Capítulo 75 - Un espíritu en una botella: La liberación de un brujo llamado Zorro
En la lengua ancestral de los Mapuches, al zorro se le llama Ngürü; y como tantos otros animales del bosque, se le rinde devoción. Su cultura, arraigada de forma indisoluble al mundo natural, encuentra en la esencia misma de la vida sus guías espirituales. Mientras el hombre blanco deposita su fe en un dios único, omnipotente y absoluto, los Mapuches hallan sus divinidades en aquello que pueden tocar, ver y respirar.
El río, el sol, la luna… no eran simples elementos del paisaje, sino extensiones de su propio espíritu, fuerzas vivas que trascendían la materia y se tornaban sagradas. El jaguar, la serpiente, el halcón… más que animales, eran presencias tutelares, guardianes silenciosos cuya aparición siempre encerraba un significado profundo y místico. Y entre todos esos espíritus totémicos, había uno cuya naturaleza ambigua y enigmática despertaba tanto respeto como temor. Con tal magnitud que incluso los más ancianos, preferían apartarse de su presencia.
El Ngürü era considerado un puente entre mundos: un ser capaz de moverse con soltura entre el día y la noche, la luz y la penumbra, entre en bien y el mal. Encontrarse con uno obligaba a detenerse. ¿Traía buena fortuna o solo desgracias? Nadie podía saberlo con exactitud. Y ante la duda, lo más sabio era alejarse. El zorro representaba la metamorfosis del alma, el cambio, la astucia y la sabiduría… pero también el engaño, la traición, los tejemanejes y la trampa.
Aquel brujo que ahora agonizaba atado a una silla en el camarote de la capitana del Red Viper era conocido entre los suyos como Ngürü. No era el nombre que le dieron sus padres, pero sí el que la memoria de su gente conservaría para siempre. En su tradición ancestral, los niños eran libres hasta alcanzar la mayoría de edad. Completamente libres. Tanto que, ni siquiera sus padres tenían autoridad para imponerles límites. Los pequeños pasaban sus primeros años como criaturas salvajes del bosque. Si uno decidía trepar hasta lo más alto de un árbol, aun con el riesgo de caer y quedar inválido de por vida, nadie lo detenía. Aquello formaba parte del aprendizaje: descubrir sus propios límites, adaptarse al peligro inherente a un mundo duro y salvaje que los esperaría al convertirse en adultos. Puede parecer brutal a ojos ajenos, pero así era la ley Mapuche. Así era la ley del bosque.
Cuando la tierra había dado diez vueltas enteras al sol, el niño moría para renacer como adulto. La primera luna llena marcaba una festividad que transformaba para siempre el rumbo de sus vidas. Durante el Küyen We Tripantu, “la Luna del Nuevo Camino”, el chamán más anciano de la tribu decidía el destino de cada joven. Quién sería cazador, quién pescador, quién recolector, quién guerrero… y quién recibiría los dones de los espíritus.
Ngürü fue el escogido para seguir la senda del conocimiento. El viejo chamán posó su mano temblorosa sobre la cabeza del muchacho, anunciando que sería su sucesor, su discípulo, el heredero de un saber que muy pocos podían llegar a comprender. El pequeño sintió que aquel había sido el mejor regalo que jamás podría recibir. Pero poco tardaría en descubrir que aquel “regalo” no era sino una condena disfrazada. Tan pronto como fue escogido, lo apartaron de su familia, de sus amigos, del bullicio vivo de la aldea. Su mundo quedó reducido a la cabaña solitaria del chamán, perdida entre árboles centenarios que nunca dejaban entrar del todo la luz. Y allí, en aquel aislamiento sagrado, empezaron las verdaderas lecciones.
Aprendió los secretos del mundo, pero el precio fue alto.
Demasiado alto.
Fue obligado a sobrevivir durante días sin fuego, desnudo ante el viento helado, para enseñarle que la naturaleza solo bendice a quien la respeta y destroza a quien la teme. El sueño le fue negado durante noches enteras; el chamán lo mantenía despierto con cantos guturales y golpes de bastón para “abrir su mente”. Cuando sus párpados caían, recibía un baño de agua congelada para recordarle que el espíritu nunca debe dormirse. Conoció la soledad más absoluta: semanas sin ver otro rostro humano, hablando únicamente con los árboles, convencido a veces de que estos le respondían. Sintió el hambre como una bestia mordiéndole las entrañas. La sed lo volvió casi inhumano. Lo enviaba a lo profundo del bosque con un cuchillo de piedra y nada más, hasta que pudiera “volver convertido en alguien nuevo”. Pero sin duda, lo peor de todo, fueron las drogas chamánicas: brebajes amargos hechos con raíces venenosas, hongos rojos como sangre fresca y cortezas que ardían como brasas en la lengua. Esas sustancias abrían puertas que ningún niño debería conocer. Hacían que las pesadillas caminaran a su lado. Que los muertos le hablaran. Que el bosque cobrara vida, observándolo, juzgándolo.
Ngürü soportó cada prueba. Se esforzó más allá de lo que ningún otro discípulo había hecho en generaciones. Sangró, lloró, cayó y se levantó. Murió y renació tantas veces, que al final olvidó quien había sido. Y así continuó durante años, sin detenerse jamás. Hasta que una noche oscura, mientras intentaba superar una prueba de su maestro, y buscando refugio de la lluvia en una cueva húmeda cuyo techo exhalaba vapor como el aliento de un animal enorme, su vida dio un giro completo.
