Ron_Artest
Miembro muy activo
- Desde
- 15 Jun 2024
- Mensajes
- 404
- Reputación
- 1,326
Capítulo 64 - Seducción y pillaje: El momento ha llegado.
Mientras su marido hablaba con el supuesto mercader inglés, Isabella se permitió un pequeño gesto de desafío. Lo que estaba a punto de hacer iba en contra de todo lo que le habían enseñado desde niña. La habían educado para ser lo que los demás querían que fuera; a decir lo que los demás querían oír. A ser complaciente, servicial, perfecta. A sonreír siempre con dulzura, incluso cuando el odio la quemara por dentro.
Lo que era, o mejor dicho, lo que representaba, lo había aprendido a la fuerza, como a un pato al que se le atiborra de comida hasta el exceso para luego matarlo, hacer paté y contentar a las barrigas hambrientas de aquellos que pueden pagar por semejante manjar. Y precisamente por eso estaba dispuesta a hacer lo que iba a hacer. Por pura rebeldía.
Pero su rebeldía no era contra su marido, ni siquiera contra sus padres. Era contra el mundo entero. Contra ese mundo que la había moldeado a golpes de obediencia y conveniencia. Contra ese mundo que la había convertido en un utensilio, en un adorno. Contra ese mundo que le había robado la libertad, ofreciéndole a cambio lujos, sedas y jaulas con barrotes de oro.
Con disimulo, cruzó las piernas bajo la mesa y, usando el empeine del pie libre, se quitó lentamente uno de sus zapatos. Lo deslizó a un lado, rozando apenas la alfombra, mientras fingía mirar el centro del salón.
Don Rodrigo, ajeno a la danza silenciosa de su joven esposa, pedia con gestos rápidos de su mano que le sirvieran más vino en su copa y en la de su ilustre invitado.
Isabella Morosini della Torre sonreía, aparentemente distraída, removiendo el vino en su copa.
Los ojos del Cuervo se cruzaron un instante con los de ella. En esa mirada había un destello lascivo que lo incomodó. Y al mismo tiempo lo empezó a empujar, irremediablemente, hacía el pecado.
Mientras, Grace le daba las gracias al sirviente. Entró dentro y cerro la puerta tras de sí. El baño era pequeño, pero de un lujo insultante. Las paredes estaban recubiertas de azulejos blancos con vetas doradas, y en los bordes del suelo brillaban incrustaciones de nácar. Una lámpara de aceite colgaba del techo, su luz temblorosa bañaba la estancia con un resplandor cálido y engañosamente tranquilo. Sobre una repisa de mármol reposaban toallas bordadas con el escudo de la casa Meneses y un jarrón de porcelana con flores frescas.
El aire olía a jabón caro, a perfume de rosas y al tedio de la opulencia.
Grace se inclinó sobre el lavamanos: una pieza tallada en piedra clara, con grifos de bronce en forma de delfines; y se miró al espejo. Su reflejo la observaba como si fuera otra persona: el rostro maquillado, el cuello erguido, la máscara a medio quitar. Una impostora.
Apoyó ambas manos sobre el mármol frío, respirando hondo, intentando mantener a raya la rabia que le subía por el pecho. No podía soportar la idea de volver a ese salón. A esas risas falsas, a los ojos que la desnudaban, a esa maldita zorra veneciana de sonrisa pretenciosa y maldad perfumada. En su mente se dibujaban mil maneras de hacerla callar: podía clavarle el tenedor justo en el cuello, entre el collar de perlas y la nuez; o empujarla de frente contra la mesa, hacer que su cabeza rebotara entre la plata y el vino derramado y apuñalarla hasta que se desmallara del dolor. O más sencillo aún: llevarla del brazo hasta el balcón y dejar que la altura y un pequeño empujón hicieran el resto.
Cerró los ojos un instante, mordiéndose el labio. No. No podía hacerlo. No ahora.
Respiró hondo, dejando que el aire saliera por la nariz, como si quisiera expulsar con él toda la rabia del mundo. Y entonces lo oyó. Un golpe leve. Algo metálico, cerca de la ventana.
Grace se giró, el corazón repentinamente alerta. La ventana era pequeña, casi una rendija en la pared, coronada por una celosía de hierro. Servía más para dejar escapar los malos olores que para dejar pasar la luz. Avanzó con cautela y empujó los cerrojos. La madera crujió.
Al abrirla, una ráfaga de aire cálido le despeinó un mechón del cabello… y al otro lado, entre las sombras del jardín, un rostro familiar asomó. Su rostro enfurecido cambió de repente, esbozando una sonrisa que le devolvió la vida.
Cuando salió del baño, la sonrisa había vuelto a su sitio, impecable.
Aunque sabía que se esfumaría en el momento en que volviera a sentarse junto aquella zorra ataviada de joyas.
Mientras volvían al salón, Grace observaba sin perder detalle. Buscaba alguna pista de donde encontrar el tesoro que habían venido a robar. Para eso se habían infiltrado, para eso estaban sufriendo la compañía de esos despreciables. Pero algo la distrajo de su misión. El joven sirviente que la había acompañado hasta el baño andaba unos pasos por delante de ella. No pudo evitar notar la expresión de fastidio en el rostro de la señora inglesa que llevaba toda la noche observándola en silencio, intrigado por aquella mujer de belleza tan peculiar.
Lady Fairborne respiró hondo y decidió ignorarla. Prefirió concentrarse en los otros comensales, esforzándose por parecer interesada en conversaciones triviales sobre plantaciones, rutas marítimas y modas europeas. Sonrió, asintió en los momentos adecuados, incluso dejó escapar alguna carcajada forzada mientras picoteaba con curiosidad en aquellos platos desconocidos. Aquella cocina tan elaborada y pretenciosa que parecía diseñada para humillar a los estómagos humildes.
A su lado, Isabella seguía con su particular teatro. Una dama refinada por encima del mantel, pero una cortesana traviesa por debajo. Mantenía su expresión impoluta, pero sus ojos destilaban juego y desafío.
Las conversaciones siguieron su curso, insustanciales, infladas de vanidad y vino caro. Risas, brindis, y ese constante repicar de cubiertos contra porcelana que solo la alta sociedad podía convertir en música. Finalmente, tras horas de banquete, el último postre fue degustado y la última barriga saciada. Grace observó, casi aterrorizada, cómo los criados se llevaban en silencio bandejas enteras de comida intacta, montañas de manjares que se perderían en la oscuridad de la noche.
