Capítulo 63 - Máscaras bajo la luna llena: El sufrimiento de no poder ser uno mismo
Fueron tres días de travesía sin descanso. Pero el mar se mantuvo en calma, como si Yemayá hubiera decidido bendecir su paso, y los vientos los empujaban con suavidad hacia el sur. Pero ya no estaban solos, pues a medida que se acercaban a Porto Belo, las aguas se poblaron de vida y de velas.
Los primeros navíos aparecieron al amanecer del segundo día: mercantes flamencos cargados de especias y sedas, galeones españoles repletos de oro, barcos ingleses hinchados de ron y tabaco, y pequeñas goletas portuguesas que parecían flotar solo gracias a su fe. Divisaron también naves francesas que olían a vino y a perfumes, y algún bergantín holandés con la bodega llena de porcelana, alfombras y sueños ajenos. En sus cubiertas se adivinaban banderas ondeando con orgullo, lenguas mezcladas, mercaderes que gritaban sus delitos al viento, esclavos que remaban bajo el sol inclemente y capitanes que medían sus fortunas por el peso del metal que transportaban.
- ¡Miserables! - gruño el Perro aferrando con rabia el timón de su navío - Tienen la desfachatez de llamarnos ladrones… los mismos bastardos que saquean con impunidad estas hermosas tierras que no les pertenecen.
Por un segundo sintió el impulso de dar la orden para que estallaran los cañones. Pero aunque lo hubiera gritado a los cuatro vientos, no hubiera servido de nada. Pues cada vez que alguno de aquellos navíos, cargados de riquezas, divisaba las velas del Madra Ifrinn, el Red Viper o el Español Errante, el viento cambiaba. No les hacía falta distinguir las calavera, ni los temidos mascarones de proa para entender quién se acercaba. Bastaba con ver cómo el aire se volvía pesado y el silencio se extendía sobre el mar. Entonces, uno tras otro, los barcos viraban el rumbo, alejándose con presteza. Porque las banderas piratas nunca fueron bienvenidas entre los ricos, y menos aún en las aguas del Virreinato.
Bhagirath apoyado en la barandilla de borda, observaba los navíos alejarse con una sonrisa imborrable. El hombre que una vez fue; pudiera haber estado embarcado, perfectamente, en uno de esos barcos. Temiendo el abordaje, rezando a sus dioses por no morir bajo el hierro de los piratas. Pero ahora él era el que imponía miedo. Ahora él era el pirata. El que con su sola presencia hacía retroceder a los poderosos. Se secó el sudor de su frente, cansado por el viaje y por el arduo trabajo realizado. Durante esos tres días no perdió la esperanza, ni la paciencia, de convertir a Drake y a Grace en auténticos hijos de la abundancia. Día tras día, repasó con ellos la forma de andar, la manera de sostener la copa, de mirar sin mirar, de fingir interés y desprecio al mismo tiempo.
Y aunque al principio parecía imposible, poco a poco, la farsa empezó a tomar forma. Grace ya no caminaba como una marinera cansada, sino como una dama de abolengo que flotaba sobre el suelo. Drake había aprendido a vestir el orgullo como si fuera una armadura, y a inclinar apenas la cabeza al saludar, con ese aire de quien está acostumbrado a que el mundo se incline primero.
Mientras tanto, Ren había trabajado en silencio, encerrado en su pequeño taller improvisado bajo cubierta. Sus manos hábiles y pacientes moldearon las máscaras que llevarían Drake y Grace en la fiesta de Meneses. La de él era de cuero oscuro, pulido hasta brillar como la obsidiana, con filigranas doradas que recordaban las alas de un halcón. La de ella, una maravilla de nácar y encaje blanco, con incrustaciones de pequeñas perlas y un leve matiz rosado, como si la piel de la máscara respirara. Eran piezas de otro mundo, hechas no solo para ocultar un rostro, sino para crear uno nuevo.
Los ropajes de los sirvientes también fueron tejidos durante la travesía. Vihaan, Bhagirath, Yara y los gitanos vestirían a la manera de los indios orientales: túnicas largas de lino, brazaletes de metal envejecido, turbantes y cintas que parecían atrapar la luz del sol. El contraste con la elegancia inglesa de los supuestos señores sería perfecto.
Cuando al tercer día el sol empezaba a morir en el horizonte, el Red Viper y sus navíos hermanos redujeron velas. Las luces de Porto Belo titilaban a lo lejos, como luciérnagas dispersas en la costa. La capitana dio la orden de virar y buscar refugio; encontrando una cala estrecha, rodeada de acantilados y manglares, donde las olas apenas susurraban. Allí ocultaron los barcos bajo la sombra del atardecer, recogiendo las velas negras y apagando toda luz. En silencio, ensillaron a los dos caballos y prepararon el equipo para el último tramo hasta el puerto.
El plan exigía discreción. Y los nervios empezaban a aflorar.
- Estamos actuando precipitadamente - dijo Grace mientras montaba a Sirius - Deberíamos investigar primero, reunir información…
- ¡Así no capitana! - exclamó Bhagirath al verla subir al caballo - Debe montar de lado, como ensayamos. Con modestia, con elegancia, recuérdelo…
Grace refunfuño y pasó su pierna izquierda por encima del lomo de Sirius, que relinchó bajo la capitana, nervioso como todos los demás. Vihaan se acercó a ella, vestido como lo hacían sus sirvientes cuando era hijo de la riqueza, en Calcuta. Con cuidado le alisó el vestido, sonriendo.
- Hoy habrá luna llena, Grace - dijo mirando al cielo - Por lo que habrá fiesta en casa del gobernador. Si no lo hacemos ahora, deberemos esperar un mes entero… y para entonces ya habremos muerto de hambre.
