Su canto es su arma más peligrosa, ¿no es así? - dijo Vihaan, la voz baja pero firme - Y como bien dice Isabella, su belleza es igual de temible… Así que si lo que queremos es vencerlas, primero hemos de vencer lo que nos llama. Nadie debe mirar al mar ni atender a su música. Nos taparemos los oídos con cera y los ojos con trapos. Si no deseamos seguirlas, ellas perderán el camino hacia nosotros.
Caitlin «Ojos Verdes» meditó la idea con la seriedad de quien ha vivido media vida entre nieblas y arrecifes.
  • ¿Y como diablos llegaremos a los navíos, astrónomo? - Preguntó incrédula - Es más, ¿Como demonios navegaremos sin tener ningún punto de referencia? Lo siento, pero es un suicidio, no funcionará. En algún momento deberemos ver y escuchar, y en cuanto lo hagamos seremos presas de esos demonios.
Una risa cascada rompió la tensión. Fred «El Bocas» dio un paso adelante, la pólvora en la mirada.
  • ¡Bah!, dejaros de tonterías. Yo digo que carguemos los mosquetes con pólvora bendita - miró a Yara en busca de una posible magia que pudiera ayudarlos - y disparemos al agua hasta que no quede ni una escama. Si el mar nos quiere, que lo demuestre. ¡Yo no pienso morir sordo, ni ciego!
El Perro soltó una brusca exhalación de humo, y la mirada que lanzó a su alrededor pesó sobre todos como una losa. El murmullo seguía creciendo sin orden ni turno; una cascada de voces que chocaban entre sí, alimentadas por el miedo y la desesperación. Una tras otra, las ideas se sucedían: algunas rozaban lo absurdo, otras eran auténticas locuras, pero ninguna era callada. Todos escuchaban, conscientes de que, entre tanto caos, quizá se escondiera una chispa de salvación.

Ren llevaba un buen rato intentando hablar. Su voz, suave y educada, no hallaba espacio entre aquella jauría de marineros rudos y exaltados. Sostenía todavía el libro que había encontrado en el suelo, las tapas cubiertas de polvo y sal, y sus ojos, serenos y firmes, decían que tenía algo importante que decir. Sin embargo, sus labios seguían mudos, ahogados por el ruido.

Solo Grace se percató. Lo vio aferrarse al cuaderno, alzar la mirada una y otra vez, abrir la boca sin lograr emitir palabra. Comprendió enseguida que aquel silencio suyo escondía algo valioso, una verdad que los demás estaban demasiado asustados para oír.
  • ¡Atended! - gritó ella, pero su voz se perdió entre el murmullo - ¡Por favor… amigos! - insistió, alzando al pequeño Maverick contra su pecho - ¡Ren quiere decir algo!
El bullicio se fue apagando poco a poco, como si el mismo mar hubiera contenido el aliento. Las conversaciones murieron una tras otra, hasta que solo quedó el crepitar del fuego y el goteo de la lluvia colándose por las grietas del techo. Entonces, por fin, Ren alzó la vista. El silencio era total. Y el holandés, con el rostro iluminado por la débil luz de la hoguera, empezó a hablar.

