Un viaje inesperado

Capítulo 64 - Seducción y pillaje: El momento ha llegado.

Mientras su marido hablaba con el supuesto mercader inglés, Isabella se permitió un pequeño gesto de desafío. Lo que estaba a punto de hacer iba en contra de todo lo que le habían enseñado desde niña. La habían educado para ser lo que los demás querían que fuera; a decir lo que los demás querían oír. A ser complaciente, servicial, perfecta. A sonreír siempre con dulzura, incluso cuando el odio la quemara por dentro.

Lo que era, o mejor dicho, lo que representaba, lo había aprendido a la fuerza, como a un pato al que se le atiborra de comida hasta el exceso para luego matarlo, hacer paté y contentar a las barrigas hambrientas de aquellos que pueden pagar por semejante manjar. Y precisamente por eso estaba dispuesta a hacer lo que iba a hacer. Por pura rebeldía.

Pero su rebeldía no era contra su marido, ni siquiera contra sus padres. Era contra el mundo entero. Contra ese mundo que la había moldeado a golpes de obediencia y conveniencia. Contra ese mundo que la había convertido en un utensilio, en un adorno. Contra ese mundo que le había robado la libertad, ofreciéndole a cambio lujos, sedas y jaulas con barrotes de oro.

Con disimulo, cruzó las piernas bajo la mesa y, usando el empeine del pie libre, se quitó lentamente uno de sus zapatos. Lo deslizó a un lado, rozando apenas la alfombra, mientras fingía mirar el centro del salón.

Don Rodrigo, ajeno a la danza silenciosa de su joven esposa, pedia con gestos rápidos de su mano que le sirvieran más vino en su copa y en la de su ilustre invitado.
  • Dígame, Lord Fairborne - empezó con voz grave, el tono de quien habla de cosas serias - ¿a qué rutas se dedica exactamente? He oído rumores de que domina parte del comercio en el Índico…
  • Rumores muy generosos, excelencia - respondió Drake con una media sonrisa, jugando con la copa entre los dedos - Solo he tenido la fortuna de estar en el lugar adecuado, en el momento oportuno. Y de tratar con la gente correcta, obviamente.
  • La gente correcta… - repitió Meneses, entornando los ojos - Eso es lo que marca la diferencia. El mar no perdona a los ingenuos, y los puertos están llenos de buitres con ropas de mercader.
  • Lo puede bien jurar, mi señor - asintió Drake totalmente tranquilo - Si me permite el consejo, le diré que el secreto no está en temerles, sino en que te crean uno de ellos.
El gobernador soltó una carcajada profunda y satisfecha.
  • Un consejo soberbio… ¡Por eso me cae usted bien, Fairborne! Tiene cabeza para los negocios. Dígame… ¿qué diría si combináramos nuestras rutas? Usted con sus barcos, yo con mis puertos. Las Indias y el Nuevo Mundo unidos bajo el mismo sello.
Drake fingió pensarlo, dejando que la copa se balanceara un poco entre sus dedos.
  • Una unión así movería más oro que muchas coronas, excelencia. Pero ya sabe… los grandes acuerdos requieren confianza.
  • Confianza - repitió Meneses, retocándose el bigote - Eso se gana con el tiempo… o con dinero.
Fue entonces cuando Drake sintió algo bajo la mesa. Una caricia leve, apenas un roce al principio. Luego, algo más claro, más cercano. Un pie descalzo que ascendía lentamente por su pantorrilla, hasta llegar a su entrepierna. El Cuervo se quedó inmóvil, sin dejar que su rostro traicionara su puesta en escena y su tremenda erección. Pero su corazón dio un salto traicionero.

Isabella Morosini della Torre sonreía, aparentemente distraída, removiendo el vino en su copa.
Los ojos del Cuervo se cruzaron un instante con los de ella. En esa mirada había un destello lascivo que lo incomodó. Y al mismo tiempo lo empezó a empujar, irremediablemente, hacía el pecado.

Mientras, Grace le daba las gracias al sirviente. Entró dentro y cerro la puerta tras de sí. El baño era pequeño, pero de un lujo insultante. Las paredes estaban recubiertas de azulejos blancos con vetas doradas, y en los bordes del suelo brillaban incrustaciones de nácar. Una lámpara de aceite colgaba del techo, su luz temblorosa bañaba la estancia con un resplandor cálido y engañosamente tranquilo. Sobre una repisa de mármol reposaban toallas bordadas con el escudo de la casa Meneses y un jarrón de porcelana con flores frescas.

El aire olía a jabón caro, a perfume de rosas y al tedio de la opulencia.
Grace se inclinó sobre el lavamanos: una pieza tallada en piedra clara, con grifos de bronce en forma de delfines; y se miró al espejo. Su reflejo la observaba como si fuera otra persona: el rostro maquillado, el cuello erguido, la máscara a medio quitar. Una impostora.

Apoyó ambas manos sobre el mármol frío, respirando hondo, intentando mantener a raya la rabia que le subía por el pecho. No podía soportar la idea de volver a ese salón. A esas risas falsas, a los ojos que la desnudaban, a esa maldita zorra veneciana de sonrisa pretenciosa y maldad perfumada. En su mente se dibujaban mil maneras de hacerla callar: podía clavarle el tenedor justo en el cuello, entre el collar de perlas y la nuez; o empujarla de frente contra la mesa, hacer que su cabeza rebotara entre la plata y el vino derramado y apuñalarla hasta que se desmallara del dolor. O más sencillo aún: llevarla del brazo hasta el balcón y dejar que la altura y un pequeño empujón hicieran el resto.

Cerró los ojos un instante, mordiéndose el labio. No. No podía hacerlo. No ahora.
Respiró hondo, dejando que el aire saliera por la nariz, como si quisiera expulsar con él toda la rabia del mundo. Y entonces lo oyó. Un golpe leve. Algo metálico, cerca de la ventana.

Grace se giró, el corazón repentinamente alerta. La ventana era pequeña, casi una rendija en la pared, coronada por una celosía de hierro. Servía más para dejar escapar los malos olores que para dejar pasar la luz. Avanzó con cautela y empujó los cerrojos. La madera crujió.
Al abrirla, una ráfaga de aire cálido le despeinó un mechón del cabello… y al otro lado, entre las sombras del jardín, un rostro familiar asomó. Su rostro enfurecido cambió de repente, esbozando una sonrisa que le devolvió la vida.
  • ¿Vihaan? - susurró incrédula.
El joven astrónomo la miró desde abajo, con esa sonrisa traviesa que solo aparecía cuando algo estaba a punto de salir mal.
  • ¿Qué haces aquí? - preguntó ella, entre la risa y el alivio.
Vihaan no se lo pensó. Retrocedió unos pasos para coger impulso y saltó hasta agarrarse al borde del alféizar, los pies balanceándose en el vacío, los brazos tensos, aferrados. Sonreía de oreja a oreja y como respuesta recibió un beso en los labios.
  • Te vi entrar en el baño a través del ventanal - respondió él, entre risas contenidas - Y por tu expresión, supe al momento que algo iba mal.
Grace suspiró, negando con la cabeza. La rabia volvió a asomar en su mirada.
  • Sácame de aquí, Vihaan… por lo que más quieras. No puedo más.
Él la miró con ternura, aún colgando, el cuerpo oscilando suavemente.
  • ¿Qué sucede? - preguntó, bajando la voz.
Grace apretó los labios.
  • Esa mujer me saca de quicio. Si me quedo un minuto más, juro que la atravieso con el cuchillo del postre. Las sonrisas falsas, las conversaciones vacías, y este maldito corsé que me está matando. Hubiera deseado mil veces más tener el papel de sirviente. Al menos podría respirar y sentir el aire fresco bajo la luz de la luna.
Él alargó una mano, rozándole la mejilla con la yema de los dedos.
  • Ya falta poco, mi vida - le dijo en voz baja, sonriendo con esa calma que a ella siempre le resultaba desesperante y reconfortante a la vez.
Grace cerró los ojos un instante al sentir su tacto. Entonces Vihaan se inclinó un poco más, arriesgándose a caer, y le dio un beso suave en los labios.
  • Aguanta un poco más, ¿de acuerdo? - murmuró - Cuando todo esto termine, te prometo que quemaremos ese maldito corsé y tiraremos las cenizas al mar. Luego descorcharemos una botella de vino a la luz de las estrellas y celebraremos, los tres juntos, que volvemos a navegar en libertad.
Grace sonrió y le acarició la mejilla con cariño.
  • Te quiero, Vihaan.
Él asintió, mientras se descolgaba de nuevo.
  • Y yo a ti, mi lady - rió mientras hacía una reverencia elegante.
Grace le sacó la lengua en gesto burlón, divertida por primera vez en toda la noche, y cerró despacio la pequeña ventana. Se miró un instante en el espejo: el cabello algo despeinado, los labios encendidos. Se acomodó el vestido, alisó las arrugas con las manos y se ajustó la máscara.

Cuando salió del baño, la sonrisa había vuelto a su sitio, impecable.
Aunque sabía que se esfumaría en el momento en que volviera a sentarse junto aquella zorra ataviada de joyas.

Mientras volvían al salón, Grace observaba sin perder detalle. Buscaba alguna pista de donde encontrar el tesoro que habían venido a robar. Para eso se habían infiltrado, para eso estaban sufriendo la compañía de esos despreciables. Pero algo la distrajo de su misión. El joven sirviente que la había acompañado hasta el baño andaba unos pasos por delante de ella. No pudo evitar notar la expresión de fastidio en el rostro de la señora inglesa que llevaba toda la noche observándola en silencio, intrigado por aquella mujer de belleza tan peculiar.
  • Disculpe mi osadía, mi Lady. Pero no parece estar precisamente disfrutando de la fiesta - dijo con cautela, inclinándose ligeramente - ¿Puedo hacer algo para que se sienta mejor? Si esta en mis manos, sería un placer ayudarla.
Grace lo miró un instante, y por primera vez en horas, permitió que su máscara cayera un poco, mostrando un atisbo de sí misma.
  • Detesto a la gente rica, chico - susurró, con un dejo de sinceridad - Son tan… frívolos, siempre preocupados por aparentar, por seguir esas estúpidas reglas y esos protocolos asquerosos. Todo me parece un teatro absurdo, un sin sentido.
El joven la miró, confundido.
  • ¿Es esta la primera fiesta a la que asiste, señora?
Grace negó con la cabeza, suspirando.
  • No es la primera fiesta a la que asisto… pero sí la primera que desearía no haber pisado jamás.
El criado asintió, comprensivo, bajando un poco la voz. Como si las paredes escuchasen.
  • Se que Doña Isabella es una mujer… digamos… complicada, pero no es mala por diversión, señora. Solamente… ha tenido una vida difícil.
Grace arqueó una ceja.
  • ¿Qué quieres decir con eso?
Él la miró fijamente, y con la precaución de quien conoce secretos que no se deben decir en voz alta, le susurró:
  • Se casó con Meneses por obligación, no por amor. Un acuerdo matrimonial impuesto por sus padres, del que no pudo negarse. Aunque viva rodeada de lujos y abundancia, muere de añoranza por su tierra natal. Vive una vida que no ha elegido vivir… en cierto modo, no deja de ser una sirvienta… como yo.
Grace frunció el ceño, casi irritada.
  • No digas estupideces, chico. No tienes nada que ver con esa mujer.
El joven negó con la cabeza, con un gesto firme.
  • No importa si uno es rico o pobre, mi Lady. Lo duro es no poder decidir por uno mismo.
Grace guardó silencio un momento, digiriendo sus palabras mientras retomaban la marcha hacia el salón. La sinceridad del criado le dio algo en qué pensar, aunque su fastidio con Isabella no había disminuido ni un ápice. Regresó a la mesa con el gesto menos endurecido, procurando que su paso fuera grácil, digno de una dama inglesa. Se sentó sin mirar demasiado a nadie, pero no pudo evitar lanzar una breve mirada de desdén a Isabella, que le respondió con una sonrisa tan dulce como venenosa.

Lady Fairborne respiró hondo y decidió ignorarla. Prefirió concentrarse en los otros comensales, esforzándose por parecer interesada en conversaciones triviales sobre plantaciones, rutas marítimas y modas europeas. Sonrió, asintió en los momentos adecuados, incluso dejó escapar alguna carcajada forzada mientras picoteaba con curiosidad en aquellos platos desconocidos. Aquella cocina tan elaborada y pretenciosa que parecía diseñada para humillar a los estómagos humildes.

A su lado, Isabella seguía con su particular teatro. Una dama refinada por encima del mantel, pero una cortesana traviesa por debajo. Mantenía su expresión impoluta, pero sus ojos destilaban juego y desafío.

Las conversaciones siguieron su curso, insustanciales, infladas de vanidad y vino caro. Risas, brindis, y ese constante repicar de cubiertos contra porcelana que solo la alta sociedad podía convertir en música. Finalmente, tras horas de banquete, el último postre fue degustado y la última barriga saciada. Grace observó, casi aterrorizada, cómo los criados se llevaban en silencio bandejas enteras de comida intacta, montañas de manjares que se perderían en la oscuridad de la noche.

Entonces Meneses, con los mofletes encendidos y la mirada vidriosa, se levantó dando un pequeño golpe en la mesa con el puño.
  • ¡Damas y caballeros! - proclamó con voz vibrante y algo pastosa - ¡La fiesta no ha terminado! - rió con estruendo - ¡Acaba de empezar! Quien desee beber buen brandi y fumar tabaco de primera calidad... ¡que me siga al jardín!
El salón se llenó de murmullos excitados. Los hombres se pusieron en pie, ajustándose las chaquetas; las mujeres se abanicaron con coquetería fingida. Uno tras otro, los invitados comenzaron a seguir al gobernador y a su mujer hacia las puertas que daban al jardín, donde el sonido de las cigarras y las linternas de aceite esperaban la continuación de la fiesta.

Grace se disponía a levantarse cuando sintió una mano firme sujetarle el brazo. Drake se inclinó hacia ella, hablándole entre dientes con el rostro sereno y el tono de quien oculta un incendio.
  • Capitana… necesito contarte algo - susurró Drake, sin dejar de sonreír hacia los demás.
  • ¿Qué pasa ahora? - preguntó ella con una mueca cansada - Te huele el aliento a fondo de barril. Pero… ¿Cuánto has bebido?
Drake sonrió, bajando la voz todavía más.
  • No te preocupes por eso. El problema no es el vino - contestó, reprimiendo una risa - Verás… mientras hablaba con nuestro querido gobernador de negocios… algo empezó a moverse bajo la mesa.
Grace arqueó una ceja.
  • ¿Un ratón?
  • Si lo era… - dijo él, con una sonrisa torcida - llevaba medias de seda.
Grace lo miró sin entender, hasta que él señaló con un leve gesto de cabeza hacia Isabella, que reía con inocencia fingida a unos metros de ellos, rodeada de varias mujeres enjoyadas. Grace abrió los ojos de par en par.
  • ¿Estás diciéndome que…?
  • Que doña Morosini tiene un pie demasiado curioso, sí - respondió Drake, aguantando la risa - No ha dejado de buscarme como si hubiera perdido algo entre mis rodillas.
Grace se tapó la boca fingiendo una tos, aunque en realidad trataba de contener la carcajada.
  • Por Dios, Cuervo… no puedo dejarte solo ni cinco minutos.
  • No es culpa mía, lo juro - dijo él, retirando la silla para que Grace pudiera levantarse.
  • Nunca es culpa tuya, ¿verdad? - le susurró ella, agarrándose de su brazo - Ese porte elegante, esa mirada penetrante y tu maldita sonrisa pretenciosa…
Drake se detuvo un instante, mirándola con fingida solemnidad.
  • Así que os parezco atractivo… - murmuró divertido - Si es así, debéis saber que vos también me lo parecéis a mí. Así que…
Grace lo miró alzando los ojos y negando con la cabeza.
  • No tenéis remedio.
  • ¿Qué problema hay? Vos sois una mujer, yo soy un hombre… Los dos somos jóvenes, solteros… la noche apenas empieza, capitana. Y siempre he preferido a las mujeres peligrosas antes que a las encorsetadas.
Grace le dio un codazo, obligándolo a avanzar.
  • Estoy con Vihaan, Cuervo. Y espero un hijo suyo.
  • Siento ser repetitivo, pero… debo volver a preguntar: ¿qué problema hay?
  • ¿No acabas de escuchar lo que acabo de decirte?
Salieron del comedor y cruzaron el salón donde, horas antes, habían bailado.
  • Escucho las palabras, sí - replicó él con tono travieso - pero mis ojos no ven ninguna alianza en su dedo…
  • No hacen falta alianzas cuando el corazón ha hablado, amigo. Y el mío ha escogido a Vihaan.
  • Bueno… No soy celoso… Podríamos…
  • Déjalo ya, Drake - le cortó Grace esta vez riendo sin intentar disimularlo - Te lo pido por favor.
Él sonrió y le dio un par de toques cariñosos en el antebrazo.
  • Está bien, está bien… dejémoslo en un quizás.
  • Maldita sea - rió la capitana - Es que acaso… ¿Nunca te rindes?
  • Antes, pudiera haberlo hecho, pero… ¡Ya no! Pues una buena amiga me dijo, no hace mucho, que lo único a lo que le temía en esta vida era a rendirse… Y eso me hizo recapacitar.
  • Esa amiga tuya parece saber bien lo que se dice…
  • Así es, capitana. Es sabia, sí… Sabia y tremendamente preciosa.
Grace sonrió, rendida a su absurdo encanto. Aquel hombre era un peligro en el sentido más amplio de la palabra. Un espadachín habilidoso, con una lengua igual de afilada. Su atractivo era omnipresente. No solo por su físico, si no también por su carácter. Que rebosaba un carisma imposible de contener. La capitana debía reconocer que se alegraba de haberlo conocido. Era temerario, indomable, y poseía un entusiasmo que parecía incapaz de rendirse, sin importar el enemigo o el obstáculo que tuviera enfrente.

Antes de salir al patio, ella lo detuvo un segundo.
  • Recuerda para lo que hemos venido, mi querido Edmund - le susurró - Ya eres un hombre hecho y derecho como para que alguien tenga que decirte que debes hacer y como debes comportarte. No soy tu mujer, y menos tu madre, así que piensa con la cabeza por una vez en tu vida.
  • Créeme, capitana - replicó él en voz baja - si sobrevivo a esta fiesta sin perder la compostura, me consideraré un héroe.
Grace lo empujó con el codo, disimulando la risa entre los murmullos de los invitados.
  • Pues venga, héroe, vayamos al jardín antes de que esa bruja te haga perder los papeles y me toque arrancarte la entrepierna de un sablazo.
Ambos salieron al exterior, fingiendo la compostura de los nobles que interpretaban, mientras el cálido y dulce veneno del humor les devolvía, por un instante, el aire perdido de la noche. El jardín del gobernador se extendía como un pequeño paraíso domesticado a fuerza de latigazos y manos ajenas. Senderos de grava blanca serpenteaban entre fuentes de mármol y parterres de jazmín y buganvilla. Las antorchas de aceite, clavadas a intervalos regulares, dibujaban sombras danzantes sobre los setos recortados con precisión militar. En el aire flotaba una mezcla de perfume floral y humo de tabaco, dulce y espeso, que se adhería a la piel como una promesa.

La orquesta, ahora situada bajo una glorieta abierta, había abandonado los valses venecianos para dar paso a melodías más ligeras, alegres, casi indecorosas. El sonido del violín se mezclaba con las carcajadas, con el tintineo de copas llenas y vacías. El gobernador Meneses, rojo de mejillas como la sangre y con la voz exaltada por el brandi, levantaba un vaso tras otro, animando a todos a beber y disfrutar.
  • ¡Esta noche no existe el mañana! - gritó, tambaleándose ligeramente, mientras un criado se apresuraba a rellenarle la copa. - ¡Así que disfruten de esta fiesta como si fuera la última a la que fueran a asistir!
Los vítores, los aplausos y las risas cada vez más desinhibidas invadieron la plácida noche de Porto Bello. El gobernador, con pasos inseguros se acercó lentamente hacía los Fairborne. Se detuvo ante ellos, bebiendo con alegría y volviendo a desnudar con la mirada a Grace.
  • Dígame Lord Edmund… - balbuceó apuntándolo con la copa medio vacía - ¿Sería tan amable de acompañarme para… concretar esos negocios de los que hablamos anteriormente?
  • Por supuesto - sonrió Drake - sería un placer, su excelencia.
Meneses miró a la capitana a los ojos, su sonrisa lujuriosa aflorando peligrosamente.
  • Siempre y cuando su bella mujer, esté de acuerdo. Claro está…
Grace intentó parecer simpática, educada y remilgada. Pero cada vez le costaba más. Puedes poner agua en un cuenco y el agua se convertirá en cuenco. Puedes levantar paredes que nieguen en paso del aire, incluso labrar la tierra para que trabaje en tu beneficio. Pero el fuego no se puede controlar. Arrasa con todo lo que encuentra a su paso.
  • Puede llevárselo - dijo asintiendo con la cabeza - Se cuidar de mi misma…
  • No me cabe la menor duda - contestó el orondo gobernador entre carcajadas.
Mientras el Cuervo se iba con Meneses, Grace se apartó un poco, intentando pasar desapercibida. Ocultándose de aquella fiesta que, poco a poco, empezaba a cambiar de rumbo.

La velada, que al principio había sido un ejemplo de etiqueta y ostentación, empezaba a descomponerse como un lienzo pintado al que la humedad borra los colores. Los caballeros, antes rígidos en sus casacas, aflojaban los cuellos de las camisas, abrían chalecos y se reían con la boca llena. Las damas, liberadas del juicio ajeno por el velo del alcohol y la penumbra de las antorchas, abandonaban la compostura poco a poco. Las faldas se recogían apenas unos centímetros más, pero suficientes para mostrar la piel pálida de los muslos, y algo más arriba. Las risas eran más altas, los abanicos golpeaban en juego, las palabras se susurraban con una familiaridad que unas horas antes habría sido impensable.

No faltaban las bandejas con dulces especiados y frutas confitadas traídas de ultramar, ni las copas de cristal donde se mezclaban el ron caribeño con el licor de anís y el vino de Madeira. Algunos más atrevidos o más viciosos, pasaban discretamente pequeños envoltorios de polvo grisáceo o hierbas trituradas, que se quemaban en pipas de jade o se aspiraban con delicadeza fingida. Los sirvientes lo veían todo sin mirar, moviéndose entre los invitados con la obediencia del silencio impuesto.

A medida que la noche avanzaba, las conversaciones se diluían en murmullos, en besos apasionados y sexo furtivo entre los setos. Amantes desconocidos, ocultos tras máscaras, jurando promesas rotas antes de nacer. La música subía, las risas también. El aire, cálido y húmedo, parecía cargarse de deseo y decadencia.

Y en medio de aquel desenfreno, una joven pirata oculta tras un disfraz que la asfixiaba, lo observaba todo a través de la mirada de quien no pertenece a ese mundo. Una mirada llena de asco y furia. No los odiaba por ser ricos. Eso sería demasiado simple, demasiado vulgar. No los odiaba por sus ropas de seda ni por sus joyas, ni por sus hogares bañados en oro. Los odiaba simplemente por lo que simbolizaban.

Eran el reflejo de un mundo que había aprendido a odiar. Un mundo que pesa el alma en monedas, que confunde la abundancia con virtud y la miseria con elección. Donde el valor de un ser humano se mide por lo que posee, y no por lo que es. Un mundo donde el hambre se llama castigo divino y la pobreza, lección moral. Donde quienes nunca han sentido el estómago vacío y no dudan en desperdiciar comida, se permiten juzgar al que mendiga pan, convencidos de que el pobre lo es porque así lo ha querido.

Y mientras reparten sermones sobre el mérito y el esfuerzo, levantan muros que sólo ellos pueden cruzar; muros hechos de oro y riquezas, de linaje y desprecio. Los odiaba porque esa gente había creado un mundo enfermo, donde unos pocos se alimentan de la miseria de muchos… y al que Grace, con toda la fuerza de su alma, juró no pertenecer jamás.

Los odiaba porque nunca habían tenido que robar para sobrevivir, ni pelear para seguir respirando un día más. Porque su dolor más grande era una mancha de vino en el vestido, o un amante que no volvía a la alcoba. Esa gente se creía eterna, intocable, como si el sol saliera cada mañana solo para ellos. La capitana había visto morir a demasiados niños en los muelles de Bristol, devorados por las ratas o la fiebre. Había visto a sus madres vender su cuerpo por una hogaza de pan duro, y hombres respetables romperse la espalda hasta quebrar, por monedas que jamás llegarían a sus manos; mientras los barcos cargados de azúcar, ron y tabaco partían rumbo hacía puertos donde los hombres como Meneses jugaban a ser dioses.

Y ahora los tenía delante: riendo, bebiendo, follando como bestias satisfechas bajo la luna, sin saber o sin querer hacerlo, que su placer se edificaba sobre el sufrimiento ajeno.

Por eso los odiaba.

Porque eran el retrato perfecto de todo lo que estaba mal en este maldito mundo.
Porque bajo el brillo perfecto e impoluto de sus fachadas, solo había podredumbre.
Porque eran el mismo mundo que la había intentado aplastar, pisotear y asesinar, cuando solo era una niña… y al que ahora, sin remordimientos, pensaba devolverle el golpe.

Grace respiró hondo, sintiendo el corsé apretarle las costillas hasta doler. Aquello no era solo un disfraz: era una condena. Pero no lo iba a ser por mucho tiempo. Afuera, bajo la luna llena, las risas y los jadeos se alzaron como un coro de almas condenadas. Ella apretó los dientes. Cerró los puños. Pronto se acabaría el teatro. Pronto caerían las máscaras.

Al cabo de un largo rato que se estiró como una pequeña eternidad, Grace vio regresar a Drake a la fiesta, acompañado por Meneses. Reían con una despreocupación burda, sin vergüenza ni decoro; el gobernador incluso pasó un brazo sobre los hombros del Cuervo, como si fueran viejos camaradas. Como dos viejos amigos entre los que no existían los secretos. Pero la realidad era otra, una bien distinta. Meneses, solamente lo quería a su lado para engordar su fortuna, mientras los motivos de Lord y Lady Fairborne tenían, al menos bajo la visión de los piratas, una nobleza llena de justicia.

Drake se despidió con una palmada en la espalda del gobernador y se acercó a Grace. Se alejaron un poco, parándose bajo la sombra de una palmera alta, desde donde todo se veía con claridad: el brillo del brandi en las copas, las máscaras torcidas sobre los rostros ebrios, las joyas reluciendo en gargantas húmedas de sudor.
  • Esto ya parece más una taberna que una fiesta de la alta sociedad - murmuró Grace, cruzándose de brazos.
  • No estoy de acuerdo, capitana - respondió Drake con media sonrisa - En las tabernas, al menos, la gente es honesta con lo que busca.
  • ¿Has averiguado algo? - preguntó ella, vigilante.
Drake asintió y lanzó una sonrisa medida a dos damas que pasaban cerca, envueltas en vestidos abiertos que dejaban al descubierto más piel que tela; sus abanicos apenas cubrían pechos y espaldas, la coquetería hecha atrevimiento. Saludaron con una inclinación breve y siguieron su camino, moviéndose como dos aves rápidas entre la multitud.