La oscuridad lo abrazó. Y algo dentro de ella despertó.
Algo que no debería haber sido despertado jamás.
- ¿Está muerto? - preguntó Grace sin apartar la mirada del espejo.
Akuma posó los dedos índice y anular sobre el cuello del brujo. Tardó en encontrar la respuesta que buscaba. Pero seguía ahí: lejos de la superficie de la piel, débil y lento, obstinado en no desaparecer. Negó con la cabeza, retirando la mano con rapidez.
- ¿Y ahora qué hacemos? - preguntó la capitana.
Shinrei desenvainó su katana con un gesto rápido y silencioso. Pero antes de que pudiera sacar la hoja del todo, Bishnu la detuvo posando su mano sobre la suya. Un gesto amable, delicado… pero firme y seguro.
- No es necesario hacer eso - susurró con semblante serio - A quien debemos matar no es al hombre, sino a lo que vive dentro de él.
- Aunque cierto, eso es peligroso, anciano - contestó Yara - Yo opino igual que Shinrei. Mejor acabar con él ahora que está débil. No sabemos a qué nos enfrentamos, ni hasta dónde llega su poder.
- Matar por temor a lo que desconocemos… - murmuró Bishnu para sí mismo - El ser humano lleva repitiendo ese error demasiado tiempo.
- Puede que así sea - dijo fríamente Shinrei - Pero no podemos tomar riesgos. No después de lo que acabamos de presenciar.
La japonesa terminó de desenvainar su afilada espada, y con un movimiento limpio posó el filo sobre el cuello del brujo. Él, desmayado sobre la silla, seguía respirando con un ritmo leve, casi imperceptible. Grace lo observó un momento, directamente, sin usar el espejo. El hombre debía tener unos cuarenta años, la piel curtida por el viento del sur y las noches a la intemperie. Su rostro anguloso estaba marcado por líneas de expresión profundas, más de dolor que de edad. El cabello, negro y grueso, caía desordenado hasta los hombros y enredado por la humedad del bosque. Llevaba trenzas finas adornadas con pequeñas cuentas de hueso y madera; señales de su linaje Mapuche. La nariz recta, los pómulos altos y la mandíbula firme daban al conjunto una dignidad sobria. Incluso inconsciente, su postura transmitía la fuerza tranquila de quienes han crecido en lucha constante con la tierra y los espíritus que la habitan.
La katana se elevó en el aire, las manos rígidas, dispuestas a cortar.
- Espera… - exclamó - ¡No lo hagas!
- Grace, yo también lo siento por él, pero… es lo mejor que podemos hacer - replicó Yara.
- ¡No! Bishnu tiene razón. Si acabamos con su vida estaremos matando a un hombre inocente…
- Sí… y también a un demonio oscuro que hace apenas unas horas intentó devorarte - dijo Akuma.
- Lo sé… - susurró Grace - Pero no es justo. Cuando Drake e Isabella me liberaron, nos topamos con él. Podría habernos matado en ese mismo instante, pero no lo hizo. Nos advirtió… detuvo al mal que lleva en su interior, lo suficiente para que pudiéramos huir.
- Y luego te persiguió por el bosque - respondió Akuma - Para darte caza.
Un escalofrío recorrió la espalda de Grace al recordarlo. La espada permanecía rígida en el aire, inmóvil, esperando la orden. Shinrei no temblaba; sus ojos seguían abiertos, atentos, aguardando la decisión conjunta.
- Debéis… ha…hacerlo. A… a… ahora…
La voz de Ngürü llegó entrecortada y lejana, como si su alma hablara desde un pozo profundo. Levantó apenas la cabeza; sus ojos cansados, llenos de una tristeza antigua, se cruzaron con los de Yara a través del espejo. Su mirada, perdida y fugaz, parecía reconocer a un igual.
- Tú… - murmuró - Tú co… conoces el ritual. De…debes… sa… sacarlo… a…hora.
Su última palabra se desvaneció en el aire como un estertor final, perdido entre las sombras del camarote. Luego cayó hacia adelante, como si el alma hubiera soltado al fin el peso del cuerpo. El brujo, inerte, quedó suspendido únicamente por los nudos que lo ataban a la silla.
- ¿Por qué ha dicho eso? - preguntó Grace.
Yara no contestó. Solo llevó los dedos a los collares que colgaban de su cuello. Sobre su pecho se superponían varios, cada uno compuesto por cuentas pequeñas de vidrio brillante, alternando colores simbólicos: blanco, rojo, azul profundo, verde musgo y ámbar apagado. Algunos terminaban en diminutos amuletos metálicos con formas de caracolas, lunas y cuchillas rituales. Al rozarlos, produjeron un tintineo suave, casi íntimo, como el susurro de un altar que respira. Era un sonido ligero, pero cargado de memoria y advertencias. Bishnu escuchó las últimas palabras de la parte humana que quedaba en aquel cuerpo. Después dirigió la mirada a la yoruba, que parecía meditar en silencio sobre la petición del brujo.
- ¿Puedes hacerlo?
- Poder no siempre es querer, anciano - respondió Yara con cautela - He visto cómo se hace, sí. Pero ocurrió hace demasiado tiempo… y jamás lo he intentado.
- No tenemos muchas opciones más…
- Soy consciente - dijo ella, bajando la mirada - Igual de consciente que cuando digo que no puedo asegurar que salga bien.
- ¿De qué demonios estáis hablando? - preguntó Grace.
