Mi mujer y yo. Su confesión

La semana avanza con la expectativa del viaje latiendo de fondo. Entre el trabajo y las rutinas, hay un cosquilleo constante, un runrún que mezcla inseguridad y morbo. Sé que hay riesgos, que cruzamos una línea, pero las ganas de vivirlo, de lanzarnos a esa aventura, son más fuertes que cualquier duda.

Cada noche, al acostarnos, Vega se acomoda con su libro. Yo la miro de reojo mientras el sueño me va venciendo, y no puedo evitar que la imagen de aquella noche vuelva una y otra vez: ella, entre suspiros, tocándose a escondidas, convencida de que yo dormía. Desde entonces, cada vez que pasa las páginas y muerde el labio, me pregunto si al cerrarlo repetirá aquel gesto, si se acariciará en silencio bajo las sábanas.

Más de una vez estoy a punto de preguntárselo, de provocarla, pero me muerdo la lengua. La duda se queda en mi cabeza mientras el cansancio me arrastra y me pierdo en el sueño sin atreverme a romper ese secreto.

Y así, entre miradas, silencios y fantasías que no decimos, la semana se consume. El cosquilleo en el estómago crece, y antes de darnos cuenta, llega el fin de semana.

Decidimos pasar tranquilos el fin de semana, cargar pilas antes del viaje. Por la mañana salimos a correr. El aire fresco me despeja, pero lo que de verdad me mantiene con energía es verla a mi lado. Vega lleva unas mallas negras que se ajustan a cada curva de sus piernas y de su culo, marcando ese contorno perfecto que me vuelve loco. El top deportivo, blanco y ceñido, apenas logra contener el vaivén de sus pechos; el sudor empieza a dibujar un brillo húmedo en su piel dorada y en la línea de su vientre plano. Corre seria, concentrada, pero cada vez que me mira de reojo y sonríe, noto que la excitación me sube como un golpe de calor.

Al volver a casa se mete en la ducha. Yo me apoyo en el marco de la puerta, observándola. El agua resbala por su cuerpo desnudo, recorriendo la curva de sus pechos, deslizándose por su cintura hasta perderse entre sus muslos. Vega se pasa el jabón lentamente, con movimientos que parecen un espectáculo preparado solo para mí. Su mano sube por el costado, rodea un pecho, aprieta suavemente el pezón antes de seguir hacia abajo. Yo apenas respiro, atrapado en la escena.

Ella lo nota. Me mira por encima del hombro, con esa mezcla de reproche y picardía.

—No me mires así.

—¿Así cómo? —pregunto, con la voz ronca.

—Así, con esa cara de bobo… —responde sonriendo, mientras sigue enjabonándose el vientre, la cadera, los muslos.

Me muerdo el labio. La visión de su sexo cubierto por un pequeño triángulo de vello oscuro me enciende aún más. Aunque me dan ganas de pedirle otra vez que se depile completamente, no lo hago. Esta vez prefiero guardar silencio, dejar que mi idea madure. Ya encontraré el momento para intentar llevarla a cabo.

Por la noche, en la cama, la rutina se repite: yo ya estoy tumbado, medio adormilado, y ella se sienta con la espalda apoyada en el cabecero, las piernas estiradas bajo la sábana, con el libro abierto entre las manos. La luz de la lámpara de su mesilla baña su rostro, y me quedo mirándola a escondidas, como si no pudiera evitarlo.

La cara de Vega cambia cuando lee. Tiene el ceño apenas fruncido, como si se concentrara en cada palabra. Sus labios carnosos se entreabren a veces, inconscientemente, como si respirara al ritmo del texto. De pronto sonríe, una sonrisa leve, casi traviesa, y sus mejillas se enrojecen apenas. Es ese gesto el que me mata: la mezcla de pudor y excitación. Sus ojos verdes brillan de un modo distinto, más húmedos, como si se reflejara en ellos lo que el libro le está despertando.

Pasa una página despacio, y al hacerlo muerde el labio inferior. No me dice nada, no me mira, pero ese gesto me hace preguntarme si su mente está en la historia… o en lo que podría hacer después, cuando apague la luz.

