Un viaje inesperado

Por cierto, en esté capitulo he echado de menos a Yrsa y su enamorado, aunque supongo que están con ellos.
Te comprendo… es complicado abarcarlos a todos a veces. Cuando lo hago me da la sensación de que salto demasiado entre todos los personajes y no profundizo demasiado en ninguno. Están ahí! Jeje
Ahora viene un viaje largo que creo aprovecharé para indagar más en cada uno de los personajes. Un abrazo!
 
Gente! Voy al día con los capítulos. Es decir, no tengo ninguno adelantado. Y me estoy dando cuenta que no podré seguir el ritmo que llevaba de capítulo diario. Es lo que tiene ser de clase obrera y no haber estudiado. Maldito trabajo de los cojones, jajajaja.
Quizás el fin de semana pueda darle más caña, pero entre semana va a ser imposible. Ahora estoy más o menos a la mitad del siguiente capítulo. Pero no quiero darme prisas, quiero hacerlo bien. Así que os pido paciencia.
Espero mañana tenerlo terminado, cualquier cosa os informo. Que paséis buena noche! Un abrazo.
 
Tómate el tiempo que necesites, pues el trabajazo que estás haciendo, imagino que necesitará calma, tranquilidad y estudio, asique trabaja a tu ritmo que nosotros esperamos.
Gran capitulo, mostrando las interioridades de Vihaan y Grace, sus dudas existenciales, asi como las del Cuervo. Ahora a por el Eter, ponemos rumbo al Este.
 
Capítulo 59 - Los preparativos antes de partir: La sombra del Dragón

El amanecer llegó teñido de sal y humo. La playa gris, aun cuando el sol ya se alzaba.
Las naves alineadas junto a la orilla, los mástiles erguidos como lanzas dispuestas para afrontar una nueva batalla.

Sobre la arena, los restos del combate se confundían con las improvisadas tumbas y las reparaciones apresuradas: tablones nuevos sobre cascos heridos, velas remendadas, y un rumor de martillos que se confundía con el vaivén del mar. En medio de la playa, una mesa improvisada hecha con tablas arrancadas a un casco hundido, cargada de mapas, astrolabios, cuerdas y botellas de ron, se convirtió en centro de deliberaciones.

A su alrededor, los capitanes y sus consejeros más cercanos se reunieron en torno al plano de navegación: Grace, MacFarlane y Vihaan al frente, con Bhagirath tomando notas apresuradas sobre un pergamino húmedo.

Sobre la superficie amarillenta del mapa brillaban los nombres de los mares del mundo: el Atlántico, el Cabo de Buena Esperanza, el Índico, el Mar de China Meridional. Aquel trozo de papel representaba todo lo que se interponía entre ellos y el último don de los dioses.
  • Estamos aquí… - empezó Grace, marcando con un compás el punto donde se encontraban, al sur de la isla de La Española - Así que… debemos cruzar medio mundo para llegar al este. A China. Al reino del dragón.
Drake cruzó los brazos y frunció el ceño, mirando el mapa.
  • ¿China, dices? - repitió con una media sonrisa - Al este hay medio mundo, capitana. Por qué no hablar de las Filipinas, de las Indias Orientales, de Siam… o incluso de Japón, si es que alguno de nosotros llega vivo para comprobar si existe. ¿Por qué estás tan segura de que ese tesoro que buscamos esta en China?
Grace sostuvo su mirada con calma, dejando que el fuego del amanecer se reflejara en sus pupilas. Pero Diego se adelantó, tomando la palabra.
  • Porque todos los caminos apuntan allí, Cuervo. Las antiguas rutas de los templos que guardaban los regalos de los dioses… todas terminan en el mismo punto. - Se inclinó sobre el mapa y señaló con el dedo el corazón del continente asiático - China es la cuna de las artes alquímicas, del equilibrio entre los elementos, del conocimiento que desafía a los hombres y a los reyes.
Drake soltó un bufido escéptico.
  • He oído que allí el oro se cambia por porcelana, y la seda vale más que una vida. No parece el mejor lugar para esconder un tesoro divino.
El español sonrió apenas.
  • Precisamente por eso. Nadie busca a los dioses donde todos buscan riquezas. Además, los antiguos decían que el Éter era el regalo del equilibrio, y si hay un lugar donde los hombres comprendieron el equilibrio antes que nadie, es en el Reino Medio.
  • El Reino Medio… - repitió Drake, saboreando las palabras - Me gusta cómo suena…
Bishnu se acercó unos pasos, apoyado sobre su bastón. En su otra mano una botella medio vacía de ron reflejaba los rayos tímidos de aquella mañana nublada. Su sonrisa era la de un sabio que conoce más por callar que por preguntar.
  • El Reino Medio… Zhōngguó es el nombre con el que los propios chinos se han llamado a sí mismos durante siglos, mucho antes de que los europeos usaran el término “China”. Literalmente significa “el país del centro”, y encierra una idea profunda. Los chinos creen que su civilización está situada en el centro del mundo, entre el cielo y la tierra, rodeada por pueblos “bárbaros” a los cuatro puntos cardinales.
  • ¿Nos consideran bárbaros? - preguntó Drake sin perder la sonrisa.
  • En cierto modo lo somos, joven. El Imperio Ming se ve a sí mismo como el corazón del orden natural y civilizado, un lugar donde el equilibrio, la armonía y la sabiduría ancestral mantienen el mundo en orden. Por eso la expresión “Reino Medio” tiene una carga mística, casi cósmica… un lugar que no es solo geográfico, sino simbólico, el punto donde todo comenzó y todo debe concluir.
El anciano dió un sorbo largo a la botella.
  • Tiene sentido que el Éter esté en el Reino Medio, no solo es un destino físico, sino un viaje hacia el centro del conocimiento, el equilibrio y la verdad.
Vihaan asintió, su voz cansada, pero templada por la certeza.
  • En mi infancia, en Calcuta, escuché historias de monjes taoístas que custodiaban el conocimiento de los elementos. Decían que el viento, el fuego, la tierra y el agua eran solo sombras del quinto principio: el Éter. Algunos aseguraban que ese secreto fue sellado en los templos del este, cuando los hombres olvidaron escuchar al cielo.
Diego añadió con una sonrisa tranquila, sin apartar la vista del mar.
  • He visto mapas antiguos donde los bordes del mundo apuntan al oriente. Todos terminan allí, como si el propio mar recordara de dónde viene.
Grace guardó silencio unos segundos, dejando que el murmuro del mar llenara el aire.
  • China no es solo un lugar, Cuervo. Es una frontera entre lo que los hombres conocen… y lo que temen. Si el Éter aguarda en algún rincón del mundo, será allí, donde el cielo y la tierra todavía hablan el mismo idioma.
El Perro bufó, encendiendo su pipa.
  • Y para llegar debemos cruzar los dominios de tres imperios y cuatro océanos. Si tomamos el rumbo más directo, bordeando el Cabo de Buena Esperanza y siguiendo las rutas portuguesas hacia Goa, y luego a Malaca… - hizo una pausa, soltando el humo - …nos llevará entre siete y ocho meses, si los vientos son misericordiosos.
MacFarlane, de pie junto a él, negó con la cabeza.
  • No podemos seguir ese rumbo… es una insensatez. Las rutas portuguesas y holandesas están vigiladas. Los buques de la Compañía de las Indias Orientales controlan todo el paso por el Índico. Si nos descubren, no habrá advertencia: nos hundirán sin preguntas.
Grace lo miró divertida, con una media sonrisa burlona. El escocés hinchó el pecho, haciéndose el duro.
  • Por mí no hay problema… que quede claro - dijo soltando una carcajada - que me parta un rayo ahora mismo si dudo tan solo un momento de huir ante una buena batalla.
Grace asintió, llena de orgullo por su contramaestre. Aunque sabía muy bien del peligro que hablaba. Aquellas rutas eran arterias de poder y oro. En ellas se cruzaban los galeones españoles cargados de plata americana, las flotas holandesas de especias, y los navíos de guerra ingleses ansiosos de botín. Para los que no servían a ninguna bandera, el mar era una trampa mortal.
  • ¿Y la ruta por el Pacífico? - preguntó Bhagirath, desplegando un viejo atlas - Podríamos cruzar América por tierra. Atravesar Panamá, o México, y tomar un barco hacia el oeste.
MacFarlane lo miró como si acabara de proponer la más absoluta de las locuras.
  • ¿Atravesar el continente? Es territorio español, amigo. Plagado de virreyes, inquisidores y corsarios. Si no morimos en el istmo, nos colgarán en Veracruz.
  • Y no dejaremos el Red Viper atrás… - añadió Grace - es nuestro hogar y hasta que se hunda en el fondo del mar, lo seguirá siendo.
Vihaan se inclinó sobre el mapa, trazando una línea con el dedo.
  • Podríamos bordear el sur de América, pasar por el estrecho de Magallanes. Es el camino más largo, pero casi nadie se atreve a tomarlo. No habrá patrullas.
El silencio que siguió pesó tanto como el plomo.
Ese estrecho era una tumba de barcos: frío, niebla, rocas y corrientes traicioneras.
Pero también era el único camino donde los hombres libres podían cruzar sin permiso de reyes.

MacFarlane soltó una carcajada seca.
  • ¿Es que todos los hindús estáis igual de locos? Eso no es una travesía, es una tumba. Esas aguas están malditas, llenas de naufragios y fantasmas.
Grace lo miró con calma.
  • No hay rutas seguras para los que desafían a los dioses, escocés. Ya lo sabías cuando te uniste a mí.
El marinero masculló algo entre dientes, pero no insistió. El Perro, mientras tanto, revisaba los cálculos realizados con un trozo de carbón sobre el pergamino que sostenía Bhagirath.
  • Es peligroso, pero no imposible. Si tomamos la corriente de Brasil y seguimos hasta el sur, bordeando la Patagonia, podremos entrar en el Pacífico. Luego, si el viento nos favorece, seguir la corriente ecuatorial hasta Filipinas… y de allí, a las costas chinas. - Alzó la vista, pensativo - Serán más de veinte mil millas. Un año, quizás más.
El silencio pesó sobre todos. Era el viaje más largo que ninguno de ellos hubiera emprendido jamás. Más allá de esas aguas acechaban las patrullas españolas, los corsarios franceses, los buques de guerra holandeses y los monstruos del océano de los que hablaban los marineros.

El Perro, con su inseparable mueca de sonrisa, rompió la tensión:
  • Bueno, maestro de los mares - dijo mirando a Diego - ¿no podrías abreviar el camino? Ahora que llevas la bendición del océano en tus manos…
Diego lo miró con calma, con esa serenidad insondable que parecía venir de otro tiempo.
  • No domino el mar, amigo. Solo lo comprendo.
  • ¿Y eso qué significa?
  • Que el mar no se conquista. Se escucha.
  • Vaya, eso suena muy bonito - rió el Perro - pero ojalá también nos empujara hacía nuestro destino con más rapidez. No os lo toméis como ofensa, pero un año navegando a vuestro lado… Tengo mejores cosas que hacer.
Las risas aliviaron por un momento la tensión. Pero Grace seguía observando la brújula, fascinada por su resplandor.
  • Nos está diciendo algo - murmuró.
El artefacto vibró suavemente, y la aguja giró en círculos antes de detenerse. No apuntaba al este. Apuntaba al oeste. Todos la miraron, incrédulos.
  • Entonces ese será nuestro rumbo - dijo Grace al fin - El más largo, pero el más seguro. Rodearemos el mundo.
Bhagirath suspiró.
  • Necesitaremos provisiones para un año entero. Agua, sal, harina, carne seca… Cañones en buen estado, cuerdas nuevas, y más manos que las que tenemos. El viaje será largo, capitana. Más largo de lo que ninguno de nosotros haya intentado jamás.
Bishnu levantó la vista hacia el horizonte, donde el sol naciente ardía sobre el mar.
  • Más largo, sí - dijo con voz serena - pero el viento del este ya sopla. El Éter nos llama. No hay camino imposible cuando el destino empuja desde atrás.
MacFarlane asintió, con una sonrisa cansada.
  • Será el último viaje, muchachos. El último antes del silencio.
Grace no respondió. Sabía que tenía razón.
Ninguno de ellos regresaría igual, si es que regresaban.

Al otro lado del mundo los esperaba un continente misterioso, casi mítico: la China de los emperadores y alquimistas, donde los marineros juraban haber visto montañas que flotaban sobre el mar y criaturas que custodiaban los cielos. Un lugar donde los europeos apenas se atrevían a comerciar y donde los extranjeros eran recibidos con sospecha o con pólvora.

En las tabernas de toda Europa, los marineros hablaban de aquel país como de un sueño prohibido: de sus palacios dorados, de sus monjes que controlaban el viento, de los dragones que dormían bajo las aguas del Yangtsé, y de los hombres que podían hacer hablar a los metales.

Pero para ellos, China no era un mito.
Era el último horizonte.
El fin del mundo conocido y, quizá, el principio de otro.

De aquel mundo libre y justo por el cuál luchaban sin descanso.

Y así, bajo el sol del Caribe, entre ron, mapas y sueños imposibles, los capitanes decidieron su destino y el de sus tripulaciones. No partieron aún, pero el viento ya les había susurrado el rumbo.
El último viaje esta por dar inicio. Los nervios eran plausibles en sus rostros.
  • Bueno… - exclamó el Perro, con la pipa colgando de sus labios amarillentos - Si me lo permitís, me retiro… Debo comprobar cómo avanza la reconstrucción de mi navío, avisar a mi tripulación y empezar a prepararlos para este largo y traicionero viaje que nos aguarda.
Sin esperar respuesta, dio media vuelta y comenzó a andar por la arena, cada paso un crujido contra las conchas y la tierra húmeda. Los demás lo observaron en silencio: viejo, huesudo, tambaleándose sobre su bastón, pero con una determinación que ningún huracán podría doblegar. Aquel hombre era resistente como la pólvora mojada; se aferraba a la vida como una garrapata a la piel, como si la misma muerte le rindiera respeto y temiera llevárselo.
  • O’Driscoll tiene razón. Es hora de ponerse a trabajar - dijo Vihaan con una sonrisa, recogiendo mapas y herramientas de la mesa improvisada.
  • Déjeme ayudarle, señor - se ofreció Bhagirath, con el brillo de la lealtad en los ojos.
Sin perder un instante, ambos, junto a MacFarlane, se dirigieron al Red Viper para prestar ayuda a sus compañeros, que trabajaban incansables bajo el sol. Diego, en cambio, mantenía la mirada fija en las tropas del Rey Negro y en los devotos del Predicador que habían sobrevivido. Luego, giró hacia Grace sin apartar los ojos de aquellos hombres.
  • Voy a hablar con ellos… - murmuró - Más manos a bordo nos vendrían bien, especialmente después de nuestras pérdidas.
  • ¿Hablas en serio? - preguntó Grace, frunciendo el ceño - Son el enemigo, Diego.
De la Vega dibujó una mueca ambigua, a medio camino entre la tristeza y la sonrisa. Se acercó a Grace y posó una mano firme sobre su hombro.
  • No hay enemigos, pequeña… Solo hombres que han tomado decisiones equivocadas. Todos merecemos una segunda oportunidad.
  • Algunos no… - susurró Drake, observando el cadáver de Silas Grimm, picoteado por sus cuervos y descomponiéndose bajo el implacable sol de la mañana.
  • ¿Y los que no quieran unirse? - preguntó Grace con cautela.
  • Los dejaremos en tierra habitada - contestó Diego con voz grave - Allí podrán empezar de nuevo… si tienen el valor suficiente.
Sin más palabras, se alejó, avanzando hacia los derrotados. Al verlo acercarse, la mezcla de miedo y reverencia se extendió entre ellos como una marea oscura. Aquél hombre era más que un mortal: el que había derrotado al Rey Negro, el que parecía controlar las mareas, el que imponía respeto solo con su mera presencia.

Grace guardó el Vodrial Shardeth en su zurrón, pero antes de marcharse con los suyos, dispuesta a ayudar en lo que hiciera falta, algo captó su atención. Drake permanecía de pie frente a la mesa improvisada, contemplando la madera quemada y astillada con una gravedad que parecía absorber el aire mismo. Sostenía la barbilla entre los dedos, como si intentara descifrar secretos que solo la madera podía contar. Su mirada ardía con la sombra de peligros lejanos.
  • ¿Qué sucede, capitán? - preguntó divertida - ¿Es miedo lo que veo en tus ojos, o es que ya te arrepientes de haberte unido a nosotros?
Drake dibujó una mueca de fingida ofensa y negó suavemente con la cabeza, dejando que el silencio se extendiera unos segundos, pesado como la marea antes de una tormenta.
  • El miedo es para los sensatos capitana… Y ese no es mi caso - un cuervo se posó sobro su hombro izquierdo, emitiendo un graznido alargado y penetrante - Sucede que… De todos los lugares a los que uno podría ir en este vasto mundo… hemos decidido ir a China.
  • Así es… - dijo Grace, arqueando una ceja - ¿Y cuál es el problema? Sigo sin comprender…
Drake se rascó la barba, midiendo cada palabra como si temiera que fueran demasiado ligeras.
  • El Dragón Rojo… ese es el problema.
Grace lo estudió, intentando leer la intensidad de sus ojos oscuros y vivos, y el respeto mezclado con temor que irradiaban.
  • ¿Conoces a Hong Long?
  • ¿Y quién no, capitana? - replicó Drake, dejando caer un hilo de ironía cargado de respeto - Este maldito mundo que nos ha tocado vivir está tan corrompido, que solo los más malvados y miserables son recordados.
  • No os preocupéis por él, amigo. Acabamos con ese desgraciado en las costas de África.
Drake abrió los ojos y se puso tenso de repente, pero no apartó la mirada. En sus ojos había algo más que gravedad: un asombro contenido y un hálito de advertencia.
  • ¿Os enfrentasteis al Dragón… y seguís con vida? - dijo con admiración, su voz resonando como el viento sobre la cubierta - Si es así, consideradlo un milagro. Posiblemente seáis la primera en lograrlo. Pero… lamento deciros que solo habéis cortado una cabeza de la bestia.
  • ¿A qué te refieres? - preguntó Grace, acercándose a él con el ceño fruncido y el corazón latiendo con fuerza.
Drake suspiró, dejando que las sombras del pasado se filtraran en su voz, profundas y graves como las aguas de un océano desconocido.
  • Hong Long… no es un hombre. Es una idea… una pesadilla. El Rey de los Piratas, más poderoso que cualquier otro que lleve ese título. Incluso el temido Rey Negro, le rendía pleitesía.
  • ¿Estás diciendo que hay más de uno? ¿Cuántos? - preguntó Grace, con incredulidad y un atisbo de miedo.
  • Nadie lo sabe con certeza - respondió Drake - Mientras estaba al servicio de Gregor, escuché fragmentos de conversaciones, secretos compartidos solo a través de sus Ojos. Hong Long ha reinado durante siglos. Distintas almas… todas con el mismo nombre, con la misma presencia, con el mismo propósito. Como una hidra: cortas una cabeza y otras cien permanecen. Un monstruo de mil cabezas que nunca desaparece del todo, una enfermedad que seguirá asolando este mundo hasta que este desaparezca.
En ese instante, Bishnu se acercó con el cuaderno en la mano, y Grace recordó de inmediato la caligrafía cifrada kaishu que habían encontrado en el cuaderno de Ren.
  • Incluso el Rey Negro obedecía a alguien más poderoso - continuó Drake, con voz grave y pausada, como si cada sílaba pesara toneladas - No sé mucho… solo que Gregor obedecía sin rechistar cuando los cuadernos llegaban a sus manos. Y si él temblaba, con lo poderoso que era… ¿Qué nos espera a nosotros? Ir a China… es como si una oveja entrase en la guarida de unos lobos hambrientos.
Grace apretó los dientes, la determinación brillando en sus ojos como un faro en la oscuridad.
  • Si ya cortamos una cabeza - dijo con firmeza, audaz y desafiante - podemos cortar las otras cien que queden.
Drake la estudió un instante y, por un momento efímero, una sombra de sonrisa cruzó su rostro. Una capitana con valor de sobra, incluso para enfrentarse a un Dragón Rojo de mil cabezas.
  • No creo que entendáis a qué os estáis enfrentando, capitana… - dijo Drake, la voz grave, como un viento que sopla entre mástiles astillados.
  • ¡Puede ser! - lo cortó ella antes de que pudiera continuar - No obstante lo que sí entiendo es que, por muy poderoso que sea un hombre, está hecho de carne y huesos. Y si sangra, puede morir.
Drake la miró, y en sus ojos oscuros apareció algo más que respeto: un destello de admiración y de reconocimiento.
  • ¿No le teméis a nada? - preguntó él, inclinándose ligeramente, como quien tantea las corrientes de un mar traicionero.
  • Tan solo a una cosa, amigo… - respondió Grace, con voz firme, como el timón que nunca se quiebra ante la tormenta.
  • ¿A qué? - musitó Drake, atrapado por la intensidad de las llamas en su mirada.
  • A rendirme…
El silencio se extendió como la marea al amanecer, pesado y lleno de significado. Drake dejó caer los hombros y cerró los ojos un instante. La respuesta de Grace no era desafío; era un faro que iluminaba la esencia de la verdadera valentía. No era la ausencia de miedo, sino la negación a ceder ante él. Cada palabra suya golpeaba como las olas contra un casco de madera vieja: firme, implacable, y llena de propósito.

Drake recordó todos los hombres que había visto quebrarse ante la desesperanza, ante la muerte, ante ideas que se prolongaban siglos como Hong Long… y entendió algo que nunca había sentido del todo: la fuerza no reside en derrotar enemigos, sino en sostener la propia voluntad frente al abismo. No temer al monstruo, ni a la tormenta, ni a la oscuridad… solo temer al abandono de uno mismo.

Abrió los ojos lentamente y la sonrisa que apareció esta vez no era fugaz ni ligera. Era profunda, como la mar que se extiende hasta el horizonte. Porque frente a un Dragón Rojo, frente a siglos de sombras y cabezas de hidra, mientras la voluntad permanezca firme, incluso la bestia más temible puede ser desafiada. Y en ese instante, el Cuervo supo que Grace no solo sobreviviría… sino que marcaría la historia con la fuerza de su determinación. Y él, sin duda alguna, quería formar parte de aquello.
  • Capitana… - Cortés llegó a ellos sudado, con la respiración agitada después de una larga carrera. Rompiendo la conversación.
  • ¿Qué sucede, Ronco? - preguntó ella, angustiada, temiendo lo peor.
  • Es… es… Aibori… - dijo él entrecortado.
Grace apoyó ambas manos sobre sus hombros, acercándose a él, temiendo lo peor.
  • ¿Qué ha pasado? ¿Está bien?
Cortés recuperaba el aliento, su expresión llena de urgencia y temor.
  • Está… está preparando… sus cosas… dice… - tosió por la falta de aire en sus pulmones - Dice que se marcha, que nos deja…
  • ¿Cómo que nos deja? ¿A dónde se marcha? - preguntó con urgencia la capitana.
  • Dice que… quiere volver a Shar Keleth, a su tierra…
  • ¿Dónde está?
El español señaló al Red Viper y la capitana no se lo pensó ni un segundo, salió corriendo. El español miró a Drake y a Bishnu y, con un gesto elegante, se despidió de ellos. Saliendo tras ella, intentando seguirle la carrera a través de la playa.

Mientras la capitana iba al encuentro de la amazona, Vihaan trabajaba junto a Bhagirath e Yrsa sobre la cubierta. La giganta se había empeñado en terminar el mascarón de proa antes de partir. Aunque había tareas más importantes, las desestimó con vehemencia. Trabajaba duro y rápido. Con una precisión que parecía empujada por una voluntad casi divina.

Ren, lleno de vendas y heridas aún abiertas descansaba sentado en una silla, mientras sostenía su cuaderno abierto, mostrándole el dibujo y dando indicaciones, con calma, sobre los detalles que la nórdica debía esculpir.

Yrsa seguía sus instrucciones con una concentración férrea, el martillo resonando como un corazón de hierro contra el yunque. La figura que tallaban era La Dama Serpiente: una mujer estilizada, esculpida en madera oscura. Su cuerpo arqueado hacia adelante parecía surgir del mar mismo, los brazos extendidos hacia atrás, sosteniendo una serpiente que se enroscaba a lo largo de su torso desnudo. El cabello, tallado en finas hebras onduladas, se confundía con las escamas de la serpiente, como si el viento del océano lo hiciera danzar. El rostro, sereno y mortal, tenía los ojos sin pupilas, incrustados con nácar, y una boca entreabierta de la que asomaban colmillos diminutos. Nadie sabría decir si pertenecían a la bestia o a ella. La serpiente ascendía desde los tobillos hasta el cuello, con la cabeza apuntando hacia el horizonte: una guía… y una amenaza al mismo tiempo. La madera, tratada con aceite oscuro, brillaba bajo el sol como si estuviera viva.
  • Así que nosotros ir a China… - gruñó Yrsa, amartillando con tal fuerza que las chispas saltaban en el aire.
  • Correcto, amiga - respondió Vihaan con una sonrisa, girando el formón entre los dedos con destreza.
Los golpes eran tan potentes que el astrónomo apenas podía entender de dónde sacaba tanta fuerza. Miró los brazos de la giganta: tensos, marcados, cubiertos de heridas que aún sangraban, de moretones recientes y rasguños antiguos. Pero nada en ella parecía dolerle. Era pura determinación.