Sostuvo con ambas manos el cuaderno encuadernado en cuero deteriorado. La luz de la hoguera titiló sobre la cubierta arrugada y ennegrecida, proyectando filamentos de sombra como si fueran páginas arrancadas del tiempo.
  • Encontré este cuaderno… - dijo, con voz firme aunque temblorosa - es el diario de bitácora del capitán Edward Holloway. Fue comisionado por la Reina María II de Inglaterra en el año de nuestro Señor 1683, para levantar una red de faros a través del estrecho y abrir una ruta digna del Imperio.
Hubo un murmullo suave: faros, ruta, misión imperial. Términos grandes que parecían huir del techo bajo del faro a medio construir y del rugido del mar afuera.
  • La misión - continuó Ren - fue un desastre desde el inicio. Temperaturas que congelaban los huesos, vientos que giraban sin aviso, recursos escasos, hombres enfermos o muertos por el escorbuto, y lo que ningún capitán podía esperar: criaturas del agua surgidas del mismo infierno. Holloway lo narra con honestidad espantosa.
Ren buscó en el cuaderno la página exacta; sus dedos temblaron al pasar las hojas amarillentas. El fuego proyectaba sombras largas y danzantes sobre las paredes de piedra del faro. La voz del cartógrafo sonó baja, como si leyera con la voz de quien escribió aquellas palabras.
  • “Día 14 de Septiembre del año 1684. A media tarde vimos por primera vez a las que algunos de mis hombres llaman sirenas. Las víboras del abismo las llamo yo. Eran tres, a escasos metros de la orilla, entre la neblina, peinando sus cabellos bajo el sol moribundo. Su canto llegó como un viento antiguo que quebró mi ánimo. He ordenado el recogimiento de todos los hombres, y nos hemos encerrado en el faro a medio construir. Pero no todos hemos llegado a conseguirlo. Sus fatuas promesas han atraído a muchos, y ahora temo que jamás los volvamos a ver de nuevo. Ahora el miedo esta presente en los ojos de los pocos que quedamos vivos, pues fuera los cantos no cesan ni un solo segundo. Esos demonios nos llaman por nuestros nombres, nos hablan de amor y de paz eterna, no dejan de intentar convencernos para que salgamos fuera”
Un escalofrío recorrió la estancia. Pasó varias páginas y Ren siguió leyendo, como si aquel hombre muerto lo hubiese elegido portavoz.
  • “Día 20 de Septiembre del año 1684. Llevamos seis días encerrados sin salir al exterior. Nos hemos quedado sin víveres y sin agua. El miedo ya es desesperación. Antes de sufrir el riesgo de un amotinamiento, esta mañana decidí mandar una pequeña expedición de reconocimiento. Anochece y aún no han vuelto”
  • Pobre gente… - dijo Isabella mirando hacía al suelo - Que horrible destino…
  • ¡El mismo que tendremos nosotros, si no hacemos nada! - dijo Drake - ¿Hay algo en ese maldito diario que nos pueda servir de ayuda, holandés?
  • Holloway probó varias opciones… - contestó Ren - no se rindió… - añadió acercándose más al fuego y buscando la última entrada en el cuaderno de bitácora - Pero todo lo que intentó fue un fracaso más estrepitoso que el anterior.
  • ¿Entonces de que nos sirve ese maldito cuaderno? - preguntó Drake - Si lo que pretendes es desanimarnos, lo estas consiguiendo.
  • ¡Déjale hablar Cuervo! - intervino Grace - Sigue Ren… por favor.
El cartógrafo asintió esbozando una sonrisa débil pero sincera. Y siguió leyendo.
  • La última entrada del diario ya no indica fecha - dijo con los ojos fijos en el desvencijado cuaderno - “Nada de lo que hemos intentado ha funcionado. Ninguna de las expediciones que hemos mandado ha vuelto. Los cantos siguen sonando sin descanso. La densa niebla no nos deja determinar si es de día o de noche. Hemos perdido la noción del tiempo y estamos a punto de perder la cordura. Lo poco que bebemos es la lluvia filtrada por las maderas de este maldito faro, lo poco que comemos son insectos y alguna rata igual de hambrienta que nosotros. Algunos hombres han empezado a comerse el cuero, desesperados. Y la palabra canibalismo ha empezado a surgir como un susurro… Lamento reconocer que ya no me parece una locura.”
  • ¡Madre de Dios! - se santiguó Cortés al escuchar aquellas palabras.
  • “Así que hoy he decidido intentar lo que la razón desprecia. Nuestro plan es desesperado y, sin embargo, es lo único que nos queda. Thomas Keeler, mi suboficial más valiente se ha ofrecido como señuelo. Fabricaremos una balsa con los restos del campamento y los maderos del faro medio erguido; la cubriremos de espejos y hojalata hasta que reluzca como un pedazo de luna. Keeler irá atado a la proa y cantará, exponiendo su voz al viento, para atraer a las criaturas hacia la balsa. Cuando estén junto a él, pensamos prender un artefacto de humo y fuego que, pensamos, las inquietará y las hará atacar la balsa como si fuera una presa. Mientras las sirenas se entretengan con el señuelo, los demás intentaremos, en la pequeña ventana de confusión, recuperar nuestros botes y remar hasta los navíos donde la niebla es menos densa. Es posible que sea una locura; es posible que sea una muerte segura. Pero qué otra esperanza nos queda sino quemar la propia noche para ganar un amanecer. Si este cuaderno queda, que sirva de testimonio: fuimos hombres que lo intentaron todo hasta la última bocanada.”
Al cerrar el cuaderno, Ren dejó caer la mirada sobre el grupo; la hoguera proyectó sombras largas sobre las caras resecas por la sal y la fatiga. El silencio que siguió a la lectura pesó como una sentencia.
  • Sacrificaron a un hombre… para salvar la vida de todos… - murmuró Vihaan.
  • Era un plan hecho por hombres desesperados, amigo - contestó Diego, con la voz rota.
  • Y no sabemos si les funcionó - gruñó Macfarlane.
El Perro apretó los labios, notando de pronto la cercanía del abismo que Holloway había descrito. Grace acercó a Maverick contra su pecho, como quien se aferra a una tabla en medio de la tempestad.
  • Si Holloway hizo eso - dijo finalmente el Perro, arrojando una bocanada de humo que se llevó la última palabra - fue por falta de otra cosa. Nosotros no somos él. No tenemos por qué repetir sus errores… pero tampoco podemos ignorar lo que aprendió con la sangre de los suyos.
  • ¿Y sí funciono realmente? - dijo Akuma atravesando la oscuridad del faro.
  • No hay pruebas de ello, fantasma - el Perro la miró fijamente - o al menos no las conocemos.
  • No hay más entradas en el cuaderno, ¿Verdad?
Ren asintió en silencio y dejó el cuaderno en el suelo con un movimiento que fue casi un rito. El cuero crujió como un lamento. Lo colocó entre todos, como quien deja sobre la mesa una prueba y una advertencia a partes iguales.
  • Eso no demuestra nada - Macfarlane se levantó del suelo, empezándose a ponerse nervioso - Debemos pensar otras opciones… Alguna donde no debamos dejar a nadie en manos de esos engendros.
Entonces Drake tomó la palabra. Llevaba rato pensando en una idea demasiado atrevida como plantearla de cualquier manera.
  • Estamos omitiendo un detalle muy importante. Si bien sabemos que los espejos pueden funcionar, y toda esa locura de taparnos los oídos y vendarnos los ojos.. como bien dice ‘Ojos Verdes’, es demasiado arriesgado…
  • ¿Que propones entonces, Cuervo? - pregunto el Perro.
Drake se detuvo en un pequeño silencio, no por teatralidad como tanto le gustaba. Si no porqué sabía que su idea levantaría revuelo.
  • Cuando huíamos de esas criaturas, Vihaan casi cae en manos de una de ellas. Estuvo a esto - dijo haciendo un gesto con los dedos - de caer al agua y no volver jamás. Pero entonces sucedió algo inexplicable que lo devolvió al mundo de los vivos…
  • ¡Oh, no! ¡Ni hablar! - rió Grace con la furia encendida en el rostro - ¡Ya puedes irte olvidado de esa idea!
  • ¡Capitana! Lo vistes igual que lo vi yo… el llanto de tu hijo ahuyentó a ese demonio.
  • ¡He dicho que no! - replicó Grace con dureza - Si quieres ofrecer tu vida en sacrificio, adelante. Todos te lo agradeceremos, pero de ninguna manera pienso poner en riesgo la vida de Maverick.
  • No estoy diciendo eso… de ningún modo pondría la vida de…
  • ¡Ha dicho que no! - clausuró Vihaan cortando al inglés bruscamente.
El silencio cayó como el plomo. Drake chasqueó los dientes, pero no insistió más. Se cruzó de brazos y se perdió entre las débiles llamas de aquel refugio que cada vez más se parecía a una prisión.
  • Este diario - dijo Diego señalando el cuaderno de bitácora - no es solo una historia de miedo. Es una lección: las mentes de Holloway y sus hombres se quebraron cuando perdieron la esperanza. Si hemos de vencer, no será con desesperos ajenos; será con cabeza, con solidaridad y con las pocas luces que todavía nos quedan.
Las palabras flotaron sobre la hoguera. Afuera, la niebla lamía las paredes del faro con paciencia de depredador. Dentro, cada hombre y cada mujer fue guardando en su pecho un fragmento del plan de Holloway: tanto la audacia como la advertencia.

El fuego crepitaría durante toda la noche, cada chispa un latido incierto en medio de la oscuridad. Nadie habló durante un largo rato. Solo el rumor del viento y el vaivén del mar, que parecía respirar contra los muros del faro, recordaban que el enemigo seguía allí afuera, esperando. Las sombras de los tripulantes se movían con la llama, como si la hoguera dudara de su forma, como si todos fueran ya mitad carne, mitad espectro.

¿Y si Holloway no se equivocó? ¿Y si aquel plan desesperado fue lo único que podía hacerse contra lo imposible?
¿Y si el mar, con sus cantos y sus voces, no buscaba devorar sino probarlos? ¿Y si resistir no se mide por la fuerza, sino por la cordura que logras conservar cuando el abismo te susurra tu nombre?

El cuaderno descansaba ahora junto al fuego, abierto por su última página, con la tinta ya casi borrada. El viento hacía temblar las hojas, como si el propio capitán muerto intentara advertirles de algo más. Quizás aún quedara un fragmento de su voz entre las fibras del papel, una súplica, una oración o una advertencia que nadie quiso escuchar a tiempo.

Afuera, el mar rugía bajo la niebla. Había cambiado de tono: ya no era simple oleaje, sino algo más profundo, como una respiración contenida. Un murmullo que no pertenecía del todo al viento ni al agua. Quizás las sirenas seguían allí, esperando, cantando. Quizás cada historia que contaron los hombres del fuego, cada palabra dicha en voz alta, había sido escuchada por ellas.

Nadie dormiría esa noche, todos eran conscientes de ello. Y cada ola que golpeaba la roca no era sino un aviso de que el tiempo de hablar había terminado. El faro, incompleto y cansado, parecía erguirse sobre sus propios huesos. La llama del fuego bailaba en su interior como un corazón enfermo, consciente de que cualquier ráfaga podría extinguirlo.

Y mientras las sombras de los marineros se alargaban sobre las paredes; todos, sin decirlo en voz alta, pensaron lo mismo:

Aquella noche, el mar no quería silencio. Quería respuestas.
Y ellos se las iban a dar, si. Pero a gritos y entre maldiciones.

