Un viaje inesperado

Recuerdo que la primera vez que la vi y en la primera escena en la que el protagonista descubre que son lagartos, me quedé en shock.
En aquella época se puso de moda unos ratones de gominolas. 😂😂
Dioooos! Recuerdo desbloqueado jajajajaja
No me acordaba de los pobres ratones, :ROFLMAO: :ROFLMAO: :ROFLMAO:
¿te suena una serie que se llamaba la 'Dimensión desconocida? Esa también estaba muy guapa!
 
Dioooos! Recuerdo desbloqueado jajajajaja
No me acordaba de los pobres ratones, :ROFLMAO: :ROFLMAO: :ROFLMAO:
¿te suena una serie que se llamaba la 'Dimensión desconocida? Esa también estaba muy guapa!
No, pero recuerdo uno que se llamaba más allá de la realidad y luego estaba una serie corta de historias de miedo que se llamaba creepshow o algo así.
 
No, pero recuerdo uno que se llamaba más allá de la realidad y luego estaba una serie corta de historias de miedo que se llamaba creepshow o algo así.
Es esa, la de mas allá de la realidad. Lo que pasa que aquí en Cataluña le pusieron otro nombre jajaja.
La de Creepshow me suena, pero diría que no la llegué a ver. Puede ser que la tradujeran como "Cuentos de la Cripta" salia como un esqueleto o un zombie narrando historias de miedo. Que tiempos, maldita sea!
 
Es esa, la de mas allá de la realidad. Lo que pasa que aquí en Cataluña le pusieron otro nombre jajaja.
La de Creepshow me suena, pero diría que no la llegué a ver. Puede ser que la tradujeran como "Cuentos de la Cripta" salia como un esqueleto o un zombie narrando historias de miedo. Que tiempos, maldita sea!
Creo que si es eso o parecido. Alguna de las historias eran muy gore.
 
Capítulo 74 - Se siembra la desconfianza: Una pirata convertida en Juez

La orden fue clara y directa: Corred.
Una sola palabra, sencilla y escueta, pero cargada de un poder tan visceral que los empujó a moverse sin pensarlo, como si el propio diablo les soplara en la nuca. No sonó como una amenaza. Sino como un aviso. Una advertencia desesperada desde las entrañas de algo que aún conservaba un resto de humanidad. La capitana lo comprendió en el instante en que sus ojos se cruzaron con la sombra del Weñefe. No era solo un brujo ni un impostor. Aquella oscuridad densa y viva que lo envolvía no le pertenecía… lo dominaba. Vivía dentro de él, respiraba a través de él, se movía con él.

Drake, Isabella y Grace corrieron. Y lo hicieron como jamás antes lo habían hecho.
Sus pies apenas rozaban el suelo, las antorchas lanzaban estelas de fuego en el aire denso, y el bosque se convirtió en un túnel de sombras y respiraciones entrecortadas. El corazón golpeaba el pecho con furia. Ninguno habló. Ninguno miró atrás. Corrían guiados solo por el instinto más primitivo: huir para sobrevivir.

El aire cambió de repente, se volvió más denso, más espeso. Era tenso, casi eléctrico. Y con ese cambio repentino el Weñefe empezó a rugir. Primero llegó un llanto que no era de bestia conocida, sino de algo más antiguo, algo nacido antes del hombre, antes incluso que los dioses. Luego ese llanto se transformó en un jadeo de jaguar. Sintieron su carrera rápida y precisa a sus espaldas. Al instante el sonido se elevó, trayendo el ulular de un búho que los perseguía en la oscuridad de la noche; pero rápidamente pasaron a los aullidos cercanos de un lobo que los acechaba desde las sombras sin piedad.

Parecía como si de pronto, el bosque entero despertara de golpe para perseguirlos.

Grace escuchó voces. Voces que no podían ser reales. La de Akuma, gritándole entre los árboles que se detuviera. La de Vihaan, llamándola por su nombre, con súplica. Pero las voces se deformaban, se mezclaban, se volvían una sola, ronca y profunda, que reptaba dentro de su mente como una corriente helada. Sabía que todo provenía del mismo ser. Del mismo hambre.

Levantó la cabeza, llena de terror, el pánico reflejado en su mirada. Algo se movía a su derecha, corriendo a su mismo ritmo, oculto entre los troncos. Grace giró apenas el rostro, solo un segundo, lo suficiente para ver un destello, dos ojos brillando con un fulgor antinatural, suspendidos en la oscuridad. Apretó con fuerza el sable, los dedos blancos por la tensión.

Drake alzó la vista casi al mismo instante, pues también vio algo corriendo en la oscuridad. El cuervo graznó sobre su hombro, un chillido seco que partió el aire, y el bosque entero pareció contener la respiración. Algo estaba muy cerca.
  • ¡A la derecha capitana! - gritó Drake, la voz entrecortada por el esfuerzo, el sudor cayéndole por la frente - ¡Lo tenemos casi encima!
  • ¡Lo he visto! ¡Preparaos para luchar! - advirtió Grace, sin aflojar el paso ni un instante.
El bosque rugía a sus espaldas, ramas que se partían, hojas que susurraban como si mil voces invisibles las movieran. Isabella corría con el corazón a punto de estallar, los pulmones ardiendo. No estaba lista, lo sabía. Pero no pensaba morir sin plantar cara. Si aquel era su final, lo enfrentaría con la espada en la mano y la frente alzada.

Entonces, la sombra cayó sobre ellos.
Un movimiento veloz, imposible, una ráfaga de oscuridad que pasó rozando sus cabezas y se perdió entre los árboles. Y antes de que pudieran reaccionar, dos más emergieron de la espesura.
Una era idéntica a la primera, mismo rostro inexpresivo, mismos ojos vacíos. La otra, más salvaje, corría a cuatro patas, pero su mirada fría y aterradora, revelaba que compartía el mismo espíritu que las otras dos. Tres cuerpos, un solo ente. La muerte silenciosa.
  • ¡Akuma! - exclamó Grace al verla, bajando el sable un instante, sin dejar de correr.
Una de las gemelas se acercó hacia ella, sin detenerse. Su silueta, recortada por la luz temblorosa de las antorchas, mostraba un rostro conocido. La japonesa, con el rostro cubierto y la respiración firme, avanzaba a su lado.
  • Hemos visto lo que os sigue… - dijo la sombra con un susurro - Cambia de forma a voluntad… ¿Qué demonios es ese ser?
  • No lo sé… - contestó Grace, sin apartar la mirada de enfrente - Y sinceramente… tampoco quiero saberlo.
De repente, sin detener su paso, la capitana alargó la mano y aferró la mano de la japonesa.
Sus dedos se entrelazaron en silencio. La piel de Akuma estaba fría, seca, y a la vez extrañamente firme. No temblaba. No se estremecía.
  • ¿Qué haces? - preguntó Akuma, confusa, intentando no tropezar.
  • Asegurarme de que eres la de verdad… - respondió Grace, sin dejar de correr.
Por un instante, los ojos de ambas se cruzaron. En el reflejo de las llamas, Grace vio algo que solo una vez había visto antes: miedo en el rostro de su amiga. El mismo miedo que sintió Shinrei cuando su hermana estuvo a punto de morir y que ahora, como un hilo invisible, los unía a todos.

En la playa no había ni un alma.
El viento soplaba desde el sur, cargado de sal, de miedo y de ese silencio espeso que precede a la tormenta. Toda la tripulación estaba ya en sus puestos. El Perro y Diego corrían de un lado a otro dando órdenes precisas, tensas, cada palabra un golpe seco entre el rugir del oleaje. Las velas aguardaban desplegadas, los cabos firmes, los cañones listos para desatar la muerte. Sobre el Red Viper, MacFarlane hacía lo mismo, aunque su mirada, como la de todos, no se apartaba del bosque. La línea oscura de los árboles parecía observarlos, inmóvil y expectante.
De allí debían surgir sus compañeros o alguien que fingiera serlo.

Solo un bote quedaba en la orilla, medio enterrado en la arena húmeda. Junto a él, Aibori, Yrsa y Gláfur aguardaban en silencio. Dos de las mejores guerreras de la Víbora Roja, y el oso polar que había cruzado los mares helados junto a ellas. Ninguno hablaba, tan solo esperaban. Aibori afilaba la vista como un halcón, Yrsa sostenía el martillo lista para el combate, y Gláfur bufaba bajo, con el hocico apuntando a la línea del bosque. Era un silencio de guerra.

Los dos capitanes y el contramaestre habían ordenado hombres en los cañones de babor de las tres embarcaciones. Las mechas estaban secas, los proyectiles cargados, las antorchas preparadas. Los botes seguían listos, amarrados al casco pero sin ser subidos, por si había que lanzarse de nuevo a la batalla. Todo estaba dispuesto. Solo faltaban los hermanos rezagados.
  • ¡Ahí vienen! - gritó Halcón desde la cofa, su mosquete apoyado contra el hombro, su único ojo fijo en la oscuridad.
El rumor se extendió por toda la cubierta. Los marineros corrieron a la borda, las antorchas alzadas, los ojos entrecerrados intentando distinguir las figuras que emergían de la negrura.
En la playa, Yrsa y Aibori se tensaron. Los músculos firmes, la respiración contenida.
Gláfur bajó la cabeza, su pelaje blanco erizado, los colmillos desnudos, olfateando con un gruñido gutural que hubiera helado la sangre, incluso, al más bravo de los guerreros.

Entonces las vieron. Primero, la silueta de Grace, avanzando entre la bruma marina.
A su lado, las dos gemelas, moviéndose como sombras fantasmales. Detrás de ellas, Drake e Isabella, exhaustos pero vivos. Y cerrando la formación, la figura felina de Kage, envuelta en oscuridad. La capitana levantó los brazos con fuerza, su voz rasgando el aire:
  • ¡No disparéis! ¡Somos nosotros! ¡No disparéis!
El eco de su grito se perdió en la playa, devorado por el rugido del oleaje y por un murmullo lejano, que venía del bosque. Un murmullo que no pertenecía al viento.
  • Lukt, Gláfur! ¿Kennir þú lyktina?
La bestia levantó la cabeza lentamente, el hocico negro abriéndose paso entre el mar de pelaje blanco que lo cubría. Su aliento brotó en una densa nube de vapor bajo el cielo nocturno, mientras aspiraba el aire con profunda atención. Por un instante, todo quedó en silencio. Solo se escuchó el oleaje rompiendo contra la costa y el crepitar de las antorchas a lo lejos. Entonces, como si hubiera entendido las palabras de Yrsa, el oso rascó la arena con su pezuña dos veces, firme y seguro, antes de frotar su cabeza contra el muslo de la nórdica, soltando un gruñido bajo y ronco, mezcla de reconocimiento y alivio.
  • Subir bote - dijo Yrsa sin dudar, comenzando a empujar la embarcación hacia el agua - Ser ellos.
  • ¿Estás segura? - preguntó Aibori, clavando los pies en la arena húmeda mientras la ayudaba.
  • Sí estar - respondió Yrsa con la mirada fija en las sombras que se acercaban - Olor no mentir.
Ambas se miraron apenas un segundo mientras Grace, Drake y los demás subían rápidamente. Luego, con un último esfuerzo, el bote se deslizó mar adentro, cortando las olas que brillaban bajo la luna. Gláfur se lanzó tras ellas, hundiendo sus poderosas patas en el agua y nadando junto a la embarcación.

Detrás, la línea del bosque seguía inmóvil, pero la sensación de peligro no los abandonaba.
Los remos golpearon el agua una y otra vez, con la urgencia de quienes saben que el mar, por muy traicionero que sea, siempre es más seguro que aquello que aguarda en tierra. En el horizonte, el Red Viper esperaba, iluminado por faroles y antorchas, como un fantasma rojizo en mitad de la oscuridad. Y hacia él, remaron con todas sus fuerzas. Como si un hechizo sagrado protegiera ese navío de todas las sombras y demonios que habitaban en la noche.

En cuanto subieron a bordo, todo se puso en movimiento. Se alzaron los botes, se levantaron las anclas, los vigías se comunicaron en la lejanía y los tres barcos comenzaron a surcar el mar con urgencia, cargados de provisiones, huyendo de aquella tierra maldita que había revelado más horrores de los que cualquier mente humana podría soportar.

Algunos marineros se acercaron de inmediato a los recién llegados, ansiosos, llenos de preguntas que se agolpaban en la garganta. Pero la voz serena, firme y profunda de un padre primerizo, rompió el alboroto de golpe.

Todos callaron. Los hombres abrieron paso, formando un pasillo silencioso por donde Vihaan avanzó con paso decidido. Su ojo sano observaba a Grace con un recelo gélido. En sus brazos, protegido como el más sagrado de los tesoros, descansaba la diminuta figura de Maverick, el fruto de su sangre, el pequeño por el que aniquilaría al mundo entero si alguien osaba siquiera rozarlo. Se detuvo frente a ella. Su respiración era lenta, su mirada afilada, buscando el menor indicio, el más leve gesto que delatara al monstruo que podía esconderse bajo aquella piel.
  • Soy yo, Vihaan… - dijo Grace, apenas logrando esbozar una sonrisa cansada.
Alzó la mano con ternura, intentando rozar el rostro del niño, pero él la apartó de un manotazo seco. El sonido bastó para que el aire se tensara. En un instante, se alzaron las armas. Espadas, cuchillos, mosquetes. Todas apuntando hacia ella y los que habían regresado del bosque.
  • ¿Se puede saber qué diablos hacéis? - gritó Grace, furiosa, la voz tronando sobre la cubierta.
Su mirada bastó para que algunos dudaran, bajando lentamente sus armas.
  • ¡Seguid apuntando! - ordenó Vihaan, sin apartar la vista de los ojos de ella.
  • Soy yo, maldita sea…
  • Demuéstralo.
Grace lo miró un segundo, incrédula. Luego, con una rapidez felina, le arrebató al niño de los brazos. Nadie se atrevió a disparar, ni siquiera a respirar. El pequeño empezó a llorar, asustado por el brusco movimiento. Entonces, sin apartar la mirada del padre, Grace se descubrió un pecho. El llanto se apagó al instante, sustituido por el sonido tierno y puro de un bebé siendo alimentado por su madre.
  • ¿Contento? - dijo Grace, entre el enfado y la ternura.
El rostro severo de Vihaan se quebró al instante. La sonrisa se extendió despacio, sincera, hasta iluminarle el semblante. Dejó que la desconfianza se desvaneciera. Dio un paso adelante y la abrazó. A ella, al niño, a todo lo que más amaba en este mundo.

La tripulación entera estalló entre vítores, abrazos, risas, lágrimas, palmadas en la espalda, palabras de bienvenida y preguntas, muchas preguntas. Los tres navíos se alejaban ya de aquella costa embrujada, rumbo al norte, mientras la brisa salada traía consigo la promesa de un nuevo amanecer. Tal era la felicidad de que todos estuvieran de vuelta, sanos y salvos; que nadie se percató de un pequeño detalle.

En uno de los mástiles del Red Viper, entre el basto ejército alado de Drake, uno de los cuervos destacaba levemente entre los demás, por su tamaño y su quietud. El ave graznó mirando la luna. Y cuando giró la cabeza, el reflejo plateado reveló algo imposible: en su costado derecho, donde debía haber un iris oscuro y profundo… se dibujaba una pupila vertical, un ojo de serpiente.
  • ¡No!, no era un disfraz… - explicaba Grace, intentando mantener la calma ante el torrente de preguntas - Era una copia exacta de Akuma. Tenía el mismo rostro… exactamente idéntico. Y la misma voz.
  • ¿Pero cómo es eso posible? - preguntó Cortés, frunciendo el ceño.
  • Magia negra… - respondió Drake en un susurro apenas audible.
  • ¡Oh, venga ya! - exclamó el español, negando con la cabeza - No me digas que crees en esas cosas…
Grace soltó una carcajada corta, cargada de ironía.
  • No hace ni tres días vimos un ejército de delfines enfrentarse a una jauría de engendros del mar, Ronco… ¿y ahora te muestras escéptico?
Yara, cerca de ella, sonrió al escucharla, pero Cortés siguió negando con una mueca obstinada.
  • Una cosa son sirenas, y otra bien distinta, un ser que cambia de forma a voluntad.
  • ¿Qué maldita diferencia hay, español? - rió MacFarlane desde el timón, su voz retumbando sobre las olas.
  • Una muy evidente, amigo - replicó Cortés, cruzándose de brazos con una media sonrisa - a unas las he visto… al otro no.
Drake se acercó entonces, con paso lento, sin la sombra de su habitual burla en el rostro.
  • Yo también soy de los tuyos, Cortés - dijo con voz grave - Solo creo en lo que veo. Pero hazme caso cuando te digo que tienes suerte de no haber visto a ese brujo. Porque si lo hubieras hecho, dormirías con la mano aferrada a tu mosquete todas las noches… y eso, si fueras capaz de conciliar el sueño.
El silencio se extendió sobre la cubierta. Incluso el mar pareció contener el aliento. Drake siguió hablando, y su voz profunda, cansada, casi melancólica; los arrastró lejos de aquella cubierta. Durante un instante, todos se sintieron transportados a una taberna cálida y ruidosa, en algún puerto lejano. Allí donde el ron corría sin medida, los marineros reían sin dientes, y las historias se mezclaban con la música y el humo de las pipas. Un lugar donde los vivos bebían para olvidar y los muertos, tal vez, para ser recordados.
  • La casa donde vivía ese brujo estaba envuelta en amuletos y magia antigua - dijo Drake, con la mirada fija en algún punto del horizonte, como si aún la viera entre la niebla - Lo vi con mis propios ojos… e Isabella puede dar fe de ello, si alguno duda de mis palabras.
Nadie habló. El murmullo del mar y el crujido de la madera fueron los únicos sonidos que acompañaron su voz grave.
  • Había colgantes de hueso y conchas talladas - continuó - dispuestos en círculos alrededor de la cabaña. Algunos eran tan viejos que el coral se había vuelto blanco como el marfil. Otros estaban manchados con lo que parecía sangre seca. Estaban por todos lados, colgados del techo, de las ramas, incluso de los dinteles de las ventanas, como si cada uno marcara un límite, una advertencia.
Drake hizo una pausa. Todos los ojos clavados en él.
  • Dentro… olía a tierra mojada y a hierbas quemadas. Había símbolos grabados en las paredes, tallados directamente sobre la madera con un cuchillo ritual. Círculos, runas, figuras de animales… y otras que no se parecían a nada humano. - Bajó la voz - En el centro de la habitación, una mesa baja, cubierta de telas ennegrecidas y frascos de vidrio con cosas que preferiría no nombrar.
Grace sintió un escalofrío al recordar lo que acababa de vivir, mientras los demás lo escuchaban en silencio, como si cada palabra encendiera una nueva chispa de miedo.
  • No era la choza de un ermitaño - añadió con firmeza - Era el santuario de un chamán… alguien que conoce los secretos del mundo antiguo, que puede hablar con los muertos o con lo que vive entre ellos. Un ser que alguna vez fue hombre pero que no aprendió de otros hombres… sino de algo mucho más viejo y oscuro.
El viento sopló entre los mástiles, y por un instante pareció que el mar mismo había susurrado el nombre del brujo.
  • Un cambia-pieles… - murmuró Bishnu entre dientes, frotándose la barbilla con gesto pensativo.
  • ¿Qué has dicho, anciano? - preguntó Grace, ladeando la cabeza para verlo entre la tripulación.
Bishnu avanzó despacio entre los hombres, para que su voz fuera escuchada. Uno de los nórdicos, reconociendo el brillo en sus ojos, le ofreció una botella de ron. El viejo la tomó sin dudar y bebió varios tragos largos, como si necesitara templar el alma antes de hablar.
  • Decís que era un brujo - empezó - pero no todos los brujos se conforman con hablar con los espíritus. Algunos… se convierten en ellos. - Su voz se volvió más grave, más antigua - En las tierras altas del este, donde las montañas se funden con el cielo, se cuenta la leyenda de los chameli-naak, los cambia-pieles. Hombres y mujeres que ofrecieron su alma al bosque, al mar o al cielo, para poder tomar sus formas. Algunos lo hicieron por sabiduría… otros por hambre, venganza o poder.
El viento sopló fuerte, como si el propio mar escuchara. Nadie se atrevió a interrumpirlo.
  • No cambian como uno se cambia de abrigo - continuó - Ellos roban la piel. La habitan. Y al hacerlo, devoran una parte del alma de su dueño. Por eso, cuando un cambia pieles adopta un rostro humano, ese rostro queda vacío, sin brillo en los ojos, sin respiración verdadera. Son copias… perfectas a la vista, pero huecas por dentro.
Isabella, incómoda, se cruzó de brazos.
  • Lo dejamos atrás, en el bosque - dijo, intentando sonar convencida - Estamos a salvo… ¿Verdad anciano?
  • ¿Y quién te dice que ese brujo maldito no puede nadar? - replicó Vihaan con dureza - Si puede convertirse en cualquier ser, ¿cómo sabemos que no está ahora mismo entre nosotros? Podría ser cualquiera.
Grace sintió un escalofrío. Vihaan tenía razón. Weñefe podía estar allí mismo, oculto bajo cualquiera de las pieles que ahora el mar agitaba a la luz de la luna. Su mirada recorrió cada rostro, cada sombra. La desconfianza se coló en su pecho como un veneno lento.
Hasta que bajó la vista y vio a Maverick mamando tranquilo de su pecho, ajeno a todo mal. Entonces el miedo se volvió insoportable, y su respiración se quebró. Bishnu, notando su angustia, se acercó con paso lento y la voz suave de quien ha visto demasiados horrores y aún así sigue creyendo que este mundo vale la pena.
  • De todos los que puede sospechar, capitana… no debe preocuparse por su hijo.
  • ¿Cómo estás tan seguro? - preguntó Grace, sin apartar la mirada del pequeño.
  • Porque un cambia pieles no puede habitar una carne que aún no tiene voz - explicó el anciano - Los recién nacidos están demasiado cerca del mundo de los espíritus; aún no pertenecen del todo a este. Convertirse en animal es fácil para ellos: basta con asumir el instinto. Pero los humanos… son más difíciles. Imitar la razón, los recuerdos, el alma… eso los consume. Si el pequeño fuera ese brujo, su engaño se desvanecería en cuestión de segundos.
Un murmullo recorrió la cubierta. Yara, con el ceño fruncido, rompió el silencio.
  • ¿Y qué hay de todos los demás?
Bishnu bebió un último trago, se limpió los labios con el dorso de la mano y sonrió, mostrando los pocos dientes que le quedaban.
  • Cualquiera podría ser un impostor - dijo, con una calma que erizó la piel de todos - Hombres, mujeres… incluso los animales que nos acompañan. - Se inclinó ligeramente hacia ellos, los ojos encendidos por la lumbre de las antorchas - Mirad a vuestra izquierda… y luego a vuestra derecha. Cualquiera que esté a vuestro lado… podría no ser quien creéis.
Un silencio denso cayó sobre la cubierta, roto solo por el crujir del timón y el graznido lejano de un cuervo. El aire se volvió espeso, casi irrespirable. Nadie se atrevía a moverse, ni siquiera a parpadear. Solo el mar, mecánico e indiferente, seguía batiendo contra los cascos de los tres navíos que avanzaban bajo un manto de estrellas.

