Carlos Sevillista
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Que capítulo más bonito. La llegada al mundo de Maverick es el culmen de esta buena y gran familia que han formado todos.
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No te voy a negar que se me ha pasado por la cabeza, jajajaja.Buff, que susto. Por un momento pensé que perdíamos a Vihaan
Lo curioso es que fue su propio hijo el que lo sacó del trance y lo devuelve a la realidad.
No te creas. A los sevillistas se nos está quitando las ganas de fútbol.No te voy a negar que se me ha pasado por la cabeza, jajajaja.
Y para ser ya sinceros del todo, en más de una ocasión. Pues le daría una carga dramática de la ostia!
Pero no puedo hacerlo... no diré mucho más, para no hacer spoilers. Tan solo diré que Vihaan tiene que sobrevivir, pase lo que pase.
Tengo planes para él! jejeje
Se que te mola el fútbol. Así que diré que le he metido una cláusula millonaria, que ningún equipo podrá pagar jamás.
Ni tan solo el Muerte F.C., por mucho dinero que tenga. jajajajaja
Me acabas de dar una idea que no contemplaba. ¿Y si Maverick tuviera algún poder mezclando la tierra y el agua? mmmm....El poseedor del amuleto de la tierra no puede desaparecer.
El hijo de dos elegidos, el fuego y la tierra, tiene que tener algo místico. Por el momento a recuperado a su padre del influjo de la sirena demoníaca, devolviéndole la cordura y la consciencia.
Gracias compañero! y bienvenido de nuevo! Un abrazo enorme.Tras una semana ausente, al fin puedo decir que me puse al día.
Compañero, impresionantes capítulos, sentimientos encontrados, el corazón encogido, las lagrimas brotando sin poder contenerlas.
Me descubro y ole, ole, ole.
Me acabas de dar una idea que no contemplaba. ¿Y si Maverick tuviera algún poder mezclando la tierra y el agua? mmmm....
Cierto! Roca y llama, mmmm... quizás metal! Le daré una vuelta!Tendría que ser un poder mezclado entre el fuego y la tierra, que son los amuletos de sus padres. El agua es el amuleto de Diego de la Vega.
Muy bueno, saldrán de esta seguro, ingenio, determinación y terquedad tienen de sobra, además nadie queda atrás.Capítulo 70 - El Faro del Hombre Muerto: Holloway y el asedio de las hijas del mar.
Las barcazas remaron con la furia del pánico, avanzando como penitentes sobre un mar que parecía querer tragárselas. Cada golpe de remo era un grito de miedo convertido en movimiento.
Las miradas, ancladas en la superficie negra del océano, se reflejaban rotas por el terror, las pupilas dilatadas como si buscaran la salvación en la nada.
Los que no remaban se tapaban los oídos, rezando entre dientes, besando amuletos, murmurando plegarias aprendidas en la infancia y olvidadas por los años. Todos sabían que la única seguridad posible estaba lejos del mar, lejos de ese reino indómito que guardaba bajo su piel líquida a los monstruos más terroríficos que uno pudiera imaginar.
El agua, antes calma, empezó a hervir. Una espuma negra y pestilente subió desde las profundidades, y aquel canto que antes prometía amor eterno, cambió su tono radicalmente. De melodía celestial pasó a alarido infernal. Las sirenas emergieron, dejándose ver sin disfraces, en su auténtica naturaleza. Ya no eran las visiones de belleza que seducían con dulzura, sino abominaciones sin forma ni piedad. Sus cuerpos, mitad carne, mitad pez, se contorsionaban entre las olas. Los cabellos, ahora enmarañados de algas y barro, se agitaban como tentáculos. Saltaban entre las crestas del mar como delfines podridos, con la piel rasgada y los ojos desorbitados. De sus bocas deformes salían chillidos imposibles, blasfemias retorcidas que parecían desgarrar el aire mismo.
MacFarlane se irguió en la popa de su bote, firme sobre el temblor del mar. Desenvainó a sus dos mujeres y apretó los dientes con furia contenida. El acero brilló al reflejar el fuego del infierno que se encendía sobre las aguas. Al instante, Akuma se acercó a su lado en absoluto silencio, la katana deslizándose fuera de la vaina con un silbido frío.
Sus miradas se cruzaron, dos guerreros que compartían mucho más que pasión o deseo.
Entre ellos no hizo falta palabra alguna. Lo que los unía era más poderoso que el amor que no podían expresarse, algo más profundo, más poderoso, más antiguo: Era el instinto de la supervivencia frente al fin del mundo. Y allí, bajo la sinfonía demoníaca de las sirenas, comprendieron que estaban condenados. Pero también entendieron algo más…
Sus ojos se encendieron con el fuego inquebrantable del que defiende su vida. Y sonrieron en silencio, una sonrisa verdadera, llena de determinación y coraje. Si el mar quería verlos muertos, si esa era la voluntad de los dioses, lo aceptaban sin quejas. Asumían su destino, sin culpa, sin remordimientos. Pero si el destino quería verlos muertos, debería venir a arrancarles la vida con sus propias manos. Pues ellos no se la entregarían sin antes plantar cara. Jamás.
- Si este es nuestro destino, moriremos luchando - dijo MacFarlane sin apartar la vista de ella.
- Con el acero desnudo y con los dientes apretados - respondió ella con firmeza.
Como si ellos dos fueran un estandarte luminoso ante la noche más oscura, todos los imitaron al instante en el resto de los botes. Músculos tensos, ojos abiertos y el acero desenvainado. Todos dispuestos a enfrentarse a cualquier engendro que quisiera arrastrarlos hacía el fondo del mar. Remaban con todas sus fuerzas, directos hacia la costa escarpada de aquella pequeña isla en mitad de la nada. Pero no era suficiente. Las sirenas eran más rápidas y sin embargo, ninguna hizo intención de atacar.