- El criado tiene razón, esposa - sonrío Drake encima de Rigel - Debemos seguir el plan.
Vihaan lo miró con desprecio mientras ayudaba a Grace a sentarse bien sobre el lomo del caballo. De repente, Akuma y Shinrei aparecieron desde la oscuridad de la selva.
- ¿De dónde salís vosotras? - Preguntó Grace al verlas.
- Acabamos de dejar a Kage en la selva - dijo Shinrei - para que…
- Estire las piernas - terminó Akuma con una expresión que pretendía ser una sonrisa.
Bhagirath se acercó a ellas, entregándoles un trozo de pergamino.
- Bien… Ya sabéis que debéis hacer, compañeras.
Las dos asintieron en silencio y sin más se perdieron en la espesura como dos sombras sincronizadas. Si las gemelas fallaban en su misión, nada de lo que habían preparado serviría. Por eso habían depositado la parte más importante en ellas. Porque nunca fallaban.
- Sigo diciendo que estamos cometiendo un error - dijo Grace acomodándose el corsé con cara de angustia.
Macfarlane, que ayudaba con los preparativos, se acercó a ella con una sonrisa burlona dibujada en su rostro castigado.
- Vaya, vaya… - dijo maliciosamente - al parecer, la capitana de cabellos de fuego, aquella que no teme desafiar a los dioses y lanzarse de cabeza contra cualquier enemigo… le teme a una fiesta de etiqueta.
- Muy valiente te veo escocés - respondió Grace - Intenta ponerte este maldito corsé y seguimos hablando.
Las risas partieron antes que la expedición, vestidos ya para su papel, dejando atrás la sal y el mar, y entrando, como fantasmas entre máscaras, en el corazón del engaño.
El atardecer los encontró de camino, con las luces anaranjadas suspendidas sobre la selva costera. Los cascos de los caballos resonaban suaves contra la tierra húmeda mientras el sol, tímido al principio, iba arrancando reflejos dorados de las hojas. La bruma de la selva se deshacía poco a poco, dejando entrever el contorno de la ciudad.
Y entonces la vieron.
Porto Belo. En todo su esplendor.
No pudieron evitar contener la respiración. Aquella ciudad hacía honor a su nombre.
Aunque la belleza de los poderosos, y ellos lo sabían muy bien, siempre tenía dos caras.
Un coloso de piedra y madera que crecía entre la montaña y el mar, levantado sobre una bahía natural donde el océano se volvía manso y profundo. Desde lejos parecía un enjambre viviente: mástiles y velas se alzaban como bosques sobre el agua, y el aire estaba cargado del grito de las gaviotas, el golpeteo de los martillos y el murmullo de mil lenguas diferentes.
En el puerto, los barcos se apretaban unos contra otros como ovejas en un corral. Galeones españoles relucientes, navíos ingleses con cascos de hierro, goletas francesas pintadas con vivos colores, y humildes falúas locales que subían y bajaban en las olas, cargadas de frutas, carbón y esclavos.
El aire olía a sal, a sudor y a especias. A ron derramado, a brea y a promesas rotas.
La ciudad misma era un laberinto de contrastes. Las primeras casas, junto al muelle, eran de madera vieja y techos de palma, ennegrecidas por la humedad. A medida que uno ascendía por las empinadas calles, las fachadas se volvían de piedra, adornadas con balcones de hierro forjado y persianas pintadas con colores vivos: azul añil, rojo sangre, ocre. Las calles estaban empedradas de forma irregular, y el ruido de los carros y los cascos de las mulas se mezclaba con el pregón de los vendedores y el eco de las campanas de la iglesia mayor.
Había un mercado al aire libre, extendido como una herida de colores sobre la plaza principal.
Allí se vendía de todo: joyas robadas de las minas del Perú, telas que habían cruzado el océano desde la India, frutas que parecían inventadas por un pintor: mangos, guayabas, piñas enormes. Habían jaulas con loros que repetían maldiciones, cuchillos de acero toledano y frascos de vidrio llenos de medicinas y perfumes. Los hombres vestían de lino blanco o de andrajos, y las mujeres caminaban con el paso firme de quien ha aprendido a sobrevivir entre piratas, soldados y comerciantes sin alma.
El bullicio era constante.
Negros esclavos descargaban barriles mientras los capataces gritaban órdenes. Frailes con sotanas empapadas caminaban entre el gentío rezando oraciones a medias, intentando sin éxito bendecir un puerto condenado a la codicia.
Músicos callejeros tocaban tambores y flautas; el sonido de los martillos en los astilleros marcaba el pulso de la ciudad. Parecía como si Porto Belo no durmiera nunca. Como un corazón gigante que latía al ritmo del oro, sin descanso.
Los piratas, disfrazados de mercaderes y sirvientes, se mezclaron con la multitud sin despertar sospechas. Drake y Grace montaban los caballos con porte altivo, vestidos con las telas finas que Bhagirath había rescatado, las máscaras de Ren colgando a sus costados, aún sin usar. Caminaban erguidos, observando sin mirar, con ese aire de quienes creen que todo lo que pisan les pertenece.
Detrás de ellos, Yara, Vihaan y los gitanos avanzaban cargados con baúles, simulando el agotamiento de los criados fieles. Bhagirath caminaba con parsimonia, atento a cada gesto, a cada palabra, corrigiendo con disimulo los movimientos de sus compañeros.
Atravesaron el puerto y siguieron por la avenida principal, escoltados por el ruido, los olores y las miradas. A su paso, los niños se detenían a observar a la pareja de ricos recién llegados; los vendedores alzaban la voz, intentando atraer su atención; y algunos caballeros, vestidos con terciopelos y encajes, los miraban con una mezcla de curiosidad y desdén.