Grace las observó un instante y volvió la vista a la escena principal, donde ahora el gobernador bailaba torpemente con una mujer que no era su esposa.
  • Entonces acabamos con esto de una vez… - susurró - Bhagirath y los demás están esperando nuestra señal.
Drake la agarro de la cintura y siguió sonriendo, con la calma del cazador que se sabe cerca de la presa.
  • Tranquila, capitana - añadió, con ese brillo feroz en los ojos - En cuanto el último de estos cerdos caiga de bruces o se duerma sobre su copa, los desvalijaremos.
Grace apretó la mandíbula y asintió. La noche todavía olía a peligro y a posibilidad. Y esa simple sensación la reconfortó por dentro. Mientras, en aquel jardín donde el lujo se confundía con el pecado, donde el poder olía a sudor y perfume caro, la noche de Porto Belo se preparaba para su verdadero acto final. Solo debían esperar, el momento justo y preciso.

Y el momento que esperaban no tardó en llegar.
De la alta sociedad de Porto Belo ya no quedaba ni la sombra. Los modales, los títulos y los juramentos de virtud se habían disuelto como azúcar en ron caliente. Lo que unas horas antes había sido una cena de protocolo y ostentación, ahora era una bacanal sin pudor, un carnaval de cuerpos y risas que habría escandalizado a cualquier moralista europeo.

El jardín se había convertido en un cuadro viviente de desenfreno: las faldas, antes cuidadas y planchadas, yacían arrugadas sobre el césped; los corsés, desabrochados o arrancados, dejaban ver más de lo que la luz de las antorchas podía ocultar. Los caballeros, con el cuello sudado y las pelucas torcidas, reían como bestias satisfechas. Las damas ya no fingían timidez. Se besaban, se acariciaban, se entregaban sin miedo al juicio, sin remordimiento.

Algunos criados, llamados a participar, habían abandonado sus tareas y se mezclaban con los amos, como si las jerarquías hubiesen sido abolidas por obra del vino y del deseo. El amor o su parodia más brutal se consumaba sin pudor entre los setos, sobre las fuentes, o junto a las columnas cubiertas de enredaderas. Los gemidos y las risas se mezclaban con la música, ya sin ritmo ni compás.

Grace lo contempló todo con una mezcla de asco y alivio. El momento había llegado. Nadie prestaría atención a nada que no fuera el placer inmediato. Drake, a su lado, bebía un último sorbo de vino y arqueó una ceja.
  • Si los dioses existen, esta gente acaba de darles motivos suficientes para incendiar la ciudad entera.
  • Ha llegado el momento… - contestó ella.
  • Aún es pronto capitana… debemos esperar… - intentó pararla Drake.
Pero ya era demasiado tarde. Grace no respondió. Solo se llevó la mano al la oreja derecha y se quitó el pendiente, ese pequeño gesto que habían acordado de antemano. Una señal breve, apenas perceptible, pero suficiente para encender la mecha.
Entre los matorrales del extremo norte del jardín, algo se movió. Un susurro entre las hojas.

Sombras rápidas acompañadas de manos hábiles asomaron la cabeza, arropadas por la oscuridad de la noche. Yara fue la primera en asomar, su silueta recortada por la luz temblorosa de las antorchas. Su rostro, sereno y decidido, contrastaba con el caos que la rodeaba. Tras ella, Vihaan apareció silencioso como un depredador en la espesura, seguido por Bhagirath y los gitanos, sus rostros pintados con la sonrisa del ladrón que sabe que ha llegado su momento.

Uno a uno, cruzaron el patio con sigilo. Las risas, los cantos y el fragor del desenfreno cubrían cualquier ruido de sus pasos. Los criados ebrios, los músicos en trance y los invitados perdidos en su propio éxtasis no notaron absolutamente nada.

Grace y Drake se movieron al mismo tiempo. Cruzaron el jardín sin mirar atrás, pasando junto a una mesa derribada y copas vacías. El suelo estaba cubierto de pétalos, fruta aplastada y ropas abandonadas. El aire olía a vino, sudor y flores muertas.

Entraron en la mansión por la puerta lateral, esa que daba a la galería de servicio. Una vez dentro, el silencio los envolvió como un muro. Las sombras eran densas, el ambiente más frío. Se movieron rápido, casi a ciegas, hasta llegar al gran vestíbulo.

Allí, bajo la escalera principal, se ocultaron todos, conteniendo la respiración. Afuera, la música seguía, ahora más salvaje que nunca, como si el mundo estuviera a punto de devorarse a sí mismo. Grace miró a sus compañeros uno por uno. En sus rostros vio el reflejo de lo que estaban a punto de hacer: el fin del disimulo, el inicio del golpe.

Vihaan asintió en silencio. Drake sonrió, afilando el gesto. La capitana, con el corazón en un puño y la mente fría como el acero, susurró apenas un aliento:
  • Ahora empieza lo bueno… - dijo con una sonrisa en los labios.
Las palabras se perdieron en la penumbra, apenas un murmullo entre respiraciones contenidas. Grace inspiró y, muy cerca de los oídos de los suyos, se dirigió a ellos en un hilo de voz que quemó más que el fuego de las antorchas del jardín:
  • No robamos por codicia - susurró - Robamos porque ellos han hecho de la miseria una ley. Esta noche quitamos a quien oprime, con manos sucias, y devolvemos lo que ocultaron tras muros de oro a los que no tienen nada. Así que no tengáis piedad, ni decoro. Robad hasta que no podáis más…
Un viento frío que recorrió la estancia le devolvió por un momento la respiración. Sus palabras parecieron multiplicarse en la oscuridad, animando a los demás. Drake la miró con admiración contenida, luego asintió.
  • Seguidme - dijo él con voz baja y feroz - Sé dónde está el botín.
Fue el primero en moverse, deslizándose fuera de la sombra con la agilidad de quien ha atravesado mil tormentas. Los demás lo siguieron sin vacilar: Bhagirath, Vihaan, Yara, Grace y los gitanos, cada uno con la certeza de que nadie ni nada los podría detener.

El interior de la mansión era un laberinto de mármoles y tapices, un santuario de la vanidad humana. Las paredes estaban adornadas con retratos de nobles y santos, todos observando con expresión severa cómo los intrusos cruzaban los pasillos prohibidos. El eco de la música y las carcajadas del jardín se filtraban a lo lejos, recordándoles que, por ahora, aún estaban cubiertos por el ruido y el pecado ajeno.

Vihaan se detuvo un momento frente a una puerta tallada, una de las muchas que bordeaban el corredor. Haciendo gestos con las manos, en total silencio. Grace retrocedió unos pasos y abrió con delicadez la puerta. Asomó la cabeza y tras unos segundos, la volvió a sacar fuera.
  • Podríamos llevarnos media fortuna solo de aquí - susurró, mirando de reojo los candelabros, los cofres y las cajas de plata que asomaban por la puerta entreabierta.
Drake, a su espalda, observó rápidamente la estancia. Luego negó con la cabeza.
  • Migajas, capitana. El botín grande está en el despacho de Meneses. Los contratos, las llaves que abren secretos, los sellos, el oro escondido... todo lo que mueve su maldito imperio esta allí. Lo he visto con mis propios ojos.
Grace sonrió, complacida.
  • Con tanto teatro, casi olvido que eres un pirata y no ese estirado Lord.
Él no contestó, tan solo esbozó una amplia sonrisa. Y siguió adelante con paso firme, guiado más por la intuición que por la memoria. A cada esquina, Bhagirath se adelantaba, asegurando el terreno. Vihaan iba detrás de Grace, protegiendo la retaguardia. Yara y los demás cargaban con los sacos vacíos que pronto llenarían con todo cuanto pudieran cargar.

Finalmente, Drake levantó una mano, deteniéndolos frente a una puerta doble de madera oscura, más imponente que las demás.
  • Creo que es aquí… - dijo en voz baja, apoyando una mano sobre el pomo - Meneses tiene una caja fuerte empotrada detrás del retrato de Carlos II, y un arcón bajo el escritorio donde seguro guarda los pagos que no figuran en los libros - Drake movió el pomo pero la puerta no se abrió - Maldita sea… esta cerrada.
Grace asintió, y los miró a todos.
  • No hay problema… Bhagirath, vigila esa parte del pasillo y avisa si ves a alguien. Vihaan, tu al otro extremo, ojos abiertos. Yara, ocúpate de la puerta, rápido. Y vosotros, amigos - les dijo a los gitanos - sed rápidos y silenciosos. Que no salten las alarmas.
Todos se pusieron en marcha. Bhagirath hacía el este, oculto tras una armadura medieval, lustrosa y resplandeciente. Vihaan al oeste del pasillo, oculto tras un jarrón de porcelana ataviado de flores silvestres. La cubana se arrodilló frente a la puerta, observando un instante la cerradura con una calma casi sagrada. Soplando el polvo de sus dedos, alzó la vista al techo del pasillo, murmurando una plegaria a sus santos protectores, los mismos que, según ella, nunca la habían dejado fallar. Una vez más les pidió ayuda y ellos respondieron, protegiéndola desde el más allá.

Abrió su zurrón y dejó que las ganzúas bailaran entre sus dedos con la gracia de una música que solo ella escuchaba. Detrás, todos esperaban en tensión, medio agachados, mirando hacia todos lados constantemente. Yara tenía muchas cualidades que la hacían especial, pero sin duda, ante todo, era una ladrona impecable. Empujó las hojas con suavidad, con una destreza que no parecía de este mundo, como si pudiera ver lo que sus dedos tocaban. En segundos la cerradura cedió, las puertas se abrieron y el despacho del gobernador los recibió con un olor pesado a cuero, tabaco y ambición.

Sin perder tiempo entraron, rápida y silenciosamente. Sobre el escritorio, aún quedaban copas medio vacías y una pluma caída, como si Meneses hubiera salido apenas unos minutos antes. Los mapas y documentos se extendían por toda la superficie, con rutas comerciales marcadas en rojo, cargamentos, nombres de barcos… y cifras que harían palidecer al más rico de los piratas.

Grace entró la primera, Yara la siguió de cerca y los gitanos ya habrían sus sacos, dispuestos a llenarlos hasta arriba de oro y joyas. Pero cuando Drake dio el primer paso hacía dentro. La voz de Vihaan, apenas un susurro lleno de alarma, lo detuvo en seco.
  • Se acerca alguien…
Drake actuó por reflejo. Por puro instinto, agarró una copa vacía de una mesilla que estaba al lado de la puerta y luego la cerró con suavidad. Rápidamente, casi a la carrera, se acercó a Vihaan. A su espalda, Bhagirath rodeó por el otro lado la armadura, pegando la espalda contra la pared y escondiendo la barriga para no ser delatado.
  • Ponte en pié rápido… - le dijo el Cuervo, escuchando los pasos que se acercaban cada vez más - y sígueme la corriente, ¿De acuerdo?
Vihaan asintió y obedeció a aquel hombre que había mentido y sobrevivido mil veces. Sintiendo como él le agarraba del brazo con fuerza y cambiaba repentinamente la expresión de su rostro. El brillo de su sonrisa socarrona desapareció y, en su lugar, surgió la altivez de un noble irritado. El Cuervo apartó las flores del jarrón de porcelana y llenó la copa con el agua de su interior, tirándosela al instante por encima de la ropa. El astrónomo lo observó confundido, sin entender que pretendía hacer.

La figura apareció en el pasillo, los pasos se detuvieron en seco y justo cuando los vio, empezaron los gritos. Una voz femenina, curiosa, cantarina, rompió la discusión.
  • ¿Qué sucede aquí?
Era doña Isabella. Avanzaba con paso felino, los ojos entrecerrados y el gesto divertido de quien se cruza con un espectáculo inesperado en mitad de la noche.
  • ¡Nada que no pueda solucionarse, mi señora! - respondió Drake con una teatralidad impecable, alzando la copa vacía como si aún contuviera vino - Este torpe e imbécil indio ha tenido a bien derramar mi bebida sobre mi jubón. Un regalo de mi difunto abuelo, en paz descanse… ¿puede creerlo?
Isabella ladeó la cabeza, evaluando a Vihaan con el deleite cruel de quien observa una rareza exótica, un objeto, una posesión.
  • La culpa es suya, mi Lord - rió la veneciana, con esa musicalidad venenosa tan suya - ¿A quién se le ocurre contratar a un tuerto como sirviente?
Drake acompañó la risa con una mueca fingida, como si compartiera el chiste, aunque en su interior medía cada palabra, cada movimiento.
  • Tuerto y torpe - repitió, fingiendo perder la paciencia - Permítame… disciplinarlo.
Sin previo aviso, giró la muñeca con la precisión de un actor y descargó una bofetada seca con el dorso de la mano. El golpe resonó contra el mármol, áspero y real. Vihaan se llevó ambas manos al rostro, no fingiendo, sino verdaderamente dolido, tanto por la fuerza como por el ultraje.
  • ¡Fuera de mi vista, inútil! - bramó Drake, empujándolo hacia el pasillo con desprecio.
Vihaan lo miró con rabia contenida, pero obedeció. Y justo cuando dio el primer paso para alejarse, el Cuervo, fiel a su papel, le propinó una patada en el trasero que lo hizo tropezar.
  • ¡Y no vuelvas hasta que aprendas a servir una copa como es debido, maldito perro!
La carcajada de Isabella sonó baja, húmeda, peligrosa. Se cubrió los labios con su abanico de encaje, fingiendo pudor, aunque en sus ojos relucía la lascivia.
  • Qué carácter, señor Fairborne… - dijo, alzando una ceja - No imaginaba que fuera tan… apasionado.
Drake se inclinó con elegancia, ocultando tras la sombra de su reverencia una sonrisa apenas contenida. La sonrisa de quien, otra vez, acaba de salvar la situación.
  • Solo con quienes lo merecen, mi señora.
Ella lo observó unos segundos más, y dio un paso hacia él, tan cerca que el perfume de su piel lo envolvió como una niebla dulce y peligrosa.
  • Y dígame… - susurró con voz de seda - ¿Cree que una mujer como yo podría ser merecedora de esa pasión?
Drake sostuvo su mirada, sin retroceder.
Podía oler el vino, el jazmín y el pecado en su aliento. Pero no se inmutó. Era un hombre curtido en mil temporales, un capitán que había bailado tantas veces con la muerte que podría sentarse enfrente suya e invitarla a beber. Y ahora, frente a aquella dama envenenada de deseo, volvió a ser el Cuervo. No el temerario pirata, si no, el terror de los hombres felizmente casados.
  • ¿Quién podría negarse, mi señora? - dijo con una sonrisa peligrosa, posando el dorso de la misma mano con la que había abofeteado a Vihaan, sobre la mejilla de Isabella - Desde que la vi aparecer en el salón de baile, no he podido dejar de pensar en otra cosa.
Doña Isabella soltó una carcajada que quiso ser refinada, pero rebosaba deseo y abandono. Con la boca entreabierta, se inclinó hacia él, los ojos brillantes, dispuesta a dejarse devorar… pero en el último instante apartó el rostro, manteniendo la sonrisa.
  • Aquí no… - susurró, cogiéndolo de la mano - Alguien podría vernos.
  • Me da igual… - respondió Drake, buscando sus labios - Asumiré las consecuencias.
Ella ladeó la cabeza, jugando con el peligro. Se sentía como un pececillo nadando entre la boca abierta de un tiburón. Pero no había miedo. Solo excitación.
  • ¿Es que no le teme a la muerte, lord Fairborne? Porque eso hallará, si mi marido descubre sus intenciones.
Drake recordó a Grace al escuchar esa pregunta. Sonrió al pensar como dos mujeres tan distintas, en absolutamente todo, pudieran haber preguntado exactamente lo mismo. Retrocedió apenas un palmo, lo justo para mirarla a los ojos. La sonrisa que mostró era la de un hombre que ya ha hecho un pacto con el diablo.
  • Si he de morir por besarla, que así sea. No imagino mejor manera de abandonar este mundo que con el sabor de sus labios en los míos.
Isabella lo observó un instante más, con la respiración agitada.
  • Así que… ¿estaría dispuesto a morir por un beso?
  • No por cualquier beso, Isabella - dijo él acercando más sus labios - Solo por el vuestro.
La veneciana se estremeció, su entrepierna mojada, latiendo con fuerza. Y lo besó antes de girarse con gracia felina. Sin decir palabra, empezó a andar por el pasillo, llevándose tras de sí al supuesto lord inglés… dispuesta a entregarle mucho más que su tiempo.

El Cuervo volvió la vista atrás, aliviado. La puerta seguía cerrada, todo iba según el plan. Más a lo lejos el bigote de Bhagirath asomó por el pasillo. Sus miradas se cruzaron un momento en el silencio de la mansión. El hindú mostró preocupación, el capitán se encogió de hombros, sin perder la sonrisa de su rostro.

Continuará…
 
Que capullo ha estado en este capítulo Drake y como se ha aprovechado de la situación para pegarle a Vihaan. Espero que cuando todo se termine, este le pegue 2 buenas ostias que se merece. Y más le vale que no se entere de que ha intentado algo con Grace y menos mal que está le ha parado los pies.
 
Que capullo ha estado en este capítulo Drake y como se ha aprovechado de la situación para pegarle a Vihaan. Espero que cuando todo se termine, este le pegue 2 buenas ostias que se merece. Y más le vale que no se entere de que ha intentado algo con Grace y menos mal que está le ha parado los pies.
No se puede contener, es superior a él. Pero como bien dices, Grace ha estado a la altura.
Yo no creo que lo haga con maldad, en realidad. Es más bien su forma de entender las cosas, como si todo fuera un juego. Tan pirata y ladrón que no entiende lo que es la propiedad privada, incluso en el amor. No se si me explico jeje.
Me estoy planteando seriamente un enfrentamiento directo entre Vihaan y el Cuervo. Aunque, por otro lado. Y habiéndole cogido mucho cariño al astrónomo. Drake tiene algo que me puede. Supongo que esa seguridad que lo hace tan carismático.
La idea de que se uniera a la tripulación surgió de forma bastante orgánica. Al principio pensé en dejarlo un tiempo con ellos, que compartiera un tramo del viaje, pues da bastante juego como personaje. Y luego que tomara su propio camino. Pero ahora me estoy planteando en darle un lugar fijo en la tripulación. Aunque peligroso a nivel amoroso, es un espadachín sin igual y puede ayudar a nuestros amigos a cumplir su misión.
Ya veremos que pasa... jejeje
 
No se puede contener, es superior a él. Pero como bien dices, Grace ha estado a la altura.
Yo no creo que lo haga con maldad, en realidad. Es más bien su forma de entender las cosas, como si todo fuera un juego. Tan pirata y ladrón que no entiende lo que es la propiedad privada, incluso en el amor. No se si me explico jeje.
Me estoy planteando seriamente un enfrentamiento directo entre Vihaan y el Cuervo. Aunque, por otro lado. Y habiéndole cogido mucho cariño al astrónomo. Drake tiene algo que me puede. Supongo que esa seguridad que lo hace tan carismático.
La idea de que se uniera a la tripulación surgió de forma bastante orgánica. Al principio pensé en dejarlo un tiempo con ellos, que compartiera un tramo del viaje, pues da bastante juego como personaje. Y luego que tomara su propio camino. Pero ahora me estoy planteando en darle un lugar fijo en la tripulación. Aunque peligroso a nivel amoroso, es un espadachín sin igual y puede ayudar a nuestros amigos a cumplir su misión.
Ya veremos que pasa... jejeje
Si te digo la verdad a mí Drake no me está cayendo demasiado bien en los últimos capítulos y ha estado fuera de lugar que le pegará a Vihaan aprovechando la situación.
Veremos a ver cuándo se vea las caras con Vi, porque el está cabreado.
 
Si te digo la verdad a mí Drake no me está cayendo demasiado bien en los últimos capítulos y ha estado fuera de lugar que le pegará a Vihaan aprovechando la situación.
Veremos a ver cuándo se vea las caras con Vi, porque el está cabreado.
Hay un tema pendiente ahí que solucionar, tienes razón. Aunque creo que se como arreglarlo, jeje.
Un abrazo compañero.
 
Capítulo 65 - Saquea y no mires atrás: ¡Oh! Bella Ciao.

Dentro del despacho, el ambiente era todo lo contrario a lo que sucedía entre los pasillos oscuros de la mansión. El aire era espeso, cargado de urgencia y necesidad. Las sombras danzaban al ritmo de las velas, proyectando sobre las paredes los movimientos rápidos de los ladrones. Yara ya había vaciado los primeros dos cajones del escritorio de Meneses, cuando Grace se acercó a la puerta tras ella, el oído pegado a la madera, atenta a los ruidos del pasillo.
  • Rápido muchachos, que no tenemos mucho tiempo - susurró, echando una mirada fugaz a los gitanos - Yara… ¿Qué has encontrado?
  • Nada de oro, pero estos papeles valen más que mil doblones, Red - respondió la cubana, mostrando un pliego con el emblema de la Corona Española grabado en cera roja - Rutas, sellos, firmas… contratos de suministro, listas de barcos que ni deberían existir. Si esto llega a las manos adecuadas…
  • Deja eso… - la interrumpió Grace con tono firme - No es noche de venganzas, Yara. Es noche de necesidad. Lo que necesitamos es oro, joyas, algo que podamos vender mañana mismo en el mercado.
La yoruba la miró un instante, la mandíbula tensa. Sabía que Grace tenía razón, pero sus dedos se cerraron con fuerza sobre los documentos.
  • Está bien - cedió, guardándolos igualmente dentro de sus ropajes - Pero me los quedo por si acaso. Nunca se sabe… Podrían sernos útiles en un futuro.
  • Haz lo que quieras, pero no pierdas más tiempo.
La cubana siguió registrando. Los gitanos, sin decir palabra, llenaban sacos con todo lo que brillaba: relojes, tinteros de plata, pequeñas estatuillas de marfil, monedas sueltas, hasta un candelabro. Uno de ellos intentó alzar un reloj de pared. Grande y ornamentado con ribetes de oro, pero Grace le detuvo con un gesto seco.
  • No carguéis con peso inútil. Lo que no quepa en los sacos, se queda atrás - Su voz, aunque baja, mantenía el filo - Si nos descubren y no podemos correr, no saldremos vivos de aquí.
Uno de los gitanos, con la frente perlada de sudor, se detuvo en seco. Había sentido algo distinto bajo sus botas, un leve crujido que no sonaba como el resto del suelo. Sin pensarlo, tiró de la alfombra que cubría el lugar y descubrió un compartimento oculto, apenas perceptible. Metió la punta de su navaja en la ranura y levantó la tapa con un movimiento rápido. Dentro, envueltos en terciopelo negro, descansaban varios lingotes de oro.
  • Mira tú por dónde… - murmuró con una sonrisa maliciosa - El viejo cabrón escondía su tesoro bajo los pies.
  • Coge la mitad. La otra la dejamos - ordenó Grace sin pensarlo.
  • ¿Como? ¿Estáis loca, capitana? - exclamó el gitano, levantando un par de lingotes que brillaban como el sol en sus manos.
Grace lo miró con calma, sin dejar de registrar el escritorio.
  • No, marinero. Solo soy precavida. Si lo robamos todo, sabrán que alguien estuvo aquí y moverán cielo y tierra para recuperarlo.
Yara soltó una risa breve, sin dejar de llenar su saco con urgencia.
  • ¡Bah!, si falta la mitad, estarán igual, Grace. El orgullo les dolerá lo mismo.
Grace la miró, con una chispa en los ojos.
  • ¿Recuerdas aquel invierno en Bristol? - susurró, casi divertida - ¿Cuando nos juntamos todos los niños para robarle al panadero y solo cogimos la mitad de lo que había preparado?
Yara la miró y sonrió, recordando.
  • Como olvidarlo… El panadero gritó igual que un demonio cuando se dio cuenta.
  • Sí - asintió Grace - Pero no cerró la tienda. Porque aún tenía la otra mitad para vender.
La cubana soltó una risa silenciosa.
  • Tienes razón, Red. El hambre manda, pero el miedo al hambre manda más.
  • Exacto. Si les dejamos un poco, pensarán que aún controlan algo. Y los hombres que creen tener el control… tardan más en atacar.
El gitano las observó en silencio un momento, luego asintió, resignado. Sabía cuándo no discutir.
Las bolsas siguieron llenándose en silencio y urgencia. El sonido de los objetos chocando entre sí era casi una sinfonía criminal. Afuera, el eco lejano de una carcajada, la de Isabella, hizo que ambas amigas se miraran un instante. Grace, con precaución abrió la puerta, apenas un palmo.
  • ¿Qué sucede? - preguntó Yara, acercándose por la espalda.
  • Me pareció oír una risa de mujer - murmuró Grace, ladeando la cabeza hacia la puerta.
  • Sí… a mí también - respondió la cubana, agachándose para mirar a través de la rendija.
De repente, una mano se asomó desde el otro lado y empujó la puerta. Ambas se echaron atrás, alzando lo primero que encontraron: Yara, un candelabro; Grace, un paraguas ornamentado.
  • ¡Bajen las armas, me rindo! - rió Bhagirath al verlas.
El hindú cerró la puerta tras de sí, conteniendo la respiración un instante antes de relajarse.
  • ¿Va todo bien? - preguntó Grace en voz baja.
  • Sí, capitana - respondió con una sonrisa cómplice - El señor Drake se ha llevado a la mujer del gobernador, que venía directa hacia ustedes.
  • ¿Y Vihaan? ¿Está bien?
Bhagirath hizo un gesto con la cabeza hacia el ventanal. Grace se giró y lo vio, afuera, en el jardín, sujetando las riendas de los dos caballos. Esperaba paciente, como una sombra bajo la luna. La capitana sonrió: había llegado el momento de partir. Las bolsas rebosaban oro, joyas y plata. El despacho, salvo por un leve olor a sudor y adrenalina, parecía exactamente igual a como lo habían encontrado. Todo iba según el plan.