Las miradas empezaron a cruzarse como cuchillos, llenas de desconfianza. Cortés fue el primero en romper la quietud. Frunció el ceño, observando al hermano que tenía enfrente, aquel con el que había compartido mil batallas e infinidad de botellas de ron.
  • Oye, Hernando… - murmuró, ladeando la cabeza - ¿Desde cuándo tu barba es tan canosa?
El aludido se giró, sorprendido, llevándose una mano al mentón.
  • ¿Qué demonios dices, Ronco?
  • ¡Ayer no era tan blanca! ¡Lo juro por mi madre! - insistió Cortés, alzando el dedo como si descubriera una evidencia terrible.
Algunos rieron nerviosos, otros guardaron silencio. Yrsa observó a Gláfur con el ceño fruncido. El oso polar la miró, olfateando con calma. El animal soltó un leve bufido, girando la cabeza, pero Yrsa no apartó la mirada. Su mano ya descansaba sobre el mango del martillo. Ren, por su parte, hojeaba con prisa su cuaderno, las páginas agitándose con el viento.
  • Bhagirath… - dijo de repente - Tú tenías un lunar rojo en la frente…
El indio lo miró, desconcertado.
  • Nunca tuve nada ahí.
  • ¡Sí lo tenías! - gritó Ren, pasando páginas como un loco poseído - ¡Lo dibujé la primera vez que te vi! ¿Dónde diablos está ese maldito dibujo?
Los murmullos se alzaron. Voces cruzadas, dedos señalando, cuerpos tensos. Un par de marineros se empujaron, otros empezaron a discutir. Alguien escupió una maldición, otro empuñó una daga. Aibori desenvainó sus espadas. La desconfianza se extendió como fuego sobre aceite, prendiendo en cada mirada, en cada respiración contenida. Y entonces, el rugido de Grace rasgó el aire.
  • ¡SILENCIO!
Su voz retumbó por toda la cubierta, tan fuerte que hasta los mástiles parecieron temblar. El eco se perdió en la noche, llegando incluso a las cubiertas del Errante y el Ifrrin. Poco a poco, el caos se disolvió en un silencio avergonzado. Grace respiraba con fuerza, los ojos llameando.
  • ¿Queréis saber cuál es el peor enemigo en un barco? - preguntó, dejando que su voz se volviera grave, lenta, como el trueno antes de una tempestad - No es la tormenta. Ni el hambre. Ni siquiera el mar.
Se detuvo, recorriendo con la mirada los rostros tensos de su tripulación.
  • El peor enemigo… es la desconfianza. - Dejó que las palabras pesaran en el aire - Eso fue lo primero que me enseñó Diego, y espero que vosotros tampoco lo olvidéis jamás.
Nadie se atrevió a replicar. Solo se oyeron los crujidos de la madera, el balanceo del mar… y, muy lejos, el graznido de un cuervo que parecía reírse de todos ellos.
  • Grace tiene razón - dijo Yara con la suavidad de una corriente en calma - No podemos empezar a acusarnos ni a señalarnos con el dedo. Debemos salir de dudas. Averiguar, de verdad, si cada uno de nosotros es quien aparenta ser.
  • Estoy de acuerdo - respondió Aibori mientras enfundaba las espadas cortas - Pero… ¿cómo pretendes conseguirlo?
Yara se detuvo un instante, buscando una solución. Observó a Grace y al pequeño en sus brazos durante unos segundos; después hizo un gesto para reunir a todos y comenzó a hablar en voz baja, como trazando un camino.
  • Maverick está libre de sospecha, ¿no es así, anciano?
  • Así es - respondió Bishnu con serena certeza.
  • Entonces Grace también lo está. Un hijo reconocería a su verdadera madre entre infinitas impostoras. Así que sabemos que ella es quien dice ser.
Un murmullo de asentimiento recorrió la cubierta.
  • ¿Puede el cambia pieles absorber recuerdos del huésped que haya tomado? - preguntó la Yoruba de nuevo.
  • Que yo sepa, no - contestó Bishnu.
  • Entonces Grace debe ejercer de juez - propuso Yara - Uno a uno nos someteremos a una pregunta. Algo que hayamos vivido junto a ella y que solo nosotros podamos responder. Así descubriremos al impostor.
  • ¿Y qué hay de los animales? - intervino Cortés.
  • Que Drake se ocupe de los cuervos, Yrsa de Gláfur, las gemelas de Kage y yo me ocuparé de Gipsy - respondió Yara con firmeza.
  • ¿Y los demás animales? - dijo Isabella - Hay ratas en la bodega…
  • Nosotras nos ocuparemos de las ratas - contestó Shinrei, fría y directa.
  • ¿Y los insectos? - prosiguió Isabella - Algunos son tan diminutos que ni siquiera se ven. ¿Y si ese maldito brujo se ha convertido en una mosca?
Bishnu sonrió con parsimonia y levantó la botella como quien pone fin a una discusión fútil.
  • ¿Para qué diablos se iba a convertir en una mosca? - murmuró - No tiene sentido. Un cambia pieles busca poder, fuerza, agilidad… habilidades que le den ventaja.
  • Pero eso no quita que podría hacerlo, ¿verdad? - insistió ella.
  • No… tienes razón, joven - dijo el anciano - pero sigue sin tener sentido, de todas formas.
  • Dejad de hablar de moscas y escuchad - cortó Grace, con la voz firme que devuelve el silencio - Haremos lo que ha dicho Yara… Así que no habléis más de lo necesario. No os llaméis por vuestro nombre. Alejaos y manteneos separados hasta que haya interrogado a cada uno de vosotros, ¿entendido?
Todos asintieron al unísono. Las miradas de recelo presentes entre ellos. Antes de que la capitana se fuera, Bishnu se acercó rápidamente, susurrándole algo al oído.
  • ¿Funcionará? ¿Estás seguro? - preguntó ella en un murmullo.
El anciano asintió con seguridad. Y Grace se apartó del grupo, dirigiéndose hacia la escotilla; su figura recortada contra la madera del barco parecía un faro de autoridad. Antes de bajar, dio un par de indicaciones a MacFarlane, que no había oído la idea de Yara, y desapareció en las entrañas del Red Viper.
  • Media vida huyendo de la ley - rió Cortés con ironía - Y ahora me van a juzgar en un barco pirata.
  • ¡Shhhh! - lo interrumpió Yara poniendo un dedo sobre los labios - Ni una palabra, ¿recuerdas?
Todos hicieron lo que la capitana mandaba: guardaron silencio, bajaron la vista y comenzaron, uno a uno, a separarse. La noche y el mar observaban, indiferentes y gigantescos, mientras la tripulación se enfrentaba a lo más peligroso de un navío: la sombra de la desconfianza.

Se formó una cola tan larga que comenzaba en la puerta cerrada del camarote Grace, recorría todo el pasillo del navío y se perdía hasta cubierta. Todos esperaban en silencio, alineados uno tras otro, con la sospecha reflejada en los ojos. Dentro del camarote, el ambiente era denso, cargado de cera derretida, sudor y tensión. Grace interrogaba a su segundo sospechoso.
  • Dime tu nombre completo.
  • Vihaan Suryanarayanan.
Grace sonrió levemente, recostándose en la silla. El escritorio, lleno de mapas, instrumentos náuticos y velas consumidas hasta la mitad, separaba a juez y acusado. Frente a ella, la pistola descansaba lista para ser usada. Con aquella simple respuesta, la capitana supo que aquel hombre era realmente Vihaan. Al fin y al cabo, ¿qué brujo en su sano juicio sería capaz de pronunciar semejante apellido? Aun así, decidió continuar con el juego. Disfrutaba, quizá demasiado, de tenerlo bajo juicio frente a ella.
  • Dime… ¿cómo nos conocimos? - preguntó con una media sonrisa.
  • Fue una mañana en Bristol, junto al muelle - respondió él sin dudar - Yo acababa de llegar a Inglaterra desde las lejanas tierras de oriente, junto a mi buen amigo Bhagirath. Tú apareciste con Yara, con una resaca monumental, las ojeras hundidas, el cabello enmarañado y la boca oliendo a whisky barato… Y aun así, pensé que eras la mujer más hermosa que había visto en mi vida.
  • ¿Ah, sí? - dijo Grace, inclinándose hacia adelante.
  • Lo juro por lo que más quiero - replicó él, acercándose también.
  • Y dime… ¿estás casado, Vihaan?
  • Sí, lo estoy.
  • ¿Y cómo se llama tu esposa?
Vihaan no respondió enseguida. Lentamente, apoyó su mano sobre la de ella y la acarició con ternura. Se inclinó un poco más, hasta que sus labios casi rozaron los suyos, las miradas entrelazadas.
  • La esposa que me fue impuesta se llama Nalini - susurró - Pero la que mi corazón eligió… se llama Grace. Y la amaré por siempre.
  • ¡Oh, maldita sea! - interrumpió Yara desde un rincón, con los brazos cruzados y los ojos entrecerrados - ¡Haced el favor de besaros y sigamos de una vez!
Los dos sonrieron sin apartar la mirada, hundiéndose en un beso largo y apasionado. Cuando sus bocas se separaron, Grace aturdida y encendida, intentó recuperar la compostura.
  • No cabe duda… estás libre de sospecha - sonrió abanicándose con la mano, mientras el calor le subía por el cuerpo.
Vihaan sonrió y se dispuso a marcharse del camarote, pero antes de que alcanzara la puerta, la voz de Grace lo detuvo.
  • Toma el timón, Vi. Que MacFarlane pueda unirse a la cola.
Él asintió con una leve reverencia y salió con pasos rápidos y alegres, aún con el sabor de ella en los labios. Uno a uno fueron desfilando por el despacho de la jueza. Cada marinero, cada viajero, cada alma de aquella nave maldita se sometió a las mismas preguntas: simples, casi triviales, pero imposibles de contestar si se era un impostor. Cuando MacFarlane bajó de cubierta, encontró a Cortés y a Bishnu al final de la interminable fila. El anciano sonreía con esa serenidad que parecía inmune al paso del tiempo; el español, en cambio, se mostraba inquieto, con los brazos cruzados, el pie golpeando la madera y la mirada nerviosa recorriendo la cola que no avanzaba jamás. Al ver al escocés, Cortés bufó entre dientes y dejó escapar una sonrisa burlona.
  • Parece que va para largo - dijo MacFarlane, acercándose.
  • No hace falta que lo jures, escocés - rió el español - Al menos podrían haber descorchado un par de botellas… o dejarnos jugar a las cartas mientras esperamos.
MacFarlane soltó una carcajada y se apoyó junto a él contra la pared.
  • ¿Crees que lo encontraremos?
  • No sabría qué decirte, MacFarlane… Quizá ese maldito brujo ni siquiera esté aquí. Pero bueno - alzó los hombros - supongo que la capitana tiene razón: es mejor salir de dudas.
La puerta del camarote se abrió de par en par y apareció Yrsa. La voz de Grace, firme pero serena, se oyó desde dentro:
  • ¡Que entre el siguiente!
MacFarlane ladeó la cabeza para echar un vistazo fugaz. Alcanzó a ver a Grace, erguida tras el escritorio, con las sombras de las velas temblando sobre su rostro. Luego la puerta se cerró de nuevo, y el silencio volvió a dominar el pasillo.
  • ¿Cómo puede saber la capitana si alguien miente o no? - preguntó el escocés.
  • Dijo que haría una pregunta sobre el pasado, algo que solo uno mismo podría saber - respondió Cortés, limpiándose las uñas ennegrecidas - Tú llevas con ella desde el principio, ¿verdad?
  • Sí… - contestó MacFarlane - Desde que todo empezó. Parece que haya pasado una vida entera.
  • ¿Y qué hacías en la Isla del Perro, amigo? ¿Eras parte de su tripulación?
  • Sí, navegué con el Perro muchos años, hasta que llegó la capitana y…
  • Y no dudaste ni un segundo en seguirla - dijo Cortés, sonriendo - Lo entiendo. Esa mujer tiene algo… no sé cómo explicarlo, pero te atrapa.
  • Así es, amigo - rió MacFarlane, imitando su gesto y limpiándose las uñas también.
Cortés se disponía a decir algo más, pero el bastón de Bishnu se interpuso entre ambos con un golpe seco. Los dos voltearon hacia él. El anciano los miraba con esa sonrisa que nunca se borraba, como si supiera algo que los demás ignoraban.
  • Recordad que no debemos hablar más de la cuenta - dijo con una calma que imponía respeto.
Cortés refunfuñó, mascullando una maldición, mientras MacFarlane soltó una risa contenida. El tiempo parecía estirarse, pesado y espeso como la melaza. La cola fue menguando lentamente, uno tras otro fueron sometidos a interrogatorio, y uno tras otro lo hicieron del mismo modo. Entrando con la tensión reflejada en el rostro y saliendo con la sonrisa del alivio. Y así sucedió repetidamente, hasta que solo quedaron dos esperando su turno: el contramaestre y el anciano. Desde dentro del camarote llegaban risas apagadas: la voz grave de Cortés, su tono siempre alegre, y las risas sinceras de Grace y de Yara. Por un instante, aquel sonido bastó para romper el silencio opresivo del barco.
  • ¡Parece que la cosa está entre tú y yo, anciano! - exclamó MacFarlane dándole un palmotazo en la espalda con la familiar rudeza de siempre.
  • Yo sé muy bien quién soy, joven - respondió Bishnu, aferrado a su bastón y esbozando esa sonrisa serena que no se le borraba nunca.
  • ¿Insinúas algo, viejo? - replicó el escocés, con una mirada que olía a desafío.
  • Para nada - negó el anciano, riendo con calma - Solo digo que llevo demasiados años siendo quien soy como para poder olvidarlo.
  • ¡Pues como todos! - bufó MacFarlane - ¿Qué estupideces dices…?
Antes de que la tensión pudiera crecer más, la puerta se abrió y Cortés apareció, aún con la sonrisa pegada a la cara. Bishnu se acercó al contramaestre, cerca de su oído derecho.
  • Creo que es tu turno, zorro… Suerte.
MacFarlane, confundido, miró al anciano un instante más, midiendo la paciencia ajena, y luego cruzó el umbral. Cerró la puerta tras de sí y se dejó caer en la silla con la holgura de quien se siente en casa.
  • Aquí me tienes, capitana - dijo, con la voz de quien viene a conversar más que a temer - Me someto voluntariamente a juicio.
Grace imitó su postura, pero su dedo, inquieto, tamborileó sobre el escritorio. La luz de la vela recortaba su perfil en sombras precisas.
  • Dime tu nombre completo - exigió con calma.
  • MacFarlane - contestó sin titubeos.
  • ¿Solo MacFarlane? - alzó una ceja ella.
  • Así es, capitana. A los escoceses nos basta con el apellido.
Grace sonrió, sin mostrar sospecha.
  • Ya veo… Y dime… ¿cómo nos conocimos?
  • En la Isla del Perro - respondió él, y una sonrisa se dibujó en su boca - Desde entonces la he seguido sin dudarlo. Y así lo haré hasta que la muerte me lleve con ella.
Grace lo recorrió con la mirada; su gesto se suavizó apenas. Estaba agotada de tantas preguntas, cansada de mirarlos a todos con la desconfianza de alguien que imparte justicia.
  • Está bien, contramaestre - suspiró finalmente - Vuelve al timón y comprueba cómo va Vihaan. Aunque lo ame de corazón, temo por la integridad del Red Viper.
  • ¡Así lo haré, capitana! - dijo orgulloso MacFarlane, poniéndose en pie con rapidez. Dio dos pasos, la mano en el pomo de la puerta, listo para salir.
Grace lo observó con la mirada perdida y de repente su voz se endureció, afilada y directa. Reteniendo el aire de la estancia como una cuchillada traicionera.
  • Una última cosa, MacFarlane… - dijo - ¿Echas de menos a tus mujeres?
El escocés se quedó inmóvil, la mano moviendo el pomo lentamente; giró la cabeza con la poca calma que le quedaba.
  • No pasa ni un solo día en el que no lo haga - respondió, la voz áspera - Ni una sola noche en la que no las añore.
  • ¿Las sigues amando? - insistió ella.
  • Por supuesto que sí - replicó él, molesto - ¿Por qué lo preguntas?
Grace se puso en pie con un movimiento seco. Agarró la pistola y la apuntó con decisión al pecho del escocés. A su espalda, Yara se acercó unos pasos, sujetando sus dos armas con la firmeza de quien no tolera el engaño.
  • Lo pregunto porque… al MacFarlane que yo conozco… jamás se le olvidaría llevar a sus dos mujeres en el cinto.
El escocés palideció por un instante. Palpó la cintura: aquellos puñales que siempre llevaba colgando no estaban. Quiso articular una respuesta, pero no le dieron tiempo.
  • ¡Sujetadlo! - exclamó Grace.
Cuatro manos emergieron como de la nada. Tomaron al escocés por ambos brazos. Las gemelas, que habían permanecido ocultas desde que habían empezado los interrogatorios, intercambiaron una mirada y apretaron con firmeza.
  • ¡Los olvidé arriba, capitana! - balbuceó MacFarlane, tirando de los brazos que lo sujetaban, tratando de librarse - ¡Lo prometo!
Grace dio un paso al frente. La luz de la vela le recortaba el rostro en sombras recias; su mano apretaba el cañón con una calma que helaba. Se inclinó, midiendo al hombre ante ella como se mide una presa en la penumbra.
  • ¿Cómo se llamaban tus mujeres? - preguntó con voz teatral, cortante como una hoja - Ahora no lo recuerdo…
El silencio que siguió fue denso, una lápida de madera y sal. MacFarlane abrió y cerró la boca sin producir sonido. A su alrededor, las gemelas tensaron los brazos; Yara y Grace mantuvieron las pistolas firmes, dedos sobre gatillos, respiraciones contenidas. La humedad del camarote parecía comprimirse en la garganta de todos. Entonces, algo cambió. La máscara que ocupaba el cuerpo del escocés resbaló un instante, y una voz que no era la suya rompió el aire, cavernosa, ajena.
  • Cometéis un grave error - susurró aquella voz, hueca - No podéis detenerlo… Ni tan siquiera yo puedo hacerlo…
  • ¿Quién demonios eres? - espetó Grace, apoyando el cañón contra su corazón con la determinación de quien no titubea.
  • Tu pólvora no servirá, ni tus sables, ni tu tripulación - contestó la parte última de humanidad que quedaba - Solo lo estás enfureciendo más… y eso no es buena idea, créeme.
Yara, clavándole la mirada, preguntó con voz helada:
  • ¿A quién le temes tanto, brujo?
La voz del cambia pieles se volvió un rugido contenido, más profunda y feroz; algo en su interior parecía arañar desde dentro.
  • ¡No hay tiempo para preguntas! - gritó de pronto, y la palabra hizo vibrar los tablones - Si queréis detenerlo, debéis obligarlo a…
No pudo terminar de hablar. La frase se rasgó en su garganta como un trozo de tela arrancado. MacFarlane o mejor dicho: el demonio que ocupaba su piel, comenzó a convulsionar. Empezó como un estremecimiento, un temblor en los músculos que se propagó por su espalda. La piel, bajo la luz mortecina, pareció cambiar: no era ya la arrugada carne de un hombre curtido por mil batallas, sino un pelaje que asomaba en parches. Los huesos crujieron con un sonido que no era humano; las clavículas se hundieron y los omóplatos se alargaron como aletas transformándose en palancas de poder. Las uñas se alargaron, encorvándose en garras oscuras que rascaban la madera; la mandíbula se abrió en un arco extraño y la boca se ensanchó, dejando asomar colmillos que brillaron con el reflejo de la vela. El rostro se estrechó, el puente nasal se alargó, las orejas se elevaron y afilaron, y de un latigazo de furia, emergió la cabeza de un jaguar: ojos amarillos que ardían como carbones, manchas que se movían como oscuras brasas. Sus músculos, antes de hombre, ahora eran un cauce de tensión felina: listos para el salto. Todo sucedió con la lentitud de una pesadilla y la brutal velocidad de una bestia que despierta.
  • ¡Ahoraaa! - gritó Grace, cortando el aire con un mandato que no admitía demora.
Bishnu abrió la puerta de par en par empujando como un torbellino; en sus brazos llevaba el espejo de mano de Isabella, el único recuerdo que se llevó de Porto Bello. El anciano entró tambaleándose, demasiado rápido para su avanzada edad y colocó el espejo sobre la mesa con manos que no temblaron. Las gemelas, con movimientos precisos y rápidos, arrastraron al recién transformado, rugiente, humeante, a medio camino entre hombre y felino.