El disfraz funcionaba. La mentira había surgido efecto. Por primera vez, nadie vio en ellos a piratas, sino a gente de fortuna. Y mientras subían la cuesta que conducía al barrio noble, Grace respiró hondo. La brisa traía consigo el murmullo del mar, los acordes de una guitarra lejana y el rumor de una fiesta que aún no había comenzado.
El teatro del engaño estaba a punto de levantar su telón.
Y sus actores estaban preparados para hacer lo que mejor sabían hacer.
Robar a los que tenían demasiado, para entregárselo a los que lo necesitaban.
Aunque ellos eran los beneficiarios, en este caso, estaban igualmente equilibrando la balanza.
- Es ahí - dijo Drake con un movimiento de cabeza.
Su voz, grave y segura, quebró el murmullo de la calle como el filo de una espada.
Frente a ellos se alzaba la casa del gobernador de Porto Belo: una mansión imponente, de muros encalados y amplias galerías sostenidas por columnas de mármol. En la fachada principal, los balcones estaban cubiertos por cortinas de terciopelo carmesí que se mecían con la brisa cálida del anochecer. El escudo familiar, grabado en piedra sobre el portón, mostraba un león rampante y dos anclas cruzadas, símbolo de poder y de la sangre vieja que regía aquellas tierras desde hacía generaciones.
Del interior llegaba una música envolvente: violines, laúdes y claves componiendo un vals lento que parecía flotar sobre el aire húmedo. Las antorchas iluminaban el camino hasta la entrada principal, donde carruajes iban y venían dejando a damas enjoyadas y caballeros con máscaras de plumas. Los criados se apresuraban con bandejas de plata, y el olor a vino caro, perfume y flores tropicales inundaba la noche.
Los piratas se detuvieron unos metros antes del umbral.
Durante un instante, el tiempo pareció estirarse.
Grace apretó las riendas del caballo, defendiéndolo suavemente; su pecho subía y bajaba con respiraciones cortas, el corsé haciéndole la tarea aún más difícil. Vihaan ajustaba los últimos pliegues de su turbante, y Yara repasaba los abalorios de su falda con dedos nerviosos. Bhagirath, como un maestro de ceremonias antes del gran estreno, se acercó a ellos con expresión grave pero serena.
- Escuchadme bien - dijo, bajando la voz - Habéis trabajado duro estos días, y os habéis esforzado como nunca. Así que recordad quiénes sois esta noche. Señorita Grace, ya no eres una pirata, sino una dama nacida entre sedas y criada entre candelabros. Hablas poco, sonríes aún menos, y cuando lo haces, debe parecer que el mundo te pertenece. Drake, tú eres su marido, un comerciante próspero que ha hecho fortuna en las Indias orientales. Sé arrogante, pero no vulgar. Habla despacio, que tus palabras huelan a dinero y a poder.
Hizo una pausa, mirando a los demás.
- Y nosotros... - dijo dirigiéndose a los sirvientes - agachamos la cabeza, no hablaremos a menos que nos lo pidan. Recordad que los ricos no ven personas, solo decorado.
La brisa agitó los faroles de aceite, proyectando sombras danzantes sobre sus rostros.
Grace se tocó el broche del pecho, alineándolo con precisión. Drake le apartó un mechón rebelde que escapaba del moño, con un gesto casi tierno. Bhagirath asintió satisfecho.
- ¿Listos? - murmuró la capitana.
Todos asintieron, no con seguridad pero si dispuestos a afrontar aquella prueba que el destino había querido ofrecerles. El matrimonio ficticio se puso las máscaras. Ren había hecho un trabajo impecable. La de Grace era una pieza de seda y encaje dorado, rematada con pequeñas perlas que enmarcaban los ojos. Las plumas blancas ascendían en una curva elegante que la hacía parecer una criatura salida de un sueño. La de Drake, de cuero negro bruñido, estaba adornada con filigranas doradas que recorrían el contorno de las sienes. Era una máscara de halcón: sobria, poderosa, peligrosa.
Los dos se las colocaron lentamente, mirándose el uno al otro por última vez como ellos mismos, antes de convertirse en otros. Y sin más palabras, el grupo avanzó hacia la entrada del jardín. El sonido de los cascos de los caballos se mezcló con la música lejana y con el murmullo de las conversaciones. Dos guardias uniformados los observaron de arriba abajo, pero al ver las ropas finas y la actitud segura de Drake, se apartaron con una reverencia.
La verja se abrió. Avanzaron lentamente por el jardín, con seguridad. Al llegar a la entrada principal, una corriente de luz dorada los envolvió por completo. Vihaan y Bhagirath ayudaron a sus amos a bajar de los corceles. Llevándoselos con calma hacía el establo. Drake se enderezó el traje, tomó a Grace del brazo con una cortesía ensayada y avanzaron hacia los guardias. Los soldados, vestidos con casacas escarlata y penachos dorados, cruzaron sus alabardas y uno de ellos preguntó en voz baja sus nombres.
Drake con palabras secas y poderosas contestó. Grace, a su lado, tragó saliva observando como el soldado repasaba el pergamino. Sabía que las gemelas nunca fallaban, pero incluso así no pudo evitar el temblor de sus piernas. Cuando el más joven de ellos, anunció con voz fuerte y ceremoniosa sus nombres, recobró el aire de golpe.
- ¡Sir Edmund Fairborne, comerciante del Reino de Inglaterra, y su distinguida esposa, Lady Beatrice Fairborne, recién llegados de las Indias Orientales!