Bhagirath se acercó por detrás con una ternura casi invisible, y le dejó un beso en la mejilla.
  • ¿Por qué no me dejas seguir a mí, Yrsa? - susurró con dulzura - Estás herida, deberías descansar…
  • Tú no preocupar por Vihaan y solo tener un ojo. No preocupar por dibujante y estar peor que nadie. Yo bien, yo fuerte… tú tranquilo…
  • Pero…
  • Tú tranquilo, ¿entender? - dijo secamente, casi como una amenaza.
Bhagirath resopló, resignado, y siguió sujetando la escultura mientras ella martillaba con obstinación. Vihaan los contempló con una sonrisa de oreja a oreja. Le fascinaba verlos juntos, aquella extraña pareja que formaban. Tan distintos en todo. Ella, blanca como la luz de la luna y con ojos de azul glaciar; él, oscuro como el cardamomo negro, con la mirada profunda y cálida como la noche tropical. Ella, tosca y bruta; él, ágil y refinado, un contrapeso perfecto, como dos polos que se atraen en medio del caos. Y de algún modo misterioso e irracional, encajaban a la perfección. Se complementaban de un modo casi mágico.

Un amor improbable nacido de un viaje inconcebible.
Si algo le había enseñado la vida a Vihaan desde que dejó su tierra natal atrás, era que incluso la quimera más inviable… puede llegar a ser real. Y mientras pensaba en aquella idea, vio a Grace pasar corriendo como alma que lleva al diablo.

La capitana descendió a las entrañas del Red Viper, bajando los peldaños de la escalera de madera casi de un salto. El aire del interior era denso, caliente, impregnado del olor a brea, madera vieja y sal seca. Los pasos de Cortés resonaban detrás de ella, pesados y entrecortados por la falta de aire.
  • Capitana… espere… - jadeó él, sujetándose el costado - No vaya tan deprisa…
Pero Grace no se detuvo. Sus botas golpeaban la cubierta inferior como el redoble de un tambor de guerra. El pasillo estaba en penumbra, iluminado apenas por la luz que se filtraba entre las rendijas del casco.

Llegó frente a la puerta de la cabina de Aibori y la abrió de un empujón.

La amazona estaba de espaldas, recogiendo sus cosas con movimientos precisos y silenciosos. Sobre el catre había una alforja de cuero curtido, vieja pero resistente, donde iba colocando lo poco que tenía: su cuchillo de caza con mango de hueso, una pequeña piedra de afilar, un mechón trenzado de cabello; quizá un talismán o un recuerdo. Un par de vendas, un odre de agua, y una manta doblada con meticuloso cuidado.

Grace la observó en silencio. La luz tenue dibujaba el contorno poderoso de Aibori, esa figura imponente que parecía capaz de derribar montañas, pero que ahora se movía con una lentitud triste, como si cada gesto pesara una vida entera. Entonces, Aibori se detuvo.
Sobre la cama, entre los pliegues de las sábanas viejas, descansaba una prenda diminuta: una pequeña camisa de lino, blanca, con los bordes deshilachados y una mancha de barro ya seca. La tomó con las manos temblorosas, como si sostuviera algo sagrado.

Sus dedos recorrieron el tejido con ternura. Por un instante, el ruido del barco desapareció. Ya no existían el mar, ni el viento, ni el tiempo. Solo aquella madre y el recuerdo del hijo que había perdido.

Aibori se acercó la camisa al rostro. Cerró los ojos. Aspiró con fuerza, buscando el último rastro de su aroma, el eco de una risa, el calor de un cuerpo pequeño que ya no estaba.
Y entonces se quebró.

El llanto surgió sin aviso, profundo y animal, un grito ahogado que se perdió entre los tablones del barco. Sus rodillas cedieron, y se abrazó a la camisa con desesperación, como si al hacerlo pudiera arrancar al destino su crueldad. Grace dio un paso adelante, con el corazón hecho un nudo. Nunca había visto a Aibori así. Aquella mujer, que había enfrentado tantas veces a la muerte sin pestañear, se derrumbaba ahora bajo el peso de algo más terrible que el fin: la ausencia.

Cortés, desde la puerta, bajó la mirada y no dijo palabra.
La capitana se acercó despacio, sin hablar. No había consuelo posible para una madre que olía por última vez el perfume de su difunto hijo. Solo el silencio… y la presencia.

Aibori permanecía de rodillas, abrazada a la pequeña camisa, los hombros sacudidos por un llanto que ya no podía contener. Grace la observaba desde unos pasos atrás, el alma hecha jirones. Durante unos segundos, el único sonido fue el crujir del casco y el murmullo distante del mar contra la madera. Entonces, la capitana se arrodilló a su lado.
  • Aibori… - susurró, casi temiendo romper aquel momento sagrado - No lo hagas. No te vayas.
La amazona no respondió. Solo apretó la camisa con más fuerza contra su pecho.
  • Mírame - pidió Grace con suavidad.
Aibori levantó la vista. Su rostro, endurecido por años de batalla, estaba ahora empapado en lágrimas.
  • No me queda nada, capitana… - murmuró con voz rota - Nada por lo que luchar. Todo lo que era, todo lo que amaba… se ha ido con él. Ya no siento el peso de mi espada, ni el calor del sol… Solo siento vacío.
Grace negó despacio, sin apartar la mirada.
  • Te equivocas - dijo con calma - Aún te queda algo. Nos tienes a nosotros. A esta tripulación de locos que te admira, que te quiere, que te necesita. Nosotros también somos tu familia, Aibori. No de sangre, pero sí de alma. Y las almas no se abandonan.
La amazona respiró hondo, cerrando los ojos un instante.
  • Hice un juramento cuando subí a tu barco, lo sé… - dijo entre sollozos - Juré protegerte, juré seguirte hasta el fin del mundo… Pero ya no tengo fuerzas, capitana. Ni siquiera para mantener mi palabra.
Grace la miró en silencio. Después, sin decir nada, la abrazó con fuerza.
Aibori se quedó rígida al principio, pero luego se rindió a aquel abrazo, dejando que las lágrimas corrieran libremente por su rostro, hundiéndolo en el hombro de Grace.

El silencio volvió a envolver la cabina, roto solo por la respiración entrecortada de ambas.
Grace le susurró entonces al oído, con voz suave pero firme, la voz de una amiga, de una hermana:
  • No luches por lo que perdiste, lucha por lo que aún puedes salvar. Tu hijo ya no está… pero su luz vive en ti, guerrera. Cada golpe de tu espada, cada paso que des sobre esta cubierta, será su paso también. Si te vas, su memoria morirá contigo. Si te quedas… seguirá navegando con nosotras.
Aibori tembló. Y por un instante, el aire pareció detenerse.
Grace no dijo más. Solo la sostuvo entre sus brazos, como una roca sostiene el oleaje.
Y en aquel abrazo, entre el dolor, la pérdida y el amor fraternal que solo el mar sabe forjar, algo invisible cambió en los ojos de la amazona. No era consuelo. Era propósito.
Frágil, incierto… pero vivo.

Desde el umbral de la puerta, Cortés las observaba en silencio. La escena le apretaba el pecho de un modo que no sabía explicar. Llevó una mano a su rostro, disimulando con torpeza las lágrimas que le nublaban la vista, fingiendo limpiarse el sudor. Pero no lo era.

Y mientras la capitana y la amazona se abrazaban bajo la penumbra de la lámpara, el español entendió que en aquel barco, más que tripulación, había un corazón que latía al unísono.
Herido, pero vivo.

No muy lejos de ellos, el Perro caminaba por la cubierta del Madra Ifrinn con paso firme y la cabeza erguida, el porte de quien manda sobre el caos y el salitre. Su pata de palo resonaba sobre la madera húmeda mientras sus ojos, duros y atentos, recorrían cada rincón del navío.
Sus hombres, sus cachorros, trabajaban con brío, engrasando poleas, tensando cabos, clavando tablones nuevos en las juntas del alcázar. Él se detenía aquí y allá, señalando con un gesto o una palabra seca los fallos que solo un capitán curtido podía notar.
  • ¡Eso no está recto, maldita sea! - gruñó al pasar junto a un carpintero - Si el casco gotea, dormirás abrazado a los tiburones, ¿entendido?
El marinero asintió sin levantar la vista. O’Driscoll siguió su camino, satisfecho, cuando un estruendo de pasos desacompasados lo obligó a girar la cabeza. Snatch venía corriendo desde popa, esquivando hombres, tablones, cubos y sogas, sujetándose el puente de sus gafas para que no cayeran al suelo.
  • ¡China! - gritó jadeante antes de llegar hasta él - ¿De verdad vamos a ir a China?
El Perro arqueó una ceja, su expresión una mezcla de fastidio y diversión.
  • Vaya… - masculló, cruzando los brazos - Veo que las noticias vuelan más rápido que el viento.
La Hiena frenó en seco, levantando la mirada hacia su capitán.
La diferencia entre ambos era como la del fuego y la pólvora: uno rugía, el otro temblaba, pero juntos hacían volar el mundo por los aires. El Perro se inclinó un poco hacia él, la sombra de una sonrisa torcida asomando entre su barba.
  • Así es, viejo amigo - dijo con voz grave, como si cada palabra pesara una tonelada - Vamos a China. Y si el destino existe… que nos espere preparado.
Snatch dudó unos segundos antes de hablar. Su instinto le gritaba que callara, pero la preocupación pudo más que la sensatez.
  • ¡Es una locura, capitán! - exclamó finalmente, empujando las palabras fuera de su garganta - Algunos hombres dicen que el viaje puede durar un año entero. ¡Un año, cruzando medio mundo! Tendremos que rodear América y enfrentarnos al estrecho de Magallanes… un infierno de hielo, tormentas y corrientes traicioneras donde hasta los demonios se pierden. Ningún hombre cuerdo pondría proa hacia allí. Supongo que os habréis negado a participar en semejante insensatez…
El Perro se quedó en silencio. No lo riñó, no lo insultó, ni siquiera alzó la voz por semejante atrevimiento. Tan solo lo observó unos segundos, con esa mirada suya que pesaba más que cualquier grito. Luego, con un suspiro, le puso un brazo sobre el hombro. Una media sonrisa, torcida y cansada, se dibujó bajo el humo de su pipa. Negó lentamente con la cabeza.
  • ¿Por qué? - insistió Snatch, casi en un susurro - ¿Qué se nos ha perdido en China?
El Perro giró la vista hacia el horizonte.
  • Guerra…
  • ¿Cómo dice?
Sin añadir más, Seamus lo condujo hasta la borda. Como un padre acompaña a su hijo hacía una lección de vida. Desde allí se contemplaba la playa donde, apenas unas horas antes, la muerte había reinado. El mar lamía los restos de la batalla: madera ennegrecida de los navíos hundidos, cañones destrozados, sogas deshechas. En la arena aún se distinguían las hendiduras de las balas, los surcos abiertos por los cuerpos y la sangre reseca formando un mosaico oscuro. Algunas cruces improvisadas marcaban tumbas recientes, oscilando bajo la brisa salada.

El Perro observó todo aquello con los ojos entrecerrados, la mandíbula tensa, el humo escapando entre sus dientes. Cuando habló, su voz fue baja, pero cada palabra retumbó como un cañonazo contenido:
  • Hasta que la filosofía que sostiene que hay una raza superior y otra inferior sea desacreditada y abandonada… habrá guerra. Hasta que no existan ciudadanos de primera y segunda clase en ningún rincón del mundo… habrá guerra. Hasta que el color de la piel de un hombre no tenga más importancia que el de sus ojos… - aspiró el humo y lo exhaló lentamente - habrá guerra.
Snatch lo miró en silencio, comprendiendo poco a poco el alcance de aquellas palabras.
  • Hasta que los derechos humanos básicos estén igualmente garantizados para todos, sin distinción alguna… habrá guerra - continuó el capitán - Hasta que la esclavitud, esa maldición que envilece al hombre, sea destruida… habrá guerra. Hasta que el yugo que aplasta a nuestros hermanos en Irlanda, en Gales, en Escocia, sea roto… habrá guerra.
El contramaestre bajó la mirada. Empezaba a entender. El Perro no luchaba por botín ni por gloria. Luchaba por algo que pocos hombres eran capaces siquiera de soñar: la libertad.
  • Guerra en el este, guerra en el oeste, guerra en el norte y en el sur - prosiguió Seamus - Guerra y más guerra… El sueño de una paz duradera, de una ciudadanía mundial, de una regla no escrita de moralidad compartida… Mientras todo eso permanezca como una ilusión fugaz perseguida pero nunca alcanzada… no conoceremos la paz. Lucharemos porque es necesario. Y porque sé - se volvió hacia él, con una mirada que ardía como hierro al rojo vivo - que ganaremos.
Snatch tragó saliva.
  • ¿Cómo puede estar tan seguro, capitán?
El Perro le dio unas palmadas en la espalda, con la camaradería de un padre y la fe de un profeta.
  • Porque el bien siempre acaba venciendo al mal - dijo, con una sonrisa leve - Puede tardar una vida… o cien. Pero siempre vence.
Snatch no respondió. Lo observó un instante, con la brisa agitándole los pocos cabellos de su cabeza y la mirada perdida en el horizonte, y sintió algo parecido a la esperanza. El Perro no era solo un viejo pirata testarudo. Era un hombre que había comprendido que la verdadera libertad no se conquista en los mares, sino en el espíritu Que ningún amo puede gobernar a quien no se deja dominar por el miedo. Que la libertad no se mendiga, se arranca con los dientes aunque te cueste la vida.

Era un loco, sí, pero de esa clase de locos que empujan al mundo hacia adelante cuando todos los cuerdos se quedan quietos. Para él, la libertad era una llama que se transmite de hombre en hombre, a través del tiempo, del dolor y de la sangre. Podían hundir su barco, colgarlo de un mástil o borrar su nombre de los registros del mundo, pero no podían matar la idea por la que luchaba. Y mientras hubiera un solo corazón dispuesto a resistir la tiranía, aunque fuera al borde del abismo, el Perro sabía que su causa seguiría viva.

Porque la libertad, pensó Snatch con los ojos clavados en el mar, no necesita vencedores…
Solo hombres que se nieguen a rendirse.

Seamus observó desde la borda del Madra Ifrinn a los dos colosos que descansaban en la bahía: el Español Errante y el Red Viper. Ambos hervían de actividad. Hombres subiendo víveres, calafateando costuras, tensando velas. Cada grito, cada martillazo, cada soga que se tensaba, era una nota más en la sinfonía del caos.

El viejo capitán aspiró el humo de su pipa, dejando que el viento marino le despeinara las canas. Sabía que debía unirse a ellos, a esa manada de locos, porque aquel era el único camino hacia su sueño. Hacia su ansiada libertad.
  • Míralos… - murmuró con una sonrisa apenas visible - Esa banda de locos. De inadaptados, de rebeldes, de alborotadores. Clavijas redondas empeñadas en entrar en huecos cuadrados…
El Perro apoyó los codos sobre la barandilla, su voz grave perdiéndose entre el rugido del mar.
  • Ven el mundo de forma distinta. No les gustan las reglas, y el poder les provoca más risa que miedo. Puedes odiarlos, discutir con ellos, incluso despreciarlos… pero nunca podrás ignorarlos. Porque ellos cambian las cosas.
El humo de su pipa se elevó entre los mástiles, desdibujando la línea entre el cielo y el mar.
  • Son los que hacen avanzar a la humanidad - continuó, casi en un susurro - Los que arden demasiado pronto, pero dejan una luz inapagable tras de sí. Algunos los llaman locos… yo, en cambio, los llamo genios.
Cerró los ojos un instante, dejando que el viento le golpeara el rostro curtido por mil tormentas.
  • Porque las personas que están lo suficientemente locas como para creer que pueden cambiar el mundo… - una sonrisa cansada, pero orgullosa, curvó su boca - son las que lo cambian.
El Perro alzó la vista hacia el horizonte.
El sol se reflejaba en las aguas como una promesa, dorada e inalcanzable.
Y él, entre la locura y la fe, decidió seguirla una vez más.

Continuará…
 
Capítulo 60 - Rumbo al Este: Malas noticias en bódega
  • Yrsa… - sonrió Grace al ver el nuevo mascarón de proa - Es precioso.
La nórdica, recta sobre la arena de la playa, los brazos cruzados sobre el pecho, ladeó apenas el rostro y gruñó con orgullo contenido.
  • ¿Tú gustar? - preguntó en su idioma cortado, como una ola ruda que se estrella contra la roca
  • ¿Qué, si me gusta? - Grace no esperó respuesta: se lanzó sobre ella y la abrazó con todas sus fuerzas.
Yrsa rió a carcajadas, un sonido grave y libre, y le propinó a la capitana, entre golpes toscos y afectuosos, varias palmadas en la espalda que sonaban como el tambor de un yunque.
  • Es precioso, amiga… - dijo Grace aún con la frente apoyada en el hombro de Yrsa - Incluso se parece a mí… ¿Ha sido idea tuya?
La nórdica negó con la cabeza y señaló hacia arriba, hacía la borda, donde Ren las observaba con el cuaderno bajo el brazo, la sonrisa ancha hasta rozarle las orejas.
  • Dibujante ayudar a Yrsa - musitó la gigante con su voz grave - El tener idea, yo hacer real.
Grace alzó la vista hacia Ren. El cartógrafo, aún con las heridas visibles, respondió sin pompa: inclinó la cabeza con timidez y esbozó una media reverencia. Sus ojos brillaron con vergüenza y orgullo a la vez. Luego, como si obedeciera una costumbre marinera, llevó dos dedos a la sien en un gesto improvisado que imitaba el saludo de los veteranos.

La capitana le devolvió el gesto con algo más que cortesía: colocó la mano sobre el pecho, cerca del corazón, y le dedicó una mirada cálida y sincera. No era solamente un gracias; era la aceptación sin condiciones de alguien que ya no es extraño.

Ren, sorprendido por la intensidad del afecto, sonrió aún más. No era una sonrisa de niño: era la de quien se encuentra en casa por primera vez. Grace sostuvo la mirada del dibujante unos segundos más, y en ese instante supo que no era un invitado accidental en su mesa de cartas: era un hermano más en la tripulación. No de sangre, pero sí de alma.

A su alrededor, el barco seguía vivo: el olor a alquitrán, el crujido de las cuerdas tensándose y las voces de los hombres componían la banda sonora de aquello que ahora llamaban hogar. Cuando Grace volvió a bajar la vista, lo hizo con la certeza que ya la acompañaba desde hacía tiempo: en ese barco, en esa familia de locos y valientes, había encontrado su sitio en el mundo.

Después de dos noches atrapados en aquel maldito islote, no querían perder más tiempo. Así que partieron con la primera claridad del alba.
El Madra Ifrinn, el Español Errante y el Red Viper zarparon desde el sur de La Española con el viento del nordeste inflando las velas. Las gaviotas giraban sobre los mástiles como si dudaran si despedirse o reírse de aquellos tres navíos condenados. Su ruta estaba trazada con precisión y locura: seguirían la Corriente del Caribe, bordeando la costa de Tierra Firme, dejando atrás las bocas del Orinoco y las selvas del Golfo de Darién. Navegarían pegados al continente, evitando los dominios de los galeones de guerra españoles que patrullaban desde Cartagena hasta el río de la Plata.

Atravesarían el Atlántico Sur, donde las aguas se tornan frías y el viento sopla de las tierras del hielo. Rodearían la costa del Brasil, cruzando frente al Cabo de Santa María y adentrándose después en las aguas embravecidas de la Patagonia. Allí los esperaba el Estrecho de Magallanes, el umbral entre dos mundos. Un laberinto de canales traicioneros, glaciares que resplandecen bajo un sol sin fuerza, y vientos que parecen querer arrancar la carne del rostro. Muchos habían intentado cruzarlo; la mayoría había quedado para siempre bajo aquellas aguas negras.

Si lograban salir con vida al otro lado, el océano Pacífico se abriría ante ellos como una inmensidad sin fin. Seguirían la corriente del Humboldt, rumbo norte ahora por la costa del Reino de Chile, las nieves del Perú, las tierras altas de Quito y más allá, hasta perder el horizonte.
De allí, cruzarían el océano abierto rumbo al poniente, hacia las islas Filipinas, las Molucas y finalmente el mar de la China Oriental, donde el mundo conocido termina y comienza la leyenda.

Tres navíos. Cuatro capitanes. Un solo destino.
Y tras ellos, el Atlántico cerrándose como una puerta que ya no volvería a abrirse.

La primera escala del viaje fue en la Mosquitia, una franja de tierra salvaje y húmeda en la costa oriental de lo que hoy en día se conoce como Honduras. No figuraba en los mapas con claridad, pero todos los marinos del Caribe sabían de su existencia: un rincón donde la selva se funde con el mar, y los hombres desaparecen sin dejar rastro. No era un puerto, sino un refugio. Un buen lugar para desaparecer… o para empezar de nuevo.

Desde la cubierta del Red Viper, Grace observaba la costa envuelta en bruma. Manglares infinitos se extendían como dedos oscuros, hundiéndose en aguas verdosas. El aire olía a tierra mojada y a sal, a promesas y despedidas. Bandadas de garzas blancas levantaban vuelo al paso de las olas, y más allá, entre la maleza, se distinguían los tejados de palma de los mosquitos, hombres libres que no reconocían bandera alguna.

Los botes fueron arriados al agua con lentitud. Dentro de ellos, los supervivientes del Rey Negro y del Predicador aguardaban en silencio, sosteniendo los pocos bienes que les quedaban. Muchos aún llevaban los harapos de sus antiguos uniformes, manchados de pecados y sangre seca. Sus rostros, endurecidos por la derrota, no mostraban ni odio ni gratitud. Solo cansancio.

Diego fue el último en bajar. El mar le lamía las botas cuando dio un paso adelante, apoyando una mano en la borda del bote. Los hombres lo miraban con recelo, como si esperaran una última condena.
  • No os he traído aquí para humillaros - dijo con voz firme, dejando que el viento llevara sus palabras hacia ellos - Lo he hecho porque aún creo que podéis hacer algo bueno con lo que os queda.
Los hombres lo miraban sin entender.
  • Habéis perdido una causa, sí… - continuó - pero no la vida. Eso, marineros, es un regalo que no se concede dos veces. Aprovechadlo. Haced algo digno con él. No importa dónde os lleven los caminos, pero haced que merezca la pena seguir respirando.
Un silencio pesado siguió a sus palabras. Uno de los hombres, un exdevoto del Predicador, joven y con la mirada perdida, asintió apenas, conteniendo las lágrimas. Otro, un viejo artillero del Rey Negro, se quitó el sombrero en señal de respeto. El resto simplemente miró al suelo, sin saber cómo despedirse de aquel hombre que les había dado más clemencia de la que merecían.

Diego retrocedió unos pasos, dio la orden de soltar las amarras y el bote comenzó a alejarse de la orilla. La marea los empujaba con suavidad, como si la misma mar quisiera conducirlos hasta su nueva aventura. Desde el navío, la tripulación observaba en silencio cómo los que se quedaban en tierra se perdían entre los manglares, hasta que se convirtieron en pequeñas sombras sobre el horizonte verde.

Diego se quedó un momento junto a la borda, mirando el punto donde el mar y la selva se fundían. No dijo nada. Solo respiró hondo, como si quisiera guardar en los pulmones el aire de aquel lugar salvaje. Luego se giró y regresó a su puesto, el paso firme, los ojos al frente.

Algunos de los que habían aceptado quedarse a bordo se miraron entre sí. El mar los llamaba. La promesa de algo grande, de una historia que valiera la pena contar, pesó más que el miedo. Y así, un puñado de hombres, antiguos enemigos, antiguos pecadores, decidieron quedarse con la Alianza Pirata. Porque aunque no sabían lo que les esperaba al otro lado del mundo, sabían bien lo que dejaban atrás: cadenas, reyes, y viejas culpas.

Y para muchos de ellos, eso era razón suficiente para seguir navegando.
Un viaje de redención, peligroso a más no poder, pero lleno de esperanza.

Los tres navíos volvieron a tomar el rumbo hacia el sur, siguiendo la costa salvaje de la Mosquitia. El mar estaba tranquilo, pero las corrientes jugueteaban con las proas, obligando a MacFarlane a maniobrar el timón con firmeza. Sus manos, curtidas por años de viento y tempestades, se movían con precisión, ajustando la inclinación de las velas según los caprichos de los vientos del noreste.