- Kiyome-no-gi - susurró Akuma sin apartar la mirada de Yara.
- ¿El qué? - volvió a preguntar la capitana, girándose hacía ella.
- Exorcismo - tradujo Bishnu, y añadió con su tono pausado y grave - Es un ritual antiguo… un puente precario entre la vida y aquello que intenta devorarla. No se trata de expulsar con fuerza, sino de enfrentarse a lo que acecha en la frontera del espíritu. Si se hace bien, el cuerpo queda libre. Si se hace mal… el demonio no es lo único que muere.
- No solo existe el peligro de que el huésped muera - añadió Yara sin dejar de deslizar los dedos sobre sus collares. Su voz adoptó ese tono ritual, casi cantado, con el que las santeras hablan de lo invisible - Cuando un espíritu oscuro es arrancado del cuerpo que ocupa, queda suelto, como un perro rabioso sin cadena. Y un espíritu así… siempre busca carne donde esconderse de nuevo. No entiende de límites ni de dueños; solo entiende de hambre. Si no encuentra un recipiente preparado, toma el primero que tenga cerca: un cuerpo cansado, uno asustado, uno que haya abierto su alma aunque sea por un latido. Y cuando eso ocurre…
Hizo una pausa, los collares tintinearon suavemente. Grace, a su lado, tragó saliva.
- Cuando eso ocurre, ya no se expulsa un intruso: se alimenta un monstruo. Se vuelve más fuerte, más astuto, más tenebroso… Si no se hace bien… Si fallamos… Será el fin de nuestro viaje. El fin de todo…
El camarote se quedó en un silencio casi ceremonial, como si el aire mismo temiera moverse y desencadenar algo irreversible.
Yara fue la primera en bajar la mirada. No necesitaba decirlo: para ella, la opción de matarlo era la más sabia. Conocía el ritual, sí… pero también conocía sus peligros. Sabía que abrir una puerta al otro lado siempre implicaba el riesgo de que algo más la cruzara. Un exorcismo mal hecho no solo podía matar al huésped, podía acabar con la vida de todos. Por eso dudaba. Por eso le temblaban los dedos sobre los collares.
Bishnu, de pie junto a ella, contemplaba al brujo con un gesto de compasión serena. Para él, la vida era un regalo demasiado sagrado para arrebatarlo con ligereza. Aun en los peores monstruos, él buscaba una chispa de humanidad donde otros no veían más que oscuridad. Creía que valía la pena intentarlo. Que mientras un corazón siguiera latiendo, aunque fuese débil y distante, existía un deber moral hacia él.
Para Shinrei y Akuma, en cambio, la decisión era clara como el filo de la katana. Las dos, siempre tan frías y prácticas, pensaban lo mismo, casi como si compartieran cerebro e ideas: debía matarse al brujo y seguir adelante. No era crueldad, era lógica. Un enemigo debilitado era todavía un enemigo. Y la compasión, en su experiencia, costaba vidas. No sentían lástima. No solo por el brujo, sino por nadie. La misión por encima del individuo, la venganza por encima de cualquier duda moral.
Y por último estaba Grace. Ella pensaba con dos mentes, y ambas tiraban de ella en la misma dirección. La madre le decía que si fuera su hijo quien estuviera en la situación del brujo, haría lo que fuese para salvarlo. Aunque doliera, aunque diera miedo, aunque no tuviera garantías, aunque le costase la vida. Un hijo, cualquier hijo, merecía que se luchara por él. Pero la capitana veía más allá. Pensaba en su tripulación, en el océano que los esperaba, en los enemigos que los seguían. Y sabía perfectamente que si conseguían salvar a Ngürü, si lograban separar al hombre de la sombra que lo devoraba desde dentro… habrían ganado un aliado de por vida. Un aliado poderoso, marcado por los espíritus, con un don que nadie más en el Red Viper poseía.
Miró al brujo desmayado, respirando apenas. Miró a su gente, absortos en sus pensamientos.
Y entendió que la decisión que tomara ahí, en ese instante, marcaría el destino de todos.
Dentro del camarote, cada corazón sostenía su propio dilema.
Pero solo uno tendría la última palabra.
Ciertas veces, la vida pone a un alma ante una encrucijada. No hay señales, ni advertencias, ni dios alguno que susurre cuál es el sendero correcto. Solo un instante suspendido en el tiempo, una bifurcación invisible que puede torcer el destino para siempre. A veces, una decisión a primera vista trivial, basta para que todo cambie radicalmente. Ellos no eran los primeros en encontrarse allí, divididos entre el miedo y la esperanza, ni serían los últimos.
Ngürü también estuvo frente a esa frontera años atrás, cuando todavía era un niño y la oscuridad de aquella cueva lo envolvía como un manto vivo. La lluvia caía fuera con un ritmo feroz, embarrando el bosque, apagando cada nota del canto habitual de la naturaleza. Los pájaros guardaron silencio. Los depredadores detuvieron la caza. Los herbívoros se ocultaron. Los insectos regresaron a sus nidos. Solo la lluvia quedó, llenándolo todo de un silencio húmedo y palpitante.
El pequeño zorro estaba agazapado en la entrada de la cueva. Sacó un brazo hacia afuera, dejando que las gotas golpearan su palma llena de cicatrices. Inclinó la cabeza con curiosidad infantil, mirando el cielo oscuro que rugía lleno de poder. Y entonces la oyó.
Una voz que no era voz, un pensamiento que no era suyo.