Lo sentaron en la silla como si clavaran una estaca en la carne de la noche. Yara sacó unas cuerdas con la frialdad de quien aprieta el nudo fatal. Atando sus muñecas, luego sus tobillos, cada ligadura un juramento de contención. La bestia gruñó, tensó cada fibra; las garras arañaron la madera sin lograr soltar el nudo. El espejo brilló, mostrando, por un instante, más que un rostro: la verdad de la criatura atrapada, la sombra que lo empujaba desde dentro.

Grace acomodó el espejo con precisión, asegurándose de que quedara fijo frente al rostro del prisionero. El cristal, antiguo y bruñido, reflejaba la llama temblorosa de las velas, proyectando destellos inquietos sobre las paredes del camarote. Luego se movió detrás del brujo, el cañón aún en la mano, mientras el cuerpo del impostor se retorcía entre convulsiones y gruñidos animales.
  • ¡Que nadie lo mire de frente! - ordenó Grace con voz cortante - ¡Y abridle los párpados, que no los cierre!
Los presentes obedecieron al instante, se situaron detrás del brujo, mirándolo a través del reflejo. Yara, con una calma férrea, tomó el rostro del cambia pieles entre sus manos y tiró hacia arriba de sus párpados, obligando a aquellos ojos amarillos a mirarse en el espejo. En el acto, la criatura emitió un alarido tan profundo que pareció provenir del mismo vientre del mar. Su respiración se quebró, su furia se derrumbó sobre sí misma como una ola rota.
  • Espero que tengas razón - susurró Grace a Bishnu, sin apartar la vista del espejo - Y que esto funcione...
  • No hay otro modo, capitana - respondió el anciano con gravedad - Solo su propio reflejo puede recordarle quién es.
El grito del demonio se tornó desgarrador. El cuerpo del falso MacFarlane comenzó a encogerse, la musculatura del jaguar contrayéndose bajo la piel que mutaba una y otra vez. Las manchas negras se diluyeron, por un instante dejando paso a una piel oscura, curtida por el sol, con el brillo seco de la arena y la edad. Las facciones se reformaron: ya no eran las del escocés, sino las de un rostro antiguo, de pómulos altos y mirada abismal. Aquel ser forcejeaba con sus propias formas, como si dentro de sí hubiera decenas de cuerpos empujando por salir.

Intentó girar la cabeza, apartar la vista del espejo, pero una fuerza invisible, quizá su propia conciencia o lo poco que quedaba de ella, lo obligó a mirarse de nuevo. Su reflejo temblaba, multiplicado, difuso. Su cuello se cubrió de escamas verdes que chispeaban con la luz de las velas, pero se desvanecieron al instante, disueltas en humo. De su espalda empezaron a brotar dos alas fibrosas, semejantes a las de un murciélago gigantesco, que se extendieron apenas un segundo antes de difuminarse como sombra sobre agua.

Los rostros comenzaron a surgir en la superficie del espejo: desconocidos, ajenos, hombres, mujeres, animales, todos hablando en lenguas que nadie entendía. Voces entrelazadas, ecos de siglos, invocaciones rotas. Cada una nacía y moría en un mismo aliento. El aire se volvió pesado, el camarote olía a hierro y ceniza. El brujo se estremeció, jadeante, los músculos exhaustos, las venas latiendo como raíces bajo la piel. El monstruo luchó por mantener la forma, pero su cuerpo ya no respondía; su reflejo lo devoraba. Al final, hundido en su propio agotamiento, cayó hacia adelante, respirando con dificultad. Su piel, por fin estable, mostraba su verdadero aspecto: un hombre viejo, delgado, de cabello trenzado y ojos oscuros que contenían siglos de malicia.

Y así, por primera vez en mucho tiempo, el brujo maldito se mostró en su forma primogénita.
Todos pudieron ver el reflejo del verdadero rostro del que una vez fue llamado Ngürü.
El Weñefe seguía ahí, exhausto y vencido, pero aún aferrado a su alma.
Tan solo quedaba lo más difícil: acabar, de una vez por todas, con su negro y malvado espíritu.

Continuará…
 
Joer, que capítulos más tensos e intensos. Que eliminen al maldito brujo de una vez y sigan viaje hacia China, aunque allí les espera otro bicho de cuidado.
Yo también tengo ganas de llegar a China, jejeje.
Y ver lo que les tienen montado ahí Sir Reginald y Hong Long :ROFLMAO:
Pero esta parada en el Sur de Chile no es fortuita. Nada lo es en este Viaje Inesperado, jajajaja.
 
Capítulo 75 - Un espíritu en una botella: La liberación de un brujo llamado Zorro

En la lengua ancestral de los Mapuches, al zorro se le llama Ngürü; y como tantos otros animales del bosque, se le rinde devoción. Su cultura, arraigada de forma indisoluble al mundo natural, encuentra en la esencia misma de la vida sus guías espirituales. Mientras el hombre blanco deposita su fe en un dios único, omnipotente y absoluto, los Mapuches hallan sus divinidades en aquello que pueden tocar, ver y respirar.

El río, el sol, la luna… no eran simples elementos del paisaje, sino extensiones de su propio espíritu, fuerzas vivas que trascendían la materia y se tornaban sagradas. El jaguar, la serpiente, el halcón… más que animales, eran presencias tutelares, guardianes silenciosos cuya aparición siempre encerraba un significado profundo y místico. Y entre todos esos espíritus totémicos, había uno cuya naturaleza ambigua y enigmática despertaba tanto respeto como temor. Con tal magnitud que incluso los más ancianos, preferían apartarse de su presencia.

El Ngürü era considerado un puente entre mundos: un ser capaz de moverse con soltura entre el día y la noche, la luz y la penumbra, entre en bien y el mal. Encontrarse con uno obligaba a detenerse. ¿Traía buena fortuna o solo desgracias? Nadie podía saberlo con exactitud. Y ante la duda, lo más sabio era alejarse. El zorro representaba la metamorfosis del alma, el cambio, la astucia y la sabiduría… pero también el engaño, la traición, los tejemanejes y la trampa.

Aquel brujo que ahora agonizaba atado a una silla en el camarote de la capitana del Red Viper era conocido entre los suyos como Ngürü. No era el nombre que le dieron sus padres, pero sí el que la memoria de su gente conservaría para siempre. En su tradición ancestral, los niños eran libres hasta alcanzar la mayoría de edad. Completamente libres. Tanto que, ni siquiera sus padres tenían autoridad para imponerles límites. Los pequeños pasaban sus primeros años como criaturas salvajes del bosque. Si uno decidía trepar hasta lo más alto de un árbol, aun con el riesgo de caer y quedar inválido de por vida, nadie lo detenía. Aquello formaba parte del aprendizaje: descubrir sus propios límites, adaptarse al peligro inherente a un mundo duro y salvaje que los esperaría al convertirse en adultos. Puede parecer brutal a ojos ajenos, pero así era la ley Mapuche. Así era la ley del bosque.

Cuando la tierra había dado diez vueltas enteras al sol, el niño moría para renacer como adulto. La primera luna llena marcaba una festividad que transformaba para siempre el rumbo de sus vidas. Durante el Küyen We Tripantu, “la Luna del Nuevo Camino”, el chamán más anciano de la tribu decidía el destino de cada joven. Quién sería cazador, quién pescador, quién recolector, quién guerrero… y quién recibiría los dones de los espíritus.

Ngürü fue el escogido para seguir la senda del conocimiento. El viejo chamán posó su mano temblorosa sobre la cabeza del muchacho, anunciando que sería su sucesor, su discípulo, el heredero de un saber que muy pocos podían llegar a comprender. El pequeño sintió que aquel había sido el mejor regalo que jamás podría recibir. Pero poco tardaría en descubrir que aquel “regalo” no era sino una condena disfrazada. Tan pronto como fue escogido, lo apartaron de su familia, de sus amigos, del bullicio vivo de la aldea. Su mundo quedó reducido a la cabaña solitaria del chamán, perdida entre árboles centenarios que nunca dejaban entrar del todo la luz. Y allí, en aquel aislamiento sagrado, empezaron las verdaderas lecciones.

Aprendió los secretos del mundo, pero el precio fue alto.
Demasiado alto.

Fue obligado a sobrevivir durante días sin fuego, desnudo ante el viento helado, para enseñarle que la naturaleza solo bendice a quien la respeta y destroza a quien la teme. El sueño le fue negado durante noches enteras; el chamán lo mantenía despierto con cantos guturales y golpes de bastón para “abrir su mente”. Cuando sus párpados caían, recibía un baño de agua congelada para recordarle que el espíritu nunca debe dormirse. Conoció la soledad más absoluta: semanas sin ver otro rostro humano, hablando únicamente con los árboles, convencido a veces de que estos le respondían. Sintió el hambre como una bestia mordiéndole las entrañas. La sed lo volvió casi inhumano. Lo enviaba a lo profundo del bosque con un cuchillo de piedra y nada más, hasta que pudiera “volver convertido en alguien nuevo”. Pero sin duda, lo peor de todo, fueron las drogas chamánicas: brebajes amargos hechos con raíces venenosas, hongos rojos como sangre fresca y cortezas que ardían como brasas en la lengua. Esas sustancias abrían puertas que ningún niño debería conocer. Hacían que las pesadillas caminaran a su lado. Que los muertos le hablaran. Que el bosque cobrara vida, observándolo, juzgándolo.

Ngürü soportó cada prueba. Se esforzó más allá de lo que ningún otro discípulo había hecho en generaciones. Sangró, lloró, cayó y se levantó. Murió y renació tantas veces, que al final olvidó quien había sido. Y así continuó durante años, sin detenerse jamás. Hasta que una noche oscura, mientras intentaba superar una prueba de su maestro, y buscando refugio de la lluvia en una cueva húmeda cuyo techo exhalaba vapor como el aliento de un animal enorme, su vida dio un giro completo.

La oscuridad lo abrazó. Y algo dentro de ella despertó.
Algo que no debería haber sido despertado jamás.
  • ¿Está muerto? - preguntó Grace sin apartar la mirada del espejo.
Akuma posó los dedos índice y anular sobre el cuello del brujo. Tardó en encontrar la respuesta que buscaba. Pero seguía ahí: lejos de la superficie de la piel, débil y lento, obstinado en no desaparecer. Negó con la cabeza, retirando la mano con rapidez.
  • ¿Y ahora qué hacemos? - preguntó la capitana.
Shinrei desenvainó su katana con un gesto rápido y silencioso. Pero antes de que pudiera sacar la hoja del todo, Bishnu la detuvo posando su mano sobre la suya. Un gesto amable, delicado… pero firme y seguro.
  • No es necesario hacer eso - susurró con semblante serio - A quien debemos matar no es al hombre, sino a lo que vive dentro de él.
  • Aunque cierto, eso es peligroso, anciano - contestó Yara - Yo opino igual que Shinrei. Mejor acabar con él ahora que está débil. No sabemos a qué nos enfrentamos, ni hasta dónde llega su poder.
  • Matar por temor a lo que desconocemos… - murmuró Bishnu para sí mismo - El ser humano lleva repitiendo ese error demasiado tiempo.
  • Puede que así sea - dijo fríamente Shinrei - Pero no podemos tomar riesgos. No después de lo que acabamos de presenciar.
La japonesa terminó de desenvainar su afilada espada, y con un movimiento limpio posó el filo sobre el cuello del brujo. Él, desmayado sobre la silla, seguía respirando con un ritmo leve, casi imperceptible. Grace lo observó un momento, directamente, sin usar el espejo. El hombre debía tener unos cuarenta años, la piel curtida por el viento del sur y las noches a la intemperie. Su rostro anguloso estaba marcado por líneas de expresión profundas, más de dolor que de edad. El cabello, negro y grueso, caía desordenado hasta los hombros y enredado por la humedad del bosque. Llevaba trenzas finas adornadas con pequeñas cuentas de hueso y madera; señales de su linaje Mapuche. La nariz recta, los pómulos altos y la mandíbula firme daban al conjunto una dignidad sobria. Incluso inconsciente, su postura transmitía la fuerza tranquila de quienes han crecido en lucha constante con la tierra y los espíritus que la habitan.

La katana se elevó en el aire, las manos rígidas, dispuestas a cortar.
  • Espera… - exclamó - ¡No lo hagas!
  • Grace, yo también lo siento por él, pero… es lo mejor que podemos hacer - replicó Yara.
  • ¡No! Bishnu tiene razón. Si acabamos con su vida estaremos matando a un hombre inocente…
  • Sí… y también a un demonio oscuro que hace apenas unas horas intentó devorarte - dijo Akuma.
  • Lo sé… - susurró Grace - Pero no es justo. Cuando Drake e Isabella me liberaron, nos topamos con él. Podría habernos matado en ese mismo instante, pero no lo hizo. Nos advirtió… detuvo al mal que lleva en su interior, lo suficiente para que pudiéramos huir.
  • Y luego te persiguió por el bosque - respondió Akuma - Para darte caza.
Un escalofrío recorrió la espalda de Grace al recordarlo. La espada permanecía rígida en el aire, inmóvil, esperando la orden. Shinrei no temblaba; sus ojos seguían abiertos, atentos, aguardando la decisión conjunta.
  • Debéis… ha…hacerlo. A… a… ahora…
La voz de Ngürü llegó entrecortada y lejana, como si su alma hablara desde un pozo profundo. Levantó apenas la cabeza; sus ojos cansados, llenos de una tristeza antigua, se cruzaron con los de Yara a través del espejo. Su mirada, perdida y fugaz, parecía reconocer a un igual.
  • Tú… - murmuró - Tú co… conoces el ritual. De…debes… sa… sacarlo… a…hora.
Su última palabra se desvaneció en el aire como un estertor final, perdido entre las sombras del camarote. Luego cayó hacia adelante, como si el alma hubiera soltado al fin el peso del cuerpo. El brujo, inerte, quedó suspendido únicamente por los nudos que lo ataban a la silla.
  • ¿Por qué ha dicho eso? - preguntó Grace.
Yara no contestó. Solo llevó los dedos a los collares que colgaban de su cuello. Sobre su pecho se superponían varios, cada uno compuesto por cuentas pequeñas de vidrio brillante, alternando colores simbólicos: blanco, rojo, azul profundo, verde musgo y ámbar apagado. Algunos terminaban en diminutos amuletos metálicos con formas de caracolas, lunas y cuchillas rituales. Al rozarlos, produjeron un tintineo suave, casi íntimo, como el susurro de un altar que respira. Era un sonido ligero, pero cargado de memoria y advertencias. Bishnu escuchó las últimas palabras de la parte humana que quedaba en aquel cuerpo. Después dirigió la mirada a la yoruba, que parecía meditar en silencio sobre la petición del brujo.
  • ¿Puedes hacerlo?
  • Poder no siempre es querer, anciano - respondió Yara con cautela - He visto cómo se hace, sí. Pero ocurrió hace demasiado tiempo… y jamás lo he intentado.
  • No tenemos muchas opciones más…
  • Soy consciente - dijo ella, bajando la mirada - Igual de consciente que cuando digo que no puedo asegurar que salga bien.
  • ¿De qué demonios estáis hablando? - preguntó Grace.
  • Kiyome-no-gi - susurró Akuma sin apartar la mirada de Yara.
  • ¿El qué? - volvió a preguntar la capitana, girándose hacía ella.
  • Exorcismo - tradujo Bishnu, y añadió con su tono pausado y grave - Es un ritual antiguo… un puente precario entre la vida y aquello que intenta devorarla. No se trata de expulsar con fuerza, sino de enfrentarse a lo que acecha en la frontera del espíritu. Si se hace bien, el cuerpo queda libre. Si se hace mal… el demonio no es lo único que muere.
  • No solo existe el peligro de que el huésped muera - añadió Yara sin dejar de deslizar los dedos sobre sus collares. Su voz adoptó ese tono ritual, casi cantado, con el que las santeras hablan de lo invisible - Cuando un espíritu oscuro es arrancado del cuerpo que ocupa, queda suelto, como un perro rabioso sin cadena. Y un espíritu así… siempre busca carne donde esconderse de nuevo. No entiende de límites ni de dueños; solo entiende de hambre. Si no encuentra un recipiente preparado, toma el primero que tenga cerca: un cuerpo cansado, uno asustado, uno que haya abierto su alma aunque sea por un latido. Y cuando eso ocurre…
Hizo una pausa, los collares tintinearon suavemente. Grace, a su lado, tragó saliva.
  • Cuando eso ocurre, ya no se expulsa un intruso: se alimenta un monstruo. Se vuelve más fuerte, más astuto, más tenebroso… Si no se hace bien… Si fallamos… Será el fin de nuestro viaje. El fin de todo…
El camarote se quedó en un silencio casi ceremonial, como si el aire mismo temiera moverse y desencadenar algo irreversible.

Yara fue la primera en bajar la mirada. No necesitaba decirlo: para ella, la opción de matarlo era la más sabia. Conocía el ritual, sí… pero también conocía sus peligros. Sabía que abrir una puerta al otro lado siempre implicaba el riesgo de que algo más la cruzara. Un exorcismo mal hecho no solo podía matar al huésped, podía acabar con la vida de todos. Por eso dudaba. Por eso le temblaban los dedos sobre los collares.

Bishnu, de pie junto a ella, contemplaba al brujo con un gesto de compasión serena. Para él, la vida era un regalo demasiado sagrado para arrebatarlo con ligereza. Aun en los peores monstruos, él buscaba una chispa de humanidad donde otros no veían más que oscuridad. Creía que valía la pena intentarlo. Que mientras un corazón siguiera latiendo, aunque fuese débil y distante, existía un deber moral hacia él.

Para Shinrei y Akuma, en cambio, la decisión era clara como el filo de la katana. Las dos, siempre tan frías y prácticas, pensaban lo mismo, casi como si compartieran cerebro e ideas: debía matarse al brujo y seguir adelante. No era crueldad, era lógica. Un enemigo debilitado era todavía un enemigo. Y la compasión, en su experiencia, costaba vidas. No sentían lástima. No solo por el brujo, sino por nadie. La misión por encima del individuo, la venganza por encima de cualquier duda moral.

Y por último estaba Grace. Ella pensaba con dos mentes, y ambas tiraban de ella en la misma dirección. La madre le decía que si fuera su hijo quien estuviera en la situación del brujo, haría lo que fuese para salvarlo. Aunque doliera, aunque diera miedo, aunque no tuviera garantías, aunque le costase la vida. Un hijo, cualquier hijo, merecía que se luchara por él. Pero la capitana veía más allá. Pensaba en su tripulación, en el océano que los esperaba, en los enemigos que los seguían. Y sabía perfectamente que si conseguían salvar a Ngürü, si lograban separar al hombre de la sombra que lo devoraba desde dentro… habrían ganado un aliado de por vida. Un aliado poderoso, marcado por los espíritus, con un don que nadie más en el Red Viper poseía.

Miró al brujo desmayado, respirando apenas. Miró a su gente, absortos en sus pensamientos.
Y entendió que la decisión que tomara ahí, en ese instante, marcaría el destino de todos.

Dentro del camarote, cada corazón sostenía su propio dilema.
Pero solo uno tendría la última palabra.

Ciertas veces, la vida pone a un alma ante una encrucijada. No hay señales, ni advertencias, ni dios alguno que susurre cuál es el sendero correcto. Solo un instante suspendido en el tiempo, una bifurcación invisible que puede torcer el destino para siempre. A veces, una decisión a primera vista trivial, basta para que todo cambie radicalmente. Ellos no eran los primeros en encontrarse allí, divididos entre el miedo y la esperanza, ni serían los últimos.

Ngürü también estuvo frente a esa frontera años atrás, cuando todavía era un niño y la oscuridad de aquella cueva lo envolvía como un manto vivo. La lluvia caía fuera con un ritmo feroz, embarrando el bosque, apagando cada nota del canto habitual de la naturaleza. Los pájaros guardaron silencio. Los depredadores detuvieron la caza. Los herbívoros se ocultaron. Los insectos regresaron a sus nidos. Solo la lluvia quedó, llenándolo todo de un silencio húmedo y palpitante.

El pequeño zorro estaba agazapado en la entrada de la cueva. Sacó un brazo hacia afuera, dejando que las gotas golpearan su palma llena de cicatrices. Inclinó la cabeza con curiosidad infantil, mirando el cielo oscuro que rugía lleno de poder. Y entonces la oyó.
Una voz que no era voz, un pensamiento que no era suyo.

Se irguió de golpe, cuchillo de piedra en mano, convencido de haber irrumpido en la guarida de algún animal salvaje. Escudriñó la oscuridad, primero sin ver nada. Pero algo se movió dentro de ella: una sombra que no tenía forma, un parpadeo de existencia que parecía surgir del propio vacío. El joven aprendiz de chamán se preparó para enfrentarse a la criatura. Sin saber que aquello que habitaba en la cueva no era una criatura. Era la oscuridad misma.

La decisión de entrar ahí había sido suya, la había tomado de forma instintiva. Un gesto trivial, un simple refugio contra la lluvia. Nada más. Pero ese acto diminuto cambió el rumbo de su vida para siempre. Lo que Ngürü encontró en aquella cueva maldita, no lo sedujo con palabras, ni con promesas, ni con sabiduría ancestral. Lo capturó con poder.

El poder de transformarse.
El don de la metamorfosis.

Aquel niño que apenas podía defenderse de un zorro, pronto pudo serlo.
Pudo correr tan rápido como un ciervo.
Volar tan alto como un halcón.
Sumergirse tan hondo como un cetáceo.
Acechar en silencio como un jaguar.

Pero como todo don que viene de los dioses, o de los demonios, iba atado a un precio terrible: Hambre.
Una hambre infinita, voraz, que lo fue desgarrando desde dentro. Primero mató a su maestro, el último hilo que lo anclaba a la humanidad. Después, a su aldea. Arrasó con todo: Sus amigos, su propia familia, mujeres y niños, sin piedad. Y con cada vida que arrebataba, su poder crecía, y crecía… y crecía. Hasta que no quedó nadie más. Hasta que solo quedó él… y la sombra que lo habitaba.