Imagino lo que está leyendo mientras la observo: en mi cabeza, el pasaje describe cómo él la tumba de golpe sobre la cama, le ata las muñecas al cabecero y, con calma cruel, empieza a recorrer su cuerpo con una pluma antes de dejar caer la primera palmada en su culo desnudo. El contraste entre el dolor y el cosquilleo la hace gemir, perder el control poco a poco. Él manda, ella obedece. Y cada palabra que leo con mi imaginación es como si la viera a ella, a Vega, en ese lugar.

La miro, todavía con el libro en las manos, con ese brillo en sus ojos, las mejillas encendidas y el labio inferior atrapado entre sus dientes. La tensión me puede y suelto, casi en un susurro:

—Eso te excita…

Ella baja el libro despacio y me mira, sorprendida, arqueando una ceja.

—¿El qué? —pregunta, como si no supiera de qué hablo.

Yo sonrío y me acerco un poco, bajando la voz con intención:

—Todo ese rollo de los azotes, las cuerdas, la dominación… eso es lo que te calienta, ¿verdad?

Ella se queda quieta unos segundos, el silencio se carga de electricidad. Luego sonríe de medio lado, con picardía, y me clava la mirada como si quisiera retarme.

—Creo que te excita más a ti que a mí… —dice Vega, con media sonrisa, volviendo las páginas sin apartar los ojos del libro.

Me río y me acerco más, apoyándome en la cama. —A mí… todo lo que sea tenerte desnuda me pone muchísimo.

Ella me mira por encima del libro, arquea la ceja con sorna: —Lo que te queda por aprender.

Y, sin esperar más, vuelve a la lectura, como si nada; pero la forma en que muerde el labio, la respiración un poco más profunda, y la manera en que sus dedos rozan la página delatan que la novela —y nosotros— han encendido algo que no vamos a apagar tan pronto.

Pienso que quizá hay cosas que no se preguntan… que es mejor descubrir a solas antes de sacarlas a la luz. Cojo el móvil en silencio, con Vega concentrada en su libro, y abro el navegador. Tecleo “spanking cómo iniciarse”.

La pantalla se llena al instante: tutoriales, foros, experiencias, vídeos y un torrente de imágenes. Todas distintas, pero con un denominador común: cuerpos expuestos, piel enrojecida, manos firmes. Me pierdo un instante en ese mundo que parece prohibido y fascinante a la vez.

Deslizo con el pulgar y entre todos esos resultados aparece uno que me llama: “Spanking para principiantes”. El título parece escrito para mí. Siento un cosquilleo en el estómago; una mezcla de morbo, miedo y esa ansiedad que te atrapa cuando sabes que estás a punto de entrar en un terreno nuevo.

Alzo la vista un segundo. Vega pasa página, ajena, con el ceño fruncido y la boca entreabierta, perdida en la lectura. Y yo, con el móvil en la mano, pienso que tarde o temprano, esto, de alguna manera, voy a probarlo con ella.

Abro el enlace. La pantalla se ilumina con un artículo sencillo, ilustrado con imágenes que alternan lo erótico con lo didáctico.

Lo primero que leo: “El spanking no se trata de violencia, sino de juego, confianza y deseo compartido.”

Respiro hondo. Eso me tranquiliza y me excita a la vez.
  1. Preparación:

    “Hablad antes, poned límites. Empezar siempre con palmadas suaves sobre el culo, nunca de golpe.”

    En la foto, una mujer tumbada boca abajo, apenas cubierta por una braguita de encaje, con unas manos masculinas descansando sobre sus nalgas. Imagino las de Vega ahí, mi palma sobre su piel, calentándola antes del primer azote.

  2. Progresión:

    “El cuerpo necesita calentarse. Empieza despacio, alterna caricias con palmadas, deja que la piel se acostumbre. Lo erótico está en la anticipación.”

    Veo el ejemplo en vídeo: una mano acaricia, otra azota suave, la mujer gime y sonríe. Mi cabeza vuela: Vega mordiéndose el labio, diciéndome entre risas que no me pase, que la estoy poniendo cachonda.

  3. El sonido y el ritmo:

    “El spanking no solo se siente, también se oye. El clap contra la piel, el jadeo que provoca, es parte del juego. Cambia el ritmo, sorprende.”