El eco de la voz retumbó entre las paredes, abriendo paso a la mirada curiosa de decenas de invitados. Al cruzar el portón la ola de luz dorada los cegó un instante. El interior era un palacio hecho de mármol y de oro. Las paredes estaban cubiertas de tapices venecianos, las columnas rematadas por capiteles en espiral, y del techo colgaban candelabros de cristal que multiplicaban las luces en mil destellos. El suelo era un mosaico de mármoles blancos y negros, tan pulido que reflejaba los pasos de los invitados como un lago inmóvil.
El salón principal era un océano de máscaras. Damas con vestidos de seda en tonos esmeralda, zafiro y carmesí se deslizaban como olas entre los caballeros, cuyas casacas bordadas relucían bajo las luces. Se oía el tintinear de las copas, las risas contenidas, el roce de los abanicos y el murmullo constante de las conversaciones en mitad de la música. Un grupo de músicos tocaba desde un estrado: violines, claves, un laúd y un pequeño conjunto de flautas dulces. La melodía era leve, casi hipnótica, como si el aire mismo respirara con ella.
Grace se detuvo un instante, embriagada por la visión. Jamás había visto tanto lujo junto. El olor del incienso, los perfumes caros y el vino especiado llenaban el aire con una densidad casi irreal. Drake, más acostumbrado a fingir que a contemplar, esbozó una sonrisa arrogante y tiró de su brazo con discreción.
- Recuerda quién eres, Lady Beatrice - susurró sin mover los labios - Los depredadores huelen el miedo.
Grace tragó saliva y avanzó con la cabeza alta, siguiendo el ritmo pausado de los pasos que Bhagirath les había hecho repetir tantas veces en cubierta. Las miradas los seguían al pasar: algunas curiosas, otras suspicaces. Las damas se inclinaban hacia sus acompañantes, murmurando tras los abanicos; los caballeros los observaban con interés.
Los rumores ya empezaban a correr entre los invitados: los Fairborne, los ricos comerciantes ingleses que habían hecho fortuna comerciando sedas y especias en los mares del Este. Drake tomó una copa de vino de una bandeja cercana y la alzó con una sonrisa fría y cortés. Una dama empolvada como si hubiera caído de bruces sobre la nieve, le devolvió una sonrisa juguetona, repasando al lord de arriba a abajo, sin apenas disimular su interés por él. Grace imitó el gesto de su marido, girando con elegancia el abanico que Yara le había prestado.
Por un instante, todo parecía perfecto: el disfraz, los modales, la farsa.
El juego había comenzado con buen pié. Ahora solo quedaba resistir.
Los primeros pasos dentro del salón fueron un ejercicio de equilibrio entre el decoro y el pánico. Grace y Drake caminaban como si el suelo pudiera hundirse bajo sus pies. A cada movimiento, los tejidos caros de sus ropas rozaban el aire con un susurro distinto, como si el lujo mismo los acusara de impostores.
Un hombre bajito, de rostro afilado y sonrisa de mármol, se inclinó ante ellos.
- ¿Lord y Lady Fairborne, verdad? ¡Un honor tenerlos entre nosotros! Su excelencia el gobernador estará encantado de conocerlos.
Drake inclinó la cabeza con una reverencia tan exagerada que casi pierde el equilibrio.
- El honor es enteramente mío, buen señor… - dijo con su voz de capitán barnizada de nobleza - Mi esposa me ha hablado mucho de usted, don…
De repente, el Cuervo se quedó en blanco. No tenía idea de quién demonios era aquel hombre. Había metido la pata, y lo sabía. El noble lo miró con extrañeza. Grace arqueó una ceja bajo la máscara y murmuró con una voz demasiado dulce para ser sincera:
- Sí, sí… por supuesto. Cosas excelentes, sin duda.
El hombre parpadeó, confuso, y se retiró con un gesto mecánico de cortesía. Drake respiró hondo y sonrió.
- Menos mal... No ha notado nada.
- No ha notado nada porque no ha entendido nada - susurró Grace, aún con el abanico temblando - No hables más de lo necesario o nos descubrirán…
Se acercaron a un grupo de damas que reían junto a una fuente interior. No tenían intención de detenerse, pero las miradas los cazaron al instante. Una de ellas, con una máscara dorada en forma de mariposa, los examinó con la atención de un joyero ante una piedra dudosa.
- No recuerdo haberlo visto antes, mi lord. ¿Dijeron que venía de las Indias?
- Así es… de las más lejanas, bella dama - respondió Drake improvisando - Allí donde el sol se duerme cansado de tanto brillar y las sombras danzan sobre las aguas sagradas del Ganges, mientras los templos y palacios se alzan hacía el cielo como testigos silenciosos de una historia milenaria.
La dama ladeó la cabeza, fascinada.
- Qué poético… - dijo tapando su sonrisa con el abanico. Luego se giró hacía Grace - ¿Es siempre así o solo intenta impresionarnos?
- Mi marido nació con alma de poeta - replicó Grace con elegancia - aunque, como habrá notado, se le da mejor amasar fortuna que conmover corazones.
Las risas brotaron como un aplauso contenido. Grace forzó una sonrisa, conteniendo el asco. Todo en aquel lugar olía a hipocresía: perfumes caros, risas huecas, miradas afiladas como dagas cubiertas de terciopelo.
- ¿Y a qué se dedican exactamente, Lord y Lady Fairborne? - preguntó otra dama, con una máscara de cisne plateado.
- A comerciar con especias - respondió Grace rápidamente, como quien lee un guión.
- ¿Qué tipo de especias, querida? - insistió el cisne, con un destello de curiosidad en los ojos.
Grace titubeó. Había oído mil veces los nombres en boca de Bhagirath, pero su mente se vació de golpe. El sudor le perló la frente.
- Las… rojas - dijo al fin - Las rojas y… las más caras.