Se irguió de golpe, cuchillo de piedra en mano, convencido de haber irrumpido en la guarida de algún animal salvaje. Escudriñó la oscuridad, primero sin ver nada. Pero algo se movió dentro de ella: una sombra que no tenía forma, un parpadeo de existencia que parecía surgir del propio vacío. El joven aprendiz de chamán se preparó para enfrentarse a la criatura. Sin saber que aquello que habitaba en la cueva no era una criatura. Era la oscuridad misma.
La decisión de entrar ahí había sido suya, la había tomado de forma instintiva. Un gesto trivial, un simple refugio contra la lluvia. Nada más. Pero ese acto diminuto cambió el rumbo de su vida para siempre. Lo que Ngürü encontró en aquella cueva maldita, no lo sedujo con palabras, ni con promesas, ni con sabiduría ancestral. Lo capturó con poder.
El poder de transformarse.
El don de la metamorfosis.
Aquel niño que apenas podía defenderse de un zorro, pronto pudo serlo.
Pudo correr tan rápido como un ciervo.
Volar tan alto como un halcón.
Sumergirse tan hondo como un cetáceo.
Acechar en silencio como un jaguar.
Pero como todo don que viene de los dioses, o de los demonios, iba atado a un precio terrible: Hambre.
Una hambre infinita, voraz, que lo fue desgarrando desde dentro. Primero mató a su maestro, el último hilo que lo anclaba a la humanidad. Después, a su aldea. Arrasó con todo: Sus amigos, su propia familia, mujeres y niños, sin piedad. Y con cada vida que arrebataba, su poder crecía, y crecía… y crecía. Hasta que no quedó nadie más. Hasta que solo quedó él… y la sombra que lo habitaba.
Se convirtió en un depredador perfecto y, al mismo tiempo, en un espíritu sin hogar.
Un niño vacío envuelto en la piel de un monstruo. El ser más temido de todos: en lo más alto de la cúspide, rey de los bosques, amo de las bestias. Se convirtió en el Weñefe. Y aquello, su dominio absoluto, lo condenó a la peor de las maldiciones: la soledad.
Grace respiró hondo. Recordaba su propio pasado como quien toca una herida antigua que sigue escociendo. Aunque las vidas de ambos habían discurrido por sendas opuestas, extrañamente no eran tan distintas. Ella también conoció la soledad. También rozó el borde del abismo, tantas veces que perdió la cuenta. Y también pensó en rendirse. Hasta que un día, sin buscarlo, sin analizar nada, sin entender siquiera por qué… se detuvo junto a unos viejos marineros que reían en el muelle. Y entre ellos estaba Diego de la Vega. Un gesto trivial, un paso sin importancia, y sin embargo, ese pequeño desvío cambió toda su vida. Comprendió entonces algo terrible y hermoso a la vez: el destino más grande nace muchas veces de decisiones diminutas. Y si eso era verdad para ella, también podía serlo para Ngürü. Podía serlo, incluso, para un monstruo.
Aquel brujo había tratado de matarla, sí. Había perseguido a su tripulación, los había aterrorizado.
Pero en sus ojos había visto algo más: una chispa diminuta, casi extinta… pero humana. Un resto de bondad enterrado bajo capas de hambre, rabia y oscuridad. Grace asintió para sí, decidida. Puso una mano firme sobre el hombro de Yara.
- Hay que intentarlo - dijo, mirándola fijamente.
Yara no respondió. Sus dedos jugaron con sus collares, buscando valor en cada tintineo, pero su mirada revelaba una duda profunda. Ella, que había dominado el poder del mar, no confiaba en sí misma esta vez. Grace apretó un poco su hombro, con determinación.
- No estás sola, Yara. Estamos aquí contigo.
Bishnu, Akuma y Shinrei se acercaron entonces sin pronunciar palabra. No necesitaban hacerlo. Su presencia hablaba por ellos: un círculo cerrado alrededor de la santera, del brujo, de la amenaza… y de la esperanza. Grace inspiró lentamente. Cuando habló, lo hizo con una fuerza que no nacía del orgullo ni del rango, sino de algo mucho más hermoso: el amor.
- Sé que dentro de este hombre aún late un corazón que no merece ser devorado por esa sombra - dijo con una voz que pareció llenar el camarote por completo - Sé que está enterrado, herido, y casi desaparecido… pero sigue ahí. Y aunque liberarlo de lo que lo consume por dentro parezca imposible, lo imposible es precisamente lo que hacemos los que no tenemos nada más que perder. Si lo dejamos morir ahora, no solo estaremos matando a un hombre: estaremos dejando que ese demonio encuentre otro cuerpo, otro camino, otra víctima. Pero si luchamos… si arriesgamos… si creemos en él aunque él mismo haya olvidado cómo hacerlo… Entonces quizá podamos salvar algo más que su alma.
En su voz había algo que ningún arma podía ofrecer: determinación, empatía… y un rastro de fe lo bastante fuerte como para sostener a todos los presentes. Ren, poeta en prácticas, plasmó aquella idea muy bien en una de sus muchas poesías. La cual decía:
“Así como el sol nace por el este y muere en el oeste,
así como la vida se aquieta en invierno y en primavera florece,
el casco del Red Viper jamás se detiene.
Así como las olas se estrellan en la orilla y se retiran de nuevo al mar,
así como las estaciones del año vienen y van,
nunca dejamos a nadie atrás.