El Perro, de pie a su lado, observó a aquellas criaturas durante unos segundos. Sus ojos no mostraban miedo, sino comprensión.
- ¡¿Por qué esas malditas bestias no nos atacan?! - gritó Snatch, apretando los dientes, la mirada perdida en aquella pesadilla de gritos demoníacos y agua turbia.
La Hiena levantó la vista hacia él, perplejo por su respuesta. El mar olía a putrefacción, la desesperación se hizo presente a su alrededor, y en ese instante comprendió la verdad que escondían aquellas palabras.
- No son bestias, viejo amigo - dijo al fin, casi en un murmullo - Son inteligentes… Nos guían como un rebaño hacía el matadero…
Las sirenas no los atacaban porque no lo necesitaban. Sabían perfectamente lo que pretendían los marineros. Quizás por instinto, quizás por experiencia. Y es que, las aguas se abrían ante ellos como un refugio silencioso, empujándolos hacia la costa, hacia aquella isla que parecía su única salvación. Pero era una trampa, en realidad. La más cruel de todas.
El Perro las observó avanzar, luego volteó la cabeza fijando los ojos en el faro que se alzaba en la bruma como un diente roto de un dios caído.
Y tenía razón. En aquel islote maldito no había agua dulce ni alimento, solo roca y silencio. Las sirenas no necesitaban matarlos. Bastaba con rodearlos. Esperar. Dejar que el tiempo hiciera el trabajo sucio. Jugarían con ellos como gatos con su presa. Dejarían que el hambre y la sed desgarraran sus entrañas, que el miedo sembrara la locura entre sus corazones. Y cuando llegara el momento… cuando los hombres, quebrados por el tormento, se lanzaran al mar buscando consuelo o redención, ellas estarían allí. Esperándolos bajo las olas, sonrientes, hermosas y horribles. No eran bestias irracionales. Eran estrategas macabras del abismo.
- Nos están llevando justo donde quieren - murmuró entre dientes - Creemos que la tierra firme nos protegerá, y ellas saben muy bien lo que pensamos… que el suelo firme bajo los pies es sinónimo de salvación. Pero allí... allí solo nos espera la condena.
Y el mar, su tablero de juego.
Las barcazas encallaron contra la costa con un golpe seco, levantando una nube de espuma y piedras. El oleaje arrastraba con fuerza, como si el propio mar se negara a soltarlos. Los primeros hombres que llegaron a tierra firme saltaron sin pensarlo, hundiéndose hasta las rodillas en un fango helado, ayudando a los demás a desembarcar. El viento aullaba entre los riscos, cargado del olor metálico del agua salada y el eco lejano de los cantos que aún resonaban, distorsionados, entre la bruma espesa.
Corrieron tambaleantes, con el miedo mordiéndoles los talones. El suelo era traicionero, cubierto de algas secas y guijarros resbaladizos. Cada paso parecía una batalla contra ese pedazo de roca maldita. El faro se alzaba ante ellos como una sombra titánica: una torre gris, inacabada, de piedras ennegrecidas por la humedad. Su cima rota se perdía entre la niebla. Era un esqueleto de lo que algún día quiso ser, un refugio olvidado en el fin del mundo.
- ¡Rápido, fuera de las barcas! ¡Vamos, vamos! - rugió Diego, alzando el brazo para dirigirlos.
Vihaan llegó el primero, el canto embriagador aún recorriendo sus entrañas, como un veneno que se resistía a desaparecer del todo. Apoyó ambas manos sobre la puerta, que apenas se sostenía sobre sus goznes oxidados. La madera estaba astillada, hinchada por la sal y los años, pero resistía como si aquel propósito, por el que había sido construida, estuviera protegido por una magia antigua y oscura. Golpeó una vez, dos veces, tres. Nada.
La nórdica corrió hasta él y juntos empezaron a empujar, hombro con hombro, mientras el mar rugía detrás. La madera se estremeció, crujiendo como un animal herido. Yrsa lanzó un grito gutural, un último empujón, y la puerta cedió. Se desplomó hacia adentro, levantando una nube de polvo y olor a moho.
- ¡Yrsa! - llamó entre jadeos - ¡Echame una mano, rápido!
Los hombres pasaban junto a él, uno tras otro, jadeantes, cubiertos de agua y miedo. Algunos miraban hacia atrás, hacia el mar, temiendo ver entre la espuma los ojos pálidos de sus perseguidoras. Ren ayudó a Grace a cruzar el umbral. La capitana abrazó a su hijo contra el pecho, corriendo sin mirar atrás.
- ¡Entrad! ¡Rápido, que nadie se quede atrás! - ordenó Diego, girando sobre sí mismo para hacerles paso.
El último en llegar fue Drake. Subió los últimos metros de la pendiente, con la chaqueta pegada al cuerpo y la mirada clavada en el horizonte gris. Se detuvo a su lado, respirando con esfuerzo.
- ¡Adentro todos! ¡Vamos, vamos! - Diego contaba mentalmente, como si temiera dejar un alma fuera.
Diego lo miró unos segundos. Detrás de ellos, el oleaje lamía las rocas con un rumor inquietante.
- ¿Crees que aquí nos dejarán tranquilos? - preguntó, sin apartar los ojos del mar.
Drake asintió despacio, apretando la mandíbula. Entró en el faro y esperó a Diego, que fue el último en cruzar. Entre los dos levantaron la puerta y la ajustaron para que cerrase de nuevo. Pero antes de hacerlo, echaron una última mirada al mar.
- No - respondió con calma - Pero al menos nos darán tiempo para tramar un plan.