Entonces Meneses, con los mofletes encendidos y la mirada vidriosa, se levantó dando un pequeño golpe en la mesa con el puño.
Grace se disponía a levantarse cuando sintió una mano firme sujetarle el brazo. Drake se inclinó hacia ella, hablándole entre dientes con el rostro sereno y el tono de quien oculta un incendio.
Antes de salir al patio, ella lo detuvo un segundo.
La orquesta, ahora situada bajo una glorieta abierta, había abandonado los valses venecianos para dar paso a melodías más ligeras, alegres, casi indecorosas. El sonido del violín se mezclaba con las carcajadas, con el tintineo de copas llenas y vacías. El gobernador Meneses, rojo de mejillas como la sangre y con la voz exaltada por el brandi, levantaba un vaso tras otro, animando a todos a beber y disfrutar.
La velada, que al principio había sido un ejemplo de etiqueta y ostentación, empezaba a descomponerse como un lienzo pintado al que la humedad borra los colores. Los caballeros, antes rígidos en sus casacas, aflojaban los cuellos de las camisas, abrían chalecos y se reían con la boca llena. Las damas, liberadas del juicio ajeno por el velo del alcohol y la penumbra de las antorchas, abandonaban la compostura poco a poco. Las faldas se recogían apenas unos centímetros más, pero suficientes para mostrar la piel pálida de los muslos, y algo más arriba. Las risas eran más altas, los abanicos golpeaban en juego, las palabras se susurraban con una familiaridad que unas horas antes habría sido impensable.
No faltaban las bandejas con dulces especiados y frutas confitadas traídas de ultramar, ni las copas de cristal donde se mezclaban el ron caribeño con el licor de anís y el vino de Madeira. Algunos más atrevidos o más viciosos, pasaban discretamente pequeños envoltorios de polvo grisáceo o hierbas trituradas, que se quemaban en pipas de jade o se aspiraban con delicadeza fingida. Los sirvientes lo veían todo sin mirar, moviéndose entre los invitados con la obediencia del silencio impuesto.
A medida que la noche avanzaba, las conversaciones se diluían en murmullos, en besos apasionados y sexo furtivo entre los setos. Amantes desconocidos, ocultos tras máscaras, jurando promesas rotas antes de nacer. La música subía, las risas también. El aire, cálido y húmedo, parecía cargarse de deseo y decadencia.
Y en medio de aquel desenfreno, una joven pirata oculta tras un disfraz que la asfixiaba, lo observaba todo a través de la mirada de quien no pertenece a ese mundo. Una mirada llena de asco y furia. No los odiaba por ser ricos. Eso sería demasiado simple, demasiado vulgar. No los odiaba por sus ropas de seda ni por sus joyas, ni por sus hogares bañados en oro. Los odiaba simplemente por lo que simbolizaban.
Eran el reflejo de un mundo que había aprendido a odiar. Un mundo que pesa el alma en monedas, que confunde la abundancia con virtud y la miseria con elección. Donde el valor de un ser humano se mide por lo que posee, y no por lo que es. Un mundo donde el hambre se llama castigo divino y la pobreza, lección moral. Donde quienes nunca han sentido el estómago vacío y no dudan en desperdiciar comida, se permiten juzgar al que mendiga pan, convencidos de que el pobre lo es porque así lo ha querido.
Y mientras reparten sermones sobre el mérito y el esfuerzo, levantan muros que sólo ellos pueden cruzar; muros hechos de oro y riquezas, de linaje y desprecio. Los odiaba porque esa gente había creado un mundo enfermo, donde unos pocos se alimentan de la miseria de muchos… y al que Grace, con toda la fuerza de su alma, juró no pertenecer jamás.
Los odiaba porque nunca habían tenido que robar para sobrevivir, ni pelear para seguir respirando un día más. Porque su dolor más grande era una mancha de vino en el vestido, o un amante que no volvía a la alcoba. Esa gente se creía eterna, intocable, como si el sol saliera cada mañana solo para ellos. La capitana había visto morir a demasiados niños en los muelles de Bristol, devorados por las ratas o la fiebre. Había visto a sus madres vender su cuerpo por una hogaza de pan duro, y hombres respetables romperse la espalda hasta quebrar, por monedas que jamás llegarían a sus manos; mientras los barcos cargados de azúcar, ron y tabaco partían rumbo hacía puertos donde los hombres como Meneses jugaban a ser dioses.
Y ahora los tenía delante: riendo, bebiendo, follando como bestias satisfechas bajo la luna, sin saber o sin querer hacerlo, que su placer se edificaba sobre el sufrimiento ajeno.
Por eso los odiaba.
Porque eran el retrato perfecto de todo lo que estaba mal en este maldito mundo.
Porque bajo el brillo perfecto e impoluto de sus fachadas, solo había podredumbre.
Porque eran el mismo mundo que la había intentado aplastar, pisotear y asesinar, cuando solo era una niña… y al que ahora, sin remordimientos, pensaba devolverle el golpe.
Grace respiró hondo, sintiendo el corsé apretarle las costillas hasta doler. Aquello no era solo un disfraz: era una condena. Pero no lo iba a ser por mucho tiempo. Afuera, bajo la luna llena, las risas y los jadeos se alzaron como un coro de almas condenadas. Ella apretó los dientes. Cerró los puños. Pronto se acabaría el teatro. Pronto caerían las máscaras.
Al cabo de un largo rato que se estiró como una pequeña eternidad, Grace vio regresar a Drake a la fiesta, acompañado por Meneses. Reían con una despreocupación burda, sin vergüenza ni decoro; el gobernador incluso pasó un brazo sobre los hombros del Cuervo, como si fueran viejos camaradas. Como dos viejos amigos entre los que no existían los secretos. Pero la realidad era otra, una bien distinta. Meneses, solamente lo quería a su lado para engordar su fortuna, mientras los motivos de Lord y Lady Fairborne tenían, al menos bajo la visión de los piratas, una nobleza llena de justicia.
Drake se despidió con una palmada en la espalda del gobernador y se acercó a Grace. Se alejaron un poco, parándose bajo la sombra de una palmera alta, desde donde todo se veía con claridad: el brillo del brandi en las copas, las máscaras torcidas sobre los rostros ebrios, las joyas reluciendo en gargantas húmedas de sudor.
Grace las observó un instante y volvió la vista a la escena principal, donde ahora el gobernador bailaba torpemente con una mujer que no era su esposa.