Con movimientos precisos, abrieron el ventanal. El aire cálido de la noche los envolvió de inmediato. Uno a uno, los sacos fueron pasando al exterior. Vihaan y Bhagirath los recibían con la destreza de un malabarista, cargándolas con cuidado a las alforjas de los caballos.
  • ¿Y Drake, dónde está? - preguntó Yara, cerrando su zurrón lleno de monedas de oro - No podemos dejarlo atrás…
Bhagirath sonrió, acomodando su turbante.
  • No se preocupe por él, señorita Yara - dijo divertido - A estas horas, seguro que se lo está pasando mejor que nosotros.
La cubana arqueó una ceja, adivinando el tipo de diversión a la que se refería. Uno de los gitanos cerró el ventanal desde fuera, dejando el despacho sellado. Y la pequeña comitiva de teatro, se puso en marcha sin prisa, con la calma estudiada de quienes saben que la discreción salva más vidas que la velocidad. Rodearon la mansión por el sendero lateral. Grace iba al frente, montada en Sirius, erguida como una auténtica dama, mientras Vihaan sujetaba la correa y guiaba al animal con aire servicial. Los demás caminaban tras ellos, cabizbajos, como simples criados escoltando a su señora. Todo parecía bajo control. Hasta que una voz masculina, grave y educada, quebró la quietud del jardín.
  • ¿Lady Fairborne? ¿Ya se va? Pero si aún es pronto.
El grupo se quedó paralizado. La voz provenía de los matorrales. Un hombre bajito emergió de entre las sombras: vestía un chaleco de seda color burdeos, camisa blanca con encaje en los puños y una pipa humeante colgando de la mano. Su rostro redondeado estaba enrojecido por el alcohol, y su sonrisa, cargada de falsa cortesía. Grace creyó reconocerlo: uno de los invitados de Meneses. Aunque, para ella, todos esos ricos perfumados eran el mismo rostro con distinto peinado.
  • Sí… mi señor. Es que… - Grace tartamudeó, pillada por sorpresa. Por primera vez en mucho tiempo, no supo qué decir.
Por suerte, Vihaan reaccionó más rápido.
  • Mi señora no se encuentra bien - dijo bajando la cabeza en señal de respeto - Pidió dar un paseo al aire libre, pensando que eso la ayudaría.
  • Eso es… - añadió Grace, llevándose una mano al estómago con gesto de incomodidad - Estoy algo revuelta. Quizás el pato no me haya sentado demasiado bien.
  • Lamento oír eso, mi lady - respondió el hombre, sonriendo con amabilidad - ¿Le importaría si la acompaño en su paseo? El aire fresco hace maravillas.
Grace se tensó.
  • No se ofenda, pero preferiría estar sola. No me encuentro de muy buen humor.
  • Prometo no molestar demasiado, mi lady. Me conformo con caminar en silencio, a la luz de la luna.
  • De verdad, caballero, insisto. Solo necesito un poco de soledad hasta que este malestar se pase.
El hombre pareció no captar la indirecta. Dio un paso hacia ella, ignorando la incomodidad evidente de todos los presentes. Vihaan apretó los puños; Yara, sin pensarlo, dejó que sus dedos rozaran la culata de su pistola oculta.
  • Aunque ya no ejerzo, tengo ciertos conocimientos médicos. Podría…
  • ¡Oh, no se moleste, de veras! - interrumpió Grace, perdiendo la paciencia - No es nada. Solo un poco de indigestión.
  • Insisto - replicó el hombre con una sonrisa obstinada.
Antes de que pudiera acercarse más, Bhagirath se interpuso entre ambos como un muro.
  • Mi lady ha dicho que no quiere compañía - dijo con tono grave - Le ruego que se retire.
El hombre lo observó, perplejo, molesto. No estaba acostumbrado a que un sirviente le hablara de esa manera. “Qué criados tan insolentes tiene esta mujer”, pensó, intentando mantener la compostura.
  • Será solo un momento, buen hombre, tan solo… - dijo intentando apartarlo con la mano.
Pero Bhagirath no se movió. Lo sujetó del hombro, firme como una roca. No dijo nada, pero en su mirada había una advertencia clara: un paso más, y no viviría para contarlo. Entonces Sirius relinchó nervioso. Vihaan tiró de las riendas, intentando calmarlo, pero fue inútil. Los sacos tintinearon con el sonido metálico del oro robado. El caballero levantó la vista, sobrepasando el hombro de Bhagirath, y lo comprendió todo de golpe.
  • ¿Qué demonios está pasando aquí? - exclamó retrocediendo unos pasos.
Pero no llegó a gritar “¡Guardias!”. Ni a pedir auxilio, ni a dejar testamento. Pues una sombra emergió a su espalda, veloz como un relámpago, precisa como la pincelada de un artista sobre un lienzo en blanco. Imperceptible como el silencio mismo. Un destello metálico cruzó el aire, ni un grito, ni un suspiro, solo un chasquido húmedo y breve.

Una mano de la sombra cubrió su boca antes de que pudiera emitir sonido alguno. El cuerpo del adinerado caballero se tensó, tembló un instante, y la sangre brotó caliente y espesa. La garganta abierta, los ojos fijos en la luna, el cuerpo cayó sin ruido sobre la hierba. La sombra permaneció detrás de él unos segundos, inmóvil, respirando con calma. Luego, sin decir palabra, se desvaneció entre los árboles, dejando tras de sí solo el rastro de un trabajo perfecto.

Ni un ruido, ni el cuerpo sin vida del asesinado, ni una gota de sangre derramada sobre el jardín.
Absolutamente nada.

Otra sombra emergió de repente, sin aviso. Era idéntica a la anterior, como una gota de agua reflejada en la noche. Poco a poco la capitana empezaba a distinguirlas, aunque aún dudaba cada vez que una de ellas hablaba.
  • Tenéis el camino libre, no os demoréis más…
  • Gracias, Akuma… - susurró Grace, pensando en los pobres diablos de los guardias que habían tenido la mala suerte de cruzarse con las asesinas.
Sin decir más, la japonesa desapareció, tragada por la oscuridad como si nunca hubiera existido. Nadie podía verla, ni a ella ni a su hermana, pero todos sabían que estaban ahí. Siempre lo estaban. En algún rincón donde la luz muere y las sombras imponen sus pesadillas.

Salieron de la mansión con la calma de quien no teme. Ni un guardia, ni un grito, ni una patrulla, ni una sospecha. Solo el murmullo de las hojas mecidas por la brisa y el tintinear lejano de una fiesta que seguía su curso sin saber que había sido saqueada. Grace, montada sobre Sirius, avanzaba con la cabeza erguida, su porte de dama intacto, mientras Vihaan sujetaba las riendas y Bhagirath y Yara la seguían con paso discreto junto a los gitanos.

Atravesaron el jardín, cruzaron la verja principal y se internaron en la oscuridad del camino, mezclándose con el murmullo distante del puerto. Nadie los miró dos veces. Nadie sospechó de la dama y sus criados que regresaban temprano de una velada. A la luz de la luna, Porto Bello respiraba como si nada hubiera ocurrido. Los ricos seguían bebiendo, riendo y entregándose al exceso. La compañía de teatro, entre tanto, se mezclaba con el gentío en las calles, fundiéndose entre músicos, borrachos y vendedores ambulantes. El telón se había bajado y el público estalló en un aplauso unánime. Y mientras la noche se apagaba entre murmullos y risas, uno de los intérpretes aún seguía sobre el escenario, aunque ya había perdido los papeles.
  • Oooh sííí… ¡no pareees! - gritaba Isabella entre jadeos, aferrada a una mesa tambaleante.
Lord Fairborne embestía por detrás con ritmo y fuerza, dentro de un pequeño cuarto de los sirvientes, rodeados de escobas, cubos y un par de uniformes colgados. El sudor les perlaba la piel, los perfumes se mezclaban con el polvo, y la cama improvisada crujía bajo el peso del desenfreno.

La escena tenía algo de justicia poética, como si el universo, cansado de silencios, hubiera decidido equilibrar la balanza. Allí estaban los extremos del mundo entrelazados: la riqueza y la miseria, el perfume y la sal, la porcelana y la cicatriz.
Ella, flor de los salones dorados, se rendía sobre una mesa, recibiendo azotes como si estuviera siendo aleccionada. Él, hombre del mar, nacido del barro y el naufragio, reclamaba su venganza no con monedas o sangre, sino con la fuerza salvaje de quien nunca tuvo nada.

No había ternura, sino verdad.
Cada movimiento era una sentencia, cada jadeo una confesión, cada golpe del cuerpo contra la madera, un eco de todos los siglos en que los miserables tuvieron que agachar la mirada.

Y en ese vaivén, tan parecido a una tormenta, tan parecido a una rebelión, los dos se igualaban.
El oro y la mugre, el amo y el ladrón, fundidos en la misma penumbra, bajo el mismo temblor que hace y deshace a los amantes.

El sexo es como la muerte: justo, inevitable, imparcial.
No conoce de títulos o linajes, ni distingue entre seda y harapos.

Cuando las ropas ceden y los cuerpos se revelan en su verdad más primitiva, todo se iguala: el poderoso y el mendigo, el santo y el pecador.
En ese instante suspendido entre placer y abismo, la vida se disuelve un poco, y tal vez por eso los franceses, tan amantes de los matices, llamaron al orgasmo la ‘petite mort’: la pequeña muerte donde todos, por un momento, dejamos de ser distintos.

Porque en ese roce de pieles no hay pasado ni futuro, solo el temblor del ahora y la fugaz certeza de estar vivos antes de apagarse. Cada gemido es un juramento que se olvida al nacer, cada respiración un intento desesperado de detener el tiempo. Y cuando todo acaba, cuando el sudor se enfría y la mirada se pierde en la nada, solo queda ese silencio que no es vacío, sino un campo recién arrasado por el fuego. Ahí, en ese justo momento, es donde el cuerpo recuerda que es mortal, y el alma, por un instante, se siente eterna.
  • ¡Por Dios bendito! - jadeó Isabella, la respiración agitada - Jamás había sentido algo así…
Drake la observó desde arriba, intentando recuperar el aliento. Sin su disfraz de riqueza, sin la coraza de vanidad y elegancia que la protegía ante el mundo, parecía aún más frágil y bella. Sus ojos se encontraron, y por un instante el mundo desapareció: no hicieron falta palabras, un lazo antiguo, casi espiritual, los unía en el silencio. Drake acariciaba con delicadeza el cabello revuelto de Isabella, rozando su frente, mientras ella, con la respiración aún entrecortada, apoyaba la mano sobre su pecho, en un gesto cargado de cariño y afecto.

Pero entonces, de repente, algo cambió en el rostro de la veneciana. Con rapidez se incorporó, y con la mano derecha abrió la camisa de Drake, de par en par. Varios botones saltaron por el aire y un tatuaje antiguo reveló lo que ella había sospechado durante toda la noche. Aquel hombre no era quien decía ser. Isabella observó aquella marca de salitre y mar, un símbolo de piratas, con líneas entrelazadas que formaban una calavera estilizada, coronada por olas y un timón.
  • ¡Pirataaaa! - gritó, apartándose violentamente.
Drake reaccionó al instante: se abalanzó sobre ella y le cubrió la boca con una mano, mientras con la otra intentaba sujetarla. Isabella forcejeó, lanzando golpes y patadas, pero no era lo suficientemente fuerte para escabullirse.
  • Tranquila, Isabella - susurró él, la voz baja y firme - Solo escúchame, no te haré daño. Relájate.
Ella gimió y trató de apartarlo, pensando que la atacaría o algo peor, pero Drake mantenía su mirada, calmada, autoritaria. Poco a poco, sus movimientos se hicieron más medidos, más seguros, y la tensión en los músculos de Isabella cedió un poco.
  • No voy a hacerte nada malo - dijo él suavemente - te lo prometo.
El forcejeo cesó lentamente. Drake preguntó con cuidado:
  • ¿Vas a chillar cuando retire mi mano?
Isabella negó con la cabeza, todavía temblorosa. Con delicadeza, él retiró la mano de su boca, y aunque ella permanecía asustada, no gritó. Sus ojos seguían amplios, alertas, pero Drake percibió que la contención había funcionado.
  • ¿Quién demonios eres? - preguntó ella, con un hilo de voz tembloroso.
  • Mi nombre verdadero es Bartholomew Drake - respondió él, firme y claro - Capitán pirata. Aunque… ya no tenga navío que tripular.
La veneciana lo miró fijamente, y algo dentro de ella se estremeció. Miedo y deseo se entrelazaron en un nudo imposible de deshacer. Había oído ese nombre en susurros cargados de terror durante las veladas de sociedad. Historias que los hombres contaban entre el humo del tabaco y el brillo de las copas, relatos de horrores que nunca llegaban a la luz del día.

Bartholomew Drake, el Cuervo de las Antillas… El pirata más temido del Caribe.
Un espectro que abordaba barcos bajo la luna, dejando tras de sí fuego y sangre, desapareciendo antes de que nadie pudiera reclamar justicia. Su leyenda era conocida a lo largo y ancho de los mares. Historias que hablaban de un capitán sediento de sangre que comandaba un ejército alado de sombras capaz de convertir la más apacible de las noches en una auténtica pesadilla.

Y ahora, estaba allí. Ante ella y sobre ella. No era un mito, no era un relato contado en voz baja, sino un hombre de carne y hueso, hermoso, de mirada intensa y sonrisa peligrosa. La misma presencia que la había hecho estremecerse hacia un momento, ahora la envolvía con su sombra, y su corazón latía con la mezcla de terror y excitación que solo los cuentos más oscuros podían provocar.

Isabella comprendió, entre temor y fascinación lo que acababa de hacer; se había acostado con la leyenda pirata, y por primera vez, ella era parte de la historia que los hombres contaban en voz baja, temblando de miedo.
  • ¿Y por qué estás aquí? - replicó Isabella, con el ceño fruncido, aún intentando recomponerse, mezclando miedo, ira y una curiosidad que no podía reprimir del todo.
  • Por tu marido… - dijo Drake, bajando apenas la voz, pero con la firmeza que imponía la verdad - Porque su riqueza no debe ser solo para él. Necesito que esos fondos sean destinados a otro lugar, para que lleguen a quienes no tienen nada. No he venido a hacer daño a nadie, sino a equilibrar la balanza que él mantiene de su lado, mientras otros mueren de hambre.
Isabella lo miró, entre incredulidad y furia contenida, intentando procesar la verdad detrás de aquel hombre que hasta hacía un instante creía un simple y apuesto mercader, y que ahora se le mostraba en toda su identidad y propósito.
  • ¿Pretendes que crea que eres una especie de… Robin Hood? - escupió la frase con ironía, aunque una parte de ella se retorcía intrigada.
  • No soy ni tan malo como pensáis, pero tampoco tan bueno… - rió Drake, con una sonrisa ladeada - al menos por el momento.
Isabella dio un paso hacia él, cruzando los brazos, los labios apretados, la tensión en su cuerpo era palpable.
  • Explícame entonces, Lord… - empezó, pero corrigiéndose rápidamente - ¿para qué queréis el dinero de mi esposo, Cuervo?
Drake avanzó un paso, apoyándose levemente sobre el escritorio, la luz de la lámpara de aceite dibujando su sombra sobre la pared.
  • Lady Fairborne no es realmente Lady, ni tampoco Fairborne - dijo sonriendo, con un hilo de voz pero firme - Su nombre real es Grace O’Malley, aunque muchos la conocen como la Víbora Roja. Ella es la capitana de un barco pirata. Viajamos junto a otros dos capitanes rumbo a China, y necesitamos llenar las despensas de nuestros navíos para sobrevivir a la larga travesía.
Isabella ladeó la cabeza, esbozando una sonrisa cargada de ironía:
  • Así que el idiota de mi marido está financiando una expedición pirata… sin saberlo.
Drake soltó una carcajada contenida, asintiendo con la cabeza, los ojos fijos en ella, midiendo cada reacción. Entonces, Isabella dio un paso más cerca, bajando la voz, susurrando con un brillo atrevido en los ojos. Donde otros hubieran visto una locura, ella vislumbró una oportunidad.
  • Tengo un trato que proponerte…
  • ¿Cuál? - preguntó Drake, con la curiosidad de un depredador y la cautela de un hombre que ha aprendido a leer intenciones ocultas.
  • Mantendré la boca cerrada - dijo ella, acercándose un poco más, sus dedos rozando la superficie del escritorio, cerca de su mano, pero sin tocarla - siempre y cuando robes algo más a mi marido…
Drake la miró, desconcertado.
  • ¿Qué debo… robar? - dijo con incredulidad.
  • A mí - respondió Isabella con una mezcla de ironía y desafío.
El Cuervo frunció el ceño, un escalofrío de sorpresa recorriéndole la espalda. La frase había chocado contra sus expectativas, retorciendo sus pensamientos: ¿estaba hablando en serio?
  • ¿Perdón? - musitó, la voz apenas audible.
Isabella respiró hondo, dejando que sus ojos se humedecieran con la verdad que llevaba dentro. Una cruz que llevaba sosteniendo en penitencia durante muchos años.
  • Soy miserable, Bartholomew. Vivo al lado de un hombre que no amo, en una tierra que detesto. Alejada de mi hogar, atrapada en una vida de comodidades que no elegí. Todo lo que me rodea ha sido impuesto, cada sonrisa, cada gesto, cada palabra… todo es falso. Quiero irme de aquí. Dejarlo todo atrás. Ser libre como tú. Escapar de esta prisión dorada y empezar una vida que esta vez… elegiré yo.
Drake la observó, en silencio absoluto, comprendiendo que detrás de esa propuesta audaz había una desesperación tan real y urgente como el viento que soplaba en alta mar. Sus ojos buscaron los de Isabella y, por un instante, supieron que compartían el mismo hambre: no de oro, sino de libertad.

Permaneció unos segundos inmóvil, observándola con los ojos entrecerrados. Por fuera, seguía siendo el Cuervo, seguro de sí mismo, el maestro del disfraz y el engaño. Pero por dentro, la propuesta de la veneciana agitaba todas sus precauciones.
Todo el plan había sido diseñado para no dejar rastro: entrar, tomar lo necesario, desaparecer sin que nadie supiera quién había estado allí y llenar las despensas. Cada movimiento había sido medido, cada decisión tomada para evitar que la ira de Meneses se desatara sobre ellos.

Robarle a un hombre sus riquezas era arriesgado, sí. Herir su orgullo podía encender su furia, provocando que enviara soldados, mercenarios o incluso corsarios tras los culpables. Pero robarle la mujer… eso era otra escala de locura. El orgullo de los hombres ricos no se mide solo en oro o tierras; se mide en poder, en control, en la ilusión de dominio absoluto. Tomarle lo que consideran suyo más allá de lo material podía desencadenar una tempestad que ni el Cuervo, ni nadie, podría contener.

Se cruzó de brazos, respirando hondo. Por un lado estaba la fascinación de la propuesta: la posibilidad de ofrecerle a Isabella algo que ella nunca había tenido, libertad, elección, escapatoria. Por otro, estaba el riesgo: el descontrol absoluto del ego masculino, la furia del gobernador, la posibilidad de que el plan perfecto se transformara en una caza salvaje, una persecución sin descanso a través de los siete mares.

El Cuervo cerró los ojos un instante, repasando mentalmente cada variable, cada posibilidad, cada camino. Su vida había estado llena de riesgos y trampas, de decisiones que podrían haberle costado el cuello, el corazón o la cordura. Y aún así, ninguna hasta ahora había mezclado tanto el peligro con la tentación. Cuando los abrió de nuevo, su expresión era la de un hombre que había evaluado la situación y decidido que, como siempre, el juego valía la pena.
  • Entiendo lo que dices - susurró, con voz firme y medida - Y créeme, Isabella, que no es una decisión que pueda tomar a la ligera. Esto… esto podría incendiarlo todo a nuestro alrededor. Robar a un hombre rico es una cosa. Robarle a un hombre rico a su esposa… otra muy distinta.
Isabella lo miró, la mezcla de deseo y desafío aún en sus ojos.
  • Lo sé - dijo ella con suavidad, casi un suspiro - Pero mi vida aquí está atrapada, y solo tú me ofreces una salida.
  • Yo no te ofrecí nada… no vine a salvar a nadie, Isabella… - replicó él, áspero.
  • Ni yo vine a ayudar a un pirata… pero aquí estamos - contestó rápidamente, apoyando su mano sobre la del Cuervo - Tal y como lo veo, tenéis dos opciones. Si os vais sin mí, tendréis que matarme, porque sino lo hacéis daré la voz de alarma sin pensarlo dos veces. Quizá logréis escapar de Porto Belo, puede ser… pero os prometo que mi marido no descansará hasta daros caza. En cambio, si me lleváis con vosotros, podréis navegar sin tener que vigilar constantemente vuestra espalda, y además os llevaréis a una dama que empieza a ver en ti, algo más que un amante fortuito…
Drake sonrió apenas, con la sombra de una ironía que nadie más podría percibir. El dilema seguía ahí, punzante; pero en su pecho y en su mente ya se dibujaba un camino: un riesgo calculado, un juego de voluntades y orgullo donde solo sobreviven los audaces.

Comenzó entonces el baile final; hablaron y se acercaron, una danza de palabras y respiraciones, mezcla de atracción y gusto por el peligro.
  • Sabéis negociar, no cabe duda - murmuró él, con media sonrisa.
  • Tan solo es instinto de supervivencia - respondió ella, con voz baja.
Se miraron. El pequeño cuarto parecía contener la respiración junto a los dos amantes.
  • Cuando nos conocimos… dijisteis que odiabais el mar y todo lo que vive de él… - insistió Drake, tanteando una confesión.
  • Solo dije lo que se esperaba oír de mí - replicó ella, y hubo en su voz una verdad torcida.
  • Será peligroso - advirtió él - No tendréis las comodidades de un hogar lleno de lujos. La vida del pirata es dura, exige sacrificio y voluntad férrea.
  • Lo sé - contestó ella - Sé que perderé muchas cosas si dejo mi vida atrás… pero ganaré algo más valioso.
  • ¿Y qué es, si se puede saber? - preguntó él, con curiosidad contenida.
  • El viento del mar rozando mi cara, el horizonte abierto ante mis ojos, y un futuro que poder esculpir con mis propias manos - dijo Isabella, con intensidad.
Drake inclinó la cabeza un instante, como quien mide la marea. Y con una media sonrisa preguntó:
  • ¿No os olvidáis de algo?
  • Sí… también tendré a alguien con quien compartirlo.
Y entonces se besaron. Fue primero un roce breve, un tanteo; después el beso se hizo largo, profundo, como si quisieran comprobar cuanto de real era eso que había entre ellos. Fue un beso que mezclaba amor y peligro: la entrega de dos almas que saben que el mundo puede deshacerse en cualquier momento, y sin embargo eligen arrojarse contra el riesgo, sin pensarlo. Los latidos de sus corazones se impulsaron, las manos se aferraron, y la noche, cómplice y silenciosa, los envolvió en su manto de pasión y sombras.

Mientras en un cuartucho de la mansión del gobernador se forjaba una nueva historia de amor; lejos de allí, los tres navíos aguardaban cerca de la orilla, envueltos por una calma casi sagrada. La noche se extendía como un manto de terciopelo, cuajado de estrellas que titilaban con la serenidad de los dioses antiguos. En lo alto, la luna llena reinaba sobre la bóveda inmensa del cielo, y sus destellos plateados se filtraban entre las hojas de la selva, dibujando caminos de luz que se deslizaban hasta besar la superficie del mar.

El Madra Ifrinn, el Español Errante y el Red Viper flotaban juntos, meciéndose con dulzura bajo el influjo de la marea. El océano los abrazaba con el amor paciente de una madre, arrullándolos como si temiera despertar a su hijo recién nacido. En cubierta, los marineros bebían en silencio, compartiendo palabras bajas, historias a medio contar, o simples miradas que bastaban para llenar el tiempo. El suave vaivén de las olas marcaba un ritmo pausado, casi hipnótico, que hacía olvidar por un instante el peligro y la espera.

Todo estaba en paz. Perfecto, sencillo, tranquilo.
El aire olía a sal, la cubierta a madera húmeda, y la brisa marina despejaba las mentes, llevándose con ella los malos augurios. Los hombres aguardaban el regreso de sus compañeros, pero lo hacían sin inquietud, convencidos quizás por pura superstición, quizás por el embrujo de aquella noche perfecta, de que nada podía salir mal. No con la luna brillando de aquella forma. No con el mar tan quieto. No con la naturaleza misma pareciendo bendecir su huida.

Como no podía ser de otra forma, el primero en verlos fue Halcón, cuya vista cortaba la oscuridad mejor que la de cualquier ave que le diera nombre.
  • ¡Allí llegan! - gritó, señalando con el dedo hacia la línea de palmeras - Y vienen cargados hasta arriba… ¡Lo han conseguido!
La cubierta estalló en un murmullo de expectación. Los hombres corrieron hacia la borda, empujándose, intentando ver mejor. Algunos no aguantaron la emoción y saltaron directamente a la arena húmeda, hundiendo las botas mientras avanzaban a zancadas hacia las figuras que emergían de entre las sombras.

Bajo la luz plateada de la luna, Grace apareció montada sobre Sirius, con la espalda erguida y el semblante sereno, aunque el cansancio asomaba en sus ojos. A su lado caminaban Vihaan, guiando las riendas de Sirius, y Bhagirath, que arrastraba a Rigel, cargado con los demás sacos. Tras ellos venían los demás, Yara con la mirada aún encendida por la adrenalina, charlando animadamente con los gitanos que reina entre sí. Más apartadas y bajo las sombras de la selva, las sigilosas gemelas, Akuma y Shinrei cerraban el grupo como un eco invisible.

Cuando al fin pisaron la playa, el silencio de la espera se rompió en mil pedazos. Sin control alguno los gritos, las risas, los aplausos y los abrazos, se abrieron paso bajo la noche estrellada. Macfarlane fue el primero en abalanzarse sobre ellos, soltando una carcajada que se escuchó hasta las tierras altas de Escocia.
  • ¡Por todos los demonios del mar! ¡Habéis saqueado hasta el último de los chelines! - rugió mientras tiraba de un saco y lo abría de un golpe. Las monedas y joyas se desbordaron en un torrente dorado que reflejó la luz de la luna como fuego líquido.
Los hombres soltaron exclamaciones ahogadas. Cortés brincaba como un niño, levantando un puñado de monedas al aire, corriendo a mostrárselas a Aibori que no podía evitar sonreír de oreja a oreja al contemplarlo. El Perro se adelantó con paso firme, extendiendo la mano para ayudar a Grace a bajar del caballo, inclinando la cabeza con respeto. Ella le devolvió una sonrisa agotada, pero llena de orgullo y sinceridad. Yrsa, por su lado, soltó un grito de pura alegría y corrió hacia Yara, alzándola del suelo con un abrazo que casi le quita el aire.
  • ¡Tú conseguir, maldita loca! ¡Tú lograr! - rió mientras la giraba por el aire entre carcajadas.
Bum-Bum, por su parte, corría tras Gipsy, que ya había aprovechado la confusión para meter mano en uno de los sacos. Halcón los seguía intentando seguirles el ritmo.
  • ¡Devuélvelo, bribón! ¡Aún no lo hemos contado! - gritaba el vigía persiguiéndolos.
El aire se llenó de voces, del sonido metálico del oro cayendo entre manos, del murmullo de los que no podían creer lo que veían. El mar, paciente, seguía meciéndose detrás, como testigo silencioso de aquel triunfo. Grace observó la escena con un nudo en la garganta. Habían logrado lo imposible. Por una noche, al menos, todos los tripulantes del Madra Ifrinn, del Español Errante y del Red Viper podían sentirse vencedores, sin tener que llorar una perdida.
  • ¿Dónde está el Cuervo? - preguntó de repente Diego, al notar su ausencia entre la multitud.
El jolgorio se detuvo como si alguien hubiese cortado una cuerda invisible. El silencio cayó pesado, y las risas se apagaron. Bastó una sola pregunta para que todos recordaran lo frágil que era la victoria.
  • Cubrió nuestra salida, capitán - respondió Bhagirath tras un segundo eterno - Justo cuando íbamos a ser descubiertos, intercedió y salvó el plan…
Diego lo miró con serenidad, pero la preocupación se filtraba entre sus palabras.
  • ¿Sigue dentro de la mansión?
  • No lo sabemos con certeza - dijo Grace, quitándose el disfraz con un suspiro exasperado - Tuvimos que salir rápido, Diego… o todo se habría ido al traste.
Sin decir una palabra, De la Vega echó a andar hacia el sendero que llevaba de nuevo a Porto Bello.
  • ¿Dónde diablos vas? ¡Espera un momento! - Grace corrió tras él, intentando detenerlo.
El español se detuvo solo lo justo para mirarla.
  • No dejamos a nadie atrás… ¿recuerdas, pequeña?
  • Sí, lo sé - replicó ella con firmeza - pero debemos prepararnos antes. No puedes aparecer ahí y preguntar por él como si nada. Pensemos un momento, tramemos un plan.
  • ¿Y si no hay tiempo? - gruñó Diego, girándose hacia ella - ¿Y si mientras nosotros pensamos, ya están preparando la horca? Hay que salir ya, no hay tiempo que perder.
Grace le aferró el brazo con fuerza, clavándole la mirada.
  • Escúchame bien… - dijo entre dientes - Llevo horas metida en este maldito traje, fingiendo ser quien no soy, representando ser todo lo que más odio en este maldito mundo. Y no pienso permitir que tu impaciencia lo mande todo a la mierda. Hemos conseguido robar al gobernador sin levantar sospechas, sin disparar un solo mosquete, ni desenvainar un maldito sable. Así que pensaremos antes de actuar, ¿estamos? Si hay que rescatar al Cuervo, lo haremos… pero no pondremos en riesgo la vida de todos a la ligera. Estoy harta de enterrar a amigos, Diego.
Él la miró un instante… y luego, para sorpresa de todos, estalló en risas.
Grace lo observó, desconcertada.
  • ¿Qué demonios te hace gracia?
El español negó con la cabeza, sonriendo con ternura.
  • Nada, pequeña… solo que me haces sentir viejo - Le sostuvo la mirada, y su voz se volvió más suave - Intenté mil veces enseñarte a mantener la calma y a no dejarte arrastrar por el fuego. Pero aún puedo recordar lo impaciente que eras. Un torbellino que no paraba quieta ni un solo segundo…
  • ‘En vez de llorar y lamentarte, podrías pensar antes de empezar a correr’ - dijo Grace imitando el tono de voz de Diego, sonriendo de oreja a oreja al recordar un fragmento de su pasado compartido.
  • ¿Aún te acuerdas? - preguntó él con el brillo en los ojos - Dios mío, ¿Cuanto tiempo ha pasado de aquello? Eras un pequeño demonio indomable y ahora mírate, dándome órdenes como una auténtica capitana, pidiendo calma al que intentó inculcártela.
Grace arqueó una ceja, conteniendo una sonrisa.
  • Supongo que tuve al mejor maestro del mundo….
  • No lo dudo - rió Diego - Pero una cosa es enseñar, y otra ver cómo el alumno te supera.
Ella sonrió de lado, con esa mezcla de orgullo y cariño que solo se reserva a quienes nos forjaron.
  • No te he superado, Diego. Solo sigo tu estela.
  • Entonces sigamos haciéndolo bien - dijo él, dándole una palmada en el hombro - Tienes razón. Trazaremos un plan, como tú dices. Pero si el Cuervo sigue ahí cuando el sol empiece a levantarse… iremos por él.
Grace asintió. Y en los ojos de ambos, maestro y discípula, brilló el mismo fuego: el de quienes nunca abandonan a los suyos. Cueste lo que cueste.