Entre la bruma, De la Vega creyó distinguir un rostro.
Hermoso. Sonriente. Sereno.
Como si esperara lo inevitable.
Y entonces empujó la puerta con todas sus fuerzas, sellando el refugio contra la noche.
El silencio se hizo ley en el interior del faro. Era apena una cápsula estrecha y húmeda donde el tiempo se había detenido. La piedra despedía un frío seco que se colaba por la ropa y calaba los huesos; las vigas del techo goteaban todavía agua salada; la luz que entraba por los cristales rotos tenía un tono gris de ceniza. Apenas había sitio para moverse: un corredor angosto, una sala circular que olía a soledad y a aceite viejo, y una estrecha escalera de caracol que subía hasta la linterna rota. Todo lo demás eran nichos vacíos y cajones atrancados.
Buscaron lo que pudieron: tablas sueltas, restos de cuerdas, papel enmohecido, algún mueble hecho trizas. Con habilidad de quien vive entre carcomas y tormentas hicieron una pequeña hoguera en el centro de la estancia; no para calentar el cuerpo, pues era demasiada pequeña para ese fin, sino para encender algo más necesario: la esperanza.
Las llamas eran modestas, pero su calor se comía el silencio como si fuese una bestia hambrienta. El humo llenó el techo, los rostros se perfilaban en anillos de luz cálida; juntos, apretados, húmedos y temblando, se juntaron alrededor del fuego como si el calor pudiera ahuyentar también la amenaza que venía del mar.
Mientras recogían más restos para alimentar la brasa, Ren tropezó con un cuaderno cubierto de polvo, encuadernado en piel reseca. Lo abrió con dedos torpes y empezó a leer las primeras líneas, en silencio; al mismo tiempo que se formaba un circulo alrededor de la hoguera.
El Perro apoyó la espalda en la pared de piedra, la pipa humeando en la mano, la mirada fija en el pequeño fuego. Rompió el silencio con la voz seca y desgarrada de siempre.
MacFarlane, con la cara aún desencajada, dejó escapar un gruñido.
- No estamos a salvo - dijo por fin - Esto no es más que una ilusión, no es más que una falsa tregua. Podemos alargarlo unas horas, quizás unos días si nos esmeramos. Pero más pronto que tarde vendrán el hambre y la sed… la paciencia tiene fecha de caducidad.
Diego clavó la vista en las llamas, sus manos cerca del calor, concentrado.
- Al menos ya no estamos en el agua - comentó, intentando aliviar la situación - No corremos el riesgo de que esos engendros nos arrastren al fondo del mar con sus malditas canciones.
El Perro asintió, lento y pesado, y con esa mezcla de ironía y verdad que siempre tenía en los labios.
- Burlar a la muerte hoy no significa escapar de ella para siempre, escocés - dijo sin apartar la vista de la hoguera - Es cuestión de tiempo que esas criaturas vuelvan con otra artimaña. Aquí, encerrados, lo único que cambia es el momento. Pero el destino… ya está escrito.
Grace, sentada con Maverick en el regazo, lo acunaba mientras el niño mamaba tranquilo de su pecho. Su voz, baja pero firme, llenó el hueco que dejaban las olas del silencio.
- Por eso no hay nada que celebrar cuando uno está bajo asedio… Las sirenas no vienen a matarnos de frente; vienen a hacernos sucumbir. Esperan que la desesperación haga el trabajo por ellas.
Drake tiró un trozo de madera a la pequeña llama, mirando al grupo con aquella media sonrisa que solía desarmar a sus enemigos.
- Entonces hay que pensar algo y rápido… - dijo - No podemos quedarnos quietos sin hacer nada. Debemos contraatacar…
Bishnu, siempre mesurado, reposó el bastón contra sus rodillas y habló con la voz grave de quien guarda los secretos del mundo.
- ¿Qué propones, entonces? - repuso con cierta guasa - Porque sin un buen plan, lo único que haremos es morir con la barriga vacía y los huesos calados por la humedad.
El Perro, para romper la tensión que empezaba a apretarse en el pecho de todos, soltó un gruñido que se convirtió en una broma rasposa.
- Todos hemos oído historias… Cuentos que arrastran verdades ocultas dentre las mentiras. No es mucho, pero es lo que tenemos.
La risa, primero contenida, se esparció por la estancia; fueron risas pequeñas y ahogadas, cargadas de pesadez, pero risas al fin y al cabo. Unas carcajadas breves, un respiro ante el peligro que aguardaba tras el refugio. Diego sonrió sin dejar de mirar al viejo sabio, luego extendió esa mirada a cada uno de los presentes; el fuego reflejaba la resolución en sus ojos.
- El lugar es idóneo para contar historias, sin duda - dijo dejando escapar el humo espeso por su boca entreabierta - Tenemos la hoguera encendida y un buen puñado de borrachos ilustres sentados alrededor.
El fuego crepitó, como si aprobara las palabras del español. Afuera, la bruma seguía lamiendo las paredes, callada y espesa, aguardando un desenlace que parecía inevitable. Dentro, entre rostros encendidos y manos que temblaban, empezaba a trazarse el esbozo de un plan.
- Bishnu tiene razón - dijo - Si nos asedian es porqué están seguras de que no tenemos escapatoria, por lo que no debemos temer un ataque repentino. Hay que aprovechar el tiempo que nos han concedido. Pero antes de tramar nada, necesitamos conocer a qué nos enfrentamos. ¿Qué sabemos de ellas? ¿Cómo actúan? Y sobre todo… ¿Qué las detiene? Exponed lo que sepáis, sin miedo. Vamos a hablar, a recordar, a aprender los unos de los otros.