    Imagino el eco de mis palmadas en el silencio del dormitorio. ¡Plaf! ¡Plaf! y Vega gimiendo, arqueando la espalda, húmeda y encendida.

  4. Dónde azotar:

    “Lo ideal son las nalgas y la parte superior de los muslos. Evita siempre la zona baja de la espalda o los riñones.”

    Me fijo en el esquema marcado en rojo y no puedo evitar sonreír: me lo tomo en serio, como si estuviera estudiando para un examen… pero con una erección palpitando bajo el pantalón.

  5. Cierre:

    “Después del juego, calma. Acaricia, besa, reconforta. El aftercare es tan erótico como el propio spanking.”

    Esa palabra me golpea: aftercare. Cierro los ojos y me imagino besando a Vega, acariciando su piel rojiza, lamiendo sus nalgas ardientes, susurrándole lo guarra que ha sido mientras ella sonríe, exhausta y feliz.
Levanto la mirada del móvil. Vega sigue absorta en su libro, ajena a mi descubrimiento. Sonríe de medio lado con una expresión que me mata, y pienso: algún día, muy pronto, voy a poner en práctica todo esto con ella.

La semana transcurre en esa monotonía de siempre: trabajo, correos, reuniones, llegar a casa tarde y ver a Vega leyendo su libro en la cama mientras yo me quedo dormido a mitad de conversación. A veces pienso que todo se ha vuelto tan rutinario que la única chispa son esos pensamientos prohibidos que me asaltan cuando la veo pasar las páginas del libro con esa cara suya de concentración y deseo contenido.

El jueves, camino deprisa hacia la oficina de un cliente, repasando mentalmente los argumentos de la reunión. Estoy con el piloto automático, casi sin mirar alrededor, hasta que algo en un escaparate me detiene. Una tienda discreta, apenas un neón tenue y, tras el cristal, algunos objetos que reconocí al instante: palas, esposas, cuerdas, vibradores… Los mismos que había visto en el manual de “spanking para principiantes” que revisé días antes en el móvil.


No me detengo. El reloj me empuja hacia adelante y la reunión me espera. Paso de largo, con la cabeza dividida entre los números que tengo que presentar y la imagen de Vega con uno de esos juguetes rozándole la piel.

La reunión termina bien, los clientes parecen satisfechos, pero en cuanto me despido y salgo al aire de la calle, siento un tirón en el estómago. No pienso demasiado: vuelvo directo a la tienda.


El interior me sorprende. El aire es espeso, mezcla de incienso y plástico nuevo. La luz roja y morada baña el ambiente con una calidez erótica. A un lado, vibradores y consoladores de todos los tamaños. Al fondo, maniquíes con lencería atrevida. Y a la izquierda, un rincón de bondage y spanking que me hace recordar exactamente lo que había leído: palas, látigos, esposas acolchadas, cuerdas de seda en tonos oscuros.


La gente dentro parece sacada de una película: una pareja joven hojea nerviosa un vibrador, un hombre trajeado finge mirar DVDs mientras sus ojos se clavan en los juguetes más grandes… y yo, que intento pasar inadvertido con una mezcla de vergüenza y excitación.


Me acerco al mostrador con un nudo en el estómago, carraspeo antes de hablar:

—Verá… mi mujer está leyendo…


La dependienta sonríe al instante, como si hubiera estado esperando esas palabras. Me mira divertida, se inclina un poco sobre el mostrador y, antes de que termine, me corta:

—Déjame adivinar… Cincuenta sombras de Grey, ¿verdad? —su media sonrisa es tan descarada que me hace sentir como un crío pillado en falta.


Me pongo rojo.


—Sí…


Ella suelta una risa baja, nada burlona, más bien cómplice.


—Tranquilo, no eres el primero ni serás el último que viene con la idea de ser Christian Grey en su casa. Créeme, desde que salió ese libro he atendido a decenas de “maridos curiosos”.


Su tono me relaja un poco, pero noto cómo me observa, calibrando cada gesto, disfrutando de mi incomodidad.


—Ven —me dice con una voz suave pero firme—, vamos a ver qué podemos encontrar para que esa lectura tenga un poco más de… práctica.