Grace, aprovechando la relativa calma, se acomodó en un banco cercano al puesto de mando. Bhagirath le había preparado algo sencillo pero sustancioso: pan rústico recién horneado, un poco de queso curado, frutos secos y unas tiras de carne salada que habían guardado de la última despensa. El aroma del pan caliente y el queso se mezclaba con la brisa salada, y por un momento el viaje parecía más un paseo por el puerto que una odisea.
  • Cuéntame contramaestre, ¿Cómo es tu tierra? - preguntó Grace, mordiendo un trozo de pan mientras observaba cómo MacFarlane guiaba el timón.
  • Escocia… - respondió él, con un gesto que combinaba orgullo y melancolía - Tierra de montañas, niebla y whisky fuerte. Pequeños pueblos asomados a acantilados donde el viento canta todo el día. La gente… es terca, orgullosa y un poco testaruda. Como yo.
Grace rió suavemente, fascinada.
  • Me gusta. Siempre he querido conocer Escocia. Verde, salvaje… fría, pero hermosa.
  • Lo es - dijo MacFarlane - Hay castillos antiguos, ríos que parecen dormidos, y bosques que guardan historias de fantasmas y héroes olvidados. La tierra te atrapa, capitana, incluso cuando quieres escapar.
Grace asintió, picando más pan y queso. Su curiosidad crecía.
  • ¿Y los escoceses son todos como tú? - preguntó - Orgullosos y testarudos…
MacFarlane dejó escapar un suspiro y la vista se perdió en el horizonte.
  • Hay de todo capitana, como en cualquier lado… - dijo en voz baja - Hay honor sí, pero también malnacidos… Amores también, pérdidas que te marcan, mujeres que nunca olvidas, y recuerdos que arden más que el whisky en la garganta.
  • Bess e Isobel… tus antiguas mujeres. Nunca cuentas nada acerca de ellas… - Grace lo miró con curiosidad, sentada sobre el banco mientras el viento traía el olor del mar y del pan recién horneado.
El contramaestre bajó la mirada un instante, no por pena, sino para contemplar los dos puñales que llevaba ceñidos a la cintura, cada uno con un nombre grabado como un recordatorio constante. Sus dedos rozaron el metal frío y brillante, y por un instante el timón pareció perder peso bajo sus manos.
  • Bess… - empezó con voz grave, mientras el mar golpeaba rítmicamente el casco - Bess era fuego y viento, una tormenta contenida en una mujer. Pelirroja, con ojos verdes que podían verte el alma, y una risa que te hacía olvidar la más amarga de las derrotas - Se giró un instante para observar a Grace - Me recuerda un poco a usted, ¿Sabe?… La conocí en Edimburgo, en uno de esos callejones que huelen a oportunidades y a madera mojada. No duró mucho… un accidente en la bahía de Leith nos la arrebató. Se cayó al agua durante una tempestad y nunca más supe de ella.
Tomó aire, tragando la sal del mar y los recuerdos.
  • Isobel… era diferente - continuó, con una sonrisa triste que apenas tocaba sus labios - Tranquila, sabia, capaz de leer tu pensamiento antes de que lo supieras tú mismo. Me encontró después de Bess, cuando creía que nada ni nadie volvería a importarme. Nos casamos en una pequeña capilla, y durante años fue mi refugio. Pero el destino aveces es cruel, capitana. Una enfermedad que nadie supo detener… la maldita fiebre… se la llevó.
Se detuvo, y por un instante el mundo pareció contener la respiración con él. El sol brillaba sobre el mar, pero sus ojos miraban hacia un horizonte que solo existía en su memoria.
  • Las amaba - dijo finalmente, con voz baja pero firme - Dios sabe que es así… A cada una a su manera, con todo lo que un hombre puede amar. Y todavía las amo, cada día, aunque ya no pueda verlas ni escucharlas. Son parte de mí… y siempre lo serán.
Grace guardó silencio, dejando que las palabras se asentaran en el aire salado. No había reproche, ni lástima, solo la certeza de que el corazón del contramaestre estaba lleno de historias que no se contaban fácilmente, de amores que la muerte no podía borrar. De repente sus ojos se fijaron en Akuma, aunque quizás fuera Shinrei. Trabajaba hombro con hombro con Yrsa en la forja, en silencio y concentrada. Una sonrisa picarona se dibujó en su rostro y se inclinó ligeramente hacia él.
  • Y hablando de amor… ¿Cómo van las cosas con Akuma? - preguntó con un brillo travieso en los ojos.
El escocés se tensó de inmediato. Sus dedos se aferraron un poco más al timón, la solemnidad que había esgrimido se desdibujó y el aire de nostalgia y calma que lo rodeaba se transformó en un leve rubor de incomodidad.
  • Akuma… - musitó, con la voz cargada de un hilo de torpeza - Bueno… eso es complicado…
Grace se echó a reír suavemente, divertida ante la reacción del hombre.
  • Ya veo… Complicado, ¿eh? - añadió con picardía - Creo que tendré que investigar un poco más…
  • Pregúntale a ella si tanto le interesa…
Grace rió a carcajadas, con la boca llena de comida.
  • No creo que la muerte silenciosa esté dispuesta a compartir esa información conmigo…
MacFarlane negó con la cabeza, sin mirarla, pero sus labios dibujaron una curva que no lograba ocultar una sonrisa tímida. La conversación continuó, entre risas suaves y comentarios sobre la costa que se deslizaba a su lado, pero ambos sabían que ese instante, ligero y mundano, era un pequeño respiro antes de que la inmensidad del Pacífico los reclamara.

En cubierta, Vihaan trabajaba junto a un grupo de hombres que recientemente se habían unido al Red Viper. Se movía con calma, explicando las tareas con su habitual paciencia: cómo organizar los turnos de guardia, qué trabajos debían darle prioridad, cómo distribuir el peso en las bodegas. Los recién llegados lo escuchaban con atención, intentando asimilar cada palabra. Querían demostrar su valía, ganarse el derecho a ser parte de aquella tripulación que deseaban en algún momento llegar a llamarla familia. Sabían que, aunque habían sido recibidos con los brazos abiertos, aún pesaban sobre ellos algunas miradas de desconfianza. La lealtad en el mar se ganaba con tiempo, y con sudor.

De repente, Yara apareció entre los marineros. Caminaba con paso firme, el sol caribeño arrancando destellos de su piel morena y de los anillos que colgaban de sus orejas.
  • Déjame ver esa herida - le dijo sin esperar respuesta, alzando la mano para quitarle con cuidado la venda que le cubría la cabeza.
Vihaan se quedó quieto. Su rostro mostraba serenidad, pero sus dedos temblaban ligeramente apoyados en el cabo que sostenía. Yara retiró el vendaje con delicadeza. Donde antes hubo un ojo, ahora quedaba una cuenca hundida, cerrada por una fina línea de piel nueva, enrojecida aún, pero limpia. Una cicatriz que no hablaba solo de dolor, sino también de supervivencia.
  • ¿Está todo bien? - preguntó él con una voz entre la broma y el temor - Dime que sí, amiga…
Yara sonrió de medio lado, con esa mezcla suya de ironía y ternura.
  • Bueno… quitando el hecho de que solo te queda un ojo, todo está bien - dijo, revisando la piel con los pulgares - La herida está cicatrizando. No hay hinchazón ni pus. Has tenido suerte, Vihaan. Pero no olvides limpiarla si no quieres morir por la fiebre.
Abrió su zurrón de cuero gastado y sacó un pequeño frasco de cristal lleno de una pasta espesa de color ámbar, de olor fuerte y terroso.
  • Esto es un ungüento de caléndula, miel y resina de árbol dragón - explicó mientras impregnaba un trozo de tela - Mantendrá la herida limpia y ayudará a cerrar bien la piel. No dejes que se seque del todo, ¿sí?
Vihaan asintió, observando cómo ella volvía a vendarle la cabeza con una tira nueva, blanca y limpia.
  • Gracias, Yara - dijo con sinceridad - No sé que haríamos sin ti, la verdad.
Ella asintió, sin darle más importancia, ya dándose la vuelta para seguir atendiendo a otros heridos. Pero cuando dio dos pasos, se detuvo. Giró sobre sus talones y le lanzó una mirada traviesa.
  • Por cierto… - dijo con un tono casi inocente - He estado haciendo cálculos…
  • ¿Cálculos? ¿A qué te refieres? - preguntó él, confuso.
La Yoruba hizo un gesto redondo con las manos frente a su vientre, exagerando una barriga enorme y caminando torpemente como si fuera una mujer embarazada.
  • Si no me fallan… - dijo con una sonrisa que le iluminaba la cara - Serás padre cuando lleguemos a la Patagonia.
Vihaan se quedó inmóvil. Su expresión pasó de la incredulidad a una mezcla de felicidad, vértigo y miedo. Su único ojo brilló con una emoción que no sabía cómo contener.
  • Padre… - susurró, como si la palabra pesara más que cualquier ancla del barco.
Yara se acercó de nuevo, posándole una mano en el hombro.
  • No te preocupes por nada, Avispa - dijo con suavidad - Traer vida al mundo es mucho más fácil que quitarla. Siempre lo ha sido. Y mientras esté yo, su tía… ese pequeño verá la primera luz del sol sin ningún contratiempo.
Le guiñó un ojo antes de alejarse, dejando tras de sí el eco de su risa y el aroma a hierbas curativas. Vihaan se quedó mirando el horizonte, el mar extendiéndose como un futuro incierto pero prometedor. No pensó en la guerra, ni en las heridas, ni en la muerte… sino en la vida.
  • Felicidades… - susurró uno de los nuevos miembros que había escuchado la conversación.
Vihaan lo miró unos segundos, una sonrisa de oreja a oreja dibujada en su rostro. Asintió con respeto, lleno de orgullo y de esperanza. Y sin perder más tiempo volvió al trabajo.

En la bodega del Red Viper, el aire era denso y húmedo, impregnado del olor a madera mojada, sal y hierro oxidado. A la luz temblorosa de una lámpara de aceite, Bhagirath se movía entre los barriles y sacos, anotando con su tiza blanca sobre una tabla improvisada de madera.

Su expresión era grave. La guerra naval contra los navíos de la Mano Negra había sido larga y devastadora. Las bodegas estaban bajo mínimos. El grano se había humedecido, los toneles de vino estaban a la mitad y el agua, lo más preciado de todo, ya escaseaba peligrosamente.
Abrió un barril y arrugó la nariz: la carne salada empezaba a oler a podredumbre.
  • Maldición… - murmuró en hindi - Ni las ratas se comerían esto.
En ese momento, Bum-Bum apareció entre dos bidones de la bodega con el estruendo que le daba su apodo. Venía corriendo descalzo, con Gipsy saltando sobre sus hombros y chillando.
El Tuareg levantaba algo en alto con asco: un trozo de pescado cubierto de moho verde y gusanos que se movían entre la carne podrida.
  • Tachoumet! Akh, el makla hadha miyet! - exclamó con furia, su voz profunda resonando por toda la bodega.
Gipsy imitó el gesto, gruñendo con una mueca exagerada y olfateando el pez antes de lanzarlo al suelo con un chillido de disgusto. Bhagirath suspiró, pasándose una mano por la frente sudada.
  • Lo sé, muchacho… - respondió con resignación - Estamos en un problema muy serio.
El pequeño alquimista lo miró sin decir nada más, mientras Gipsy trepaba por una soga, aún bufando indignado como si compartiera la preocupación de los hombres. Fue entonces cuando aparecieron Cortés y Aibori por la escotilla. El primero sostenía un candil, que al descender dejó ver los rostros de los dos cubiertos de sombras y cansancio.
  • ¿Podemos ayudar? - preguntó Cortés, su voz grave pero amable.
Bhagirath levantó la vista, esbozando una sonrisa agradecida.
  • Toda ayuda es bienvenida, amigo. No queda mucho que contar, pero hay que hacerlo bien. - Hizo una pausa, luego miró a Aibori - Lamento mucho lo de su hijo, princesa. No hace falta que haga nada, tómese su tiempo…
Ella bajó la mirada un instante, y su voz salió grave, firme, pero herida.
  • Gracias, Bhagirath… Pero no quiero estar quieta. Si me quedo sin hacer nada, me vuelvo loca. Así que… dime qué puedo hacer.
El cocinero asintió despacio, respetando la fuerza que había en sus palabras.
  • Bien… - dijo finalmente - Cortés, revisa los toneles del fondo, quiero saber cuántos siguen con agua potable. Aibori, tú ayúdame con los sacos. Hay que separar lo que aún puede aprovecharse de lo que ya está perdido. Y ten cuidado con los ratones… últimamente tienen mejor apetito que nosotros.
La mujer asintió, recogiendo un saco rasgado y arrastrándolo hacia la luz del candil, ayudado por Bum-Bum que la miraba en silencio con cierta lástima. Cortés se internó entre los barriles, mientras Gipsy lo seguía a saltos, curioso, olfateando como si también quisiera participar en el inventario. Bhagirath los observó unos segundos, en silencio. En aquella oscuridad cargada de sudor, hambre y pérdida, verlos trabajar juntos le dio una pizca de esperanza. Tal vez, pensó, la verdadera fuerza de esa tripulación no estaba en su bravura, sino en su capacidad de seguir adelante, incluso con el corazón roto.

Trabajaron durante horas, con el aire cargado del olor a madera húmeda, sudor y grano fermentado. El silencio solo lo rompía el chirrido de las sogas y el vaivén del navío sobre las olas.

Aibori se había volcado por completo en la tarea: abría sacos, clasificaba víveres, contaba raciocinios. No hablaba mucho, pero su mirada, antes vacía, se mantenía ocupada. Parecía que trabajar le devolvía un respiro de propósito, aunque fuera momentáneo. Bum-Bum, por su parte, trataba de ayudar… a su manera. Movía cajas de un lado a otro, pero más de una vez tropezó con una soga o dejó caer un barril, despertando la furia de Bhagirath y las risas contenidas de Cortés.
  • ¡Por todos los dioses del desierto, Bum-Bum! - gruñó el cocinero - Si dejas caer otro saco, te ato al palo mayor a secar al sol.
El tuareg respondió con una mueca y un “Afhamt, afhamt”, mientras Gipsy se reía desde una viga. Finalmente, tras revisar barril por barril y sacar lo poco que aún servía, Cortés y Bhagirath se sentaron sobre una pila de cajas vacías. Aibori descansaba cerca, en silencio, limpiándose las manos con un trapo. El cocinero consultó su pizarra improvisada, suspirando.
  • Tenemos… - empezó a enumerar - tres barriles de agua potable, dos de vino agrio, algo de arroz, harina a medio podrir y apenas carne salada para una semana, si la racionamos bien.
  • ¿Y eso cuánto nos da, siendo realistas? - preguntó Cortés.
Bhagirath lo miró, con el ceño fruncido.
  • Cinco días. Seis, si comemos como pájaros.
Cortés asintió en silencio, pensativo. La lámpara oscilaba sobre sus rostros, arrojando sombras largas sobre las paredes del casco.
  • Necesitamos un puerto - dijo finalmente - Uno grande, con mercado y dónde podamos pasar desapercibidos.
Bhagirath soltó una risa fina, sin humor.
  • ¿Y también quieres que tenga una taberna y que no nos cuelguen al poner pie en tierra?
  • Eso sería lo ideal… - respondió Cortés con media sonrisa.
Durante unos segundos, el español se quedó pensativo, mirando el mapa mentalmente en su cabeza. Luego chasqueó los dedos.
  • Puerto Bello - dijo por fin - Está en la costa norte del istmo de Panamá. Es español, sí, pero un hervidero de comercio: oro, plata, telas, especias… y más contrabandistas que soldados. Si sabemos entrar y salir rápido, podremos abastecernos sin llamar la atención.
Bhagirath lo miró con los ojos entrecerrados, pensativo.
  • Puerto Bello… - repitió, como saboreando el nombre - No suena mal. Si el hambre no nos mata antes, podremos conseguir víveres frescos.
  • Y ron - añadió Cortés, esbozando una sonrisa cansada.
  • Y ron - repitió Bhagirath, dándole un golpecito en el hombro - Eso siempre ayuda a olvidar que navegamos al fin del mundo.
Los dos asintieron, y por un momento, la desesperanza de la bodega pareció disiparse. Había un rumbo, una meta inmediata. Y en el mar, eso bastaba para seguir respirando. Bhagirath subió rápidamente a cubierta para avisar a la capitana. Tanto Grace como MacFarlane escucharon en silencio al hindi mientras les repasaba el inventario y exponía la idea del español. Bhagirath hablaba con calma, los dedos marcando cifras invisibles en el aire, la voz de quien ha aprendido a medir la vida en toneles y jornadas.
  • ¿Es factible? - preguntó la capitana al fin.
El contramaestre tragó saliva, mirando el mar como si midiera en sus olas la distancia.
  • A vista, calculo unas cuatrocientas millas náuticas - dijo - Ahora debemos navegar… a unos cinco nudos aproximadamente. Si aprovechamos las noches, con el riesgo de encallar, y los vientos y el clima nos respetan… podemos llegar en tres o cuatro días. Pasaremos Bluefields, las Islas del Maíz, las Bocas del Toro y arribaremos a Portobelo.
  • ¿Nos llegará la comida para cuatro días? - inquirió Grace, cruzando los brazos sobre el pecho.
  • Si racionamos, sí, capitana - replicó Bhagirath, haciendo cuentas rápidas en su cabeza.
Grace miró a MacFarlane, que permanecía en el timón con las manos duras y aferradas.
  • ¿Qué sabemos de ese lugar?
Él asintió y habló con la voz seca del que conoce costas y guardias:
  • Portobelo está bajo la corona española, capitana. Gobernador y soldados, sí; aduanas y patrullas también. Pero es un mercado bona fide: mercaderes de Sevilla, telas, azúcar, perlas, y contrabandistas que comercian en la sombra. Vigilado, cierto… pero no imposible. Si entramos como mercantes o simples cargadores, sin hacer ostentación, sin peleas ni banderas al viento, no deberían ponernos la soga al cuello enseguida.
Grace meditó en silencio, las velas susurrando, el olor a mar y brea colándose entre las tablas. Finalmente negó con la cabeza al recordarlo.
  • Hay un problema - dijo, mirándolos a ambos - No hay dinero. Lo poco que teníamos lo gastamos en Santo Domingo.
MacFarlane soltó una carcajada ronca, como quien echa sal a una herida con humor.
  • ¿Desde cuándo eso ha sido un problema para nosotros? - rió - Llegamos, buscamos a algún pobre diablo, le robamos y nos largamos.
Pero Cortés, con la serenidad de quien ha visto muchas prisas y pocas salidas limpias, negó con la cabeza.
  • Dada nuestra situación, es mejor no pregonar a los cuatro vientos que hemos llegado - replicó - Seguro que Sir Reginald ha puesto precio a nuestras cabezas después de la última refriega en África. Debemos ser precavidos.
Grace lo observó. Tenía la mirada afilada, la paciencia del que sabe cuándo empujar y cuándo contener.
  • Ronco tiene razón - dijo - No es buena idea saquear cada puerto como si fuéramos vikingos. Mantendremos un perfil bajo. Nada de escándalos, nada de tabernas, ni de peleas, ni ruidos nocturnos que llamen la atención.
  • ¿Entonces qué hacemos? - preguntó el contramaestre, inquieto.
  • Ya lo pensaremos cuando lleguemos - respondió Grace, con la voz que ordena y calma a la vez - De momento, centrémonos en lo esencial. Bhagirath: raciónalo todo. Agua y comida al mínimo necesario. Cortés: ayúdalo y busca a alguien de absoluta confianza para montar guardia en la bodega. Nadie entra ni sale de allí sin autorización mía.
Los dos asintieron sin titubeos. Aunque sabían que la tarea encomendada por la capitana era más complicada de lo que parecía a simple vista. El plan era sencillo dicho en voz alta: racionar y vigilar. Hasta un niño podría hacerlo. Pero la realidad era otra. Cuando el hambre aprieta hasta el hombre más sensato se vuelve una bestia irracional. Sin más palabras, volvieron al trabajo. Mientras MacFarlane maniobraba el timón con manos seguras y el barco cortaba el mar rumbo a Portobelo, la capitana se puso en marcha sin perder ni un segundo más.

Se levantó del banco y alzó la vista hacia lo alto del mástil principal. Se llevó dos dedos a la comisura de los labios y silbó con fuerza, un silbido agudo que cortó el aire como un cuchillo. Desde la cofa, Halcón asomó la cabeza, el viento agitando sus cabellos desordenados.
  • ¡Vigía! - gritó Grace, proyectando la voz con ambas manos sobre la boca - ¡Avisa al Español Errante y al Madra Ifrinn! ¡Ponemos rumbo a Portobelo! ¡Necesitamos algo con qué comerciar, lo que sea! ¡Que rebusquen en cofres y alijos ocultos, el viaje es largo y necesitamos llenar las bodegas!
  • ¡Oído, capitana! - respondió Halcón, alzando el brazo antes de girarse hacia la bandera de señales.
El día era claro, el sol apenas filtrado por velos de nubes. Entre los tres navíos se extendía una distancia prudente. Una danza de madera y velas sobre el mar azul verdoso. La comunicación, sin embargo, fluía con precisión casi militar. Halcón, Caitlin y Fred, los vigías de cada barco, eran maestros en el lenguaje de las banderas: una serie de colores, símbolos y movimientos que ondeaban con ritmo y orden. Una bandera roja alzada significaba “Mensaje importante”. Dos azules en cruz: “Cambio de rumbo”. Una blanca con borde negro: “Confirmado”.

Así, de mástil a mástil, los mensajes volaban sobre el viento, convirtiendo el horizonte en un código vibrante de colores y telas que unían a los tres buques como si compartieran una sola voz. Grace descendió a la cubierta principal con paso firme. El rumor del mar golpeando el casco acompañaba el eco de sus pensamientos. Sabía que no bastaba con el valor ni con la pólvora: para sobrevivir hacía falta pan y agua, y ya no quedaba demasiado de ninguno.

Entró en las entrañas del Red Viper, directa hacia su camarote y empezó a registrar cuanto cofre y arcón encontraba. El oro y las joyas que pudiera reunir no eran un símbolo de ambición, sino una herramienta para lo esencial: no morir de hambre. Primero revisó el alijo secreto de Gipsy, el pequeño capuchino gruñó, con aire de pillo, mientras la observaba desde una viga. Apenas unas monedas, un par de pendientes oxidados y una medalla de cobre.
  • Ni tú ni yo comeremos de esto, amigo - murmuró. Él saltó hasta posarse en su hombro mientras se acurrucaba a la capitana que con amor le acariciaba el lomo.
Luego buscó entre los cofres de Yara. Recordó que había robado parte del inmenso tesoro del Rey Negro, pero enseguida se dio cuenta que quedaban apenas fragmentos: una daga ornamentada, un collar roto, un puñado de piedras sin brillo. Por lo visto lo había perdido casi todo cuando huyeron de Tortuga. Pero Grace no se rindió.

Fue de camarote en camarote, y preguntando a todos y cada uno de los marineros. Ellos estaban dispuestos a colaborar, entregando pequeñas piezas, anillos, botones dorados, algún doblón olvidado… pero la suma seguía siendo insignificante. Cuando volvió a subir a cubierta, el peso de la realidad la oprimía como el aire antes de una tormenta. La brisa no ayudaba a aliviar la preocupación, y menos aún la respuesta de Halcón, que no tardó en llegar: los otros dos navíos estaban igual de pobres.

Grace suspiró, acercándose a la borda. Desde allí divisó al Español Errante, la fragata de Diego, que avanzaba con elegancia bajo el sol. Lo vio en el alcázar, recto, sereno, con su eterno sombrero ladeado y la chaqueta desabrochada. Él también la vio, y aunque los separaba la distancia del mar, bastó un cruce de miradas para que una sonrisa se dibujara entre ambos.
Diego se encogió de hombros, como si las preocupaciones del mundo fueran espuma pasajera. Aquella ligereza era tan suya. Grace sonrió con melancolía. Y entonces lo recordó: una lección que él le había dado muchos años atrás, cuando ella apenas era una niña con las manos aún suaves y los ojos llenos de preguntas.

Una noche de tormenta, refugiados bajo una tejado roto del puerto de Bristol, Grace había preguntado:
  • ¿Por qué los hombres se matan por oro, si el oro no se come?
Diego, sentado junto a un barril, giró la cabeza con su sonrisa eterna.
  • Porque el oro brilla, pequeña. Y los hombres son como los peces: siempre nadan hacia lo que reluce, aunque sea un anzuelo.
Grace lo miró, confundida.
  • ¿Entonces… no vale nada?
  • Oh, si que vale - rió él - Vale lo que tú decidas que valga. Pero recuerda esto: el oro compra riquezas, sí… pero no puede comprar respeto, ni libertad. Si alguna vez te ves en un barco sin oro, pero con buena tripulación, rumbo y propósito, eres más rica que cualquier rey.
Ella había fruncido el ceño, empapada hasta los huesos.
  • ¿Y si tengo oro, pero nada de eso?
Diego le tendió la capa, cubriéndole los hombros.
  • Entonces solo tienes una carga más que llevar.
Grace sonrió al recordar aquellas palabras. Miró el horizonte, las velas hinchadas del Español Errante, y pensó que quizá, después de todo, el oro volvería a perder su brillo ante la fuerza de su gente. Porque si algo había aprendido de su mentor, era que ningún tesoro vale tanto como una tripulación que aún cree en ti.