Bhagirath fue el primero en romper el silencio. Sus ojos, fijos en el fuego, parecían mirar más allá de las llamas, hacia un lugar lejano, perdido entre recuerdos y especies aromáticas. Su voz, pausada y grave, resonó como una oración antigua, arrastrando consigo el peso de la memoria.
Las llamas bailaron sobre su rostro oscuro, proyectando sombras que parecían moverse con cada palabra. Por un instante, una leve sonrisa se dibujó en sus labios, la de un hombre que vuelve a abrir un libro antiguo, lleno de polvo y nostalgia.
- En mi tierra dicen que el mar tiene ojos - empezó - Que cuando una ola te devuelve tu reflejo, no es el mar quien te mira… sino una Matsyakanya, una doncella-pez.
Hizo una pausa. El crepitar del fuego llenó el vacío, como si hasta el viento escuchara.
- Mi santo abuelo me contaba esas historias cuando era niño - continuó, con la mirada perdida en el fuego - Decía que son hijas del dios Varuna, guardianas de los secretos del agua. Algunas se dejan ver en noches sin luna, y cantan para los pescadores que se atreven a ir demasiado lejos.
El fuego titiló, reflejándose en sus ojos oscuros como si el océano mismo se asomara a través de ellos.
- Si el corazón del hombre es puro, la doncella le concede viento y buena pesca. Pero si lleva deseo o soberbia dentro, lo arrastra con una caricia hasta el fondo del mar, donde todo es silencio - Alzó la vista hacia los demás, su voz más baja, casi reverente - No hay maldad en ellas… solo equilibrio.
MacFarlane lo observó en silencio unos segundos, con el rostro endurecido por la experiencia y el fuego reflejándose en sus ojos cansados. Negó despacio con la cabeza, exhalando una risa seca que sonó más amarga que divertida.
- Son el alma del mar - murmuró - Y el mar… siempre reclama lo que da.
El escocés asintió despacio, chasqueando la lengua antes de continuar.
- No niego que tu amado abuelo fuera un santo, amigo - gruñó, con ese deje de ironía áspera en su voz ronca - Pero si te dijo que esos demonios no son malvados, es que jamás vio lo que nosotros acabamos de ver.
- Doy fe de ello… - añadió Vihaan con una sonrisa nerviosa, intentando disipar el peso de sus propios recuerdos - Quizás en nuestro hogar las Matsyakanyas sean justas, viejo amigo - miró a Bhagirath con respeto - pero sus primas del oeste… te aseguro que no lo son.
Las llamas se agitaron como si respondieran a su historia, proyectando sombras temblorosas sobre los muros húmedos del faro. Nadie lo interrumpió; solo se escuchaba el crepitar del fuego y el rugido lejano del mar.
- Si algún día llegas a navegar por el Minch con niebla - dijo con voz grave, clavando la mirada en el hindú - mantén la boca cerrada y el corazón firme, bigotes. En mi isla los hombres temen más a las Ceasg que a las tormentas, y no sin razón. El malnacido de mi padre juró haber visto una, peinando sus cabellos dorados en la orilla. Dijo que le ofreció un deseo… y el muy desgraciado pidió riquezas - Hizo una pausa, los labios apretados, antes de escupir con desdén - En casa todos pensamos que había vuelto a beber demasiado, pero… no pasaron dos semanas, cuando la peste mató a la mitad de nuestro ganado y echó la cosecha a perder.
El silencio volvió a extenderse entre ellos, denso y frío. Yrsa, que vigilaba el exterior desde una pequeña ventana, se acercó despacio a la hoguera, sus pasos resonando sobre la piedra húmeda. Se agachó para calentar sus manos. Las llamas temblaron al reflejarse en su piel blanca como el hielo, y por un instante, las runas que surcaban su cuerpo parecieron despertar, ardiendo con una luz tenue, antigua, como un eco de los tiempos en que los dioses caminaban junto a los hombres.
- Algunos hablan también de los Blue Men - continuó, su voz bajando hasta volverse casi un susurro - Demonios del agua que recitan versos a los capitanes. Si no respondes con rimas hermosas… estás perdido. - Soltó una carcajada lúgubre, más un gemido que una risa - No sé qué historias son ciertas y cuáles no. Solo sé que cuando el mar calla… y el viento empieza a cantar… es mejor no responderle.
Las llamas bailaban sobre su rostro como si de sus palabras toscas y rudas pudieran hacer una hermosa poesía.
- Yo crecer junto fiordo - murmuró, su voz grave, rota por el frío que la acunó de pequeña - donde mar ser hondo… y frío. Madre decir que yo no escuchar canciones que viento traer. “Havfruer”, decir siempre… ser peligro. - Sus ojos se perdieron un momento en el fuego, como si lo mirara desde muy lejos - Viejos de aldea decir ser canto triste… canto de añorar. Decir que Havfruer poder caminar, poder casar con hombres, hacer hijos… pero cuando escuchar mar en alma… volver a casa sin mirar atrás.
Nadie se atrevió a romper el silencio que siguió. La voz de Yrsa había dejado flotando en el aire una melancolía densa, como el olor a sal que se colaba por las rendijas del faro. Cortés fue el primero en seguir. Había permanecido escuchando en silencio, observando a la giganta con una mezcla de respeto y sorpresa. No recordaba haberla oído pronunciar más de dos palabras seguidas hasta ese momento.
- Quizás ser más humanas que nosotros - añadió con una calma sombría - También amar. También huir. También equivocarse… Mar no perdonar nostalgia.
Las miradas se giraron hacia él, y Cortés siguió, con el tono pausado de quien repite algo aprendido junto al fuego de una cocina vieja.