Y mientras se disponían a pensar un plan, uno en el que la capitana se aseguró de repetir, al menos media docena de veces, que jamás volvería a ponerse aquel maldito vestido; los dioses, caprichosos y juguetones, decidieron alterar el curso de los acontecimientos. Antes siquiera de que pudieran sentarse a debatir cómo rescatar al Cuervo, el destino les ahorró la espera: Drake irrumpió en la playa, caminando entre las sombras como si acabara de regresar de un paseo nocturno, y con su inseparable sonrisa burlona dibujada en el rostro.

Un murmullo se extendió entre los hombres. Luego gritos de alegría, carreras, abrazos.
  • ¡Maldito Cuervo! ¡Estás vivo! - exclamó el Perro, dando un salto que casi lo arroja al mar.
  • ¡Por todos los demonios del infierno, lo consiguió! - rugió MacFarlane riendo a carcajadas.
Los marineros lo rodearon enseguida, tocándolo casi como si quisieran asegurarse de que no era un fantasma. Pero mientras todos corrían hacia él, una voz se alzó, cortante como un látigo.
  • ¡No! ¡No y mil veces no! ¡Ni hablar! - gritó Grace, con los ojos encendidos como brasas.
El silencio cayó de golpe sobre la playa.
Porque Drake no solo venía acompañado de su sonrisa jactanciosa, algo más venía con él.
En realidad no algo, sino alguien. Alguien que Grace no quería volver a ver nunca más y que pensaba que así sería. Pero como dijimos recientemente, los dioses eran caprichosos y además, al parecer, tenían un extraño sentido del humor.

Junto al Cuervo, avanzando un paso detrás, con el cabello perfectamente peinado, el vestido intacto y la altivez aún prendida en el gesto, estaba ella. Doña Isabella Morosini della Torre, la zorra veneciana.

El aire pareció tensarse entre ambas. Grace la miraba como si la noche entera hubiera decidido burlarse de ella. La rabia y el desconcierto se mezclaban en su pecho. Isabella, en cambio, se quedó inmóvil. Al principio no la reconoció; el pelo rizado y suelto, las ropas y la postura de capitana pirata. Pero cuando los ojos se cruzaron, una chispa de enemistad se encendió de nuevo.
  • ¿Lady Fairborne? - dijo acercándose unos pasos.
Grace no dijo nada. Ni un gesto, ni una palabra. Solo la observaba, tensa, con los puños cerrados. Isabella se detuvo enfrente, tragando saliva, como si el mar entero le pesara en la garganta. Durante unos segundos, todo el bullicio del reencuentro se desvaneció, y solo quedaron ellas dos, unidas por algo más profundo que el odio: un abismo sin perdón.

Drake, ajeno a la tensión o quizá disfrutándola, rompió el silencio con una media sonrisa.
  • Capitana… - dijo, con su tono divertido de siempre - Te presento a nuestra inesperada invitada.
Pero nadie rió.
Ni Grace, ni Isabella.
Ambas sabían que aquel reencuentro no era un simple capricho del destino.
Era una herida abierta de nuevo bajo la luna.

Continuará…
 
Bueno, y que más le da a Grace? Esa mujer se va con ellos pero como amante de Drake y ella no tiene nada que ver.
Porque descarto que sean celos, ya que ella está enamorada de Vihaan y aunque se llevaban mal lo pueden hablar y solucionarlo.
 
Bueno, y que más le da a Grace? Esa mujer se va con ellos pero como amante de Drake y ella no tiene nada que ver.
Porque descarto que sean celos, ya que ella está enamorada de Vihaan y aunque se llevaban mal lo pueden hablar y solucionarlo.
En el suguiente capítulo se entiende mejor. La idea es que Isabella representa todo lo que Grace odia de este mundo.
Es un odio irracional, surgido de lo más hondo del corazón.
Y por otro lado, aunque en menor medida, también está el peligro de lo que significa llevarse a Isabella con ellos.
Una cosa es robarle el dinero a Meneses, otra bien distinta llevarse también a su mujer. Ya se han labrado demasiados enemigos alrededor del mundo. jeje
 
Última edición:
En el suguiente capítulo se entiende mejor. La idea es que Isabella representa todo lo que Grace odia de este mundo.
Es un odio irracional, surgido de lo más hondo del corazón.
Y por otro lado, aunque en menor medida, también está el peligro de lo que significa llevarse a Isabella con ellos.
Una cosa es robarle el dinero a Meneses, otra bien distinta llevarse también a su mujer. Ya se han labrado demasiados enemigos alrededor del mundo. jeje
También es cierto.
 
Capítulo 66 - Almas al desnudo

La tensión era tan evidente que casi podía cortarse con un cuchillo. Y aunque pocos eran capaces de comprender de donde provenía, cual era su origen o el motivo de su existencia, la podían sentir. Estaba allí, vibrando en el aire, oprimiendo los pechos de todos los presentes como un puño invisible. De forma orgánica, casi por instinto, un circulo se formó alrededor de las tres figuras que dominaban, sin pretenderlo, la escena.

A un extremo, Grace, erguida como una tempestad contenida, los puños cerrados y la mandíbula apretada. Sus ojos brillando con un desprecio que no necesitaba de palabras para intimidar a su adversaria. Enfrente de ella, aquella preciosa joven de porte elegante, segura de si misma. Hermosa incluso en el desorden, el porte altivo, la mirada desafiante de quien ha aprendido a sobrevivir entre lobos y mentiras. Y en medio de aquellas dos furias de la naturaleza, se movía el Cuervo con parsimonia, intentando poner calma y relajar los ánimos.

Era como si el capitán se encontrara atrapado entre dos corrientes opuestas que chocaban en medio del océano. Dos vientos huracanados que se retaban cara a cara, generando una tormenta eléctrica de una violencia primitiva, imposible de contener. Pero, donde cualquier marinero con dos dedos de frente, hubiera virado rumbo buscando la seguridad de un puerto cercano. El Cuervo alzo las velas de su navío, dispuesto a entrar de lleno en la tempestad. De algún modo, casi perverso, parecía que el inglés disfrutara del peligro, como si entendiera que la vida era demasiado aburrida sin tomar riesgos. Como si despreciara los senderos seguros y solo desease correr al borde del abismo. Tal era su naturaleza, la de un hombre que vive solo para una cosa: tentar a la muerte un día más y sobrevivir para contar sus hazañas a la luz de una hoguera.
  • Capitana, tenemos que hablar… - dijo Drake, acercándose con cautela, como quien se adentra en territorio enemigo.
  • No hay nada de qué hablar - replicó Grace, intuyendo la propuesta antes de que él siquiera la formulara - La respuesta es no. Rotundamente no.
Un cuervo, negro como la noche más cerrada, descendió en un vuelo elegante hasta posarse sobre el hombro del capitán. Picoteó su piel con el afecto torpe de una bestia salvaje que pretende ser servicial. Drake sonrió, acariciando su pico con un gesto casi distraído, como si aquel simple acto le concediera unos segundos de calma antes del inevitable conflicto.
  • No lo entendéis… - susurró con voz grave, sin apartar la mirada de la capitana - Dejad que os explique…
  • No hay nada que explicar, Drake - lo interrumpió de nuevo Grace, con la mirada fija en Isabella - No hay cabida en mi navío para ella. La decisión está tomada. Debe irse.
La veneciana la observó con una serenidad que solo poseían quienes habían aprendido a leer el alma tras una máscara. Su mirada, afilada como una daga, recorrió a Grace de pies a cabeza. Y comprendió al instante. Aquel fuego rojizo de sus cabellos, indomable y rebelde, era el reflejo exacto de lo que ella misma había anhelado ser. Ya no quedaba en Grace O’Malley rastro alguno de la cortesía fingida de Lady Fairborne. Ante Isabella se erguía la verdadera alma de aquella mujer, sin disfraces, sin mentiras, desnuda como Dios la trajo al mundo: una criatura indómita forjada en tormentas, vestida de determinación, con la mirada del mar en plena tempestad. Una bestia de fuego, libre y feroz, que no necesitaba permiso de nadie para existir.

Y, pese a la tensión que crepitaba entre ambas, Isabella sintió algo inesperado: admiración. Porque en el fondo, muy en el fondo, allí donde el alma resiste a los cambios impuestos, allí donde sigue manteniéndose firme, recordando la esencia de lo que uno es en realidad, sabía que aquella mujer representaba todo lo que ella había soñado ser alguna vez: libre, temeraria, dueña de su destino. Una mujer que había desafiado al mundo y lo había hecho temblar. Un alma rebelde que había decidido no esconderse. Una superviviente, un alma libre.
  • No conocéis nada acerca de mí… - dijo Isabella, mirándola fijamente.
  • ¡Oh, y tanto que os conozco, mi lady! - rió Grace, desafiante - Sois exactamente lo que juré destruir. Sois el enemigo: la escoria que ahoga y oprime, la que hunde este miserable mundo bajo el yugo de la codicia. Sois el desprecio encarnado al otro lado del muro que esos bastardos, como vos, habéis levantado para protegeros. Sois el diablo con piel de cordero, un ave carroñera que vive en palacios de oro construidos con el sudor y el sufrimiento ajeno. Bailáis, coméis y reís mientras apartáis la mirada a quienes mueren de hambre fuera de vuestro mundo de lujos y excesos. Os odio.
Isabella no se inmutó. Su rostro permaneció sereno, pétreo, como una roca golpeada por la corriente de un río desbocado. No se movió; solo se plantó firme, la mirada clavada, los pies anclados en la arena.
  • Os doy la razón - contestó, acercándose apenas un par de pasos - Todo lo que acabáis de decir es cierto, capitana Grace O’Malley. Y, aunque no lo creáis, pienso lo mismo que vos. Yo también me detesto. Mi alma está hecha trizas por saber lo que represento. Pero lo que veis en mí no es más que un disfraz que otros tejieron y me obligaron a llevar en contra de mi propia voluntad.
  • Si tanto os repugna lo que sois, ¿por qué no luchasteis? ¿Por qué no os negasteis? ¿Por qué no plantasteis cara? - replicó Grace, pisando terreno, escéptica - No confío en vuestra lengua de serpiente; sé que mentís. No sé cuáles serán los motivos por los que estáis aquí ahora, pero sé que no son de fiar.
Isabella la miró, y en sus ojos se dibujó una fatiga que nadie la había visto mostrar antes. Señaló con un gesto los tripulantes reunidos alrededor, hombres y mujeres que los observaban en silencio.
  • Es sencillo hablar de insumisión cuando a tus espaldas te protege un ejército de piratas - dijo Isabella, sin acritud, solo con la fría verdad de quien ha aprendido a medir fuerzas - Yo he tenido que luchar sola toda mi vida, capitana. Nadie me tendió la mano; nadie vino a ayudarme. No se puede pelear contra el mundo sin aliados. Lo único que queda es sobrevivir, aguantar, resistir… y esperar el instante justo en que puedas alzarte contra tu enemigo con alguna posibilidad de vencerlo.
El Cuervo, que estaba allí con la intención de templar los ánimos y la misión de mediar entre las dos mujeres, se quedó callado. Escuchaba en silencio mientras ellas se acercaban, paso a paso, con la distancia entre sus rostros reduciéndose hasta lo peligroso. Aunque sus labios no se movieran, sus ojos lo decían todo: atentos y alerta. Las manos listas para impedir cualquier empujón que derivara en una puñalada traicionera.
  • Igual de fácil es poner excusas para seguir durmiendo tranquila una noche más - replicó Grace, la voz afilada - Dijisteis que no os conozco y os doy la razón. Quizá no sepa vuestra historia… pero vos tampoco conocéis la mía, así que no me juzguéis.
  • Contadla, pues - retó Isabella, con desafío - Y yo os contaré la mía. Así podremos juzgarnos mutuamente.
  • No me interesa lo más mínimo - contestó Grace, acercándose hasta casi rozar la cara de la veneciana - Volved por donde habéis venido, y llevad con vos esa mirada altiva y esa sonrisa de porcelana. Ya cargamos con demasiados problemas a las espaldas.
Isabella alzó una ceja, y su voz se hizo más fría aún:
  • ¿Tenéis miedo, acaso?
La pregunta obligó al Cuervo a tensarse y a actuar al instante, pero la capitana reaccionó antes. Con un movimiento tan rápido como preciso, sacó un cuchillo del cinto y lo alzó. No lo usó para herir; lo exhibió, la hoja rozando la luz de la luna, tan cerca de la cara de Isabella que se podía leer en el reflejo del metal el brillo de sus ojos.
  • ¡No le temo a nada, zorra! - gritó Grace, la rabia clavada en cada sílaba - Podría acabar con tu miserable vida aquí y ahora, sin ayuda de nadie. Sabe Dios cuánto lo deseo… Pero no hemos venido a Porto Belo a derramar sangre. Podéis consideraros afortunada.
Isabella no se movió. Sus pupilas estaban fijas en las de Grace, inmóviles, como si midiera no sólo la furia, sino la verdad que la empujaba. Sabía que las palabras serían pobres armas allí donde la desconfianza estaba ya sembrada; también sabía que, cuando el diálogo falla, los hechos hablan por sí solos.

En un instante crucial, pensó que una oportunidad como esa, no ocurre dos veces en la vida. Enfrente tenía una salida real. Huir, empezar de nuevo, dejar atrás una vida que no eligió y una realidad impuesta. Sus ojos recorrieron los navíos que dormían en la bahía, el Madra Ifrinn, el Español Errante, el Red Viper, siluetas sosegadas sobre el mar que parecían ofrecerle libertad y abismo a la vez. Estaban tan cerca, y, sin embargo, tan lejos.

Sólo una cosa quedaba entre ella y la salvación: una capitana tenaz y testaruda a la que no se podía persuadir con palabras. Isabella comprendió que necesitaba más que promesas; necesitaba una prueba, un gesto de verdad que la conmoviera y la arrancara de la vida que la retenía. Y en ese silencio eléctrico, la noche contuvo la respiración, esperando la voluntad de la dama veneciana. De la mujer desesperada. Del alma cautiva.
  • ¿Odiáis las joyas que llevo? - dijo alzando la voz para que todos la oyeran - ¡Pues mirad lo que me importan!
La furia asomó en su rostro justo cuando se arrancó el collar de perlas y lo arrojó contra la arena. Gipsy corrió veloz entre ellas dos, llevándose con él el tesoro caído. Isabella se arrancó los pendientes de diamantes, los brazaletes de oro, los anillos… todo. Cada uno de aquellos símbolos de una vida que odiaba. Los lanzó con rabia, con desprecio. Luego los pisoteó con la fuerza de quien pisa un pasado maldito.
  • ¿Odiáis mi vestido? - gritó, temblando de arriba a abajo - ¡Podéis quemarlo si así lo deseáis!
Grace mantuvo el cuchillo alzado, pero su mirada empezó a mudar del odio al asombro. Isabella, en un arrebato de libertad o quizás de locura, comenzó a desnudarse. Prenda a prenda, se despojó de todo, hasta quedar desnuda frente a ellos, tan humana, tan vulnerable y, sin embargo, tan invencible. Un murmullo recorrió el grupo de piratas; hubo risas ahogadas, silbidos, pero también un silencio reverencial que nadie pudo explicar.

La capitana la observaba con los ojos muy abiertos. El cuerpo de la italiana brillaba bajo la luna, los pezones endurecidos por la brisa marina, la piel erizada como la de quien arde por dentro.
  • ¿Odiáis mi rostro de porcelana? - preguntó Isabella, la voz quebrada, los ojos anegados por las lágrimas - ¡Destruidlo si eso os alivia!
Desató su cabello con un tirón; la melena oscura ondeó al viento como una bandera rota. Y sin más palabra, acercó su mejilla al filo del cuchillo de Grace. El acero relució un instante… y entonces, con un gesto imprevisible, se cortó ella misma el rostro. Un hilo de sangre brotó, cálido, vivo, descendiendo por su cuello y perdiéndose más allá de sus pechos. Nadie se movió. Ni el viento. Ni el mar.
  • ¿Me odiáis aún? - susurró primero, luego gritó con el alma rota - ¿Seguís odiándome ahora que no tengo nada? ¡Pues matadme!
Agarró la muñeca de Grace con ambas manos y empujó el cuchillo hacia su pecho. Drake dio un paso adelante, pero se detuvo: algo en aquella escena lo paralizó. Isabella empujaba con la fuerza de la desesperación. Deseaba morir, no había miedo, ni duda. Solo la locura de alguien que no puede más.
  • ¡Matadme! - gritaba una y otra vez, sollozando, con la voz de quien se quiebra por dentro - ¡Acabad con mi miserable vida! ¡No quiero vivir más! ¡Desprecio el futuro!
Grace resistía, el brazo tenso, intentando detenerla. Y sin embargo, algo dentro de ella se rompió también. La Víbora Roja siempre preguntaba a sus nuevos tripulantes si temían a la muerte. No era una simple pregunta realizada al azar. Era una prueba, una manera de saber la determinación de una alma. Pero esta vez no hizo falta preguntar nada. Aquella mujer desnuda, sangrante, ya le había respondido antes de que pudiera hacerlo.

Bajó lentamente el cuchillo. Vio ante sí a Isabella. No a la dama, ni a la cortesana, ni a la sombra del poder veneciano, sino a una mujer despojada de todo artificio, deshecha y renacida.
  • Esta mañana me he levantado… - dijo Isabella entre sollozos - y lo primero que he visto es al invasor. Duerme a mi lado, cada noche. Y yo sigo encadenada a su cama, a su casa, a su apellido. Prisionera en una jaula de oro… muerta en vida. Llevo demasiado tiempo así, capitana. Más de lo que cualquier otro hubiera sido capaz de resistir. Por eso os suplico una cosa… llevadme lejos. Porque si me quedo aquí, siento que moriré.
Hizo una pausa, y su voz se volvió un hilo de seda rota. Débil y abatida, sí. Pero con una fuerza casi imperceptible. La fuerza de quien se libera de las cadenas y se muestra al mundo, tal y como es.
  • Y si he de morir, quiero ser yo quien elija como hacerlo. No como la ‘esposa de’, ni como un adorno. Quiero morir siendo yo: Isabella.
Alzó la cabeza con un orgullo indomable, la sangre aún tibia sobre la piel.
  • Y cuando muera, no quiero un funeral digno, ni ser sepultada en una bonita tumba. Quiero que se cabe una fosa, en lo alto de una montaña, junto a una hermosa flor. Así, cuando alguien pase y la mire, dirá: “Qué flor tan bella”. Pero no lo será por su perfume, ni por sus colores… sino por su resistencia. La resistencia de quien decidió… morir por la libertad.
El silencio que siguió fue tan denso que ni el mar se atrevió a romperlo. Las olas parecían suspenderse a medio golpe contra la orilla, temerosas de perturbar lo que allí acababa de ocurrir. La luna, testigo inmóvil, derramaba su luz sobre la piel ensangrentada de Isabella, envolviéndola en un resplandor casi sagrado.

Drake la miraba con una mezcla de terror y devoción. No era la mujer que había conocido en los salones de Meneses. No quedaba rastro de la cortesana calculadora ni de la dama altiva. Ante él se erguía algo nuevo, algo que rozaba lo divino y lo humano al mismo tiempo. Una llama que ardía con una pureza insoportable.

Grace seguía inmóvil, el cuchillo aún entre sus dedos, la respiración contenida, los ojos prendidos en aquella visión. Había visto morir a hombres por codicia, por venganza, por fe o por amor, pero nunca había visto a nadie morir simbólicamente de esa manera: despojarse de todo sin miedo, hasta quedar solo con el alma desnuda.

El viento levantó la arena y la hizo danzar alrededor de Isabella, como si la tierra misma reconociera el sacrificio. La sangre que caía sobre la playa parecía enraizarse en el suelo, trazando un mapa invisible entre el dolor y la redención.

Entonces Grace habló, pero su voz ya no tenía filo. Era grave, casi un susurro.
  • El mar no pide pureza Isabella, ni tan solo coraje. Pide algo más importante y más sencillo también. Aunque pocos son capaces de entregárselo. Pero tú… - su mirada se quebró un instante - acabas de demostrarme con creces, que estas preparada.
Isabella la observó sin comprender, aún jadeante, las lágrimas y la sangre mezclándose sobre su rostro. Grace dejó caer el cuchillo, que se clavó en la arena de la playa, junto a los pies de la italiana.
  • No eres mi enemiga. Lo reconozco… Puedo verlo ahora mismo en tus ojos. Pero tampoco eres aún de los míos. Si quieres venir, vendrás sin nombre, sin título y sin favoritismos. En el Red Viper no hay damas, solo almas cansadas de este mundo injusto. Trabajarás con los demás codo con dodo, aprenderás rápido y sin quejas. Y deberás ganarte la confianza de cada uno de tus compañeros con el sudor de tu frente.
Drake exhaló un suspiro que llevaba conteniendo demasiado tiempo. Al fin supo que podía bajar los brazos, como si un peso invisible se desprendiera de sus hombros. Los hombres de la tripulación se miraron entre sí, incapaces de pronunciar palabra.

El mar reanudó su canto, lento, profundo. El Red Viper, el Español Errante y el Madra Ifrrin flotaban tranquilos en la bahía, como si nada hubiese ocurrido, como si el universo entero hubiese contenido la respiración y ahora, al fin, la soltara.

Isabella cayó de rodillas. No de agotamiento, sino de liberación. En su rostro no había ya rastro de orgullo ni de miedo, solo una paz extraña, casi dolorosa. Por primera vez en su vida, no tenía nada… y sin embargo, se sentía plena. Grace la contempló un momento más, y al fin, con un gesto casi imperceptible, hizo una seña al Cuervo.
  • Traedle una manta… y que suba a bordo. Ofrecedle ropa cómoda y un lugar donde descansar.
Vihaan se acercó rápidamente cubriendo la piel fría de Isabella con cariño. Entre él y el Cuervo levantaron a la mujer y con delicadeza se la llevaron hacía el navío. Grace cerró los ojos y dejó que el viento salado le rozara el rostro. Algo había cambiado aquella noche en Porto Bello. Algo viejo había muerto, y algo nuevo había nacido. Y aunque nadie lo dijo, todos lo supieron: aquella noche habían hecho algo más que robar, habían liberado a un alma presa. A uno de los suyos.

La luna siguió su curso, silenciosa y eterna, mientras el mar, cómplice y madre, acunaba los tres navíos en la cuna plateada de la noche. Los marineros descansaban en paz, tumbados sobre la arena, contemplando la belleza del mundo cuando te detienes un momento a observarlo. El fuego del campamento improvisado chisporroteaba bajo el cielo que lentamente empezaba a clarear.

Las primeras luces del amanecer teñían el horizonte de un tono cobrizo, y el olor a sal y madera húmeda llenaba el aire. Todos sintieron la llamada de quienes viven en el mar. Un nuevo día significaba una nueva aventura. Partir hacía nuevos horizontes y afrontar el destino con la cabeza alzada. El Perro daba caladas lentas a su pipa, mirando su navío anclado en la bahía, mientras Grace y Diego conversaban en voz baja junto a él.
  • Sabéis que es peligroso, ¿verdad? - dijo al fin, sin apartar la vista del mar - Robarle el oro a un gobernador es una cosa… pero robarle a su mujer es muy distinto.
Grace no respondió enseguida. Se limitó a mirar las olas romper contra la orilla, el cabello alborotado por el viento.
  • Lo sé - dijo finalmente, con un tono sereno pero firme - Pero dime, ¿qué podemos hacer?
El Perro soltó una carcajada ronca, cargada de humo y cansancio.
  • Yo lo veo fácil, capitana. La dejamos en Porto Bello y seguimos nuestro camino. Ya tenemos lo que vinimos a buscar, ¿para qué complicarnos más la vida?
Diego, que hasta entonces había permanecido en silencio, le posó una mano en el hombro. La mirada del español era tranquila, pero en sus palabras había un peso que no admitía réplica.
  • No dejamos a nadie atrás, viejo amigo.
El Perro lo miró de reojo, frunciendo el ceño.
  • Isabella no es de los nuestros, español. Es la mujer de Meneses… ¿sabes lo que pasará si ese cabrón se entera de que le hemos robado a su mujer?
Grace se giró hacia él, con esa mirada suya que no necesitaba gritar para imponerse.
  • No hemos robado nada, Perro - dijo con calma, casi con ternura - Porque no se puede robar un alma.
Hizo una pausa, dejando que el viento arrastrara sus palabras antes de continuar.
  • Antes de ser la mujer de Meneses, Isabella es Isabella. Y está claro que necesita ayuda… así que se la vamos a brindar. Quizás no sea de los nuestros, como dices, pero ansía lo mismo que nosotros.
Diego asintió lentamente, cruzando los brazos.
  • Y por ese motivo es de los nuestros… De los que entienden cuánto vale la libertad… y de los que están dispuestos a arriesgarlo todo por conseguirla.
El Perro los observó un instante, en silencio. Luego se encogió de hombros, dejando escapar una bocanada de humo que se perdió con el amanecer.
  • De los que no le temen a la muerte, ¿verdad, capitana Grace O’Malley?
Ella sonrió, dándole un par de palmadas en la espalda.
  • Así es, viejo amigo. Así es…
Luego se incorporó, sacudiéndose la arena de las botas.
  • Venga, subamos a cubierta. El sol está a punto de salir y hay mucho que preparar.
El Perro soltó un gruñido que sonaba a resignación y camaradería. Diego echó una última mirada al horizonte antes de seguirlos. Y así, mientras la primera luz del día se reflejaba en el casco del Red Viper, los tres caminaron juntos hacia el navío, con el viento del amanecer soplando a su favor y el destino aguardando más allá del horizonte.