Alzó aún más la vista y vio al Madra Ifrinn en la lejanía. Si el galeón por sí ya imponía respeto con su mera presencia, ahora, acompañado de la bandada de cuervos de Drake revoloteando a su alrededor, otorgándole un aspecto más tenebroso y cruel, la imagen se volvía condenatoria: una sentencia mortal en movimiento, la misma visión del infierno sobre la tierra. El irlandés había dado cobijo al Cuervo y a su gente en su navío. Era el mayor de los tres barcos, el que disponía de más sitio y el que necesitaba de más manos para navegar. Grace soltó una carcajada al imaginar cómo debía estar el Perro, rodeado de tantos graznidos en cubierta. No pudo evitar reír ante la idea de la toldilla llena de cacareos y la inevitable lluvia de excrementos de ave.
  • Pobre Seamus… Debe estar de los nervios… - dijo Vihaan, acercándose por la espalda.
Grace notó su calor cuando él la rodeó con los brazos. Se dejó abrazar y se recostó contra su pecho, buscando rápidamente sus labios con ternura; Vihaan la besó y la observó durante unos instantes que parecieron eternos.
  • Justo pensaba en eso, Vi - sonrió Grace - El temido Perro con otro capitán en cubierta, con los cuervos revoloteando… y los gitanos incontrolables resistiéndose a sus ordenes.
  • ¿Gitanos? - repitió Vihaan, frunciendo el ceño con curiosidad.
Grace asintió, aún recostada contra él, observando las siluetas que danzaban sobre el horizonte.
  • Sí, claro… la mayoría de los hombres del Cuervo que han decidido seguirlo lo son. De los gitanos que vinieron de las tierras del este, de Egipto o de más allá, dicen algunos… aunque lo cierto es que nadie sabe a ciencia cierta de dónde vienen. Solo que nunca echan raíces.
Vihaan arqueó una ceja.
  • ¿Y tú cómo sabes tanto?
Grace sonrió, entrecerrando los ojos al recordar.
  • Porque he tratado con ellos más veces de las que me puedo recordar. En los muelles de Bristol había un grupo que solía acampar junto a los astilleros, aunque nunca permanecían demasiado tiempo en el mismo lugar. Iban y venían cuando les apetecía, sin dar cuenta de ello. Tocaban el violín como si estuvieran conjurando demonios, y bailaban alrededor del fuego como si la noche fuera suya. Tenían la lengua afilada y las manos aún más rápidas. Si no te robaban el bolsillo, te robaban el corazón.
Vihaan rió bajo, apretando un poco más sus brazos alrededor de ella.
  • ¿Y tú cuál te dejaste robar?
  • Ninguno de los dos - replicó con una sonrisa socarrona - Pero sí gané algo…
  • ¿Ah, sí?
  • A Gipsy - dijo riendo suavemente - Lo gané en una partida de cartas.
Vihaan parpadeó sorprendido.
  • ¿Ganaste al mono… jugando a las cartas?
Grace asintió, divertida.
  • Exactamente. El pequeño era la mascota de un tahúr gitano que no sabía cuándo retirarse. El idiota lo apostó todo… su último trago de ron, sus botas… y al final, al monito. Me miró a los ojos, puso a Gipsy sobre la mesa y dijo: “La suerte nunca abandona a quien sabe mentirle bien” - dijo imitando la voz - Lo derroté con facilidad, haciendo trampas por supuesto. Desde entonces, el pequeño bribón no se separó de mí. Aunque creo que nunca perdonó del todo que lo ganara en una apuesta.
Vihaan se echó a reír, apoyando la frente en su hombro.
  • Eso te pasa por tentar al destino…
Grace suspiró, su mirada volviendo al Madra Ifrinn, que surcaba el mar como una sombra viva.
  • Precisamente por eso Drake los quiere en su tripulación…
  • ¿Por qué se apuestan monos en partidas de cartas?
  • No idiota… - rió ella - Porque los gitanos no creen en el destino… lo burlan. Son un pueblo que no se arrodillan ante presagios ni reyes. No temen a las maldiciones y, cuando la muerte les ronda, bailan con ella. Son leales a quien les respeta y temerarios cuando alguien les desafía.
Vihaan la escuchaba en silencio, fascinado por el tono con que hablaba: una mezcla de respeto y nostalgia.
  • Y tiene razón… - continuó Grace - los gitanos entienden el mar como entienden la vida: como algo que no se puede poseer, solo recorrer. Son nómadas por naturaleza, y el mar es solo otro camino sin fronteras.
Él apoyó el mentón en su hombro, dejando un beso en su mejilla.
  • Se parecen a nosotros, entonces…
Grace sonrió con tristeza.
  • Quizá sí. O quizá nosotros acabamos pareciéndonos a ellos. Siempre moviéndonos, sin tierra firme bajo los pies, viviendo del ingenio y del peligro.
Por un momento, ambos guardaron silencio, observando el galeón lejano y los cuervos que giraban a su alrededor como heraldos de un destino incierto. El graznido de una de aquellas aves llegó con el viento, áspero, casi burlón.
  • Drake me dijo… - susurró ella - que sus hombres no sirven a ningún rey ni a ningún dios. Solo a la libertad. Y por eso le siguen. Porque, al final, lo único que todos los gitanos entienden es eso… vivir sin cadenas.
Vihaan besó su mejilla, murmurando:
  • Entonces, no son tan distintos de ti, Grace.
Ella lo miró de reojo, una sonrisa ladeada asomando en sus labios.
  • Por eso me caen tan bien.
Continuará…
 
Bueno, capítulo de transición hasta una nueva batalla o algunos problemas que vengan en el horizonte.
Siguiente capítulo se desvelará la siguiente batalla. Aunque esta vez tengo preparado algo distinto.
Nuestros amigos no van a usar la fuerza ni el acero, esta vez. Sino el disfraz y el engaño.
Creo que va a ser una situación divertida que contar, jeje.
Un abrazo!
 
Capítulo 61 - La Bahía de los Ecos: Un teatro que orquestar, un baile de libertad

El día transcurrió sin sobresaltos.
El viento soplaba con fuerza constante, hinchando las velas como pulmones de gigante y empujando a la flota hacia el sur con brío y decisión. El mar, de un azul sereno y profundo, parecía rendirse ante ellos, abriéndose en suaves ondulaciones que apenas hacían crujir los cascos. Ningún navío enemigo, ningún corsario curioso ni patrulla imperial perturbó su avance. Solo gaviotas, peces voladores y el rugido amistoso del viento les acompañaban en su travesía.

El sol se hundió lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos naranjas y carmesí. Cuando cayó la noche, el Perro ordenó buscar refugio para pasarla fondeados. Fue Drake quien divisó una entrada apenas perceptible: una costa de acantilados oscuros, altos y afilados como dientes de dragón, donde el mar golpeaba con furia y el eco se multiplicaba en las paredes de piedra.

Ninguna luz humana se divisaba, ni rastro de vida ent aquellas rocas hostiles.
Era perfecto. Un escondite natural.

Guiados por las linternas de proa y la pericia de los timoneles, los tres navíos maniobraron con precisión entre los riscos, entrando uno tras otro en aquella ensenada estrecha y protegida. Las sombras los devoraron, ocultándolos del mundo. El sonido del viento se apagó y solo quedó el murmullo de las olas contra los costados.

Echaron anclas en el centro de la bahía, alineándose con disciplina marinera: el Madra Ifrinn en el medio, imponente como un titán dormido; a babor el Español Errante; a estribor el Red Viper. Las tres proas apuntaban hacia mar abierto, listas para soltar amarras y escapar si la noche traía mala fortuna.

Entre los barcos se tendieron tablones gruesos a modo de puentes, permitiendo el tránsito entre las cubiertas. Las antorchas y los faroles fueron encendidos, proyectando luces danzantes sobre la madera húmeda y los rostros cansados.

Esa noche, sobre la cubierta del galeón irlandés, se reunieron todos.
Las botellas circularon, el olor del guiso de Bhagirath, que con poco hacía maravillas, se mezcló con el humo de las pipas y las risas comenzaron a llenar el aire salado. Había algo casi mágico en aquella calma: después de tantas batallas, tanta sangre y tanto caos, por fin una noche sin disparos ni órdenes. El Madra Ifrinn se convirtió en un campamento flotante. Sobre sus tablas se alzaban voces de distintos acentos, planes, canciones, promesas y sueños. Y entre ellas, la certeza silenciosa de que al amanecer continuarían hacia el fin del mundo conocido.

Grace se acercó al Perro con ese aire desafiante que la caracterizaba. El capitán permanecía de pie en mitad de la cubierta, con la mirada clavada en el velamen de uno de sus mástiles. En las vergas transversales se posaba una cantidad inhumana de cuervos: negros, lustrosos, con ojos como cuentas de azabache. Se movían en hileras, alzando y bajando las alas con nerviosa impaciencia; algunos se limpiaban las plumas con el pico, otros lanzaban graznidos cortos como risas, y algunos hablaban entre ellos como si contaran secretos que solo las sombras entienden. Sus plumas brillaban bajo la luna y las heces salpicaban la madera con manchas blancas que crujían bajo las botas.
  • ¿Quién me iba a decir a mí que el Madra Ifrinn se acabaría convirtiendo en un zoológico? - bromeó Grace, con una sonrisa torcida.
El Perro bajó la mirada un momento hacia ella; su expresión, mezcla de fastidio y resignación, lo decía todo.
  • ¿En qué maldito momento dejé subir a ese maldito Cuervo a mi barco? - refunfuñó, mirando a las criaturas oscuras que desde arriba parecían reírse de él - Me va a reventar el cerebro, capitana. Todo el día con ese maldito sonido en las orejas… no puedo más.
Grace observó la cubierta, donde las plumas formaban capas y las tablas crujían bajo el peso de la suciedad. No pudo contener la risa y estalló en carcajadas. El Perro la fulminó con la mirada, pero ella se reía aún más, sin poder controlarse.
  • ¡No sé qué gracia le veis a todo esto! - protestó el Perro, mosqueado - Me gustaría veros si estarías igual de feliz si esta fuese vuestra cubierta…
En ese instante apareció Drake: emergió de entre la penumbra de la toldilla, caminando con paso desigual, sujetando una botella de ron de los buenos y luciendo esa sonrisa suya de burla permanente. Se plantó al lado del Perro, clavó los ojos en las velas, y apoyó su gesto con un buen trago. Grace, entre risas, lo observó mientras el humo de la pipa del Perro se mezclaba con el olor del ron.

El Cuervo comprendió de dónde venía la molestia del Perro y, sin decir palabra, emitió un silbido entrecortado, fino y apenas sonoro. Al oírlo, la bandada entera se elevó de un solo impulso: un murmullo negro que partió en abanico y se dirigió en formación hacia las rocas de los acantilados cercanos, ondeando como una sombra viva sobre las olas. Las aves se posaron en las crestas de piedra, un manto oscuro sobre la piedra. El Perro lo contempló, los ojos muy abiertos, sorprendido por la obediencia animal.
  • ¿Solo hacía falta eso? - bramó, incrédulo - ¿Por qué no lo hicisteis antes?
  • No lo pedisteis - respondió Drake con calma, dejando escapar otra risotada mientras ofrecía la botella a la capitana.
El Perro, con gesto entre irritado y admirado, se alejó refunfuñando. Para Drake aquello era lo más natural del mundo: navegar con compañeros alados. Dio otro trago y acercó la botella a Grace. Ella bebió con ganas, saboreando la calidez que bajaba como una promesa.
  • Así que andamos cortos de provisiones… - dijo Drake, dejando la botella en la barandilla.
  • Correcto, capitán - respondió Grace sin rodeos - Más que cortos, vamos bajo mínimos.
  • He oído que queréis ir a Portobelo - añadió Drake, con esa mezcla de burla e interés.
Grace se apoyó contra la borda y lo miró fijamente, curiosa.
  • No me digas que es como la idea de ir a China. ¿También es un problema? - preguntó con sorna.
  • No, no… - rió el Cuervo - Para nada. De hecho, creo que es una buena idea.
Drake tomó aire, dejando que la luz de la lámpara delineara su perfil, y habló con voz baja y confiada:
  • Portobelo no es un problema, capitana. Aunque, claro, depende con quién queráis tratar. El puerto está bajo dominio español y el que manda allí ahora es un hombre peculiar.
  • ¿Peculiar? - repitió Grace, arqueando una ceja.
  • Don Rodrigo de Meneses y Alarcón - dijo Drake - Sevillano de cuna y de paladar. Lo nombraron gobernador hace un par de años. Desde entonces, Portobelo parece más una corte de carnaval que una fortaleza militar.
El Perro, que aún recogía plumas para quitarlas del suelo, bufó al oír el nombre.
  • ¿Meneses? - murmuró - He oído hablar de él. Un borracho rodeado de aduladores.
  • No te alejas mucho - respondió Drake con una sonrisa - Meneses es más de vino que de espada. Le encantan las fiestas; su casa en la colina es famosa por eso. Es una mansión blanca, con balcones amplios y cortinas carmesí que ondean como banderas. Por la noche, desde el mar, las linternas cuelgan en su jardín como un ejército de luciérnagas. Tiene salones largos donde la gente baila, canta y habla demasiado. Los mercaderes más ricos, los militares de más alto rango y algún noble venido de Panamá no faltan. El alcohol corre como un río y las lenguas se sueltan demasiado fácil.
Grace contempló la imagen con ojos entrecerrados, evaluando oportunidades.
  • ¿Y entre esas lenguas se puede conseguir comida y provisiones sin llamar la atención? - preguntó.
  • No exactamente, pero podéis sacar una fortuna en joyas y oro - asintió Drake - Si sabéis moveros y haceros pasar por mercaderes o invitados, hallaréis lo que necesitamos. El truco es mezclarse con la gente adecuada, no dar motivos para despertar sospechas.
  • Podría funcionar… - murmuró Grace mirando hacia el cielo estrellado - es una buena idea… una forma fácil de conseguir dinero sin derramar sangre.
El Perro tiró por la borda un puñado de plumas que había recogido del suelo. Se limpió las manos con gesto de asco, agarró su bastón y se acercó a ellos.
  • Hay un pequeño problema en ese plan infalible, Cuervo… - dijo con severidad - En cuanto vean entrar a la mujer pelirroja, al viejo con pata de palo y al español sonriente… seremos llevados directos a las mazmorras.
Grace soltó una carcajada y asintió.
  • El Perro tiene razón - dijo divertida - Nos hemos labrado un nombre. No podemos entrar en la casa del gobernador así como así.
Drake se cruzó de brazos, apoyándose en la barandilla, con esa sonrisa suya que parecía estar siempre de guardia. Grace lo miró de arriba abajo. Era un hombre apuesto, alto y esbelto. Parecía que su seguridad arrolladora naciera de su propia belleza; un hombre acostumbrado a robar corazones en cada puerto que atracaba su navío.
  • ¿Qué sabéis de Venecia? - preguntó de pronto.
Grace lo miró con curiosidad. Sin entender esa pregunta tan aleatoria.
  • He oído historias - respondió - Dicen que es una ciudad construida sobre el agua, llena de canales y góndolas, donde el sonido de los remos se mezcla con el canto de los músicos y el perfume del vino. Que en los palacios se esconden amantes y secretos.
El Perro soltó una risotada ronca.
  • Y también que allí todo el mundo lleva máscara… - dijo con sorna - Para no oler el hedor de los canales o para fingir que no se conocen cuando se acuestan con la mujer del vecino.
Drake rió suavemente, bajando la mirada un instante antes de levantarla de nuevo hacia ellos.
  • No vais mal encaminados - dijo, con tono tranquilo - Pues resulta que nuestro querido don Rodrigo de Meneses y Alarcón está casado con una dama veneciana.
  • ¿Una veneciana? - preguntó Grace, arqueando una ceja.
  • Sí. Doña Isabella Morosini della Torre - El nombre se deslizó de sus labios con un acento casi musical - Nacida en una de las familias más viejas y orgullosas de Venecia. Cuentan que el sevillano la conoció en un viaje a Italia, y que desde entonces vive esclavo de su sonrisa. Para complacerla, ha hecho de su mansión un pequeño teatro veneciano.
Drake se incorporó, gesticulando con las manos mientras hablaba, como si relatara una fábula de taberna.
  • Dicen que cada luna nueva celebra una fiesta de máscaras. Nadie entra sin antifaz, nadie sale sin un secreto. Música, vino, luces, perfumes… y ni Dios sabe quién se esconde detrás de cada disfraz.
Grace lo observó con creciente interés.
  • ¿Fiestas de máscaras en Portobelo? - murmuró, saboreando la idea - Eso… cambia las cosas.
El Perro frunció el ceño, comprendiendo a medias.
  • No pensarás en…
  • Sí - lo interrumpió ella, sonriendo con picardía - Entraremos en la casa del gobernador por la puerta principal. Pero lo haremos bailando…
Drake asintió despacio, su sonrisa expandiéndose como una sombra segura de sí misma.
  • Entonces, capitana… - dijo levantando la botella de ron en un brindis informal - Bienvenida a Venecia.
Drake dejó que la botella hiciera un breve círculo en sus manos, miró a la capitana con esa sonrisa torcida que siempre parecía saber más de lo que decía, y se inclinó hacia adelante como quien va a contar un secreto sucio de taberna.
  • Las fiestas de Meneses - murmuró - acaban siempre igual: en una orgía de sexo, vino y desvergüenza. No hablo de un baile educado: hablo de alcobas abiertas, cortinas corridas y mesas que se vuelcan por el peso del vino y el sexo. Cortesanas medio desnudas adornadas con perlas y plumas, músicos que no cesan, voces que se emborrachan antes que la razón.
Se aclaró la garganta y enumeró, casi con la voz de quien ha visto demasiadas, las sustancias que circulaban en esos salones: tabaco en pipa y rapé que se esnifaba en pequeños polvos; aguardientes y brandies traídos de Europa, vino de Jerez y Málaga, licores dulces perfumados con especias; y, cuando la noche se volvía más oscura, brebajes exóticos llegados del Levante o de las Indias: ungüentos y pociones con opio y otros calmantes que adormecen el cuerpo y abren la boca del corazón.
  • Hay quienes buscan el olvido en el humo, y quienes lo encuentran en la copa - dijo - Los ricos beben brandy y vino añejo, orones de abracadabra; los mercaderes prueban aguardientes orientales; y los señores de capa y espada nunca dicen que no a una copa que atempere su ego. Las cortesanas venden compañía y secretos; la droga y el exceso hacen que las lenguas se aflojen y los bolsillos se abran.
El Perro ladeó la cabeza, interesada y con la mirada alerta.
  • ¿Y crees que es suficiente para lo que propones? - preguntó, frío como un glaciar.
Drake devolvió la botella a la barandilla y clavó la vista en el capitán.
  • Suficiente para crear confusión - contestó - Cuando la gente está embriagada y los laberintos de la casa se llenan de disfraces y risas, las guardias se relajan. La vanidad los hace mostrar lo que no deberían; la confianza en la copa los vuelve torpes. En esos momentos se pierde la medida: información, joyas, cofres con cuentas… todo aparece más fácil ante ojos que ya no vigilan.
El Perro bufó, pero no con el desdén habitual; la sombra de una consideración cruzó su rostro.
  • Eso puede ser verdad - admitió - Pero cuidado: la palabra “fiesta” también oculta trampas. Gobernadores como Meneses no son tontos; esconden a sus perros y a sus lacayos en rincones. Una cosa es aprovechar el desconcierto, otra muy distinta es regalarles un motivo para colgarnos en la plaza.
Drake asintió, sin bajar la guardia.
  • No iremos a empujar cofres ni a levantar gritos - dijo - Iremos a mezclarnos, a observar, a escuchar. A dejar que la noche haga lo suyo. Si la ocasión surge, recogeremos lo que la borrachera y la gula ofrezcan. No más que eso.
Grace tomó la botella y la giró entre las manos, como sopesando destino y riesgo. Por un instante, la idea quedó suspendida entre el humo del ron y el graznido lejano de los cuervos: entrar a la corte de Meneses, danzar con máscaras, beber con señores… y ver qué secretos decidían derramarse cuando la discreción se fuera a dormir.
  • Entonces… - dijo al fin - que sea así, con máscaras y con cuidado.
Drake sonrió con satisfacción; el Perro volvió a fruncir el ceño, pero ya no protestó. La noche, con su peligro y su promesa, los esperaba.
Sin decir más, los tres capitanes se unieron al resto.

La cubierta del Madra Ifrinn era un hervidero de vida. Lámparas de aceite y faroles colgaban de los obenques y del bauprés, lanzando destellos dorados sobre la madera húmeda. Entre los tres navíos flotaban tablones que servían de pasarela, y por ellos transitaban marineros con jarras rebosantes, platos de carne asada, pan duro y frutas que alguien había rescatado de la selva de aquella olvidada bahía. El olor del ron se mezclaba con el del salitre y el humo de las lámparas.

Era una noche cálida y abierta. El mar, quieto como un espejo oscuro, reflejaba las luces que bailaban sobre las olas suaves. Una brisa fresca corría entre los navíos, moviendo las banderas y los cabellos, refrescando las gargantas y los ánimos. Era un remanso de paz efímero, una tregua entre tormentas. Y todos lo sabían. Por eso reían más alto, bebían más hondo y hablaban más deprisa: como si aquella noche fuera el último banquete antes del juicio.

Grace avanzó entre las mesas improvisadas, sorteando marineros que brindaban y cuervos que graznaban entre las jarcias. Reconoció una mesa al fondo: Bhagirath, Yrsa, Vihaan y Yara se encontraban allí, riendo a carcajadas. La cubana gesticulaba con una jarra en la mano, mientras los demás la observaban entre incrédulos y divertidos.
  • ¡Venga! Otra pregunta… - decía Yara, con esa voz profunda que mezclaba convicción y descaro - Si sólo pudierais salvar a uno entre tu amante, tu mejor amigo o tu barco, ¿a quién salvaríais? ¡Yo lo tengo clarísimo!
  • ¿De qué diablos habláis? - preguntó Grace, riendo mientras se sentaba junto a Vihaan.
El astrónomo y futuro padre, le hizo sitio, rodeándola con un brazo y dándole un beso en la mejilla.
  • De tonterías - respondió con media sonrisa - Yara ha decidido que es buen momento para hacernos elegir entre desgracias.
  • ¡No son desgracias! - replicó la cubana, levantando el dedo como si diera una clase - Son verdades, mi amor. Verdades del corazón.
Grace arqueó una ceja divertida.
  • A ver, ilumíname. ¿A quién salvarías tú, Yara?
  • Al barco, por supuesto - contestó sin dudar - El amante te da placer, el amigo consejos, pero el barco te da libertad. Y la libertad, mi reina de los sapos, no tiene sustituto.
Bhagirath soltó una carcajada, golpeando la mesa.
  • Habláis como si jamás hubierais tenido un amante o un amigo que hubieran valido la pena, señorita Yara - dijo en tono burlón.
  • ¡No es eso! - replicó ella dándole un suave manotazo en el hombro - Pero ninguno me llevaría hasta donde quiero ir. Por eso me quedaría con el barco.
Grace sonrió y se giró hacia la nórdica.
  • ¿Y tú, Yrsa?
La mujer se encogió de hombros con total serenidad.
  • Depende. ¿Amante ser bueno en cama? ¿Que tamaño estar hablando?
Las carcajadas estallaron en la mesa. Bhagirath casi escupió el vino por la nariz, y Yara golpeó la madera riendo a carcajadas.
  • Digamos que sí - repuso Grace entre risas.
Yrsa asintió con gravedad fingida.
  • Entonces salvar amante. Siempre haber más barcos y amigos.
  • Por todos los dioses… - se lamentó Bhagirath llevándose la mano a la frente - ¡Y luego me llaman a mí pecador!
  • ¿Y tú, santo hombre? - preguntó Grace divertida, alzando su copa.
Bhagirath se lo pensó un segundo, aunque ya sonreía de antemano.
  • Yo salvaría al amigo. El amante puede dejarme, el barco se puede hundir, pero el amigo… - hizo una pausa dramática - el amigo estará allí para recordarme que soy un idiota.
Las risas se repitieron, más sonoras. Grace miró a Vihaan, aún sonriendo.
  • ¿Y tú, Vi? ¿A quién salvarías?
Él la miró fijamente, con esa mezcla de ternura y picardía que la hacía sonreír incluso antes de oír sus palabras.
  • A mi capitana - dijo con calma.
La mesa estalló en vítores y aplausos. Yara aulló de risa, Yrsa golpeó la mesa con el puño, y Bhagirath chasqueó la lengua con fingido fastidio.
  • ¡Adulador! - exclamó Yara entre carcajadas.
  • Esta noche dormir caliente… - gritó Yrsa levantando la jarra.
  • Un auténtico caballero, como debe ser - sonrió Bhagirath brindando con la nórdica.
Grace se giró hacia él, apoyando el codo en la mesa y acercándose a su oído.
  • Eres un encanto… - dijo en voz baja, con sonrisa traviesa - acabas de asegurarte un lugar en mi cama esta noche, marinero.
Vihaan soltó una risa baja y le rozó la mejilla con los labios.
Entonces Yara, aún riendo, la señaló con la jarra.
  • Nos falta tu respuesta, Red. ¿A quién salvarías tú?
Grace se reclinó en el banco, observando el mar que brillaba bajo la luna. La brisa le movió el cabello mientras sonreía con ese gesto de quien está a punto de decir una locura.
  • Depende - dijo finalmente - Si el amante me debe dinero, lo salvo para que me lo devuelva. Si el amigo me traicionó, lo dejo nadando con los tiburones. Pero el barco… - alzó la copa - el barco siempre me ha obedecido, incluso cuando yo no lo merecía. Así que sí, me quedo con él.
El grupo irrumpió en risas y brindaron todos al unísono. Bhagirath feliz y embriagado le propinó varias palmadas a Vihaan en la espalda, fingiendo consolarlo. Él sonrió mientras notaba la mano de Grace firme apretando la suya. Las llamas de los faroles parpadearon con el viento, reflejándose en las copas de ron y vino. Por un instante, entre risas, mar y estrellas, todos olvidaron las deudas, los muertos y el peso del viaje que aún les aguardaba. Era una noche de tregua, una noche en la que la vida, aunque fuera de prestado, se saboreaba a sorbos largos y sinceros.