Se convirtió en un depredador perfecto y, al mismo tiempo, en un espíritu sin hogar.
Un niño vacío envuelto en la piel de un monstruo. El ser más temido de todos: en lo más alto de la cúspide, rey de los bosques, amo de las bestias. Se convirtió en el Weñefe. Y aquello, su dominio absoluto, lo condenó a la peor de las maldiciones: la soledad.

Grace respiró hondo. Recordaba su propio pasado como quien toca una herida antigua que sigue escociendo. Aunque las vidas de ambos habían discurrido por sendas opuestas, extrañamente no eran tan distintas. Ella también conoció la soledad. También rozó el borde del abismo, tantas veces que perdió la cuenta. Y también pensó en rendirse. Hasta que un día, sin buscarlo, sin analizar nada, sin entender siquiera por qué… se detuvo junto a unos viejos marineros que reían en el muelle. Y entre ellos estaba Diego de la Vega. Un gesto trivial, un paso sin importancia, y sin embargo, ese pequeño desvío cambió toda su vida. Comprendió entonces algo terrible y hermoso a la vez: el destino más grande nace muchas veces de decisiones diminutas. Y si eso era verdad para ella, también podía serlo para Ngürü. Podía serlo, incluso, para un monstruo.

Aquel brujo había tratado de matarla, sí. Había perseguido a su tripulación, los había aterrorizado.
Pero en sus ojos había visto algo más: una chispa diminuta, casi extinta… pero humana. Un resto de bondad enterrado bajo capas de hambre, rabia y oscuridad. Grace asintió para sí, decidida. Puso una mano firme sobre el hombro de Yara.
  • Hay que intentarlo - dijo, mirándola fijamente.
Yara no respondió. Sus dedos jugaron con sus collares, buscando valor en cada tintineo, pero su mirada revelaba una duda profunda. Ella, que había dominado el poder del mar, no confiaba en sí misma esta vez. Grace apretó un poco su hombro, con determinación.
  • No estás sola, Yara. Estamos aquí contigo.
Bishnu, Akuma y Shinrei se acercaron entonces sin pronunciar palabra. No necesitaban hacerlo. Su presencia hablaba por ellos: un círculo cerrado alrededor de la santera, del brujo, de la amenaza… y de la esperanza. Grace inspiró lentamente. Cuando habló, lo hizo con una fuerza que no nacía del orgullo ni del rango, sino de algo mucho más hermoso: el amor.
  • Sé que dentro de este hombre aún late un corazón que no merece ser devorado por esa sombra - dijo con una voz que pareció llenar el camarote por completo - Sé que está enterrado, herido, y casi desaparecido… pero sigue ahí. Y aunque liberarlo de lo que lo consume por dentro parezca imposible, lo imposible es precisamente lo que hacemos los que no tenemos nada más que perder. Si lo dejamos morir ahora, no solo estaremos matando a un hombre: estaremos dejando que ese demonio encuentre otro cuerpo, otro camino, otra víctima. Pero si luchamos… si arriesgamos… si creemos en él aunque él mismo haya olvidado cómo hacerlo… Entonces quizá podamos salvar algo más que su alma.
En su voz había algo que ningún arma podía ofrecer: determinación, empatía… y un rastro de fe lo bastante fuerte como para sostener a todos los presentes. Ren, poeta en prácticas, plasmó aquella idea muy bien en una de sus muchas poesías. La cual decía:

“Así como el sol nace por el este y muere en el oeste,
así como la vida se aquieta en invierno y en primavera florece,
el casco del Red Viper jamás se detiene.

Así como las olas se estrellan en la orilla y se retiran de nuevo al mar,
así como las estaciones del año vienen y van,
nunca dejamos a nadie atrás.

Así como el río fluye hacia el océano y nunca se detiene,
así como el tiempo no se controla y nunca vuelve,
la voz de la capitana nos une y fortalece.

Sed testigos de la verdad que cuento:
que no hay piratas, ni ladrones, sino guerreros
y que todo aquello que consume el fuego…
se vuelve digno de ser eterno”

Yara la miró unos instantes, pupilas frente a pupilas, alma frente alma. Podía sentir el peso de la decisión oprimiéndole el pecho, un filo invisible que separaba la cordura del abismo. La duda aún respiraba dentro de ella, ese pequeño temblor que ningún santero, por muy sabio que fuera, lograba arrancarse jamás. Pero junto a esa duda, escuchó algo más: las respiraciones de los demás. Presentes, conteniendo el miedo, firmes como estacas en la tierra mojada.

Akuma. Shinrei. Bishnu. Grace.

Todos estaban allí, no como testigos… sino como un círculo. Un anillo cerrado que no permitía que nada, ni siquiera la oscuridad, se colara entre ellos. Y entonces Yara entendió lo inevitable: Grace ya había decidido. Y cuando la capitana decidía, cuando su voz interior se asentaba como una vela tensada enfrentando la tormenta, ni dioses ni demonios podían moverla un solo paso. Era resistente como un arrecife, testaruda como una mula, y obstinada como un huracán que no conoce el significado de retroceder. La santera lo sabía mejor que nadie; la conocía como se conoce a un reflejo en el agua, como si la vida les hubiera entrelazado las almas mucho antes de conocerse. Por eso, suspiró… y sonrió apenas un instante.
  • Está bien… - murmuró con una media sonrisa cargada de resignación, cariño y temor a partes iguales - Vamos a hacerlo…
La cubana respiró hondo y se arremangó las mangas de la camisa, como quien despeja el escenario antes de que empiece la función. Acercó las manos a sus labios y las templó con un soplo lento, dejando la mente en un silencio absoluto. No buscaba domar los nervios, porque el miedo no se doma; se aprende a caminar con él, a sentirlo como una sombra fiel que nunca abandona.

Cerró los ojos, no para rezar ni para pedir fuerza, sino para recordar.
Eso era lo que de verdad importaba.

Las voces de sus ancestros no estaban escritas en pergamino alguno; no se podían encontrar en libros, ni en bibliotecas privadas; vivían en la humedad de la selva, en el barro que se pegaba a los tobillos, en los cantos nocturnos que enseñaban más que cualquier maestro. No se escriban, pues así nadie podría robarlos nunca. La sabiduría antigua no se estudiaba: se respiraba, se caminaba, se sangraba. Yara viajó hacia allí, lejos, muy lejos, hasta aquella época en que aún era una niña con más ilusiones que cicatrices. Allí buscó en su interior, bajo capas de cantos y amuletos, la chispa que necesitaba ahora.

Cuando abrió los ojos, ya no era solo Yara.
Era una directora de orquesta.

Su voz se volvió filo y compás. Mandaba, señalaba, marcaba el ritmo.

Una mano indicaba dónde colocar las velas. Otra ordenaba preparar la mezcla de sal y cenizas.
Una mirada bastaba para que Akuma moviera el cuerpo, para que Shinrei ajustara la cuerda, para que Bishnu acercara el cuenco.

Nadie replicaba, nadie preguntaba.
Ella era la voz que marcaba el compás, la brújula que indicaba la dirección.
Los demás seguían la partitura, ojos ciegos, manos guiadas.

Simple. Rápido. Eficaz.
Como si el ritual fuera sinfonía, y siempre hubiese estado esperando que fuera Yara quien levantara la batuta.

La yoruba pidió que trasladaran a Ngürü al centro del camarote, donde el suelo había sido despejado con prisa ceremonial. Entre todos lo colocaron en posición horizontal sobre una tabla improvisada, amarrando muñecas, tobillos y pecho con cuerdas gruesas, tensas hasta casi crujir. El brujo respiraba entrecortado, con los ojos abiertos de par en par, como si ya viera algo que los demás aún no podían ver.

Bishnu colocó una botella de ron vacía junto a Yara. El vidrio estaba limpio, pero no por ello puro; todavía retenía el perfume dulce del licor de azúcar, un aroma que el espíritu reconocería como un hogar falso, una trampa, una prisión. Yara la tomó con ambas manos, la observó a contraluz y murmuró algo en un susurro tan bajo que nadie supo si aún hablaba con ellos, o con los muertos. Luego la dejó en el suelo, a la altura de la cabeza del brujo.
  • Ahora lo vamos a llamar - dijo - Para que salga. Para que se muestre.
Empezó a colocar alrededor de Ngürü un círculo desigual de hierbas secas: ruda, ajenjo, benjuí. Las frotaba entre los dedos, liberando el olor áspero que se mezclaba con el salitre del barco y el sudor de los presentes. Sobre el pecho del brujo colocó un collar de cuentas negras y rojas, entrelazadas con un amuleto de concha. Cada pieza parecía palpitar con vida propia. Sacó un pequeño frasco de cristal de su zurrón, lleno de un líquido translucido y amargo. Lo vertió en su boca y con brusquedad lo escupió sobre el cuerpo del alma condenada.

Entonces comenzó el canto.

Era un murmullo ronco, casi un gruñido al principio, pero fue creciendo, tomando forma, convirtiéndose en un desgarrado rezo yoruba. Su voz se hizo tambor, viento, trueno. Bishnu y Grace la siguieron sin comprender del todo, repitiendo los sonidos como podían, como niños imitando a los mayores. Shinrei y Akuma mantuvieron el ritmo golpeando el suelo con la palma abierta, un tok - tok - tok constante que hacía vibrar las costillas.

Ngürü reaccionó al instante. Primero arqueó la espalda. Luego empezó a sacudirse como si sus huesos intentaran romper las ataduras.
  • ¡No lo miréis! - ordenó Yara sin detener el canto - ¡No lo miréis a los ojos!
El brujo gritó. Un alarido que no era solo humano.
Un sonido profundo, húmedo, como si surgiera de un pozo lleno de criaturas. Las venas se le marcaron en el cuello, y un hilillo de espuma oscura asomó por la comisura de su boca. El camarote entero pareció encogerse. El aire se volvió espeso, cargado, caliente. Como si algo respirara junto a ellos.

Yara se inclinó sobre él, gritando el canto directamente a su rostro, y con la mano libre agitó un manojo de hojas encendidas sobre un cuenco. El humo blanco rodeó al brujo, penetrando por su nariz, cubriéndole la cabeza como un sudario viviente.

El cuerpo de Ngürü se puso rígido. Los ojos se le pusieron en blanco. Y de su garganta surgió una voz que no era suya.
  • ¡Sucia bruja, zorra mestiza… él me pertenece, deja que me quede…!
Las cuerdas se tensaron al límite. La tabla crujió. Grace dio un paso atrás sin querer.
Pero Yara siguió cantando. Exigiendo. Arrancando. Hasta que de pronto, un estallido seco resonó en el pecho de Ngürü. Un golpe sin manos. Un vacío que succionó la poca luz del camarote.

Y ahí lo vieron.
Una sombra, apenas un pliegue de oscuridad, levantándose del cuerpo del brujo como humo espeso, retorciéndose, buscando un cuerpo nuevo.
  • ¡La botella! - gritó Yara.
Akuma se la llevó hacia sus manos en el mismo segundo en que la sombra comenzó a estirarse hacia arriba, abierta como una mandíbula. Yara destapó la botella y la colocó frente a la criatura.
El canto cambió. Se volvió agudo, afilado, como un látigo.

La sombra tembló. Intentó huir.
Intentó meterse en Grace, en Bishnu, en cualquiera. Pero un latigazo más del canto la obligó a retroceder, empujada por algo que no podían ver, algo antiguo, ancestral, que hablaba a través de Yara.

Y de pronto…
Entró.

Fue absorbida como si el vidrio tuviera hambre.
El interior de la botella se oscureció durante un instante, un torbellino negro que golpeó las paredes del vidrio desde dentro… y luego, silencio.
Un silencio seco.

Yara la tapó con un corcho viejo que Shinrei le puso en la mano. Lo hundió a la fuerza, sellándolo para siempre. Y el camarote, por primera vez en toda la noche, volvió a respirar.
  • ¡Lo conseguimos! - gritó Grace, con la voz rota entre alivio y triunfo.
Pero Yara no respondió. Ni siquiera alzó la mirada. Ató la botella a su cintura y siguió inclinada sobre el cuerpo del brujo, rígido como un cadáver recién lavado. El camarote aún vibraba con ecos invisibles, como si algo se resistiera a marcharse del todo. Bishnu se acercó a Grace, con las manos temblorosas.
  • Capitana… - susurró, casi temiendo romper algo sagrado - Hemos sacado al espíritu, sí… pero ahora su cuerpo está vacío. Como una casa sin lumbre. Si no lo llenamos de nuevo, se perderá por siempre en ese vacío.
Grace abrió la boca para preguntar, pero Yara ya se estaba moviendo.
Lenta. Pesada. Como si supiera que el tiempo había cambiado de textura.
  • La sangre… - murmuró la santera - Hay que devolverle un camino. Un peso. Un amarre. Sin eso, el alma no puede volver.
Apoyó un pie desnudo en el suelo, limpiando el sudor y la suciedad con el dorso del brazo.
Se arremangó la falda hasta las rodillas. Y sin previo aviso, tomó un cuchillo pequeño de mango de hueso que llevaba atado a la cintura. Shinrei dio un paso, alarmada. Recordando aquel ritual que había traído a su hermana del reino de los muertos. Pero Akuma la sujetó del antebrazo.
  • Déjala. Es así como debe hacerse. Los pies son los que atan el alma a este mundo, y su sangre le hará recordar…
Yara levantó el talón y, con un movimiento seco y silencioso, se abrió la piel. Un corte limpio. Profundo. La sangre brotó espesa, oscura, caliente como la vida recién nacida. La santera alzó la pierna sobre el brujo y la dejó correr por el arco de su pie, la dejó caer en hilo sobre la boca entreabierta de Ngürü.

Primero una gota. Luego otra. Pronto un pequeño riachuelo rojo que se deslizó por los labios del brujo y desaparecía entre sus dientes. Yara murmuraba palabras antiguas. Más antiguas que ella.
Más antiguas que cualquier piedra, cualquier mar, cualquier nombre. Sonaban como el viento entre raíces, como animales caminando al amanecer, como un tambor gigante enterrado bajo la tierra. El camarote entero se inclinó hacia el ritual. Los demás retenían la respiración sin darse cuenta. De pronto, el pecho del brujo se arqueó. Una bocanada de aire violenta, como si hubiera estado ahogándose durante siglos, emergió de su interior. Sus manos se crisparon contra las cuerdas. El cuerpo entero vibró, tembló, luchó por entrar de nuevo en sí mismo.

Y entonces, los ojos se abrieron.

Negros y profundos.
Asustados y nuevos.

Miró a Shinrei. A Akuma. A Bishnu. A Grace. Sin reconocer nada. Sin reconocer a nadie.
Como un niño naciendo de golpe en un mundo demasiado ruidoso.

La boca se le abrió. Tuvo que recordar cómo respirar. Cómo existir. Y cuando al fin lo consiguió, cuando el aire llenó sus pulmones por completo… sonrió. Al principio, apenas un gesto. Una curvatura temblorosa, frágil como un pétalo. Pero enseguida esa sonrisa se quebró, y el brujo comenzó a llorar. Lágrimas gruesas, silenciosas, de una pureza que solo tienen los que han vuelto de la oscuridad.

No lloraba de dolor. Ni de miedo. Ni de confusión.
Lloraba como quien se despierta después de un sueño eterno.
Lloraba como quien, después de años de prisión, es liberado.
Lloraba porque, por primera vez en mucho, muchísimo tiempo… estaba vivo.

De pronto sus ojos, aún húmedos, aún temblorosos, se encontraron con los de Yara. Y en ese instante dejó de estar perdido. La reconoció al momento. No como se reconoce a alguien que se ha visto antes… sino como se reconoce un fuego en la oscuridad.

Era ella. La mujer que había visto en sus sueños. La que había cruzado el velo, hundiendo los pies en la noche para rescatarlo. La que había arrancado el espíritu hambriento de su alma y lo había devuelto al mundo de los vivos. El sabor de su sangre seguía latente en su garganta, cálido y metálico, como un hilo que lo ataba al presente. Y sin pensarlo, sin saber siquiera si tenía derecho a hacerlo, se lanzó hacia ella. Se estrelló contra su pecho, desesperado, como un náufrago que por fin encuentra tierra firme. La abrazó con los brazos tensos, casi torpes, sosteniéndose en ella como si su cuerpo fuera lo único sólido en un universo recién nacido.

Yara lo sostuvo. Sin rigidez, sin miedo, sin sorpresa. Lo sostuvo como una madre sostiene a un hijo; con bondad, con ternura, con un amor que no había pedido pero que llegó igual. No conocía a ese hombre. No sabía su historia. No entendía sus pecados ni las sombras que había caminado durante tantos años. Pero lo conocía. En lo profundo, en lo invisible. Lo entendía como solo se entiende aquello que la sangre reconoce antes que la mente. No hubo palabras. No hicieron falta. No hubo explicaciones, ni lamentos, ni disculpas. Solo aquel abrazo.

Un abrazo cargado de siglos, de heridas, de redenciones tardías.
Y en ese gesto, Ngürü lo dijo todo:

Gracias.
Gracias por salvarme.
Gracias por devolverme.
Gracias por liberarme.

Yara cerró los ojos, apretando un poco más los brazos alrededor de él. Y por un instante, solo uno, pero eterno, ambos comprendieron que habían sido elegidos por un destino más antiguo que ellos mismos. Comprendieron que no siempre existe el bien y el mal, que a veces no todo es blanco o negro, tan solo decisiones mal tomadas, errores repentinos, golpes de suerte que trazan caminos imposibles de deshacer.

Los demás observaban aquel abrazo sin entender del todo lo que ocurría. Solo sabían una cosa: habían liberado un alma condenada. Habían vencido, una vez más, a la oscuridad.

Entonces la puerta del camarote se abrió de par en par con un golpe seco. Un hombre irrumpió furioso, como un huracán de carne y cicatrices: la marca que le cruzaba el torso brillaba enrojecida, sus manos empuñaban a sus dos mujeres, con rabia ardiente en los ojos y blasfemia en la voz. MacFarlane destrozó el remanso de paz con su mera presencia. Como solo un hijo de las tierras altas de Escocia puede hacerlo.
  • ¡¿Dónde está ese maldito demonio?! - bramó, salvaje y desbocado.
Grace se incorporó de inmediato, intentando interponerse con las manos alzadas, conciliadora. Pero el escocés, al ver a aquel desconocido abrazado a Yara, no necesitó explicaciones. Supo que ese era su enemigo. Se lanzó sobre él como una bestia. Hubo que detenerlo entre varios: Bishnu sujetándole el hombro, Akuma bloqueando sus puñales, Shinrei torciendo su muñeca, Grace empujando con todo su cuerpo.
  • ¡Basta, MacFarlane! - gritó Grace entre esfuerzo y rabia - ¡¡Todo ha terminado, acabamos con él!!
  • ¡Ese brujo bastardo casi me mata! - rugió él - ¡Me atacó por la espalda, a traición!
  • ¡Lo que te atacó no era el brujo! - replicó Grace - ¡Era la oscuridad que lo poseía!
Pero el escocés no entendía de palabras. Solo quería sangre. Quería devolverle el golpe, apuñalarlo, descargar su furia. Solo quería vengarse. Akuma y Shinrei, sincronizadas como sombras gemelas, se lo llevaron a la fuerza fuera del camarote. Él pataleó, mordió el aire, gruñó como un animal. Por un momento pareció poseído, atrapado en la misma hambre que hacía instantes habían expulsado del cuerpo del brujo. Hasta que Akuma inclinó la cabeza y le susurró algo al oído. Nadie escuchó lo que le dijo. Quizás no fueran palabras de amor, ni tan siquiera palabras amables. Pero bastó.

MacFarlane se quedó helado, detenido por un latido. Bishnu cerró la puerta de inmediato, dejando los gritos del escocés extinguirse poco a poco en las entrañas del Red Viper. El anciano sonrió, esa sonrisa preludio de calma en un rostro arrugado y huesudo.

Al mismo tiempo, Yara ayudó a Ngürü a ponerse en pie. El brujo estaba débil, flaco como si no hubiera comido en años. Y no era del todo falso: aunque había cazado en soledad y comido cada día sin excepción, lo hacía el demonio, no él. Cada bocado alimentaba al monstruo hambriento, nunca al hombre.

Grace se acercó. Esta vez sin arma, sin desconfianza, sin espejo. Lo observó con calma, de tú a tú, sin atisbo de miedo o desprecio. Su ojo derecho seguía siendo reptiliano, una marca imborrable del poder sobrenatural que lo atravesaba y ella sonrío, desafiante como siempre.
Todos los que quedaban en el camarote entendieron lo mismo en silencio: era el momento de convertir a un enemigo en un aliado. Ren lo había hecho, pasando de espía a cronista de sus aventuras. Drake también, nacido como rival y convertido en igual. Isabella pasó ese trance como todos, de dama altiva y corrupta a hermana de armas, ansiosa de libertad.

El mar, a veces, convertía amenazas en hermandad y Grace lo comprendía muy bien. Posiblemente aquella fuera la virtud que hacía de ella, la capitana más temida de los siete Mares. Donde otros veían obstáculos, ella encontraba oportunidades. Donde los demás tropezaban y se lamentaban, ella se alzaba y seguía andando por pura testarudez. Ni las sucias calles de Bristol, ni las frías aguas del norte, ni los monstruos ni los Dioses, ni los reyes ni las tormentas, conseguirían frenar el fuego que ardía en sus venas. Tan solo la muerte llevaba la mano ganadora, y hasta que llegara el día en que tuviera que jugar esas cartas, no descansaría jamás. Había llegado el momento, el momento de que la Alianza de las tres banderas, diera la bienvenida a un nuevo y poderos miembro.

Pero antes de que la capitana pudiera abrir la boca, Ngürü habló.
  • Siento… todo lo que os he hecho sufrir - murmuró, la mirada clavada en el suelo - Quise detenerlo… os doy mi palabra… pero no pude. Y… asumiré el castigo que creáis justo. No merezco nada más.
Grace dio un paso más hacia él. La fuerza de su mirada era la de un acantilado resistiendo el oleaje. La voz, firme como un navío orgulloso en mitad del mar embravecido. Ella ya había tomado una decisión. Y todos, excepto el brujo, sabían que, cuando eso ocurría, nada en el mundo podía detenerla.