Habían conseguido reunir suficientes riquezas como para dar tres vueltas al mundo de forma consecutiva. Una cifra tan exagerada que hacía sonreír por lo improbable y temblar por lo real: lingotes, doblones y alhajas contadas con manos firmes, apiladas en cofres que tintineaban como un presagio. Con esa riqueza en las manos, lo que antes era un sueño de supervivencia se convertía en una posibilidad tangible: agua, harina, salazones, vinos, medicinas, velas, cuerdas nuevas y pólvora; todo lo necesario para enfrentar la inmensidad de los mares que les aguardaban.

Pero había un problema. Disponían de poco tiempo, debían actuar rápido y sin errores. Antes de que saltara la voz de alarma. Antes de que un gobernador se diera cuenta que le habían robado. Irónicamente, fue la que el consideraba su mujer, quien ayudó a los piratas a conseguirlo.

Isabella fue clave para que todo saliera a la perfección. De memoria, se movía por Porto Bello como si su mente todavía recordara cada calle, cada puesto y cada voz. Sus recuerdos se convirtieron en un mapa del tesoro; su boca encadenaba nombres y precios como quien recita oraciones. Indicó dónde estaban los mejores precios, señaló qué tenderos guardaban almacenajes de primera y quiénes vendían mercancía en mal estado; apuntó a las ratas de mercado, a los intermediarios codiciosos, a los honestos con precios justos, y a los recodos donde se negocia sin demasiadas preguntas. Sus recomendaciones no eran meras sugerencias: eran itinerarios seguros, atajos para el comercio furtivo en una ciudad que olía a especias y a peligro.

El plan no admitía fiestas ni exhibiciones. Moverse rápido, invisibles y sin aspavientos: esa era la consigna. En parejas o tríos, sin llamar la atención, cruzaron plazas llenas de faroles, esquivaron grupos de borrachos, fingieron interés por telas que no comprarían. Compraron al por mayor donde convenía, regatearon con la frialdad del que sabe que puede pagar, aceptaron sobornos discretos cuando valía la pena, y rechazaron halagos que pudieran delatarlos. Cada saco que colgaba del caballo o que se amontonaba en los carros se convirtió en una victoria silenciosa; cada trato cerrado, en una huella menos que dejarían tras de sí.

Todo debía encajar en un único compás: llegar, negociar, abastecerse y marchar. Antes de que Meneses supiera que le habían robado su tesoro y, peor aún, antes de que reparara en la ausencia de su esposa, las sombras del océano debían tragarlos de nuevo. Si la misión había nacido arriesgada, ahora se volvía aún más letal: la ventana de impunidad se cerraba por minutos, y la recompensa debía medirse con velocidad y prudencia. En ese tirón de tiempo corto y preciso, la alianza pirata se movió como una máquina engrasada: manos ágiles, miradas rápidas, bolsillos que se llenaban y bocas que callaban.

Cuando por fin regresaron a la playa, los sacos doblaban su peso, las ruedas de los carros se quejaban por el peso y las tres bodegas parecieron respirar, al fin, aliviadas. El Red Viper, el Madra Ifrinn y el Español Errante se mecían con la promesa de provisiones frescas. Pero bajo el alivio, una sombra de certeza: el reloj ya corría en su contra. Meneses, en algún lugar de su palacio, pronto notaría lo que faltaba. Y esa grieta en el tiempo convertía el triunfo en una urgencia: zarpar.

Y así lo hicieron.
Zaparon. Sin mirar atrás.

Levaron anclas con el rumor de las poleas y los gritos de la tripulación resonando al unísono. Los velámenes descendieron, henchidos por un viento que parecía haber esperado ese preciso instante para soplar con fuerza. Las olas se abrieron ante la proa del Red Viper, seguidas por el Madra Ifrinn y el Español Errante, que cortaban el agua como tres sombras al alba.

Grace, al mando del timón, giró la cabeza una última vez hacia Porto Bello. La ciudad dormía aún bajo la caricia rosada del amanecer. Desde la distancia, los tejados dorados por el sol parecían inofensivos, las torres y las murallas resplandecían como joyas olvidadas en la orilla. Pero detrás de aquella calma, ella sabía que el infierno pronto despertaría. Los ladrones habían escapado, impunes, dejando tras de sí una herida invisible: el oro perdido, el orgullo del gobernador ultrajado, y una esposa que jamás volvería. Porto Bello se hacía pequeña en el horizonte, reducida a un recuerdo que se disolvía con cada metro ganado hacia el sur.

Bhagirath se acercó despacio, repasando el inventario con sus dedos gruesos y llenos de tinta. Su rostro, curtido por la fatiga de semanas de escasez, se había transformado. Ahora brillaba en él una satisfacción casi infantil, la esperanza del cocinero que vuelve a tener con qué alimentar a su gente.
  • Parecéis contento - dijo Grace, sonriendo al verlo llegar.
  • Por supuesto que lo estoy, capitana - respondió Bhagirath, alisándose el bigote con orgullo - La mañana es preciosa, el viento sopla a favor… y la bodega rebosa de víveres.
Grace asintió, complacida.
  • La única pena - añadió él - es no haber dispuesto de más tiempo. Seguimos teniendo más oro que pan…
  • A ver - replicó Grace, con curiosidad - dime tus cálculos, viejo amigo. ¿Hasta dónde podemos llegar con lo que tenemos?
Bhagirath reflexionó unos segundos, mirando las cifras como si estuviera descifrando el rumbo de las estrellas.
  • No es un dato preciso, pues depende de muchos factores - murmuró, acariciando su barbilla - Pero siendo cautos, me atrevería a decir que tenemos un margen de tres o cuatro semanas.
Macfarlane y Cortés, que jugaban una partida de cartas junto al timón, levantaron la cabeza al oírlo. El escocés soltó una carcajada sonora.
  • ¿Cuatro semanas sin tener que preocuparnos por el hambre? Eso es una bendición, amigos. Llevo más de media vida en el mar, y creedme… se lo que me digo.
  • Yo no estaría tan seguro - repuso Cortés con una sonrisa traviesa, ocultando una carta bajo su manga mientras el escocés estaba distraído - Me fijé bien en lo que cargamos antes de partir, y os aseguro que haremos corto de ron.
  • Haríamos corto de ron aunque hubiéramos llenado las tres bodegas solo con barriles - rió Macfarlane, golpeándole el hombro - ¡Más aún contigo a bordo, bribón!
Las risas estallaron entre los cuatro. Sonaban frescas, sinceras, limpias.
Era la risa de los hombres y mujeres que vuelven al mar después de una victoria, la risa que solo entiende quien ha estado demasiado cerca del abismo y ha vuelto entero para contarlo. El viento soplaba fuerte, el salitre cubría la piel, y el sol nacía del este prometiendo un día glorioso. Grace, aún sonriendo, miró hacia el horizonte y preguntó:
  • Decidme, caballeros… ¿conocéis algún puerto seguro hacia el sur, donde podamos volver a llenar las bodegas antes de quedarnos secos?
Bhagirath negó lentamente con la cabeza.
  • No, capitana. Lamentablemente, lo desconozco.
Cortés se encogió de hombros.
  • Más allá del Caribe nadie de nosotros conoce muy bien estas aguas. Lo que hay al sur pertenece a otros hombres… y a otros peligros.
Macfarlane se rascó la barba, pensativo, con una sonrisa que mezclaba misterio y picardía.
  • No sabría deciros con certeza, pero… he oído hablar de un lugar… Recife. Un puerto grande, bullicioso, en la costa de Brasil. Dicen que es clave en la rutas comerciales de los portugueses. Madera, cacao, tabaco… y oro, mucho oro.
Grace lo miró con interés. El viento cambió de dirección, hinchando las velas con fuerza.
El Red Viper viró suavemente hacia el sur. Y con aquella maniobra, el destino volvió a ponerse en marcha.
  • Recife es perfecto… si lo que buscáis es la soga de la horca.
Las palabras cayeron como un cubo de agua helada. Todos se giraron al unísono.
Allí, apoyada con natural elegancia junto al mástil mayor, estaba Isabella.

Pero ya no era la dama de Porto Bello.
Su vestido de seda había desaparecido, sustituido por una camisa blanca remangada y un chaleco de cuero que, pese a ser ajeno, parecía hecho a su medida. Los pantalones oscuros ceñían sus piernas con la misma firmeza con la que ahora la vida la abrazaba; en la cintura, un cinturón ancho sostenía una daga corta. Su cabello, antes peinado con la precisión de un ritual, caía libre y revuelto por el viento, y una cinta roja lo contenía apenas. En sus orejas brillaban unos pendientes dorados que debían de valer una pequeña fortuna. Y, aun así, había en su porte algo que desafiaba cualquier adorno.

Estaba casi irreconocible, pero más viva que nunca.
Cortés, que la miraba con los ojos muy abiertos, se inclinó ligeramente hacia MacFarlane y murmuró con una sonrisa socarrona:
  • Si todas las damas españolas se vistieran así, amigo mío… yo me haría monje, pero de clausura dentro de sus camarotes.
MacFarlane soltó una risilla contenida y fingió toser para disimular, aunque su mirada no se apartó de ella ni un segundo.
  • Explícate - ordenó Grace. Su voz era firme, sin rastro de ira, pero con la autoridad de quien no tolera enigmas.
  • Recife está llena de portugueses - respondió Isabella con serenidad, avanzando un paso - y donde hay portugueses, hay barcos de guerra. Sin duda es un gran puerto comercial, lleno de navíos, astilleros y mercaderes. Podréis conseguir de todo: comida, agua, vino, velas, incluso pólvora y madera de buena calidad. Pero también hay fuerte presencia militar y patrullas que inspeccionan, constantemente, barcos sospechosos.
Aunque ahora vestía como una pirata, su mirada seguía siendo la de una reina. Penetrante, clara, con una chispa de inteligencia que no se aprende en los puertos.
  • Si la noticia de mi secuestro corre… y creedme, lo hará. Será mejor que evitéis puertos como Recife.
  • ¿Secuestro? - rió Bhagirath al escucharla - Eso es mentira, nadie le ha puesto un cuchillo al cuello para que suba a bordo.
  • Cierto, señor - respondió Isabella - ¿Pero a quien le importa la verdad?
  • A mí me importa - afirmó Grace rápidamente.
  • Y a mí - sonrió la veneciana - Pero a la gente como mi marido no. Lo primero que pensará es en un secuestro, pues ¿que mujer estaría lo suficientemente loca como para cambiar una vida llena de lujos por la humedad de una cubierta pirata?
Los cuatro la contemplaron en silencio, mientras ella siguió hablando.
  • Pero… aunque descubriera que nadie me ha obligado a subir a bordo, nada cambiaria en realidad. Seguiría siendo un secuestro, incluso cuando todos los demás supieran la verdad, lo seguiría siendo. Pues no importa que es cierto y que es falso cuando tienes el suficiente dinero como para comprar todas las opiniones. Pero no os preocupéis - añadió volviendo al tema que preocupaba - Hay una alternativa a Recife. Cabo Orange, en el delta del Amazonas.
  • ¿Qué es eso? - preguntó Bhagirath, rascándose la cabeza por encima del turbante.
  • Una zona poco controlada por la corona portuguesa. Hay muchos brazos de río, comunidades indígenas y contrabandistas franceses y holandeses. Perfecto para fondear sin levantar sospechas, comprar víveres, madera, agua y salazones. Los barcos pueden entrar en los canales y desaparecer entre manglares durante días. Es el escondite ideal, aunque el clima es húmedo, hay mosquitos, y es difícil conseguir piezas o bienes manufacturados.
MacFarlane la observó con gesto entre curioso y desconfiado, evaluando cada palabra. No sabía muy bien si hablaba con propiedad o solo trataba de agradar a la capitana.
  • ¿Y tú cómo sabes tanto, princesita? - gruñó al fin, cruzándose de brazos.
Isabella no se inmutó.
  • Mi marido comerciaba con los portugueses. En realidad lo hacía con cualquiera que pudiera engordar sus arcones… y su barriga.
Grace esbozó una sonrisa sincera. Pero su contramaestre tenía ganas de jugar.
  • Y tú escuchabas en silencio como una buena zorra cortesana, ¿verdad?
  • A veces es más útil callar y escuchar, escocés - respondió con una sonrisa punzante - No todo se soluciona a base de gritos y cortando gargantas. A veces, la mejor opción es mantenerse callada y abrir los oídos cuando los demás hablan demasiado.
Grace no pudo evitar reírse. Una carcajada limpia y franca que rompió el aire salado.
MacFarlane, boquiabierto, solo alcanzó a parpadear un par de veces, buscando en vano una respuesta. La capitana lo miró divertida, luego volvió la vista hacia Isabella. Sus miradas se cruzaron, intensas pero tranquilas. No había perdón todavía, pero sí un principio de respeto. Un entendimiento silencioso entre dos mujeres que, cada una a su modo, habían desafiado su propio destino.
  • Rumbo a Cabo Orange, entonces - dijo la capitana con firmeza.
Isabella asintió con una leve sonrisa y, guiñándole un ojo, se unió al resto de la tripulación.
Los cuatro la siguieron con la mirada mientras se arremangaba y comenzaba a trabajar.

Ya no quedaba nada de aquella dama frágil y perfumada que temía ensuciarse las manos.
Ahora cargaba sogas, ayudaba a tensar los cabos, y no se apartaba cuando el mar la salpicaba con fuerza. Preguntaba mucho, sí, y a veces tropezaba con un cabo o se confundía con los nudos, pero no se rendía. Su respiración se acompasaba al ritmo de las olas, su piel brillaba con el sudor y la brisa, y en sus ojos se adivinaba algo nuevo: libertad.

Si un extraño la hubiera visto desde el muelle, habría jurado que llevaba años en aquella tripulación. Pero solo los que la conocían sabían la verdad: que en cada movimiento, en cada error y en cada intento, Isabella Morosini estaba reinventándose. Y el mar, caprichoso y cruel, parecía aceptarla como una hija suya más.

Abajo, en una de las muchas cabinas que se escondían en las entrañas del Red Viper, Vihaan y Drake trabajaban en silencio, transformando aquel espacio húmedo y sucio en algo que la nueva tripulante pudiera llamar hogar. Barrían la madera salpicada de polvo y arena, reorganizaban barriles y cajones, doblaban sábanas húmedas y repasaban las lámparas de aceite. Cada gesto era meticuloso, cada movimiento eficiente, como si la cabina misma respondiera a su esfuerzo.

Al final, Drake se secó el sudor de la frente y contempló el resultado con satisfacción.
  • Creo que con esto bastará… - dijo, esbozando una sonrisa satisfecha.
Vihaan no respondió. Se limitó a plegar las últimas sábanas y encaminarse hacia la salida. Había algo en él que no terminaba de encajar con el Cuervo. La bofetada en el pasillo había sido solo un gesto. En su momento le dolió, pero se esfumó tan rápido como el berrinche de un bebé. Vihaan no era rencoroso, no albergaba malicia. Pero la mirada de aquel hombre, su sonrisa natural, su atractivo que cualquier marinero reconocería como amenaza silenciosa a su hombría, generaba un extraño desasosiego en él. No podía evitarlo.
  • Espera un segundo, Vihaan - llamó Drake, agarrándole del brazo.
El astrónomo se giró rápidamente, el ceño fruncido, y encontró los ojos del Cuervo clavados en los suyos. Respiró hondo y apartó su brazo con un movimiento seco, pero Drake no se daba por vencido.
  • Habla conmigo, maldita sea. ¿Qué es lo que te molesta?
Vihaan permaneció inmóvil un instante, y luego estalló:
  • ¡Tú me molestas! Tu mera presencia…
Drake arqueó una ceja, sorprendido. Vihaan, siempre calmado y armonioso, el hombre de la paciencia infinita, ahora mostraba una furia concentrada que no se parecía en nada a su habitual compostura.
  • ¿Es por la bofetada? ¿Es eso, verdad? - preguntó Drake, manteniendo su sonrisa.
La mirada furiosa de Vihaan no cedía. La sonrisa pretenciosa del Cuervo tampoco.
  • Está bien - dijo, bajando los brazos - hacedlo, vamos.
  • ¿Qué demonios estás diciendo? - replicó Vihaan, confundido.
  • Devolvedme la bofetada - sonrió Drake - Es lo justo… lo mínimo que puedo ofrecerte.
Vihaan lo observó unos segundos, su mano levantándose instintivamente, pero su corazón lo detuvo de repente.
  • No voy a hacerlo, Cuervo - dijo con voz firme.
  • Vamos, por Dios, hacedlo de una vez y solucionemos las cosas.
  • He dicho que no. Devolver el ultraje solo me rebajaría a tu altura… y yo no soy como tú.
  • ¿A qué te referís, amigo?
  • Nada de amigo, Cuervo - le cortó Vihaan - Que convivamos sobre el mismo navío no nos convierte en hermanos.
Drake respiró hondo y sonrió de nuevo, divertido.
  • De verdad todo esto es por una bofetada… ¿o hay algo más?
Vihaan se paralizó un instante, consciente de que aquel hombre podía ver más allá de sus palabras. Y cuando Drake habló de nuevo, lo supo con certeza.
  • Es por la capitana, ¿verdad? - lo interrogó con la mirada - Sí, eso es. Estás celoso…
La risa del Cuervo cortó el aire y golpeó el orgullo de Vihaan, tan fuerte que el astrónomo estuvo a punto de buscar el mango de su Flor de Lys. Pero se contuvo, aunque a duras penas. La calma y la presencia de Drake, desafiando a la muerte una vez más, lo obligaron a reunir todas sus fuerzas para llegar a contenerse.
  • No debes preocuparte por eso - rió Drake - Grace O’Malley te ama.
  • No dudo de ella, imbécil… sino de ti - contestó Vihaan rápidamente - He visto cómo la miras, cómo intentas seducirla cada vez que estás cerca.
  • Sí, por supuesto… ¿Cómo voy a negarlo? ¿Qué otra cosa podría hacer? - rió Drake - Es una mujer impresionante, Vihaan. Me robó el corazón al primer instante que la vi… Pero te lo repito: no tienes nada de qué preocuparte.
  • No te creo - dijo Vihaan, cruzando los brazos.
  • Da igual si me crees o no. Los hechos son los hechos, amigo. Luché como un demonio a su lado en la playa, salvando la batalla como un héroe de leyenda, y ella no apartaba los ojos de ti ni un instante. Me vestí de noble mercader sacando mis armas más ocultas, y sus palabras solo fueron para ti… Da igual cuántas veces lo intente… Grace ya ha escogido.
Vihaan se relajó un instante. La mezcla de furia y alivio lo llenaba al mismo tiempo. El Cuervo era capaz de enfurecer y animar a un hombre con la misma frase. Por un lado, asumía la derrota ante la verdad de los sentimientos; por otro, reconocía todos los intrincados planes que había tramado para conquistar el corazón de la mujer que amaba. Era una sensación tan contradictoria que lo dejó sin saber muy bien cómo reaccionar.
  • Entonces, ¿os retiráis? - preguntó el astrónomo.
  • ¿Es que acaso estamos en una carrera?
  • Decidme de una vez… ¿os dais por vencido? ¿Sí o no?
Drake lo miró unos segundos, sin pestañear.
  • Digamos que voy a tomarme un respiro… - dijo sin dejar de sonreír - El antiguo Bartholomew quizás sí se hubiera rendido, pero el nuevo y renacido Drake ha decidido afrontar la vida de otro modo.
  • Sois detestable - gruñó Vihaan.
  • Puede… - contestó Drake - Pero acepto lo que soy. Y tú deberías empezar a hacer lo mismo, amigo.
  • No sabes nada de mí…
  • Cierto, pero sí sé una cosa - sonrió Drake - que el corazón de Grace te pertenece. Así que deja de sentirte inseguro y alza la cabeza de una vez, amigo. ¡Con orgullo, maldita sea!
  • ¿De que demonios estás hablando?
  • Hablo de que has conseguido ganarte el corazón de la mujer más salvaje que he conocido en la vida, así que olvida tus temores y entrégate en cuerpo y alma a ella. No pienses en nada más que en disfrutar cada momento que la vida os regale juntos, sin pensar en cuándo terminará todo. Tan solo disfruta el momento y sé feliz. Pues veo bondad en ti, amigo, y creo firmemente que mereces todo lo bueno que pueda sucederte.
Vihaan no pudo evitar esbozar una sonrisa. El corazón le latía con fuerza bajo el pecho.
  • ¿Qué te dijo exactamente Grace en la fiesta del gobernador? - preguntó, como un adolescente enamorado.
  • Nada que no sepas ya - sonrió Drake.
Luego levantó la mano hacia él, tendiéndola en señal conciliadora.
  • Sé que no hemos empezado con buen pie. Si te he ofendido con mis modales… lo lamento, pero no voy a pedir disculpas por ello. Es mi forma de ser y no voy a renegar de ella por contentar a nadie, por mucho que valore tu amistad.
Vihaan lo observó en silencio. Aquel hombre podía ser exasperante, ofensivo, egoísta y cruel a veces. Pero tenía una cualidad que pocos hombres conseguían defender intacta. Era sincero hasta doler.
  • Quizás yo… - Vihaan levantó su mano - Tampoco he sido muy racional, que digamos… así que te pido disculpas por ello.
Juntaron las manos con fuerza y rigidez, los dos sonriendo ampliamente.
  • No te disculpes, no es necesario… ¿Quién puede serlo en temas del corazón, amigo?
  • Cierto es…
Las manos se separaron, pero nada se había roto. El Cuervo no se retiraba, tan solo ofrecía una tregua. Pareció bastar a Vihaan, que ahora se sentía más seguro de si mismo. El mar seguiría estando lleno de peces; muchos seguirían siendo más altos, más bellos o más sabrosos que él. Pero Grace ya había escogido, y eso era suficiente para llenar su corazón hasta rebosar. Sin más, los dos se volvieron hacia el pasillo que conducía a la cubierta, pero de repente el astrónomo se frenó en seco.
  • Una cosa más - rió, girando de repente.
Sin previo aviso le cruzó la cara com la palma de la mano abierta. La bofetada retumbó como un cañonazo en plena batalla naval. A Drake le tomó tan de sorpresa que no pudo hacer nada para esquivarla. Fue tan fuerte que casi lo tira al suelo.
  • ¡Maldita sea! - gritó entre carcajadas - ¡Esa no la vi venir!
  • Y ahora camina hacia arriba, imbécil - gritó Vihaan con fingida furia - Y no vuelvas hasta que aprendas a no meter las manos donde no te corresponde.
Sin darle tiempo a reaccionar, Vihaan le dio un puntapié en el trasero. Drake se frotó el culo con ambas manos, con el rostro dolorido y las carcajadas brotando de lo más hondo de sus pulmones. Salieron afuera, bajo el sol, entre risas y empujones. Los ojos del Cuervo encontraron a Isabella; los de Vihaan buscaron a la capitana.

Subió hasta el puesto de mando, con paso firme y mirada segura. Su único ojo resplandecía con la certeza del que sabe que ama y es amado.
  • Hola, Vi… - sonrió Grace al verlo—. ¿Qué suce…
No pudo terminar la frase. Él se abalanzó sobre ella y la besó como si llevara siglos sin hacerlo. Grace se quedó paralizada, no acostumbrada a esas muestras de afecto delante de todos. Pero la tensión se desvaneció al instante. Soltó el timón y lo agarró de la espalda, atrayéndolo hacia sí.
  • ¡Maldita sea, capitana! - escupió MacFarlane, corriendo hacía el timón - ¡Mantenga la cabeza fría mientras navega o acabaremos chocando contra los escollos!
Pero Grace ya no atendía a nada. Le daba igual el barco, le daba igual todo. Solo le importaba ese hombre, y lo que latía dentro de su vientre. Entonces, de pronto, Cortés se levantó del barril donde estaba sentado, y con teatralidad impostada, levantó una copa vacía al cielo.
  • Oooh, l’amooor! - exclamó en un francés macarrónico - Le baisé du destin, la passion du tempête!
MacFarlane lo miró, frunciendo el ceño.
  • ¿Qué demonios acabas de decir?
  • Ni yo mismo lo sé, amigo… - rió el español, ¡pero suena precioso!
Las carcajadas recorrieron toda la cubierta, puras y contagiosas, como si el Red Viper navegara impulsado por ellas más que por el viento. El amanecer bañaba las velas con tonos dorados y rosados, reflejando promesas de amor, vida y nuevas aventuras. Era un cuadro suspendido en el tiempo: el barco avanzando hacia el sur, dejando atrás las sombras, con el horizonte abriéndose como una página en blanco.

Bhagirath e Yrsa se miraron sin palabras, solo una chispa cómplice que hablaba de lo que aún no se habían atrevido a decir en voz alta. Yara, en silencio, acarició el pequeño colgante con el diente plateado de Mordisquitos; sus ojos, húmedos pero serenos, se alzaron al cielo con una sonrisa que parecía añorar y agradecer al mismo tiempo. Aibori reía sin poder apartar la vista de Cortés, que seguía declamando torpemente en su francés de taberna, haciendo el ridículo con tanta pasión que era imposible no adorarlo. Bum-Bum, a su lado, se tapaba los ojos fingiendo asco mientras la capitana se besaba, pero la risa lo traicionaba, y la amazona terminó despeinándolo con ternura.

Era como si todos, por un instante, compartieran el mismo latido. El amor, en sus mil formas, llenaba el aire con su perfume salado. Y así, entre risas, besos y miradas, el Red Viper cortó el mar abierto, rumbo a lo desconocido, con el sol del amanecer ardiendo sobre las olas como la promesa luminosa de que, pese a todo, la vida aún valía la pena.

Continuará…
 
Magnífico capítulo en el que hemos visto a una Isabella dándole una lección a Grace de que no hay que juzgar antes de tiempo.
Luego hemos visto una conversación sincera entre Drake y Vihaan en el que este se ha cobrado venganza y por último hemos visto que son una verdadera familia en la que va a tener sitio Isabella.
 
Magnífico capítulo en el que hemos visto a una Isabella dándole una lección a Grace de que no hay que juzgar antes de tiempo.
Luego hemos visto una conversación sincera entre Drake y Vihaan en el que este se ha cobrado venganza y por último hemos visto que son una verdadera familia en la que va a tener sitio Isabella.
Nadie se queda atrás! ✊
 
Tengo un capitulo ya listo que subiré mañana que será un poco de transición y otro casi terminado... que va a ser bestial jeje.
Ya tengo el nombre del hijo de Grace y Vihaan, y como llegará al mundo.
Que se preparen los Dioses, pues el grito de ese niño, superará el estruendo de cualquier tormenta que se haya visto jamás.
Buenas noches! jaja
 
Bonito capítulo de aclaraciones y declaraciones. Grace e Isabella aclarando términos, Vihaan y el Cuervo aclarando situaciones y conceptos. El amor y la libertad triunfando ante todo. El Red Viper parece el Barco del Amor más que un barco pirata. 😁😁😝
 
Capítulo 67 - Oda a la libertad: Un pulso, una innegable verdad

La alianza pirata seguía su camino como un juramento compartido por almas indómitas.
No se iban a detener. Jamás lo harían. No por cabezonería ni por terquedad, no por orgullo ni resistencia, sino porque simplemente no sabían, ni querían, vivir de otra manera.