Grace no perdió más tiempo. Se levantó de la mesa y pidió silencio. Las voces se fueron apagando lentamente; muchos se acercaron a la mesa, otros siguieron bebiendo en silencio.
  • ¡Amigos, atended un segundo por favor! - dijo rompiendo la fiesta - Tenemos un plan entre manos y debéis conocerlo.
Se inclinó sobre la mesa, la luz del farol perfilando su rostro, y explicó el plan con la claridad de quien ya ha decidido el curso del mundo. Contó la historia de Don Rodrigo de Meneses y Alarcón y de Doña Isabella Morosini della Torre; cómo el gobernador encendía cada luna nueva la mansión en lo alto de la colina, cómo las máscaras ocultaban verdades y aflojaban lenguas, y cómo la vanidad y el vino abrían puertas y cofres por igual.
  • Entramos como invitados - dijo segura de si misma - Nos mezclamos entre ellos y dejamos que la noche haga el resto: confusión, besos, vino por doquier. Mientras ellos se pierden en la música y el desenfreno, nosotros hacemos lo nuestro: cogemos lo que sirva para comprar provisiones, lo que valga y no pese más de lo que podamos llevar, y sin perder tiempo lo gastamos en el mercado. Luego nos largamos de ahí antes de que nadie pueda darse cuenta de lo que ha sucedido.
  • Es un buen plan. Mientras esos ricachones estén aún curando la resaca - rió MacFarlane - nosotros llenaremos las bodegas hasta arriba.
Hubo un murmullo de aprobación, pero Bhagirath frunció el ceño. Había servido en muchas casas donde el mantel valía más que el criado, y su voz, acostumbrada a ver las fisuras a las que otros no prestaban atención, fue la primera en señalar los riesgos.
  • El plan puede funcionar - admitió - Pero flaquea en tres puntos fundamentales.
Todos se callaron, atentos. Bhagirath enumeró con la seriedad de quien reparte raciones:
  • Primero: entrar… Estas fiestas no son para cualquiera. Solo se accede por invitación. A los que llegan se les nombra con pompa antes de entrar en los salones. Necesitamos estar en la lista, tener documentos falsos y historias creíbles. Un guardia, lo queramos o no, preguntará por nuestro linaje.
Todos lo escuchaban en silencio. Aquel hombre de turbante y bigote rimbombante, les hablaba de un mundo del que conocían muy poco, por no decir nada. Si un pirata quería entrar en una fiesta, solo tenía que hacer una cosa: invitar a todos los presentes a una ronda de cervezas. Sus vidas eran más peligrosas, sin tantas comodidades, sin lujo alguno; pero más sencillas, sin duda.
  • Segundo: vestidos y máscaras. No podemos presentarnos con trapos viejos. Los ricos miran con lupa la tela, los hilos, las plumas. Necesitamos parecer nobles o, al menos, dignos de entrar en una mesa donde cuelgan tapices y se comen naranjas como si fueran manzanas de oro. Sin ropas, sin máscaras de verdad, nos descubrirían en cinco minutos.
Ren quiso decir algo. Permanecía en silencio entre los demás, poco a poco sintiéndose uno más de aquella tripulación. Pero aún no se atrevía a tomar la palabra.
  • Y tercero, pero no menos importante: modales y protocolo. Los señores como Meneses hablan con títulos, hacen reverencias, conocen la música, saben quién se sienta a la derecha del gobernador y quién canta para entretener. Un gesto mal hecho, una pregunta fuera de sitio o un cubierto tocado con la mano equivocada nos delataría al instante.
Grace asintió, sin perder la sonrisa.
  • Gracias por la claridad, Bhagirath. ¿Qué proponéis entonces? - preguntó, dirigiéndose a todos -¡Quiero ideas, vamos!
La respuesta fue colectiva. Cada uno ofreció una pieza del puzzle.
  • Ren - propuso Yrsa con voz grave - Poder hacer hojas, sellos y pergaminos. Dibujante dibujar bien; dar muestras y poder falsificar documentos en poco tiempo.
  • ¡Buena idea, amiga! - sonrió Grace.
Pero Bhagirath negó con la cabeza, pensativo.
  • No dudo de las capacidades del holandés. Pero seguimos teniendo un problema… Debemos estar en la lista. Nos tienen que invitar para entrar. ¿Cómo vamos a hacer eso?
  • Yo puedo hacerlo - dijo MacFarlane, encogiéndose de hombros - Puedo hacerme pasar por un mercader escocés: pasear por el mercado y llamar la atención, hablar de paños, cuero y perlas. Conseguir que nos inviten… Nadie cuestiona a un mercader que trae moneda. Pero no me pongáis a bailar si hay valses; eso no es lo mío.
Grace rió a carcajadas al escucharlo.
  • No te ofendas, escocés, pero tienes los modales de un caballo salvaje. Llamarías la atención, sí, pero para entrar en una taberna; no en un palacio.
MacFarlane estalló en risas, proponiendo un brindis colectivo en honor a los brutos y salvajes. Pero de pronto, una voz fría como hielo cortó la algarabía.
  • Yo podría entrar sin ser vista - dijo Akuma, la mirada fija en la capitana - Introducir los nombres que queráis en esa lista y salir sin que nadie se diera cuenta.
Shinrei apareció a su lado, dos gotas idénticas: igual de frías, igual de peligrosas.
  • No supondrá ningún peligro - añadió la gemela - Podemos hacerlo en silencio. Rápida y eficazmente. Cuando caiga la noche, antes de que empiece la fiesta. Tan solo decid qué nombres deben aparecer, y los guardias los nombrarán.
Grace asintió en silencio. Llevaban tanto tiempo con ellos que eran parte de la familia; pero su mera presencia seguía desconcertando a algunos, sobre todo cuando hacían acto de presencia juntas.
  • Yo me ocuparé de crear un pasado para nosotros - añadió Vihaan - Puedo inventar historias convincentes: un banquero de Londres, un capitán mercante de Edimburgo, lo que haga falta. Las verdades a medias convencen más que las mentiras.
Yara, con su sonrisa habitual, ofreció lo que mejor conocía: la naturalidad.
  • Dejadme el trato con los ricachones a mí. Sé escuchar y decir lo que la gente quiere oír. Si alguien pregunta mucho, yo lo distraigo con una sonrisa y un baile sinuoso. No hay hombre, por muy rico que sea, que pueda resistirse a estas caderas.
Bhagirath volvió a hablar, ya algo más conciliador:
  • Haré un inventario de lo que tengamos que pueda parecer lujoso: telas conservadas, algún chal bordado, un par de capas guardadas. Buscaré trapos finos en los cofres viejos. Si nos las arreglamos para aparentar, la mitad del camino está hecho.
  • Los ingredientes para las máscaras - dijo Ren, tímido pero decidido - Si conseguimos unas plumas, unas láminas de metal fino o unos brocados, os puedo diseñar algo precioso. Haré máscaras que parezcan de verdad.
  • Si es por plumas, no os preocupéis - dijo el Perro, desde detrás de su pipa - Mi maldita cubierta está llena de ellas.
Drake lo miró con cierta fatiga, que pronto se disolvió en una sonrisa sincera. A su lado estaba Diego, que hasta entonces había permanecido algo callado.
  • Deberemos ensayar… No valdrán reverencias torpes ni títulos inventados a medias. Si entramos, debemos parecer seguros. No aparentar ser ricos; debemos serlo de verdad.
  • Yo puedo ayudar con eso… - sonrió Bhagirath volviendo hacía él - He pasado media vida en esas fiestas, aunque al otro lado: sirviendo a los poderosos. Puedo enseñaros, aunque dispongamos de poco tiempo, lo justo para no delatar nuestra verdadera esencia.
Grace miró a cada uno, midiendo voluntades y rostros. Luego repartió tareas con la autoridad que la había hecho capitana. Se formó un murmullo de aprobación: las dificultades no eran pequeñas, pero tampoco imposibles. La noche, las risas y las copas se convirtieron en la sala de ensayos: en los próximos días la tripulación practicaría saludos, acentos y pasos de danza.
  • Como bien ha dicho Diego, lo ensayaremos todo - sentenció Grace - Nadie se presentará ante Meneses sin parecer haber nacido en una cuna de oro. No queremos sangre ni cárcel; solo pan para nuestras bocas. Y si todo falla… nos vamos. Sin heroísmos inútiles, sin derramar sangre. Ya hemos pasado demasiadas batallas. Ha llegado el momento del engaño y la ilusión.
Brindaron con el ron que quedaba; la madera crujió y el viento llevó las risas entre velas y sombras. La operación Portobelo había pasado de ser una idea a convertirse en una obra de teatro en marcha: disfraces, nombres prestados, una historia que fabricar y modales que aprender. La tripulación, aun cansada y hambrienta, sintió el pulso de un plan posible y se lanzó a prepararlo con esa mezcla de nervio y esperanza que solo tienen los que deciden jugarlo todo a una carta.

Pero antes de preparar nada, había algo más importante que hacer.
Y todos lo sabían.

La Bahía de los Ecos se había convertido en un refugio de luz y carcajadas. Entre las rocas y las sombras, la fiesta siguió su curso, salvaje y sincera. No celebraban la alegría, sino la vida misma. Cada trago, cada abrazo, cada sonrisa era más necesaria que el mismo aire que respiraban. Aibori no olvidaría a su hijo perdido, jamás; Santiago debería aprender a caminar con una sola pierna por el resto de su vida; Vihaan, a mirar el mundo con un solo ojo. Ninguno olvidaba los rostros que se habían quedado atrás, los hermanos que el mar había reclamado.
Y por eso mismo reían. Por eso bebían sin cesar.

Por los muertos.
Por los vivos.
Por lo malo y por lo bueno.
Por seguir respirando aquella noche estrellada.

Eran libres, eran felices, embriagados por el amor feroz a la vida.
Aferrándose a ella como un náufrago en alta mar a un tablón de madera.

Y mientras el ron corría y el mar respiraba al pie de los acantilados, la música habló.
No recordaron quién fue el primero en tocar, ni qué tocó exactamente. Pero de pronto todos comprendieron que la música era lo único que los mantenía unidos.

Algunos pensadores dicen que la música fue esencial para el desarrollo de la humanidad. Que antes del fuego, antes de la rueda, antes incluso del lenguaje, hubo ritmo. Que fueron los primeros golpes de piedra contra piedra, los primeros cantos alrededor de un cadáver o de una cueva, los que nos enseñaron a estar juntos. Quizá no fue el fuego lo que nos hizo humanos, sino la música. Quizá fue esa necesidad de marcar el tiempo con otro, de seguir el mismo compás, lo que nos unió como especie. Porque cuando la música suena, ya no hay frontera ni idioma.
Solo corazones latiendo al mismo ritmo.

Y tal vez esa noche, entre tres barcos anclados en un rincón olvidado del mundo, la humanidad volvería a nacer.

Cortés tomó su guitarra, acariciándola como a una vieja amante. Las primeras notas fueron secas, cortantes, con esa mezcla de melancolía y fuego que sólo los españoles saben arrancar de las cuerdas. Rasgó con los dedos duros de marinero, robando de la madera un canto a la libertad y al desarraigo. Su música olía a vino, a tierra y a nostalgia.

Akuma no tardó en responder con su shamisen, sentada sobre un barril. Tocaba con la precisión de un monje y la furia de un samurái. Cada nota era una flecha lanzada al viento. El rostro impasible, los dedos danzando sobre las cuerdas. Su sonido era agudo, limpio, como una hoja de acero cortando el aire. A cada nota, su melena negra caía hacia delante, ocultando su rostro del farol más cercano.

Gallagher se levantó entonces, con su gaita al hombro, el orgullo personificado. Soplando con fuerza llenó la bahía de un sonido que parecía venir de las montañas mismas. Era un lamento y un grito de guerra al mismo tiempo, una oración antigua que jamás sería olvidada. A su lado, Maddox levantó el violín, y el alma irlandesa se sumó al canto. Las cuerdas gimieron primero y luego rieron, desatadas, corriendo tras las notas españolas, japonesas y escocesas. Unas mujeres irlandesas se unieron a él, sentadas sobre cajones de madera. Golpeaban con las palmas, con los talones, con los puños, creando un ritmo endiablado. El aire vibraba con cada golpe, como si el corazón del mundo latiera bajo sus pies.

La música sonó más fuerte, más rápida, más alocada.
España, Japón, Escocia, Irlanda…
Cuatro mundos que nunca debieron encontrarse, y sin embargo danzaban en el mismo compás.
Las risas estallaban, las botas golpeaban la madera, los cuerpos giraban al son del caos más hermoso que pudiera existir. Vihaan giró a Grace en un paso torpe pero lleno de pasión; Yara bailaba descalza sobre la madera, riendo con los brazos alzados; Bhagirath, pese a su seriedad habitual, daba palmadas al ritmo; incluso el Perro, con su pipa colgando de la boca, movía la cabeza con un brillo divertido en los ojos.

El aire olía a ron derramado, a sudor, a sal. La música subió, se rompió y volvió a nacer. Hasta que la última nota se apagó entre risas y aplausos.
Pero de repente el viento cambió.

Una brisa distinta, densa, cargada de misterio, recorrió la cubierta.
Y entonces se oyó. Un quejío profundo, humano y sobrenatural a la vez.
Un violín que lloraba con la voz de los siglos. Un tambor morisco que marcaba el pulso de la tierra. Un laúd de madera vieja que suspiraba entre las notas.

Los gitanos habían llegado. Y nadie los había visto venir.
Se unieron a los demás, con sus instrumentos al hombro. El ritmo que los acompañaba era salvaje, libre, imposible de domar.
Irrumpieron como un vendaval, con los ojos encendidos por la luna.
Sus ropas oscuras, sus pañuelos rojos, sus sombras proyectadas sobre las velas.
Y sin pedir permiso, comenzaron a tocar.

De entre ellos surgieron dos mujeres. Una, alta, de piel cobriza y ojos verdes como el bosque al amanecer. La otra, de rostro afilado y labios rojos como una herida. Vestían faldas anchas y pesadas, bordadas con hilo dorado; brazaletes que tintineaban a cada giro; los pies descalzos golpeando la madera al ritmo del violín.

Las dos se colocaron en el centro de la cubierta. Los marineros formaron un círculo alrededor, expectantes. La música creció. Las mujeres se miraron un instante y comenzaron a bailar. Lo hicieron con furia y con orgullo. Cada paso era un desafío, cada giro una amenaza.
Sus cuerpos eran fuego, sus miradas, cuchillos.

Sus bailes hablaban otro idioma: el de la sangre y las raíces.
Giraban, se arqueaban, chocaban los talones contra el suelo con fuerza casi ritual. La morena alzó los brazos, el pañuelo voló; la joven giró sobre sí misma, el cabello suelto describiendo un arco negro. El violín gritaba, el pandero rugía, y las palmas marcaban el pulso de un pueblo sin patria.

Los piratas miraban hipnotizados. Nadie hablaba. Nadie se movía.
Era como si el fuego mismo danzara ante ellos. La música de los gitanos era un conjuro, un rezo antiguo que hablaba de cadenas quebradas, desiertos y libertad. Nadie se atrevió a aplaudir cuando terminaron. El silencio que siguió fue espeso, casi sagrado. Entonces el Perro se levantó, con la voz rasgada por el ron y la edad, gritó:
  • ¡Caitlin, Erin! Enseñad a estas gitanas cómo demonios se baila!
La respuesta fue inmediata. El orgullo Irish despertó como el fuego de un dragón dormido. La piel erizada, los ojos abiertos, la fuerza desatada. Un rugido de risas, botas golpeando el suelo, tambores improvisados. Dos mujeres irlandesas saltaron al centro de la cubierta. Una era pelirroja, de mirada desafiante; la otra, morena, de rostro salpicado de pecas. Llevaban faldas verdes y corpiños ajustados, los pies calzados resonando como martillos sobre yunques. Sus pies golpeaban con precisión matemática, los cuerpos erguidos, los ojos brillando con orgullo. El tambor marcaba el ritmo, el violín gemía, y el suelo parecía temblar bajo sus pasos.

Los gitanos observaban en silencio. Pero el más viejo hizo un leve movimiento de cabeza, su sonrisa desafiante, sus dientes iluminados por el resplandor de la luna. Y como un relámpago, una de las mujeres morenas dio un paso al frente. El violín volvió a gritar, el laúd a rugir, y las gitanas invadieron la pista con la misma ferocidad que las irlandesas. Giraban, se contorsionaban, hacían volar las faldas como torbellinos de fuego. Sus pies descalzos golpeaban más rápido, más fuerte, marcando su propio pulso, su propio dios.

El Perro rugió dando un paso al frente:
  • ¡Fuerza, maldita sea! ¡Que no se diga jamás que un irlandés retrocede ante una batalla!
Los tambores se desataron. Las cuerdas se partieron. Las manos sangraban sobre la madera, golpeando con furia, con determinación. El violín chilló como un animal herido. El ritmo creció de tal manera que nadie podía seguir el ritmo, la tensión estalló como un cañonazo en medio de una batalla naval. Irlandeses contra gitanos, fuego contra viento, tierra contra océano.
Y entonces sucedió.

Las notas dejaron de pelear y comenzaron a encontrarse.
El violín gitano se entrelazó con el irlandés, el laúd respondió al tambor, el taconeo se fundió con el zapateo. De la guerra nació una sola melodía, salvaje y perfecta. Una música imposible, nacida del caos y del deseo, del alma de los pueblos orgullosos.
El mar rugía. Las velas temblaban. Y sobre la cubierta de aquellos tres barcos, el mundo entero bailaba al mismo ritmo.

Una sola música.
Una sola humanidad.
Un solo corazón latiendo bajo el cielo estrellado.

Cortés miró a Akuma, encogiéndose de hombros y estallando en una carcajada sincera.
Ella, aún con el shamisen entre las manos, le devolvió la sonrisa. Sin palabras, el español empezó a rasgar sus cuerdas con un frenesí que parecía fuego; Akuma lo siguió, las notas de ambos chocando, mezclándose, encontrándose en el aire como amantes que por fin se reconocen.

Grace reía a pleno pulmón. Agarró la mano de Vihaan sin darle tiempo a protestar y lo arrastró al centro de la improvisada pista de baile. Él tropezó, intentó negarse, pero la capitana lo empujó con un gesto decidido. Yara los siguió de inmediato, tirando de Drake, que soltó una carcajada antes de dejarse llevar, con la botella de ron en una mano y la otra rodeando su cintura. Bhagirath, con los mofletes rojos del vino, se levantó tambaleante y agarró a Yrsa por la muñeca.
  • ¡Vamos, mujer, que la música no muerde! - gritó entre risas.
Pero la nórdica se quedó inmóvil, negando con la cabeza. No era el miedo lo que la retenía, sino la vergüenza. Y es que… los hijos del norte no temen a la muerte, pero sí a perder el compás. Los demás gritaban su nombre, dando ánimos entre risas, y aun así no se movía.
Hasta que Bum-Bum, con sus pequeños brazos, intentó empujarla hacia adelante. Ella no se movió ni un centímetro. El pequeño rugía con fuerza, pero fue inútil.

De pronto, dos nórdicos borrachos como cubas, en un arranque de camaradería ancestral, corrieron hacia ella como un ariete humano. La embistieron con brutalidad entre carcajadas y la lanzaron al centro del meollo. Yrsa cayó entre Vihaan y Yara, aturdida, con los ojos abiertos como platos. Y entonces algo cambió. Sin saber cómo, empezó a moverse. Torpe, sin ritmo, pero con los brazos alzados y una felicidad que no recordaba haber sentido jamás.

Reía, giraba, chocaba con todos, pisando pies descalzos y pidiendo disculpas, pero sin preocuparse por los pasos ni por el qué dirán. El suelo temblaba bajo el estrépito de las botas, el mar acompañaba con su rumor, las cuerdas y los tambores rugían al unísono.

Drake giraba con Yara, Grace y Vihaan se perdían entre vueltas, Akuma y Cortés tocaban hasta desgarrarse los dedos, Bhagirath aplaudía al ritmo de los tambores, y hasta Bum-Bum intentaba un paso de danza que hizo reír hasta a los muertos.

No había normas, ni partituras, ni países.
Solo el pulso de la vida, el rugido de los cuerpos libres, el fuego de quienes aún podían reír pese a todo.
Y así, en aquella bahía sin nombre, bailaron hasta que el cielo se volvió pálido y el mar amaneció cansado de mirarles.

Bailaron porque estaban vivos, porque la música los había unido una vez más.
Bailaron porque, en el fondo, bailar era recordar que aún había esperanza.

Y mientras lo hacían, nadie pensó en el mañana.

Continuará…
 
Capítulo 62 - El arte del engaño: Ladrona y Dama, Pirata y Caballero

Ni la inmensa resaca pudo detener la marcha de los piratas. Y eso que pesaba sobre ellos como una losa inmensa a sus espaldas. Salieron a la primera luz del alba, algunos con la botella aún en la mano, otros con la risa pegada a los labios y el sueño colgando de los ojos.
Casi nadie tuvo tiempo a dormir. Los ojos rojos y las mentes aún espesas. Pero con la ilusión de seguir y la voluntad intacta.

El mar, compasivo, se abrió ante ellos en calma. Soplos suaves y constantes hinchaban las velas, y el sol naciente bañaba las cubiertas en oro y sal. Parecía como si el Èkó de Yemayá, espíritu protector del océano, los guiara con su mano invisible, alejando tormentas, corsarios y malos presagios. Navegaban ligeros, con la fe de los que se saben afortunados de seguir respirando.

Antes incluso del mediodía, mientras las olas golpeaban suavemente el casco, el plan estaba decidido. Había que urdir una historia convincente, un disfraz que abriera las puertas del palacio de Don Rodrigo de Meneses y Alarcón, gobernador de Portobelo.

Drake, con su sonrisa de zorro viejo, había dado con la idea perfecta:
Se harían pasar por ricos mercaderes, británicos que habían amasado una gran fortuna al otro lado del mundo, en las Indias Orientales, donde los elefantes arrastraban sacos llenos de piedras preciosas y las especias valían su peso en oro. Él sería el comerciante, el hombre que había amasado su riqueza entre sedas y marfil. Elegante y educado. Grace, interpretaría el papel de su esposa, una dama inglesa de porte y lengua afilada, recién llegada a las Américas. Por otro lado: Vihaan, Bhagirath, Yara y los gitanos asumirían el papel de sirvientes: discretos, obedientes, invisibles. El plan era sencillo: mientras los anfitriones brindaban y se dejaban hechizar por los modales y el carisma del matrimonio, las manos rápidas de sus supuestos criados harían el resto. No habría acero, solo astucia; no habría pólvora, solo encanto. Un golpe limpio, casi elegante.

El sol se filtraba por el ojo de buey cuando las risas comenzaron en el camarote de la capitana.
Bhagirath había encontrado unas ropas elegantes en un baúl olvidado en la bodega, que debía de llevar allí desde que robaron el Red Viper a los hermanos Cooper, en el puerto de Bristol.

Yara, arrodillada en el suelo, tiraba con todas sus fuerzas de los cordones del corsé mientras Grace soltaba un quejido que habría despertado a los muertos.
  • ¡Por el amor de Dios, Yara, me estás matando!
  • ¡No exageres! - rió la cubana, tirando aún con más fuerza - Solo intento que parezcas una dama, no una pirata disfrazada con las cortinas del camarote.
Grace se miró en el pequeño espejo de metal pulido que colgaba del mamparo.
  • ¡Pero si tengo más tetas que cara! - gritó horrorizada - Y mírame la cintura… esto no puede ser bueno para el bebé.
  • ¡Deja de quejarte, maldita sea! - rió Yara - Y contén el aliento, que tengo que meter esa barrigota dentro del corsé.
Vihaan las observaba en silencio, con los brazos cruzados y gesto molesto. No le gustaba nada que el truhán de Drake fuese el marido de la mujer que amaba, aunque solo fuera teatro.