Me guía hasta un mostrador con antifaces de satén, bandanas oscuras y tiras de seda largas, burdeos y negras. Pasa una entre sus dedos, la deja rozar mi mano y sonríe al ver mi gesto nervioso.

—¿Sabes qué va a sentir tu mujer con esto? —me pregunta, levantando un antifaz—. Vulnerabilidad. No verá nada. Cada roce, cada beso, cada azote será una sorpresa. Eso acelera el corazón, la respiración… la pone a tu merced. —Se acerca un poco más y añade en un susurro—. Y créeme, nos encanta.

Luego, toma una de las telas y me la pasa.

—Átale las muñecas con esto. No duele, no asusta. Es suave, erótico. Juntas, si quieres que sienta que no tiene escapatoria… o separadas, si tienes un cabecero firme. —Sonríe al ver mi cara, mordiéndose el labio como quien disfruta del juego—. Hazlo despacio, como un ritual, que note cómo cada vuelta alrededor de su piel la atrapa más en ti.

Deja la tela, coge una pequeña paleta de cuero y me la enseña.

—Esto también podría servir, pero si es la primera vez… —suelta una risita juguetona—, mejor tu mano. Suena igual y es mucho más íntima.

Y entonces, sin pudor, ladea un poco su trasero frente a mí, arquea la espalda y se da una cachetada seca. Plaf. El ruido resuena fuerte en el silencio de la tienda. Luego, con la palma abierta, acaricia lentamente la zona, dibujando círculos. Sus labios se curvan en una sonrisa peligrosa.

—¿Ves? —dice, mirándome fijamente—. Impacto primero, caricia después. El cuerpo se queda sin saber si rendirse al dolor o al placer… y al final se rinde a los dos.

Me quedo mudo, con la paleta en la mano, imaginando a Vega tumbada con los ojos cubiertos, respirando entrecortado, esperando mi próximo movimiento. La dependienta lo nota, se acerca un poco más y baja la voz.

—Eso es lo que buscas, ¿verdad? Que no sepa qué vas a hacerle, pero que confíe en ti. Que tiemble entre miedo y deseo. Ese es el verdadero poder de este juego.

Su mirada pícara, su tono seguro y la forma en que me tienta sin tocarme me dejan claro que se está divirtiendo conmigo. Y yo, atrapado entre la vergüenza y la excitación, apenas puedo asentir.

Al final no me decido por nada de lo que me ha mostrado. Agradezco sus explicaciones, pero la vergüenza y la idea de cargar con una bolsa llena de “primerizos” me pueden más. Sonrío nervioso, hago un gesto de disculpa y me encamino hacia la salida.

Estoy a punto de salir cuando, en un rincón del estante, algo me llama la atención: un pequeño accesorio con forma de pica de póker, brillante, elegante, con un pompón blanco de conejita en el extremo. Lo cojo con curiosidad, dándole vueltas entre los dedos, y por un segundo me quedo imaginando…

La dependienta me observa, y al ver mi mirada perdida sonríe como si pudiera leerme la mente. Se acerca despacio, baja un poco la voz y suelta con descaro:

—Seguro que en el culito de tu mujer queda maravilloso… —susurra, mordiéndose el labio. Luego, como quien comparte un secreto íntimo, añade—: A mi ex le encantaba ponérmelo y que me paseara con él.

Me quedo helado, con la imagen ardiendo en mi cabeza: Vega de espaldas, desnuda, caminando despacio con ese pompón blanco balanceándose entre sus nalgas. El contraste entre la elegancia del accesorio y lo obsceno de la confesión me pone duro en segundos.

Ella lo nota —claro que lo nota— y sonríe satisfecha, como si hubiera ganado el juego. Yo, atrapado en la fantasía, pago en silencio, todavía con la imagen clavada en la cabeza. La dependienta me entrega la bolsa, pero antes de soltarla me dedica un último guiño malicioso.

—Espero que vuelvas a por algún juguete más… —dice con una sonrisa descarada, como si estuviera segura de que lo haré.