- En la costa, frente al Atlántico - dijo al fin, con voz baja pero firme - las viejas aún dejan pan y fruta en las rocas para las maruxiñas. Dicen que son mujeres del mar, tan bellas que ni el sol se atreve a mirarlas dos veces.
El viento sopló afuera, como si quisiera dar forma al recuerdo.
- Mi padre, en paz descanse, decía haberlas oído en noches de temporal. Contaba que eran voces que llegaban con el bramido de las olas. Si el canto era dulce, el barco volvía. Si era triste, el barco no regresaba.
El fuego crujió y todos se detuvieron a escucharlo. Afuera, el canto envenenado del mar respondió como si confirmara sus palabras. El Perro encendió de nuevo su pipa, las brasas tintineando en la penumbra como el ojo rojo de un demonio cansado. Dio una calada lenta, llenando el aire de un humo denso y dulce que se mezcló con el olor a sal, leña húmeda y miedo. Luego, exhaló con un gruñido, rompiendo la nostalgia que empezaba a adormecerlos.
- “Los griegos las llamaban hijas del Río”, me decía siempre… “pero para nosotros, hijo, son hijas del propio mar. No buscan hombres: buscan memoria. Cada canto suyo recuerda a los que se tragó el océano.” - Hizo una pausa, mirando las llamas, casi en un susurro continuó - “Por eso, cuando oyes una sirena, no reces por salvarte… reza por los que no lo lograron”
El silencio volvió, más pesado. Las llamas crepitaron. Fue Yara quien lo rompió, su voz profunda y serena, teñida del misterio de los trópicos.
- Todas son bonitas historias… - carraspeó, mordiéndose la boquilla de la pipa - Pero nadie está hablando de lo que realmente importa… ¿cómo demonios acabamos con ellas?
Levantó la vista hacia Diego.
- El mar no se puede vencer - dijo, sin levantar la mirada del fuego - Y las sirenas son sus mensajeras. Si las enfrentamos de frente, nos arrasarán. Hay que apaciguarlas, como sea - Tomó una brasa con una rama y la lanzó al suelo, observando cómo chispeaba - Necesitamos fuego y ofrenda: una copa de ron, un poco de sangre y ceniza de tabaco. Lo lanzamos al mar con palabras de respeto, y rezamos a los santos para que nos dejen paso.
Diego quiso decir algo pero alguien le interrumpió antes. MacFarlane bufó, soltando una carcajada seca.
- Ayúdame a pedir paso a Yemayá, madre del agua, para que las mantenga a raya. Pues no se vence al océano con hierro, sino con promesa y reverencia.
Por un instante hubo silencio… y luego estalló la risa. Una carcajada viva, ronca, sincera. Rieron todos, incluso el propio escocés, que golpeó el suelo con el puño entre risotadas. La japonesa los miró, desconcertada al principio, sin saber porqué reían; hasta que una sonrisa pequeña y tímida cruzó su rostro inexpresivo.
- ¡Bah! ¡Basta de rezos y brujerías! - replicó con su voz rasgada - Las Ceasg son como los poetas: no soportan que alguien les gane en habilidad. Si quieren cantar, cantémosles nosotros mejor, juguemos a su juego - Alzó el brazo, teatral, como si brindara con los dioses - Les responderé con versos tan afilados que el mar se tragará su propio eco. Dadme vino, pluma y papel, y juro por mis ancestros que escribiré un canto que las hará callar o morir de vergüenza.
- No sabes escribir… - dijo de repente Akuma, sin alzar apenas la voz.
Entre las sombras, Yrsa se incorporó. La hoguera reflejó su figura colosal, su piel marcada de runas que parecían moverse con el fuego. Todos callaron de inmediato. Nadie era tan necio como para interrumpir a esa giganta nacida del hielo y del acero.
Se inclinó un poco hacia el fuego, sus rasgos afilados iluminados por las llamas.
- Ser más sencillo. Havfruer temer luz y hierro frío. Empuñar armas y luchar cuando sol salir, eso mantener Havfruer lejos. Fuego en cielo, hierro en tierra. Luchar hasta matar a todas.
- Los del norte lo arregláis todo igual… - rió Cortés - Yo estoy con el loco escocés… creo que no va mal encaminado. Pues no hay monstruo que se resista a un buen coro. Si ellas cantan, pues cantemos más fuerte. Que cada uno coja una botella, un cubo, lo que tenga, y hagamos ruido hasta que se nos reviente la garganta. - Hizo una pausa teatral y alzó el dedo, con una sonrisa torcida - No hay hechizo que aguante el bullicio de los desesperados desafinando con fe.
- No son solo monstruos, Cortés - lo interrumpió Isabella, con la calma cortante de quien conoce el veneno del mundo - Son mujeres… o lo fueron alguna vez.
El Perro escuchaba en silencio, con el ceño fruncido bajo el humo de su pipa. Su mirada saltaba de uno a otro, sin dejar escapar palabra. En el brillo de sus ojos se adivinaba el juicio del hombre que ha visto demasiadas cosas para creer fácilmente, pero que aun así no desprecia ninguna posibilidad. Era su don y su condena: la desconfianza que le había mantenido vivo entre demonios de carne y hombres peores que bestias.
- Yo he escuchado que su propia belleza las ata al sufrimiento. Si les mostramos un espejo, verán en él la forma que han perdido. - Sacó con delicadeza un pequeño espejo de su zurrón, su marco de plata ennegrecido por la sal y la humedad - Yo tengo uno. Mi último lujo de tierra firme. Si lo usamos contra ellas, puede que su propio reflejo las ahuyente. Nadie soporta verse monstruo, ni siquiera un ángel caído.