Y el momento que esperaban no tardó en llegar.
De la alta sociedad de Porto Belo ya no quedaba ni la sombra. Los modales, los títulos y los juramentos de virtud se habían disuelto como azúcar en ron caliente. Lo que unas horas antes había sido una cena de protocolo y ostentación, ahora era una bacanal sin pudor, un carnaval de cuerpos y risas que habría escandalizado a cualquier moralista europeo.
El jardín se había convertido en un cuadro viviente de desenfreno: las faldas, antes cuidadas y planchadas, yacían arrugadas sobre el césped; los corsés, desabrochados o arrancados, dejaban ver más de lo que la luz de las antorchas podía ocultar. Los caballeros, con el cuello sudado y las pelucas torcidas, reían como bestias satisfechas. Las damas ya no fingían timidez. Se besaban, se acariciaban, se entregaban sin miedo al juicio, sin remordimiento.
Algunos criados, llamados a participar, habían abandonado sus tareas y se mezclaban con los amos, como si las jerarquías hubiesen sido abolidas por obra del vino y del deseo. El amor o su parodia más brutal se consumaba sin pudor entre los setos, sobre las fuentes, o junto a las columnas cubiertas de enredaderas. Los gemidos y las risas se mezclaban con la música, ya sin ritmo ni compás.
Grace lo contempló todo con una mezcla de asco y alivio. El momento había llegado. Nadie prestaría atención a nada que no fuera el placer inmediato. Drake, a su lado, bebía un último sorbo de vino y arqueó una ceja.
Entre los matorrales del extremo norte del jardín, algo se movió. Un susurro entre las hojas.
Sombras rápidas acompañadas de manos hábiles asomaron la cabeza, arropadas por la oscuridad de la noche. Yara fue la primera en asomar, su silueta recortada por la luz temblorosa de las antorchas. Su rostro, sereno y decidido, contrastaba con el caos que la rodeaba. Tras ella, Vihaan apareció silencioso como un depredador en la espesura, seguido por Bhagirath y los gitanos, sus rostros pintados con la sonrisa del ladrón que sabe que ha llegado su momento.
Uno a uno, cruzaron el patio con sigilo. Las risas, los cantos y el fragor del desenfreno cubrían cualquier ruido de sus pasos. Los criados ebrios, los músicos en trance y los invitados perdidos en su propio éxtasis no notaron absolutamente nada.
Grace y Drake se movieron al mismo tiempo. Cruzaron el jardín sin mirar atrás, pasando junto a una mesa derribada y copas vacías. El suelo estaba cubierto de pétalos, fruta aplastada y ropas abandonadas. El aire olía a vino, sudor y flores muertas.
Entraron en la mansión por la puerta lateral, esa que daba a la galería de servicio. Una vez dentro, el silencio los envolvió como un muro. Las sombras eran densas, el ambiente más frío. Se movieron rápido, casi a ciegas, hasta llegar al gran vestíbulo.
Allí, bajo la escalera principal, se ocultaron todos, conteniendo la respiración. Afuera, la música seguía, ahora más salvaje que nunca, como si el mundo estuviera a punto de devorarse a sí mismo. Grace miró a sus compañeros uno por uno. En sus rostros vio el reflejo de lo que estaban a punto de hacer: el fin del disimulo, el inicio del golpe.
Vihaan asintió en silencio. Drake sonrió, afilando el gesto. La capitana, con el corazón en un puño y la mente fría como el acero, susurró apenas un aliento:
El interior de la mansión era un laberinto de mármoles y tapices, un santuario de la vanidad humana. Las paredes estaban adornadas con retratos de nobles y santos, todos observando con expresión severa cómo los intrusos cruzaban los pasillos prohibidos. El eco de la música y las carcajadas del jardín se filtraban a lo lejos, recordándoles que, por ahora, aún estaban cubiertos por el ruido y el pecado ajeno.
Vihaan se detuvo un momento frente a una puerta tallada, una de las muchas que bordeaban el corredor. Haciendo gestos con las manos, en total silencio. Grace retrocedió unos pasos y abrió con delicadez la puerta. Asomó la cabeza y tras unos segundos, la volvió a sacar fuera.
Finalmente, Drake levantó una mano, deteniéndolos frente a una puerta doble de madera oscura, más imponente que las demás.
Abrió su zurrón y dejó que las ganzúas bailaran entre sus dedos con la gracia de una música que solo ella escuchaba. Detrás, todos esperaban en tensión, medio agachados, mirando hacia todos lados constantemente. Yara tenía muchas cualidades que la hacían especial, pero sin duda, ante todo, era una ladrona impecable. Empujó las hojas con suavidad, con una destreza que no parecía de este mundo, como si pudiera ver lo que sus dedos tocaban. En segundos la cerradura cedió, las puertas se abrieron y el despacho del gobernador los recibió con un olor pesado a cuero, tabaco y ambición.
Sin perder tiempo entraron, rápida y silenciosamente. Sobre el escritorio, aún quedaban copas medio vacías y una pluma caída, como si Meneses hubiera salido apenas unos minutos antes. Los mapas y documentos se extendían por toda la superficie, con rutas comerciales marcadas en rojo, cargamentos, nombres de barcos… y cifras que harían palidecer al más rico de los piratas.
Grace entró la primera, Yara la siguió de cerca y los gitanos ya habrían sus sacos, dispuestos a llenarlos hasta arriba de oro y joyas. Pero cuando Drake dio el primer paso hacía dentro. La voz de Vihaan, apenas un susurro lleno de alarma, lo detuvo en seco.
La figura apareció en el pasillo, los pasos se detuvieron en seco y justo cuando los vio, empezaron los gritos. Una voz femenina, curiosa, cantarina, rompió la discusión.
Podía oler el vino, el jazmín y el pecado en su aliento. Pero no se inmutó. Era un hombre curtido en mil temporales, un capitán que había bailado tantas veces con la muerte que podría sentarse enfrente suya e invitarla a beber. Y ahora, frente a aquella dama envenenada de deseo, volvió a ser el Cuervo. No el temerario pirata, si no, el terror de los hombres felizmente casados.
El Cuervo volvió la vista atrás, aliviado. La puerta seguía cerrada, todo iba según el plan. Más a lo lejos el bigote de Bhagirath asomó por el pasillo. Sus miradas se cruzaron un momento en el silencio de la mansión. El hindú mostró preocupación, el capitán se encogió de hombros, sin perder la sonrisa de su rostro.