Frente a ellos aguardaba un enemigo mayor: más allá del Pacífico, más allá del ecuador. Oculto en el horizonte, un ejército esperaba, ansioso de sangre. El océano estaba repleto de adversarios, todos armados, todos superiores en número. Sir Reginald Hardgrave, que el demonio lo tenga en su gloria, se había aliado con el traidor de Hong Long en una perversa alianza que parecía imposible de vencer. En cambio, el Red Viper, era apenas un puñado de rebeldes, hambrientos y cansados, desafiando a la tiranía. Y en un mundo así, la ayuda no era un lujo. Era supervivencia.

Grace lo sabía, tan cierto como el sol nace en el este y se pone en el oeste.
Y el destino, siempre cruel, siempre caprichoso, volvió a mover ficha.
  • ¿Cómo te llamas, brujo?
Ngürü levantó la cabeza. Sus ojos se cruzaron con los de aquella mujer pelirroja, y por un instante se quedó sin aire. No vio solo a una bella mujer, ni a una formidable capitana. No vio ni tan siquiera a un ser humano. Vio un espíritu. Un espíritu distinto a todos los que había conocido: no era la sombra que lo había acompañado durante años, no era el hambre que lo había consumido por dentro, ni la voz que lo empujó a matar a su propia gente.

En ella había luz. Una luz que no quemaba, sino que sanaba. Una luz antigua, feroz, tan viva como las brasas de la primera hoguera que un hombre encendió en la noche del mundo. Esa luz le devolvió algo que creía perdido para siempre: recordar quién era. El nombre regresó como un viento nacido en los bosques de su infancia. El nombre que había olvidado bajo pieles ajenas. El nombre que la bestia le había arrebatado.
  • Zorro… - susurró, la voz quebrándose, los ojos inundados en lagrimas - así me llamaban los míos.
Yara levantó la mirada hacia Grace. Sabía exactamente qué estaba a punto de preguntar. Bishnu, apoyado en el marco de la puerta, también lo sabía: su sonrisa vieja y sabia lo delataba. Las dos amigas se miraron… y sonrieron. La yoruba, aún sosteniendo al brujo debilitado, con la botella atada a su cintura, donde la oscuridad golpeteaba desde dentro como un corazón maldito, asintió apenas.

En aquel camarote, entre sangre, humo y lágrimas, había ocurrido algo que pocas veces ocurre en el mundo: un alma rota había encontrado un lugar donde renacer; un monstruo había sido devuelto a la humanidad; y una tripulación había sido testigo de un milagro tejido con manos mortales.

Grace dio un paso adelante. El fuego en sus ojos no era de odio ni de amenaza.
Era destino.
  • Y dime, Zorro… - sonrió, inclinando apenas la cabeza - ¿Temes a la muerte?
Continuará…
 
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Capítulo 76 - Puerto Esmeraldas: La extraña petición de un anciano
  • Un compañero - sonrió Bishnu - puede encontrarse en cualquier taberna… basta con invitarlo a un trago y llevar contigo una buena historia. El alcohol y la magia de la noche se encargarán del resto.
MacFarlane dio un giro brusco al timón. Los dientes apretados, la camisa bañada en sudor.
Los cañonazos rompieron el aire y cayeron a pocos metros del casco del Red Viper, arrancando astillas, levantando agua salada y desatando una tormenta de gritos de guerra. La voz de Grace estalló cerca, azotando como un trueno, ordenando que respondieran con más fuego.
  • Un amigo, en cambio… un amigo tarda más en llegar. Se necesita tiempo y paciencia: saber escuchar cuando el silencio pesa demasiado, aconsejar sólo cuando se pide, sostener en los tiempos difíciles y reír a pleno pulmón en los buenos momentos.
Cientos de mosquetes escupieron fuego al instante. Las balas silbaron entre la tripulación como enjambres de hierro ardiente. El escocés, con los ojos hinchados en sangre, giró la mirada hacia estribor. Un galeón español se cernía sobre ellos, largo como un día sin pan. La insignia de la Casa Meneses y Alarcón ondeaba al viento. Un marido ultrajado regresaba para reclamar lo que creía suyo. Lo que creía que le habían sustraído.
  • Pero un hermano… eso es otra cosa. Un hermano es, por desgracia, un tesoro oculto, difícil de encontrar. No hablo de hijos de una misma madre, ni de sangre ni de linaje. Hablo de los hermanos verdaderos, los que se cruzan en tu camino, a veces, sin ser buscados, los que una vez llegan no se marchan jamás, pase lo que pase, sin importar el peligro ni la oscuridad que se alce ante vosotros. Muchos pasan una vida entera buscándolos, y muchos mueren sin haberlos encontrado. Pero si el destino te sonríe, muchacho; si es generoso contigo y decide que uno de ellos aparezca en tu vida… no lo dejes escapar jamás. Lucha a su lado, entrégale tu vida sin dudar, porque no existe nada más puro ni más fuerte que ese lazo.
  • ¡Maldita sea, viejo saco de huesos! - bramó MacFarlane, fuera de sí - ¡¿Quieres callarte de una vez?! ¡No es momento para sermones!
El anciano levantó la cabeza, con la sonrisa perenne, la mirada aún perdida en algún lugar agradable y la mente perjudicada por el alcohol. Observó a su alrededor y, como quien despierta de una siesta sin recordar en qué mundo vive, parpadeó lento… sólo entonces cayó en la cuenta de que estaban, literalmente, en mitad de una batalla naval.

El día era hermoso, insultantemente hermoso para la clase de infierno que estaba a punto de desatarse. El sol brillaba en lo alto, sin una nube que lo cubriera, haciendo que el océano pareciera una plancha de plata viva, ondulante, resplandeciente. Un día perfecto… salvo por el olor a pólvora, a sangre y a muerte que ya saturaba el aire.

El Red Viper cortaba el mar con la furia de un animal acorralado, sus velas tensas como los músculos de un guerrero antes del choque. A babor, el Español Errante avanzaba majestuoso, con su casco oscuro marcado por antiguas cicatrices de guerra y el brillo siniestro de los cañones asomando como dientes de hierro. Detrás, emergiendo como un monstruo nacido de los abismos, el Madra Ifrinn rugía con cada ola, su tripulación mezclando aullidos, insultos y carcajadas enloquecidas como si el infierno mismo los hubiese bendecido.

Frente a ellos, extendiéndose en una línea de muerte, se alzaba la flota de Don Rodrigo de Meneses. Fragatas orgullosas, bergantines ágiles y un imponente galeón capitaneando la formación con sus velas blancas ondeando como estandartes de un reino que creía tener el derecho de imponer orden sobre la libertad del mar. Los pendones de la Casa Meneses y Alarcón ardían al viento como si presagiaran algo oscuro.

El choque fue inmediato. Los primeros cañonazos retumbaron como truenos en un cielo despejado, un contraste brutal que hizo temblar el pecho de todos los hombres allí presentes. El estruendo recorrió el océano como un latigazo divino. Las bolas de hierro surcaron el aire, silbando como demonios liberados, y el impacto hizo volar tablones, jarcias y cuerpos por igual.

El agua, que momentos antes era azul y cristalina, comenzó a teñirse de un rojo espeso, un rojo que ya conocía demasiado bien las historias que los hombres escriben con su propia sangre. Los marineros corrían por las cubiertas resbalando en la mezcla de agua salada y sudor. El sol los iluminaba cruelmente, sin compasión, como un testigo inmóvil que contemplaba cómo la humanidad se rasgaba a sí misma en pedazos. La pólvora ardía en las manos, la madera se quejaba, las velas se desgarraban con el ruido de un animal agonizante.

El Red Viper respondió con una descarga que sacudió incluso al propio mar. El Español Errante, con la precisión de un duelista, apuntó a la nave insignia de Don Rodrigo, partiendo uno de sus mástiles como si fuese una rama seca. Y el Madra Ifrinn, riendo como un loco, embistió por la popa a una fragata española, clavándole sus garfios como colmillos.

Los hombres gritaban, maldecían, rezaban. Algunos caían al agua solo para ser engullidos por una marea carmesí. Otros seguían luchando aunque estuvieran heridos, con la rabia de quienes saben que el mar no perdona ni a cobardes ni a valientes.

Era un día hermoso, sí.
Un día de sol radiante.
Un día donde la sangre volvió a teñir el océano… una vez más.
  • Todo esto es culpa mía… - sollozó Isabella, los puños cerrados con tanta fuerza que los nudillos se volvieron blancos, la mirada clavada en el galeón comandado por su marido.
Drake, a su lado, no supo qué responder. Se movía con rapidez, alimentando el cañón de cubierta para que siguiera escupiendo fuego y muerte, pero aun así alcanzó a escuchar cada palabra rota que ella dejaba escapar.
  • No tendría que haberme ido… - continuó - Sabía que esto iba a pasar. Lo sabía, maldita sea… Os he traído la muerte…
A su alrededor, el mundo parecía resquebrajarse. La libertad mostraba ahora su otra cara: la del precio, la del sacrificio inevitable. Le recordaba que nada era sencillo para quien decidía seguir su propia voluntad. Que quien se atreve a caminar por ese sendero debía ganarse cada palmo a base de esfuerzo y sangre. Así era la libertad: una bendición, un canto a la vida… y al mismo tiempo, cruel, dura y despiadada. Solo los más recios, solo los más tercos, podían sostenerla entre las manos sin quebrarse.

De pronto, una mano se posó sobre su hombro, firme como una promesa. Isabella se giró de inmediato, sobresaltada, y vio el rostro del hombre que le había dado la oportunidad de convertirse en la mujer que siempre había querido ser.
  • Ama como si fuera tu último día en la tierra, Isabella - sonrió Drake - bebe como si el ron no se acabara jamás, lucha como si no existiera otra forma de vivir… pues el mundo está lleno de cobardes que jamás osaron ponerse en pie. Pero los que hoy muramos sobre este mar teñido de sangre, lo haremos con el orgullo de quienes nunca fueron sometidos.
Vihaan escuchó aquellas palabras. Alzó la cabeza, el trapo que cubría su ojo muerto ondeando al viento, obstinado como él. La criatura nacida de sus entrañas pegada a su pecho, rugiendo con la fuerza salvaje de un indómito león. Miró a Drake con un orgullo que ardía en su interior: había encontrado un hermano en el camino, y sabía que estaría allí, firme y resistente, hasta que la muerte reclamara lo que era suyo.
  • ¡Habláis como un auténtico poeta, amigo! - gritó lleno de furia, desenvainando su Flor de Lis - Pero ahora ha llegado el momento de sangrar. Decidme… ¿sangraréis a mi lado?
Drake desenvainó su arma, los cuervos revoloteando sobre su cabeza, impacientes por entrar en combate. Isabella los observó a ambos, el corazón encogiéndosele en el pecho, la culpa disipándose poco a poco. Una nueva furia, vieja como la sangre, naciendo en lo más hondo de su ser.
  • Sin dudarlo, hermano - bramó Drake - En el día más soleado y en la noche más oscura, en tierra firme o en mitad de la tormenta. Sangraré, lucharé… y puede que muera, pero si lo hago… si así debe escribirse mi final, será a tu lado. A tu lado… y al lado de aquellos a quienes considero mis hermanos.
El casco del Red Viper chocó contra el del galeón. Madera contra madera, acero contra acero, fuego contra fuego. Y antes de que ningún hombre pudiera saltar hacia el enemigo, el grito de una capitana retumbó más fuerte que cualquier cañonazo.
  • ¡Luchaaaaaad, malditooooos! - rugió Grace, lanzándose al galeón con la furia del mar ardiéndole en las entrañas - ¡Luchad hasta la muerteeeee!
Isabella se quedó paralizada al verla abalanzarse sola contra una multitud de hombres. Era insensata, estaba loca, era una suicida. Pero entonces, lo vio con sus propios ojos, lo sintió en lo más hondo de su corazón. La capitana no luchaba sola, nunca lo haría. Tras ella saltaron sus hermanos, siguiéndola con la misma furia desatada. Yara, con sus pistolas en alto como dos talismanes bendecidos, repartía muerte como si fuera la portadora del juicio final; Bhagirath e Yrsa, avanzaban como un matrimonio forjado en furia y templanza. Hombres y mujeres, uno tras otro, siguiendo con vehemencia el rugido de su capitana. No luchaban por sobrevivir, no se resistían a morir: se lanzaron a la muerte rogando que llegara el momento.

No había miedo, solo determinación; un salvajismo nacido del amor, una fe ciega que cualquier obispo habría llamado paganismo. Aibori chillaba, arrebatando vidas como un infierno vivo, a su lado Cortés la protegía, rápido y eficaz. Las gemelas danzando como bailarinas hermosas, seduciendo a los soldados con la promesa de la muerte. Ren, cerca de ellas, intentaba seguirles el ritmo, inexperto, temeroso, pero sin quedarse atrás. Todos estaban allí, como si supieran de algún modo, que solo así podía ser. Combatían empujados por una fuerza invisible pero tan presente, que era imposible negarlo. Eran el eco de un incendio: la llama que avanza sin remedio, arrasándolo todo a su paso. Furiosos, desatados, maldiciendo y escupiendo. Un impulso vital tan poderoso que hacía temblar, incluso, al más poderoso de los enemigos.

A la veneciana se le encogió el pecho al ver como Vihaan se unió a ellos, llevando consigo a su hijo recién nacido; como si en lo más profundo de su alma supiera que no existía lugar más seguro que aquel, cerca de los suyos, en el corazón mismo del infierno.

De repente, Drake tomó a Isabella por la cintura y la giró hacia él. Sus ojos se encontraron en mitad del fin del mundo: gritos, sangre, muerte y acero. Pero incluso entonces, incluso allí, el amor fue más fuerte. Brotó salvaje, impetuoso, furioso y eterno. Sin decir una sola palabra, ella se arrojó sobre sus labios. Se besaron con la misma violencia con la que sus hermanos combatían. Una pasión animal se desencadenó entre ellos, tan viva y voraz como la sangre que brotaba de sus enemigos.
  • ¡Viejo, tu te quedas al mando! - gritó MacFarlane soltando el timón.
Bishnu se acercó rápidamente pasa sujetarlo, manteniéndolo pegado al galeón enemigo. Sabía que el escocés no podía rehuir una pelea. La batalla lo llamaba como el horizonte llama a un marinero. Lo observó como avanzaba, preparándose para unirse a los valientes que una vez más desafiaban a la tiranía.

Se arrancó la camisa con brutalidad, desenfundó a sus dos mujeres del cinto, besándolas con amor. La música de las gaitas surgió de la nada, como por arte de magia. Parecía que fueran tocadas por ángeles celestiales, que desde el cielo reconocían su valía. Y al hacerlo el escocés entró en un trance extraño. La patria de su tierra salvaje hervía en su sangre, el linaje de sus ancestros inundándolo de un poder místico y sagrado. Avanzó hasta los dos locos amantes, fundidos en un beso eterno.
  • ¡Señorita! - gritó a Isabella, con una risa enloquecida - !Llegó el momento de desvirgarse!
Isabella, aún agarrada al cuello de Drake, lo miró confundida. El escocés puso un pie sobre la borda y le tendió la mano, como un noble pide baile a una bella dama. Ella le devolvió la sonrisa y la tomó con gusto. Cruzando a la cubierta enemiga.
  • ¡Supongo que llegó la hora de bailar! - rió Drake saltando tras ella.
  • ¡Así es, Cuervo! ¡Un último baile con la muerte!
En lo más alto de su navío, Don Rodrigo de Meneses observaba la escena con furia contenida. La cubierta de su inmenso galeón llena de sangre y gritos, la muerte desatándose como el corriente de un rio irrefrenable. La ira grabada en su rostro. Allí arriba, en el puesto de mando, donde se creía intocable, donde nadie podía alcanzarlo, donde los ricos y poderosos se esconden mientras cientos de hombres libran sus batallas y mueren bajo sus ordenes, deseó acabar con cada uno de esos malditos y traicioneros piratas. Pero antes de que pudiera gritar ni una orden más, algo le cortó la voz.

Isabella acababa de aterrizar ante él.
Pero no era, ni por asomo, la delicada dama que él recordaba.
No era la pobre mujer que creía venir a rescatar, no quedaba rastro alguno de sus joyas relucientes, ni de sus preciosos vestidos de seda, ni de su peinado delicadamente perfecto.

La auténtica belleza de la veneciana, se mostró por fin. Después de años de cadenas se liberó de la máscara que la mantenía cautiva. Isabella renació en aquella cubierta, entre disparos, apuñaladas y maldiciones. La melena desatada, los puños apretados, el filo de la espada ardiendo con un solo propósito, el rostro cubierto de sangre, rugiendo como una bestia salvaje. Libre y hermosa, al fin.

Fue solo un instante, un parpadeo en la eternidad. Pero aquel hombre, que creía que todo le pertenecía, aprendió que hay algo que jamás podría poseer: el espíritu indomable de un alma que había encontrado, por fin, su verdadero hogar en el mar.

Sus miradas se encontraron de repente, en mitad de la refriega. Y en aquel silencio, en aquella distancia, se lo dijeron todo. Aquellos que habían compartido cama durante tanto tiempo, aquellos que habían recibido a tantos invitados y festejado tantas noches como un matrimonio feliz; no podían estar más lejos el uno del otro. No es que fueran distintos, en realidad, eran polos opuestos. Él apartado, protegido por su poder, dejando que otros muriesen por su descomunal ego. Ella en medio del caos, protegida por el amor, combatiendo a sus propios demonios al lado de los suyos.

Don Rodrigo sintió furia, rabia, dolor.
Doña Isabella no sintió nada, pues había muerto.
Tan solo quedaba Isabella, nada más. Y se sentía llena por dentro.
Completa, libre y amada.

Y mientras el infierno se desataba, mientras las víboras sangraban al lado de errantes y cachorros, un anciano con más huesos que carne sostenía a duras penas el timón del Red Viper. Su sonrisa ebria, amplia y sincera, no era fruto del ron, sino de los pensamientos que navegaban dentro de su cabeza marchita. Porque en mitad del caos, entre el rugido de los cañones y el llanto del acero, él recordaba una verdad tan vieja como el mundo: que la hermandad no se forja en los brindis, ni en los banquetes, ni en las noches tranquilas… sino en el filo de la tormenta.
En la muerte compartida. En el miedo que las almas cargan juntas. En la calma que sobreviene después de sobrevivir a lo imposible.

Recordaba que un hermano no es aquel que comparte tu sangre, sino aquel que comparte tu destino. Aquel que te sostiene cuando caes, que sangra contigo cuando la marea se vuelve en contra, que lucha a tu lado aunque el cielo esté cayéndose a pedazos. El anciano apretó el timón con las manos temblorosas, guiando el barco entre llamas y metralla.
  • Me siento orgulloso de vosotros, mis muchachos… - murmuró para sí, casi enternecido - Ojalá todos los hombres del mundo pudieran tener un hermano como los que navegan hoy conmigo.
Y mientras el mar se pintaba de rojo carmín, él siguió sonriendo, testigo de la única fuerza capaz de desafiar a la muerte: la hermandad que convierte a los valientes en leyenda. Lo hizo durante la batalla, y después cuando surgió un vencedor. Lo seguiría haciendo hasta que todo terminase, pues no es más feliz el que más posee, si no el que más ama.

Meneses calló derrotado cerca de las costas de Lima. Y aunque aquel instante podría haber significado su final, la compasión o quizás algo mucho más profundo de la mujer que una vez llamó esposa lo salvó del frío destino al que todos, tarde o temprano, debemos enfrentarnos.
Isabella, ahora, lo observaba desde arriba. Él arrodillado, alineado junto a los que habían intentado doblegarla. En su mirada no había desprecio, ni siquiera compasión. Solo una tristeza silenciosa, la lástima que se siente por quien, pese a vivir rodeado de tesoros, ha llevado una vida miserable.
  • ¿Estás segura? - preguntó Grace, el filo de su espada rozando el corazón de Don Rodrigo.
  • Sí - respondió Isabella sin un pestañeo - Que recuerde este instante hasta el fin de sus días. Que cargue con la deshonra de haber sido vencido y tenga tiempo suficiente para reflexionar sobre sus actos.
Lo comprendía al fin: la muerte, aunque definitiva, no siempre era el mayor castigo. A veces era una liberación. Para un hombre que había vivido su existencia de manera tan equivocada, la muerte sería un regalo inmerecido. Pero vivir… vivir significaba llevar consigo el peso de todos sus pecados. Y eso, a ojos de Isabella, era exactamente lo que merecía.

La bandera blanca ondeó en el mástil del galeón. Poco a poco, la guerra naval se disolvió como un mal sueño: los cañonazos enmudecieron, los gritos cesaron, el mar antes furioso quedó suspendido en un silencio extraño, casi sagrado. No habían necesitado destruir cada barco ni matar a cada uno de los hombres de Meneses. Por eso habían asaltado directamente al galeón, pues muerto el perro, muerta la rabia.

Aunque, irónicamente, otro perro caminaba aquel día sobre la cubierta, uno al que ni siquiera la muerte podría arrebatarle la rabia que le ardía en las entrañas. Cojitranco, tambaleante, con la mirada incendiada, Seamus O’Driscoll paseaba frente a la fila de vencidos. Los observaba uno a uno con un desprecio tan afilado como un cuchillo recién templado; altivo, insolente, disfrutando de su victoria y de la humillación ajena.