No los unía el hambre de oro ni la sed de gloria, sino un sueño que muchos, equivocadamente, llamaban locura: La libertad.
Una idea tan sencilla y primitiva que parecía absurdo no creer en ella.
Una idea que no debería ser una elección, sino una verdad compartida.

Grace veía en ella equilibrio, una forma de vivir donde el caos encontraba su centro.
El Perro la seguía por justicia, por la balanza que el mundo había dejado en manos de una invidente.
Diego halló en ella gratitud, la dulce certeza de poder ser, quien realmente era.

Vihaan la siguió por amor. Yara no tuvo otra opción. Akuma encontró verdad. Bhagirath buscó redención. Bum-Bum halló una salida. Yrsa encontró propósito. Cortés, una familia. Aibori, salvación. Ren, esperanza. Isabella, una segunda oportunidad.

Cada uno de los que había puesto un pie en alguno de aquellos tres navíos perseguía la libertad como un loco enamorado persigue su sueño, sin desfallecer jamás. Mil motivos, mil pasados distintos, pero un mismo destino latiendo en el pecho: ser dueños de su propia vida, aunque esa vida estuviera hecha de hierro, sudor y tempestad.

Porque su existencia no era sencilla ni hermosa.
No había promesas de paz ni caminos floridos en el mar traicionero.
Solo tormentas que los desafiaban, enemigos que surgían entre las olas, noches sin luna y días de trabajo interminable, donde la piel ardía bajo el sol y las manos se curtían en sal y esfuerzo.

Pero cada tempestad vencida era una prueba de fuerza que los hacía más duros.
Cada batalla ganada, una confirmación de que el rumbo que seguían era el correcto y el enemigo, continuaba equivocado.
Y cada día de fatiga los unía más: desconocidos convertidos en camaradas, camaradas en hermanos, hermanos en familia.

Vivir libre no era una poesía. Era una condena hermosa, un calvario necesario.
Y aun así, nadie a bordo se arrepentía de haber escogido aquel camino.

Porque cada amanecer, al salir a cubierta, con los pies descalzos sobre la madera mojada y el horizonte resplandeciendo en fuego, sentían que el sol les daba los buenos días como a iguales. El viento les arrancaba las pesadillas, ecos de un pasado que jamás desaparecerían del todo, y la sal del mar les devolvía la memoria: aquella vida era dura, era impredecible, era peligrosa… sí.

Pero era suya.

Y ser dueño de tu propia vida, aunque solo fuera por un día, valía más que todo el oro de todos los reinos del mundo. “Si el mundo fuera justo - decía Diego de la Vega, repitiéndolo como un sermón - todo hombre debería tener el derecho de escoger su propio destino.”
Y tenía razón.

La libertad no consiste en hacer lo que uno desea, sino en no traicionarse a sí mismo.
En poder mostrarse tal cual uno es, sin máscaras, sin cadenas, sin pedir permiso para respirar.
Ser libre es elegir tu propio camino y respetar el de los demás, sabiendo que ambos derechos son sagrados y no deben ser traicionados.

Pero los poderosos temen al hombre libre. Temen su mirada sin miedo, su andar sin dueño.
Por eso inventan leyes, dibujan fronteras y trazan con su dedo el mapa de lo permitido.
Se proclaman pastores y llaman rebaño a los que obedecen. Diciendo velar por el orden, pero su orden no es más que la sombra del miedo.

La ambición corrompe todo cuanto toca, y quien domina termina esclavo de su propio poder.
Así ha sido siempre, y así será. La historia girará sobre el mismo eje de sangre y control, una y otra vez, hasta que el último hombre o mujer, comprenda lo que significa alzar el rostro al viento y decir, sin culpa ni permiso: Soy libre.
  • Buenos días, capitán - dijo Will “el Hacha”, acercándose al timón del Español Errante.
  • Buenos días, hermano - sonrió Diego, con un leve gesto de gratitud - Muchas gracias…
De la Vega le dio una palmada cariñosa en la espalda y tomó el vaso de café recién molido. Lo llevó a los labios y bebió despacio, al compás con que las olas mecían el casco del navío. Su mirada se perdía en el horizonte; la mano firme sobre el timón, los pies anclados a la madera que consideraba hogar.

Will permaneció a su lado en silencio. El humo del café humedecía su espeso bigote mientras el mar respiraba alrededor de ambos. Llevaban más de una vida navegando juntos; tanto tiempo, que el principio ya se había borrado en la memoria. Y cuando has compartido tanto con un hermano, el silencio deja de ser incómodo. Se vuelve necesario.

Pero el corpulento contramaestre no podía apartar una pregunta que le rondaba la cabeza. Había aprendido a leer en el rostro de su capitán aquello que su boca no decía. Eran almas gemelas forjadas en mil batallas, hermanos nacidos del acero y de la sal del mar.
  • ¿Qué te preocupa, Diego? - preguntó apenas en un susurro.
De la Vega respondió sin apartar los ojos del horizonte. Su voz era la misma, pero algo en ella había cambiado. Desde que la concha de Yemayá había sido rescatada de las manos equivocadas, una calma extraña lo habitaba.
  • Dime, Will… ¿Cuántas lunas llevamos navegando juntos?
El contramaestre soltó una carcajada corta, como una ola rompiendo contra el costado del casco. Su mirada atravesó centenares de recuerdos, una vida entera y eterna.
  • Más de las que puedo recordar, hermano.
  • Lo dices como si llevaras una condena a las espaldas, viejo amigo - rió Diego, girándose hacia él.
  • ¿Acaso no la llevamos, capitán? - respondió Will, sonriendo de oreja a oreja - Aunque… no me arrepiento de ello… Ni un solo segundo.
  • Ni yo, compañero… Ni yo.
  • ¿Por qué lo preguntas?
Diego dio un sorbo largo al café, cerrando los ojos. El sabor amargo descendió por su garganta, llenándolo de una calidez efímera.
  • En todos estos años surcando el mar… ¿recuerdas haber disfrutado de una tregua tan larga?
Will arqueó una ceja.
  • ¿A qué te refieres?
  • El mar lleva semanas en calma. Sin tormentas, sin fuego enemigo, sin malos presagios…
  • ¡Brindemos entonces! - rió Will, alzando su vaso y chocándolo contra el de él.
Diego sonrió, pero la sonrisa no le alcanzó a los ojos. El Hacha lo miró un momento, perplejo ante aquella inquietud muda.
  • No entiendo qué puede haber de malo en navegar en paz…
  • Nada malo, amigo - dijo Diego, bajando la mirada hacia su pecho - Solo que…
Allí, sobre la camisa media abierta, colgaba el Èkó. Lo llevaba atado a una fina cuerda, cerca del corazón. Resplandecía en tonos azules imposibles, palpitando como un segundo corazón.
Will siguió la dirección de sus ojos. El objeto emitía un leve silbido, un murmullo constante, casi imperceptible, que parecía colarse en el alma. Entonces comprendió. Diego ya no era solo un hombre. Había algo más dentro de él, algo que no pertenecía al mundo de los vivos.
  • Puedes oírla, ¿verdad? - preguntó “el Hacha” sin apartar la vista de la concha - ¿Te está hablando ahora mismo? ¿Qué te dice, capitán?
Diego levantó la cabeza. Esta vez su mirada no era errante: estaba fija, anclada en un punto del horizonte. Hacía el Este. El rumbo que la diosa le había susurrado.
  • El enemigo aguarda, Hacha… - murmuró con voz baja, casi reverente - Está lejos… sí. Pero se está preparando para enfrentarnos.
  • ¿Cómo lo sabes? - preguntó Will, con el ceño fruncido.
  • No es sencillo de explicar… es como si… - Diego intentó poner palabras a lo que sentía, pero por más que buscó no halló la forma de hacerlo - No sé cómo explicarlo… Solo lo sé.
Will siguió la dirección de la mirada de su capitán, pero no vio más que el océano, vasto y sin fin. Sonrió, pensando que tal vez era otro de los enigmas de De la Vega, al que siempre le habían gustado las teatralidades. Se giró de nuevo hacia él.
  • Incluso el borracho de ‘el Bocas’ sabe que el enemigo nos sigue, Diego - soltó con una carcajada - Nos hemos peleado con medio mundo, ¿cómo no iban a hacerlo?
  • No hablo de intuición, amigo - respondió el capitán, esta vez con tono grave - Sé dónde están. Es como si… pudiera verlos.
Por un instante, Will creyó ver que el color de los ojos de Diego cambiaban, tiñéndose de un azul profundo, casi eléctrico.
  • ¿Los veis? ¿Cómo es eso posible? - preguntó, conteniendo el aliento.
  • No son visiones de un lunático - rió Diego con una serenidad extraña - No los veo como te veo a ti ahora. Pero los siento, los percibo… incluso sé hacia dónde se dirigen.
  • ¿Y quién nos sigue?
Diego sostuvo su mirada, sin parpadear.
  • Sir Reginald Hargrave… y el Dragón Rojo.
  • Eso es imposible - espetó Will - Puede que ese maldito inglés sobreviviera a la batalla en las costas de África, pero tanto tú como yo vimos hundirse la Ciudad Flotante. Hong Long está muerto, Diego.
El capitán negó con la cabeza.
  • Puede que matáramos al hombre, pero no al mito. Hong Long sigue vivo. Tal vez con otro corazón latiendo bajo su pecho… pero vivo al fin y al cabo.
  • Entonces lo que dijo el Cuervo era cierto…
  • Me temo que sí, fiel amigo. Otro ha ocupado su lugar, robado su nombre y recogido el testigo de su imperio.
  • ¿Y hacia dónde se dirigen?
De la Vega alzó la mano y rozó la concha de Yemayá con la yema de los dedos.
Al hacerlo, una brisa cálida recorrió el barco, y el agua del mar pareció ondular con un ritmo distinto, como si respirara al compás del corazón del capitán. Durante un segundo, el sonido del viento se mezcló con un murmullo lejano, casi como una voz que sólo él podía oír.
  • Están cruzando el golfo de Bengala - susurró, abriendo los ojos - Rumbo fijo hacia Shanghái.
  • ¿No nos dirigimos nosotros hacia el mismo lugar?
  • Así es…
  • ¿Y cómo diablos saben…?
  • Sir Reginald… - le interrumpió Diego con la furia dibujada en su mirada - Lo que nosotros hemos tardado una eternidad en comprender, él lo ha descubierto en una sola vida. Sabe que el Sundra-Kalash se encuentra en China. Por eso se alió con Hong Long, por eso navegan hacia allí.
  • Entonces… vamos directos hacía una trampa.
  • No, amigo… - sonrió Diego, con esa calma que precede a la tormenta - Vamos directos hacia nuestro destino.
Una sombra nacida desde dentro oscureció el día para el contramaestre. El sol pareció perder su fuego, y las nubes, convocadas por un presagio invisible, velaron el cielo con un manto gris. Lo que había sido una mañana perfecta en alta mar se quebró como un espejismo, y el golpe de realidad tiñó de malos augurios el corazón de Will.

Fuera, todo seguía igual: la brisa suave, el vaivén dorado de las olas, el canto lejano de las gaviotas. Pero dentro de sí sintió el peso antiguo del que sabe que está siendo cazado.

Y esta vez, el cazador que los perseguía sin descanso no era un cazador cualquiera. No era un hábil espadachín, ni un valiente guerrero, ni siquiera un hombre peligroso por sí mismo.
Sir Reginald Hargrave no necesitaba serlo.

Todas sus carencias, todas sus debilidades, las compensaba con algo tan temible y absoluto como la libertad misma: el poder.
Lo que Diego de la Vega y sus Errantes habían tardado una eternidad en comprender, Sir Reginald lo había alcanzado en una sola vida. El oro inagotable de su familia, una fortuna levantada a base de poner grilletes y comerciar con vidas humanas. Los hilos invisibles del comercio y la corrupción, contactos tejidos con ambición y con la falta de escrúpulos del que nunca tiene bastante. Esas eran sus armas. Y las blandía con la devoción de un fanático.

El lord inglés había aprendido los secretos del mundo, quizás no todos, pero sí los suficientes.
Sabía que el Sundra-Kalash no era una leyenda. Sabía el poder que albergaba, sabia dónde buscar. Pero sobretodo, sabía que sus enemigos no resistirían la llamada de su poder divino.

Y por eso decidió esperarlos.
El plan era sencillo y al mismo tiempo diabólico. Llegar primero a China, extender su mano oscura, y cazarlos como a bestias que por si solas, se dirigen hacía su trampa.

Su ambición no conocía fronteras. Ansiaba el poder del éter para sí mismo. Deseaba dominarlo, poseerlo, hacerlo suyo hasta dejar atrás al hombre y elevarse, de nuevo, como un dios. Reinar sobre los océanos y los reinos, sobre el tiempo y la fe, como amo y señor del mundo.
Y para ello se había aliado con el único capaz de mirar al abismo sin pestañear: Hong Long, el Dragón Rojo, señor de la Ciudad Flotante. Un traidor que cambió la sal del mar por el hedor del incienso imperial. Pirata alguna vez, pero ya sin alma, sin viento, sin horizonte. Cambió el caos por la obediencia, la justicia por la imposición, la libertad por el poder.

Esos dos hombres, Lord y Dragón, unidos por la misma codicia, formaban una tormenta imposible de detener. No eran invencibles por su valor, sino por su número. Sus ejércitos eran legión: acero, fuego y fe corrompida marchando bajo un mismo estandarte.
Tan seguros estaban de su victoria que dejaron de perseguirlos. Dejaron que los piratas reunieran los cuatro elementos, los instrumentos divinos, los dones de los dioses. Y decidieron esperar, tranquilos y pacientes, en el Reino Medio, donde el mar se encuentra con el cielo y lo humano se acerca a lo divino, allí aguardaron su llegada. Esperarían a que sus enemigos llegaran para entregarles, sin saberlo, el fruto de su esfuerzo, el sudor de sus cuerpos y las lágrimas de sus batallas. Y cuando los cinco objetos mágicos se unieran, desatarían el fin del mundo conocido.

Arrebatarían la libertad a cada alma viva.
Los someterían a todos bajo un solo nombre, un solo trono, una sola corona.
La corona del hombre que quería ser Dios. Y del Dios que olvidó ser libre.

Para los que no se rendían, durante cuatro días enteros, el mar fue su único horizonte.
El Red Viper, el Español Errante y el Madra Ifrinn navegaban abrazados por una costa interminable que parecía deslizarse bajo ellos como una serpiente dormida. La brisa del norte había cambiado de aliento, volviéndose más cálida y húmeda, con un olor denso a selva y sal podrida. El cielo, pesado de nubes, parecía hundirse sobre la línea del mar, y los atardeceres ardían en tonos de cobre y sangre, como si el mundo se estuviera fundiendo bajo el fuego de algún dios cansado.

Desde la borda, podían ver la costa: montañas cubiertas de verde hasta la cima, cascadas cayendo en silencio sobre playas vírgenes, árboles que se retorcían hacia el sol como brazos buscando una bendición imposible. A veces, entre la espesura de la selva, brillaban los ojos de jaguares o el reflejo de lanzas. Las aldeas indígenas se adivinaban solo por el humo que ascendía entre la espesura, una espiral que se deshacía al tocar el cielo.

Había belleza, sí, pero también advertencia. El trópico parecía vivo, observándolos, respirando con ellos. El mar, a veces calmo como un espejo, otras furioso y oscuro, marcaba el ritmo del viaje. De día, el sol los castigaba sin piedad, arrancando sudor y piel a cada marinero. De noche, los astros eran su mapa y el viento del este su oración.

Dormían poco, comían lo justo. El cansancio se volvió un lenguaje compartido, un hilo invisible que los mantenía despiertos, mirando hacia adelante, con los ojos ardiendo por la sal. Pero ninguno se quejaba: el rumbo era claro, el destino, inevitable.

Y al cuarto atardecer, el horizonte cambió. El cielo se abrió en un resplandor pálido, y la costa, más agreste que nunca, se volvió un muro de manglares y sombras. El aire olía a fango, a maderas húmedas, a vidas que fermentaban bajo el sol. Habían llegado a Cabo Orange, el último refugio antes de adentrarse en el infierno del Atlántico sur. Un puerto sin nombre y sin ley, donde el mar se confundía con la selva y el silencio tenía el eco de mil secretos.

Los tres barcos se internaron despacio entre los canales naturales cubiertos de raíces. Las ramas se cerraban sobre ellos, dejando solo hilos de luz que caían sobre las cubiertas. Allí escondieron las naves, hundiéndolas entre la maleza como serpientes en su guarida. El aire estaba cargado de zumbidos, de risas lejanas y de algo más profundo, algo que no pertenecía del todo al mundo de los vivos.

Grace fue la primera en pisar tierra. El suelo era blando y oscuro, y cada paso parecía despertar voces en la selva. El puerto era poco más que un laberinto de chozas levantadas sobre pilotes, hechas de restos de barcos, troncos, lonas y huesos. Entre las sombras se movían hombres y mujeres de todas las razas, cubiertos de tatuajes, cicatrices y collares de dientes. Algunos llevaban máscaras talladas con formas de animales. Otros, amuletos que tintineaban con el viento.

Por los muelles improvisados, Grace vio mercaderes del pecado y del milagro: vendedores de pócimas que prometían juventud eterna, cofres llenos de ídolos robados, cráneos pintados con símbolos que parecían respirar. Un niño mestizo le ofreció un puñado de conchas negras diciendo que cada una guardaba un alma ahogada. Ella le sonrió y siguió caminando, fascinada.
Porque todo aquello, el olor a ron, a sudor, a superstición, le resultaba tan familiar como el timón de su barco. Los contrabandistas la miraban pasar con ojos de tiburón, calibrando su valor, reconociendo su linaje entre los suyos. No había nobleza en sus gestos, pero sí respeto.
La capitana caminaba con la calma de quien ha sobrevivido a la tempestad y ha bailado con la muerte. Entre brujos, ladrones y asesinos, Grace se sentía en casa.

Mientras los marineros llenaban las bodegas con víveres, ron y agua, el sol descendía lento, dorando el pantano y tiñendo el cielo de rojo. El murmullo de los manglares se mezclaba con los tambores que comenzaban a sonar tierra adentro. Y en el aire flotaba una sensación extraña, como si la selva, el mar y las sombras conspiraran en silencio, aguardando algo.

El viaje continuaría al amanecer. Pero esa noche, en Cabo Orange, el mundo parecía suspender su respiración. Porque la Alianza de las tres Banderas había llegado al límite entre la vida y la leyenda. Y más allá, solo los dioses y los fantasmas sabían lo que les esperaba.

Grace caminaba al lado de Yara, seguidas de cerca por Akuma y Shinrei.
La cubana corría como una niña desatada, riendo entre los puestos del mercado. Su curiosidad era un torrente incontenible. Se detuvo ante una vieja sin dientes que vendía cabezas reducidas colgadas con cordeles, murmurando palabras en una lengua olvidada, luego se perdió entre tenderetes donde colgaban caimanes secos como pieles de tambor, o probaba frutas que estallaban en su boca con sabores que ningún hombre civilizado habría osado probar jamás.

Grace la observaba con los ojos abiertos y una sonrisa cargada de ternura.
Por un instante, el presente se disolvió, y el recuerdo la arrastró hacia atrás, a las calles húmedas de Bristol: las noches sin luna, los callejones que olían a cerveza y sangre, los pasos rápidos tras un robo cometido por hambre y necesidad.

Las risas compartidas entre barriles vacíos, los robos apasionados, las tretas ensayadas, las borracheras que siguieron a la adolescencia, los primeros desamores que dolían más que las heridas de navaja. Las dos juntas, sobreviviendo, cayendo y levantándose una y otra vez. Hermanas no por sangre, sino por todas las veces que se habían salvado la vida. Yara había nacido en el infierno y, sin embargo, conservaba el alma intacta. Había crecido cautiva, sintió morir por dentro cuando asesinaron a sus padres, había escapado de su tierra como un ave herida, sufrido en un mundo que no entendía, había cruzado océanos, encontró el amor verdadero y lo perdió entre batallas. Había abrazado la muerte por salvar a una amiga y regresado para seguir luchando.

Y aun así, pensó Grace, sintiendo que el corazón se le encogía, pese a todo, aún reía con la misma inocencia, la misma luz que tenía la niña que conoció años atrás. Como si la vida, por mucho que la mordiera, no lograra arrancarle la esperanza.

Mientras la capitana navegaba entre esos recuerdos que erizaban la piel y humedecían los ojos, un sonido la arrancó de su ensueño. Una voz. Una tan pura, que el bullicio del mercado pareció desvanecerse, como si el mundo contuviera el aliento para escucharla.

Era un canto de mujer, dulce y profundo, como si viniera de otro tiempo, de otro lugar.
El eco de una sirena atrapada en la orilla del mundo. Grace buscó con la mirada entre la multitud, guiada por aquella melodía que parecía rozarle el alma. Y al fin la vio.

Cerca del río, una mujer de piel cobriza lavaba ropa sobre la arena, junto a un niño desnudo que jugaba a su lado. Sus movimientos eran lentos, ceremoniales, como si cada prenda fuera una plegaria. El sol caía sobre su espalda desnuda y el agua la envolvía en destellos dorados. Sus ojos, cuando alzó la cabeza y miró a Grace, tenían la calma insondable del mar antes de la tormenta. Y su canto, esa melodía imposible, parecía narrar una historia que solo los dioses recordaban. Grace se quedó inmóvil, sin saber si estaba viendo a una mujer… o a un ángel.
  • Seguid cantando, por favor… es precioso - sonrió, acercándose a ella.
Las dos gemelas la siguieron en silencio, a cierta distancia, pero vigilando todo lo que rodeaba a la capitana.

La mujer la miró fijamente y, en ese cruce de miradas, hubo más comunicación que en mil palabras. No respondió, quizá no la entendiera; volvió a su tarea y dejó que el canto siguiera derramándose sobre la orilla. Grace se acomodó en una piedra cercana, la mano apoyada en la barriga que ya no podía ocultar. Cerró los ojos y dejó que la canción la atravesara.

“Jurei mentiras e sigo sozinho. Assumo os pecados.
Os ventos do norte não movem moinhos. E o que me resta é só um gemido.
Minha vida, meus mortos, meus caminhos tortos. Meu sangue latino. Minh'alma cativa.
Rompi tratados, traí os ritos. Quebrei a lança, lancei no espaço.
Um grito, um desabafo. E o que me importa é não estar vencido.»

Las palabras se repetían como un rezo en la brisa, dulces y punzantes a la vez. Grace no conocía aquella lengua, pero entendía la melodía de la verdad que lleva la culpa y la resistencia; notó dentro de sí el latido constante de la vida que se abría paso y sonrió cuando el viento cambió de rumbo.
  • Hola, viejo amigo - murmuró sin abrir los ojos.
  • Hola, capitana - respondió Bishnu, apoyando el bastón con calma - Bonita canción…
  • ¿Qué dice? - preguntó Grace, alzando la mirada hacia él.
Bishnu dejó que las últimas notas se disolvieran en el agua antes de hablar. Sus palabras salieron medidas, templadas por los años y por la sabiduría:
  • Dice que… - empezó, traduciendo con voz suave - Juró mentiras y sigue sola. Pero que asume sus pecados. Dice que los vientos del norte no hacen girar los molinos; lo que le queda es apenas un gemido. Su vida, sus muertos, sus caminos torcidos. Su sangre latina, su alma cautiva. Rompió tratados, traicionó los ritos. Quebró su lanza y la lanzó al espacio. Un grito, un desahogo… Dice que lo único que le importa, es no estar vencida”
Hizo una pausa, clavó la vista en el río y añadió:
  • Es la canción de quien ha errado y no se avergüenza de cargar con sus faltas. Habla de culpa, sí, pero también de orgullo: el orgullo de no doblegarse. No pide perdón por lo que hizo, pide fuerza para seguir en pie. Es una oración para los que eligieron ser libres aun cuando el mundo les exige cadenas.
Grace lo escuchó, la mano sobre la curva de su vientre, sintiendo la verdad de cada frase como si fueran antiguas lecciones.
  • Entonces… es una canción perfecta para nosotros - susurró, emocionada.
Bishnu asintió, y su voz se tornó casi un consejo:
  • Para los que rompieron juramentos y, aun así, prefirieron no ponerse de rodillas nunca más. Para los que aprendieron que la redención se paga con cicatrices y que la libertad cuesta noches de soledad. Hay victorias que solo pertenecen a quienes no se dejan domesticar.
Grace miró de nuevo a la mujer que lavaba junto al río. El niño jugaba a su lado, con la certeza de que nada malo podía ocurrirle estando cerca de su madre. El canto continuó, más íntimo, meciéndose en los manglares. La capitana apretó la palma contra su barriga: el movimiento dentro de ella respondió como una pequeña promesa.
  • Aprende pequeño… - dijo, con voz suave - No temas a equivocarte, pues jamás lo harás si lo haces por amor o por libertad.
El río siguió su curso; la canción, la brisa y la risa del niño tejieron, por un instante, un refugio en medio del mercado: una tregua breve donde la culpa, la esperanza y la ternura hallaron su lugar.
  • Entonces, se acabó seguir la costa - musitó el Perro mientras paseaba por el mercado.
  • Si lo que deseáis es seguir vuestro camino sin enfrentar batallas, creo que es lo más sensato, capitán…
El Perro miró a Isabella a través del humo de su pipa. Observó algo en ella que le recordó a Caitlin ‘Ojos Verdes’, la vigía de su navío. Una mirada profunda, llena de convicción. Una fuerza que no se gritaba sino que se intuía. Sin duda, pensó, aquella era la auténtica Isabella. La dama refinada y vestida de seda, solo era un disfraz que alguien le había obligado a llevar.
  • Conocéis mucho acerca del mundo para haber vivido presa en un palacio toda vuestra vida…
  • No conozco nada, capitán - sonrió con calma - Tan solo he escuchado con atención cuando debía hacerlo…
Drake, que degustaba una fruta extraña de colores rojizos y sabor picante, caminaba distraído a su lado. Isabella siguió hablando.
  • Pero ahora, gracias a ustedes. Por fin podré ver con mis propios ojos, lo que antes solo podía permitirme soñar…
  • Me alegro por vos - respondió el Perro, soltando una voluta de humo que se mezcló con el aire espeso del mercado - Decidme entonces… ¿Qué nos espera más allá de Cabo Orange?
Isabella clavó la mirada en el horizonte, como si en su mirada aún navegara las rutas que había dibujado en su mente. Su voz era calmada, pero tenía el tono de quien conoce bien los mapas y los peligros que en ellos se ocultan.
  • Más allá de este cabo empieza un mundo salvaje - respondió - La costa de Brasil se extiende inmensa y traicionera, cubierta de selvas que parecen no tener fin y ríos que devoran barcos enteros. Si seguimos hacia el sur, lo primero que encontraremos será el delta del Amazonas, una boca infinita que traga hombres, maderas y esperanzas. Luego vienen los fuertes portugueses: Belém, São Luís do Maranhão, y más abajo Bahía, el corazón de sus dominios en el Nuevo Mundo. Allí los cañones apuntan al mar, siempre cargados, temerosos de nosotros, los piratas.
  • ¿Nosotros? - sonrió el Perro mirándola fijamente.
  • ¿Demasiado pronto, quizás? - dijo ella uniéndose a la sonrisa.
  • Nunca lo es, marinera - respondió el capitán - Si sentís que este es vuestro destino, abrazadlo como a un amante, no lo dejéis escapar… vivid y luchad por ello, hasta vuestro último aliento.
Isabella asintió con la mirada llena de determinación y el corazón hinchado por la felicidad del que, por fin, camina la senda que siempre había soñado. Caminó unos pasos entre los puestos, dejando que el olor a ron, a frutas podridas y a tabaco quemado se entremezclaran con sus palabras.
  • Después está Río de Janeiro - prosiguió - una joya y una trampa al mismo tiempo. Un puerto hermoso, rodeado de montañas verdes y vigilado por fortalezas que escupen fuego a cualquiera que ose acercarse sin permiso. Más al sur, el viento cambia y la costa se vuelve áspera: Santos, luego Laguna, y más allá los dominios fríos y duros del Plata.
Se detuvo frente a una mesa cubierta de collares hechos con dientes de tiburón y monedas oxidadas. Tomó uno entre los dedos, mirándolo sin verlo.
  • Montevideo y Buenos Aires son ciudades jóvenes, pero llenas de soldados, contrabandistas y corsarios. A veces los españoles comercian con… nosotros - dijo volviendo la vista hacía al Perro con una sonrisa de oreja a oreja - otras veces nos cazan. Todo depende de cuánta hambre tengan y cuánta pólvora les quede. No hay costa más peligrosa que la del hombre desesperado.
El Perro asintió, escuchando sin interrumpirla.
  • ¿Y después del Plata? - susurró Drake con la cara manchada y la boca escociendo.
  • Después del Plata, no hay ya civilización que valga - dijo Isabella con voz grave - Solo el fin del mundo conocido: la Patagonia, donde el viento corta la piel y el mar ruge como una bestia. Las aguas se vuelven frías, traicioneras, y los vientos del norte callan allí. Más allá espera el Estrecho de Magallanes, un laberinto de roca y hielo donde la mitad de los hombres pierden la razón y la otra mitad la vida.
Hizo una pausa, larga y espesa. Sabiendo el temor que cualquier marinero sentía al escuchar el nombre maldito de ese estrecho.
  • Pero si logramos cruzarlo, Cuervo, si llegamos al otro lado… entonces habremos dejado atrás el dominio de todos los imperios. El Pacífico nos esperará como un segundo nacimiento. Ningún rey, ningún almirante, ningún dios del viejo mundo podrá seguirnos hasta allí.
Drake soltó una carcajada ronca.
  • ¿Cuántos insensatos habrán dicho eso antes de hundirse?
Isabella sonrió, ayudando a encender la pipa del Perro.
  • Todos - dijo - Y aun así, alguien siempre vuelve a intentarlo. Porque más allá del miedo, lo que el mar guarda no son tumbas… sino promesas.
Seamus O’Driscoll asintió, mirándola con respeto, y por un momento entendió por qué Drake confiaba en ella. Aquella mujer no hablaba del mar como una ruta: hablaba de él como un destino. Pero nadie sabía, mejor que él, que el destino, aveces, es cruel y despiadado.