Continuará…
Mientras su marido hablaba con el supuesto mercader inglés, Isabella se permitió un pequeño gesto de desafío. Lo que estaba a punto de hacer iba en contra de todo lo que le habían enseñado desde niña. La habían educado para ser lo que los demás querían que fuera; a decir lo que los demás querían oír. A ser complaciente, servicial, perfecta. A sonreír siempre con dulzura, incluso cuando el odio la quemara por dentro.
Lo que era, o mejor dicho, lo que representaba, lo había aprendido a la fuerza, como a un pato al que se le atiborra de comida hasta el exceso para luego matarlo, hacer paté y contentar a las barrigas hambrientas de aquellos que pueden pagar por semejante manjar. Y precisamente por eso estaba dispuesta a hacer lo que iba a hacer. Por pura rebeldía.
Pero su rebeldía no era contra su marido, ni siquiera contra sus padres. Era contra el mundo entero. Contra ese mundo que la había moldeado a golpes de obediencia y conveniencia. Contra ese mundo que la había convertido en un utensilio, en un adorno. Contra ese mundo que le había robado la libertad, ofreciéndole a cambio lujos, sedas y jaulas con barrotes de oro.
Con disimulo, cruzó las piernas bajo la mesa y, usando el empeine del pie libre, se quitó lentamente uno de sus zapatos. Lo deslizó a un lado, rozando apenas la alfombra, mientras fingía mirar el centro del salón.
Don Rodrigo, ajeno a la danza silenciosa de su joven esposa, pedia con gestos rápidos de su mano que le sirvieran más vino en su copa y en la de su ilustre invitado.
- Dígame, Lord Fairborne - empezó con voz grave, el tono de quien habla de cosas serias - ¿a qué rutas se dedica exactamente? He oído rumores de que domina parte del comercio en el Índico…
- Rumores muy generosos, excelencia - respondió Drake con una media sonrisa, jugando con la copa entre los dedos - Solo he tenido la fortuna de estar en el lugar adecuado, en el momento oportuno. Y de tratar con la gente correcta, obviamente.
- La gente correcta… - repitió Meneses, entornando los ojos - Eso es lo que marca la diferencia. El mar no perdona a los ingenuos, y los puertos están llenos de buitres con ropas de mercader.
- Lo puede bien jurar, mi señor - asintió Drake totalmente tranquilo - Si me permite el consejo, le diré que el secreto no está en temerles, sino en que te crean uno de ellos.
- Un consejo soberbio… ¡Por eso me cae usted bien, Fairborne! Tiene cabeza para los negocios. Dígame… ¿qué diría si combináramos nuestras rutas? Usted con sus barcos, yo con mis puertos. Las Indias y el Nuevo Mundo unidos bajo el mismo sello.
- Una unión así movería más oro que muchas coronas, excelencia. Pero ya sabe… los grandes acuerdos requieren confianza.
- Confianza - repitió Meneses, retocándose el bigote - Eso se gana con el tiempo… o con dinero.
Isabella Morosini della Torre sonreía, aparentemente distraída, removiendo el vino en su copa.
Los ojos del Cuervo se cruzaron un instante con los de ella. En esa mirada había un destello lascivo que lo incomodó. Y al mismo tiempo lo empezó a empujar, irremediablemente, hacía el pecado.
Mientras, Grace le daba las gracias al sirviente. Entró dentro y cerro la puerta tras de sí. El baño era pequeño, pero de un lujo insultante. Las paredes estaban recubiertas de azulejos blancos con vetas doradas, y en los bordes del suelo brillaban incrustaciones de nácar. Una lámpara de aceite colgaba del techo, su luz temblorosa bañaba la estancia con un resplandor cálido y engañosamente tranquilo. Sobre una repisa de mármol reposaban toallas bordadas con el escudo de la casa Meneses y un jarrón de porcelana con flores frescas.
El aire olía a jabón caro, a perfume de rosas y al tedio de la opulencia.
Grace se inclinó sobre el lavamanos: una pieza tallada en piedra clara, con grifos de bronce en forma de delfines; y se miró al espejo. Su reflejo la observaba como si fuera otra persona: el rostro maquillado, el cuello erguido, la máscara a medio quitar. Una impostora.
Apoyó ambas manos sobre el mármol frío, respirando hondo, intentando mantener a raya la rabia que le subía por el pecho. No podía soportar la idea de volver a ese salón. A esas risas falsas, a los ojos que la desnudaban, a esa maldita zorra veneciana de sonrisa pretenciosa y maldad perfumada. En su mente se dibujaban mil maneras de hacerla callar: podía clavarle el tenedor justo en el cuello, entre el collar de perlas y la nuez; o empujarla de frente contra la mesa, hacer que su cabeza rebotara entre la plata y el vino derramado y apuñalarla hasta que se desmallara del dolor. O más sencillo aún: llevarla del brazo hasta el balcón y dejar que la altura y un pequeño empujón hicieran el resto.
Cerró los ojos un instante, mordiéndose el labio. No. No podía hacerlo. No ahora.
Respiró hondo, dejando que el aire saliera por la nariz, como si quisiera expulsar con él toda la rabia del mundo. Y entonces lo oyó. Un golpe leve. Algo metálico, cerca de la ventana.
Grace se giró, el corazón repentinamente alerta. La ventana era pequeña, casi una rendija en la pared, coronada por una celosía de hierro. Servía más para dejar escapar los malos olores que para dejar pasar la luz. Avanzó con cautela y empujó los cerrojos. La madera crujió.
Al abrirla, una ráfaga de aire cálido le despeinó un mechón del cabello… y al otro lado, entre las sombras del jardín, un rostro familiar asomó. Su rostro enfurecido cambió de repente, esbozando una sonrisa que le devolvió la vida.
- ¿Vihaan? - susurró incrédula.
- ¿Qué haces aquí? - preguntó ella, entre la risa y el alivio.
- Te vi entrar en el baño a través del ventanal - respondió él, entre risas contenidas - Y por tu expresión, supe al momento que algo iba mal.
- Sácame de aquí, Vihaan… por lo que más quieras. No puedo más.
- ¿Qué sucede? - preguntó, bajando la voz.
- Esa mujer me saca de quicio. Si me quedo un minuto más, juro que la atravieso con el cuchillo del postre. Las sonrisas falsas, las conversaciones vacías, y este maldito corsé que me está matando. Hubiera deseado mil veces más tener el papel de sirviente. Al menos podría respirar y sentir el aire fresco bajo la luz de la luna.