Finalmente, Yara consiguió atar el corsé y se incorporó, secándose el sudor de la frente para contemplar su obra. Grace llevaba un vestido de varias capas: primero una camisa interior de lino, luego una enagua, y encima el vestido principal, de seda azul pálido. La cintura ceñida, la falda amplia en forma de campana. Debajo, el corsé moldeaba su silueta y la obligaba a mantener una postura erguida. Las mangas eran anchas y acampanadas; el cuello, alto y rematado con encaje; los puños, finamente bordados.
  • Faltan las joyas… - murmuró Yara, observándola como si fuera un cuadro recién pintado.
  • ¿En serio? - se quejó Grace - ¿No es suficiente con estar atrapada en esta prisión de tela?
  • No - respondió la yoruba con convicción - Una dama rica debe lucir joyas ostentosas: collares de perlas, pendientes de diamantes, anillos con piedras preciosas… Quizás una cadena con un colgante o un cinturón dorado.
Grace volvió a mirarse en el espejo. Llevaba el pelo recogido en un moño alto, lleno de bucles laterales que Yara había entrelazado con cintas doradas y flores. Cada tirón había sido un suplicio; su pelo parecía tan rebelde como ella misma. El corsé, rígido como una armadura, le impedía respirar. Y los zapatos de tacón alto, dos pequeños instrumentos de tortura con hebillas de bronce, la hacían andar como un pato fuera del agua.
  • ¿Cómo demonios caminan las damas con estos zapatos? - refunfuñó, avanzando con dificultad - ¡Si me atacan no podré ni correr!
  • ¡No seas idiota! - replicó Yara, alzando una ceja - Una dama no corre, Grace. Espera a que un valiente caballero la salve.
  • Pues yo prefiero disparar antes que esperar - dijo, intentando mantener el equilibrio.
Vihaan, sentado en el borde del escritorio, le alcanzó los guantes de seda: la pincelada final para convertir a la capitana en una dama de alta alcurnia.
  • Nunca pensé que vería el día en que tuviera que servirle a otro hombre - murmuró, casi ofendido - Ni que mi mujer acabaría vestida como una muñeca rica.
  • ¿Mi mujer? - repitió Grace, divertida.
  • Lo ha dicho, amiga… Y tanto que lo ha dicho… - canturreó Yara, sonriendo mientras le colocaba los guantes con delicadeza.
Las dos se echaron a reír, lanzándose miradas de complicidad. Vihaan se puso en pie, molesto, dispuesto a marcharse del camarote.
  • Oh, venga… no exageres, Vihaan - rió Grace, mirando su reflejo con fingida vanidad - Tal vez descubras que te gusta eso de servir.
  • Sí, claro, sobre todo cuando tu marido es Drake - replicó con ironía - El hombre que no puede pasar ni diez minutos sin contar lo mucho que lo adoran las mujeres.
  • Al menos tiene práctica en mentir - añadió Yara burlonamente - y eso es justo lo que necesitamos.
Grace sonrió de medio lado.
  • Así que… ¿es eso lo que te molesta?
El astrónomo la miró, intentando disimular sus sentimientos. Nervioso, sudando.
  • No sé a qué te refieres… - dijo, mal disimulado.
Yara se giró, lo observó de arriba abajo y soltó una carcajada.
  • ¡Es verdad! - gritó entre risas - ¡Está celoso!
  • ¿Yo? Para nada… - balbuceó Vihaan, avergonzado.
Yara rió tanto que casi cayó de rodillas.
  • Ay, madre, sois imposibles. ¿Podéis hacer el favor de deciros que estáis completamente enamorados el uno del otro, soltar todas esas cursilerías y acabar con esto de una vez? ¡Tenemos mucho trabajo por hacer!
Grace se acercó a Vihaan, con pasos inseguros, tropezando con el peligro de torcerse un tobillo a cada instante. Él la tomó de las manos, tan cerca que casi podía sentir su respiración. Estaba preciosa; rara, sí. Pero preciosa.
  • Así que ahora soy tu mujer… - susurró ella, acercándose peligrosamente.
  • Así es… - contestó él, embriagado por su belleza.
  • Entonces… tú eres mi hombre.
Se besaron. Primero con timidez, luego con hambre. Yara los observaba con una sonrisa, aunque impaciente. Antes de que la cosa fuera a más, los separó de un tirón.
  • Llevo una eternidad para que quepas en ese vestido - le dijo a Grace con severidad fingida - y no voy a permitir que este te lo arranque. ¿Me oyes? Por encima de mi cadáver. Si queréis acostaros, esperad a que terminen las clases de interpretación.
Los tres estallaron en carcajadas, y Grace acabó dejándose caer sobre una silla, agotada.
  • Cuando termine esta farsa, Yara, te juro que quemo este corsé y bailo sobre sus cenizas.
  • Tal vez Drake, tu nuevo marido… - dijo Vihaan con una sonrisa traviesa - se encariñe tanto con tu nueva imagen que no te lo permita hacer.
  • Entonces habrá que recordarle que, bajo toda esta seda, sigue habiendo acero - respondió Grace, desenvainando un pequeño cuchillo y cortando con él un hilo suelto de su falda.
Rieron los tres, cómplices, sabiendo que aquella comedia que iban a representar podía ser su ruina o su salvación. Y mientras las risas se apagaban, los rayos del mediodía se colaban por la escotilla, dorando el aire.

La Dama y el Mercader estaban listos para su papel.
Y Bhagirath los esperaba en cubierta, con todo preparado para dar la primera clase. El hindú sabía que no sería fácil. No conocía demasiado a Drake, pero por la parte de la capitana, estaba seguro de que tendría que esmerarse en cuerpo y alma.

Se proponía domar lo salvaje, contener el fuego, darle forma.
Hacer de la mujer pirata más temida de los siete mares una dama fina y elegante.

Bhagirath había convertido la cubierta en una especie de salón de banquetes improvisado. Había juntado varias mesas de madera, alineadas una tras otra hasta formar una superficie larga y temblorosa, sostenida por cuerdas y barriles. Encima, había dispuesto un conjunto de platos y cubiertos que no podían estar más lejos del refinamiento que pretendía enseñar. Los platos eran de lata abollada, algunos con marcas de óxido; los cuchillos, navajas de marinero; las copas, vasos de ron reciclados, aún con olor a melaza. Había colocado trozos de tela deshilachada a modo de manteles y, en el centro, una botella vacía con una flor marchita.

Aun así, Bhagirath se mantenía erguido y solemne, como si aquella fuera la mesa del propio virrey de Goa. Tenía las manos cruzadas tras la espalda, la barbilla alta y el porte de un mayordomo inglés. Esperaba a Grace con la paciencia de un maestro zen, aunque sus ojos delataban la tensión de quien está a punto de intentar enseñar a una manada de lobos a usar cubiertos.

Drake ya estaba sentado en uno de los extremos de la mesa, tamborileando los dedos sobre la madera con gesto impaciente.
  • Más que la mesa de un gobernador, parece el abrevadero de unos caballos - rió. Y al hacerlo notó que se ahogaba.
  • Es de lo que disponemos capitán - respondió Bhagirath con calma - Deberá ponerle imaginación…
  • ¿Imaginación dices? Si apenas me llega la sangre al cerebro.
Se le notaba incomodo. Mucho en realidad. Vestía ropa elegante, demasiado para su gusto. Bhagirath había insistido en que debía parecer un mercader de fortuna, y así lo habían ataviado: llevaba una casaca de terciopelo verde oscuro con botones dorados, un chaleco de seda granate que le apretaba el estómago y una camisa blanca con cuello alto y encaje en los puños. El pantalón era ajustado y las botas, pulidas hasta brillar.

Su melena, normalmente salvaje, había sido peinada hacia atrás con aceite; el bigote retorcido en punta y una cinta de seda en el cuello completaban el cuadro. Parecía un noble de medio pelo dispuesto a vender su alma o su barco por una botella de vino.
  • Por todos los diablos… - gruñó, tirando del cuello - ¿Cómo respiran los ricos dentro de estos trapos?
  • Con dignidad - respondió Bhagirath, sin inmutarse - Y con la espalda recta.
  • La espalda recta, dice… - murmuró Drake, enderezándose con un suspiro teatral - Si sigo así media hora más, necesitaré un carpintero que me la enderece de nuevo.
Bhagirath no respondió. Solo se limitó a recolocar un vaso torcido y a observar con ojo crítico la mesa, como si su empeño pudiera convertir aquel despropósito en un banquete de reyes.

Un leve murmullo recorrió la cubierta cuando Grace apareció por la escotilla. Todos se volvieron sorprendidos. Yrsa silbó descaradamente, antes de estallar en una risa descontrolada. MacFarlane se asomó detrás el timón, soltando piropos e improperios por los cuales hubiera sido llevado a la horca, si Grace hubiera sido realmente una dama de verdad.

Incluso Aibori que trabajaba con las dos gemelas cerca de la proa, se permitió sonreír.
Bhagirath alzó la vista y asintió, satisfecho, al ver la transformación completa de la capitana.
Drake, por su parte, casi se atraganta con el aire.

Grace caminaba despacio, aún torpe con los zapatos y el corsé, pero con la cabeza alta y una expresión de falsa serenidad que delataba más orgullo que comodidad. La seda azul del vestido relucía bajo el sol y su cabello, cuidadosamente trenzado, brillaba como cobre encendido.
  • Por mi santa madre… - murmuró, acomodándose en la silla con una sonrisa ladina - Si me dicen que eres la duquesa de York, lo creo sin dudarlo.
  • Cierra la boca, Drake - respondió Grace con una mueca - O te haré tragar ese cuello de encaje.
Bhagirath carraspeó con severidad y dio un paso al frente.
  • Por favor, señores, estamos aquí para ensayar una cena formal. Mantengan la compostura.
Drake se echó hacia atrás en la silla, cruzando las piernas con fingido desdén.
  • Muy bien, maestro. ¿Cuál es la primera lección entonces? ¿Cómo evitar morir de hambre mientras uno intenta descubrir cuál de los veinte tenedores usar?
Bhagirath lo ignoró con la elegancia de un monje que ha aprendido a no discutir con demonios.
  • Primero: la postura - rectificó mirando a Grace - Una dama nunca se sienta de golpe ni apoya los codos sobre la mesa.
  • Ya empezamos - gruñó ella, intentando acomodarse - ¿Y si la silla se mueve?
  • Entonces, mi querida capitana, sonríe como si no hubiera pasado nada - respondió Bhagirath, imperturbable - La elegancia consiste en hacer creer al mundo que uno siempre está cómodo, incluso cuando no lo está.
Drake soltó una carcajada.
  • En ese caso, seré el hombre más elegante del Caribe.
Bhagirath lo miró de reojo, reprimiendo una sonrisa.
Sabía que sería una jornada larga. Y que deberían repetirla más de una vez.
Demasiadas para ser sinceros.

El hindú se colocó al extremo de la mesa, con la solemnidad de un embajador en pleno banquete real. A su alrededor, la tripulación se había acomodado en círculo, curiosa y expectante, algunos sin dejar sus tareas, otros subidos en los barriles para no perder detalle.
  • Bien - anunció con voz firme - Lo primero que debéis recordar es que los ricos no comen: degustan.
Drake alzó una ceja.
  • Yo degusto… sobretodo cuando tengo hambre.
  • No es lo mismo - replicó Bhagirath, con la paciencia tensa de un hombre santo - Ellos convierten cada bocado en un ritual. La postura, los gestos, la forma de sostener el cubierto… todo tiene significado.
Tomó uno de los cuchillos de marinero y una cuchara abollada, los levantó con precisión y empezó la demostración.
  • El tenedor se sostiene con la mano izquierda, el cuchillo con la derecha. La hoja siempre hacia adentro. Y jamás, bajo ningún concepto, se lame el cuchillo.
Drake miró su cuchillo, luego a Bhagirath.
  • ¿Y si la salsa está buena?
  • Entonces pide más - contestó sin pestañear - Siempre con educación.
  • ¿Y si el cocinero está muerto? - añadió con sorna.
  • Entonces sonríes, finges placer y brindas por su alma - replicó Bhagirath sin perder el ritmo.
La cubierta estalló en carcajadas. Grace intentó mantener la compostura, pero la sonrisa se le escapaba por las comisuras de los labios.
  • A ver, capitana - dijo Bhagirath señalándola con una mano - Siéntese como una dama.
Grace obedeció, con el corsé apretándola y los zapatos chirriando sobre la madera. Se acomodó lo mejor que pudo y colocó el tenedor y el cuchillo tal como había dicho.
  • ¿Así?
  • Casi - respondió Bhagirath, enderezándole la espalda - Una dama no apoya los codos, no abre las piernas y, sobre todo, no bufa como si estuviera en medio de una tormenta.
Grace se mordió la lengua.
  • Intentaré recordarlo, maestro.
  • Y sonríe —añadió Bhagirath - Con dulzura, no con amenaza.
  • Mi sonrisa nunca es una amenaza - dijo ella, mostrando los dientes.
  • Eso es discutible - susurró Drake, recibiendo un pisotón bajo la mesa.
Bhagirath respiró hondo.
  • Bien. Ahora supongamos que el mayordomo sirve el primer plato.
Hizo un gesto, y Cortés - divertido por el papel que le había tocado interpretar en aquel teatro — se acercó con una olla vieja y humeante.
  • Aquí tienen su “consomé” mis excelencias - dijo con falsa pomposidad y una reverencia exagerada.
Bhagirath asintió, continuando con la explicación:
  • Primero, se inclina ligeramente la cabeza. Se agradece al servicio con una sonrisa y se toma la cuchara con delicadeza. Nunca se sopla la sopa. Se espera a que enfríe y se bebe desde el borde de la cuchara, sin ruido.
Drake hundió la cuchara en el líquido turbio y sopló con fuerza.
  • Lo siento amigo, esta mañana no he desayunado - dijo antes de sorber con estrépito.
Un coro de carcajadas retumbó por la cubierta. Grace, entre risas, intentó mantener la compostura, pero terminó haciendo lo mismo.
Bhagirath cerró los ojos.
  • Esto va a ser largo… - murmuró para sí.
Cuando el “segundo plato” llegó, un pedazo de pan y algo que parecía carne seca, Bhagirath trató de seguir.
  • El pan nunca se corta con el cuchillo. Se parte con los dedos, de forma discreta.
Drake lo partió… con un golpe seco del puño.
  • Discreto y rápido - dijo con orgullo.
  • Eres incorregible - rio Grace.
  • Soy práctico, amor mío. Los ricos parecen estúpidos… tardan tanto en comer que la comida se enfría antes de llegarles a la boca.
Grace, por su parte, intentó imitar un gesto elegante para llevarse un trozo de carne. Se le resbaló del tenedor y fue a parar directamente al regazo de Drake.
  • ¡Por todos los diablos! - exclamó él, apartándose.
  • Disculpad, mi señor - dijo ella, intentando no reír - Parece que mi cena os prefiere a vos.
El estallido de carcajadas fue general. Yara se dobló sobre sí misma de tanto reír, Akuma ocultó una sonrisa tras su hermana, y hasta el Aibori soltó una carcajada que se perdió entre la espuma del mar.
Bhagirath, sin embargo, no se rendía.
  • No importa. Repetiremos - dijo, alzando el mentón con dignidad - La etiqueta se aprende con disciplina.
Drake lo miró con sorna.
  • ¿Y también enseñáis a fingir que uno no se muere de hambre mientras lo hace?
  • Eso - respondió Bhagirath con una sonrisa paciente - se llama educación.
Grace apoyó los codos sobre la mesa, agotada, y suspiró.
  • Si alguien me dice que los ricos disfrutan esto, le disparo sin dudarlo por mentiroso.
El hindú, sin perder la compostura, se acercó y le recolocó los brazos.
  • No disfrutan, capitana. Presumen. Es distinto.
Drake se echó hacia atrás, riendo.
  • Entonces eso lo tengo dominado.
El estallido de risas volvió a recorrer la cubierta. Bhagirath se masajeó las sienes, mirando al cielo como si pidiera paciencia divina.
  • A veces me pregunto - murmuró - si los dioses me odian.
La tripulación aplaudió con sorna y fingió brindar, alzando copas invisibles al aire. Grace, aún atrapada en el corsé y muerta de risa, levantó la suya.
  • Por el maestro Bhagirath - dijo entre carcajadas - Si sobrevivimos a la etiqueta, nada podrá detenernos.
Drake alzó su copa también.
  • Por los modales… y por la falta de ellos.
El brindis resonó entre los mástiles, seguido de carcajadas y el sonido de las olas golpeando el casco. El hindú, resignado, sonrió. Sabía que, pese a todo, algo de aquel desastre quedaría grabado. Tal vez no serían nobles perfectos, pero aprenderían lo esencial: cómo parecerlo sin dejar de ser lo que eran.

Cuando por fin el banquete ficticio terminó, Bhagirath dejó los cubiertos sobre la mesa con la delicadeza de un sacerdote que cierra un ritual.
  • Muy bien - dijo, respirando hondo - Ya han visto como comen los ricos. Ahora solo falta repetirlo varias veces hasta que lo imiten a la perfección.
  • ¿Ya hemos terminado? - preguntó ilusionada Grace.
  • Para nada, capitana. Ahora toca moverse como ellos.
Drake se llevó la mano al corazón teatralmente.
  • Por favor, dime que te refieres a caminar.
  • No. Aunque también estaría bien repasar ese aspecto, gracias por la idea - respondió Bhagirath con una sonrisa maliciosa - Me refiero a bailar.
  • Perfecto… justo lo que me temía.
El hindú dio una palmada, y los gitanos comenzaron a afinar violines y laúdes. Al principio sonaron suaves, una melodía delicada, casi tímida… pero en cuestión de segundos el ritmo cambió. El violín se alzó con un lamento apasionado, el laúd respondió con furia, y las palmas comenzaron a marcar un compás salvaje. En un instante, la cubierta del barco se transformó en un torbellino de risas, zapateos y fuego.

Parecía que el palacio veneciano que imaginaban se había incendiado, convertido en una hoguera viva donde los cuerpos se movían sin control, como poseídos por su propia música.
Bhagirath levantó una mano.
  • ¡Basta! - su voz cortó el aire sin violencia, pero con autoridad.
Los gitanos frenaron poco a poco, el último acorde flotó en el aire como un suspiro. El hindú sonrió y movió los dedos con elegancia, marcando un compás nuevo, más pausado, más refinado.
  • No buscamos fuego, buscamos seda - dijo en voz baja - No una tormenta, sino la ilusión de la calma.
Los músicos se miraron entre ellos y, esta vez, comenzaron de nuevo. El ritmo se hizo más suave, el violín acariciaba las notas en lugar de desgarrarlas, el laúd caminaba despacio, elegante, como un amante que no quiere despertar a su dama.
Bhagirath asintió satisfecho, levantando la barbilla como un director de orquesta.
  • En las fiestas venecianas - explicó - cada paso es una mentira hermosa. Se baila sin mostrar cansancio, sin pasión visible, aunque cada movimiento esconda deseo y orgullo. Es el arte del disimulo convertido en danza.
Grace alzó una ceja.
  • Entonces este baile es perfecto para nosotros.
  • Eso está por ver - respondió Bhagirath, dándole una leve reverencia - Señora, si me permite.
La ayudó a levantarse y la guió hasta el centro de la cubierta. Drake se quedó sentado, cruzado de brazos.
  • Yo no pienso bailar - dijo negando con la cabeza.
  • Usted será el mejor bailarín que haya visto nadie - replicó Bhagirath sin mirarlo - Y en el baile, señor Drake, hasta los bribones saben girar sin caerse.
Las risas de la tripulación llenaron el aire. Grace se colocó en posición, aunque el corsé apenas le dejaba respirar.
  • ¿Así? - preguntó intentando seguir sus pasos.
  • Más erguida, capitana… los brazos suaves, no luche contra mí, fluya conmigo - le corrigió Bhagirath, moviendo sus manos con precisión.
Los gitanos marcaron el ritmo con una melodía lenta, envolvente, llena de violines y susurros de cuerda. Bhagirath dio un paso atrás, se inclinó y comenzó la secuencia: un giro lento, una media reverencia, un avance cruzado. Grace intentó imitarlo, pero sus zapatos resbalaron y acabó tropezando contra él.
  • ¡Por favor señorita O’Mallley! - exclamó Bhagirath riendo - ¡Es un baile, no una abordaje!
  • Lo intento - respondió ella entre risas - pero estos malditos zapatos conspiran contra mí.
Desde su asiento, Drake observaba con diversión.
  • No lo haces tan mal, esposa mía. Si consigues no matarlo antes de que acabe la música, quizá hasta engañes a los nobles.
  • Ven aquí y baila tú, bocazas - le soltó Grace.
Bhagirath giró hacia él con una sonrisa felina.
  • Buena idea. Señor Drake, es su turno.
  • Ni hablar.
  • Bailar no es opcional, es supervivencia - dijo el hindú - Un noble que no baila levanta sospechas.
La tripulación coreó entre risas: ¡Que baile, que baile!
Drake gruñó, se levantó, y fue hasta el centro con la resignación de un condenado al cadalso. Bhagirath le indicó la postura:
  • Pies juntos, la mirada serena, el torso recto. No es una pelea, señor Drake.
  • Eso ya lo veremos - murmuró él - Uno sabe como empieza la fiesta, pero nunca como termina.
La música subió un poco, las cuerdas vibraron como olas suaves. Bhagirath se apartó, dejando a Grace frente a Drake. Ella sonrió con picardía.
  • Vamos, mercader… muéstrame tus modales venecianos.
  • No tiene que ser tan difícil - dijo él confiado, y al dar el primer paso casi la derriba.
El público estalló en carcajadas.
Grace logró mantener el equilibrio y lo sujeto bruscamente, evitando caer al suelo.
  • ¡Con cuidado! Si me caigo voy a tardar tres meses en levantarme de nuevo.
  • ¡Eso intento, maldita sea! - rió él - ¿En que momento se me ocurrió semejante estupidez?
Y poco a poco, entre tropiezos y risas, los pasos comenzaron a encajar. No era la elegancia de los salones venecianos, pero había en ellos una armonía tosca, sincera. Drake se dejó llevar, y Grace, ya sin preocuparse del corsé ni del decoro, se movió con naturalidad, libre.
Bhagirath los observó, cruzado de brazos, y murmuró para sí:
  • No lo hacen bien… pero lo hacen con alma. Eso bastará.
Cuando la melodía terminó, los dos se quedaron en medio de la cubierta, jadeando, riendo como niños. La tripulación estalló en aplausos y silbidos.bGrace hizo una reverencia exagerada.
  • ¿Qué tal, maestro?
  • Un desastre - respondió Bhagirath con una sonrisa - Pero un desastre convincente.
Drake le guiñó un ojo.
  • Convencer es justo lo que necesitamos.
  • No celebre tan pronto señor Drake. Aún queda mucho por hacer - dijo Bhagirath - Pero veo en usted un diamante en bruto, solo queda pulirlo hasta que reluzca.
Y entre risas, la cubierta se llenó otra vez de música y risas ante los torpes bailes del ficticio matrimonio, como si el mar mismo se uniera a la farsa. Porque en el fondo, sabían que eso eran todos ellos: bailarines de mentira, piratas disfrazados de nobleza, artistas del engaño. Y ese teatro, aquel juego arriesgado pero divertido, apenas acababa de empezar.

Cuando la música se desvaneció, Bhagirath dio unos pasos hacia adelante, con las manos a la espalda, observando a sus dos alumnos con aire solemne. La brisa levantaba su túnica como si incluso el viento esperara sus palabras.
  • Ya sabemos comer como ellos - dijo con calma - Ya sabemos bailar como ellos. Pero aún os falta lo más difícil: hablar como ellos.
Drake suspiró y se dejó caer en la silla más cercana.
  • ¿Y qué tiene de complicado hablar?
  • Todo - respondió el hindú con una seriedad teatral - Las palabras son la verdadera espada de la nobleza. No hieren el cuerpo, hieren el orgullo.
Algunos tripulantes se habían sentado en los barriles a observar la lección. Bhagirath los ignoró y caminó lentamente frente a Grace y Drake, como un general ante sus soldados.
  • Primero, la voz - dijo señalando a Grace - Una dama no grita, ni se impacienta. Habla como si cada palabra fuera una joya que se deja caer despacio para que el mundo la admire.
Grace lo miró con gesto socarrón.
  • ¿Y si la joya va dirigida a un idiota?
  • Entonces la sonrisa lo dice todo, pero los labios no se manchan con palabras mal sonantes - contestó Bhagirath, sin perder la compostura.
  • Creo que eso va a ser lo más complicado de todo, viejo amigo.
Los piratas estallaron en carcajadas.
  • Segundo - continuó imperturbable - los gestos. No se debe señalar, ni golpear la mesa, ni mover los brazos como si uno espantara gallinas. Todo debe fluir despacio, como si hasta el aire te perteneciera.
Drake lo imitó exageradamente, moviendo la mano con una elegancia ridícula.
  • ¿Así?
  • No tanto - rió Grace - que pareces una viuda italiana en pleno drama.
Otra carcajada general. Bhagirath sonrió apenas, pero siguió.
  • Y tercero… el silencio.
  • ¿El silencio? - preguntó Grace, arqueando una ceja.
  • El silencio, sí. Los ricos no tienen prisa por responder. No buscan acertar, solo dominar el momento. Un segundo de pausa puede valer más que un argumento.
Dio media vuelta y se dirigió a Drake.
  • Tú eres el señor, el centro de atención. Cuando hables, hazlo con confianza, pero sin parecer desesperado por agradar. Recuerda: un hombre poderoso no necesita convencer, solo sugerir.
Drake se cruzó de brazos, poniendo su mejor sonrisa.
  • Sugiero que me traigan una botella de vino y que terminemos con esto de un solo trago.
  • Sugieres mal - replicó Bhagirath, sin inmutarse - Los ricos beben despacio, aunque estén desesperados por emborracharse.
Grace no pudo contener la risa.
  • Eso sí que va a costarte, querido.
Bhagirath prosiguió, caminando en círculos alrededor de ambos, mientras los demás observaban como si asistieran a una función.
  • Ustedes dos - dijo elevando la voz - dejaran de ser piratas por una noche y se convertirán en la imagen de la elegancia y el engaño. En esa fiesta no entrarán como guerreros, sino como actores. Cada mirada, cada palabra, cada paso debe ser calculado.
Los miró a los ojos con una mezcla de ternura y severidad.
  • Debéis recordar algo: en la nobleza, la verdad nunca se dice. Solo se insinúa. La mentira, si se viste con oro, parece virtud.
Grace dio un paso al frente, intentando replicar su tono.
  • Querido esposo… - empezó teatralmente - espero que el gobernador tenga buen vino, porque tu charla me ha dejado seca.
Drake inclinó la cabeza con fingida elegancia.
  • Mi amada esposa, si me permites, prometo llenar tu copa y tu paciencia en cuanto lleguemos.
Bhagirath los observó con resignación.
  • Bueno… al menos le ponen voluntad. Es un primer paso…
La tripulación estalló en carcajadas. Algunos aplaudieron, otros silbaron. Y en medio de aquel caos alegre, el hindú respiró hondo, sabiendo que quedaba mucho por hacer.
  • Mañana - dijo con voz solemne practicaremos otra vez… Lo repetiremos las veces que hagan falta… Voy a hacer de ustedes dos la viva imagen de la elegancia y el decoro.
El espectáculo se disolvió y todos volvieron a sus tareas. Las risas siguieron un buen rato flotando en el aire, entre bromas sobre lo patosos que habían estado los dos capitanes. De alguna manera, aquella también era la función de un buen líder. No solo bastaba con dar ordenes e imponer respeto, sino en aligerar los corazones y hacer las tareas pesadas más ligeras.