La desesperación de Holloway lo había empujado a cruzar la última frontera del miedo: ofrecer un hombre en sacrificio. Un intento de apaciguar al océano con sangre, de negociar con aquello que no entiende de pactos.

Pero ellos no eran Holloway.

En sus ojos, todavía encendidos por el reflejo de la hoguera, no había rendición. Había hambre, frío y terror, sí… pero también una furia muda, una resistencia hecha de sal y cicatrices. Ninguno de ellos estaba dispuesto a entregar nada sin antes luchar. Ni su barco, ni su alma, ni un solo hombre más.

Porque así eran los que sobreviven al mar: tercos hasta la locura, obstinados hasta el final.
Los que no se arrodillan ante dioses ni fantasmas.
Los que, aun sabiendo que el amanecer podría no llegar jamás, preferían caer todos juntos en batalla antes que ofrecer una sola vida al abismo.

Y en aquel silencio que siguió, el fuego pareció alzarse un poco más alto, como si el propio faro, testigo inmortal de antiguas derrotas, reconociera en ellos algo distinto.

La testaruda voluntad de los hombres que no se rinden, jamás.

Continuará…
Muy bueno, saldrán de esta seguro, ingenio, determinación y terquedad tienen de sobra, además nadie queda atrás.
 
Capítulo 71 - Yara desatada: El poder de los Santos Orishas

No hubo sol que diera la bienvenida a un nuevo día.
El horizonte seguía velado tras aquella niebla inmóvil, espesa como un sudario, y el mundo pareció por un momento, haber olvidado que alguna vez existieron. No se oyeron gaviotas, ni el rumor del viento, ni el más leve indicio de vida. Tan irreal era todo, que no podían asegurar que siguieran en el mundo de los vivos. Solo quedaba el murmullo lejano del mar, un corazón antiguo latiendo bajo la piedra.

El ansiado amanecer, ese que tantas veces había inflado los pechos de esperanza, que había hecho creer a los hombres que el infierno podía quedar atrás, no llegó jamás a aquel peñasco perdido en mitad de la nada. Allí, la luz no era más que un recuerdo.

Solo una cosa era constante en aquel maldito lugar: el canto de las sirenas.
Leve, hermoso, terriblemente humano. Una voz de mujer que no lo era en verdad, una melodía que parecía suplicar y seducir al mismo tiempo, tejida con las hebras invisibles de la locura. Cada nota era una caricia helada que se colaba entre las grietas del faro y mordía los pensamientos de quienes la escuchaban. Triste. Perfecta. Insoportable.

En el piso inferior, la vida seguía empujando a gritos. Demasiados cuerpos para tan poco espacio. El faro olía a sal y sudor, a cuero mojado y desesperanza. Las palabras se cruzaban con la violencia de las olas, sin rumbo ni orden. No había acuerdo, ni plan, ni salvación alguna. Solo el ruido agudo de la impotencia y el tiempo cayendo como una gota persistente en una cisterna vacía.

Arriba, en lo alto del faro inacabado, dos figuras se mantenían agazapadas.
De la Vega y Yara, ocultos tras una viga podrida que gemía con cada ráfaga de viento, observaban el exterior con los ojos muy abiertos. Ninguno se atrevía a hablar más de lo necesario. El mar, cubierto por el velo de la niebla, parecía un Dios dormido… pero ambos sabían que no lo estaba. Solo bastaba un segundo, un eco más alto que los demás, para que todo volviera a despertar.
  • Ya te lo he dicho, Yara - repitió Diego con voz firme, aunque sus ojos se negaban a sostener los de ella - No puedo pedirle eso al mar.
  • No lo entiendo - replicó ella, su voz teñida de furia y fe - ¿Acaso el Èkó no te ha elegido?
  • Sí… así es.
  • Entonces úsalo, ¡maldita sea!. Habla con Yemayá. Pídele ayuda.
El silencio cayó como un peso entre los dos. Solo se oía el rumor apagado del oleaje filtrándose por las grietas del faro. Diego la miró durante largos segundos, con esa calma que ocultaba más tormentas que palabras. No conocía bien a Yara; había aparecido en la vida de Grace justo cuando él tuvo que desaparecer. Y sin embargo, había algo en ella, en su belleza salvaje, en sus ojos encendidos por la fe, que le infundía respeto. Ella no era el mar en calma que él representaba. Era la tempestad. Era el rugido de las olas cuando todo se desborda. Pero era el mar, sin duda alguna: la otra cara, el extremo opuesto de su inmenso poder.
  • Si usara el poder del Èkó - dijo Diego al fin, con la voz ronca, casi en un susurro - no sería mejor que su último dueño.
Yara dio un paso hacia él, la mandíbula tensa, el rostro húmedo por la bruma.
  • ¡Venga ya, Diego! - rugió - No te pido que lo uses para hacerte rico ni poderoso. Te pido que lo uses para salvar la vida de los nuestros. ¿Qué te lo impide? ¿Por qué te niegas a hacerlo?
Él le sostuvo la mirada, y durante un instante pareció que el aire se detenía. Luego, su voz se quebró, pero no por miedo.
  • ¿Qué es para ti el mar, Yara?
Ella frunció el ceño, desconcertada.
  • ¿Cómo dices?
  • Ya me has oído… - dijo Diego, y la penumbra pareció inclinarse hacia ellos - ¿Qué es para ti el mar?
El silencio se espesó. La niebla se hizo más densa afuera, y el canto de las sirenas pareció responder a esa pregunta. Como si el propio océano quisiera oír la respuesta antes de decidir el destino de todos. Ella empezó a ponerse nerviosa. Respetaba a ese hombre, por supuesto. Por varios motivos. El principal era que había sido elegido por la diosa del mar, pero también porque era el maestro y mentor de Grace. Si su hermana lo amaba, ella, de algún modo, también lo hacía. Pero empezaba a molestarle aquella calma obstinada, esa pasividad que a veces parecía esconderse tras su serenidad.