- Ya falta poco, mi vida - le dijo en voz baja, sonriendo con esa calma que a ella siempre le resultaba desesperante y reconfortante a la vez.
- Aguanta un poco más, ¿de acuerdo? - murmuró - Cuando todo esto termine, te prometo que quemaremos ese maldito corsé y tiraremos las cenizas al mar. Luego descorcharemos una botella de vino a la luz de las estrellas y celebraremos, los tres juntos, que volvemos a navegar en libertad.
- Te quiero, Vihaan.
- Y yo a ti, mi lady - rió mientras hacía una reverencia elegante.
Cuando salió del baño, la sonrisa había vuelto a su sitio, impecable.
Aunque sabía que se esfumaría en el momento en que volviera a sentarse junto aquella zorra ataviada de joyas.
Mientras volvían al salón, Grace observaba sin perder detalle. Buscaba alguna pista de donde encontrar el tesoro que habían venido a robar. Para eso se habían infiltrado, para eso estaban sufriendo la compañía de esos despreciables. Pero algo la distrajo de su misión. El joven sirviente que la había acompañado hasta el baño andaba unos pasos por delante de ella. No pudo evitar notar la expresión de fastidio en el rostro de la señora inglesa que llevaba toda la noche observándola en silencio, intrigado por aquella mujer de belleza tan peculiar.
- Disculpe mi osadía, mi Lady. Pero no parece estar precisamente disfrutando de la fiesta - dijo con cautela, inclinándose ligeramente - ¿Puedo hacer algo para que se sienta mejor? Si esta en mis manos, sería un placer ayudarla.
- Detesto a la gente rica, chico - susurró, con un dejo de sinceridad - Son tan… frívolos, siempre preocupados por aparentar, por seguir esas estúpidas reglas y esos protocolos asquerosos. Todo me parece un teatro absurdo, un sin sentido.
- ¿Es esta la primera fiesta a la que asiste, señora?
- No es la primera fiesta a la que asisto… pero sí la primera que desearía no haber pisado jamás.
- Se que Doña Isabella es una mujer… digamos… complicada, pero no es mala por diversión, señora. Solamente… ha tenido una vida difícil.
- ¿Qué quieres decir con eso?
- Se casó con Meneses por obligación, no por amor. Un acuerdo matrimonial impuesto por sus padres, del que no pudo negarse. Aunque viva rodeada de lujos y abundancia, muere de añoranza por su tierra natal. Vive una vida que no ha elegido vivir… en cierto modo, no deja de ser una sirvienta… como yo.
- No digas estupideces, chico. No tienes nada que ver con esa mujer.
- No importa si uno es rico o pobre, mi Lady. Lo duro es no poder decidir por uno mismo.
Lady Fairborne respiró hondo y decidió ignorarla. Prefirió concentrarse en los otros comensales, esforzándose por parecer interesada en conversaciones triviales sobre plantaciones, rutas marítimas y modas europeas. Sonrió, asintió en los momentos adecuados, incluso dejó escapar alguna carcajada forzada mientras picoteaba con curiosidad en aquellos platos desconocidos. Aquella cocina tan elaborada y pretenciosa que parecía diseñada para humillar a los estómagos humildes.
A su lado, Isabella seguía con su particular teatro. Una dama refinada por encima del mantel, pero una cortesana traviesa por debajo. Mantenía su expresión impoluta, pero sus ojos destilaban juego y desafío.
Las conversaciones siguieron su curso, insustanciales, infladas de vanidad y vino caro. Risas, brindis, y ese constante repicar de cubiertos contra porcelana que solo la alta sociedad podía convertir en música. Finalmente, tras horas de banquete, el último postre fue degustado y la última barriga saciada. Grace observó, casi aterrorizada, cómo los criados se llevaban en silencio bandejas enteras de comida intacta, montañas de manjares que se perderían en la oscuridad de la noche.
Entonces Meneses, con los mofletes encendidos y la mirada vidriosa, se levantó dando un pequeño golpe en la mesa con el puño.
- ¡Damas y caballeros! - proclamó con voz vibrante y algo pastosa - ¡La fiesta no ha terminado! - rió con estruendo - ¡Acaba de empezar! Quien desee beber buen brandi y fumar tabaco de primera calidad... ¡que me siga al jardín!
Grace se disponía a levantarse cuando sintió una mano firme sujetarle el brazo. Drake se inclinó hacia ella, hablándole entre dientes con el rostro sereno y el tono de quien oculta un incendio.
- Capitana… necesito contarte algo - susurró Drake, sin dejar de sonreír hacia los demás.
- ¿Qué pasa ahora? - preguntó ella con una mueca cansada - Te huele el aliento a fondo de barril. Pero… ¿Cuánto has bebido?
- No te preocupes por eso. El problema no es el vino - contestó, reprimiendo una risa - Verás… mientras hablaba con nuestro querido gobernador de negocios… algo empezó a moverse bajo la mesa.
- ¿Un ratón?
- Si lo era… - dijo él, con una sonrisa torcida - llevaba medias de seda.
- ¿Estás diciéndome que…?
- Que doña Morosini tiene un pie demasiado curioso, sí - respondió Drake, aguantando la risa - No ha dejado de buscarme como si hubiera perdido algo entre mis rodillas.
- Por Dios, Cuervo… no puedo dejarte solo ni cinco minutos.
- No es culpa mía, lo juro - dijo él, retirando la silla para que Grace pudiera levantarse.
- Nunca es culpa tuya, ¿verdad? - le susurró ella, agarrándose de su brazo - Ese porte elegante, esa mirada penetrante y tu maldita sonrisa pretenciosa…
- Así que os parezco atractivo… - murmuró divertido - Si es así, debéis saber que vos también me lo parecéis a mí. Así que…
- No tenéis remedio.
- ¿Qué problema hay? Vos sois una mujer, yo soy un hombre… Los dos somos jóvenes, solteros… la noche apenas empieza, capitana. Y siempre he preferido a las mujeres peligrosas antes que a las encorsetadas.
- Estoy con Vihaan, Cuervo. Y espero un hijo suyo.
- Siento ser repetitivo, pero… debo volver a preguntar: ¿qué problema hay?
- ¿No acabas de escuchar lo que acabo de decirte?
- Escucho las palabras, sí - replicó él con tono travieso - pero mis ojos no ven ninguna alianza en su dedo…
- No hacen falta alianzas cuando el corazón ha hablado, amigo. Y el mío ha escogido a Vihaan.