Grace, en cambio, observaba aquella escena con un atisbo de luz en el rostro. Sonreía. No era una sonrisa amplia ni confiada, sino de esas que brotan despacio, con el calor de lo humano. Le gustaba verlos así: hablando, discutiendo, vivos. Le encantaba esa imagen, todos juntos alrededor del fuego, cada voz distinta, cada alma encendida. Para ella, así debía gobernarse un navío. Así debía comportarse un capitán. Así debía vivirse la vida. Sin rangos ni estatus, sin jerarquías ni miedo. Solo hombres y mujeres, juntos frente a la oscuridad, buscando un modo de sobrevivir. El fuego en el centro, y el mundo entero, girando a su alrededor.
Caitlin «Ojos Verdes» meditó la idea con la seriedad de quien ha vivido media vida entre nieblas y arrecifes.
- No es tan descabellado lo que proponen MacFarlane y Cortés… Su canto es su arma más peligrosa, ¿no es así? - dijo Vihaan, la voz baja pero firme - Y como bien dice Isabella, su belleza es igual de temible… Así que si lo que queremos es vencerlas, primero hemos de vencer lo que nos llama. Nadie debe mirar al mar ni atender a su música. Nos taparemos los oídos con cera y los ojos con trapos. Si no deseamos seguirlas, ellas perderán el camino hacia nosotros.
Una risa cascada rompió la tensión. Fred «El Bocas» dio un paso adelante, la pólvora en la mirada.
- ¿Y como diablos llegaremos a los navíos, astrónomo? - Preguntó incrédula - Es más, ¿Como demonios navegaremos sin tener ningún punto de referencia? Lo siento, pero es un suicidio, no funcionará. En algún momento deberemos ver y escuchar, y en cuanto lo hagamos seremos presas de esos demonios.
El Perro soltó una brusca exhalación de humo, y la mirada que lanzó a su alrededor pesó sobre todos como una losa. El murmullo seguía creciendo sin orden ni turno; una cascada de voces que chocaban entre sí, alimentadas por el miedo y la desesperación. Una tras otra, las ideas se sucedían: algunas rozaban lo absurdo, otras eran auténticas locuras, pero ninguna era callada. Todos escuchaban, conscientes de que, entre tanto caos, quizá se escondiera una chispa de salvación.
- ¡Bah!, dejaros de tonterías. Yo digo que carguemos los mosquetes con pólvora bendita - miró a Yara en busca de una posible magia que pudiera ayudarlos - y disparemos al agua hasta que no quede ni una escama. Si el mar nos quiere, que lo demuestre. ¡Yo no pienso morir sordo, ni ciego!
Ren llevaba un buen rato intentando hablar. Su voz, suave y educada, no hallaba espacio entre aquella jauría de marineros rudos y exaltados. Sostenía todavía el libro que había encontrado en el suelo, las tapas cubiertas de polvo y sal, y sus ojos, serenos y firmes, decían que tenía algo importante que decir. Sin embargo, sus labios seguían mudos, ahogados por el ruido.
Solo Grace se percató. Lo vio aferrarse al cuaderno, alzar la mirada una y otra vez, abrir la boca sin lograr emitir palabra. Comprendió enseguida que aquel silencio suyo escondía algo valioso, una verdad que los demás estaban demasiado asustados para oír.
El bullicio se fue apagando poco a poco, como si el mismo mar hubiera contenido el aliento. Las conversaciones murieron una tras otra, hasta que solo quedó el crepitar del fuego y el goteo de la lluvia colándose por las grietas del techo. Entonces, por fin, Ren alzó la vista. El silencio era total. Y el holandés, con el rostro iluminado por la débil luz de la hoguera, empezó a hablar.
- ¡Atended! - gritó ella, pero su voz se perdió entre el murmullo - ¡Por favor… amigos! - insistió, alzando al pequeño Maverick contra su pecho - ¡Ren quiere decir algo!
Sostuvo con ambas manos el cuaderno encuadernado en cuero deteriorado. La luz de la hoguera titiló sobre la cubierta arrugada y ennegrecida, proyectando filamentos de sombra como si fueran páginas arrancadas del tiempo.
Hubo un murmullo suave: faros, ruta, misión imperial. Términos grandes que parecían huir del techo bajo del faro a medio construir y del rugido del mar afuera.
- Encontré este cuaderno… - dijo, con voz firme aunque temblorosa - es el diario de bitácora del capitán Edward Holloway. Fue comisionado por la Reina María II de Inglaterra en el año de nuestro Señor 1683, para levantar una red de faros a través del estrecho y abrir una ruta digna del Imperio.
Ren buscó en el cuaderno la página exacta; sus dedos temblaron al pasar las hojas amarillentas. El fuego proyectaba sombras largas y danzantes sobre las paredes de piedra del faro. La voz del cartógrafo sonó baja, como si leyera con la voz de quien escribió aquellas palabras.
- La misión - continuó Ren - fue un desastre desde el inicio. Temperaturas que congelaban los huesos, vientos que giraban sin aviso, recursos escasos, hombres enfermos o muertos por el escorbuto, y lo que ningún capitán podía esperar: criaturas del agua surgidas del mismo infierno. Holloway lo narra con honestidad espantosa.
Un escalofrío recorrió la estancia. Pasó varias páginas y Ren siguió leyendo, como si aquel hombre muerto lo hubiese elegido portavoz.