Asiento con una media risa nerviosa, tomo la bolsa y salgo de la tienda con la sensación de que acabo de abrir una puerta peligrosa y excitante. Afuera, el aire fresco me golpea la cara, pero no consigue borrar la visión que me acompaña: Vega de espaldas, con ese pompón blanco entre sus nalgas, mirándome por encima del hombro con una sonrisa traviesa.
 
Excelente narración.
Aunque en esta cena pasaron de 5 a cien. Hasta ahora sólo eran conversaciones cachondas, pero esto ya cruzó varios límites, sobre todo por parte de Vega.
Si van a dar el paso, espero que no vengan con tonterías de arrepentimiento después.
Al menos su amiga y el esposo parecen buenos tipos.
Sin duda el autor esta vez pisó a fondo el acelerador, se le nota más ansioso que la misma Vega. :p:cool:
 
Por una parte, me sabe mal que Nico y Vega jueguen a la ruleta rusa de esa manera, pero por otro lado, si no hicieran algo diferente, morboso o discutible... Nos quedaríamos sin relato!!!
Así que ya que son personajes de ficción, y no van a sufrir, dejémosles que hagan lo que el autor decida, y cuanto más atrevido sea, más nos gustará.
Si bien, sabemos como decantará esta dinámica que se traen los cuatro, el morboso desarrollo de las situaciones que se permiten hacen un sabroso recorrido a seguir.
Cocimiento lento y pausado sería lo ideal, sin caricaturas extremas, pero la fantasía tiene su autor, sí, yo agregaría alguna pareja ese finde en la playa. ;):cool:
 
Cuando llego a casa está vacía. Vega todavía no ha llegado, así que aprovecho para esconder lo que he comprado en el armario, con cuidado, como si fuese un secreto peligroso. Luego me voy directo a la ducha. El agua caliente cae sobre mi piel, me relaja, y el vapor pronto llena el baño.


Cierro el grifo y, al girarme, la veo. Vega está apoyada en el marco de la puerta. No la había oído entrar. La toalla se me resbala un poco en la cintura mientras noto su mirada fija en mí. Hay algo en su postura: un brazo tras la espalda, como si ocultara algo.


—No te había visto —digo, sorprendido.


Ella sonríe despacio, y con un gesto ladea el cuerpo, mostrando lo que escondía. En su mano está la colita de conejita, ese pompón blanco que había intentado ocultar.


—¿Qué es esto? —pregunta. Su tono suena a reproche, aunque en sus labios hay un destello de diversión.


Me pongo tenso, tartamudeo, incapaz de dar una respuesta rápida. El calor del baño se mezcla con el calor de mis nervios, y ella, al ver que no sé qué decir, comienza a reír.


—Eres un pervertido… —suelta, mordiéndose la sonrisa.


Sus palabras me atraviesan y siento cómo mi polla empieza a crecer, traicionándome frente a ella. Vega se da cuenta enseguida: sus mejillas se enrojecen, pero no aparta la mirada. Al contrario, se muerde el labio y avanza hacia mí.


El vapor envuelve la escena, y cuando llega hasta mí me besa con hambre contenida, la colita todavía en su mano como un símbolo de lo que acaba de descubrir.


No era así como lo había imaginado. Pero no puedo detenerlo…


Aún húmedo del baño, la beso con ansia, y mientras mi boca devora la suya, mis manos van desnudándola poco a poco. Su respiración se acelera, sus pezones se endurecen contra mis dedos, y yo me detengo en su pecho, lo acaricio, lo beso, muerdo su cuello con suavidad.


La miro de cerca, atento a cada gesto: sus labios entreabiertos, los párpados entornados, el rubor que le sube por el cuello. Me da el metal del juguete me lo pone en la boca para que lo chupe y lo hago, luego lo hace ella sin apartar sus ojos de los mios, desliza la colita hacia atrás y, sin que yo llegue a reaccionar, la inserta ella misma en su culo.


Su cara se transforma: los ojos se le abren un instante, los labios tiemblan en una mezcla de sorpresa y placer, un gemido breve se le escapa de la garganta. Se muerde el labio inferior y sonríe con picardía, como si hubiera esperado mucho para ese momento.


—siempre quise tener una colita de estas.—susurra, mirándome de reojo


Se gira despacio, y la visión me golpea: el pompón blanco se mueve entre sus nalgas redondas, perfectas. Avanza unos pasos con las caderas contoneándose de forma provocadora, echándome miradas fugaces por encima del hombro.