- Bueno… No soy celoso… Podríamos…
- Déjalo ya, Drake - le cortó Grace esta vez riendo sin intentar disimularlo - Te lo pido por favor.
- Está bien, está bien… dejémoslo en un quizás.
- Maldita sea - rió la capitana - Es que acaso… ¿Nunca te rindes?
- Antes, pudiera haberlo hecho, pero… ¡Ya no! Pues una buena amiga me dijo, no hace mucho, que lo único a lo que le temía en esta vida era a rendirse… Y eso me hizo recapacitar.
- Esa amiga tuya parece saber bien lo que se dice…
- Así es, capitana. Es sabia, sí… Sabia y tremendamente preciosa.
Antes de salir al patio, ella lo detuvo un segundo.
- Recuerda para lo que hemos venido, mi querido Edmund - le susurró - Ya eres un hombre hecho y derecho como para que alguien tenga que decirte que debes hacer y como debes comportarte. No soy tu mujer, y menos tu madre, así que piensa con la cabeza por una vez en tu vida.
- Créeme, capitana - replicó él en voz baja - si sobrevivo a esta fiesta sin perder la compostura, me consideraré un héroe.
- Pues venga, héroe, vayamos al jardín antes de que esa bruja te haga perder los papeles y me toque arrancarte la entrepierna de un sablazo.
La orquesta, ahora situada bajo una glorieta abierta, había abandonado los valses venecianos para dar paso a melodías más ligeras, alegres, casi indecorosas. El sonido del violín se mezclaba con las carcajadas, con el tintineo de copas llenas y vacías. El gobernador Meneses, rojo de mejillas como la sangre y con la voz exaltada por el brandi, levantaba un vaso tras otro, animando a todos a beber y disfrutar.
- ¡Esta noche no existe el mañana! - gritó, tambaleándose ligeramente, mientras un criado se apresuraba a rellenarle la copa. - ¡Así que disfruten de esta fiesta como si fuera la última a la que fueran a asistir!
- Dígame Lord Edmund… - balbuceó apuntándolo con la copa medio vacía - ¿Sería tan amable de acompañarme para… concretar esos negocios de los que hablamos anteriormente?
- Por supuesto - sonrió Drake - sería un placer, su excelencia.
- Siempre y cuando su bella mujer, esté de acuerdo. Claro está…
- Puede llevárselo - dijo asintiendo con la cabeza - Se cuidar de mi misma…
- No me cabe la menor duda - contestó el orondo gobernador entre carcajadas.
La velada, que al principio había sido un ejemplo de etiqueta y ostentación, empezaba a descomponerse como un lienzo pintado al que la humedad borra los colores. Los caballeros, antes rígidos en sus casacas, aflojaban los cuellos de las camisas, abrían chalecos y se reían con la boca llena. Las damas, liberadas del juicio ajeno por el velo del alcohol y la penumbra de las antorchas, abandonaban la compostura poco a poco. Las faldas se recogían apenas unos centímetros más, pero suficientes para mostrar la piel pálida de los muslos, y algo más arriba. Las risas eran más altas, los abanicos golpeaban en juego, las palabras se susurraban con una familiaridad que unas horas antes habría sido impensable.
No faltaban las bandejas con dulces especiados y frutas confitadas traídas de ultramar, ni las copas de cristal donde se mezclaban el ron caribeño con el licor de anís y el vino de Madeira. Algunos más atrevidos o más viciosos, pasaban discretamente pequeños envoltorios de polvo grisáceo o hierbas trituradas, que se quemaban en pipas de jade o se aspiraban con delicadeza fingida. Los sirvientes lo veían todo sin mirar, moviéndose entre los invitados con la obediencia del silencio impuesto.
A medida que la noche avanzaba, las conversaciones se diluían en murmullos, en besos apasionados y sexo furtivo entre los setos. Amantes desconocidos, ocultos tras máscaras, jurando promesas rotas antes de nacer. La música subía, las risas también. El aire, cálido y húmedo, parecía cargarse de deseo y decadencia.
Y en medio de aquel desenfreno, una joven pirata oculta tras un disfraz que la asfixiaba, lo observaba todo a través de la mirada de quien no pertenece a ese mundo. Una mirada llena de asco y furia. No los odiaba por ser ricos. Eso sería demasiado simple, demasiado vulgar. No los odiaba por sus ropas de seda ni por sus joyas, ni por sus hogares bañados en oro. Los odiaba simplemente por lo que simbolizaban.
Eran el reflejo de un mundo que había aprendido a odiar. Un mundo que pesa el alma en monedas, que confunde la abundancia con virtud y la miseria con elección. Donde el valor de un ser humano se mide por lo que posee, y no por lo que es. Un mundo donde el hambre se llama castigo divino y la pobreza, lección moral. Donde quienes nunca han sentido el estómago vacío y no dudan en desperdiciar comida, se permiten juzgar al que mendiga pan, convencidos de que el pobre lo es porque así lo ha querido.
Y mientras reparten sermones sobre el mérito y el esfuerzo, levantan muros que sólo ellos pueden cruzar; muros hechos de oro y riquezas, de linaje y desprecio. Los odiaba porque esa gente había creado un mundo enfermo, donde unos pocos se alimentan de la miseria de muchos… y al que Grace, con toda la fuerza de su alma, juró no pertenecer jamás.
Los odiaba porque nunca habían tenido que robar para sobrevivir, ni pelear para seguir respirando un día más. Porque su dolor más grande era una mancha de vino en el vestido, o un amante que no volvía a la alcoba. Esa gente se creía eterna, intocable, como si el sol saliera cada mañana solo para ellos. La capitana había visto morir a demasiados niños en los muelles de Bristol, devorados por las ratas o la fiebre. Había visto a sus madres vender su cuerpo por una hogaza de pan duro, y hombres respetables romperse la espalda hasta quebrar, por monedas que jamás llegarían a sus manos; mientras los barcos cargados de azúcar, ron y tabaco partían rumbo hacía puertos donde los hombres como Meneses jugaban a ser dioses.
Y ahora los tenía delante: riendo, bebiendo, follando como bestias satisfechas bajo la luna, sin saber o sin querer hacerlo, que su placer se edificaba sobre el sufrimiento ajeno.
Por eso los odiaba.
Porque eran el retrato perfecto de todo lo que estaba mal en este maldito mundo.