Se detuvo ante Don Rodrigo, que permanecía de rodillas, la cabeza gacha, la respiración agitada, los puños tan tensos que parecían a punto de resquebrajarse. El Perro lo contempló en silencio unos segundos, como si pudiera leer no solo la rabia contenida en sus músculos, sino también cada pensamiento envenenado que cruzaba por su mente vengativa.
Y el aire, cargado de pólvora, sal y orgullo roto, pareció detenerse.
  • No quiero interponerme en asuntos conyugales - dijo, esbozando una sonrisa amarga - Pero dejarlo vivo es cometer un grave error.
Con desprecio, le propinó una patada en el muslo y escupió a un palmo de él.
  • Su ira es más grande que su enorme barriga - rió - Y un hombre empujado por la venganza es peligroso. Incluso este gordinflón arrogante, incapaz de luchar sus propias batallas.
De repente, Don Rodrigo se irguió de un salto, violento, con el pulso desbocado. Se encaró al capitán del Madra Ifrinn. Sus ojos ardían con un fuego oscuro, un hambre que solo deseaba derramar sangre. Pero el Perro no retrocedió ni un ápice. No se inmutó, no se dejó impresionar por aquella embestida de furia. No había señor ni demonio capaz de asustarlo. Pues nada teme quien se ha forjado en el mar.

Ambos se miraron muy de cerca, peligrosamente cerca, como si midieran sus almas en un pulso silencioso.
  • Si mi opinión sirve de algo - dijo el Perro sin apartar la mirada de Meneses - yo lo ataría de pies y manos y lo lanzaría a los tiburones. Un cerdo muerto es un problema menos en el mar.
  • ¡Será mejor que lo hagas, bastardo! - escupió Meneses - ¡No pienso descansar hasta daros caza y mataros a todos!
  • Ya veo… - sonrió O’Driscoll - Y decidme, señor de Porto Belo… ¿lo haréis con vuestras propias manos, o mandaréis a uno de vuestros mocosos a hacerlo por vos?
  • ¡Dadme una espada, aquí y ahora! ¡Y batámonos en duelo!
  • ¿Acaso… me desafiáis?
  • Así es, sucio pirata…
Grace bajó el arma, una sonrisa iluminándole el rostro. Aunque Isabella tuviera sus propios motivos para no matar al que un día fue su esposo, ella no podía dejar escapar la ocasión de ver a Seamus batirse en duelo. La sola idea del Perro blandiendo una espada en combate singular, era demasiado tentadora como para ignorarla.

Pero antes de que la sangre corriera, Isabella se interpuso. Con una mano suave pero firme separó a los contendientes. Se colocó frente a Don Rodrigo y lo miró de tú a tú. Sintió que era la primera vez en su vida que podía hablar con libertad, sin acatar protocolos, sin fingir ser algo que no era. Meneses sostuvo la mirada, y su gesto agresivo se desmoronó lentamente al contemplar el rostro hermoso de la mujer a la que amaba con toda su alma.
  • Vuelve, Isabella… - musitó él, quebrándose por dentro - Vuelve a casa y empecemos de nuevo. Haré lo que me pidas, lo juro. Cambiaré por ti, me esforzaré.
Pero ella no mostró compasión. Ya era demasiado tarde. El sudor le empapaba la piel, mezclado con el sabor metálico de la sangre derramada. Sentía el calor de sus hermanos a su alrededor, la presencia firme de la capitana a su lado, sosteniéndola en aquel último adiós.
  • Ese es tu mayor error, Rodrigo - dijo Isabella sin pestañear - No entiendes lo que significa el amor. Estarías dispuesto a cambiar, a obedecer, a esforzarte por mí… y eso no es amor.
Grace, a su lado, la observaba en silencio, la cabeza erguida y el orgullo latiéndole en las venas. Aún recordaba aquella noche en la playa de Porto Belo, cuando ella se desnudó por completo ante ellos, de cuerpo y alma.
  • ¿Qué vida esperas encontrar con estos salvajes pendencieros? - preguntó Meneses, incrédulo - Tú no estás hecha para el mar, no estás hecha para vivir entre ladrones y piratas.
  • Te equivocas… otra vez - respondió ella con firmeza - Son más que piratas, mucho más que ladrones y pendencieros. Son mi familia… son mi hogar.
  • ¿Familia? ¿Hogar? - preguntó con incredulidad - ¡Por el santo padre, qué sandeces dices! Tu familia está conmigo, tu hogar en Porto Belo. ¡Abandona esta farsa y vuelve a casa! ¡Te lo ordeno!
Isabella dio dos pasos atrás, y en ese mismo gesto, Meneses sintió que se abría un abismo entre ellos. La vio alejarse lentamente, buscando el calor de los suyos, arropándose en aquella hermandad imposible. Y entonces, entre esos piratas endurecidos por la sangre y el mar, reconoció un rostro que encendió toda su rabia: el del supuesto lord mercante que le había arrebatado su tesoro más valioso.
  • ¡Sucia rata! - gritó Don Rodrigo - ¡Todo esto es culpa tuya! ¡Maldita sea, Isabella, recapacita por lo que más quieras! ¡Solo te espera dolor y muerte junto a él!
  • Puede… - respondió ella, tomando la mano del Cuervo - Pero recorreré ese camino de todos modos, y lo haré junto a él. Porque él jamás cambiaría por mí, Rodrigo. No haría lo que yo le pidiera con tal de contentarme, no se esforzaría por amarme… sencillamente se limita a ser él mismo. Y eso es amor auténtico. Quizá no esté hecha para el mar ni para vivir entre batallas y tormentas, pero aprenderé. Porque así es como quiero vivir: sin fingir, sin aparentar lo que no siento de corazón. Y si el horizonte me guarda dolor y muerte, lo acepto feliz… porque moriré siendo libre.
Sin más, se perdió entre los suyos. Sin un adiós. Sin un beso.
Meneses dejó de luchar. Se quedó sin palabras, sin rabia, sin nada. Solo un vacío que jamás había conocido, un agujero inmenso que no podrían llenar ni la riqueza, ni los banquetes, ni el poder. Isabella dio la espalda a todo lo que representaba su antiguo mundo… y se sintió ligera, como quien rompe por fin la cadena que lo asfixiaba.

No supo si el Perro llegó a batirse en duelo con él, ni si Grace acabó degollándolo con el filo de su espada o si fue lanzado, atado de pies y manos, a los tiburones. Le daba igual. No le importaba en absoluto. Solo alzó la vista hacia el horizonte, lejano y hermoso. Respiró hondo, llenando sus pulmones del viento salado, sin volver a mirar jamás atrás.

Quien rompe con su pasado lo hace como quien salta desde un acantilado hacia un mar desconocido: sin alas, sin certezas, solo con el peso o la liviandad de su propia alma. Es un salto de fe, un riesgo que se toma con las rodillas temblando y el pulso acelerado. Nunca se debe mirar al abismo, pues no está permitido dudar. La vista se debe mantener en el horizonte, fija y firme, como quien contempla una promesa. Y luego… saltar.

Isabella sintió en su pecho ese vértigo dulce, ese desgarro necesario. Porque hay quienes viven aferrados a la tierra firme, a los muros cómodos y a las mansiones que protegen del viento… y hay quienes comprenden que nada que esté hecho para durar puede nacer entre cadenas.
El pasado era un puerto cerrado, lleno de mármoles, de rituales, de obediencias. Todo construido para impedir que algo dentro de ella respirara. El horizonte, en cambio, era un filo abierto: duro, hostil, inmenso… pero verdadero.

El trabajo constante, las manos heridas por los cabos y los labios agrietados por la sal, eran el precio de una vida sin amo. Y las comodidades que había dejado atrás: almohadas suaves, banquetes interminables, el suave abrazo de la seda, no eran más que barrotes de oro.
Carencias y riquezas… ¿qué significaban ya aquellas palabras? Las carencias del mar eran sinceras; las riquezas de la tierra, una cómoda mentira.

En la intemperie de la cubierta encontró lo que nunca halló entre techos altos: sentido.
En la furia del océano, lo que nunca sintió en la calma artificial de sus salones: verdad.
Allí donde otros veían peligro, ella veía libertad. Donde otros temían hundirse, ella veía la posibilidad de volar.

Porque la vida dura no es una condena cuando se elige. Cuando se abraza. Cuando se convierte en hogar. Y mientras el viejo mundo quedaba atrás, Isabella se aferró al presente. Un presente azotado por las tormentas y los cañones enemigos, mañanas de trabajo duro en cubierta y noches llenas de peligro, frio que hacía temblar y calor que provocaba desmayos, sudor y cansancio a todas horas, el enemigo acechando en cualquier esquina… Se aferró al presente, al Red Viper, ese madero en mitad del vendaval que desafiaba a la muerte a cada milla náutica que avanzaba… Era una vida dura, sí. Pero era suya. Y eso le bastaba.

Lo demás, el futuro, ese misterio indómito, sería solo cuestión de seguir avanzando, ola tras ola, hasta que el destino decidiera mostrar sus cartas.

Ahora, antes de lanzarse al Gran Azul, antes de enfrentarse a ese Pacífico que de pacífico solo tenía el nombre, necesitaban un último respiro. Una escala breve para llenar bodegas, reparar maderas, permitir que los cuerpos agotados sintieran suelo firme por unas horas, antes de perderlo durante meses. Y así, con esa idea en la mente, eligieron Esmeraldas, en la costa del actual Ecuador: un puerto joven aún, mestizo y áspero, expandiéndose a golpe de comercio y sudor; lo bastante pequeño para pasar desapercibidos y lo bastante resguardado para no atraer miradas indeseadas.

La corona tenía presencia allí, sí, pero dispersa, corruptible, más ocupada en defender las rutas principales que en vigilar los rincones olvidados del trópico. Un lugar donde un navío pirata podía fondear sin demasiadas preguntas… siempre que tuviera prisa por marcharse. Un puerto a medio camino entre el orden y el salvajismo. Entre el mundo que Isabella dejó atrás… y el mundo al que ahora pertenecía. Un último suspiro antes del gran salto hacia el oeste, hacia el océano interminable que la aguardaba como el destino mismo.

Esmeraldas se reveló ante ellos como una herida verde abierta sobre la costa, una franja donde la selva descendía en catarata de hojas hasta besar un mar cálido y turquesa. Las montañas, cubiertas de una espesura feroz, se alzaban como titanes dormidos detrás del puerto. El aire olía a sal, a mango maduro y a madera húmeda; todo impregnado de esa humedad tropical que parecía pegarse a la piel como un tatuaje invisible.

Bajo el sol ecuatorial, la luz caía a plomo, encendiendo destellos de oro en el agua y arrancando brillos azules a los lomos de los pelícanos que sobrevolaban las playas. El puerto era un laberinto improvisado: muelles de madera oscura, cuerdas colgando como serpientes quietas, techos de palma, redes extendidas para secar el pescado. Pequeñas embarcaciones indígenas, barcas negras como carbón, se mezclaban con galeones mercantes españoles y cargueros mestizos que habían hecho del trópico su patria indiscutible. Todo vibraba con un desorden vivo, con un ritmo que solo aquel lugar parecía comprender.

Cuando el Red Viper, el Español Errante y el Madra Ifrinn entraron en la rada, lo hicieron con la discreción de las fieras que saben dónde beber sin ser cazadas. No arriaron más velas de las necesarias, no hicieron sonar campanas ni gritaron órdenes. Se deslizaron entre los barcos como sombras que conocían las reglas del silencio. Las tripulaciones desembarcaron mezclándose con el bullicio del mercado local. Los aguadores gritaban precios, los mercaderes ofrecían especias, cacao, cueros, herramientas forjadas a fuego lento en las entrañas de la selva. Las mujeres de la zona caminaban erguidas, cargando cestas repletas de frutas imposibles: guanábanas enormes, papayas que olían a miel, piñas frescas que parecían recién arrancadas del paraíso.
El sonido de los tambores africanos se mezclaba con las voces en castellano, quechua y lenguas que Isabella jamás había escuchado. Era un crisol vivo, un mercado que palpitaba como un corazón tropical dispuesto a venderte cualquier cosa… si sabías negociar.

Los hombres de Diego compraban sacos de gallinaza para los cultivos en cubierta y barriles de agua dulce. Los de Grace cargaban pólvora, pescado seco y aceite de ballena. Los del Perro buscaban herramientas, hierro, repuestos, ron barato para calmar los demonios que cada uno llevaba dentro. Todo rápido, discreto, con miradas breves y pasos urgentes. Era una danza de contrabandistas, una coreografía sin música que ellos conocían de memoria: comprar, cargar, no llamar la atención… y desaparecer antes del atardecer. Y mientras esa marea humana avanzaba y retrocedía entre puestos, cajas y fardos, un anciano los observaba desde la cubierta del Red Viper.

Más hueso que carne, más arrugas que piel, más ron que sangre.
Su sonrisa era eterna, un arco trazado por años de mareas, tempestades y milagros salados.

Miraba Esmeralda como si ya la conociera. Como si la hubiera tocado antes, como si la hubiera visto nacer, como si la hubiera visto crecer salvaje y hermosa. La miraba como quien contempla a una hija que jamás quiso ser domada. Y mientras las bodegas se llenaban y los piratas se confundían entre la multitud coloreada del puerto, el anciano sostuvo su sonrisa, bebiéndose con los ojos aquel caos tropical. Porque sabía que, en cuanto las velas se hincharan de nuevo, Esmeraldas quedaría atrás… pero su recuerdo seguiría brillando como el verde de su nombre, incluso cuando el ancho Pacífico empezara a devorar el horizonte.

Un cuervo descendió desde el mástil con un vuelo elegante, casi silencioso, recortándose contra la luz tropical. Sus alas negras se abrieron en un abanico perfecto antes de plegarse con suavidad sobre la borda. Allí, a pocos palmos de Bishnu, la oscura ave graznó tres veces, inclinando la cabeza a un lado y luego al otro, como si analizara el mundo con ojos antiguos.
  • Veo que empiezas a recuperar tus poderes, Zorro - dijo Bishnu, y las arrugas de su rostro se juntaron en una sonrisa cálida que parecía haber sobrevivido guerras, tempestades y mil desdichas.
El cuervo giró sobre sí mismo, las plumas erizándose como si una brisa interior las agitara. Una luz tenue, rojiza, comenzó a brotar desde su pecho, expandiéndose por las alas. El aire tembló a su alrededor. Las patas del ave se estiraron, convirtiéndose en piernas humanas; el pico se abrió dejando paso a un grito ronco que se convirtió en voz; las plumas se disolvieron como ceniza arrastrada por el viento, revelando piel morena marcada por cicatrices. En un parpadeo, Ngürü estaba allí, apoyado con un brazo sobre la borda, jadeante, como quien acaba de regresar de un viaje exhausto a través de mundos invisibles.
  • Poco a poco, anciano - murmuró el brujo con una sonrisa fatigada - Aún no me siento fuerte del todo… el vacío sigue ahí.
  • Es normal que te sientas así - respondió Bishnu, acomodando el bastón bajo sus manos huesudas. Este cambiaba sin cesar, de sándalo a ébano, de caoba a madera de río - Llevabas muchos años compartiendo vida con ese espíritu. Y aunque alguien te haga daño, cuesta soltarlo. Cuesta decir adiós. Tal es la ironía del alma, ¿no crees?
Ngürü lo miró con sorpresa primero, luego con una sonrisa ancha y honesta.
  • ¿Siempre eres así? - preguntó, arqueando una ceja.
  • ¿Así cómo? - Bishnu ladeó la cabeza, inocente como un niño, sabio como un dios viejo.
  • Un pozo de sabiduría… - rió el brujo - Llevo poco tiempo con vosotros y aún no os conozco del todo… pero cada vez que hablo contigo… - negó con la cabeza, divertido - luego paso largo rato meditando tus palabras.
Bishnu asintió despacio. Sus dedos se cerraron con cariño alrededor del bastón metamórfico, que palpitaba con un leve fulgor, como si respirara junto a él. Y en el gesto del anciano, en su sonrisa tranquila, Ngürü comprendió que algunos hombres no necesitaban espada para ser leyenda. El anciano soltó una risita suave, casi tímida, mientras el bastón cambiaba a un tono más claro, como madera joven recién tallada.
  • No soy sabio, Zorro - dijo, sacudiendo la cabeza - La sabiduría es un farol que otros creen ver en tus manos… cuando en realidad tú avanzas a tientas, igual que todos. Si alguna vez digo algo que parece profundo, es solo porque he vivido demasiado… y porque olvidar es un lujo que los viejos no tenemos.
Ngürü rió con ganas.
  • Esas son palabras sabias, anciano. Y dime… si pudieras hacerlo, ¿que olvidarías?
La pregunta quedó suspendida en el aire. El anciano no respondió enseguida. Su mirada voló hacia el puerto, donde Diego De la Vega discutía con un vendedor de semillas y frutas tropicales. El sol arrancaba destellos cobrizos de su piel y enmarcaba su figura como si el mundo entero lo señalara, recordándole aquello que una vez fue suyo… y que nunca dejó de serlo. El corazón de Bishnu dio un vuelco suave, doloroso y dulce a la vez. Porque él lo recordaba. Recordaba otra vida, otra piel, otro nombre. Recordaba manos que eran su refugio, un pecho donde había dormido sin miedo, una risa que había sido su hogar. Recordaba amar a ese mismo hombre… en otra vida y en la actual, un amor tan puro que ni el tiempo ni la muerte habían podido borrarlo.

Habían renacido ambos, cada uno con otro cuerpo, con otro destino… y aun así, el hilo seguía ahí, invisible y resistente como hierro forjado por dioses antiguos. Ahora estaban juntos de nuevo. Podía hablar con él. Podía sentir sus manos en la intimidad silenciosa de la noche. Podía escuchar su respiración dormida y saber que el destino, por una vez, había sido generoso. Pero no era suficiente. No del todo. Porque Bishnu era alma y también era carne. Y aunque su corazón lo amaba más de lo que las palabras podían contener… su cuerpo anhelaba un amor que ya no tenía cabida. Un amor que no podía ser correspondido de la misma forma.

Suspiró, y el sonido pareció viejo, fatigado, cargado de vidas enteras.
  • Tengo que pedirte algo - murmuró Bishnu sin apartar la mirada de Diego - Aunque no creo que te guste…
Ngürü se giró hacia él, con la calma solemne de quien ha visto el mundo a través de tantos ojos como para sorprenderse.
  • Puedes pedirme lo que quieras, anciano. Os debo la vida y estaré en deuda con vosotros por siempre - contestó con amabilidad - Si está en mis manos, lo haré…
Entonces, Bishnu le contó su historia, y al hacerlo, abrió su alma por completo. Se lo contó todo, desde el inicio. Habló de sí mismo y de los dioses; de sus vidas pasadas y del destino que una y otra vez había debido cumplir. Habló del amor y de un dios encadenado en un cofre místico. Recordó el tiempo en que su nombre fue Elektra y de los cinco elementos. Le confesó el deseo que le ardía en el pecho, la eternidad que lo perseguía, y del hombre al que había amado en todas y cada una de sus vidas… le habló del cuerpo que anhelaba recuperar.

Y aunque cualquier otro hombre habría soltado una carcajada, mostrado incredulidad o pensado que aquella mente anciana ya había cedido ante la demencia, Ngürü permaneció en silencio. Un silencio solemne, casi reverencial. Pero su frente se frunció, pues aunque quería ayudar al anciano, no podía hacerlo.
  • No puedo convertirme en alguien que no he visto… Además - añadió sin dureza - sin ofender, no deseo encarnarme con ningún hombre, aunque ese hombre sea el apuesto capitán del Español Errante.
Bishnu soltó una carcajada abierta y negó con la cabeza.
  • No te pido eso, Zorro. Solo te pido que me enseñes.
  • ¿Enseñarte? - frunció el ceño Ngürü.
  • Así es…
  • Pero… eso no es posible, anciano. Yo no aprendí mis poderes de ningún maestro. No puedo enseñarte lo que nunca aprendí.
  • No te pido que me enseñes tus artes, sino que me enseñes a controlar al espíritu que te otorgó tus poderes.
Los ojos de Ngürü se abrieron como dos lunas. Por primera vez pensó que aquel viejo podía haberse vuelto completamente loco. ¿Liberar de nuevo a la sombra que lo había devorado? ¿Pretender domarla? Era absurdo. Era peligroso. Era suicida.
  • Yara aún no ha descubierto cómo deshacerse de él - continuó Bishnu - y sé que tú, aunque fuera solo por un instante… pudiste frenarlo.
  • ¿Frenarlo? - lo cortó el Zorro - No es cierto. Apenas pude contenerlo unos segundos. Lo siento, pero no puedo ayudarte. No quiero volver a sentir esa sombra. Me lo arrebató todo. Me obligó a hacer cosas detestables, cosas que me acompañarán hasta el último de mis días… No. No puedo.
Bishnu apoyó una mano sobre su hombro. Sonreía, tranquilo, casi luminoso. Y Ngürü entendió de inmediato, sin palabras, que aquel anciano no iba a detenerse. La decisión ya estaba tomada. Aunque él se negara, Bishnu seguiría adelante.
  • ¿Tanto lo amas? - murmuró Ngürü.
  • Más que a mi propia vida…
  • Ya veo… - el brujo desvió la mirada hacia el puerto, hacia Esmeraldas - Entiendo por qué lo haces, créeme. Yo también lo hice, tantas que no podría contar las veces que me convertí en mi madre para verla reflejada en el río. Pero… esa no era mi madre. Solo un eco de lo que ya no existe.
  • Pero yo sí existo - respondió Bishnu, con suavidad - Solo que no existo en el cuerpo correcto. No lo hago por mí, Zorro. No busco verme hermosa. Diego me ama aunque sea este saco de huesos, viejo y borracho. Pero… necesito más. Y aunque él no lo diga, sé que también lo necesita. Debo hacerlo. Cueste lo que cueste…
La conversación se deshizo entre ellos como el eco de una marea que se retira, dejando detrás un silencio cargado de pensamientos que ninguno se atrevió a pronunciar.

Ngürü sentía en la nuca el peso helado del recuerdo: aquel espíritu hambriento, oscuro como la noche sin hogueras, acechando siempre al borde de sus pensamientos. Era un miedo vivo, una espina clavada en el alma. Había logrado escapar de él por un milagro, por un instante de lucidez y suerte, y solo imaginar la posibilidad de volver a abrir esa puerta lo hacía temblar. Era como sentir de nuevo su aliento en la espalda, su sed en la piel, su furia reptando por la sombra que había sido suya durante tanto tiempo.