—¿Te gusta tu conejita? —me pregunta, con voz ronca y traviesa.


Sale del baño caminando desnuda, y se dirige al dormitorio. Al llegar, se sube a la cama a cuatro patas, arqueando la espalda y mostrándome sin pudor su sexo húmedo desde atrás, enmarcado por la colita.


—¿Te vas a quedar ahí? —provoca, clavando sus ojos en los míos mientras abre más las piernas, ofreciéndose.


Apenas llego al dormitorio, saco un condón del cajón con las manos temblorosas y me lo pongo sin perder de vista la imagen frente a mí: Vega a cuatro patas, con la colita de conejita balanceándose entre sus nalgas, mirándome por encima del hombro con esa sonrisa que mezcla picardía y lujuria.


Me acerco, la sujeto de las caderas y, sin esperar más, la penetro despacio. Su cuerpo me recibe caliente, húmedo, temblando de placer.


—Dios… —gime con la voz rota—, te siento tan dentro… joder, qué rico…


Se arquea aún más, empujando contra mí, mientras sus uñas se clavan en las sábanas. La colita rebota con cada embestida, y esa visión me enloquece.


—Voy a aguantar poco… —la advierto entre jadeos—. Esa visión… es mortal.


Ella gira la cabeza, con el pelo pegado al rostro por el sudor, y me suplica entre gemidos:


—No… no te corras todavía… sigue, sigue un poco más…


Pero es imposible. La presión me consume, el placer me arrasa, y con un gruñido ahogado me corro dentro de ella, temblando, mientras sus gemidos se mezclan con mi clímax.


Caigo sobre su espalda, jadeando todavía, y noto cómo su cuerpo sigue vibrando bajo el mío. Vega ríe bajito, entrecortada por la respiración acelerada, y desliza la mano hacia atrás para acariciarme el muslo.


—Sabía que no ibas a aguantar… —susurra con voz ronca, divertida.


Se deja caer de lado, el pelo revuelto, las mejillas encendidas. La colita de conejita sigue perfectamente en su sitio, contrastando con el rubor de su piel. Se acaricia una nalga, rozando el pompón, y me mira con esa mezcla de ternura y malicia que solo ella sabe tener.


—¿Has visto cómo me queda? —pregunta, girándose despacio para mostrármelo mejor


Se ríe al notar mi miembro húmedo y blando contra su muslo.


Me besa de golpe, intensa, mordiendo mi labio. Luego me mira a los ojos, seria por un instante, y suelta con un hilo de voz:


—Me encanta ser tu conejita.


La miro y le pregunto, aún jadeando:


—¿Tú no has terminado?


Se ríe, apartándome un mechón de pelo de la frente.


—Cari… si no me has durado ni treinta segundos…


—Lo siento, es que me has puesto demasiado cachondo… —respondo, todavía sin aliento.


—Idiota… no te preocupes —me dice con ternura,


Y mientras lo dice, lleva la mano a su sexo y empieza a tocarse a mi lado. La visión me enciende al instante. Me inclino sobre ella, beso su cuello, muerdo su piel, bajo hasta sus tetas y juego con su pezón entre los dientes antes de seguir descendiendo. Su cuerpo tiembla cuando llego a su sexo empapado: sabe a goma, a mí, a ella misma. Paso la lengua sobre su clítoris con movimientos circulares y dejo que mis dedos entren y salgan de su interior cada vez más rápido.


Vega gime sin control, se arquea, me agarra del pelo pidiéndome más. Yo acelero, lengua y dedos a la vez, hasta que de pronto todo sucede: tiembla con violencia, un alarido escapa de su garganta y un chorro caliente brota de su coño, mojando la cama y mis manos. Veo cómo su culo se abre y se cierra convulso mientras ella se agita perdida en el clímax.


Cuando al fin se deja caer exhausta, roja, jadeando, se tapa el rostro con las manos y balbucea, avergonzada:


—¿Me… me he meado?


Yo río, la aparto las manos y la beso con orgullo.