Mientras pensaba una respuesta, bajó la mirada hacia la concha de Yemayá que colgaba sobre el pecho del capitán. Su azul profundo emergía del orificio perlado, y un olor salino, intenso y antiguo, se extendió a su alrededor. Respiró aquella fragancia como quien inhala un recuerdo, y al hacerlo sintió cómo los nervios se disipaban, cómo la paz regresaba poco a poco a su pecho.
  • El mar… - empezó a decir, con la vista perdida en la niebla - lo ha sido todo para mí. Fue una salvación al principio, luego una oportunidad… ahora un destino. De algún modo, nunca he podido alejarme demasiado de él. Es como si…
  • Nunca te abandonase - completó Diego.
  • ¡Eso es! - sonrió - Como si fuera una madre que sabes que nunca te dejará de lado. El mar me ha forjado, me ha esculpido, me ha enseñado a ser quien soy y me ha castigado cuando he perdido el rumbo. Ha sido maestro, amante y padre a la vez. Lo es todo para mí.
Diego asintió despacio, sin apartar los ojos del horizonte gris.
  • Entonces debes entender por qué no puedo pedirle nada. No se pide a un maestro su sabiduría: se escucha y se obedece. No se pide a un amante su amor: se recibe y se agradece. No se pide a un padre su consejo: se espera y se aprende.
  • Eso es hermoso, no lo niego - respondió Yara, con la voz firme - Pero el maestro puede equivocarse. El amante puede abandonarte. Y el padre puede no estar siempre presente. Solo hay una cosa que nunca se detiene, y es la voluntad de uno mismo.
Diego alzó la mirada, sorprendido por la fuerza de sus palabras. Ella continuó:
  • Puedo entender por qué no quieres usar el poder de Yemayá en tu beneficio. Grace me contó tu historia con el Rey Negro. Sé que temes convertirte en lo que se convirtió tu hermano… Pero no lo harás.
  • ¿Cómo estás tan segura? - preguntó él, en un susurro apenas audible.
  • Porque, de algún modo… te conozco. No por mis propios ojos, sino por los de Grace. Sé lo que significas para ella. Sé que eres un hombre bueno, Diego. No hay maldad en ti… lo puedo sentir.
Diego sonrió y agradeció en silencio aquellas palabras. Desde abajo llegaron las voces de las discusiones, cada vez más altas y violentas. Y entre todas ellas, la voz de una capitana se hacía más fuerte, más obtusa, más poderosa. Yara negó con la cabeza al oírla, pero no pudo evitar sonreír.
  • Amas a Grace - dijo De la Vega, sin presión, como quien enuncia una verdad que ya estaba escrita en el aire - Lo veo en tus ojos cada vez que hablas de ella.
Yara lo miró largo rato, como si buscara en su rostro una brújula.
  • La amo - admitió al fin - Y a veces la mataría…
La risa que siguió fue corta y amarga; Yara la recibió como quien sabe que el amor también muerde.
  • Hemos pasado por tanto que… No podría imaginar una vida sin ella. Ya no. Es como si, de algún modo, fuera parte de mí.
  • Lo comprendo - repuso Diego, la voz templada por la nostalgia - Yo siento lo mismo por mis hermanos. Lo que se forja en la tormenta une más que cualquier otra cosa. Es un vínculo tan fuerte que nada lo puede destruir.
Yara dio un paso más cerca, la niebla les rozaba sus rostros con dedos fríos.
  • Entonces hazme caso, Diego. Te lo ruego. Tienes el poder en tus manos, lo percibo. Úsalo para que todos podamos seguir juntos, para seguir navegando hacia nuestro destino.
Hubo un silencio que olía a sal y amenaza. Los dos se miraron; en los ojos de Diego asomó por un instante una rendija de renuncia, como si la marea hubiera movido algo dentro de él. Pareció que iba a ceder, a dejar que la concha hablara por él. Pero los labios se le cerraron de nuevo, sellados por el miedo que arrastran los recuerdos. Negó con la cabeza; no podía dar ese paso.

Yara lo observó, con la firmeza de quien ya ha tomado una decisión.
Su voz se endureció y se inundó de resolución.
  • ¡Está bien. Yo lo haré!
Sus palabras cayeron en la niebla como una orden al viento. Diego la miró, y en sus ojos se abrió una mezcla de alivio y temor. La decisión estaba tomada; las olas, escuchaban.
  • Es peligroso, Yara… no puedes… - murmuró Diego, con una súplica en la voz.
  • ¡Calla! - le interrumpió ella, con un chasquido que partió el aire - No digas lo que puedo o no puedo hacer. Esa es mi decisión, y solo mía.
  • No lo entiendes… Yemayá no…
  • ¡Me da igual, Diego! - volvió a cortarle, como si no quisiera escuchar lo que ya sabía en su interior - Si la diosa pide mi alma a cambio de su poder, se lo entregaré sin dudar. Pero no pienso permitir que mi familia muera en este maldito pedrusco.
  • ¿Familia? - preguntó él, con la voz casi apagada.
  • Sí… la única que me queda. Y lucharé por ella hasta que no me queden fuerzas - los ojos de la santera relucieron con un fuego eterno que llevaba ardiendo desde los albores de la humanidad - Mis padres murieron hace tanto que apenas puedo recordar sus rostros. El hombre que amaba con toda mi alma… murió delante de mí, ofreciendo su vida para salvar la mía. No puedo tener hijos; una bruja me lo predijo hace años… - alzó la mirada, endurecida por el camino que le había tocado vivir - Todo lo que me queda está en ese navío. Y los santos son testigos de que no pienso rendirme sin antes luchar.
La cubana escupió al suelo. Su rostro era terso, suave, hermoso. Pero su mirada…
Su mirada era el fuego indómito que ardía dentro de Grace; era la roca firme de Vihaan que los sostenía a todos, era el viento libre de Bishnu que no conocía jaulas, la obstinada voluntad de Drake, la desobediencia insensata del Perro y el pulso sereno del propio Diego. En sus ojos estaba la esencia de todos ellos, condensada en una llama rebelde que se negaba a apagarse.

Diego lo sintió dentro de sí, como una corriente fría que lo arrastraba mar adentro. No hicieron falta palabras: él lo sabía, ella también. El poder del mar podía ser su salvación, pero también su condena. Nadie que invocara el Èkó regresaba siendo el mismo. Era un sendero traicionero, lleno de misterios insondables y corrientes oscuras. Así era la voluntad de los Dioses, ningún mortal, por muy sabio que fuera, podía llegar a entenderla del todo.

Pero Yara ya había decidido.
Y en aquel silencio espeso de niebla y cantos malditos, Diego comprendió que nada: ni dioses, ni océanos, ni monstruos, ni tan siquiera él… podría detenerla.

Con una paciencia llena de ternura, desató el Èkó de su cuello y se lo entregó.
Yara la sostuvo entre sus manos con reverencia y cerró los ojos.

El murmullo del mar se filtró entre la niebla como un suspiro antiguo, y en el aire pareció vibrar algo que no era viento. La santera alzó la concha de Yemayá y, al hacerlo, la bruma se agitó como si reconociera a su dueña.

Hija de los Yoruba.
Sangre de los Orishas.
Elegida por los Santos que hablan con el trueno y danzan con las olas.

Su respiración se volvió lenta, profunda, como si cada exhalación respondiera a un ritmo más viejo que el propio tiempo. En sus venas ardía el fuego de sus antepasados, un pulso de tambor lejano que no pertenecía a ningún mundo visible. Era el Aché, el poder de la creación misma, moviéndose por su sangre como un río de fuego azul.

Sus labios comenzaron a murmurar palabras que no se habían escuchado en siglos, una lengua antigua que nacía en la tierra roja de Ifé y cruzaba los mares montada sobre el viento. El aire se volvió denso, cargado de energía, y el mar: ese mar que todo lo devora, pareció inclinarse para escucharla.

En su mente, los nombres sagrados se encendieron uno a uno:
Obatalá, que da forma a los hombres;
Shangó, que gobierna el rayo y la justicia;
Oshún, que endulza los ríos con miel;
Yemayá, la madre de todos los océanos, cuyo manto azul cubre el mundo.

Yara no era solo carne y hueso. Era un puente entre mundos, un tambor que resonaba en el corazón de la tormenta. Sus ojos se abrieron, y en ellos ardía un brillo ajeno a la tierra de los vivos. Por un instante, no fue mujer, ni santera, ni marinera perdida: fue el eco de miles de voces, de madres, sacerdotisas, brujos y guerreros que antes de ella habían invocado a los dioses con el mismo fervor.