Y aun así… el anciano lo miraba con una determinación que él jamás habría podido reunir.
Porque Bishnu no buscaba poder. Ni belleza.

Buscaba hogar. Volver a ser Elektra. Volver a habitar el cuerpo que había perdido, la identidad que había quedado atrapada entre vidas, como un susurro que no encuentra garganta para pronunciarse. Y más allá de todo eso, buscaba amar de nuevo con plenitud. No solo con el alma, no solo con la ternura tranquila de la noche compartida, sino con el cuerpo entero, con el tacto, con la presencia que había sido suya siglos atrás.

Amaba tanto a Diego que estaba dispuesto a desafiar al espíritu más voraz, a romper las leyes del destino, a poner en riesgo su propia existencia. El amor de Bishnu, el amor de Elektra, de todas sus vidas unidas en un mismo punto, era una llama tan antigua y tan feroz que ni los dioses lograban apagarla.

Y así, mientras las gaviotas cruzaban el cielo como flechas blancas y el puerto rugía a lo lejos, Ngürü comprendió la verdad que lo estremeció: la petición de aquel anciano no nacía de la locura, sino de una fuerza contra la cual ni el tiempo, ni la muerte, ni los espíritus tenían poder.

La clase de amor por la que incluso un brujo poderoso temblaba.
La clase de amor que podía mover mundos.
O destruirlos.

Continuará…
 
Bonito capítulo en el que se demuestra que son una verdadera familia. Luchan juntos, sufren juntos y vencen juntos.
Y para culminar, el anciano quiere recuperar su cuerpo inicial de Elektra. A ver si se lo conceden.
 
Terreno muy peligroso el que quiere cruzar Bishnu. Puede ser un error con consecuencias devastadoras. Si Ngürü no pudo controlarlo durante años conviviendo con el dentro, como pretende dominarlo él? Me parece un paso suicida la vez que un gesto egoista. Espero que recapacite o le hagan recapacitar.
Por otro lado, parece que estamos en el barco del amor, como ya comenté, no hacen más que salir parejitas.
 
Terreno muy peligroso el que quiere cruzar Bishnu. Puede ser un error con consecuencias devastadoras. Si Ngürü no pudo controlarlo durante años conviviendo con el dentro, como pretende dominarlo él? Me parece un paso suicida la vez que un gesto egoista. Espero que recapacite o le hagan recapacitar.
Por otro lado, parece que estamos en el barco del amor, como ya comenté, no hacen más que salir parejitas.
Me siento muy ñoño estos días jaja. Creo que es el cambio de estación. :ROFLMAO: :ROFLMAO:
 
Capítulo 77 - El Gran Azul: Un océano repleto de leyendas

Hubo una disputa intelectual en la antigua Grecia que, incluso hoy, continúa latiendo en cada discusión sobre la naturaleza de la realidad. Dos hombres, coetáneos y de brillantez semejante, se alzaron entonces como voces opuestas de un mismo misterio. Uno era Parménides de Elea; el otro, Heráclito de Éfeso. Dos filósofos presocráticos que, ante un mismo mundo, veían universos distintos.

Parménides sostenía que la realidad es una y no cambia. Que el movimiento, el tiempo y la transformación no son más que sombras: ilusiones nacidas de la percepción humana. Según él, existe solo un Ser: eterno, inmóvil, indivisible; y cualquier cambio implicaría abrir la puerta al No Ser, a la nada, algo que, por definición, no puede existir. Para él, había dos caminos posibles: la vía de la verdad, que revela la unidad absoluta de la realidad, y la vía de la opinión, donde se agita el engaño de la multiplicidad. La diversidad que vemos, decía él, es solo un espejismo.

Heráclito, por el contrario, veía un mundo vivo, ardiente, en perpetuo fluir. Su célebre sentencia: “No puedes bañarte dos veces en el mismo río”, encapsula una idea feroz: todo cambia, todo se transforma, nada permanece. Para él, los opuestos no eran enemigos, sino motores esenciales de la existencia. La tensión, el conflicto, la lucha entre contrarios… ahí nacía el movimiento del cosmos.

Dos visiones enfrentadas. Dos mundos que parecían irreconciliables. Y, sin embargo, aunque muchos aún crean que son caminos divergentes destinados a no tocarse jamás, que son voces condenadas a chocar sin escucharse… no es así. Porque ambos, cada uno desde su extremo, intentaron descifrar una misma verdad: la del misterio que late bajo lo que vemos. La del ser humano intentando comprender el orden o el caos del universo.

Ren pensaba en aquellas ideas, mientras las plasmaba en su cuaderno. Levantó la cabeza y contempló el sol. Estaba en lo más alto del firmamento, irradiando una luz que lo abarcaba todo, eterno, inamovible. Luego miró a su alrededor, el mar lo cubría todo, siempre en movimiento, nunca igual. Era un día precioso, y no pudo evitar sonreír. Bajó la mirada a su cuaderno de nuevo y siguió escribiendo.

“Quizá Parménides y Heráclito nunca estuvieron tan enfrentados como creyeron. Decir que todo cambia y decir que nada cambia… ambas cosas resuenan en la madera viviente del Red Viper, en la sangre derramada sobre sus tablas, en los hombres y mujeres que viajan sobre él.

Porque, sí, todo cambia: las corrientes, las mareas, los mapas, los nombres que llevamos, los rostros que amamos, los puertos donde buscamos descanso. Nada en este mar es estable; cada amanecer nos encuentra distintos, aunque juremos ser los mismos. Heráclito habría sonreído: somos un río en movimiento, un barco que nunca navega dos veces sobre la misma agua.

Y, sin embargo… hay algo que no cambia jamás. Algo que permanece, incluso cuando el mundo se rompe y vuelve a recomponerse. Hay un fuego en el corazón de esta tripulación: fiero, indomable, que ni el tiempo ni el océano han conseguido apagar. El amor que se profesan, la hermandad nacida en sangre y pólvora, la voluntad de seguir adelante incluso cuando el horizonte parece una sentencia. Eso es Parménides respirando entre nosotros: la certeza de que hay algo eterno, algo que no se desvanece, algo que ni los vientos ni las guerras pueden destruir.

Quizá por eso el Red Viper avanza así, con esa mezcla de furia y calma. Porque en él conviven ambas verdades: somos cambio y somos permanencia; somos río y somos roca; somos viaje y somos hogar. Y mientras sigamos juntos, mientras el timón siga firme y el horizonte nos reciba sin promesas, ambas cosas seguirán siendo ciertas.

Todo cambia y nada cambia.
Y ese es, quizá, el verdadero secreto de nuestro viaje.”

Y mientras el cartógrafo con corazón de poeta, reflexionaba sobre ese espacio entre lo que cambia y lo que permanece, entre lo tangible y lo intangible, descubrió que ahí es donde habitaba la verdad del mundo. Que no hay polos opuestos, que todo puede coexistir al mismo tiempo.

Lo que podemos tocar con nuestras manos, lo que vemos con nuestros ojos, convive con lo que se susurra al viento, con los cuentos que cruzan mares y generaciones. Cada ola, cada isla, cada horizonte abierto esconde historias que desafían la razón: espíritus del mar, monstruos que engullen barcos, islas que desaparecen y reaparecen según la marea, tesoros que existen solo para aquellos lo suficientemente osados como para buscarlos.

El océano que les esperaba no era solo agua y sal; era un territorio donde lo real y la superstición se entrelazaban, donde la certeza de sus ojos convivía con el misterio que el horizonte les prometía. Más allá de la razón existía un mundo oculto, un mundo donde un anciano podía ser viento, donde una santera hablaba con el mar, donde un brujo Mapuche cambiaba de formas a voluntad. Un mundo de sirenas, de monstruos de piedra, de gigantes de hielo. Un mundo donde un Dios perezoso les mostró la verdad, donde las Amazonas vivían ocultas en el centro de la tierra, donde los Dioses jugaban con los mortales por simple diversión.

Y el Pacifico no iba a ser distinto. Ni mucho menos.

Muchos marineros hablaban de zonas donde, al caer la noche, el viento traía voces humanas desde mar abierto, como si hubiera gente debatiendo, riendo o cantando en la distancia. Se decía que eran los espíritus de los primeros navegantes, aquellos que se perdieron buscando nuevas islas. Si una tripulación seguía esas voces, no encontraba barcos ni tierra: solo bancos de coral afilado y corrientes que arrastraban al fondo. Los portugueses lo registraron como “o canto dos mortos do mar”.

En tiempos más antiguos, los habitantes de la Isla de Pascua, aseguraban que existían tiburones marcados por la ira de los dioses: sus aletas brillaban como brasas cuando nadaban bajo la luna. Según los rapanui, esos seres perseguían a los hombres que traían consigo “cosas robadas al océano”. Algunos españoles registraron haber visto “destellos rojizos” bajo sus carabelas por la noche. Nadie sabía si eran reales o no… pero cuando desaparecía un bote en la oscuridad, todos apuntaban al mismo culpable.

En el mar de Cébeles, en las Filipinas. Marineros españoles y tagalos hablaban de una mujer de agua que subía a bordo en forma de espuma. Aparecía cuando las corrientes cambiaban de manera brusca o cuando un barco entraba en aguas “mal mapeadas”. Quien la veía decía que tenía el rostro cubierto por el cabello, como algas. Si la Dama te tocaba, te mostraba un recuerdo que no era tuyo, una vida que podrías haber vivido. Después, el barco entraba inevitablemente en una tormenta. Algunos la consideraban protectora. Otros, presagio de ruina.

En la Micronesia, muchos navegantes juraban que había un conjunto de islas que subían y bajaban como si respiraran. En algunas mareas estaban allí; en otras no. Los micronesios lo explicaban diciendo que eran grandes criaturas dormidas, más antiguas que el mar. Los europeos que registraron esto describieron nubes bajas, nieblas y bancos de arena traicioneros… pero algunos aseguraban haber visto palmeras inclinarse sin que soplara el viento, como si algo bajo ellas exhalara. Un archipiélago que respiraba.

En Yotei, los ainu del norte hablaban de un espíritu del mar, un anciano gigantesco cubierto de conchas. Aparecía sobre las olas y golpeaba el agua con su bastón, provocando oleajes repentinos. Las tripulaciones japonesas lo llamaban Umibōzu: El anciano de las mareas, y lo temían más que a cualquier tempestad. Había registros de samuráis embarcados que ordenaban silencio absoluto al caer la noche “para no despertarlo”.

Indígenas de la costa de Ecuador y Perú describían una corriente cálida que siempre devolvía los restos de los barcos perdidos a una misma playa, como si el océano quisiera devolver a sus muertos. Cuando los españoles empezaron a cruzar por esa zona, algunos aseguraron que el mar “se tragaba” los navíos enteros sin tormenta previa, solo para devolverlos, días después, vacíos y perfectamente intactos, como cascarones abandonados. La corriente de los náufragos, la llamaban.

Según relatos hawaianos, un espíritu masculino cabalgaba sobre las ráfagas que precedían a los huracanes. A veces, en medio del silencio previo a la tormenta, se oía una risa joven y cruel, y los mástiles vibraban sin viento aparente. Algunos navegantes creían que si el Rey Bajo el Viento se interesaba por un barco, este podía sobrevivir a un huracán sin un solo rasguño… o partirse en dos sin explicación.

¿Cuántas de aquellas historias eran ciertas y cuántas solo ilusiones provocadas por la imaginación? ¿Eran reales o meras visiones nacidas de la fiebre del mar? Nadie podía contestar a ciencia cierta. Los que lo habían visto ponían la mano en el fuego, jurando que era verdad. Los que escuchaban, reían y levantaban la ceja, quizá por incredulidad, quizá por miedo.

Pero entre todas las leyendas que cubrían el Pacífico de misterio y superstición, había una que destacaba sobre las demás. Una historia que se contaba en las noches polinesas, transmitida de generación en generación, que ya no podía ser desmentida ni olvidada.

La Sombra de Tangaroa.

Los antiguos navegantes de las islas creían que Tangaroa, el dios de los mares, enviaba su sombra para advertir a los mortales. La sombra no tenía forma fija: a veces era un tiburón gigante, cuya aleta rompía la calma de las aguas; otras, una tortuga colosal, desplazándose bajo la quilla como si quisiera engullir el barco; y en ocasiones, era un vacío absoluto, un abismo negro que parecía tragarse la luz misma del océano.

Se decía que si la sombra permanecía junto a la embarcación más de tres amaneceres, la señal era clara y terrible: alguien a bordo debía morir para que el viaje continuase. Los polinesios la miraban con respeto y temor, realizando rituales y ofrendas para aplacar la ira de Tangaroa.

Cuando los españoles llegaron a aquellas aguas y escucharon los relatos de los isleños, bautizaron la leyenda con un nombre propio: el Eclipse del Mar. Para ellos, era un fenómeno temible, un presagio que manchaba de miedo incluso a los más valientes, y que se aseguraba de que la tripulación nunca olvidase el poder que el océano y sus antiguos dioses podían ejercer sobre la vida y la muerte.

Quienes habían presenciado la sombra juraban que su tamaño y presencia eran imposibles de ignorar: el agua parecía volverse densa, el cielo más gris, y cada ola que golpeaba la quilla parecía susurrar advertencias. Algunos contaban que incluso podían sentir la presión de aquel ser invisible, como si el dios mismo rondara sobre ellos, evaluando quién merecía vivir y quién no.

Y así, en medio del inmenso Pacífico, cada viaje se convertía en un delicado juego entre la valentía humana y la voluntad de los dioses, entre la certeza de lo tangible y el terror de lo invisible. Entre lo que mutaba constantemente y lo que permanecía siempre igual.
  • No sabía que conocieras tanto al respecto… - sonrió Yara mientras ahogaba en una olla un puñado de raíces oscuras que chisporroteaban al tocar el agua caliente.
  • Sí, el anciano… - Ngürü intentó recordar su nombre.
  • ¡Bishnu!
  • Eso es, Bishnu… - sonrió él, mientras seguía cortando hojas de eucalipto con una precisión casi ceremonial - Ayer me lo contó todo.
  • Acércame el aceite de romero, por favor.
El aire de la cocina era denso, saturado de aromas. El calor del fuego liberaba un vapor espeso que olía a tierra húmeda, a corteza fresca, a hojas quemadas y a ese perfume mentolado del eucalipto que abría los pulmones como una bocanada de invierno. Entre la mesa de la cocina temblaban pequeñas nubes de humo blanquecino, y cada burbuja que estallaba en la olla dejaba escapar un susurro balsámico.

El brebaje era para combatir la llamada fiebre del mar, una dolencia que recortaba la cordura y el cuerpo de los marineros durante las travesías largas. A algunos les entraba por la piel, a otros por los ojos: insomnio pegajoso, sudores helados, temblores sin causa, la sensación de que las olas respiraban demasiado cerca. Era el precio de vivir durante semanas en un mundo que jamás dejaba de moverse. Yara había visto a hombres fuertes caer de rodillas por culpa de ese mal, y jamás subestimaba su llegada.
  • ¿Es este? - preguntó Ngürü, levantando un frasco pequeño.
  • No, el que está justo detrás - respondió Yara sin apartar la vista de la olla.
El Zorro le entregó el frasco correcto y Yara vertió el aceite dorado sobre las raíces de jiba, que chisporrotearon liberando un aroma profundo, casi dulce.
  • Y cuando dices que te lo contó todo… - preguntó Yara sin mirarlo, pero con una ceja levantada - ¿Te refieres a todo?
  • Así es.
Ella dejó caer un manojo de hojas de albahaca dentro de la mezcla, el perfume abrió una nueva nota en el aire, más áspera, más punzante.
  • ¿Y no te pareció una locura? - preguntó mientras removía el contenido con una cuchara de madera - Los cinco elementos, los dioses, las almas elegidas para devolver el equilibrio al mundo, la eternidad…
  • Bueno, en realidad no tanto… - Ngürü siguió cortando hojas con dedos ágiles - Ya había escuchado esa historia. O al menos una parecida.
  • ¿Lo dices en serio?
  • Sí, claro. ¿Para qué iba a mentir?
Yara entrecerró los ojos, dejando escapar una sonrisa ladina.
  • No sé… ¿quizás porque eres un zorro? - respondió con tono burlón, dándole un suave empujón con el codo.
Ngürü bufó, fingiendo molestia, pero la sonrisa le traicionó.
  • En mi tribu también creemos en los dioses - comenzó con voz suave - Al fuego lo llamamos kütral, al agua ko, al viento kürüf, a la tierra mapu… - hizo una pausa, levantando el rostro como si escuchara un eco antiguo - Y, por supuesto, tenemos un quinto: Fütachaw, el Padre de Todo. Lo que vosotros llamáis éter.
  • Supongo que habrá una historia… ¿verdad?
  • Siempre la hay…
El brujo sonrió, pero era una sonrisa sin alegría; era la sonrisa de alguien que recuerda algo demasiado doloroso para caber en un cuerpo humano. Se acomodó junto a la mesa, apoyando los codos, como un anciano chaman contando cuentos a la tribu alrededor del fuego. Pero sin poder evitar pensar en ellos, a los que mató con sus propias manos, a los que devoró por culpa de aquel hambre que no conocía la saciedad.
  • En el principio no había luz ni tiempo - empezó - Solo Fütachaw, respirando en la oscuridad. No era un dios como los vuestros, no tenía forma, no tenía rostro. Era el pulso del todo… y de la nada. Y cuando decidió despertar, su primera exhalación creó el kürüf, el viento, que abrió caminos en la sombra. El viento llamó a su hermano - continuó Ngürü - Y del movimiento nació el kütral, el fuego, que encendió el primer amanecer. Ambos bailaron juntos, viento y llama, retorciéndose como serpientes celestes, hasta que la intensidad de su danza derritió la oscuridad y dio forma al ko, el agua. Y donde el agua chocó contra el fuego, el vapor cayó sobre el vacío y condensó en mapu, la tierra.
Yara lo escuchaba ensimismada, deteniendo por completo su tarea.
  • Dicen los Mapuche - prosiguió el brujo - que cuando los cuatro elementos se encontraron, Fütachaw vio que se necesitaban los unos a los otros. Que ninguno podía existir en soledad. Así que los unió dentro de un círculo sagrado, y de ese círculo surgió toda la vida. El bosque, los ríos, los animales… los hombres. Todo mezclado, todo hijo de la misma chispa.
Levantó un dedo, como si la historia pidiera un matiz esencial.
  • Pero también dicen que Fütachaw dejó una lección al crearlo todo, para los que vendrían después de él. Cuando un elemento se vuelve más fuerte que los otros, la vida se desequilibra. El fuego se vuelve destrucción. El agua, furia. El viento, caos. La tierra, prisión.
  • Y entonces, el padre se enfurece y desata su furia sobre todos… - sonrió Yara.
  • Fütachaw no interviene… nunca. Solo observa. Solo recuerda lo que fuimos cuando todo estaba en armonía. Por eso, cuando un espíritu nace demasiado unido a un elemento… - aquí su mirada se volvió pesada, casi oscura - puede convertirse en bendición o en maldición.
Meneó la cabeza suavemente, como quien sacude un pensamiento peligroso.
  • Y así como existen los hijos del fuego, del agua, del aire y el viento… también existen los nacidos cuando uno de esos elementos cae en la sombra. Es su forma de mantener el equilibrio. Donde hay luz debe haber oscuridad, esa es la ley que mueve el mundo y lo mantiene en orden.
La cocina quedó en silencio, envuelta en aromas de eucalipto y romero, mientras la brisa que entraba por la escotilla parecía escuchar la historia igual que Yara.
  • Es una buena historia - rió Yara - Llena de verdades, sin duda. Creo que a Bishnu le ha salido un digno competidor.
Se rieron un buen rato, primero despacio, luego con más fuerza, contagiándose como dos niños traviesos encerrados en la cocina de un navío que crujía sin descanso. Entre carcajadas, Yara siguió machacando raíces secas en un mortero de piedra volcánica, liberando un aroma amargo, mientras Ngürü trituraba hojas de kairi y las mezclaba con aceite de romero para espesar el brebaje. Cada ingrediente tenía su función: la jiba para bajar la fiebre, el eucalipto para abrir los pulmones, el romero para espantar los temblores, y un toque casi imperceptible de sal marina ritual que Yara añadía siempre sin dar explicaciones.