Drake la golpeó suavemente con su codo en la cintura, fingiendo una tos elegante. Las damas se miraron entre sí, dudosas, pero acabaron sonriendo ante la seguridad teatral de Lord Fairborne. El Cuervo tenía un don: no necesitaba hablar mucho, bastaba su sonrisa y su porte atractivo. Ahora elegante y refinado, embutido en su traje de gala.
De repente, un caballero corpulento con una copa rebosante de vino tinto se acercó.
- ¿Especias, han dicho? ¡Maravilloso! Me fascina el comercio oriental. Dicen que los elefantes pueden oler el agua a leguas de distancia. ¿Es cierto?
Drake asintió con gravedad.
- Cierto es. Yo mismo he tenido varios. Magníficos animales, sin duda… hasta que deciden sentarse sobre tu tienda.
Las carcajadas estallaron entre los presentes. Grace se permitió un respiro. Por extraño que pareciera, la mentira funcionaba. A lo lejos, un cuarteto de cuerda tocaba una melodía pausada y, en el centro del salón, los primeros bailes comenzaban a desplegarse. Con una elegancia aprendida a base de repeticiones, los dos se despidieron y siguieron paseando entre los asistentes.
El ambiente era una coreografía de vanidad: copas que se alzaban, abanicos que cuchicheaban, gestos estudiados hasta el tedio. Detrás de cada máscara había una sonrisa falseada.
- Si alguno de estos viejos gordos me pide bailar, me lanzo por la ventana - susurró Grace bebiendo de un trago.
- Tranquila - respondió Drake - Si bailas igual que hablas, el baile terminará rápido.
- Y tú te quedarás sin dientes, Edmund Fairborne - dijo ella entre dientes, dándole un golpe de abanico en el brazo.
Fuera, la noche cubría Porto Belo con un velo húmedo. Bhagirath observaba desde la sombra de una esquina, quieto como un cazador. A su espalda, los sirvientes disfrazados: Yara, Vihaan y los gitanos, trabajaban con precisión y silencio extremo. Rodearon el exterior con sigilo, deslizándose entre los arbustos que bordeaban la mansión. Desde allí, las ventanas eran espejos de oro que dejaban escapar luz, risas y música. El contraste era casi poético: dentro, nobleza y abundancia; fuera, ladrones y hambre.
- Creo que he visto algo - susurró Vihaan, señalando con la cabeza una galería lateral - Fíjate en esas puertas dobles: las cerraron con llave y hay dos guardias custodiándolas.
Yara se acercó a él, apoyando una mano en su hombro, y levantó la cabeza con cautela.
- Es probable que el tesoro esté ahí adentro. Quizás sea la cámara del gobernador. Sigamos, rápido…
Se deslizó por debajo de los arbustos y se alzó de nuevo en el siguiente ventanal. Dentro había una sala pequeña con cofres apilados y cajas de madera.
- ¡Mira Vi! Mercancías… - dijo sonriendo - Oro quizás, o plata, tal vez joyas. Y mira ese espejo… parece traído de Venecia.
Uno de los gitanos silbó, maravillado. Sus ojos encendidos, sus manos temblorosas.
- Ese maldito gobernador… vive bien el jodido.
- Por eso estamos aquí - contestó Yara con una sonrisa - Pero calma, compañero. No haremos nada hasta que estén lo bastante borrachos.
- Meneses está podrido de dinero - susurro Vihaan - Si todo sale bien, vamos a tardar mucho tiempo en volver a preocuparnos por el dinero.
Las risas del interior eran ecos dorados en la noche. Drake y Grace reían tras sus máscaras, cada vez más convincentes. Fuera, las sombras se frotaban las manos, preparados para dar el golpe. La conversación con las damas apenas había terminado cuando un murmullo recorrió el salón, como una corriente invisible. Los invitados se apartaron con una cortesía ensayada. Desde la escalera descendieron el gobernador de Porto Belo y su esposa veneciana.
Él era un hombre ancho de hombros, con una barriga orgullosa y un bigote encerado que desafiaba al viento. Su uniforme azul marino estaba tan cubierto de bordados que apenas se veía la tela. Ella, en cambio, parecía esculpida en mármol: joven, hermosa, de una delicadeza clásica, como una flor nacida en otro siglo.
- Ahí está - susurró Grace tras su abanico - Si su panza no guarda el tesoro, no sé dónde más buscarlo.
- Por favor, Grace, modales - replicó Drake sin mover los labios - Que no se note que estamos aquí para vaciarle los bolsillos.
El gobernador se movía entre sus invitados con la naturalidad de sentirse dueño del mundo. Saludaba, bendecía, sonreía. Recibía los halagos con gratitud fingida, atendía a los presentes como si cada uno de ellos le perteneciera. Grace Y Drake lo observaron en silencio, intentando pasar desapercibidos. Pero entonces Meneses se detuvo frente a ellos, evaluándolos como quien sopesa el precio de una joya.
- Ustedes deben de ser los recién llegados de las Indias Orientales - dijo con voz engolada - Lord y Lady Fairborne, ¿me equivoco?
- Ha acertado, excelencia - sonrió el Cuervo - Un placer conocerlo al fin. Nos han hablado maravillas de Porto Belo, pero ninguna palabra hace justicia a la realidad.
- ¿Maravillas, dice? - rió el gobernador, complacido - No todas las historias que llegan del mar son ciertas, Lord Fairborne, pero si lo que le contaron es bueno, no pienso desmentirlo.
- Me gustaría felicitarle por su casa, es preciosa. La bebida, la música, la decoración… Todo es perfecto. Y que decir de sus invitados… Desde que hemos llegado nos han hecho sentir como si estuviéramos en nuestro propio hogar.
- Me alegra oír eso… - sonrió Meneses - Deseo que disfruten de una agradable velada.