- “Día 14 de Septiembre del año 1684. A media tarde vimos por primera vez a las que algunos de mis hombres llaman sirenas. Las víboras del abismo las llamo yo. Eran tres, a escasos metros de la orilla, entre la neblina, peinando sus cabellos bajo el sol moribundo. Su canto llegó como un viento antiguo que quebró mi ánimo. He ordenado el recogimiento de todos los hombres, y nos hemos encerrado en el faro a medio construir. Pero no todos hemos llegado a conseguirlo. Sus fatuas promesas han atraído a muchos, y ahora temo que jamás los volvamos a ver de nuevo. Ahora el miedo esta presente en los ojos de los pocos que quedamos vivos, pues fuera los cantos no cesan ni un solo segundo. Esos demonios nos llaman por nuestros nombres, nos hablan de amor y de paz eterna, no dejan de intentar convencernos para que salgamos fuera”
El cartógrafo asintió esbozando una sonrisa débil pero sincera. Y siguió leyendo.
- “Día 20 de Septiembre del año 1684. Llevamos seis días encerrados sin salir al exterior. Nos hemos quedado sin víveres y sin agua. El miedo ya es desesperación. Antes de sufrir el riesgo de un amotinamiento, esta mañana decidí mandar una pequeña expedición de reconocimiento. Anochece y aún no han vuelto”
- Pobre gente… - dijo Isabella mirando hacía al suelo - Que horrible destino…
- ¡El mismo que tendremos nosotros, si no hacemos nada! - dijo Drake - ¿Hay algo en ese maldito diario que nos pueda servir de ayuda, holandés?
- Holloway probó varias opciones… - contestó Ren - no se rindió… - añadió acercándose más al fuego y buscando la última entrada en el cuaderno de bitácora - Pero todo lo que intentó fue un fracaso más estrepitoso que el anterior.
- ¿Entonces de que nos sirve ese maldito cuaderno? - preguntó Drake - Si lo que pretendes es desanimarnos, lo estas consiguiendo.
- ¡Déjale hablar Cuervo! - intervino Grace - Sigue Ren… por favor.
Al cerrar el cuaderno, Ren dejó caer la mirada sobre el grupo; la hoguera proyectó sombras largas sobre las caras resecas por la sal y la fatiga. El silencio que siguió a la lectura pesó como una sentencia.
- La última entrada del diario ya no indica fecha - dijo con los ojos fijos en el desvencijado cuaderno - “Nada de lo que hemos intentado ha funcionado. Ninguna de las expediciones que hemos mandado ha vuelto. Los cantos siguen sonando sin descanso. La densa niebla no nos deja determinar si es de día o de noche. Hemos perdido la noción del tiempo y estamos a punto de perder la cordura. Lo poco que bebemos es la lluvia filtrada por las maderas de este maldito faro, lo poco que comemos son insectos y alguna rata igual de hambrienta que nosotros. Algunos hombres han empezado a comerse el cuero, desesperados. Y la palabra canibalismo ha empezado a surgir como un susurro… Lamento reconocer que ya no me parece una locura.”
- ¡Madre de Dios! - se santiguó Cortés al escuchar aquellas palabras.
- “Así que hoy he decidido intentar lo que la razón desprecia. Nuestro plan es desesperado y, sin embargo, es lo único que nos queda. Thomas Keeler, mi suboficial más valiente se ha ofrecido como señuelo. Fabricaremos una balsa con los restos del campamento y los maderos del faro medio erguido; la cubriremos de espejos y hojalata hasta que reluzca como un pedazo de luna. Keeler irá atado a la proa y cantará, exponiendo su voz al viento, para atraer a las criaturas hacia la balsa. Cuando estén junto a él, pensamos prender un artefacto de humo y fuego que, pensamos, las inquietará y las hará atacar la balsa como si fuera una presa. Mientras las sirenas se entretengan con el señuelo, los demás intentaremos, en la pequeña ventana de confusión, recuperar nuestros botes y remar hasta los navíos donde la niebla es menos densa. Es posible que sea una locura; es posible que sea una muerte segura. Pero qué otra esperanza nos queda sino quemar la propia noche para ganar un amanecer. Si este cuaderno queda, que sirva de testimonio: fuimos hombres que lo intentaron todo hasta la última bocanada.”
El Perro apretó los labios, notando de pronto la cercanía del abismo que Holloway había descrito. Grace acercó a Maverick contra su pecho, como quien se aferra a una tabla en medio de la tempestad.
- Sacrificaron a un hombre… para salvar la vida de todos… - murmuró Vihaan.
- Era un plan hecho por hombres desesperados, amigo - contestó Diego, con la voz rota.
- Y no sabemos si les funcionó - gruñó Macfarlane.
Ren asintió en silencio y dejó el cuaderno en el suelo con un movimiento que fue casi un rito. El cuero crujió como un lamento. Lo colocó entre todos, como quien deja sobre la mesa una prueba y una advertencia a partes iguales.
- Si Holloway hizo eso - dijo finalmente el Perro, arrojando una bocanada de humo que se llevó la última palabra - fue por falta de otra cosa. Nosotros no somos él. No tenemos por qué repetir sus errores… pero tampoco podemos ignorar lo que aprendió con la sangre de los suyos.
- ¿Y sí funciono realmente? - dijo Akuma atravesando la oscuridad del faro.
- No hay pruebas de ello, fantasma - el Perro la miró fijamente - o al menos no las conocemos.
- No hay más entradas en el cuaderno, ¿Verdad?
Entonces Drake tomó la palabra. Llevaba rato pensando en una idea demasiado atrevida como plantearla de cualquier manera.
- Eso no demuestra nada - Macfarlane se levantó del suelo, empezándose a ponerse nervioso - Debemos pensar otras opciones… Alguna donde no debamos dejar a nadie en manos de esos engendros.
Drake se detuvo en un pequeño silencio, no por teatralidad como tanto le gustaba. Si no porqué sabía que su idea levantaría revuelo.