Aunque ya hacía tiempo que los marineros navegaban por mar abierto sin seguir la costa, no siempre había sido así. Durante siglos, los hombres de mar se habían aferrado a tierra firme como un niño a los brazos de su madre. Navegar siguiendo la línea costera no era solo costumbre: era supervivencia. La costa ofrecía puntos de referencia, abrigo ante la tormenta, agua dulce, leña, comida, y la sensación, aunque falsa, de tener siempre una salida. Quien se adentraba más allá del horizonte era un loco, un suicida o un visionario.

Pero el mundo cambió. La brújula, traída del lejano oriente, dio al marinero un norte incluso cuando el sol o las estrellas se ocultaban. Los astrolabios, los sextantes y los nuevos mapas trazados por manos temerarias convirtieron el océano en algo apenas domado. Los vientos alisios y las corrientes fueron comprendidos como arterias del mundo, caminos invisibles que unían continentes. Con esas nuevas herramientas, el hombre se atrevió a cortar el cordón que lo unía a la tierra y lanzarse al vacío azul, trazando rutas imposibles, soñando con mundos aún sin nombre.

Aun así, el mar abierto seguía siendo un monstruo insondable. No había costas que guiaran, ni señales de humo, ni montañas que marcaran el rumbo. Solo agua hasta donde alcanzaba la vista. Un cielo caprichoso que en minutos podía pasar de la calma al caos. Corrientes traicioneras, tormentas furiosas y silencios mortales que podían dejar un barco varado durante semanas sin un soplo de viento. Y lo peor no era la muerte, sino la incertidumbre. En mar abierto, los hombres perdían la noción del tiempo, de la distancia y a veces de sí mismos. Se decía que el océano tenía voz propia, que susurraba en las noches sin luna, tentando a los débiles a saltar por la borda o a los valientes a seguir más lejos de lo que la cordura permite.

Navegar mar adentro era, en el fondo, un acto de fe.
Una promesa a lo desconocido.
Porque el que se atreviera a cruzar el horizonte ya no volvería siendo el mismo, si es que regresaba.

Era una ruta peligrosa, sí, por supuesto… pero necesaria.
Seguir la costa significaba navegar bajo las sombras de los imperios. En tierra firme acechaban los cañones de los portugueses, los puertos vigilados de los españoles, los edictos del Papa que dividían y se repartían el mundo como si fuese un pastel. Cada bahía estaba custodiada, cada fondeadero reclamado por un rey lejano que jamás había sentido el olor de la sal ni el rugir de una tormenta. Para los hombres libres, para los que no se inclinaban ante bandera alguna, el mar abierto era el único refugio.

Así que, una vez más, osaron tentar a la muerte.
Mejor el rugido del océano que el juicio de un tribunal. Mejor las tormentas y los monstruos marinos que la horca o el presidio. Si el precio de la libertad era enfrentarse a los caprichos del abismo, lo pagarían gustosos. Así que solo quedaba una salida, adentrarse hacia el azul inmenso, donde las corrientes se enredan como serpientes y el cielo parece inclinarse hasta rozar la línea del agua.

Los viejos marineros hablaban de leyendas: sirenas que atraían a los incautos con su canto, monstruos que devoraban navíos enteros, remolinos que llevaban al centro mismo del mundo. Algunos juraban haber visto luces bajo el mar, ciudades hundidas que brillaban como brasas en la oscuridad. Pero ellos, Víboras, Cachorros y Errantes; ya habían aprendido que las peores bestias no eran las del fondo del océano, sino las que caminaban erguidas sobre la tierra.

Aquel viaje era largo y terrible, una senda de agua que conducía hacia el fin del mundo conocido. Y al final de ese camino aguardaba un nombre grabado en la historia con sangre y tempestad: Magallanes. El portugués que se atrevió a hacer lo que nadie soñó posible.

En 1520, con cinco naves y un puñado de hombres, buscó un paso al sur del continente americano, convencido de que el mundo podía rodearse. Su viaje fue una odisea de hambre, motines y muerte. Tres barcos se perdieron, uno desertó. Pero Magallanes continuó, atravesando aquel estrecho que más tarde llevaría su nombre: un laberinto de islas, vientos y aguas traicioneras donde el Atlántico y el Pacífico se daban la mano en una danza violenta.

Él no vio el final de su empresa, cayó en las Filipinas bajo lanzas nativas. Pero su viaje demostró lo impensable: la Tierra era redonda, y los océanos, un solo cuerpo. Desde entonces, cruzar el Estrecho de Magallanes se convirtió en un rito para los audaces y un infierno para los cobardes.

Era el límite del mundo civilizado, el umbral entre lo conocido y lo eterno.
Y hacia allí, guiados por la voz de la libertad y la promesa del destino, se dirigían los valientes.

El alba sucedió a la noche. La tempestad los llamó con la primera luz del sol. Y todos acudieron sin pensarlo. En la cubierta donde el salitre se pegaba a la piel y el amanecer mordía las velas, la alianza pirata clavó su rumbo como un cañonazo en mitad de la batalla. Solo podían seguir adelante. No era un susurro ni una promesa vana, sino un mandato tallado a dentelladas en el viento.

Cabezas erguidas, mandíbulas apretadas; ojos encendidos que reflejaban el horizonte como si fuera una hoguera por conquistar. La libertad no era ya una palabra: era el hierro de sus voluntades, la pólvora en sus pechos, el juramento que repetían con el latido de cada ola.

Cualquiera que los mirara desde fuera: un mercader con miedo, un soldado con cadenas, un muchacho con hambre, vería en ellos una verdad brutal y hermosa: personas que habían elegido su destino pese a todo, dispuestas a pagar con sudor, con sangre, con noches sin luna, con pérdidas y con lamentos.

“Venid con nosotros”, parecía gritar el viento sobre las velas, “si queréis vivir sin pedir permiso”.

Y así, bajo el estallido invisible de un alma que se niega a doblegarse, los tres navíos cortaron el agua como lanzas. El sur los llamaba; el estrecho al final del mapa murmuraba sus nombres. No prometían gloria fácil ni oro garantizado. Prometían algo peor y algo mejor al mismo tiempo: riesgo auténtico, hermanos forjados a golpe de tempestad, y el derecho innegociable a decidir hasta dónde llega cada uno. Quien sintiera esa llama en el pecho, quien no obedeciera más que a su propio pulso, tenía sitio a bordo. Porque la libertad, al fin, se defendía como se vive: con el valor de lanzarse a lo imposible.

El viento rugió entre las jarcias como un dios antiguo despertando, y el mar respondió con su aplauso furioso. La alianza pirata emprendió su rumbo hacia el sur, hacia la nada y hacia el todo, hacia el punto donde los mapas se quiebran y el abismo susurra. Allí donde los cobardes se detienen, ellos continuaban.

Porque no sabían rendirse.
Porque no podían vivir de otra manera.

Las cubiertas vibraban bajo los pies de hombres y mujeres que habían dejado atrás todo lo que el mundo decía que debían ser. Ya no había patria, ni bandera, ni amo. Solo el rugido del océano y el fuego en sus almas. Cada mirada en aquella tripulación, la de Grace, firme como un faro; la del Perro, ardiente en sus silencios; la de Diego, con su pecho lleno de estrellas; decía lo mismo: somos nuestros y de nadie más.

Los galeones del mundo civilizado podían llevar oro, títulos o cruces grabadas en sus mástiles. Ellos, en cambio, solo tenían lo esencial: coraje, cicatrices y la certeza de que no se nace libre, se decide serlo y se defiende hasta la muerte. Cada ola era un desafío, cada ráfaga de aire un himno, cada herida un voto sagrado.

El horizonte, encendido por el sol naciente, parecía partirse en dos: el mundo de los que obedecen, y el de los que se atreven a desafiarlo. Y ellos, sin dudarlo, escogieron el segundo.

Las cubiertas resonaban con risas y gritos, con canciones que hablaban de victorias, pérdidas, secretos y promesas. Había lágrimas en algunos rostros, no de miedo, sino de júbilo: la libertad ardía tan intensa que dolía en el alma. Y sin embargo, esa misma llama los hacía sentir vivos hasta los huesos.

Las velas se hincharon, negras y altivas como pechos de bestias salvajes. Los tres navíos avanzaban juntos, hendiendo la espuma con la furia de quien no teme al fin del mundo. Porque si el fin llegaba, sería a su manera: con los cañones rugiendo, los brazos alzados y la sonrisa dulce de quien muere dueño de sí mismo.


Diego De la Vega alzó la cabeza. Más allá del resplandor del mar, creyó ver la forma invisible del destino aguardándolos. No con cadenas, sino con alas. Y sonrió. La alianza pirata, sujeta solo por un sueño y una voluntad indomable, se lanzó de nuevo al abismo. El Red Viper, el Español Errante y el Madra Ifrinn desaparecían hacia el sur, donde el cielo se curva y la tierra se acaba. Y el mundo entero pareció contener la respiración.
Porque en aquel preciso instante, bajo un sol que nacía sobre un océano infinito, eran verdaderamente libres.

Y cualquiera que hubiera estado allí, aunque solo fuera por un instante, habría sentido lo mismo:
que no hay trono, ni templo, ni tesoro más grande que un corazón humano ardiendo de libertad.

El viento los abrazó, la espuma los aclamó, y el horizonte se abrió como una promesa.
El enemigo esperaba, con las fauces abiertas y los ojos hambrientos, pero ellos ya habían decidido: el mar, la vida y la libertad eran suyos.

Hasta el último aliento.
Hasta el último latido.
Hasta el fin del mundo.

Continuará…
 
Bonito capítulo de aclaraciones y declaraciones. Grace e Isabella aclarando términos, Vihaan y el Cuervo aclarando situaciones y conceptos. El amor y la libertad triunfando ante todo. El Red Viper parece el Barco del Amor más que un barco pirata. 😁😁😝
Jajajajajajaj
 

Archivos adjuntos

  • BEAF0A20-898C-47D7-AFA0-AEF25B8E262D.jpeg
Capítulo 68 - Dolor, gritos y tormenta: ¡Bienvenido al mundo, Maverick! Hijo del mar…

Tal y como había predicho la yoruba, Grace se puso de parto justo cuando entraron en los dominios de la Patagonia. Y como no podía ser de otra forma, siendo el hijo de la Víbora Roja quien llegaba al mundo; el Red Viper rugía de dolor, enfrentándose al mismísimo infierno.

El viento azotaba con fiereza, arrancando las velas como si fueran pergaminos viejos, y las olas golpeaban el casco con la fuerza de una bestia poseída, levantando columnas de espuma que se estrellaban contra la cubierta, arrasando todo a su paso.

El mar parecía un corcel desbocado, indomable y colérico, y el cielo, cubierto de nubes negras y plomizas, explotaba con truenos y relámpagos que sacudían hasta los huesos. En medio de ese caos, entre hombres que ataban cabos y brazos que se aferraban para no ser engullidos por el océano; Yara corría de un lado a otro, empujada por la urgencia y la angustia. El sudor y la lluvia se mezclaban en su rostro, su pelo pegado a la frente mientras organizaba todo lo que pudiera ser útil: mantas, agua tibia, vendas. Cada objeto tenía que estar en su sitio.
  • ¡Dime en que podemos ayudarte, Yara! - Gritó Aibori intentando hacerse escuchar por encima de la tormenta desatada.
  • ¡Tu eres madre! - respondió a gritos la cubana mientras la lluvia la empapaba por completo - ¡Ayúdame a convencer a Grace de que debe regresar a su camarote!
Y es que, la estúpida de su hermana, seguía insistiendo en permanecer bajo la tormenta. Se le había metido en la cabeza, entre ceja y ceja, que quería parir en cubierta. Su deseo era honrar a la verdadera Grace O’Malley, la leyenda pirata de la que había heredado su nombre, la mujer que había traído hijos al mundo mientras comandaba ataques y saqueaba navíos.

MacFarlante reía a carcajadas, como si bailara con la fuerza de la naturaleza, mientras aseguraba el timón y sorteaba lo que el viento arrastraba con furia.
  • ¡Maldito loco escocés! - gritó Cortés a su lado, sujetándose con fuerza a la barandilla del alcázar - ¿De que demonios te ries?
  • ¡Mira el cielo, hermano! - gritó con un rugido animal - ¡Los Dioses celebran el nacimiento de una nueva vida! ¡Un niño nacido en la furia de la tormenta, en la ira de los mares! ¡Es una bendición, la señal de que jamás podrá ser vencido!
Cortés negó con la cabeza, pero de algún modo sabía que aquel loco tenía parte de razón. El mar parecía entender la importancia del momento. Y respondió con furia. Las olas embestían, inundando la cubierta, arrastrando barriles y cuerpos, mezclando agua salada con sudor y sangre. El viento parecía querer arrancar los gritos de dolor de la garganta de la capitana, y los relámpagos iluminaban la escena como si fueran los ojos de antiguos dioses que observaban el parto desde sus tronos celestiales.

Los gritos de Grace, abierta de piernas sobre la madera del navío, competían con el estruendo de la tormenta, y Yara gritaba a su vez, vertiendo ungüentos en trapos mientras trataba de mantener la calma, su corazón martillando en el pecho, a punto de estallar. Yrsa, desatada y bruta, sostenía a Grace, arrodillada bajo su cabeza, para que no fuera arrastrada por las olas que barrían la cubierta con violencia.

Los cuervos de Drake revoloteaban nerviosos bajo la bóveda celeste iluminada por los rayos. La nórdica reía y gritaba al cielo, invocando a Odín, envuelta en la locura de la tempestad, consciente de que aquel niño no podía nacer como cualquier otro. La furia de los mares correría por sus venas, y su llegada al mundo sería más que una nueva vida. Era un desafío, un ritual de sangre y viento, una prueba de que nadie podría domesticar jamás la esencia del hijo de la Víbora Roja.

Cada ola que se estrellaba, cada relámpago que iluminaba la cubierta, parecía marcar el ritmo del nacimiento. El niño estaba llegando, y con él, la promesa de libertad, de desafío, de fuego y mareas. Nadie olvidaría aquel día: la tormenta, la sangre, los gritos, la risa enloquecida de los marineros, y sobre todo, la fuerza inquebrantable de Grace O’Malley.

El mar y la tormenta eran testigos.
El mundo temblaba y todos lo comprendieron. Lo hicieron mientras luchaban por seguir respirando entre olas y truenos. Sabían que aquel nacimiento no sería uno más. Sería recordado, cantado, temido y venerado, porque aquel niño llevaba en su sangre la vida misma del océano indómito y de la pirata que lo había engendrado.

Las mujeres rodeaban a Grace, formando un círculo de fuerza, cuidado y misterio. Algunas habían recorrido ya ese camino, el de la vida que se abre entre gritos y sudor; otras lo harían en el futuro, con miedo y esperanza mezclados; y otras jamás conocerían esa experiencia, pero la contemplaban como un acto sagrado, una danza ancestral entre lo humano y lo divino.

Era curioso, pensó Isabella mientras apretaba la mano de Grace, cómo nacer y morir compartían la misma esencia, como dos ríos que brotan de un mismo manantial pero toman rumbos distintos. Dolor y éxtasis, miedo y liberación, sangre y milagro. En ambos casos, la vida se desgarra, se grita, se maldice; y sin embargo, en el instante final, ya sea el primero o el último, la calma se cierne como un manto, y lo imposible se hace presente: la paz absoluta que solo llega tras atravesar el umbral del tormento.

Cada grito de Grace era un trueno más en la tormenta que rugía, y cada suspiro un latido que resonaba en el corazón de quienes la acompañaban. Dolor y éxtasis entrelazados, un trance donde la vida y la muerte parecían reflejarse la una en la otra. Isabella sentía la fuerza de esa verdad: que todo nacimiento es un pequeño acto de rebelión contra el mundo, y que cada muerte es un regreso al océano del que todos nacimos.

Mientras ellas compartían el dolor, los hombres luchaban contra el caos del mar. Cada ola era un enemigo, cada ráfaga de viento un reto. La tormenta no era solo un telón de fondo, era una más entre ellos, y exigía respeto, exigía valor. Y entre todos los hombres, un rostro se mostraba más preocupado que el resto. El rostro del que escucha a su mujer desgarrarse por dentro, el rostro del que va a ser padre de su hijo.
  • ¡Tranquilícese, señor! - gritó Bhagirath, tensando un cabo que se había soltado de la vela mayor - ¡La señorita O’Malley está en buenas manos!
  • ¡No me preocupa eso ahora mismo, viejo amigo! - rugió Vihaan, uniéndose a él y tirando con todas sus fuerzas - ¡Sino lo que se nos viene encima!
El hindú alzó la vista siguiendo el dedo del astrónomo y su corazón se detuvo en seco. Una ola gigante, más alta que cualquier montaña que hubieran visto jamás, bramaba con la furia de mil toneladas, lista para engullirlos como un demonio hambriento.
  • ¡Bigotes! - vociferó Drake, lanzándose junto a ellos - ¡Despertad de una vez y tirad con nosotros! ¡Si no atamos este cabo ahora mismo!, ¡moriremos de la forma más horrible!
Los ojos de Vihaan se encontraron con los de Drake. El astrónomo temblaba por fuera, y por dentro. El frío de la lluvia le cortaba la piel como agujas, la tormenta amenazaba con partir el navío en dos, y la idea de que Grace luchara por traer a su hijo al mundo, en medio de ese caos, le helaba la sangre. Temblaba, sí, pero más que por miedo, por la preocupación de que todo saliera bien y por la responsabilidad de ser padre; una responsabilidad que lo aplastaba por dentro.

Drake le sonrió, sabiendo de algún modo por lo que estaba pasando el padre primerizo; y en esa simple mirada disipó todas sus dudas. Su carcajada tronó sobre el rugido del viento y la tormenta.
  • ¡No podría el destino, haber escogido mejor momento!
  • ¡Hubiera preferido un día soleado y el mar en calma! - rió Vihaan, atando con urgencia el cabo.
  • ¡Ese niño lleva sangre pirata, amigo! - gritó Drake mientras tiraba con fuerza - ¡Se merece llegar al mundo con el estruendo de los truenos y el mar embravecido!
El nudo quedó atado, firme y fuerte.
  • ¡Ahoraaaa! - vociferó Bhagirath, levantando los brazos como un general frente al enemigo.
MacFarlane viró con violencia el timón y la ola, gigantesca y despiadada, los embistió con toda su fuerza. Por un instante, el Red Viper parecía una frágil barca de madera en medio del caos. Pero, milagrosamente, la esquivaron en el último instante, salvando sus vidas más por instinto que por suerte.

Vihaan cayó de rodillas sobre la cubierta, rodando varios metros, empapado y agotado. Bhagirath y Drake corrieron hacía él y lo levantaron con firmeza, apoyándolo sobre sus hombros, compartiendo la adrenalina y el miedo transformado en determinación y esfuerzo compartido.
  • ¡Felicidades, Vihaan! - dijo Drake, una mano firme sobre su hombro, ojos brillando como el acero bajo la lluvia - ¡Mi enhorabuena, de corazón!
  • ¡Dámelas cuando todo esto haya acabado, amigo! - respondió Vihaan, soltando una carcajada mientras sus manos se agarraban a las espaldas de sus compañeros.
El Red Viper crujió, la tormenta seguía rugiendo y las olas golpeaban, cada vez, con más violencia, pero en medio del infierno, los hombres sentían la electricidad de la vida, del peligro y de la libertad. Cada tracción del cabo arrancando la piel de las manos, cada grito y cada maldición, un acto de desafío frente al mundo, frente al océano, frente al destino. Y sobre la cubierta, Grace luchaba por traer al mundo a su hijo, acompañada por el rugido del mar que parecía cantar con ella, como un testigo más ante el nacimiento de una nueva leyenda.

Yara, las manos palpando bajo las ropas empapadas y manchadas de sangre, frunció el ceño.
Un relámpago iluminó su rostro y durante un instante, su expresión lo dijo todo.
  • ¡¿Qué sucede?! - gritó Akuma, inclinándose a su lado, el viento casi arrancándole la voz.
  • ¡Viene de nalgas! - rugió la yoruba, y su grito se confundió con el estruendo del cielo.
Grace gritó como si le desgarraran el alma. El dolor la consumía por dentro, cada espasmo era el filo de una espada cortando su vientre, cada aliento robado era una plegaria ahogada en la tormenta. Su frente perlada por el sudor y la lluvia, sus músculos tensos, las venas de los brazos marcadas como cuerdas de acero apunto de estallar. Se aferraba a las manos de sus compañeras, y ellas la sostenían con fuerza, temblando ante aquella fuerza salvaje que parecía romper las fronteras entre lo humano y lo divino.
  • ¡Sácamelo de dentro, joder! - gritó con la voz rota, los dientes apretados apunto de romperse - ¡Por tus muertos, Yara, haz que salga de una vez!
  • ¡Eso intento, idiota! - le respondió la cubana, con las manos firmes y el alma al borde del abismo - ¡Pero tu maldito niño no quiere salir, es más terco que la estúpida de su madre!
La yoruba giró el rostro hacia Akuma, preocupada, llena de ansiedad. La japonesa, al contrario, observaba la escena con una calma imposible, como si la tormenta no pudiera tocarla. Su silencio era casi ofensivo, como si estuviera vacía por dentro, como si no pudiera sentir el miedo y la urgencia que lo envolvía todo. Pero sus ojos, oscuros y fijos, lo decían todo: sabía perfectamente lo que significaba un parto de nalgas en medio de la nada. Y no iba a permitir que nadie muriera. Ni madre. Ni hijo. Nadie.
  • ¡¿Alguna idea, amiga?! - gritó Yara, con el cabello pegado al rostro y las manos hundidas en la sangre y la vida - ¡Por lo que más quieras, dime que sí!
Akuma no respondió de inmediato. El mundo rugía a su alrededor, el barco temblaba bajo el látigo del mar. En sus ojos se encendió una chispa, una idea loca, peligrosa, desesperada… pero posible. El silencio duró solo un segundo, y ese segundo pesó como una eternidad.
  • ¡¿Conservas el estramonio que usaste conmigo?! - preguntó, sin apartar la vista de Grace.
Yara la miró, confundida, incapaz de entender por qué hablaba de eso justo ahora, en medio del caos. Pero asintió, jadeante, a punto de perder la cordura. Entonces Akuma alzó la mirada y buscó a su hermana entre el círculo de mujeres. Shinrei le devolvió la mirada. No se dijeron nada. No hacía falta. Entre las dos, la decisión pasó de una mente a la otra como un relámpago.

La japonesa se incorporó, su silueta recortada contra el resplandor de un trueno, y sin pronunciar palabra, desapareció entre la lluvia y la furia del viento. El barco se estremecía como un animal herido, las olas golpeaban con una fuerza que parecía una venganza personal, como si el mar mismo quisiera probar la voluntad de las almas que desafiaban su poder. Yara volvió a mirar a Grace, que gritaba su rabia al cielo. La yoruba respiró hondo.
  • Aguanta, hijo del mar - susurró entre dientes, más para sus santos que para ella - Si el océano quiere probarte, que se prepare… porque tú rugirás más fuerte que él.
Con una velocidad imposible para otro mortal, Shinrei volvió a cubierta. Pero no lo hizo sola. A su lado, como una sombra de cuatro patas, la seguía Kage. Los pasos de la pantera, negra como la noche más oscura, eran decididos, casi ceremoniales, como si aquel gesto formara parte de un rito antiguo. Yara abrió su zurrón, y agarró la Datura con manos temblorosas; de la tela asomaban hojas secas de olor fuerte y acrílico, el amargo perfume de lo prohibido. Nadie habló. El mundo rugía fuera y dentro de la capitana, la vida y la muerte combatían por el mismo latido. Una batalla que no se detendría hasta que una de las dos ganase.
  • ¡Dádselo, rápido!- gritó Yara, apretando los labios y entregándole la droga a Yrsa - ¡Y que los santos nos protejan!
La hierba del diablo pasó de mano a mano en un silencio que pesaba como un hierro. Yrsa se la acercó a Isabella, la italiana se la entregó a Aibori, la amazona se la pasó a Shinrei. Con las manos temblando, la japonesa se la acercó a la nariz de Grace con la delicadeza de quien ofrece un último consuelo, y en cuanto inhaló el primer hálito algo en ella se rompió y se evaporó. La capitana cayó hacia atrás como si la hubieran soltado de una cuerda invisible; los bordes del mundo se deshilacharon y su mirada se abrió a paisajes que nadie más veía.