El viento se arremolinó a su alrededor, alzando su cabello como una corona de espuma. La niebla tembló, y del fondo del mar llegó un rumor grave, profundo, como si el océano mismo respondiera a su llamada. En ese momento, Diego comprendió: Yara no estaba pidiendo ayuda. Estaba recordándole al mar quién era su hija. Porque en el linaje de los Yoruba, la sangre no se apaga con la muerte ni con la distancia. Y en el corazón de ella ardía la voluntad de los Orishas.

No era solo una mujer.
Era la promesa de un poder antiguo, un espíritu poderoso atrapado en un cuerpo mortal.
Era la marea que no pide permiso. Era el trueno que ruge en el nombre de sus ancestros.
Era Yara Adeyemi, hija de Yemayá.

Y su poder acababa de despertar.
Desatado, furioso, invencible.

El faro tembló con ella y el mundo calló ante su poder.
Primero fue un rumor leve, un zumbido que apenas se distinguía del silbido del viento. Luego, un estremecimiento recorrió las piedras húmedas, subiendo desde las entrañas del suelo hasta la cúpula incompleta. Nadie habló. Nadie respiró. De pronto, un destello azul brotó desde lo alto, un resplandor líquido que se filtró entre las grietas del faro como si el mar mismo hubiera encendido su luz en el interior de la piedra.

Y entonces la vieron.

Yara descendía por la escalera de caracol, lentamente, paso a paso, como si los peldaños la llevaran esperando desde hacía siglos. No caminaba, el mundo se movía bajo sus pies. Ella era el eje y todo se movía a su alrededor. Sus ojos estaban en blanco, vacíos de razón y llenos de algo más antiguo, más primitivo. La piel, perlada de humedad, resplandecía con un brillo espectral, y sus cabellos flotaban en torno a ella como algas movidas por corrientes invisibles. Cada movimiento parecía surgir de un sueño, de una voluntad que ya no era suya.

Grace fue la primera en reaccionar. Se abrió paso entre los hombres, el corazón latiéndole con fuerza.
  • Yara… - susurró, apenas un hilo de voz - Hermana… despierta.
Pero Yara no escuchaba. Ya no estaba allí, en el mismo mundo que ella. Sus labios se movían, murmurando en un idioma que ninguno de ellos comprendía, una letanía prohibida que olía a sal y a trueno: “Oba omi o… Yemayá Olokun, maa je ki omi gba mi…”

Las palabras reptaban por el aire, antiguas, sagradas, cargadas de una fuerza que hacía vibrar las maderas y estremecer los metales. El aire se volvió denso, pesado. Las llamas titilaron, inclinándose hacia ella como si la reconocieran. Los marineros, antes furiosos y tensos, quedaron paralizados, boquiabiertos. Nadie osó moverse. Era como si el mismo tiempo se hubiese detenido para dejarla pasar.

Yara avanzó entre ellos sin mirar a nadie, sin rozar a nadie, pero todos la sintieron al pasar: un escalofrío que les recorrió la piel, un impulso reverente, ancestral, que los obligó a apartarse, abriendo a su paso un corredor de silencio. Parecía caminar dentro del agua, los cabellos suspendidos, el cuerpo etéreo, desafiando la gravedad. Su voz seguía entonando aquel rezo imposible, una plegaria que hacía vibrar las paredes, como si las piedras recordaran su propio origen en el fondo del océano.

Llegó hasta la puerta o quizás la puerta llegara hacía ella, era imposible saberlo.
El viento, obediente, se levantó en un rugido y la abrió de golpe. La niebla entró como un espectro, girando a su alrededor, pero no se atrevió a tocarla.

Todos la contemplaron inmóviles, aterrados y maravillados a la vez. Grace cayó de rodillas, temblando. Vihaan a su lado, apretó el medallón que llevaba al cuello. Cortés se santiguó en silencio. Y el Perro, con la pipa apagada entre los labios, murmuró apenas:
  • Por todos los santos del cielo… ¿qué demonios hemos desatado?
Yara cruzó el umbral.
Afuera, el canto de las sirenas se hizo más fuerte, más próximo, como si la estuvieran esperando. Pero ella no titubeó. Caminó hacia el borde del pequeño acantilado, y el viento formó un círculo en torno a su cuerpo, una espiral luminosa que ascendió hacia el cielo.

En ese instante, ya no parecía humana.
Era la marea encarnada, el suspiro de Yemayá vuelto carne.
Una hija de los Santos Orishas desafiando el abismo.

Y mientras la niebla la envolvía y el mar rugía su nombre, los que quedaron dentro del faro comprendieron que algo sagrado y terrible, acababa de despertar. Todo quedó reducido a un silencio tembloroso. Todos contenían la respiración, como si un simple aliento pudiera romper el hechizo que flotaba en el aire. Y entonces lo escucharon. Primero un murmullo, apenas un hilo de sonido que subía desde la costa, mezclándose con el viento y la bruma. Luego un coro: voces femeninas, dulces y terribles a la vez, entrelazadas con el ulular del mar. Era un canto antiguo, cargado de poder y rencor, que hacía vibrar la carne y los huesos de quienes lo escuchaban.

Las sirenas, hijas también de Yemayá, se dejaban sentir sin mostrarse. Cada nota parecía girar alrededor del faro, golpeando los sentidos y despertando recuerdos dormidos, deseos olvidados, miedos que nadie había osado pronunciar. Eran como llamaradas que ardían en la conciencia de los hombres, y sin embargo, no podían verlas, solo escucharlas, solo temerlas.

Diego bajó corriendo las escaleras de caracol, cada peldaño un martillo en su corazón. Se detuvo junto a la puerta, el rostro preocupado, los músculos en tensión, y cerró los ojos un instante para concentrarse. Cuando los abrió, miró a los que quedaban atrás, a todos los que habían permanecido dentro.
  • Vuestra hermana lucha sola ante las huestes de la oscuridad - dijo, su voz firme y profunda, cortando el murmullo del viento y el canto que aún se colaba por cada rendija - Y lo hace por todos nosotros.
Grace, con Maverick atado a su pecho, sintió cómo el miedo se transformaba en decisión. Se puso de pié de nuevo, por enésima vez en su vida. Desenvainó su espada con un movimiento limpio y seguro, la hoja reflejando las sombras temblorosas de la hoguera.
  • ¡Hasta ahora! - gritó, la voz un cañonazo de desafío en medio de la niebla.
Un instante después, uno a uno, los demás comenzaron a moverse. Cortés tomó un remo como garrote, Drake empuñó un hierro de amarre, Aibori levantó sus espadas cortas, Bhagirath y Vihaan se adelantaron, todos con el corazón en un puño. Y entonces, al unísono, levantaron la voz:
  • ¡Muerte! - gritaron desgarrando sus gargantas - ¡Muerte! - Decían una y otra vez como si la invocasen.
Salieron corriendo hacía ella, dispuestos a abrazarla, dispuesto a morir si así era su voluntad. Corrieron como un niño corre a los brazos de su madre, desesperados y llenos de seguridad. No hicieron falta vendas que taparan los ojos, pues la furia los cegaba. No hicieron falta tapones para sus odios, pues sus gritos no dejaban que los cantos malditos se escucharan. El aire se llenó de un clamor de voluntad y furia, un rugido de hombres y mujeres que no conocían la rendición. Cada grito golpeaba el canto de las sirenas, desafiando la melodía que buscaba arrastrarlos hacia el fondo del mar. Era un choque de voluntades: el océano y sus hijas contra la obstinación de los guerreros.