Así como el río fluye hacia el océano y nunca se detiene,
así como el tiempo no se controla y nunca vuelve,
la voz de la capitana nos une y fortalece.
Sed testigos de la verdad que cuento:
que no hay piratas, ni ladrones, sino guerreros
y que todo aquello que consume el fuego…
se vuelve digno de ser eterno”
Yara la miró unos instantes, pupilas frente a pupilas, alma frente alma. Podía sentir el peso de la decisión oprimiéndole el pecho, un filo invisible que separaba la cordura del abismo. La duda aún respiraba dentro de ella, ese pequeño temblor que ningún santero, por muy sabio que fuera, lograba arrancarse jamás. Pero junto a esa duda, escuchó algo más: las respiraciones de los demás. Presentes, conteniendo el miedo, firmes como estacas en la tierra mojada.
Akuma. Shinrei. Bishnu. Grace.
Todos estaban allí, no como testigos… sino como un círculo. Un anillo cerrado que no permitía que nada, ni siquiera la oscuridad, se colara entre ellos. Y entonces Yara entendió lo inevitable: Grace ya había decidido. Y cuando la capitana decidía, cuando su voz interior se asentaba como una vela tensada enfrentando la tormenta, ni dioses ni demonios podían moverla un solo paso. Era resistente como un arrecife, testaruda como una mula, y obstinada como un huracán que no conoce el significado de retroceder. La santera lo sabía mejor que nadie; la conocía como se conoce a un reflejo en el agua, como si la vida les hubiera entrelazado las almas mucho antes de conocerse. Por eso, suspiró… y sonrió apenas un instante.
- Está bien… - murmuró con una media sonrisa cargada de resignación, cariño y temor a partes iguales - Vamos a hacerlo…
La cubana respiró hondo y se arremangó las mangas de la camisa, como quien despeja el escenario antes de que empiece la función. Acercó las manos a sus labios y las templó con un soplo lento, dejando la mente en un silencio absoluto. No buscaba domar los nervios, porque el miedo no se doma; se aprende a caminar con él, a sentirlo como una sombra fiel que nunca abandona.
Cerró los ojos, no para rezar ni para pedir fuerza, sino para recordar.
Eso era lo que de verdad importaba.
Las voces de sus ancestros no estaban escritas en pergamino alguno; no se podían encontrar en libros, ni en bibliotecas privadas; vivían en la humedad de la selva, en el barro que se pegaba a los tobillos, en los cantos nocturnos que enseñaban más que cualquier maestro. No se escriban, pues así nadie podría robarlos nunca. La sabiduría antigua no se estudiaba: se respiraba, se caminaba, se sangraba. Yara viajó hacia allí, lejos, muy lejos, hasta aquella época en que aún era una niña con más ilusiones que cicatrices. Allí buscó en su interior, bajo capas de cantos y amuletos, la chispa que necesitaba ahora.
Cuando abrió los ojos, ya no era solo Yara.
Era una directora de orquesta.
Su voz se volvió filo y compás. Mandaba, señalaba, marcaba el ritmo.
Una mano indicaba dónde colocar las velas. Otra ordenaba preparar la mezcla de sal y cenizas.
Una mirada bastaba para que Akuma moviera el cuerpo, para que Shinrei ajustara la cuerda, para que Bishnu acercara el cuenco.
Nadie replicaba, nadie preguntaba.
Ella era la voz que marcaba el compás, la brújula que indicaba la dirección.
Los demás seguían la partitura, ojos ciegos, manos guiadas.
Simple. Rápido. Eficaz.
Como si el ritual fuera sinfonía, y siempre hubiese estado esperando que fuera Yara quien levantara la batuta.
La yoruba pidió que trasladaran a Ngürü al centro del camarote, donde el suelo había sido despejado con prisa ceremonial. Entre todos lo colocaron en posición horizontal sobre una tabla improvisada, amarrando muñecas, tobillos y pecho con cuerdas gruesas, tensas hasta casi crujir. El brujo respiraba entrecortado, con los ojos abiertos de par en par, como si ya viera algo que los demás aún no podían ver.
Bishnu colocó una botella de ron vacía junto a Yara. El vidrio estaba limpio, pero no por ello puro; todavía retenía el perfume dulce del licor de azúcar, un aroma que el espíritu reconocería como un hogar falso, una trampa, una prisión. Yara la tomó con ambas manos, la observó a contraluz y murmuró algo en un susurro tan bajo que nadie supo si aún hablaba con ellos, o con los muertos. Luego la dejó en el suelo, a la altura de la cabeza del brujo.
- Ahora lo vamos a llamar - dijo - Para que salga. Para que se muestre.
Empezó a colocar alrededor de Ngürü un círculo desigual de hierbas secas: ruda, ajenjo, benjuí. Las frotaba entre los dedos, liberando el olor áspero que se mezclaba con el salitre del barco y el sudor de los presentes. Sobre el pecho del brujo colocó un collar de cuentas negras y rojas, entrelazadas con un amuleto de concha. Cada pieza parecía palpitar con vida propia. Sacó un pequeño frasco de cristal de su zurrón, lleno de un líquido translucido y amargo. Lo vertió en su boca y con brusquedad lo escupió sobre el cuerpo del alma condenada.
Entonces comenzó el canto.