Yara acudió rauda al camarote, a desvestir a Grace bajo la solicitud imperante de la capitana, que no podía soportar ni un segundo más aquel vestido infernal. El Cuervo, al contrario, decidió seguir vestido como un marqués. Se paseaba por la cubierta fingiendo ser un rico mercader. Saludaba con condescendencia a la tripulación, mirándolos por encima del hombro y dedicando inclinaciones exageradas de cabeza. Allí por donde pasaba despertaba carcajadas entre los hombres y suspiros de amor entre las mujeres.
  • ¿Puedo pasar? - la voz de Bhagirath sonó al otro lado de la puerta.
  • ¡Pasa! - dijo Grace desvistiéndose.
Al entrar Bhagirath giró la cabeza, al verla medio desnuda. No por vergüenza, sino por educación.
  • ¡Vamos amigo! - rió Yara - No seas tan santurrón… No será la primera mujer que veas desnuda…
  • No lo ha hecho tan mal, señorita Grace - sonrió Bhagirath, acercándose a ella, pero sin mirarla fijamente.
  • ¡Venga, no me mientas… tú no, viejo amigo! - rió ella, deshaciéndose el moño.
Su cabello se volvió una selva de rizos y fuego cuando fue liberado. Grace suspiró y movió la cabeza, sintiéndose por fin libre, como si hubiera escapado de una prisión. Bhagirath la contempló de reojo con una sonrisa serena, las manos a la espalda, el bigote impecable.
  • ¿Recuerda la conversación que tuvimos en la Isla del Perro? - preguntó él de repente.
  • Ha llovido mucho desde entonces, pero sí - rió ella - Me dijiste que algún día me enseñarías modales. ¿Quién iba a decir que al final los iba a necesitar?
Bhagirath asintió, mirándola fijamente a los ojos. Recordó aquella noche bajo la luna de la difunta Isla del Perro. Le parecía tan lejana… como si hubiese ocurrido en otra vida.
  • Parece como si aquello hubiera sucedido hace siglos, ¿no le parece?
  • Cierto… - respondió ella, enfundándose de nuevo en sus ropas habituales - Recuerdo que por aquel entonces no me tenías en muy buena consideración.
  • Así era - admitió el hindú con una sonrisa leve - Pensaba que usted era una buscavidas, una mujer movida solo por la codicia, dispuesta a robarnos hasta la última moneda que llevábamos encima.
Yara, que doblaba con delicadeza las prendas elegantes, soltó una carcajada.
  • En realidad, eso era justo lo que pretendíamos hacer, Bigotes.
Bhagirath rió al recordar aquel apodo, el primero con el que lo llamaron antes de convertirlo en amigo, hermano, compañero.
  • ¿Lo decís en serio, señorita Yara?
  • Por supuesto - respondió la cubana, sin un ápice de vergüenza - Cuando os vi llegar al podrido muelle de Bristol, solo vi dos bolsas enormes de oro con patas. Nuestro objetivo era timaros, sacaros todas las monedas y seguir nuestro camino.
El hindú frunció el bigote, fingiendo desagrado.
  • No era nada personal, amigo - añadió Yara - Gajes del oficio…
  • Nuestra vida era esa, Bhagirath - dijo Grace, ajustándose el cinturón del que colgaban sus armas - Era lo único que sabíamos hacer, el único camino que conocíamos.
La capitana se acercó a él y le posó una mano sobre el hombro. Su mirada, firme y luminosa, lo atravesó como una llama.
  • Pero ahora todo es distinto - dijo sin pestañear - No podría imaginar mi vida sin que tú estuvieras en ella. Eres un pilar para mí, y para todos los que te rodean.
  • Me honra escuchar esas palabras, capitana. Le doy las gracias.
Yara se aproximó también, abrazándolo con ternura.
  • No… gracias a ti, amigo - añadió Grace - Por traer sano y salvo a Vihaan hasta mí, por darme la oportunidad de conocer al amor de mi vida, al futuro padre de mi hijo. Gracias por ayudarme a enfrentar mis miedos, por tu sinceridad incluso cuando dolía, por luchar a mi lado en cada batalla, sangrando como un hermano. Gracias por mantenerte firme, incluso en la peor de las tormentas. Gracias por estar… y por seguir estando.
A Bhagirath se le escapó una lágrima que se perdió en la espesura de su bigote. Con la voz entrecortada, asintió lentamente.
  • No habéis cambiado, señoritas - sonrió al fin - Seguís siendo las mismas ladronas de siempre.
Grace y Yara lo miraron confundidas, hasta que él apoyó sus dos mano en sus hombros y añadió:
  • Aunque ya no robéis monedas… sino corazones.
Los tres se fundieron en un abrazo largo y reconfortante. Habían pasado por tanto...
Habían dejado amigos atrás, enterrado a demasiados, celebrado victorias y llorado derrotas.
Y en ese instante, en la calma del camarote, aquel abrazo fue mucho más que un gesto de afecto. Fue una promesa silenciosa: que sucediera lo que sucediera, jamás se separarían.

Las amistades que nacen entre risas de taberna suelen ser breves, efímeras como la espuma del vino. La felicidad, a veces, se disfraza de certeza y viste las promesas falsas como verdaderas.
Pero lo que se forja en el campo de batalla, en la escasez, en el miedo y la tormenta… eso es distinto.
Eso es puro. Irrompible.

El mundo había querido que se encontraran. No solo ellos tres, sino cada alma que formaba parte de aquel navío, de aquel viaje. Y el destino, caprichoso y sabio a la vez, había tejido entre todos un lazo eterno, un hilo invisible que ni el tiempo, ni la distancia, ni siquiera la muerte podrían romper.

Eran más que amigos. Más que familia.
Eran algo que no tiene nombre.

Algo que, incluso, el mejor de los poetas no podría recitar.
Algo que solo quienes han sangrado juntos pueden entender.

Continuará…
 
Drake no tiene nada que hacer en la relación indestructible entre Vihaan y Grace.
No temas compañero, que esta vez me voy a portar bien jajajaja
Me he encariñado con ellos, y con su relación. Pero tampoco quiero ponérselo fácil.
Si algo ha demostrado el destino, es que este viaje no es un camino de rosas.
Pero estoy contigo, quiero que el amor triunfe!
Un abrazo enorme
 
Capítulo 63 - Máscaras bajo la luna llena: El sufrimiento de no poder ser uno mismo

Fueron tres días de travesía sin descanso. Pero el mar se mantuvo en calma, como si Yemayá hubiera decidido bendecir su paso, y los vientos los empujaban con suavidad hacia el sur. Pero ya no estaban solos, pues a medida que se acercaban a Porto Belo, las aguas se poblaron de vida y de velas.

Los primeros navíos aparecieron al amanecer del segundo día: mercantes flamencos cargados de especias y sedas, galeones españoles repletos de oro, barcos ingleses hinchados de ron y tabaco, y pequeñas goletas portuguesas que parecían flotar solo gracias a su fe. Divisaron también naves francesas que olían a vino y a perfumes, y algún bergantín holandés con la bodega llena de porcelana, alfombras y sueños ajenos. En sus cubiertas se adivinaban banderas ondeando con orgullo, lenguas mezcladas, mercaderes que gritaban sus delitos al viento, esclavos que remaban bajo el sol inclemente y capitanes que medían sus fortunas por el peso del metal que transportaban.
  • ¡Miserables! - gruño el Perro aferrando con rabia el timón de su navío - Tienen la desfachatez de llamarnos ladrones… los mismos bastardos que saquean con impunidad estas hermosas tierras que no les pertenecen.
Por un segundo sintió el impulso de dar la orden para que estallaran los cañones. Pero aunque lo hubiera gritado a los cuatro vientos, no hubiera servido de nada. Pues cada vez que alguno de aquellos navíos, cargados de riquezas, divisaba las velas del Madra Ifrinn, el Red Viper o el Español Errante, el viento cambiaba. No les hacía falta distinguir las calavera, ni los temidos mascarones de proa para entender quién se acercaba. Bastaba con ver cómo el aire se volvía pesado y el silencio se extendía sobre el mar. Entonces, uno tras otro, los barcos viraban el rumbo, alejándose con presteza. Porque las banderas piratas nunca fueron bienvenidas entre los ricos, y menos aún en las aguas del Virreinato.

Bhagirath apoyado en la barandilla de borda, observaba los navíos alejarse con una sonrisa imborrable. El hombre que una vez fue; pudiera haber estado embarcado, perfectamente, en uno de esos barcos. Temiendo el abordaje, rezando a sus dioses por no morir bajo el hierro de los piratas. Pero ahora él era el que imponía miedo. Ahora él era el pirata. El que con su sola presencia hacía retroceder a los poderosos. Se secó el sudor de su frente, cansado por el viaje y por el arduo trabajo realizado. Durante esos tres días no perdió la esperanza, ni la paciencia, de convertir a Drake y a Grace en auténticos hijos de la abundancia. Día tras día, repasó con ellos la forma de andar, la manera de sostener la copa, de mirar sin mirar, de fingir interés y desprecio al mismo tiempo.

Y aunque al principio parecía imposible, poco a poco, la farsa empezó a tomar forma. Grace ya no caminaba como una marinera cansada, sino como una dama de abolengo que flotaba sobre el suelo. Drake había aprendido a vestir el orgullo como si fuera una armadura, y a inclinar apenas la cabeza al saludar, con ese aire de quien está acostumbrado a que el mundo se incline primero.

Mientras tanto, Ren había trabajado en silencio, encerrado en su pequeño taller improvisado bajo cubierta. Sus manos hábiles y pacientes moldearon las máscaras que llevarían Drake y Grace en la fiesta de Meneses. La de él era de cuero oscuro, pulido hasta brillar como la obsidiana, con filigranas doradas que recordaban las alas de un halcón. La de ella, una maravilla de nácar y encaje blanco, con incrustaciones de pequeñas perlas y un leve matiz rosado, como si la piel de la máscara respirara. Eran piezas de otro mundo, hechas no solo para ocultar un rostro, sino para crear uno nuevo.

Los ropajes de los sirvientes también fueron tejidos durante la travesía. Vihaan, Bhagirath, Yara y los gitanos vestirían a la manera de los indios orientales: túnicas largas de lino, brazaletes de metal envejecido, turbantes y cintas que parecían atrapar la luz del sol. El contraste con la elegancia inglesa de los supuestos señores sería perfecto.

Cuando al tercer día el sol empezaba a morir en el horizonte, el Red Viper y sus navíos hermanos redujeron velas. Las luces de Porto Belo titilaban a lo lejos, como luciérnagas dispersas en la costa. La capitana dio la orden de virar y buscar refugio; encontrando una cala estrecha, rodeada de acantilados y manglares, donde las olas apenas susurraban. Allí ocultaron los barcos bajo la sombra del atardecer, recogiendo las velas negras y apagando toda luz. En silencio, ensillaron a los dos caballos y prepararon el equipo para el último tramo hasta el puerto.
El plan exigía discreción. Y los nervios empezaban a aflorar.
  • Estamos actuando precipitadamente - dijo Grace mientras montaba a Sirius - Deberíamos investigar primero, reunir información…
  • ¡Así no capitana! - exclamó Bhagirath al verla subir al caballo - Debe montar de lado, como ensayamos. Con modestia, con elegancia, recuérdelo…
Grace refunfuño y pasó su pierna izquierda por encima del lomo de Sirius, que relinchó bajo la capitana, nervioso como todos los demás. Vihaan se acercó a ella, vestido como lo hacían sus sirvientes cuando era hijo de la riqueza, en Calcuta. Con cuidado le alisó el vestido, sonriendo.
  • Hoy habrá luna llena, Grace - dijo mirando al cielo - Por lo que habrá fiesta en casa del gobernador. Si no lo hacemos ahora, deberemos esperar un mes entero… y para entonces ya habremos muerto de hambre.
  • El criado tiene razón, esposa - sonrío Drake encima de Rigel - Debemos seguir el plan.
Vihaan lo miró con desprecio mientras ayudaba a Grace a sentarse bien sobre el lomo del caballo. De repente, Akuma y Shinrei aparecieron desde la oscuridad de la selva.
  • ¿De dónde salís vosotras? - Preguntó Grace al verlas.
  • Acabamos de dejar a Kage en la selva - dijo Shinrei - para que…
  • Estire las piernas - terminó Akuma con una expresión que pretendía ser una sonrisa.
Bhagirath se acercó a ellas, entregándoles un trozo de pergamino.
  • Bien… Ya sabéis que debéis hacer, compañeras.
Las dos asintieron en silencio y sin más se perdieron en la espesura como dos sombras sincronizadas. Si las gemelas fallaban en su misión, nada de lo que habían preparado serviría. Por eso habían depositado la parte más importante en ellas. Porque nunca fallaban.
  • Sigo diciendo que estamos cometiendo un error - dijo Grace acomodándose el corsé con cara de angustia.
Macfarlane, que ayudaba con los preparativos, se acercó a ella con una sonrisa burlona dibujada en su rostro castigado.
  • Vaya, vaya… - dijo maliciosamente - al parecer, la capitana de cabellos de fuego, aquella que no teme desafiar a los dioses y lanzarse de cabeza contra cualquier enemigo… le teme a una fiesta de etiqueta.
  • Muy valiente te veo escocés - respondió Grace - Intenta ponerte este maldito corsé y seguimos hablando.
Las risas partieron antes que la expedición, vestidos ya para su papel, dejando atrás la sal y el mar, y entrando, como fantasmas entre máscaras, en el corazón del engaño.

El atardecer los encontró de camino, con las luces anaranjadas suspendidas sobre la selva costera. Los cascos de los caballos resonaban suaves contra la tierra húmeda mientras el sol, tímido al principio, iba arrancando reflejos dorados de las hojas. La bruma de la selva se deshacía poco a poco, dejando entrever el contorno de la ciudad.

Y entonces la vieron.
Porto Belo. En todo su esplendor.

No pudieron evitar contener la respiración. Aquella ciudad hacía honor a su nombre.
Aunque la belleza de los poderosos, y ellos lo sabían muy bien, siempre tenía dos caras.

Un coloso de piedra y madera que crecía entre la montaña y el mar, levantado sobre una bahía natural donde el océano se volvía manso y profundo. Desde lejos parecía un enjambre viviente: mástiles y velas se alzaban como bosques sobre el agua, y el aire estaba cargado del grito de las gaviotas, el golpeteo de los martillos y el murmullo de mil lenguas diferentes.

En el puerto, los barcos se apretaban unos contra otros como ovejas en un corral. Galeones españoles relucientes, navíos ingleses con cascos de hierro, goletas francesas pintadas con vivos colores, y humildes falúas locales que subían y bajaban en las olas, cargadas de frutas, carbón y esclavos.

El aire olía a sal, a sudor y a especias. A ron derramado, a brea y a promesas rotas.
La ciudad misma era un laberinto de contrastes. Las primeras casas, junto al muelle, eran de madera vieja y techos de palma, ennegrecidas por la humedad. A medida que uno ascendía por las empinadas calles, las fachadas se volvían de piedra, adornadas con balcones de hierro forjado y persianas pintadas con colores vivos: azul añil, rojo sangre, ocre. Las calles estaban empedradas de forma irregular, y el ruido de los carros y los cascos de las mulas se mezclaba con el pregón de los vendedores y el eco de las campanas de la iglesia mayor.

Había un mercado al aire libre, extendido como una herida de colores sobre la plaza principal.
Allí se vendía de todo: joyas robadas de las minas del Perú, telas que habían cruzado el océano desde la India, frutas que parecían inventadas por un pintor: mangos, guayabas, piñas enormes. Habían jaulas con loros que repetían maldiciones, cuchillos de acero toledano y frascos de vidrio llenos de medicinas y perfumes. Los hombres vestían de lino blanco o de andrajos, y las mujeres caminaban con el paso firme de quien ha aprendido a sobrevivir entre piratas, soldados y comerciantes sin alma.

El bullicio era constante.
Negros esclavos descargaban barriles mientras los capataces gritaban órdenes. Frailes con sotanas empapadas caminaban entre el gentío rezando oraciones a medias, intentando sin éxito bendecir un puerto condenado a la codicia.
Músicos callejeros tocaban tambores y flautas; el sonido de los martillos en los astilleros marcaba el pulso de la ciudad. Parecía como si Porto Belo no durmiera nunca. Como un corazón gigante que latía al ritmo del oro, sin descanso.

Los piratas, disfrazados de mercaderes y sirvientes, se mezclaron con la multitud sin despertar sospechas. Drake y Grace montaban los caballos con porte altivo, vestidos con las telas finas que Bhagirath había rescatado, las máscaras de Ren colgando a sus costados, aún sin usar. Caminaban erguidos, observando sin mirar, con ese aire de quienes creen que todo lo que pisan les pertenece.
Detrás de ellos, Yara, Vihaan y los gitanos avanzaban cargados con baúles, simulando el agotamiento de los criados fieles. Bhagirath caminaba con parsimonia, atento a cada gesto, a cada palabra, corrigiendo con disimulo los movimientos de sus compañeros.

Atravesaron el puerto y siguieron por la avenida principal, escoltados por el ruido, los olores y las miradas. A su paso, los niños se detenían a observar a la pareja de ricos recién llegados; los vendedores alzaban la voz, intentando atraer su atención; y algunos caballeros, vestidos con terciopelos y encajes, los miraban con una mezcla de curiosidad y desdén.

El disfraz funcionaba. La mentira había surgido efecto. Por primera vez, nadie vio en ellos a piratas, sino a gente de fortuna. Y mientras subían la cuesta que conducía al barrio noble, Grace respiró hondo. La brisa traía consigo el murmullo del mar, los acordes de una guitarra lejana y el rumor de una fiesta que aún no había comenzado.

El teatro del engaño estaba a punto de levantar su telón.
Y sus actores estaban preparados para hacer lo que mejor sabían hacer.
Robar a los que tenían demasiado, para entregárselo a los que lo necesitaban.
Aunque ellos eran los beneficiarios, en este caso, estaban igualmente equilibrando la balanza.
  • Es ahí - dijo Drake con un movimiento de cabeza.
Su voz, grave y segura, quebró el murmullo de la calle como el filo de una espada.
Frente a ellos se alzaba la casa del gobernador de Porto Belo: una mansión imponente, de muros encalados y amplias galerías sostenidas por columnas de mármol. En la fachada principal, los balcones estaban cubiertos por cortinas de terciopelo carmesí que se mecían con la brisa cálida del anochecer. El escudo familiar, grabado en piedra sobre el portón, mostraba un león rampante y dos anclas cruzadas, símbolo de poder y de la sangre vieja que regía aquellas tierras desde hacía generaciones.

Del interior llegaba una música envolvente: violines, laúdes y claves componiendo un vals lento que parecía flotar sobre el aire húmedo. Las antorchas iluminaban el camino hasta la entrada principal, donde carruajes iban y venían dejando a damas enjoyadas y caballeros con máscaras de plumas. Los criados se apresuraban con bandejas de plata, y el olor a vino caro, perfume y flores tropicales inundaba la noche.

Los piratas se detuvieron unos metros antes del umbral.
Durante un instante, el tiempo pareció estirarse.

Grace apretó las riendas del caballo, defendiéndolo suavemente; su pecho subía y bajaba con respiraciones cortas, el corsé haciéndole la tarea aún más difícil. Vihaan ajustaba los últimos pliegues de su turbante, y Yara repasaba los abalorios de su falda con dedos nerviosos. Bhagirath, como un maestro de ceremonias antes del gran estreno, se acercó a ellos con expresión grave pero serena.
  • Escuchadme bien - dijo, bajando la voz - Habéis trabajado duro estos días, y os habéis esforzado como nunca. Así que recordad quiénes sois esta noche. Señorita Grace, ya no eres una pirata, sino una dama nacida entre sedas y criada entre candelabros. Hablas poco, sonríes aún menos, y cuando lo haces, debe parecer que el mundo te pertenece. Drake, tú eres su marido, un comerciante próspero que ha hecho fortuna en las Indias orientales. Sé arrogante, pero no vulgar. Habla despacio, que tus palabras huelan a dinero y a poder.
Hizo una pausa, mirando a los demás.
  • Y nosotros... - dijo dirigiéndose a los sirvientes - agachamos la cabeza, no hablaremos a menos que nos lo pidan. Recordad que los ricos no ven personas, solo decorado.
La brisa agitó los faroles de aceite, proyectando sombras danzantes sobre sus rostros.
Grace se tocó el broche del pecho, alineándolo con precisión. Drake le apartó un mechón rebelde que escapaba del moño, con un gesto casi tierno. Bhagirath asintió satisfecho.
  • ¿Listos? - murmuró la capitana.
Todos asintieron, no con seguridad pero si dispuestos a afrontar aquella prueba que el destino había querido ofrecerles. El matrimonio ficticio se puso las máscaras. Ren había hecho un trabajo impecable. La de Grace era una pieza de seda y encaje dorado, rematada con pequeñas perlas que enmarcaban los ojos. Las plumas blancas ascendían en una curva elegante que la hacía parecer una criatura salida de un sueño. La de Drake, de cuero negro bruñido, estaba adornada con filigranas doradas que recorrían el contorno de las sienes. Era una máscara de halcón: sobria, poderosa, peligrosa.

Los dos se las colocaron lentamente, mirándose el uno al otro por última vez como ellos mismos, antes de convertirse en otros. Y sin más palabras, el grupo avanzó hacia la entrada del jardín. El sonido de los cascos de los caballos se mezcló con la música lejana y con el murmullo de las conversaciones. Dos guardias uniformados los observaron de arriba abajo, pero al ver las ropas finas y la actitud segura de Drake, se apartaron con una reverencia.

La verja se abrió. Avanzaron lentamente por el jardín, con seguridad. Al llegar a la entrada principal, una corriente de luz dorada los envolvió por completo. Vihaan y Bhagirath ayudaron a sus amos a bajar de los corceles. Llevándoselos con calma hacía el establo. Drake se enderezó el traje, tomó a Grace del brazo con una cortesía ensayada y avanzaron hacia los guardias. Los soldados, vestidos con casacas escarlata y penachos dorados, cruzaron sus alabardas y uno de ellos preguntó en voz baja sus nombres.

Drake con palabras secas y poderosas contestó. Grace, a su lado, tragó saliva observando como el soldado repasaba el pergamino. Sabía que las gemelas nunca fallaban, pero incluso así no pudo evitar el temblor de sus piernas. Cuando el más joven de ellos, anunció con voz fuerte y ceremoniosa sus nombres, recobró el aire de golpe.
  • ¡Sir Edmund Fairborne, comerciante del Reino de Inglaterra, y su distinguida esposa, Lady Beatrice Fairborne, recién llegados de las Indias Orientales!
El eco de la voz retumbó entre las paredes, abriendo paso a la mirada curiosa de decenas de invitados. Al cruzar el portón la ola de luz dorada los cegó un instante. El interior era un palacio hecho de mármol y de oro. Las paredes estaban cubiertas de tapices venecianos, las columnas rematadas por capiteles en espiral, y del techo colgaban candelabros de cristal que multiplicaban las luces en mil destellos. El suelo era un mosaico de mármoles blancos y negros, tan pulido que reflejaba los pasos de los invitados como un lago inmóvil.

El salón principal era un océano de máscaras. Damas con vestidos de seda en tonos esmeralda, zafiro y carmesí se deslizaban como olas entre los caballeros, cuyas casacas bordadas relucían bajo las luces. Se oía el tintinear de las copas, las risas contenidas, el roce de los abanicos y el murmullo constante de las conversaciones en mitad de la música. Un grupo de músicos tocaba desde un estrado: violines, claves, un laúd y un pequeño conjunto de flautas dulces. La melodía era leve, casi hipnótica, como si el aire mismo respirara con ella.

Grace se detuvo un instante, embriagada por la visión. Jamás había visto tanto lujo junto. El olor del incienso, los perfumes caros y el vino especiado llenaban el aire con una densidad casi irreal. Drake, más acostumbrado a fingir que a contemplar, esbozó una sonrisa arrogante y tiró de su brazo con discreción.
  • Recuerda quién eres, Lady Beatrice - susurró sin mover los labios - Los depredadores huelen el miedo.
Grace tragó saliva y avanzó con la cabeza alta, siguiendo el ritmo pausado de los pasos que Bhagirath les había hecho repetir tantas veces en cubierta. Las miradas los seguían al pasar: algunas curiosas, otras suspicaces. Las damas se inclinaban hacia sus acompañantes, murmurando tras los abanicos; los caballeros los observaban con interés.

Los rumores ya empezaban a correr entre los invitados: los Fairborne, los ricos comerciantes ingleses que habían hecho fortuna comerciando sedas y especias en los mares del Este. Drake tomó una copa de vino de una bandeja cercana y la alzó con una sonrisa fría y cortés. Una dama empolvada como si hubiera caído de bruces sobre la nieve, le devolvió una sonrisa juguetona, repasando al lord de arriba a abajo, sin apenas disimular su interés por él. Grace imitó el gesto de su marido, girando con elegancia el abanico que Yara le había prestado.
Por un instante, todo parecía perfecto: el disfraz, los modales, la farsa.

El juego había comenzado con buen pié. Ahora solo quedaba resistir.
Los primeros pasos dentro del salón fueron un ejercicio de equilibrio entre el decoro y el pánico. Grace y Drake caminaban como si el suelo pudiera hundirse bajo sus pies. A cada movimiento, los tejidos caros de sus ropas rozaban el aire con un susurro distinto, como si el lujo mismo los acusara de impostores.