Y mientras el viento se llevaba sus voces hacia el horizonte, todos sintieron lo mismo: el amor, la amistad, la camaradería forjada entre ellos era un escudo, un muro de humanidad dispuesto a proteger a Yara, su espíritu hecho carne, y a no dejar que el mar ni sus hijas se cobraran lo que no les pertenecía.

En ese momento, la niebla dejó de ser solo amenaza: se volvió escenario de guerra, de valor y de decisión. Cada respiración, cada grito, cada paso que daban hacia el exterior era un acto de resistencia y amor. La voluntad de los hombres y mujeres del faro se levantaba como un muro ante lo imposible, mientras Yara, sola y poderosa, enfrentaba a la oscuridad que rugía desde el mar.

El viento aullaba, mezclándose con los gritos y el rugido del mar. Al llegar a la orilla, todos pudieron ver la silueta de la santera, de cintura para abajo sumergida en el agua, rodeada por la espuma y la furia de la tormenta que no existía, sino que parecía emanar de ella misma. Dos pistolas chispeaban en sus manos, disparando con precisión mortal, y cada detonación era un golpe al corazón de los engendros del abismo. Las sirenas se abalanzaban, garras y dientes brillando bajo la bruma, pero ella no titubeaba.
  • ¡Subid a los botes! ¡Rápido, es ahora o nunca! - gritó Diego, su voz quebrando la mezcla de viento y canto maldito.
Los marineros no lo dudaron. Con movimientos rápidos y precisos, empujaron las barcazas al mar, remando con fuerza mientras disparaban al agua. Los gritos se mezclaban con el rugido de las olas, y algunos compañeros fueron engullidos por la negrura del océano, desapareciendo entre los espasmos de espuma y canto infernal. Pero no había miedo: solo voluntad, resistencia y la esperanza de volver a casa.

Grace luchaba como un torbellino, espada en mano, cada movimiento medido pero devastador. Con la furia de mil demonios, mandaba a las bestias de vuelta a las profundidades, su rostro una máscara de ira y protección. Maverick, aferrado a su pecho, gritaba con todo el poder de un león, y el sonido, cargado de inocencia y desafío, hizo retroceder a las sirenas, obligándolas a retirarse a la oscuridad de la que nunca deberían haber emergido.
  • ¡Te lo dije capitana! - Gritó Drake a su lado, la sonrisa encendida por el fuego de la batalla - ¡Ese hijo tuyo… es poderoso!
  • ¡Es el hijo de la Capitana Grace O’Malley! - respondió con vehemencia Aibori, la fiereza de la estirpe amazona recorriendo su sangre - ¡Y lucha al lado de sus hermanos, como no puede ser de otro modo!
Grace se detuvo un segundo para observarlo todo a su alrededor, saliendo de ese trance de sangre y rabia. Y al hacerlo, su corazón estalló de orgullo. Empezó a reír por encima de los llantos de su hijo, con la locura de una guerrera forjada en mil batallas. Drake emitió un silbido agudo, y sus cuervos descendieron en manada hacía el mar. Caían en picado, picoteando y haciendo retroceder a los engendros del mar. Vihaan luchaba a su lado junto a Bhagirath, firmes y rectos, elegantes y mortales. Yrsa rugía con la misma voz de los Dioses, brava y fiera como solo ella podía serlo. Bum-Bum entre sus piernas aullaba como un pequeño lobo poseído.

Su mirada, encendida y desquiciada, fue más allá, hacía los otros botes. MacFarlane soltaba espuma por su boca, un demonio más peligroso que todos aquellos que surgían del fondo marino. A su lado las gemelas danzaban como bailarinas del fin del mundo, tan silenciosas como letales. Cortés, Halcón, Bishnu, todos peleaban juntos, sin dejar un flanco abierto. Incluso Isabella y Ren, que aún no habían sido templados por la batalla, luchaban con esmero como si no quisieran quedarse atrás.

Los aullidos de los cachorros llegaban de más allá, perros rabiosos y coléricos que seguirían hasta la muerte el desgarrado grito de su capitán. Sus ladridos se fundían con la furia de los Errantes, almas condenadas a surcar los mares por toda la eternidad, pero que hacían de su propia condena una virtud ejemplar.
  • ¡Luchaaaaaad! - gritó Grace, sus ojos inundados por las lágrimas - ¡Luchad hasta el fin del mundo! ¡Por la muerte y un rojo amaneceeeer!
El rugido lo arraso todo. Un puñado de voces tan solo, inferiores en número, hambrientos y sedientos. Pero con una fuerza que hubiera hecho retroceder al más grande de los ejércitos.

Al pasar frente a Yara, que seguía firme en su combate, Vihaan y Bhagirath se lanzaron, alzándola del mar y subiéndola al bote. Pero el peligro no había terminado: unas fauces surgieron de la espuma, con un silbido que recordaba al siseo de una serpiente. El monstruo se lanzó directo hacia ella, subiendo al bote para agarrarla. Pero Yara no hizo gesto alguno. Solo levantó la mirada, y el mar respondió a su orden.

Las olas se alzaron como dos brazos vivos, rodando y girando hasta envolver al demonio por el cuello. La presión, brutal y exacta, la atrapó, estrangulándola entre la fuerza de la propia agua que había sido su hogar. Un último chillido, un resplandor de espuma teñido de sangre, y el monstruo desapareció entre la marea con los ojos apagados, sin vida.

En el bote, todos contuvieron la respiración. Vihaan la sostuvo para que no cayera, Bhagirath respiraba con dificultad a su lado, Grace miró a Yara, todavía en trance, aún con el eco de la batalla resonando en su cuerpo y por primera vez en mucho tiempo, no la reconoció. El mar había retrocedido, pero nadie dudaba de que la amenaza estaba todavía allí, acechando más allá de la bruma. Y sin embargo, por primera vez, la esperanza empezaba a vencer al terror.
  • ¡Tan bellas y tan crueles! - gritó Fred ‘el Bocas’, disparando su mosquete sin cesar - ¡Me recuerdan a mi difunta mujer!
Su risa era macabra, resonando como un demonio embriagado por el ron, mientras el agua salpicaba los botes y la espuma danzaba entre sus cuerpos. En contraste, Will ‘el Hacha’ permanecía sereno, cortando cabezas con precisión casi ritual, como si fuera un campesino segando un campo de maíz al amanecer. Pero incluso él se detuvo un instante al sentir el agua filtrarse entre sus botas, hasta alcanzar los tobillos, y bajó la mirada hacia la madera que los mantenía a flote. Su furia se desvaneció por un momento, reemplazada por la alarma.
  • ¡Capitán! - gritó, arrodillándose y tratando de tapar los agujeros con sus enormes dedos - ¡Esas malditas condenadas intentan hundirnos!
Diego descargó su pistola sobre una de las criaturas y giró hacia el contramaestre, comprendiendo al instante la gravedad de la situación. Las sirenas, con uñas como cuchillas, abrían pequeños boquetes en el fondo del bote, intentando devorar la propia madera que los sostenía en la superficie. Pero no hubo tiempo para advertencias; un grito cortó el aire y paralizó la guerra por un instante.
  • ¡A barlovento! ¡Se acercan más! - exclamó Caitlin ‘Ojos Verdes’, sus palabras haciendo que todas las cabezas se giraran al unísono, los ojos llenos de terror y alerta.
  • ¡¿Qué demonios es eso?! - gritó Snatch a su lado, luchando por mantenerse en pie mientras el bote se sacudía violentamente por el acecho de las sirenas.
El mar se convirtió en un caos vivo: olas que parecían obedecer a las criaturas, espuma que mordía las tablas, agua que se colaba por todas partes. Cada disparo, cada golpe de remo, cada grito se fundía en un rugido conjunto de furia y desesperación. Desde la niebla surgió primero un brillo húmedo, plateado y escalofriante, que se movía sobre las olas como un susurro vivo. Pero en cuestión de segundos, lo que parecía una aparición aislada se convirtió en un enjambre de cuerpos que saltaban y caían sobre el mar.