Porque bajo el brillo perfecto e impoluto de sus fachadas, solo había podredumbre.
Porque eran el mismo mundo que la había intentado aplastar, pisotear y asesinar, cuando solo era una niña… y al que ahora, sin remordimientos, pensaba devolverle el golpe.
Grace respiró hondo, sintiendo el corsé apretarle las costillas hasta doler. Aquello no era solo un disfraz: era una condena. Pero no lo iba a ser por mucho tiempo. Afuera, bajo la luna llena, las risas y los jadeos se alzaron como un coro de almas condenadas. Ella apretó los dientes. Cerró los puños. Pronto se acabaría el teatro. Pronto caerían las máscaras.
Al cabo de un largo rato que se estiró como una pequeña eternidad, Grace vio regresar a Drake a la fiesta, acompañado por Meneses. Reían con una despreocupación burda, sin vergüenza ni decoro; el gobernador incluso pasó un brazo sobre los hombros del Cuervo, como si fueran viejos camaradas. Como dos viejos amigos entre los que no existían los secretos. Pero la realidad era otra, una bien distinta. Meneses, solamente lo quería a su lado para engordar su fortuna, mientras los motivos de Lord y Lady Fairborne tenían, al menos bajo la visión de los piratas, una nobleza llena de justicia.
Drake se despidió con una palmada en la espalda del gobernador y se acercó a Grace. Se alejaron un poco, parándose bajo la sombra de una palmera alta, desde donde todo se veía con claridad: el brillo del brandi en las copas, las máscaras torcidas sobre los rostros ebrios, las joyas reluciendo en gargantas húmedas de sudor.
- Esto ya parece más una taberna que una fiesta de la alta sociedad - murmuró Grace, cruzándose de brazos.
- No estoy de acuerdo, capitana - respondió Drake con media sonrisa - En las tabernas, al menos, la gente es honesta con lo que busca.
- ¿Has averiguado algo? - preguntó ella, vigilante.
Grace las observó un instante y volvió la vista a la escena principal, donde ahora el gobernador bailaba torpemente con una mujer que no era su esposa.
- Entonces acabamos con esto de una vez… - susurró - Bhagirath y los demás están esperando nuestra señal.
- Tranquila, capitana - añadió, con ese brillo feroz en los ojos - En cuanto el último de estos cerdos caiga de bruces o se duerma sobre su copa, los desvalijaremos.
Y el momento que esperaban no tardó en llegar.
De la alta sociedad de Porto Belo ya no quedaba ni la sombra. Los modales, los títulos y los juramentos de virtud se habían disuelto como azúcar en ron caliente. Lo que unas horas antes había sido una cena de protocolo y ostentación, ahora era una bacanal sin pudor, un carnaval de cuerpos y risas que habría escandalizado a cualquier moralista europeo.
El jardín se había convertido en un cuadro viviente de desenfreno: las faldas, antes cuidadas y planchadas, yacían arrugadas sobre el césped; los corsés, desabrochados o arrancados, dejaban ver más de lo que la luz de las antorchas podía ocultar. Los caballeros, con el cuello sudado y las pelucas torcidas, reían como bestias satisfechas. Las damas ya no fingían timidez. Se besaban, se acariciaban, se entregaban sin miedo al juicio, sin remordimiento.
Algunos criados, llamados a participar, habían abandonado sus tareas y se mezclaban con los amos, como si las jerarquías hubiesen sido abolidas por obra del vino y del deseo. El amor o su parodia más brutal se consumaba sin pudor entre los setos, sobre las fuentes, o junto a las columnas cubiertas de enredaderas. Los gemidos y las risas se mezclaban con la música, ya sin ritmo ni compás.
Grace lo contempló todo con una mezcla de asco y alivio. El momento había llegado. Nadie prestaría atención a nada que no fuera el placer inmediato. Drake, a su lado, bebía un último sorbo de vino y arqueó una ceja.
- Si los dioses existen, esta gente acaba de darles motivos suficientes para incendiar la ciudad entera.
- Ha llegado el momento… - contestó ella.
- Aún es pronto capitana… debemos esperar… - intentó pararla Drake.
Entre los matorrales del extremo norte del jardín, algo se movió. Un susurro entre las hojas.
Sombras rápidas acompañadas de manos hábiles asomaron la cabeza, arropadas por la oscuridad de la noche. Yara fue la primera en asomar, su silueta recortada por la luz temblorosa de las antorchas. Su rostro, sereno y decidido, contrastaba con el caos que la rodeaba. Tras ella, Vihaan apareció silencioso como un depredador en la espesura, seguido por Bhagirath y los gitanos, sus rostros pintados con la sonrisa del ladrón que sabe que ha llegado su momento.
Uno a uno, cruzaron el patio con sigilo. Las risas, los cantos y el fragor del desenfreno cubrían cualquier ruido de sus pasos. Los criados ebrios, los músicos en trance y los invitados perdidos en su propio éxtasis no notaron absolutamente nada.
Grace y Drake se movieron al mismo tiempo. Cruzaron el jardín sin mirar atrás, pasando junto a una mesa derribada y copas vacías. El suelo estaba cubierto de pétalos, fruta aplastada y ropas abandonadas. El aire olía a vino, sudor y flores muertas.
Entraron en la mansión por la puerta lateral, esa que daba a la galería de servicio. Una vez dentro, el silencio los envolvió como un muro. Las sombras eran densas, el ambiente más frío. Se movieron rápido, casi a ciegas, hasta llegar al gran vestíbulo.
Allí, bajo la escalera principal, se ocultaron todos, conteniendo la respiración. Afuera, la música seguía, ahora más salvaje que nunca, como si el mundo estuviera a punto de devorarse a sí mismo. Grace miró a sus compañeros uno por uno. En sus rostros vio el reflejo de lo que estaban a punto de hacer: el fin del disimulo, el inicio del golpe.
Vihaan asintió en silencio. Drake sonrió, afilando el gesto. La capitana, con el corazón en un puño y la mente fría como el acero, susurró apenas un aliento:
- Ahora empieza lo bueno… - dijo con una sonrisa en los labios.
- No robamos por codicia - susurró - Robamos porque ellos han hecho de la miseria una ley. Esta noche quitamos a quien oprime, con manos sucias, y devolvemos lo que ocultaron tras muros de oro a los que no tienen nada. Así que no tengáis piedad, ni decoro. Robad hasta que no podáis más…
- Seguidme - dijo él con voz baja y feroz - Sé dónde está el botín.