Era un murmullo ronco, casi un gruñido al principio, pero fue creciendo, tomando forma, convirtiéndose en un desgarrado rezo yoruba. Su voz se hizo tambor, viento, trueno. Bishnu y Grace la siguieron sin comprender del todo, repitiendo los sonidos como podían, como niños imitando a los mayores. Shinrei y Akuma mantuvieron el ritmo golpeando el suelo con la palma abierta, un tok - tok - tok constante que hacía vibrar las costillas.
Ngürü reaccionó al instante. Primero arqueó la espalda. Luego empezó a sacudirse como si sus huesos intentaran romper las ataduras.
- ¡No lo miréis! - ordenó Yara sin detener el canto - ¡No lo miréis a los ojos!
El brujo gritó. Un alarido que no era solo humano.
Un sonido profundo, húmedo, como si surgiera de un pozo lleno de criaturas. Las venas se le marcaron en el cuello, y un hilillo de espuma oscura asomó por la comisura de su boca. El camarote entero pareció encogerse. El aire se volvió espeso, cargado, caliente. Como si algo respirara junto a ellos.
Yara se inclinó sobre él, gritando el canto directamente a su rostro, y con la mano libre agitó un manojo de hojas encendidas sobre un cuenco. El humo blanco rodeó al brujo, penetrando por su nariz, cubriéndole la cabeza como un sudario viviente.
El cuerpo de Ngürü se puso rígido. Los ojos se le pusieron en blanco. Y de su garganta surgió una voz que no era suya.
- ¡Sucia bruja, zorra mestiza… él me pertenece, deja que me quede…!
Las cuerdas se tensaron al límite. La tabla crujió. Grace dio un paso atrás sin querer.
Pero Yara siguió cantando. Exigiendo. Arrancando. Hasta que de pronto, un estallido seco resonó en el pecho de Ngürü. Un golpe sin manos. Un vacío que succionó la poca luz del camarote.
Y ahí lo vieron.
Una sombra, apenas un pliegue de oscuridad, levantándose del cuerpo del brujo como humo espeso, retorciéndose, buscando un cuerpo nuevo.
- ¡La botella! - gritó Yara.
Akuma se la llevó hacia sus manos en el mismo segundo en que la sombra comenzó a estirarse hacia arriba, abierta como una mandíbula. Yara destapó la botella y la colocó frente a la criatura.
El canto cambió. Se volvió agudo, afilado, como un látigo.
La sombra tembló. Intentó huir.
Intentó meterse en Grace, en Bishnu, en cualquiera. Pero un latigazo más del canto la obligó a retroceder, empujada por algo que no podían ver, algo antiguo, ancestral, que hablaba a través de Yara.
Y de pronto…
Entró.
Fue absorbida como si el vidrio tuviera hambre.
El interior de la botella se oscureció durante un instante, un torbellino negro que golpeó las paredes del vidrio desde dentro… y luego, silencio.
Un silencio seco.
Yara la tapó con un corcho viejo que Shinrei le puso en la mano. Lo hundió a la fuerza, sellándolo para siempre. Y el camarote, por primera vez en toda la noche, volvió a respirar.
- ¡Lo conseguimos! - gritó Grace, con la voz rota entre alivio y triunfo.
Pero Yara no respondió. Ni siquiera alzó la mirada. Ató la botella a su cintura y siguió inclinada sobre el cuerpo del brujo, rígido como un cadáver recién lavado. El camarote aún vibraba con ecos invisibles, como si algo se resistiera a marcharse del todo. Bishnu se acercó a Grace, con las manos temblorosas.
- Capitana… - susurró, casi temiendo romper algo sagrado - Hemos sacado al espíritu, sí… pero ahora su cuerpo está vacío. Como una casa sin lumbre. Si no lo llenamos de nuevo, se perderá por siempre en ese vacío.
Grace abrió la boca para preguntar, pero Yara ya se estaba moviendo.
Lenta. Pesada. Como si supiera que el tiempo había cambiado de textura.
- La sangre… - murmuró la santera - Hay que devolverle un camino. Un peso. Un amarre. Sin eso, el alma no puede volver.
Apoyó un pie desnudo en el suelo, limpiando el sudor y la suciedad con el dorso del brazo.
Se arremangó la falda hasta las rodillas. Y sin previo aviso, tomó un cuchillo pequeño de mango de hueso que llevaba atado a la cintura. Shinrei dio un paso, alarmada. Recordando aquel ritual que había traído a su hermana del reino de los muertos. Pero Akuma la sujetó del antebrazo.
- Déjala. Es así como debe hacerse. Los pies son los que atan el alma a este mundo, y su sangre le hará recordar…
Yara levantó el talón y, con un movimiento seco y silencioso, se abrió la piel. Un corte limpio. Profundo. La sangre brotó espesa, oscura, caliente como la vida recién nacida. La santera alzó la pierna sobre el brujo y la dejó correr por el arco de su pie, la dejó caer en hilo sobre la boca entreabierta de Ngürü.
Primero una gota. Luego otra. Pronto un pequeño riachuelo rojo que se deslizó por los labios del brujo y desaparecía entre sus dientes. Yara murmuraba palabras antiguas. Más antiguas que ella.
Más antiguas que cualquier piedra, cualquier mar, cualquier nombre. Sonaban como el viento entre raíces, como animales caminando al amanecer, como un tambor gigante enterrado bajo la tierra. El camarote entero se inclinó hacia el ritual. Los demás retenían la respiración sin darse cuenta. De pronto, el pecho del brujo se arqueó. Una bocanada de aire violenta, como si hubiera estado ahogándose durante siglos, emergió de su interior. Sus manos se crisparon contra las cuerdas. El cuerpo entero vibró, tembló, luchó por entrar de nuevo en sí mismo.