Las risas se mezclaban con el chasquido de las burbujas en la olla, con el tintinear de frascos y el olor profundo de la medicina natural que llenaba el aire como una bruma cálida. Pero de pronto, sin aviso, Ngürü dejó de reír. Su gesto se oscureció como si una sombra hubiera cruzado la estancia.
  • ¿Te ha hablado de lo que pretende hacer?
  • ¿Bishnu dices? - respondió abstraída mientras seguía removiendo la mezcla.
Ngürü asintió, esta vez sin apartar la mirada de ella.
  • La verdad es que habla demasiado, a todas horas… - Yara resopló con una sonrisa ladeada - Ya no sé si es por culpa del alcohol o si realmente disfruta escucharse a sí mismo.
  • A mí me gustan sus sermones… - rió el brujo, aunque la risa ya no llegaba a los ojos.
  • Ya, a mí también me gustaban. Pero cuando lleguemos a China y lleves meses enteros en alta mar, solo con el vaivén del barco y su voz embriagada, ya hablaremos de nuevo.
Ngürü apretó los labios.
  • Supongo que tienes razón… Pero… me refería a lo de usar el poder del demonio.
El cucharón de Yara se detuvo en seco. El líquido dejó de girar. El sonido mismo de la cocina pareció suspenderse. Ella lo miró fijamente, sin parpadear. Él la miró de arriba a abajo, la santera era un santuario viviente: su cuello cubierto de collares rituales, los dedos manchados de hierbas, el zurrón lleno de ungüentos sagrados elaborados con magia tan antigua como las mareas. La concha de Yemayá reposaba sobre su pecho, protegiéndola como un segundo corazón. Y en su cintura, la botella de ron donde la sombra del Weñefe respiraba todavía, palpitando en el vidrio con un humo oscuro que se retorcía como una serpiente dormida.
  • ¿Para qué demonios quiere el poder del Weñefe? - preguntó furiosa.
  • Creía que… - Ngürü bajó la cabeza - No debería haberte dicho nada… lo siento.
  • ¡No, no! - replicó ella, dando un paso adelante - ¡Ahora me lo cuentas! ¡Habla! ¡Vamos!
Su voz rebotó en madera y metal, tan cortante como un machete recién afilado. El brujo no tuvo más remedio que contarle la peligrosa petición del anciano, aunque lo hizo midiendo sus palabras, intentando que la santera no entrase en cólera. Pero, cuando hubo terminado, al contrario de lo que pensaba, ella sonrió. Sin decir nada, recogió las hojas de eucalipto y las tiró a la hoya.
  • ¿Y bien? ¿No vas a decir nada? - preguntó sorprendido Ngürü.
Yara no contestó de inmediato. Separó la hoya del fuego y la tapó, dejando que reposara la mezcla. Se limpió las manos con un trapo mientras apoyaba la cadera contra la mesa de la cocina.
  • ¿Hay alguna posibilidad de que funcione? Y en caso de haberla, ¿Cómo…
  • No estarás pensando - la interrumpió el brujo - en ayudarlo, ¿verdad?
  • Pues claro que lo voy a ayudar, Zorro. ¿Cómo podría negarme?
La cara de Ngürü era un poema, no podía dar crédito a lo que acababa de oír.
  • ¿Es que todos habéis perdido la cabeza? ¡Es una locura! No sois ni mínimamente conscientes del error que estáis cometiendo. El poder del Weñefe es…
  • ¡Tranquilízate! - exclamó Yara, poniendo una mano sobre su hombro - Soy consciente del peligro al que nos enfrentamos…
  • Si así fuera, no estarías pensando en liberar de nuevo a ese demonio. No dudo que tus poderes sean magníficos, Yara. Pero lo que planeas hacer escapa a tu magia.
  • Por eso no lo voy a hacer sola… - sonrió ella.
  • ¡Ni hablar! ¡No! ¡Rotundamente no! - Ngürü se cruzó de brazos - No puedo, no voy a enfrentarme a él, otra vez. No quiero acercarme a esa sombra nunca más.
  • Sí lo harás…
  • ¿Cómo dices? Estoy en deuda contigo, siempre lo estaré… pero no puedes obligarme.
  • No voy a obligarte, sino a convencerte… ven conmigo.
Yara lo cogió de la mano y se lo llevó fuera de la cocina. Lo condujo hacia su camarote, arrastrado por la mano firme de la santera. El Zorro se sentó en su catre mientras ella rebuscaba en un baúl. La contempló de espaldas, removiendo telas, cuerdas y objetos, hasta que se incorporó y le entregó un collar con dientes de tiburón.
  • ¿Qué es esto? - preguntó Ngürü, observándolo.
  • Perteneció al hombre que amaba - respondió ella - Un guerrero nacido en el corazón de África. Valiente, fuerte y con un corazón más grande que él mismo. Murió en batalla, salvándome la vida. Y este collar es lo único que me queda de él, además de esto…
Yara levantó el diente plateado que colgaba de su propio cuello.
  • ¿Por qué me cuentas esto ahora? ¿Qué tiene que ver con lo que estamos hablando?
Yara respiró hondo. Su voz salió suave, pero cargada de una fuerza antigua.
  • Porque el amor, Zorro… el amor es un espíritu más salvaje que cualquier demonio que hayas conocido - empezó, su voz lenta, grave, cargada de verdad - Y cuando se te mete en el pecho, no pregunta si estás preparado. Arde. Consume. Te obliga a moverte, aunque te quiebres por el camino.
Se acercó un paso, la luz temblando contra sus pendientes, contra los amuletos que tintineaban suavemente con cada gesto.
  • Cuando mi hombre murió en mis brazos, pensé que yo también iba a morir. Que no quedaba nada en el mundo digno de ser amado. Me protegí. Me cerré. Me convencí de que así estaría a salvo. Ningún corazón roto más, ninguna herida nueva, ningún dolor reclamando más de mí. Pero pronto entendí algo que nadie te dice cuando intentas sobrevivir: que alejarte del dolor también te aleja del amor. Que levantar muros para no ser herido es lo mismo que levantar muros para no ser amado.
Sus palabras parecían llenar el camarote, calientes como un fuego antiguo.
  • Y mírame ahora, Zorro. He sufrido… y aun así, si pudiera volver atrás, lo amaría otra vez. A pesar de la pérdida. A pesar del final. A pesar de que tuviera que pasar por lo mismo, una vez más… Porque de qué sirve vivir si uno llega al último atardecer sin haber amado lo suficiente.
Se inclinó hacia él, suave, sin tocarlo, pero dejándole sentir su fuerza.
  • Bishnu quiere lo mismo. No es poder, no es gloria, no es jugar con lo oscuro porque sí. Quiere amar sin cadenas. Amar en cuerpo y alma. Quiere algo tan humano que hasta los dioses lo envidian. Y tú temes que salga herido… pero dime, ¿qué vida es esa en la que uno muere ileso por no amar? ¿De qué sirve un corazón entero si jamás ha latido de verdad?
Yara tomó sus manos, envolviéndolas con las suyas.
  • Ayúdame, Zorro. Debes hacerlo… Pues hay amores que merecen que nos juguemos el alma. Y este… este es uno de ellos.
Ngürü permaneció en silencio, atrapado entre las palabras de Yara y la presencia misma de la santera. La observó con detenimiento, como si la viera por primera vez: joven y hermosa, con la piel tostada por soles que él nunca había visto; perfumada por sus hierbas, por los aceites y raíces que parecían formar parte de su propio cuerpo. Sus ojos, tan puros como el agua de los ríos de su tierra, lo miraban con una sinceridad que desarmaba cualquier defensa.

El brujo meditó sobre sus últimas palabras. Sentía que sus pensamientos se agitaban, como si algo en él quisiera avanzar hacia ella y otra parte retroceder. Iba a hablar. Tenía ya las palabras formadas en la boca… cuando se detuvo en seco.
  • Yara… - susurró, inclinándose hacia ella -¿Estás bien? ¿Qué te sucede? Yara…
Ella seguía sosteniendo sus manos, pero algo en su gesto había cambiado. Sus dedos, antes cálidos, parecían tensarse. Los ojos de Yara, abiertos apenas un segundo antes, rodaron hacia arriba hasta quedar en blanco, como si su espíritu hubiese sido arrancado de su cuerpo de un tirón. Ngürü sintió un estremecimiento que le subió por la columna.

Fue entonces cuando la vio. La luz. Un resplandor extraño, casi líquido, empezó a derramarse por el camarote. No venía de las lámparas ni del reflejo del mar. Era una luz viva, palpitante, que se expandía en ondas suaves, como si respirara. Ngürü entrecerró los ojos y buscó el origen: la concha de Yemayá, colgada sobre el pecho de la santera, brillaba con una intensidad imposible, como si contuviera un pequeño océano ansioso por escapar.
  • Yara… - repitió, con voz quebrada.
La luz se intensificó. El brujo sintió el aire vibrar, cargarse de electricidad, de un zumbido antiguo, espiritual. De pronto, la santera volvió en sí con un jadeo, como si hubiera emergido de aguas muy profundas. Retiró las manos de golpe y abrió los ojos: no había rastro de blancura en ellos ahora, solo puro terror.
  • No… - susurró ella, temblorosa - No, no, no… esto no puede estar pasando.
  • ¿Qué ocurre? - Ngürü se puso en pie.
Pero Yara no respondió. Se levantó de golpe, moviéndose con una urgencia feroz. Salió del camarote casi a trompicones, empujando la puerta con fuerza. El brujo tardó apenas un segundo en reaccionar, pero su corazón ya le gritaba que aquello no era una visión, ni un aviso banal.

Algo malo estaba a punto de suceder.

Ngürü salió tras ella, siguiendo el eco rápido de sus pasos sobre la madera del Red Viper, mientras la última hebra de luz se apagaba lentamente en el camarote, como un presagio que ya no necesitaba ocultarse.
  • ¡Señorita Yara! - gritó Bhagirath al verla acercarse a toda prisa - ¡Le dije que si usaba la cocina la dejase ordenada! Haga el favor de dejarla como…
El hindú no pudo terminar de hablar, ella lo apartó del camino y siguió corriendo. Bhagirath la observó pasar, seguida por el brujo. Y supo al instante de que algo malo sucedía. Así que, por instinto, los siguió.

Yara irrumpió en cubierta como un vendaval. Sus pasos, rápidos y desordenados, resonaron con violencia sobre la madera cálida bajo el sol. El día era tan sereno que casi resultaba insultante: el cielo limpio, sin una sola nube; el viento suave, tibio; las velas tensas moviéndose con un ritmo perezoso. Nada en aquel escenario encajaba con el pánico absoluto que cargaba en los ojos.

Su respiración era corta, casi un jadeo. El pulso le golpeaba el cuello. Corrió hacia la borda como si temiera llegar demasiado tarde. Cuando se aferró a la madera del pasamanos, lo hizo con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Inclinó medio cuerpo al vacío, mirando hacia la superficie del océano que se abría infinita bajo el Red Viper, brillante como un espejo roto en mil pedazos.

Ngürü llegó justo detrás de ella, el corazón encabritado, y sin pregunta alguna imitó su gesto, asomándose por la borda. Bhagirath, que había corrido tras ambos sin saber por qué, frenó bruscamente y se acercó también, asomándose por el mismo lado del barco.
Los tres quedaron suspendidos sobre el mar. Solo Yara temblaba.

El bramido lejano de las aguas chocando contra el casco era el único sonido, suave y constante, como si el océano respirara. Pero bajo aquella superficie diáfana, bañada por la luz del sol, algo no encajaba. Algo oscuro parecía moverse, lento, casi imperceptible, como una sombra que no pertenecía a ninguna nube ni a ninguna criatura conocida. El mar, que un instante antes parecía un compañero fiel, ahora tenía un brillo siniestro, expectante.

Ngürü sintió que un escalofrío helado le recorría la espalda. Bhagirath tragó saliva sin comprender, pero con la certeza de que algo muy malo estaba incubándose allí abajo. Yara, con los ojos muy abiertos, apenas articuló un susurro:
  • Ya está aquí…
  • ¿Qué diablos es eso? - preguntó Bhagirath, los ojos tan abiertos que parecían a punto de salírsele de la cara.
  • Voy a ver - dijo Ngürü, impulsándose hacia la borda, listo para saltar al agua y convertirse en pez.
Pero antes de que sus pies abandonaran la cubierta, la mano de Yara lo atrapó con una fuerza sorprendente. No necesitaba mirar más. No hacía falta que nadie viera nada. Aquella vibración en el fondo del océano, aquella sombra negra y viva deslizándose bajo el casco del Red Viper… Yemayá ya se lo acababa de enseñar en visiones. Sabía perfectamente qué era aquello. Sabía perfectamente qué significaba.
  • Tangaroa… - susurró, y el nombre cargó el aire con un peso casi físico - Nos ha maldecido.
  • ¿Qué es Tangaroa? - preguntó Aibori, que acababa de llegar con el ceño fruncido y el rostro perlado de sudor.
Yara se volvió lentamente hacia ellos, los ojos brillantes por el terror.
  • Para los pueblos del gran océano - dijo con voz baja, como si temiese ofender al propio dios - Tangaroa no es solo el señor del mar. Él es el mar. Es la corriente que arrastra, la ola que nace, la espuma que muere, el silencio de las profundidades. Cuando un viaje está condenado… él lo anuncia. Y lo hace así. - Señaló la mancha oscura bajo el barco, inmensa y sin forma fija - Una sombra gigantesca que acompaña la quilla… esperando.
Bhagirath frunció el ceño, incrédulo.
  • ¿Una sombra divina que sigue barcos? Suena a cuento de taberna. Eso será cualquier criatura enorme… una ballena, un banco de mantas… o una ilusión causada por la luz.
  • ¿Ilusión dices? - Yara lo miró con una mezcla de pena y urgencia - Siento decirte que no es así. Esa sombra no sigue al barco, Bhagirath. Nos sigue a nosotros. No depende de la luz, ni de las nubes, ni del viento. Da igual hacia dónde miremos o hacia dónde naveguemos… porque siempre estará ahí. Hasta que se cobre lo que reclama.
Un silencio espeso cayó sobre los tres. Entonces Yara soltó un suspiro tembloroso.
  • Tenemos que avisar a todos. - Tragó saliva - Solo tenemos tres amaneceres antes de que Tangaroa reclame una ofrenda.
La sombra bajo ellos pareció ensancharse, como una gran manta colosal extendiéndose bajo las tres embarcaciones, tan vasta que era imposible medir dónde empezaba y dónde terminaba. No tenía bordes. No tenía rostro. Solo era oscuridad pura, expectante, viva. Bhagirath retrocedió un paso. Ngürü sintió cómo el corazón se le apretaba en el pecho. Aibori cerró los ojos, murmurando un rezo antiguo. Yara volvió a mirar hacia abajo, con el cabello ondulando por la brisa, mientras el terror le tensaba los labios.
  • Si la sombra sigue ahí al tercer amanecer… - susurró - uno de nosotros deberá morir. Porque esa es la ley. Esa es la sentencia. Ese es el precio del océano.
No hizo falta que nadie dijera nada más. Todos entendieron, de un modo instintivo, que Yara decía la verdad. Sabían que aquel era el poder que anidaba en su alma. Sabían que su voz no era solo suya, que sus palabras no venían ni de la razón ni del corazón. Si Yemayá le había hablado, si el propio mar le había advertido del presagio, no les quedaba más remedio que creerla.

Cuando quisieron darse cuenta, antes incluso de poder dar la voz de alarma, todos habían abandonado sus tareas para acercarse a la borda. Fue un efecto llamada, silencioso y fulminante. Uno a uno se arrimaron, y todos vieron lo mismo: bajo la quilla se extendía una oscuridad enorme, insondable, que les enmudeció la garganta y les encogió el pecho.

Grace, con las manos firmes en el timón, los vio a todos detenidos, clavados mirando hacia el mar.
  • ¿Se puede saber qué demonios hacen? - dijo desde el puesto de mando.
  • Voy a ver, capitana, no se preocupe…
MacFarlane, que hasta entonces había estado acunando a Maverick entre sus brazos, se acercó a cubierta con paso firme y boca blasfema.
  • ¡¿Qué carajos hacéis ahí parados?! - rugió - ¡¿Es que habéis olvidado que sois marineros, panda de holgazanes?! ¡Esto no es un barco de recreo! ¡Volved a vuestros puestos antes de que empiece a patearos vuestros enormes y apestosos culos! ¡Vamos!
El pequeño Maverick empezó a reír con inocencia, intentando agarrarle la barbilla con sus diminutas manos. Por algún extraño motivo, el recién nacido solo se calmaba con él. Nadie entendía por qué: el escocés era, con diferencia, el más rudo y salvaje de todos. Pero cuando el hijo de la capitana entraba en cólera, ni su propia madre lograba apaciguarlo. Solo en los brazos del contramaestre encontraba sosiego.
  • ¿Es que no me habéis oído? - bramó MacFarlane acercándose al grupo, al ver que nadie reaccionaba a sus gritos.
Agarró a un marinero del hombro y, cuando este se giró, vio el miedo estampado en sus ojos. Se acercó entonces a la borda para ver qué demonios les tenía tan hipnotizados. Y al verlo, se quedó mudo, con un nudo duro y seco atravesándole la garganta, como todos los demás.

Desde el timón, Grace lo observó y un mal presentimiento le recorrió la columna. Alzó la mirada hacia la cofa, buscando a su vigía. Buscando respuestas. Pero el nido del cuervo estaba vacío. Halcón bajaba por la escala de mano a toda prisa; sin detenerse, se mezcló entre los demás a empujones, se levantó el parche del ojo, como si lo necesitara para asegurarse de lo que veía era real y se asomó a la borda. Quedó igual que el resto: paralizado, con la boca entreabierta y el pulso temblando.
  • ¿Pero qué demonios hay ahí abajo? - murmuró Grace para sí.
Sin soltar el timón, alzó la vista hacia los otros navíos. Tanto en el Español Errante como en el Madra Ifrinn ocurría exactamente lo mismo: las tripulaciones agolpadas en los bordes, señalando el agua, agitadas, inquietas.

Pero antes de que la curiosidad la venciera y apartara las manos del timón, Yara subió corriendo al puesto de mando. La sola expresión en su rostro bastó para que Grace comprendiera que algo horrible estaba ocurriendo… o estaba a punto de hacerlo. Con solo verla, supo la magnitud del problema. Era un gesto que conocía demasiado bien: la cara de los malos augurios, la mirada que precedía a las peores noticias, esa urgencia que anunciaba que el destino volvía a arrinconarlas.
  • ¿Qué demonios sucede, Yara? - preguntó Grace cuando la tuvo cerca - ¿A qué viene esa cara? ¿Qué hay ahí abajo? Parece que hayas visto un maldito fantasma.
  • Ojalá fuera un fantasma, Red - exclamó la santera - Pero no lo es. No vamos a tener tanta suerte…
  • Nunca la hemos tenido, hermana - escupió la capitana - Dímelo, vamos…
  • ¿Te acuerdas de la leyenda del Eclipse del Mar?
Grace abrió los ojos de par en par. Recordaba muy bien aquella historia. De todo el repertorio que formaba su imaginario sobre el mar, sin duda, aquella leyenda era la que más la atemorizaba. El miedo le cruzó el rostro… pero enseguida lo cubrió con una mueca de incredulidad.
  • ¡Venga ya! - rió más para espantar el miedo que por sinceridad - Estás de broma…
Buscó en su vieja amiga algo que delatase una broma pesada. Creyó fervientemente de que todo se trataba de un plan orquestado en conjunto para hacerla caer en una trampa. Una más de tantas que se hacían la una a la otra desde tiempos inmemorables. Pero, esta vez, no encontró más que penumbra y temor en los ojos de ella.
  • Me temo que no…
  • ¿Como estás tan segura? - preguntó la capitana - Maldita sea Yara… puede ser un banco de peces, quizás un grupo de ballenas que siguen confundidas la estela del barco… O no sé, quizás…
  • ¡Grace, para por favor! - dijo Yara cortándola de repente - Sé lo que he visto. Yemayá me ha avisado del peligro antes de que pudiera verlo con mis propios ojos. La sombra de Tangaroa nos sigue… y ya sabes lo que eso significa.
La capitana perdió la respiración por unos segundos. Podía sentir los latidos de su propio corazón martilleándole el pecho, como si quisieran abrirse paso hacia fuera. La leyenda era clara: “una vida a cambio de seguir, tres amaneceres para decidir”. Y cualquier capitán, de cualquier embarcación y de cualquier época, sabía perfectamente lo que aquello significaba.

En un navío en alta mar, nada era más temido que un sacrificio forzoso. Porque no se trataba solo de entregar una vida: se trataba del desgarro que dejaba su elección. Elegir al condenado era elegir qué parte de la familia que uno había construido debía romperse. ¿Quién debía morir? ¿Una compañera de vida como Yara? ¿Un muchacho que apenas había empezado a vivir como Maverick? ¿Un hermano de armas como Bhagirath? ¿Un alma gemela como Vihaan? ¿Quien?

Grace había compartido tormentas, heridas, risas y lágrimas con todos los ahí presentes.
¿Como tomar esa decisión?

En cubierta, la sola sospecha de un presagio así podía hacer estallar el orden en mil pedazos. Tripulaciones enteras se dividían, por muy unidas que estuvieran. Unos intentarían huir, otros se amotinarían, otros mirarían al cielo y empezarían a rezar como si las manos les ardieran. El miedo tomaría forma en su expresión más cruel, se sentaría entre ellos, los observaría destruirse antes incluso de que los dioses lo exigieran.

Porque ¿quién tiene derecho a elegir quién morirá? ¿Quién puede cargar con ese peso sin quebrarse? A bordo, todos sabían que el mar podía pedir cualquier cosa… y que negar la voluntad de los dioses era inútil. Ante ellos, no había cañón, ni acero, ni pólvora, ni bravura que sirviera de nada. Lo sabían desde que habían elegido vivir sobre las olas: en el mar, lo humano manda poco. Lo divino, lo profundo y lo insondable es ley. Y, aun así, nadie quería ser el que pronunciara el nombre. Nadie quería mirar a los ojos al elegido. Nadie quería cargar con el fantasma de esa decisión el resto de sus días.

Y aunque Grace no era una capitana normal. Pues no le temía a ningún hombre, ni a ningún rey, ni a ningún dios. Pues había desafiado tormentas, flotas enteras y maldiciones antiguas sin parpadear. Esta vez no puedo evitar temblar. Incluso con todo el fuego que llevaba metido en el alma.
  • Tres amaneceres… Una vida… - murmuró Grace sin apartar la vista de su vieja amiga.
  • Así lo mandan los Dioses… esa es la voluntad de Tangaroa.
Grace apretó los dientes, firme ante lo inevitable.
Sus manos se aferraron al timón con dureza.
Su mirada se encendió de ira.
Sus dientes chirriaron con salvajismo.

Si aquel maldito Dios buscaba guerra, la iba a encontrar.

Continuará…
 
Joer, vaya dilema. Buscar un voluntario que se quiera sacrificar por sus hermanos? Ir a lo práctico, pero doloroso igualmente, de elegir a la persona de más edad y menor rango? Impaciente me hayo por saber como lo solucionan.

Enhorabuena por el trabajazo de documentación que has hecho para escribir este relatazo. Impresionante.😲🤯🤯
 
He estado estos días viendo las 3 pelis de star wars originales ( quiero decir las 3 primeras, que para mí son las mejores y no me canso nunca de verlas) y encima no me ha llegado la notificación de este capítulo y ahora porque me ha dado por mirarlo que si no se me pasa.
Bueno, a pesar de que es inquietante, yo confío en que no tengan que sacrificar a nadie.
 
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