Los ojos del gobernador se posaron, entonces, sobre Grace. Al hacerlo, ella sintió que la desnudaba con la mirada y un escalofrío le recorrió la espalda.
- Usted debe ser Lady Fairborne… - dijo sujetando su mano enguantada y besándola seguidamente - Un placer conocerla.
- El placer es mío, gobernador - contestó Grace haciendo una leve reverencia.
- Permítame presentarle a mi querida esposa, doña Isabella Morosini della Torre - añadió con orgullo teatral.
La mujer inclinó la cabeza con elegancia.
- Habrá sido un largo viaje, Lady Fairborne… Agotador sin duda, debido a este calor sofocante que no da ni un segundo de tregua.
Grace, que apenas podía respirar dentro del corsé, respondió con una sonrisa impecable.
- ¿Agotador? No se hace a la idea doña Morosini. Tantos días en aquel navío, con el vaivén removiendo el estómago… un verdadero infierno, sobre todo cuando una debe mantener la compostura.
- ¡Oh!, la entiendo perfectamente - rió Isabella - Si por mí fuera no volvería a pisar una cubierta en mi vida. Odio el mar y a todos los que viven de él. Esa gente ruda, sin modales… - dijo con un desprecio que caló hasta los huesos de Grace - Viviendo como cerdos, revolcándose en sus propios excrementos… Si por mi fuera los mandaría a todos al cadalso, por sucios, por vagos y por pendencieros…
La capitana asintió con cortesía, aunque por dentro le hervía la sangre. Por un momento se arrepintió de no haber ocultado un cuchillo bajo su vestido. Con mucho gusto le hubiera cortado el cuello a aquella zorra vestida de seda.
- Pero, bueno… ¿Qué podemos hacer nosotras? - añadió la veneciana, con ironía - Mi marido siempre dice que una dama debe ser como un buen reloj: precisa, silenciosa y siempre en su sitio.
Grace arqueó una ceja. Sin poder contener su furia.
- Qué curiosa comparación. ¿Y también le da cuerda cuando se detiene?
Drake se atragantó con el vino. El gobernador parpadeó varias veces, desubicado por la respuesta… pero rápidamente soltó una carcajada tronante.
- ¡Ja! ¡Excelente, mi lady! Hace bien en no callar, ya hay demasiadas estatuas aquí.
Grace respiró aliviada al verlo reír, pasando de largo el momento incomodo. Aunque su mujer la seguía mirando con un desprecio que parecía no conocer límites. Entonces una voz agradable anunció al pianista que daría inicio al baile inaugural. Las primeras notas de una melodía veneciana llenaron el aire. Grace, deseando escapar de aquella conversación, huyó hacía adelante y sonrió con teatral entusiasmo.
- ¡Oh! ¡Me encanta esta canción!
El gobernador extendió su mano.
- Entonces, permítame el honor mi Lady.
Grace vaciló un instante, luego miró a Drake que solo pudo pensar “no te tropieces” y sin darle muchas más vueltas, aceptó la invitación. La esposa del gobernador se volvió hacia el Cuervo con una sonrisa gélida.
- ¿Y usted, mi Lord?, ¿No pensará en dejarme aquí, mirando desde la distancia, verdad?
- Sería un crimen, mi Lady - respondió él con una reverencia.
Las parejas se lanzaron al centro del salón. El público los rodeó en un círculo perfecto: abanicos, copas, murmullos y miradas que apuñalaban desde detrás de las máscaras.
- ¿Quiénes son? - susurró alguien.
- Los Fairborne… dicen que su fortuna viene de las especias.
- Y de los esclavos, seguro… todos lo niegan, pero ya sabes cómo es.
- Pues a mí me parecen bastante… exóticos.
Grace intentaba recordar los pasos que Bhagirath les había enseñado sobre las tablas del Red Viper. Pero parecía haberlo olvidado todo. Mantenía la espalda recta, sí. Pero la sonrisa era tensa y los pies se movían torpes. Comprendió al instante que una cosa era bailar en la cubierta del Red Viper, rodeada de sus hermanos; y otra bien distinta hacerlo en ese salón, enfrente de sus enemigos. El gobernador, por su parte, bailaba embriagado por su propio ego, sin notar nada extraño.
No muy lejos, tan solo a unos pasos; Drake, en cambio, sufría. La esposa del gobernador se movía con una rigidez impecable y sus joyas lo golpeaban a cada giro.
- ¿Todo bien, mi lady? - preguntó él con falsa calma.
- Perfectamente, mi lord. No suelo bailar con comerciantes, pero supongo que siempre hay una primera vez.
- Ni yo con damas tan bellas como usted - susurró él, con su mirada peligrosa - Confieso que empiezo a sentir cierta envidia de su marido.
Ella lo miró con desdén… y luego con algo más. Un brillo surgió en sus ojos. Un fuego antiguo que casi parecía haber olvidado. Fingiendo seguir el compás, rozó su brazo. Al hacerlo, sintió su fuerza, su juventud. Isabella se estremeció sin poder ocultarlo y el Cuervo notó enseguida ese cambio en ella. Descaradamente la agarró con más fuerza de la cintura, acercándola a él. Sabía que estaba jugando con fuego. Estaban allí para robar las riquezas al gobernador, no a su propia mujer. Pero Drake no podía evitarlo, era su naturaleza, su esencia. El peligro era su oxígeno. Las mujeres bellas su debilidad.
- Es usted muy atrevido, Lord Fairborne - susurró con picardía la veneciana.
- Puedes llamarme Edmund - contestó él con la mejor de sus sonrisas - Así yo podré llamarte Isabella.
- ¿Apenas nos conocemos y ya quiere que nos tuteemos?