Y entonces, los ojos se abrieron.
Negros y profundos.
Asustados y nuevos.
Miró a Shinrei. A Akuma. A Bishnu. A Grace. Sin reconocer nada. Sin reconocer a nadie.
Como un niño naciendo de golpe en un mundo demasiado ruidoso.
La boca se le abrió. Tuvo que recordar cómo respirar. Cómo existir. Y cuando al fin lo consiguió, cuando el aire llenó sus pulmones por completo… sonrió. Al principio, apenas un gesto. Una curvatura temblorosa, frágil como un pétalo. Pero enseguida esa sonrisa se quebró, y el brujo comenzó a llorar. Lágrimas gruesas, silenciosas, de una pureza que solo tienen los que han vuelto de la oscuridad.
No lloraba de dolor. Ni de miedo. Ni de confusión.
Lloraba como quien se despierta después de un sueño eterno.
Lloraba como quien, después de años de prisión, es liberado.
Lloraba porque, por primera vez en mucho, muchísimo tiempo… estaba vivo.
De pronto sus ojos, aún húmedos, aún temblorosos, se encontraron con los de Yara. Y en ese instante dejó de estar perdido. La reconoció al momento. No como se reconoce a alguien que se ha visto antes… sino como se reconoce un fuego en la oscuridad.
Era ella. La mujer que había visto en sus sueños. La que había cruzado el velo, hundiendo los pies en la noche para rescatarlo. La que había arrancado el espíritu hambriento de su alma y lo había devuelto al mundo de los vivos. El sabor de su sangre seguía latente en su garganta, cálido y metálico, como un hilo que lo ataba al presente. Y sin pensarlo, sin saber siquiera si tenía derecho a hacerlo, se lanzó hacia ella. Se estrelló contra su pecho, desesperado, como un náufrago que por fin encuentra tierra firme. La abrazó con los brazos tensos, casi torpes, sosteniéndose en ella como si su cuerpo fuera lo único sólido en un universo recién nacido.
Yara lo sostuvo. Sin rigidez, sin miedo, sin sorpresa. Lo sostuvo como una madre sostiene a un hijo; con bondad, con ternura, con un amor que no había pedido pero que llegó igual. No conocía a ese hombre. No sabía su historia. No entendía sus pecados ni las sombras que había caminado durante tantos años. Pero lo conocía. En lo profundo, en lo invisible. Lo entendía como solo se entiende aquello que la sangre reconoce antes que la mente. No hubo palabras. No hicieron falta. No hubo explicaciones, ni lamentos, ni disculpas. Solo aquel abrazo.
Un abrazo cargado de siglos, de heridas, de redenciones tardías.
Y en ese gesto, Ngürü lo dijo todo:
Gracias.
Gracias por salvarme.
Gracias por devolverme.
Gracias por liberarme.
Yara cerró los ojos, apretando un poco más los brazos alrededor de él. Y por un instante, solo uno, pero eterno, ambos comprendieron que habían sido elegidos por un destino más antiguo que ellos mismos. Comprendieron que no siempre existe el bien y el mal, que a veces no todo es blanco o negro, tan solo decisiones mal tomadas, errores repentinos, golpes de suerte que trazan caminos imposibles de deshacer.
Los demás observaban aquel abrazo sin entender del todo lo que ocurría. Solo sabían una cosa: habían liberado un alma condenada. Habían vencido, una vez más, a la oscuridad.
Entonces la puerta del camarote se abrió de par en par con un golpe seco. Un hombre irrumpió furioso, como un huracán de carne y cicatrices: la marca que le cruzaba el torso brillaba enrojecida, sus manos empuñaban a sus dos mujeres, con rabia ardiente en los ojos y blasfemia en la voz. MacFarlane destrozó el remanso de paz con su mera presencia. Como solo un hijo de las tierras altas de Escocia puede hacerlo.
- ¡¿Dónde está ese maldito demonio?! - bramó, salvaje y desbocado.
Grace se incorporó de inmediato, intentando interponerse con las manos alzadas, conciliadora. Pero el escocés, al ver a aquel desconocido abrazado a Yara, no necesitó explicaciones. Supo que ese era su enemigo. Se lanzó sobre él como una bestia. Hubo que detenerlo entre varios: Bishnu sujetándole el hombro, Akuma bloqueando sus puñales, Shinrei torciendo su muñeca, Grace empujando con todo su cuerpo.
- ¡Basta, MacFarlane! - gritó Grace entre esfuerzo y rabia - ¡¡Todo ha terminado, acabamos con él!!
- ¡Ese brujo bastardo casi me mata! - rugió él - ¡Me atacó por la espalda, a traición!
- ¡Lo que te atacó no era el brujo! - replicó Grace - ¡Era la oscuridad que lo poseía!
Pero el escocés no entendía de palabras. Solo quería sangre. Quería devolverle el golpe, apuñalarlo, descargar su furia. Solo quería vengarse. Akuma y Shinrei, sincronizadas como sombras gemelas, se lo llevaron a la fuerza fuera del camarote. Él pataleó, mordió el aire, gruñó como un animal. Por un momento pareció poseído, atrapado en la misma hambre que hacía instantes habían expulsado del cuerpo del brujo. Hasta que Akuma inclinó la cabeza y le susurró algo al oído. Nadie escuchó lo que le dijo. Quizás no fueran palabras de amor, ni tan siquiera palabras amables. Pero bastó.