—No, cari ha sido tu corrida…
 
La complicidad que comparten es envidiable, están sintonizados en la misma frecuencia, parecen tan felices y compenetrados...por qué arriesgarlo todo???...tanto confían uno en el otro??? :cool:
 
Por fin llegó lo que esperábamos el viaje con nuestros amigos


Cerramos el maletero y arrancamos rumbo a la casa de Erika y Adolfo. El silencio en el coche pesa más que la maleta. Yo estoy nervioso, lo noto en las manos al volante, y Vega lo percibe enseguida.


—¿Estás bien? —pregunta, ladeando la cabeza.


—Nervioso —admito—. No sé… quizá nos estemos equivocando.


Ella guarda silencio un momento, luego lo dice sin rodeos:


—No quiero que te folles a Erika.


La miro de reojo, sorprendido por la franqueza. Y contesto, igual de firme:


—Y no quieres follar con Adolfo.


—No, no quiero —responde ella, clara, mirándome a los ojos.


Entonces coge su teléfono sin pensarlo más, marca el número de Erika y, cuando responde, le dice con voz serena pero decidida:


—Oye, al final no vamos a ir. Lo hemos pensado mejor.


Cuelga despacio y deja el móvil sobre su regazo. Yo me aparto a un lado de la carretera y detengo el coche. Bajo, respiro hondo, sintiendo un gran peso levantarse de encima. El aire fresco me sacude la cara, como si acabara de despertar de un sueño extraño.


Vuelvo a subir al coche. Vega está seria, mirando hacia adelante, los dedos jugando nerviosos con la pantalla apagada del móvil.


—¿Qué te pasa? —le pregunto, inclinándome un poco hacia ella.


—Creo que tendría que contarte algo… —dice de golpe, sin pensarlo demasiado.


Vega gira la cabeza hacia mí, frunce un poco el ceño. Su mirada mezcla sorpresa y preocupación.


—¿Algo? —respondí en un susurro.


Se quedo callada unos segundos, como si necesitara juntar valor, y la miro fijamente.


—¿Qué me tienes que contar?— la pregunto


Vega me mira, los ojos muy abiertos, la respiración algo acelerada. Sus labios tiemblan un poco antes de abrirse.


—Quizá… quizá te lo tendría que haber contado antes —dice, casi en un susurro—. Pero es algo…


Se detiene. Su cara es un poema: mezcla de miedo, vergüenza y algo que no consigo descifrar. La noto nerviosa, rígida, como si sus hombros cargaran de golpe con todo el peso del mundo.


Respira hondo, una, dos veces, y se muerde el labio inferior.


—Verás… —empieza, pero su voz se quiebra, y vuelve a callar.


Yo la observo sin entender nada. La tensión en el aire es tan espesa que casi se puede cortar.


—Vega, me estás asustando —le digo al fin, con el corazón martilleando en el pecho.


Ella desvía la mirada hacia la ventanilla, como si necesitara huir de mis ojos para encontrar las palabras, y traga saliva antes de volver a girarse hacia mí.


—Sabes que siempre te he dicho que… que nunca te conté el nombre de quien me dio por el culo la primera vez… —su voz tiembla, pero no se esconde.


Vega respira hondo, aprieta las manos sobre sus piernas y lo suelta de golpe:


—Fue Adolfo. —las palabras de Vega me revientan en la cabeza.


El aire se me corta, mis manos aprietan el volante con tanta fuerza que cruje. No digo nada, solo conduzco, con la mirada fija en la carretera.


—Verás, fue antes de… —empieza ella.


—¡Joder, Vega! —exploto, sin poder contenerme—. ¿Por qué no me lo contaste? ¿Qué coño pintas diciéndomelo ahora? ¿Sabes cómo me siento? ¡Un gilipollas!


Ella se encoge un poco, pero no aparta los ojos de mí.


—Porque… porque no pensé que importara. Fue antes de todo esto, antes de Erika, antes de… nosotros.


—¡No me jodas! —golpeo el volante con la palma de la mano—. ¡Era Adolfo! ¡El mismo tío con el que ahora íbamos a pasar un puto fin de semana! ¿Y me lo sueltas así, como si fuera una anécdota?