- Bueno… la noche es larga. Tenemos tiempo para conocernos mejor.
Mientras Grace bailaba tensa y asqueada con el gobernador, su supuesto marido danzaba a pocos pasos de descubrir qué había bajo las enaguas de doña Morosini. Y mientras el vals continuaba, la música cubría el engaño con un velo dorado. Desde las sombras del jardín, Bhagirath observaba desde una ventana alta, satisfecho: las máscaras hacían su trabajo, los intérpretes lo estaban bordando. Dentro, la farsa bailaba al ritmo del piano. Fuera, los ladrones aguardaban el momento perfecto.
El vals terminó entre aplausos y murmullos, como si la misma multitud celebrara el fin de una obra teatral que había tenido más emoción de la esperada. El gobernador, sonriente y sudoroso, estrechó la mano de Grace con galantería, y alzó su copa para brindar por “la belleza y la fortuna que el mar trae consigo”. Ella inclinó la cabeza con una sonrisa educada, deseando que el suelo la tragara de una vez.
Las puertas laterales del salón se abrieron de golpe y los sirvientes comenzaron a desfilar con fuentes de plata. El aire se llenó de aromas: carne asada, especias, frutas confitadas y vinos dulces. El anfitrión hizo un gesto a todos los presentes, indicando que había llegado la hora de comer y sin perder ni un segundo más, los invitados lo siguieron al comedor.
Al entrar Grace no pudo evitar abrir la boca de par en par. Una docena de candelabros encendidos con velas de cera perfumada iluminaban una mesa tan larga que parecía no tener fin, cubierta por un mantel de lino blanco impecable. Los cubiertos brillaban como pequeños espejos, los platos eran de porcelana fina con ribetes dorados y los copones de cristal reflejaban los colores del vino como rubíes líquidos.
Don Rodrigo, exultante, insistió en que sus nuevos ‘amigos’ se sentaran a su lado.
- No aceptaré un no por respuesta, Lord Fairborne. Los invitados distinguidos se sientan junto al anfitrión - Su voz resonó con autoridad, y antes de que Drake pudiera pensar en una excusa, ya lo estaban guiando a su asiento.
El Cuervo se sentó a la derecha del gobernador. En frente, Grace lo hizo a la izquierda de Doña Isabella. Entre ellos, un festín que habría hecho llorar de placer a cualquier cocinero del Caribe: guisos de faisán, pescados en salsa de coco, frutas traídas de Jamaica, panes recién horneados y copas que se llenaban solas, como si los sirvientes temieran que un solo trago vacío arruinara la velada. Era excesivo, innecesario, desmesurado. Mientras medio mundo se moría de hambre, en aquella mesa estaban dispuestos a tirar la mitad de la comida.
Grace tomó el cuchillo con precaución, dudando si aquel era el correcto. Bhagirath le había enseñado a distinguirlos, pero frente a tanta abundancia metálica, todos le parecían iguales. A su lado, Doña Isabella la observaba con ese interés condescendiente que solo las damas de alta cuna dominaban.
- Espero que los sabores de nuestras tierras sean de su agrado, Lady Fairborne. Aunque, claro, nada comparado con las especias de las Indias - dijo con una sonrisa dulce, demasiado afilada para ser sincera.
Grace asintió y probó un bocado del faisán. Era exquisito, aunque en su paladar acostumbrado al ron y la carne salada del barco, aquel sabor delicado le supo a engaño.
- ¡Oh!, está… delicioso - respondió, y acto seguido, al ver que estaba casi crudo, añadió - Aunque debo admitir que prefiero cuando no parece que el animal todavía respira.
La dama soltó una risita cortés, de esas que no implican diversión sino superioridad.
- Qué encantadora naturalidad, mi lady. Es usted especial… había oído que los ingleses suelen ser más… contenidos.
Mientras tanto, del otro lado, Don Rodrigo llenaba la copa de Drake hasta el borde.
- Vamos, mi Lord, brinde conmigo por los mares que nos separan… y por los negocios que los cruzan.
Drake, que ya empezaba a disfrutar del vino y del papel de noble improvisado, levantó su copa con una sonrisa que habría convencido al mismísimo diablo.
- Por los mares, excelencia. Que nos lleven siempre… hacia lo que más deseamos.
- ¡Eso! - rugió el gobernador, satisfecho, dando una palmada en su espalda - ¡Y por los hombres que los gobiernan!
Las copas chocaron. Un par de gotas tintas mancharon el mantel, pero nadie pareció notarlo. Los sirvientes se movían con la precisión de bailarines. Llevaban bandejas, retiraban platos, inclinaban la cabeza sin levantar la vista. Desde las sombras, Bhagirath y los demás, vigilaban con disimulo cada gesto de sus compañeros, cada puerta lateral, cada guardia distraído.
- Dígame, Lord Fairborne - continuó Meneses, limpiándose el bigote con la servilleta - ¿es cierto que en las Indias los hombres cazan tigres por deporte?
- Por deporte, por defensa o por amor al riesgo - contestó Drake con calma, partiendo un trozo de carne - Depende de si el tigre corre hacia ti… o tú hacia él.
La mesa estalló en risas. Incluso algunos invitados cercanos voltearon curiosos hacia aquel lord extranjero de modales rudos y encanto peligroso.
- Mi marido siempre fue un aventurero - añadió Grace, con voz dulce pero cargada de ironía - Dice que nada iguala la emoción de enfrentarse a una bestia salvaje. Aunque, sinceramente, yo creo que prefiere los desafíos que llevan corsé.
Los murmullos se multiplicaron; las risitas también. Doña Isabella arqueó una ceja.
- Qué atrevida, Lady Fairborne. En Porto Belo, las damas no suelen bromear así en la mesa.