El interior de la mansión era un laberinto de mármoles y tapices, un santuario de la vanidad humana. Las paredes estaban adornadas con retratos de nobles y santos, todos observando con expresión severa cómo los intrusos cruzaban los pasillos prohibidos. El eco de la música y las carcajadas del jardín se filtraban a lo lejos, recordándoles que, por ahora, aún estaban cubiertos por el ruido y el pecado ajeno.
Vihaan se detuvo un momento frente a una puerta tallada, una de las muchas que bordeaban el corredor. Haciendo gestos con las manos, en total silencio. Grace retrocedió unos pasos y abrió con delicadez la puerta. Asomó la cabeza y tras unos segundos, la volvió a sacar fuera.
- Podríamos llevarnos media fortuna solo de aquí - susurró, mirando de reojo los candelabros, los cofres y las cajas de plata que asomaban por la puerta entreabierta.
- Migajas, capitana. El botín grande está en el despacho de Meneses. Los contratos, las llaves que abren secretos, los sellos, el oro escondido... todo lo que mueve su maldito imperio esta allí. Lo he visto con mis propios ojos.
- Con tanto teatro, casi olvido que eres un pirata y no ese estirado Lord.
Finalmente, Drake levantó una mano, deteniéndolos frente a una puerta doble de madera oscura, más imponente que las demás.
- Creo que es aquí… - dijo en voz baja, apoyando una mano sobre el pomo - Meneses tiene una caja fuerte empotrada detrás del retrato de Carlos II, y un arcón bajo el escritorio donde seguro guarda los pagos que no figuran en los libros - Drake movió el pomo pero la puerta no se abrió - Maldita sea… esta cerrada.
- No hay problema… Bhagirath, vigila esa parte del pasillo y avisa si ves a alguien. Vihaan, tu al otro extremo, ojos abiertos. Yara, ocúpate de la puerta, rápido. Y vosotros, amigos - les dijo a los gitanos - sed rápidos y silenciosos. Que no salten las alarmas.
Abrió su zurrón y dejó que las ganzúas bailaran entre sus dedos con la gracia de una música que solo ella escuchaba. Detrás, todos esperaban en tensión, medio agachados, mirando hacia todos lados constantemente. Yara tenía muchas cualidades que la hacían especial, pero sin duda, ante todo, era una ladrona impecable. Empujó las hojas con suavidad, con una destreza que no parecía de este mundo, como si pudiera ver lo que sus dedos tocaban. En segundos la cerradura cedió, las puertas se abrieron y el despacho del gobernador los recibió con un olor pesado a cuero, tabaco y ambición.
Sin perder tiempo entraron, rápida y silenciosamente. Sobre el escritorio, aún quedaban copas medio vacías y una pluma caída, como si Meneses hubiera salido apenas unos minutos antes. Los mapas y documentos se extendían por toda la superficie, con rutas comerciales marcadas en rojo, cargamentos, nombres de barcos… y cifras que harían palidecer al más rico de los piratas.
Grace entró la primera, Yara la siguió de cerca y los gitanos ya habrían sus sacos, dispuestos a llenarlos hasta arriba de oro y joyas. Pero cuando Drake dio el primer paso hacía dentro. La voz de Vihaan, apenas un susurro lleno de alarma, lo detuvo en seco.
- Se acerca alguien…
- Ponte en pié rápido… - le dijo el Cuervo, escuchando los pasos que se acercaban cada vez más - y sígueme la corriente, ¿De acuerdo?
La figura apareció en el pasillo, los pasos se detuvieron en seco y justo cuando los vio, empezaron los gritos. Una voz femenina, curiosa, cantarina, rompió la discusión.
- ¿Qué sucede aquí?
- ¡Nada que no pueda solucionarse, mi señora! - respondió Drake con una teatralidad impecable, alzando la copa vacía como si aún contuviera vino - Este torpe e imbécil indio ha tenido a bien derramar mi bebida sobre mi jubón. Un regalo de mi difunto abuelo, en paz descanse… ¿puede creerlo?
- La culpa es suya, mi Lord - rió la veneciana, con esa musicalidad venenosa tan suya - ¿A quién se le ocurre contratar a un tuerto como sirviente?
- Tuerto y torpe - repitió, fingiendo perder la paciencia - Permítame… disciplinarlo.
- ¡Fuera de mi vista, inútil! - bramó Drake, empujándolo hacia el pasillo con desprecio.
- ¡Y no vuelvas hasta que aprendas a servir una copa como es debido, maldito perro!
- Qué carácter, señor Fairborne… - dijo, alzando una ceja - No imaginaba que fuera tan… apasionado.
- Solo con quienes lo merecen, mi señora.
- Y dígame… - susurró con voz de seda - ¿Cree que una mujer como yo podría ser merecedora de esa pasión?
Podía oler el vino, el jazmín y el pecado en su aliento. Pero no se inmutó. Era un hombre curtido en mil temporales, un capitán que había bailado tantas veces con la muerte que podría sentarse enfrente suya e invitarla a beber. Y ahora, frente a aquella dama envenenada de deseo, volvió a ser el Cuervo. No el temerario pirata, si no, el terror de los hombres felizmente casados.
- ¿Quién podría negarse, mi señora? - dijo con una sonrisa peligrosa, posando el dorso de la misma mano con la que había abofeteado a Vihaan, sobre la mejilla de Isabella - Desde que la vi aparecer en el salón de baile, no he podido dejar de pensar en otra cosa.
- Aquí no… - susurró, cogiéndolo de la mano - Alguien podría vernos.
- Me da igual… - respondió Drake, buscando sus labios - Asumiré las consecuencias.
- ¿Es que no le teme a la muerte, lord Fairborne? Porque eso hallará, si mi marido descubre sus intenciones.
- Si he de morir por besarla, que así sea. No imagino mejor manera de abandonar este mundo que con el sabor de sus labios en los míos.
- Así que… ¿estaría dispuesto a morir por un beso?
- No por cualquier beso, Isabella - dijo él acercando más sus labios - Solo por el vuestro.
El Cuervo volvió la vista atrás, aliviado. La puerta seguía cerrada, todo iba según el plan. Más a lo lejos el bigote de Bhagirath asomó por el pasillo. Sus miradas se cruzaron un momento en el silencio de la mansión. El hindú mostró preocupación, el capitán se encogió de hombros, sin perder la sonrisa de su rostro.
Continuará…