- Estamos omitiendo un detalle muy importante. Si bien sabemos que los espejos pueden funcionar, y toda esa locura de taparnos los oídos y vendarnos los ojos.. como bien dice ‘Ojos Verdes’, es demasiado arriesgado…
- ¿Que propones entonces, Cuervo? - pregunto el Perro.
El silencio cayó como el plomo. Drake chasqueó los dientes, pero no insistió más. Se cruzó de brazos y se perdió entre las débiles llamas de aquel refugio que cada vez más se parecía a una prisión.
- Cuando huíamos de esas criaturas, Vihaan casi cae en manos de una de ellas. Estuvo a esto - dijo haciendo un gesto con los dedos - de caer al agua y no volver jamás. Pero entonces sucedió algo inexplicable que lo devolvió al mundo de los vivos…
- ¡Oh, no! ¡Ni hablar! - rió Grace con la furia encendida en el rostro - ¡Ya puedes irte olvidado de esa idea!
- ¡Capitana! Lo vistes igual que lo vi yo… el llanto de tu hijo ahuyentó a ese demonio.
- ¡He dicho que no! - replicó Grace con dureza - Si quieres ofrecer tu vida en sacrificio, adelante. Todos te lo agradeceremos, pero de ninguna manera pienso poner en riesgo la vida de Maverick.
- No estoy diciendo eso… de ningún modo pondría la vida de…
- ¡Ha dicho que no! - clausuró Vihaan cortando al inglés bruscamente.
Las palabras flotaron sobre la hoguera. Afuera, la niebla lamía las paredes del faro con paciencia de depredador. Dentro, cada hombre y cada mujer fue guardando en su pecho un fragmento del plan de Holloway: tanto la audacia como la advertencia.
- Este diario - dijo Diego señalando el cuaderno de bitácora - no es solo una historia de miedo. Es una lección: las mentes de Holloway y sus hombres se quebraron cuando perdieron la esperanza. Si hemos de vencer, no será con desesperos ajenos; será con cabeza, con solidaridad y con las pocas luces que todavía nos quedan.
El fuego crepitaría durante toda la noche, cada chispa un latido incierto en medio de la oscuridad. Nadie habló durante un largo rato. Solo el rumor del viento y el vaivén del mar, que parecía respirar contra los muros del faro, recordaban que el enemigo seguía allí afuera, esperando. Las sombras de los tripulantes se movían con la llama, como si la hoguera dudara de su forma, como si todos fueran ya mitad carne, mitad espectro.
¿Y si Holloway no se equivocó? ¿Y si aquel plan desesperado fue lo único que podía hacerse contra lo imposible?
¿Y si el mar, con sus cantos y sus voces, no buscaba devorar sino probarlos? ¿Y si resistir no se mide por la fuerza, sino por la cordura que logras conservar cuando el abismo te susurra tu nombre?
El cuaderno descansaba ahora junto al fuego, abierto por su última página, con la tinta ya casi borrada. El viento hacía temblar las hojas, como si el propio capitán muerto intentara advertirles de algo más. Quizás aún quedara un fragmento de su voz entre las fibras del papel, una súplica, una oración o una advertencia que nadie quiso escuchar a tiempo.
Afuera, el mar rugía bajo la niebla. Había cambiado de tono: ya no era simple oleaje, sino algo más profundo, como una respiración contenida. Un murmullo que no pertenecía del todo al viento ni al agua. Quizás las sirenas seguían allí, esperando, cantando. Quizás cada historia que contaron los hombres del fuego, cada palabra dicha en voz alta, había sido escuchada por ellas.
Nadie dormiría esa noche, todos eran conscientes de ello. Y cada ola que golpeaba la roca no era sino un aviso de que el tiempo de hablar había terminado. El faro, incompleto y cansado, parecía erguirse sobre sus propios huesos. La llama del fuego bailaba en su interior como un corazón enfermo, consciente de que cualquier ráfaga podría extinguirlo.
Y mientras las sombras de los marineros se alargaban sobre las paredes; todos, sin decirlo en voz alta, pensaron lo mismo:
Aquella noche, el mar no quería silencio. Quería respuestas.
Y ellos se las iban a dar, si. Pero a gritos y entre maldiciones.
La desesperación de Holloway lo había empujado a cruzar la última frontera del miedo: ofrecer un hombre en sacrificio. Un intento de apaciguar al océano con sangre, de negociar con aquello que no entiende de pactos.
Pero ellos no eran Holloway.
En sus ojos, todavía encendidos por el reflejo de la hoguera, no había rendición. Había hambre, frío y terror, sí… pero también una furia muda, una resistencia hecha de sal y cicatrices. Ninguno de ellos estaba dispuesto a entregar nada sin antes luchar. Ni su barco, ni su alma, ni un solo hombre más.
Porque así eran los que sobreviven al mar: tercos hasta la locura, obstinados hasta el final.
Los que no se arrodillan ante dioses ni fantasmas.
Los que, aun sabiendo que el amanecer podría no llegar jamás, preferían caer todos juntos en batalla antes que ofrecer una sola vida al abismo.
Y en aquel silencio que siguió, el fuego pareció alzarse un poco más alto, como si el propio faro, testigo inmortal de antiguas derrotas, reconociera en ellos algo distinto.
La testaruda voluntad de los hombres que no se rinden, jamás.
Continuará…
Para abrir boca y porqué no reconocerlo, generar expectativas. JejeMuy bueno, saldrán de esta seguro, ingenio, determinación y terquedad tienen de sobra, además nadie queda atrás.

Yo creo que precisamente es lo que dices. Disney ha romantizado estos seres mitológicos.En la edad del hielo 4 si que es verdad que salían unas sirenas que eran malas , pero claro, luego ves la sirenita o 1,2,3 Splash y tenías otro concepto de ellas.
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