Había cientos, miles. Un ejército implacable, un torrente de furia que rompía el agua a su paso, dejando espuma teñida de caos y amenaza. Sus cantos se entrelazaban con el rugido del viento y el golpe de las olas, creando una sinfonía de terror que hacía temblar hasta al hombre más valiente. Cada salto, cada giro, cada golpe contra el agua parecía medir la fuerza de los guerreros que se encontraban sobre aquellos endebles botes.

Incluso los más curtidos, con cicatrices que contaban mil batallas y horas de mar embravecido, comprendieron al instante que se enfrentaban a algo que desbordaba cualquier límite de resistencia humana. La magnitud de la amenaza, la densidad de la niebla, el número interminable de cuerpos saltando sobre el océano… era suficiente para que el corazón de cualquiera se detuviera por un instante.
  • ¡Preparaos para luchar, mis valientes cachorros! - rugió el Perro, elevando su sable al cielo con la fuerza de mil tormentas - ¡Que el rugido del mar nos lleve, como solo nosotros podemos morir, de pie y rugiendo con él!
Y con esas palabras, la tensión se volvió eléctrica al instante. Cada marinero tensó sus músculos, apretó las armas y sostuvo firme el remo de su embarcación, sabiendo que el momento de enfrentar el fin había llegado. Estaban listos, todos y cada uno de ellos. No solo los cachorros, sino los errantes y las víboras también. En ningún corazón había duda o miedo; si así debía escribirse su final, sería lo más épico y valiente que ningún poeta hubiera osado describir jamás.

La bruma parecía envolverlos como si deseara borrarlos de la historia, pero dentro de cada pecho ardía la llama de la certeza. Solo uno frunció el ceño. El vigía que podía ver más allá de la niebla densa, más allá de lo evidente, más allá de los ojos comunes. Su único ojo escrutaba el horizonte con precisión sobrenatural, captando formas, movimientos y detalles que el resto no podía ver.
  • ¡Esperaaaaad! - gritó, acercándose a la borda del bote con un alarido que rasgó la niebla - ¡No son sirenas… son…!
El silencio se apoderó de todos. Cada corazón se detuvo un instante. La marea y el viento dejaron de ser rumor, convirtiéndose en una expectación aterradora. Cada remo, cada arma, cada respiración contenida quedó suspendida, mientras el ojo del tuerto buscaba en la niebla la respuesta que ninguno de ellos podía ver, pero que estaba a punto de revelarse.

Antes de que Halcón pudiera determinar que se acercaba, un sonido diferente rompió la tensión. Un chapoteo acompasado, un eco metálico sobre el agua, un murmullo que no pertenecía ni al viento ni a la lluvia. La niebla se agitó y comenzaron a emerger luces plateadas, cortando la bruma como flechas vivientes.
  • ¡Delfineeees! - gritó Grace con los ojos abiertos de par en par.
Centenares de ellos, surcando las olas con precisión, formando columnas de luz y movimiento, avanzando hacia el ejército de sirenas. Sus silbidos y chillidos se mezclaban en una sinfonía de guerra, un lenguaje antiguo y puro que resonaba a través del océano. La batalla que se desató no era humana: delfines contra sirenas, el bien contra el mal, la luz contra la oscuridad. La naturaleza encarnando la justicia frente a la crueldad oscura de los abismos.

Las sirenas, engendros de belleza y terror, gritaban y se retorcían entre el agua, intentando esquivar los golpes precisos de los hermosos animales, sus colas chocando, sus garras intentando arañar la carne plateada que se movía con gracia y furia. Cada salto, cada giro, cada ataque de los delfines era un golpe a la oscuridad que había estado a punto de devorarlos. El mar entero parecía despertar de su letargo, convirtiéndose en un campo de batalla donde solo la magia y lo imposible marcaban la diferencia.

En medio de aquel caos, Diego no podía apartar la vista de Yara. Allí estaba, sentada en el bote, un espíritu hecho carne, su cuerpo suspendido entre el aire y las olas, los cabellos flotando como si estuviera sumergida en el océano mismo. Sus ojos en blanco y su boca murmurando palabras prohibidas que parecían trazar hechizos que doblaban la voluntad del mar.

El errante gritó a pleno pulmón, audible incluso entre el rugido de la batalla.
  • ¡Hija del mar! ¡Tu poder es digno de los dioses! - apoyó su puño cerrado contra su corazón - ¡Yo reconozco tu valía, yo soy testigo de tu fuerza!
Estalló en risas al comprenderlo, una carcajada sincera y brutal. Liberado al fin del peso que creía deber portar. Pues el poder del Èkó no le pertenecía a él. Ahora estaba seguro de ello. Sabía, en lo más profundo de su ser, que lo que Yara acababa de lograr, lo que acababa de orquestar, ni siquiera él podría haberlo hecho. La santera no solo hablaba con el mar. Hablaba con todo lo que habitaba en él: con los delfines, con cada criatura, con la corriente y la profundidad. Todo escuchaba y respondía a su llamado. Todo obedecía a su voluntad.

Su cuerpo estaba presente, todos la podían ver. Pero su alma ya no habitaba este mundo. Surcaba los misterios más profundos del mar, lugares tan oscuros y abisales que ningún hombre podría conquistar jamás. Y a su paso, todo el reino marino rendía pleitesía a la auténtica reina de los océanos. En ese instante, incluso los guerreros más endurecidos comprendieron la magnitud de aquel poder. La hija del mar no era simplemente humana: era un puente entre lo mortal y lo divino, era el poder de Calipso, liberado de su prisión carnal. Aquel océano que hasta ahora los había amenazado, ella lo habida domado, estaba de su lado, luchaba sus batallas, protegía a la elegida de Yemayá.

El rugido del mar se transformó en un grito de guerra que los caló hasta los huesos. Los delfines se lanzaban en tromba, formando un muro viviente que bloqueaba y atacaba a las sirenas desde todos los ángulos. Pero no estaban solos. Desde los botes, los hombres y mujeres de la tripulación comenzaron a disparar, a blandir sables, lanzas y garfios, golpeando a los engendros del abismo con furia concentrada. Cada disparo resonaba sobre las olas, cada grito de guerra era un coro que se unía al canto de los delfines, creando un ritmo brutal que el enemigo no podía ignorar.

Grace, con Maverick aferrado a su pecho, se lanzó al combate con la furia de mil tormentas. Su espada cortaba con precisión mortal, mientras las sirenas retrocedían, desgarradas por la sincronía entre el acero humano y los ataques de los delfines. Sus chillidos de dolor se mezclaban con los silbidos de los cetáceos, creando un coro de desesperación y resistencia.