Un hombre bajito, de rostro afilado y sonrisa de mármol, se inclinó ante ellos.
  • ¿Lord y Lady Fairborne, verdad? ¡Un honor tenerlos entre nosotros! Su excelencia el gobernador estará encantado de conocerlos.
Drake inclinó la cabeza con una reverencia tan exagerada que casi pierde el equilibrio.
  • El honor es enteramente mío, buen señor… - dijo con su voz de capitán barnizada de nobleza - Mi esposa me ha hablado mucho de usted, don…
De repente, el Cuervo se quedó en blanco. No tenía idea de quién demonios era aquel hombre. Había metido la pata, y lo sabía. El noble lo miró con extrañeza. Grace arqueó una ceja bajo la máscara y murmuró con una voz demasiado dulce para ser sincera:
  • Sí, sí… por supuesto. Cosas excelentes, sin duda.
El hombre parpadeó, confuso, y se retiró con un gesto mecánico de cortesía. Drake respiró hondo y sonrió.
  • Menos mal... No ha notado nada.
  • No ha notado nada porque no ha entendido nada - susurró Grace, aún con el abanico temblando - No hables más de lo necesario o nos descubrirán…
Se acercaron a un grupo de damas que reían junto a una fuente interior. No tenían intención de detenerse, pero las miradas los cazaron al instante. Una de ellas, con una máscara dorada en forma de mariposa, los examinó con la atención de un joyero ante una piedra dudosa.
  • No recuerdo haberlo visto antes, mi lord. ¿Dijeron que venía de las Indias?
  • Así es… de las más lejanas, bella dama - respondió Drake improvisando - Allí donde el sol se duerme cansado de tanto brillar y las sombras danzan sobre las aguas sagradas del Ganges, mientras los templos y palacios se alzan hacía el cielo como testigos silenciosos de una historia milenaria.
La dama ladeó la cabeza, fascinada.
  • Qué poético… - dijo tapando su sonrisa con el abanico. Luego se giró hacía Grace - ¿Es siempre así o solo intenta impresionarnos?
  • Mi marido nació con alma de poeta - replicó Grace con elegancia - aunque, como habrá notado, se le da mejor amasar fortuna que conmover corazones.
Las risas brotaron como un aplauso contenido. Grace forzó una sonrisa, conteniendo el asco. Todo en aquel lugar olía a hipocresía: perfumes caros, risas huecas, miradas afiladas como dagas cubiertas de terciopelo.
  • ¿Y a qué se dedican exactamente, Lord y Lady Fairborne? - preguntó otra dama, con una máscara de cisne plateado.
  • A comerciar con especias - respondió Grace rápidamente, como quien lee un guión.
  • ¿Qué tipo de especias, querida? - insistió el cisne, con un destello de curiosidad en los ojos.
Grace titubeó. Había oído mil veces los nombres en boca de Bhagirath, pero su mente se vació de golpe. El sudor le perló la frente.
  • Las… rojas - dijo al fin - Las rojas y… las más caras.
Drake la golpeó suavemente con su codo en la cintura, fingiendo una tos elegante. Las damas se miraron entre sí, dudosas, pero acabaron sonriendo ante la seguridad teatral de Lord Fairborne. El Cuervo tenía un don: no necesitaba hablar mucho, bastaba su sonrisa y su porte atractivo. Ahora elegante y refinado, embutido en su traje de gala.

De repente, un caballero corpulento con una copa rebosante de vino tinto se acercó.
  • ¿Especias, han dicho? ¡Maravilloso! Me fascina el comercio oriental. Dicen que los elefantes pueden oler el agua a leguas de distancia. ¿Es cierto?
Drake asintió con gravedad.
  • Cierto es. Yo mismo he tenido varios. Magníficos animales, sin duda… hasta que deciden sentarse sobre tu tienda.
Las carcajadas estallaron entre los presentes. Grace se permitió un respiro. Por extraño que pareciera, la mentira funcionaba. A lo lejos, un cuarteto de cuerda tocaba una melodía pausada y, en el centro del salón, los primeros bailes comenzaban a desplegarse. Con una elegancia aprendida a base de repeticiones, los dos se despidieron y siguieron paseando entre los asistentes.

El ambiente era una coreografía de vanidad: copas que se alzaban, abanicos que cuchicheaban, gestos estudiados hasta el tedio. Detrás de cada máscara había una sonrisa falseada.
  • Si alguno de estos viejos gordos me pide bailar, me lanzo por la ventana - susurró Grace bebiendo de un trago.
  • Tranquila - respondió Drake - Si bailas igual que hablas, el baile terminará rápido.
  • Y tú te quedarás sin dientes, Edmund Fairborne - dijo ella entre dientes, dándole un golpe de abanico en el brazo.
Fuera, la noche cubría Porto Belo con un velo húmedo. Bhagirath observaba desde la sombra de una esquina, quieto como un cazador. A su espalda, los sirvientes disfrazados: Yara, Vihaan y los gitanos, trabajaban con precisión y silencio extremo. Rodearon el exterior con sigilo, deslizándose entre los arbustos que bordeaban la mansión. Desde allí, las ventanas eran espejos de oro que dejaban escapar luz, risas y música. El contraste era casi poético: dentro, nobleza y abundancia; fuera, ladrones y hambre.
  • Creo que he visto algo - susurró Vihaan, señalando con la cabeza una galería lateral - Fíjate en esas puertas dobles: las cerraron con llave y hay dos guardias custodiándolas.
Yara se acercó a él, apoyando una mano en su hombro, y levantó la cabeza con cautela.
  • Es probable que el tesoro esté ahí adentro. Quizás sea la cámara del gobernador. Sigamos, rápido…
Se deslizó por debajo de los arbustos y se alzó de nuevo en el siguiente ventanal. Dentro había una sala pequeña con cofres apilados y cajas de madera.
  • ¡Mira Vi! Mercancías… - dijo sonriendo - Oro quizás, o plata, tal vez joyas. Y mira ese espejo… parece traído de Venecia.
Uno de los gitanos silbó, maravillado. Sus ojos encendidos, sus manos temblorosas.
  • Ese maldito gobernador… vive bien el jodido.
  • Por eso estamos aquí - contestó Yara con una sonrisa - Pero calma, compañero. No haremos nada hasta que estén lo bastante borrachos.
  • Meneses está podrido de dinero - susurro Vihaan - Si todo sale bien, vamos a tardar mucho tiempo en volver a preocuparnos por el dinero.
Las risas del interior eran ecos dorados en la noche. Drake y Grace reían tras sus máscaras, cada vez más convincentes. Fuera, las sombras se frotaban las manos, preparados para dar el golpe. La conversación con las damas apenas había terminado cuando un murmullo recorrió el salón, como una corriente invisible. Los invitados se apartaron con una cortesía ensayada. Desde la escalera descendieron el gobernador de Porto Belo y su esposa veneciana.

Él era un hombre ancho de hombros, con una barriga orgullosa y un bigote encerado que desafiaba al viento. Su uniforme azul marino estaba tan cubierto de bordados que apenas se veía la tela. Ella, en cambio, parecía esculpida en mármol: joven, hermosa, de una delicadeza clásica, como una flor nacida en otro siglo.
  • Ahí está - susurró Grace tras su abanico - Si su panza no guarda el tesoro, no sé dónde más buscarlo.
  • Por favor, Grace, modales - replicó Drake sin mover los labios - Que no se note que estamos aquí para vaciarle los bolsillos.
El gobernador se movía entre sus invitados con la naturalidad de sentirse dueño del mundo. Saludaba, bendecía, sonreía. Recibía los halagos con gratitud fingida, atendía a los presentes como si cada uno de ellos le perteneciera. Grace Y Drake lo observaron en silencio, intentando pasar desapercibidos. Pero entonces Meneses se detuvo frente a ellos, evaluándolos como quien sopesa el precio de una joya.
  • Ustedes deben de ser los recién llegados de las Indias Orientales - dijo con voz engolada - Lord y Lady Fairborne, ¿me equivoco?
  • Ha acertado, excelencia - sonrió el Cuervo - Un placer conocerlo al fin. Nos han hablado maravillas de Porto Belo, pero ninguna palabra hace justicia a la realidad.
  • ¿Maravillas, dice? - rió el gobernador, complacido - No todas las historias que llegan del mar son ciertas, Lord Fairborne, pero si lo que le contaron es bueno, no pienso desmentirlo.
  • Me gustaría felicitarle por su casa, es preciosa. La bebida, la música, la decoración… Todo es perfecto. Y que decir de sus invitados… Desde que hemos llegado nos han hecho sentir como si estuviéramos en nuestro propio hogar.
  • Me alegra oír eso… - sonrió Meneses - Deseo que disfruten de una agradable velada.
Los ojos del gobernador se posaron, entonces, sobre Grace. Al hacerlo, ella sintió que la desnudaba con la mirada y un escalofrío le recorrió la espalda.
  • Usted debe ser Lady Fairborne… - dijo sujetando su mano enguantada y besándola seguidamente - Un placer conocerla.
  • El placer es mío, gobernador - contestó Grace haciendo una leve reverencia.
  • Permítame presentarle a mi querida esposa, doña Isabella Morosini della Torre - añadió con orgullo teatral.
La mujer inclinó la cabeza con elegancia.
  • Habrá sido un largo viaje, Lady Fairborne… Agotador sin duda, debido a este calor sofocante que no da ni un segundo de tregua.
Grace, que apenas podía respirar dentro del corsé, respondió con una sonrisa impecable.
  • ¿Agotador? No se hace a la idea doña Morosini. Tantos días en aquel navío, con el vaivén removiendo el estómago… un verdadero infierno, sobre todo cuando una debe mantener la compostura.
  • ¡Oh!, la entiendo perfectamente - rió Isabella - Si por mí fuera no volvería a pisar una cubierta en mi vida. Odio el mar y a todos los que viven de él. Esa gente ruda, sin modales… - dijo con un desprecio que caló hasta los huesos de Grace - Viviendo como cerdos, revolcándose en sus propios excrementos… Si por mi fuera los mandaría a todos al cadalso, por sucios, por vagos y por pendencieros…
La capitana asintió con cortesía, aunque por dentro le hervía la sangre. Por un momento se arrepintió de no haber ocultado un cuchillo bajo su vestido. Con mucho gusto le hubiera cortado el cuello a aquella zorra vestida de seda.
  • Pero, bueno… ¿Qué podemos hacer nosotras? - añadió la veneciana, con ironía - Mi marido siempre dice que una dama debe ser como un buen reloj: precisa, silenciosa y siempre en su sitio.
Grace arqueó una ceja. Sin poder contener su furia.
  • Qué curiosa comparación. ¿Y también le da cuerda cuando se detiene?
Drake se atragantó con el vino. El gobernador parpadeó varias veces, desubicado por la respuesta… pero rápidamente soltó una carcajada tronante.
  • ¡Ja! ¡Excelente, mi lady! Hace bien en no callar, ya hay demasiadas estatuas aquí.
Grace respiró aliviada al verlo reír, pasando de largo el momento incomodo. Aunque su mujer la seguía mirando con un desprecio que parecía no conocer límites. Entonces una voz agradable anunció al pianista que daría inicio al baile inaugural. Las primeras notas de una melodía veneciana llenaron el aire. Grace, deseando escapar de aquella conversación, huyó hacía adelante y sonrió con teatral entusiasmo.
  • ¡Oh! ¡Me encanta esta canción!
El gobernador extendió su mano.
  • Entonces, permítame el honor mi Lady.
Grace vaciló un instante, luego miró a Drake que solo pudo pensar “no te tropieces” y sin darle muchas más vueltas, aceptó la invitación. La esposa del gobernador se volvió hacia el Cuervo con una sonrisa gélida.
  • ¿Y usted, mi Lord?, ¿No pensará en dejarme aquí, mirando desde la distancia, verdad?
  • Sería un crimen, mi Lady - respondió él con una reverencia.
Las parejas se lanzaron al centro del salón. El público los rodeó en un círculo perfecto: abanicos, copas, murmullos y miradas que apuñalaban desde detrás de las máscaras.
  • ¿Quiénes son? - susurró alguien.
  • Los Fairborne… dicen que su fortuna viene de las especias.
  • Y de los esclavos, seguro… todos lo niegan, pero ya sabes cómo es.
  • Pues a mí me parecen bastante… exóticos.
Grace intentaba recordar los pasos que Bhagirath les había enseñado sobre las tablas del Red Viper. Pero parecía haberlo olvidado todo. Mantenía la espalda recta, sí. Pero la sonrisa era tensa y los pies se movían torpes. Comprendió al instante que una cosa era bailar en la cubierta del Red Viper, rodeada de sus hermanos; y otra bien distinta hacerlo en ese salón, enfrente de sus enemigos. El gobernador, por su parte, bailaba embriagado por su propio ego, sin notar nada extraño.

No muy lejos, tan solo a unos pasos; Drake, en cambio, sufría. La esposa del gobernador se movía con una rigidez impecable y sus joyas lo golpeaban a cada giro.
  • ¿Todo bien, mi lady? - preguntó él con falsa calma.
  • Perfectamente, mi lord. No suelo bailar con comerciantes, pero supongo que siempre hay una primera vez.
  • Ni yo con damas tan bellas como usted - susurró él, con su mirada peligrosa - Confieso que empiezo a sentir cierta envidia de su marido.
Ella lo miró con desdén… y luego con algo más. Un brillo surgió en sus ojos. Un fuego antiguo que casi parecía haber olvidado. Fingiendo seguir el compás, rozó su brazo. Al hacerlo, sintió su fuerza, su juventud. Isabella se estremeció sin poder ocultarlo y el Cuervo notó enseguida ese cambio en ella. Descaradamente la agarró con más fuerza de la cintura, acercándola a él. Sabía que estaba jugando con fuego. Estaban allí para robar las riquezas al gobernador, no a su propia mujer. Pero Drake no podía evitarlo, era su naturaleza, su esencia. El peligro era su oxígeno. Las mujeres bellas su debilidad.
  • Es usted muy atrevido, Lord Fairborne - susurró con picardía la veneciana.
  • Puedes llamarme Edmund - contestó él con la mejor de sus sonrisas - Así yo podré llamarte Isabella.
  • ¿Apenas nos conocemos y ya quiere que nos tuteemos?
  • Bueno… la noche es larga. Tenemos tiempo para conocernos mejor.
Mientras Grace bailaba tensa y asqueada con el gobernador, su supuesto marido danzaba a pocos pasos de descubrir qué había bajo las enaguas de doña Morosini. Y mientras el vals continuaba, la música cubría el engaño con un velo dorado. Desde las sombras del jardín, Bhagirath observaba desde una ventana alta, satisfecho: las máscaras hacían su trabajo, los intérpretes lo estaban bordando. Dentro, la farsa bailaba al ritmo del piano. Fuera, los ladrones aguardaban el momento perfecto.

El vals terminó entre aplausos y murmullos, como si la misma multitud celebrara el fin de una obra teatral que había tenido más emoción de la esperada. El gobernador, sonriente y sudoroso, estrechó la mano de Grace con galantería, y alzó su copa para brindar por “la belleza y la fortuna que el mar trae consigo”. Ella inclinó la cabeza con una sonrisa educada, deseando que el suelo la tragara de una vez.

Las puertas laterales del salón se abrieron de golpe y los sirvientes comenzaron a desfilar con fuentes de plata. El aire se llenó de aromas: carne asada, especias, frutas confitadas y vinos dulces. El anfitrión hizo un gesto a todos los presentes, indicando que había llegado la hora de comer y sin perder ni un segundo más, los invitados lo siguieron al comedor.

Al entrar Grace no pudo evitar abrir la boca de par en par. Una docena de candelabros encendidos con velas de cera perfumada iluminaban una mesa tan larga que parecía no tener fin, cubierta por un mantel de lino blanco impecable. Los cubiertos brillaban como pequeños espejos, los platos eran de porcelana fina con ribetes dorados y los copones de cristal reflejaban los colores del vino como rubíes líquidos.

Don Rodrigo, exultante, insistió en que sus nuevos ‘amigos’ se sentaran a su lado.
  • No aceptaré un no por respuesta, Lord Fairborne. Los invitados distinguidos se sientan junto al anfitrión - Su voz resonó con autoridad, y antes de que Drake pudiera pensar en una excusa, ya lo estaban guiando a su asiento.
El Cuervo se sentó a la derecha del gobernador. En frente, Grace lo hizo a la izquierda de Doña Isabella. Entre ellos, un festín que habría hecho llorar de placer a cualquier cocinero del Caribe: guisos de faisán, pescados en salsa de coco, frutas traídas de Jamaica, panes recién horneados y copas que se llenaban solas, como si los sirvientes temieran que un solo trago vacío arruinara la velada. Era excesivo, innecesario, desmesurado. Mientras medio mundo se moría de hambre, en aquella mesa estaban dispuestos a tirar la mitad de la comida.

Grace tomó el cuchillo con precaución, dudando si aquel era el correcto. Bhagirath le había enseñado a distinguirlos, pero frente a tanta abundancia metálica, todos le parecían iguales. A su lado, Doña Isabella la observaba con ese interés condescendiente que solo las damas de alta cuna dominaban.
  • Espero que los sabores de nuestras tierras sean de su agrado, Lady Fairborne. Aunque, claro, nada comparado con las especias de las Indias - dijo con una sonrisa dulce, demasiado afilada para ser sincera.
Grace asintió y probó un bocado del faisán. Era exquisito, aunque en su paladar acostumbrado al ron y la carne salada del barco, aquel sabor delicado le supo a engaño.
  • ¡Oh!, está… delicioso - respondió, y acto seguido, al ver que estaba casi crudo, añadió - Aunque debo admitir que prefiero cuando no parece que el animal todavía respira.
La dama soltó una risita cortés, de esas que no implican diversión sino superioridad.
  • Qué encantadora naturalidad, mi lady. Es usted especial… había oído que los ingleses suelen ser más… contenidos.
Mientras tanto, del otro lado, Don Rodrigo llenaba la copa de Drake hasta el borde.
  • Vamos, mi Lord, brinde conmigo por los mares que nos separan… y por los negocios que los cruzan.
Drake, que ya empezaba a disfrutar del vino y del papel de noble improvisado, levantó su copa con una sonrisa que habría convencido al mismísimo diablo.
  • Por los mares, excelencia. Que nos lleven siempre… hacia lo que más deseamos.
  • ¡Eso! - rugió el gobernador, satisfecho, dando una palmada en su espalda - ¡Y por los hombres que los gobiernan!
Las copas chocaron. Un par de gotas tintas mancharon el mantel, pero nadie pareció notarlo. Los sirvientes se movían con la precisión de bailarines. Llevaban bandejas, retiraban platos, inclinaban la cabeza sin levantar la vista. Desde las sombras, Bhagirath y los demás, vigilaban con disimulo cada gesto de sus compañeros, cada puerta lateral, cada guardia distraído.
  • Dígame, Lord Fairborne - continuó Meneses, limpiándose el bigote con la servilleta - ¿es cierto que en las Indias los hombres cazan tigres por deporte?
  • Por deporte, por defensa o por amor al riesgo - contestó Drake con calma, partiendo un trozo de carne - Depende de si el tigre corre hacia ti… o tú hacia él.
La mesa estalló en risas. Incluso algunos invitados cercanos voltearon curiosos hacia aquel lord extranjero de modales rudos y encanto peligroso.
  • Mi marido siempre fue un aventurero - añadió Grace, con voz dulce pero cargada de ironía - Dice que nada iguala la emoción de enfrentarse a una bestia salvaje. Aunque, sinceramente, yo creo que prefiere los desafíos que llevan corsé.
Los murmullos se multiplicaron; las risitas también. Doña Isabella arqueó una ceja.
  • Qué atrevida, Lady Fairborne. En Porto Belo, las damas no suelen bromear así en la mesa.
Grace apoyó los codos sobre el mantel, acercándose apenas.
  • Entonces me temo que Porto Belo acaba de tener su primera excepción.
Drake contuvo la carcajada tras una tos falsa, mientras Don Rodrigo daba otro trago de vino, encantado con el descaro.
  • ¡Ah! Su esposa tiene fuego, mi Lord. Se nota que no nació para los conventos.
  • Ni para callar, cuando debe hacerlo - susurró Drake entre dientes, lo justo para que solo ella lo oyera.
Grace lo miró de reojo, pero una sonrisa traicionera se dibujó bajo su máscara. La cena continuó entre conversaciones que olían a riqueza y falsedad, a perfume caro y mentiras educadas. Los cubiertos tintineaban como campanas y la música de fondo parecía hecha para acallar pensamientos.
  • Vamos al grano, Lord Fairborne - dijo de repente Meneses - No es la amistad lo que me trae a acercarme a ustedes. Es el comercio. He oído rumores sobre su fortuna… y he venido a oler quién puede ser rival y quién puede ser socio. Como bien sabrá, un hombre rico solo piensa en una cosa: sacar ventaja. Y por supuesto, pretendo hacerlo.
La cortesía se tensó como una cuerda. Grace percibió el cambio en el aire: la hospitalidad se transformaba en subasta. Don Rodrigo no celebraba la llegada de compañeros, sino que evaluaba presas. Doña Isabella, por su lado, no le quitaba la vista de encima. Sus ojos encendidos con la llama de la desconfianza. Sus dedos jugueteaban con la servilleta; su sonrisa se hizo más corta. Miró a Grace con una intensidad que no era curiosidad sino reproche.
  • Siento curiosidad - murmuró - Sus modales son muy distintos de los comerciantes que nos suelen visitar. ¿De verdad vienen de Inglaterra?
Grace sintió la mirada de la mujer como un filo. Cada palabra ahora traía, tras de sí, una puñalada traicionera. La Capitana había aprendido a disimular su carácter, a interpretar ser quien no era. Pero la paciencia no era su virtud: el corsé le apretaba, la máscara le robaba aire y cada falsedad le escocía como sal en la herida.

Isabella no disimuló más su desconfianza y se lo hizo notar con frases corteses y punzantes, trayendo a colación anécdotas sobre comerciantes tramposos y mujeres que se dejaban engañar por promesas de riquezas. Cada intervención era una lluvia fina sobre el ánimo de Grace, una pequeña agresión ritual que la dejaba más irritable.

La capitana sorteó el temporal con cortesía medida, sonrisas y respuestas que ocultaban el ansia de empuñar el hierro. Pero por dentro la tensión crecía. Sujetó el mango del cuchillo con más fuerza de la necesaria, sin poder contenerse; el metal le recordaba la posibilidad de terminar aquella farsa de un modo definitivo. A cada gesto de la mujer del gobernador, a cada palabra con doble sentido, a cada pregunta maliciosa; su mano apretaba un poco más, tentada por una fantasía violenta que sabía a imprudencia y rojo carmín.

Respiró hondo, recordó las enseñanzas de Bhagirath y la promesa de traer comida a los hambrientos. Con esmero, consiguió dejar los pensamientos homicidas desaparecer como una nube de humo: no era el momento, debía controlarse. Sonrió otra vez, fría y perfecta, y volvió a hablar con la dulzura exacta de quien sabe que la supervivencia a veces exige fingir hasta el último aliento. Pero la veneciana no daba tregua. No estaba dispuesta a dejarla tranquila. Aquella mujer rica y aburrida, parecía que solo se divirtiera haciendo que los demás se sintieran incómodos.
  • Entonces, Lady Fairborne… - dijo Isabella con un brillo venenoso en los ojos mientras partía un trozo de pescado con delicadeza quirúrgica - dígame algo… ¿cómo es posible mantener la piel tan tersa viajando en barco durante tanto tiempo? Imagino que con tanta sal, sudor y la compañía de esos despreciables marineros… debe de ser difícil conservar la frescura.
Grace levantó lentamente la mirada. El silencio se hizo pesado un instante, como antes de una tormenta. La sonrisa de la capitana era una línea tensa, apenas contenida.
  • Sí… - respondió con voz baja y dulce - sobre todo cuando una no tiene sirvientas para abanicarle el aire perfumado… o joyas para tapar la falta de conversación.
Drake sintió un escalofrío al oírla. La miró de reojo, temiendo lo peor. En cambio Meneses, demasiado concentrado en su plato, no notó nada. Pero Isabella sí. Y la sonrisa de su rostro se quebró por un segundo antes de recomponerse. Grace retiró la silla de la mesa con brusquedad. Si seguía allí un minuto más, acabaría hundiéndole el tenedor entre las costillas.
  • ¿Sería alguien tan amable de indicarme dónde está el baño? - preguntó de repente, mirando hacia los sirvientes con la voz más serena que pudo fingir.
Uno de ellos, un joven mulato con uniforme blanco impecable, se inclinó respetuosamente.
  • Por supuesto, mi señora. Si es tan amable de seguirme…
Grace se levantó rápidamente, ajustando la máscara sobre su rostro. Antes de girarse, clavó los ojos en Isabella. Esta vez no hubo teatro en su mirada: era puro odio, cristalino y afilado como el filo de un cuchillo.

La veneciana arqueó una ceja, sosteniendo su copa con fingida indiferencia. No respondió a la ofensa. Pero en cuanto Grace desapareció por la puerta del salón, una sonrisa torva se dibujó en sus labios. Aquella mujer mentía, y lo sabía. Sin embargo, decidió no decir nada. Era más divertido esperar y ver como terminaba todo aquello. O quizás… tuviera un motivo más oculto.

Continuará…
 
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