Grace apoyó los codos sobre el mantel, acercándose apenas.
- Entonces me temo que Porto Belo acaba de tener su primera excepción.
Drake contuvo la carcajada tras una tos falsa, mientras Don Rodrigo daba otro trago de vino, encantado con el descaro.
- ¡Ah! Su esposa tiene fuego, mi Lord. Se nota que no nació para los conventos.
- Ni para callar, cuando debe hacerlo - susurró Drake entre dientes, lo justo para que solo ella lo oyera.
Grace lo miró de reojo, pero una sonrisa traicionera se dibujó bajo su máscara. La cena continuó entre conversaciones que olían a riqueza y falsedad, a perfume caro y mentiras educadas. Los cubiertos tintineaban como campanas y la música de fondo parecía hecha para acallar pensamientos.
- Vamos al grano, Lord Fairborne - dijo de repente Meneses - No es la amistad lo que me trae a acercarme a ustedes. Es el comercio. He oído rumores sobre su fortuna… y he venido a oler quién puede ser rival y quién puede ser socio. Como bien sabrá, un hombre rico solo piensa en una cosa: sacar ventaja. Y por supuesto, pretendo hacerlo.
La cortesía se tensó como una cuerda. Grace percibió el cambio en el aire: la hospitalidad se transformaba en subasta. Don Rodrigo no celebraba la llegada de compañeros, sino que evaluaba presas. Doña Isabella, por su lado, no le quitaba la vista de encima. Sus ojos encendidos con la llama de la desconfianza. Sus dedos jugueteaban con la servilleta; su sonrisa se hizo más corta. Miró a Grace con una intensidad que no era curiosidad sino reproche.
- Siento curiosidad - murmuró - Sus modales son muy distintos de los comerciantes que nos suelen visitar. ¿De verdad vienen de Inglaterra?
Grace sintió la mirada de la mujer como un filo. Cada palabra ahora traía, tras de sí, una puñalada traicionera. La Capitana había aprendido a disimular su carácter, a interpretar ser quien no era. Pero la paciencia no era su virtud: el corsé le apretaba, la máscara le robaba aire y cada falsedad le escocía como sal en la herida.
Isabella no disimuló más su desconfianza y se lo hizo notar con frases corteses y punzantes, trayendo a colación anécdotas sobre comerciantes tramposos y mujeres que se dejaban engañar por promesas de riquezas. Cada intervención era una lluvia fina sobre el ánimo de Grace, una pequeña agresión ritual que la dejaba más irritable.
La capitana sorteó el temporal con cortesía medida, sonrisas y respuestas que ocultaban el ansia de empuñar el hierro. Pero por dentro la tensión crecía. Sujetó el mango del cuchillo con más fuerza de la necesaria, sin poder contenerse; el metal le recordaba la posibilidad de terminar aquella farsa de un modo definitivo. A cada gesto de la mujer del gobernador, a cada palabra con doble sentido, a cada pregunta maliciosa; su mano apretaba un poco más, tentada por una fantasía violenta que sabía a imprudencia y rojo carmín.
Respiró hondo, recordó las enseñanzas de Bhagirath y la promesa de traer comida a los hambrientos. Con esmero, consiguió dejar los pensamientos homicidas desaparecer como una nube de humo: no era el momento, debía controlarse. Sonrió otra vez, fría y perfecta, y volvió a hablar con la dulzura exacta de quien sabe que la supervivencia a veces exige fingir hasta el último aliento. Pero la veneciana no daba tregua. No estaba dispuesta a dejarla tranquila. Aquella mujer rica y aburrida, parecía que solo se divirtiera haciendo que los demás se sintieran incómodos.
- Entonces, Lady Fairborne… - dijo Isabella con un brillo venenoso en los ojos mientras partía un trozo de pescado con delicadeza quirúrgica - dígame algo… ¿cómo es posible mantener la piel tan tersa viajando en barco durante tanto tiempo? Imagino que con tanta sal, sudor y la compañía de esos despreciables marineros… debe de ser difícil conservar la frescura.
Grace levantó lentamente la mirada. El silencio se hizo pesado un instante, como antes de una tormenta. La sonrisa de la capitana era una línea tensa, apenas contenida.
- Sí… - respondió con voz baja y dulce - sobre todo cuando una no tiene sirvientas para abanicarle el aire perfumado… o joyas para tapar la falta de conversación.
Drake sintió un escalofrío al oírla. La miró de reojo, temiendo lo peor. En cambio Meneses, demasiado concentrado en su plato, no notó nada. Pero Isabella sí. Y la sonrisa de su rostro se quebró por un segundo antes de recomponerse. Grace retiró la silla de la mesa con brusquedad. Si seguía allí un minuto más, acabaría hundiéndole el tenedor entre las costillas.
- ¿Sería alguien tan amable de indicarme dónde está el baño? - preguntó de repente, mirando hacia los sirvientes con la voz más serena que pudo fingir.
Uno de ellos, un joven mulato con uniforme blanco impecable, se inclinó respetuosamente.
- Por supuesto, mi señora. Si es tan amable de seguirme…
Grace se levantó rápidamente, ajustando la máscara sobre su rostro. Antes de girarse, clavó los ojos en Isabella. Esta vez no hubo teatro en su mirada: era puro odio, cristalino y afilado como el filo de un cuchillo.
La veneciana arqueó una ceja, sosteniendo su copa con fingida indiferencia. No respondió a la ofensa. Pero en cuanto Grace desapareció por la puerta del salón, una sonrisa torva se dibujó en sus labios. Aquella mujer mentía, y lo sabía. Sin embargo, decidió no decir nada. Era más divertido esperar y ver como terminaba todo aquello. O quizás… tuviera un motivo más oculto.
Continuará…