El Perro remaba como un hombre poseído, disparando su pistola con cada brazo que podía, gritando órdenes, guiando a la tripulación mientras esquivaban colas, garras y mandíbulas que surgían del agua. Cada movimiento era un acto de voluntad pura, cada gesto un desafío a la muerte misma.

Todos aullaban y disparaban, apuntando a cualquier silueta que emergiera de la bruma, arrancaban a las sirenas de la barca con fuerza brutal, lanzando cuerpos al mar para que los delfines completaran el castigo.

Yara, en el centro de todo, parecía flotar entre la tormenta, mitad humana, mitad espíritu del océano. Sus manos vacías no necesitaban armas: cada palabra que murmuraba doblaba la corriente, alzaba olas como muros y envolvía a los enemigos en un abrazo mortal. Los delfines obedecían cada gesto, cada invocación, atacando y defendiendo con inteligencia y ferocidad, mientras las sirenas eran arrastradas, golpeadas, confundidas y finalmente vencidas por el equilibrio entre la fuerza natural y la voluntad de la santera.

Diego la observaba, el corazón en un puño, mientras la veía controlar la batalla. Su poder no era solo mágico; era absoluto, ancestral, la voz de generaciones de Orishas encarnada en un cuerpo mortal. Cada movimiento suyo cambiaba el destino de los vivos y los muertos, de los guerreros y los monstruos. Lo humano había quedado atrás, solo quedaba lo divino.
  • ¡Subid a los barcos, rápido! - gritó Vihaan - ¡No perdáis más tiempo!
Los botes chocaron contra los cascos de los navíos, golpeando las olas con fuerza, mientras los guerreros luchaban hombro con hombro con los delfines. Cada disparo, cada corte, cada golpe era un latido de esperanza en la tormenta de muerte que los rodeaba. Yara no se detenía, su trance era total, su conexión con el océano absoluta. Las sirenas, derrotadas, gritaban mientras eran arrastradas de vuelta a las profundidades.

Uno a uno, con esfuerzo sobrehumano, fueron subiendo a los barcos. Quienes llegaban a cubierta, seguían disparando hacía el mar cubriendo la subida de los demás; o lanzaban brazos y cabos para alzarlos y llevarlos de vuelta a su hogar. Y mientras las velas se tensaban y las anclas eran recogidas, todos comprendieron que aquel instante quedaría grabado en sus memorias para siempre: la batalla había sido ganada, pero no por fuerza humana solamente. Era la alianza entre mortales y espíritus, entre voluntad y naturaleza, entre coraje y magia, lo que los había salvado esta vez.

El ruido del combate fue menguando poco a poco, como si el mismo océano respirara exhausto tras la tormenta. La bruma, densa y pesada, se disolvía con lentitud, dejando al descubierto los restos de una guerra que parecía haber durado siglos. El olor a pólvora y sal lo envolvía todo. Los cuerpos mutilados de las sirenas flotaban a la deriva, y los delfines, fieles guardianes del equilibrio, se alejaban en silencio, desapareciendo entre las olas, como si el deber cumplido los reclamara de vuelta al reino de Yemayá.

Yara permanecía en pie sobre la cubierta, el agua goteando desde sus cabellos como una lluvia que no terminaba. Sus ojos, aún abiertos, parecían mirar más allá de los límites del mundo. Los murmullos en Yoruba que antes habían hecho temblar el mar se fueron apagando en sus labios, transformándose en un suspiro, un último eco de su poder.

El mar, su aliado y sangre de su sangre, la había escuchado, pero el precio era evidente. La fuerza que la había sostenido comenzó a desvanecerse. Sus rodillas cedieron. Cayó lentamente, como una ola que vuelve al fondo marino, agotada, rendida, humana al fin.

Grace fue la primera en llegar hasta ella. Dejó a Maverick en brazos de Vihaan, arrojó su espada sin pensarlo y se arrodilló a su lado, tomando su rostro entre las manos. Yara tenía la piel fría, los labios pálidos, los ojos aún nublados por la niebla del trance.
  • Eh… mírame, hermana - susurró con la voz temblorosa, apartándole los mechones mojados del rostro - Ya está… se acabó.
Yara intentó hablar, pero solo un hilo de voz escapó de su garganta. Su mirada vagó hacia el horizonte, donde el mar aún respiraba, inquieto, poderoso, vivo. Una sonrisa leve, apenas un temblor, se dibujó en sus labios.
  • Me ha escuchado… - murmuró - Yemayá… me ha escuchado.
Grace la abrazó, apretándola contra su pecho como si temiera que el mar se la arrebatara otra vez.
  • Descansa… - dijo - Puede que algún día el mar te reclame, pero hoy… hoy sigues siendo mía.
La cubana cerró los ojos. Su respiración se volvió tranquila, serena, como si su alma flotara entre la espuma y el cielo. El viento del océano sopló con suavidad, y por un instante, pareció que las olas susurraban su nombre con reverencia.

Dicen los marineros que el mar no tiene memoria, pero se equivocan.
Guarda en su vientre las historias de todos los que se atrevieron a desafiarlo: héroes, guerreros, soñadores y condenados. A veces, cuando la marea baja y el viento calla, su voz se escucha entre las olas, repitiendo los nombres de aquellos que fueron dignos de ser recordados.

Y esa mañana, el nombre que el océano susurró fue el de Yara.
La hija de los Orishas. La sangre de los santos. La mujer que habló con el mar y fue escuchada.
Ni diosa ni mortal, sino puente entre ambos mundos.

Su poder no provenía de la fuerza, sino del amor, ese amor indómito que nace de la pérdida y la fe, del dolor y la esperanza, del fuego que no se apaga aunque lo cubra el agua. Y los que la vieron caer en cubierta, jamás volvieron a ser los mismos. Porque comprendieron, en aquel amanecer turbio, que el mar no se vence con acero ni con rezo, sino con voluntad. Y que hay espíritus, nacidos entre las olas, que están destinados a recordarle al mundo que incluso en la oscuridad más profunda… aún puede brillar la luz de una sola alma.

Y así, mientras el sol nacía tímido sobre la espuma teñida de rojo, el viento llevó su nombre hacia el horizonte.

El mar susurró… Yara.
La yoruba que habló al mar… y a la que el mar respondió.

Continuará…
 
En la edad del hielo 4 si que es verdad que salían unas sirenas que eran malas , pero claro, luego ves la sirenita o 1,2,3 Splash y tenías otro concepto de ellas.
 
En la edad del hielo 4 si que es verdad que salían unas sirenas que eran malas , pero claro, luego ves la sirenita o 1,2,3 Splash y tenías otro concepto de ellas.
Yo creo que precisamente es lo que dices. Disney ha romantizado estos seres mitológicos.
Hace tiempo leí un libro que hablaba sobre muchas de estas criaturas: sirenas, hadas, gnomos... Y hacia una comparación de como se entendían ahora y como eran vistas en la antigüedad. No me acuerdo del nombre ahora, si lo encuentro por casa ya os pasaré el título, porque está muy guapo. Pues me quedé flipando cuando descubrí que casi todos estos seres son oscuros, cuentos de pesadilla en realidad.
Recuerdo mucho a las hadas, que yo las veía como Campanilla de Peter Pan, seres hermosos del bosque que te ayudaban si te perdías...
La realidad es todo lo contrario. Jajajaja. Eran seres horribles que te engañaban y te hacína perder en el bosque para luego devorarte lentamente.
 
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