Empezó a balbucear en una lengua que no pertenecía a los que estaban allí: sonidos rotos, nombres que sonaban a agua y a ceniza. Miraba al vacío y señalaba a la nada; las palabras se le escapaban de los labios sin sentido. Gritó a fantasmas invisibles y se rió a carcajadas huecas que se mezclaban con los truenos. Sus manos se agitaban, arañaban el aire, buscaban rostros que no existían. De pronto, con la violencia de quien ve su pesadilla, intentó morder a Aibori. La amazona, atónita, retrocedió con un alarido:
  • ¡¿Estáis locas?! - gritó, sosteniendo la cara de Grace entre sus manos, intentando frenarla - ¡¿Por qué le habéis dado esas hierbas?! ¡¿Es que acaso habéis perdido la cabeza?!
Yara se acercó y selló un beso en los labios de la capitana, una promesa que no necesitaba palabras, un ancla para atarla al mundo. Y con la voz partida dijo algo que fue más una orden que una súplica:
  • Cálmate, Red… Respira… Estamos aquí, contigo…
Akuma se arremangó las ropas negras. Silenciosa y fría como la noche, tomó las riendas de aquel parto que ya era un campo de batalla. Su rostro no mostró piedad, solo una concentración afilada. No había tiempo para dudas: la droga había abierto una puerta por la que la capitana se había dejado caer, y ahora hacía falta quien supiera guiarla de vuelta. Nadie más, ni médico de puerto ni sermón alguno, podía salvarlas. La responsabilidad era de ella y de las mujeres reunidas bajo el cielo furioso.

Lo que pensó fue terrible en su sencillez: una solución arriesgada, suicida, un gesto que rozaba la locura y que, si fallaba, dejaría cadáveres. Pero no vaciló. Se plantó junto a Grace, hundiendo las manos en el caos del dolor, percibiendo con una frialdad quirúrgica los pliegues del sufrimiento. No hubo instrucciones, ni luz de farol que marcara el camino: hubo solo decisión.
  • ¡Sujetadla! - ordenó con voz firme - ¡Que nadie la deje escapar!
Nadie entendió, al principio, qué pasaba por la mente de la japonesa.
Mientras la tormenta desgarraba el cielo y el dolor de Grace llenaba la cubierta, el fantasma permanecía en silencio, los ojos fijos en la capitana que se debatía entre la vida y el infierno. Sabía que esa mujer era fuerte y terca, que lucharía hasta el fin de sus fuerzas. Pero también sabía que aquella vez no era suficiente. Debía encontrar las fuerzas en el más allá. Despertar lo que se escondía en lo más profundo de su alma, más allá de lo humano, de lo racional. Debía buscar las fuerzas en el animal que todos llevamos dentro, en lo primitivo y ancestral.

Y entonces, entre relámpagos, Akuma recordó.
No una enseñanza de médico ni un ritual de monje, sino algo más antiguo, más oscuro.

En su infancia, había una mujer, una anciana ciega que vivía junto al santuario de Izumo. Aquella bruja le habló de los partos de sangre, aquellos en los que la muerte se sienta a la cabecera del cama y aguarda paciente. Le contó que, en ciertos nacimientos malditos, los antiguos Yamabushi llamaban al Shishi no Onna, el espíritu de la pantera, guardiana del umbral, para engañar a la muerte. Decían que cuando la bestia olía la sangre y el miedo, la muerte retrocedía, temerosa de enfrentarse a su reflejo más feroz.

“El espíritu no sabe distinguir entre el alma y la carne - le había enseñado la vieja - Si la bestia mira el vientre, la muerte mira a la bestia. Y mientras tanto, la vida encuentra un resquicio para escapar.”

Akuma había olvidado aquella historia, desvanecida de su memoria durante años, hasta ese justo momento. Ahora veía a Grace medio perdida en el trance, los labios moviéndose como si hablara con los muertos, el cuerpo agotado y frío. Vio a Yara desesperada, a Shinrei observándola con un silencio que era casi reverencia. Y supo lo que debía hacer.

No era ciencia. Sino instinto.
No era seguro. Solo fe.

Era la certeza brutal de que, si no engañaban a la muerte, la muerte se llevaría a ambos.
Grace podía hacer frente a cualquier reto que el destino le plantease, una y otra vez, sin duda. Pero, esta vez, no viviría para contarlo.
Akuma giró su mirada hacia Kage, que permanecía a su lado. El pelo erizado, tensado hasta más no poder. La pantera rugía levemente encerrada bajo la lluvia, inquieta por el olor del dolor y la sangre. Sus ojos amarillos brillaban como brasas encendidas en los abismos infernales. Akuma dio un paso adelante, sin miedo, con la serenidad de quien ha hecho un pacto con el diablo.
  • ¿Lista, Kage? - susurró, y la voz se perdió entre los truenos - Hoy, tú y yo no arrebataremos ninguna alma sino que cuidaremos de ella… por primera vez en nuestras vidas.
Y fue así como la idea cobró forma: mitad locura, mitad rezo.
No había bisturíes que valieran, ni médicos en la mitad del océano. Solo una mujer decidida, una bestia hambrienta, y la tormenta que rugía como testigo.

Aunque no lo entendían, todas obedecieron. Yara la sujetó con firmeza, Aibori contuvo la rabia y la confusión de la capitana, mientras las demás se movían con la sincronía de un mismo ser. La japonesa, con movimientos precisos como filos de sombra, acarició el lomo erizado y empapado de la pantera. El animal bufó, olfateando el aire saturado de sangre y sudor. Su respiración era un rugido contenido, un latido oscuro que llenó la cubierta con un temblor primario. Las manos de Akuma la acompañaron hacía las piernas abiertas de Grace, que, sumergida en la niebla del estramonio, se debatía entre sombras, golpeaba el aire, gritaba a los espectros que solo ella veía. Su rostro era una máscara de furia y espanto, el de una diosa atrapada en su propia creación.

Akuma no titubeó. Sabía que no había marcha atrás.
Se inclinó hacia la oreja de la bestia, tan cerca que su voz se confundió con el latido de su corazón.
  • Calma, Kage… calma, muchacha… - susurró con un tono bajo, denso, como si pronunciara un rezo ancestral.
Los ojos amarillos del animal, encendidos por el instinto, se fijaron en la mujer que gritaba. Las fauces se abrieron mostrando los colmillos resplandecientes, rozando la piel, oliendo la sangre, midiendo el peligro. Akuma alzó la mano, preparada para contenerla, por si en cualquier instante el salvajismo vencía a la obediencia. Luego, en silencio, miró a su hermana.

Shinrei se inclinó despacio, su cabello negro empapado pegándose al rostro, y se acercó al oído de Grace.
Su voz fue un hilo gélido que parecía salir del mismo abismo:
  • Capitana… - susurró - Capitana, despertad… rápido.
Grace se estremeció. Por un momento, los gritos cesaron. Las pesadillas desaparecieron. Su respiración se detuvo. Reconocía aquella voz entre los monstruos y la fiebre. Los ojos, perdidos y vidriosos, se clavaron en un punto invisible, más allá de la tormenta.
  • Se acerca el demonio… - continuó Shinrei, con la calma del acero - Debéis empujar, ¡Rápido! Salvad la vida de vuestro hijo…
Grace alzó la vista hacía su entrepierna y empezó a temblar. El estramonio le mostraba visiones: sombras de dientes, relámpagos que se curvaban en forma de garras, el rugido del mar convertido en un coro de almas perdidas. Y entonces los vio: los ojos de Kage. Amarillos, ardientes, enormes, acercándose peligrosamente. Por un segundo creyó que el infierno la reclamaba.
  • ¡No! - gimió, tratando de apartarse, presa del terror.
Pero Shinrei no permitió que se rindiera. Le tomó el rostro entre las manos, y con voz firme y serena, le habló como una madre, como una hermana, como un dios antiguo:
  • Empujad, capitana. ¡Empujad ahora! ¡Haced fuerza! ¡Salvad a vuestro hijo!
Grace gritó. No con voz humana, sino con un rugido animal. Empujó con todo el peso del dolor y la vida. El mar respondió. Las olas golpearon el casco con furia. Los relámpagos estallaron en una sinfonía salvaje. Yara lloraba, Aibori gritaba órdenes que nadie escuchaba. Akuma, con las manos firmes, controlaba el ansia de la bestia. Kage rugía bajo la lluvia, la pantera en tensión absoluta, su respiración acompañando los gritos de la mujer.
  • Empujad, no paréis - le decía Akuma al oído, una y otra vez - Más fuerte, capitana. La bestia se acerca… Más fuerte…
Un empujón más. Otro y otro más. Y en cada grito desgarrador, el viento rugió con ella. Y entonces, en medio del estruendo, de la sal y de la locura, algo cambió.

Un llanto, fino y cortante como una espada, rompió el ruido del mundo.
Pequeño, pero poderoso. Frágil, pero eterno.

Su grito salvaje salía de más allá de sus pulmones diminutos, parecía nacer del fondo del océano, de la furia de las mareas. Y como respuesta, su madre grito con él, al mismo tono, con la misma violencia. Yrsa empezó a llorar como jamás lo había hecho. Sus lágrimas, frías como el hielo que la vio nacer, se fundían ahora con la lluvia que bendecía aquel nacimiento. Lo que estaba presenciando era imposible, era mágico, era divino.

El niño lloró, y en ese instante, hasta el mar pareció contener la respiración.
Aibori rió entre lágrimas, alzando los brazos al cielo, recordando a quienes había dejado atrás. Shinrei cerró los ojos, murmurando una plegaria muda. Akuma sostuvo a Kage, apartando a la bestia que se resistía a no hincar el diente. En un movimiento ágil Yara se acercó y ayudó al niño a salir con sus manos ensangrentadas, lo alzó un segundo hacia el cielo gris y partido por los relámpagos, como si lo ofreciera a la tormenta misma, y luego lo colocó sobre el pecho de su madre. Isabella corrió para taparlo en una manta, protegiendo su cuerpo diminuto de la lluvia.

Grace, pálida, con el alma a medio camino entre los vivos y los muertos, alcanzó a mirarlo una sola vez. Sus labios se movieron, pero no salió sonido alguno. Sonrió débilmente, lo cubrió con sus brazos temblorosos. Y después, su cuerpo cedió. Cayó desmayada, agotada, vacía, con el corazón aún latiendo, con la tormenta rugiendo a su alrededor.

La pantera se escapó de las manos de Akuma, todas se quedaron sin aliento. Y cuando temían lo peor… La bestia nacida de la oscuridad, aquel demonio negro como el carbón, se echó junto a ella, quieta y protectora, vigilando aquel pequeño cuerpo que respiraba con fuerza.

El Red Viper crujió entre relámpagos y vientos huracanados, pero sobre su cubierta ya no había miedo. Solo vida. Y en medio de la lluvia, Yara susurró para sí, con una calma que sonó a oración:
  • Naciste en la tormenta. Y ningún viento podrá jamás doblegarte. Yemayá cuidará de ti, pues eres hijo del mar. Àwọn Mímọ́ máa bó ọ, ọmọ mi…
El mundo se fraccionó en un grito y en un silencio. Un llanto agudo, eléctrico, cortó la lluvia y el trueno. Fue un sonido tan pequeño y, sin embargo, tan absoluto, que durante un instante todo a bordo dejó de existir salvo aquel alarido. Vihaan corrió hacía ese sonido, guiado por un instinto casi animal. Akuma limpió el rostro del recién nacido con manos que no temblaban, lo sostuvo un segundo como quien contempla un talismán contra la noche y luego lo acercó al pecho de su padre. El niño, pequeño y caliente como una promesa, dejó su primer sello en el mundo: un llanto penetrante que contenía sal y viento. Era el grito de un pequeño león, libre y furioso.

Vihaan, aún perdido entre la tormenta, con la respiración rota y el cuerpo convertido en un lienzo de batallas, abrió los ojos de par en par. Por un instante, sin comprender del todo, los miró a todos y pronunció, con la voz mezclada de agotamiento y orgullo, una sola palabra que lo dijo todo:
  • ¡Maverick!
La tormenta, como si respetara aquel nombre, bajó ligeramente el tono. El Red Viper gimió, los aparejos sollozaron, y en cubierta, entre charcos salados y sangre roja, las mujeres y los hombres se agarraron los unos a los otros como marineros que acaban de salvarse al fin del mundo. Había nacido un niño con viento en la garganta y furia en la sangre. Y aunque la noche los había llevado por un umbral tenebroso, la vida había vencido una vez más. Volvió de nuevo, más tozuda y hermosa que la tempestad más oscura que pudieran imaginar.

Un trueno partió el cielo en dos, y el estruendo viajó por las velas como una voz divina.
En la cubierta del Red Viper, Vihaan se mantenía en pie, empapado, el rostro pálido, la mirada fija en su hijo que lloraba entre sus brazos. El mar rugía con él, el viento aullaba con la fuerza de mil demonios, y aun así, en medio de todo, ese sonido tan puro lo atravesó como un rayo.

Sintió que el alma se le encogía en el pecho. Se volvió hacia Bhagirath, que lo miró con los ojos muy abiertos, su rostro lleno de felicidad. Drake, empapado hasta los huesos, dejó escapar una carcajada ronca.
  • ¡Ahora sí, amigo! - rugió, golpeando el hombro de Vihaan - ¡Ya está aquí, maldito filósofo del cielo! ¡Tu hijo ha nacido!
El hindú no respondió. Por un momento, pareció que el mundo se quedaba sin sonido, como si todos los vientos, todas las olas, se detuvieran para dejar paso a aquel milagro.

Luego lo entendió.
Lo sintió dentro de su alma, una verdad que jamás podría ser destruida.
Sabía que aquella nueva vida que reposaba en sus brazos lo había cambiado todo. Lo amaría por siempre, sin concesiones, sin dudas, sin temores. Supo al instante que Maverick era poderoso, pues había nacido en medio de la tempestad. En la furia de los truenos. En el borde del fin del mundo.

Una carcajada escapó de su pecho, temblorosa primero, después incontenible. Rió con lágrimas mezcladas con la lluvia. Drake lo abrazó con rudeza, Bhagirath le dio una palmada cariñosa en la espalda, y hasta MacFarlane y Cortés, al otro lado del navío levantaron el puño al cielo gritando como un par de locos incorregibles.

El Red Viper retumbó con un rugido humano, una celebración salvaje que el mar mismo no pudo apagar. Los marineros gritaron al cielo, aullando como lobos que dan la bienvenida a un nuevo miembro a la manada. Ellas lloraban de alegría, abrazándose y riendo sin parar. Un pequeño grupo bajó a cubierta baja y dispararon los cañones al aire. Los estruendos se mezclaron con los truenos, con los llantos, con las risas.

Las velas flameaban como lenguas rotas contra el cielo ennegrecido. El agua salada se mezclaba con las lágrimas y con el ron derramado en brindis improvisados.
  • ¡Por el hijo de la capitana! - gritó Halcón desde lo alto de la cofa, alzando una botella - ¡Por el hijo del mar! ¡Que los dioses tiemblen, porque un nuevo pirata ha nacido!
Las voces estallaron en un clamor que cruzó las olas.
El eco llegó hasta el Madra Ifrinn, donde el Perro levantó la vista con una sonrisa incrédula pero sincera, y hasta el Español Errante, donde Diego soltó una carcajada ronca y se persignó al revés, como solía hacerlo.

Los cañonazos respondieron desde ambos barcos, saludando al recién nacido con fuego y acero, como solo los piratas saben celebrar la vida: desafiando a la muerte. El mar, caprichoso, se calmó un instante. Y en ese silencio breve, casi divino, los tres navíos flotaron como estrellas oscuras sobre el abismo.

Maverick había nacido. Y todos recordarían su nombre.
Un nuevo miembro se unía a los valientes, a los que no se rinden jamás.

El viento susurró entre las jarcias, acariciando las velas como si llevara una bendición antigua.
La tormenta se alejó hacia el sur, enfurecida por su derrota. Y mientras las carcajadas se mezclaban con los últimos truenos, el Red Viper siguió su rumbo, cortando el mundo con el filo de su proa, como si la libertad misma, sucia, rota, e indomable; acabara de renacer entre sus manos.

Yara sonreía, llena de felicidad, mientras observaba a Vihaan sosteniendo a Maverick entre sus brazos. Caminaba despacio por el camarote, meciéndolo con cariño y tarareando antiguas canciones de su tierra. El pequeño lloraba con fuerza, como si dentro de la estrechez del cuarto se hubiera desatado la tormenta otra vez; sus gritos llenaban el aire y, sin embargo, era una música celestial. La cubana acarició la frente de Grace, que dormía plácida sobre la cama, y la cubrió con una manta raída con la ternura de quien protege a una hermana que ha vuelto de la muerte.
  • Suerte tiene ese pequeño llorón de tener un padre con dos dedos de frente, hermana - murmuró Yara con ternura - ¿A quién se le ocurre parir en cubierta en mitad de una tempestad?
Grace no respondió; seguía agotada por el esfuerzo, sumida en un sueño profundo y curativo. Aun así, Yara no dejó de susurrar palabras de amor y gratitud, velando a quien tantas veces le había salvado la vida. Desde un rincón, Bhagirath se acercó a Vihaan con una sonrisa más amplia que su bigote. Extendió un dedo y lo puso contra la pequeña mano del bebé; Maverick cesó de llorar en cuanto la piel gruesa del hindú rozó la suya, como si ese simple gesto lo calmara. Sus ojos abiertos contemplando aquel inmenso bigote de formas tan extrañas. Con instinto puro, el niño levantó la mano y la cerró sobre el mostacho de Bhagirath y empezó a tirar con una fuerza inmensa, como si quisiera arrancárselo de la cara.

Vihaan rompió en carcajadas, y Bhagirath fingió protestar entre risas.
  • ¡Menuda fuerza tienes, pequeño pirata! - dijo el hindú, intentando deshacerse de su agarre con afecto.
  • ¡Ser hijo de su madre! - replicó Yrsa, con los brazos cruzados y llena de orgullo.
Aibori se acercó con pasos suaves, pero no se atrevía a tocarlo. En su rostro se entreabrió una grieta que no se cerraría jamás. La memoria de una maternidad perdida, un dolor que siempre volvería como una herida que no llega a sanar nunca. Vihaan la miró con el amor de un hermano y le ofreció al niño con ternura.
  • ¿Quieres cogerlo? - preguntó, todavía sonriendo.
Aibori no respondió con palabras, su voz se atragantaba en su garganta; tomó a Maverick en brazos como quien vuelve a encontrarse con algo que le perteneció una vez y lo arrimó a su pecho con la ternura que solo una madre posee. El pequeño buscó con instinto el calor de su pecho; La amazona no pudo contener una risa quebrada y feliz.
  • Creo que este pequeño torbellino tiene más hambre que sueño - dijo, con la voz de una mujer que ha sufrido la pérdida y todavía guarda la fuerza de seguir adelante.
Con brazos suaves y pasos seguros, se acercó a la cama donde Grace reposaba. Yara le desabrochó la camisa empapada con cuidado y acercó al bebé al seno de su madre. Maverick se aferró al pezón de ella como un marinero a un cabo en mitad de una tempestad; y empezó a succionar por puro instinto. Todos permanecieron en silencio, embobados ante el milagro de la vida, como si aquella imagen llena de calma y primitiva esencia, exigiera el máximo de los respetos.

Cortés se acercó, puso un brazo alrededor de Aibori y la sostuvo con ternura.
Ella apoyó la cabeza en su hombro, cerrando los ojos, envuelta de recuerdos.
  • ¿Por qué Maverick? - preguntó el español, volviendo la vista hacia Vihaan.
El astrónomo sonrió sin apartar los ojos de su hijo. Su voz fue baja, cargada de la calma de quien cuenta historias antiguas.
  • Es culpa de Diego que lleve ese nombre, pues fue él quien nos habló de esa historia - dijo sin poder parar de sonreír - En realidad no es un nombre, si no un apellido. La historia cuenta que, en tierras lejanas del norte, hubo un hombre llamado Samuel Maverick. Era un granjero que se negó a marcar su ganado con hierro, como hacían todos los demás. Los otros ganaderos decían que estaba loco… pues como diablos iba a saber distinguir cuales le pertenecían y cuales no. Pero él se negó a hacerlo, decía que ningún animal debía llevar el sello de su dueño. Que cada criatura debía ser libre, sin marca, sin cadenas…
Hubo un silencio pequeño, cálido, en el que las palabras parecieron flotar sobre el aire húmedo del camarote.
  • Con el tiempo - continuó Vihaan - a todas las reses sin marca se las empezaron a llamar mavericks. Y luego, con el tiempo… también a los hombres que no seguían órdenes, que no se doblegaban ante ningún rey ni bandera, también se les empezó a llamar así.
Cortés fingió escandalizarse.
  • ¿Le has puesto a tu hijo el nombre de una vaca? ¡Por todos los Dioses del mar, astrónomo, eso no se hace!
  • ¡No seas bruto Rodrigo! - exclamó Aibori entre risas, dandole un codazo en las costillas.
Las risas resonaron entre las paredes del camarote, incluso Yara tuvo que taparse la boca para no despertar del todo a Grace. Vihaan acarició la cabeza del pequeño, que dormía ya, rendido por su propio llanto.
  • Grace y yo queríamos que nuestro hijo naciera sin marca. Que no heredara el nombre de ningún imperio, ni las cadenas de ningún linaje. Que fuera dueño de sí mismo, del mar y del viento. Por eso elegimos ese nombre… Maverick.
Bhagirath asintió con solemnidad, su bigote empapado reluciendo a la luz del farol.
  • Libre como las estrellas del firmamento - murmuró.
  • Y testarudo como su madre - añadió Yara entre risas.
Las carcajadas estallaron de nuevo. El niño se removió, frunciendo el ceño como si respondiera a las bromas, y todos callaron para no despertarlo. Vihaan sonrió, mirando hacia la cama donde Grace dormía envuelta entre mantas, pálida pero viva.
  • Que nunca lleve cadenas ni patria - susurró - Que sea el hijo del mar y la libertad.
  • Por eso luchamos… - dijo Cortés - Para los que vengan después de nosotros, puedan vivir en un mundo mejor.
  • ¡Así es, amigo! - concluyó Vihaan asintiendo con la cabeza.
El silencio volvió, respetuoso y cálido. Afuera, la tormenta amainaba; el último trueno sonó como un latido que se extingue y, por un instante, todo el mundo pareció contener la respiración ante el pequeño cuerpo que dormía ahora en paz.

Y entonces, como si el océano quisiera sumarse al júbilo, una nueva salva llegó desde la lejanía: cañonazos, vítores y risas que rebotaron desde el Madra Ifrinn y el Español Errante. Era el saludo de dos navíos hermanos a una nueva vida nacida en el epicentro de la furia. Los ecos subieron y bajaron, mezclándose con el oleaje, y la alegría se hizo tangible, caliente, compartida.

Las risas se fundieron con el murmullo del mar; los gritos de la tormenta se volvieron cantos de bienvenida. Había nacido un niño y una promesa: alguien que no conocería hierro en la piel y al que, si el mundo lo intentaba encerrar, habría de enfrentarse antes a quiénes eran su familia.
  • Bienvenido, pequeño Maverick - susurró Yara, posando un beso en la frente del recién llegado - Bienvenido seas a esta familia de locos.
Una nueva vida había llegado a la tripulación, y con ella la certeza de que mientras existieran corazones dispuestos a desafiar el mundo, la llama no se apagaría. Lentamente, Grace despertó. Abrió los ojos y los vio a todos allí, rodeándola, con sonrisas llenas de amor, agotamiento y bondad. La capitana lo sintió entonces. Aquellos pequeños latidos que marcaban el compás de su propio corazón. Aspiró hondo, y el aire que llenó sus pulmones llevaba el olor del mar, la madera y la vida recién nacida. Aquel olor le pertenecía. Era suyo, reconocible, eterno.

Entre sus brazos, la vida se abría paso. Miró a su hijo como quien contempla un tesoro hallado tras mil viajes. El tesoro más grande que cualquier pirata hubiera encontrado jamás. Y en ese instante lo comprendió: el futuro de Maverick no se escribiría con tinta ni acero, sino con la chispa indomable de la rebeldía.

Su familia se encargaría de encender en su memoria la llama de un sentimiento imposible de extinguir: vivir siempre corriendo, avanzar junto a sus hermanos, luchar contra el viento, transportar la libertad hasta el fin del mundo. Y él, algún día, mantendría viva esa misma llama a través del tiempo. La llama de los que se niegan a obedecer, de los que eligen el riesgo antes que la rendición, de los que aman sin permiso. Porque esa era su herencia: avanzar en la larga noche, con el corazón ardiendo, por cielos, mares y montañas, al ritmo de un solo grito, el de todos los que nacen libres.

Vihaan se acercó despacio, todavía con el temblor en las manos. La fiesta afuera no se rendía, dejando que el murmullo del jolgorio acompañara los primeros balbuceos del recién nacido. Yara se apartó con cuidado para dejarle paso, mientras el resto de la tripulación permanecía quieta, sin querer quebrar la magia de aquel instante.

Grace lo vio venir y sus ojos, todavía nublados por el cansancio, se llenaron de lágrimas.
Vihaan se arrodilló junto a ella. No dijo nada al principio; sólo miró al pequeño que respiraba, tranquilo y protegido, sobre el pecho de su madre. Le tembló el labio. El aire le faltó un segundo.

Grace levantó la mano y la apoyó sobre la mejilla de él.
  • Lo conseguimos... Vi… - susurró, con la voz rota y una sonrisa débil, pero luminosa - Ya lo tenemos aquí…
Vihaan cerró los ojos y bajó la frente hasta tocar la de ella. El gesto fue leve, pero cargado con el peso de todo lo que habían atravesado: el miedo, la sangre, el rugido del cielo y la promesa de seguir. Las lágrimas de ambos se mezclaron, cayendo sobre el rostro dormido del niño. Vihaan rió entre sollozos. Grace también. Era una risa sin fuerza, temblorosa, nacida de un alivio tan profundo que dolía en el alma.

Yara, que los miraba en silencio, sonrió mordiéndose el labio para no llorar. Bhagirath se pasó una mano por el rostro, fingiendo quitarse el sudor, aunque todos sabían que no lo era. Aibori bajó la cabeza, con una lágrima amarga deslizándose por su mejilla, mientras Cortés le apretaba el hombro con dulzura y le dejaba un beso cálido en la mejilla. Incluso en la oscuridad más profunda del camarote, Akuma, siempre fría como el hielo, respiró hondo y cerró los ojos un instante, dejando que la calma la envolviera.

El viento se volvió suave. El trueno final se perdió en el horizonte.
Dentro del camarote sólo quedó el sonido del bebé, respirando despacio, y los sollozos contenidos de quienes habían sido testigos del milagro. Vihaan levantó una mano temblorosa y la posó sobre el pecho de Grace, justo donde los dos corazones latían al unísono.
  • Te quiero… - susurró - Y te querré por siempre, mi amor.
Ella sonrió, con los ojos empañados.
  • Yo también te quiero Vi… Gracias… Gracias a todos… pues hoy me siento la mujer más feliz del mundo - respondió apenas en un hilo de voz.
Afuera, el mar rompió con dulzura contra el casco del barco, como si también él quisiera mecerlos. Y en aquel rincón del mundo, por una noche, no existió el dolor ni la guerra ni el pasado. Sólo ellos, la familia, abrazados al milagro de seguir vivos.

Continuará…
 
Atrás
Top Abajo