MacFarlane se quedó helado, detenido por un latido. Bishnu cerró la puerta de inmediato, dejando los gritos del escocés extinguirse poco a poco en las entrañas del Red Viper. El anciano sonrió, esa sonrisa preludio de calma en un rostro arrugado y huesudo.
Al mismo tiempo, Yara ayudó a Ngürü a ponerse en pie. El brujo estaba débil, flaco como si no hubiera comido en años. Y no era del todo falso: aunque había cazado en soledad y comido cada día sin excepción, lo hacía el demonio, no él. Cada bocado alimentaba al monstruo hambriento, nunca al hombre.
Grace se acercó. Esta vez sin arma, sin desconfianza, sin espejo. Lo observó con calma, de tú a tú, sin atisbo de miedo o desprecio. Su ojo derecho seguía siendo reptiliano, una marca imborrable del poder sobrenatural que lo atravesaba y ella sonrío, desafiante como siempre.
Todos los que quedaban en el camarote entendieron lo mismo en silencio: era el momento de convertir a un enemigo en un aliado. Ren lo había hecho, pasando de espía a cronista de sus aventuras. Drake también, nacido como rival y convertido en igual. Isabella pasó ese trance como todos, de dama altiva y corrupta a hermana de armas, ansiosa de libertad.
El mar, a veces, convertía amenazas en hermandad y Grace lo comprendía muy bien. Posiblemente aquella fuera la virtud que hacía de ella, la capitana más temida de los siete Mares. Donde otros veían obstáculos, ella encontraba oportunidades. Donde los demás tropezaban y se lamentaban, ella se alzaba y seguía andando por pura testarudez. Ni las sucias calles de Bristol, ni las frías aguas del norte, ni los monstruos ni los Dioses, ni los reyes ni las tormentas, conseguirían frenar el fuego que ardía en sus venas. Tan solo la muerte llevaba la mano ganadora, y hasta que llegara el día en que tuviera que jugar esas cartas, no descansaría jamás. Había llegado el momento, el momento de que la Alianza de las tres banderas, diera la bienvenida a un nuevo y poderos miembro.
Pero antes de que la capitana pudiera abrir la boca, Ngürü habló.
- Siento… todo lo que os he hecho sufrir - murmuró, la mirada clavada en el suelo - Quise detenerlo… os doy mi palabra… pero no pude. Y… asumiré el castigo que creáis justo. No merezco nada más.
Grace dio un paso más hacia él. La fuerza de su mirada era la de un acantilado resistiendo el oleaje. La voz, firme como un navío orgulloso en mitad del mar embravecido. Ella ya había tomado una decisión. Y todos, excepto el brujo, sabían que, cuando eso ocurría, nada en el mundo podía detenerla.
Frente a ellos aguardaba un enemigo mayor: más allá del Pacífico, más allá del ecuador. Oculto en el horizonte, un ejército esperaba, ansioso de sangre. El océano estaba repleto de adversarios, todos armados, todos superiores en número. Sir Reginald Hardgrave, que el demonio lo tenga en su gloria, se había aliado con el traidor de Hong Long en una perversa alianza que parecía imposible de vencer. En cambio, el Red Viper, era apenas un puñado de rebeldes, hambrientos y cansados, desafiando a la tiranía. Y en un mundo así, la ayuda no era un lujo. Era supervivencia.
Grace lo sabía, tan cierto como el sol nace en el este y se pone en el oeste.
Y el destino, siempre cruel, siempre caprichoso, volvió a mover ficha.
Ngürü levantó la cabeza. Sus ojos se cruzaron con los de aquella mujer pelirroja, y por un instante se quedó sin aire. No vio solo a una bella mujer, ni a una formidable capitana. No vio ni tan siquiera a un ser humano. Vio un espíritu. Un espíritu distinto a todos los que había conocido: no era la sombra que lo había acompañado durante años, no era el hambre que lo había consumido por dentro, ni la voz que lo empujó a matar a su propia gente.
En ella había luz. Una luz que no quemaba, sino que sanaba. Una luz antigua, feroz, tan viva como las brasas de la primera hoguera que un hombre encendió en la noche del mundo. Esa luz le devolvió algo que creía perdido para siempre: recordar quién era. El nombre regresó como un viento nacido en los bosques de su infancia. El nombre que había olvidado bajo pieles ajenas. El nombre que la bestia le había arrebatado.
- Zorro… - susurró, la voz quebrándose, los ojos inundados en lagrimas - así me llamaban los míos.
Yara levantó la mirada hacia Grace. Sabía exactamente qué estaba a punto de preguntar. Bishnu, apoyado en el marco de la puerta, también lo sabía: su sonrisa vieja y sabia lo delataba. Las dos amigas se miraron… y sonrieron. La yoruba, aún sosteniendo al brujo debilitado, con la botella atada a su cintura, donde la oscuridad golpeteaba desde dentro como un corazón maldito, asintió apenas.
En aquel camarote, entre sangre, humo y lágrimas, había ocurrido algo que pocas veces ocurre en el mundo: un alma rota había encontrado un lugar donde renacer; un monstruo había sido devuelto a la humanidad; y una tripulación había sido testigo de un milagro tejido con manos mortales.
Grace dio un paso adelante. El fuego en sus ojos no era de odio ni de amenaza.
Era destino.
- Y dime, Zorro… - sonrió, inclinando apenas la cabeza - ¿Temes a la muerte?
Continuará…