Vega respira hondo, su voz tiembla:


—Prefería callarlo, ¿vale? No quería que me miraras como lo estás haciendo ahora.


—Claro, mejor callar, ¿no? —escupo, con la rabia en la garganta—. Mejor que yo haga el imbécil, pensando que todo era nuevo entre nosotros, que lo compartíamos todo. Y mientras tanto, Adolfo, ¡Adolfo!, conociendo algo de ti que yo ni sabía.


Ella golpea el salpicadero con la mano, con lágrimas en los ojos:


—¡Porque me arrepiento! ¿Lo entiendes? ¡Me arrepiento! No quería que eso existiera, no quería darle más importancia.


—Pues ahora la tiene —digo, helado, mirándola de reojo—. Porque ahora cada vez que le vea, voy a pensar en eso. En él follándote. En ti callándomelo.


Vega me mira fijamente, rota y enfadada a la vez:


—¿Y tú qué? ¿Tú me has contado todo? ¿Todas tus putas historias, todos los secretos que guardas? ¡No! ¡Así que no me vengas ahora con que eres el adalid de la sinceridad!


Su voz me quiebra por dentro, me arde el estómago de rabia.


—No es lo mismo, Vega. No es lo mismo. Esto… esto era él. ¡Él!


El coche queda en silencio unos segundos, solo el ruido del motor nos envuelve. Ella gira la cara hacia la ventanilla, se seca las lágrimas con la mano, pero su voz aún tiembla cuando suelta:


—No quiero perderte por algo que pasó hace años.


Yo respiro hondo, pero la rabia sigue ardiendo en mi pecho.


—Pues entonces más te valía haber confiado en mí desde el principio.


La miro de reojo, la mandíbula apretada, y suelto con rabia:


—¿Qué es eso de mis putas historias? ¿Qué historia, Vega?


Ella gira despacio la cabeza, sus ojos rojos por las lágrimas, y me devuelve la mirada con un brillo de reproche que me enciende aún más.


—Tú sabrás… —dice casi en un susurro, pero cargado de veneno—. Claudia, por ejemplo.


Me hierve la sangre.


—¿En serio? ¿Me vas a sacar lo de Claudia ahora? ¡Una mamada en un puto parking borracho que hasta Adolfo pilló! ¡Eso es lo mismo que lo tuyo con él?


Vega se inclina hacia mí, con la voz rota y firme al mismo tiempo:


—¡No, lo mismo no! Pero te llenas la boca diciendo que soy yo la que oculta cosas, como si fueras un santo. ¡Y tú también has callado lo que te convenía!


Aprieto el volante hasta que los nudillos se me ponen blancos, la miro unos segundos y escupo:


—¡Joder, Vega, no lo entiendes! —escupo, golpeando con la mano el volante—. Lo de Claudia no te lo dije porque no era importante. ¡No hemos hablado de eso nunca! ¿Me has preguntado alguna vez si alguna tía me la había chupado en un puto parking? ¡No! Pero esto… esto es distinto.


La miro con rabia, casi con dolor, las palabras me salen a borbotones.


—¡Me siento idiota, Vega! ¡Esa noche, hablando de ti y de mí, yo con cara de gilipollas… y él pensando: “quiero volver a follarme ese culo que reventé, y encima este lo tiene más pequeño”!


Vega me clava la mirada, los ojos húmedos, y de pronto rompe la barrera que siempre había puesto en sus palabras.


—¡Es eso, no, Nico? ¡Eso es lo que no soportas! —grita, con la voz quebrada pero firme—. ¡Que la tiene enorme!


Se hace un silencio denso en el coche, solo se escucha mi respiración agitada. Ella se pasa la lengua por los labios, se muerde uno, como si el hecho de pronunciarlo le hubiera liberado algo.


—Sí, joder… —añade, bajando la voz, casi con un gemido de rabia—. ¡Que la tiene enorme!


Sus palabras me atraviesan como un cuchillo, y yo apenas puedo articular.


—¿Y qué? Estás deseando que te folle otra vez, como a una puta


Ella cierra los ojos un segundo, respira hondo, y cuando los abre me mira fija, con un brillo que no sé si es de vergüenza, de deseo, o de pura provocación.


—¿Que me has llamado “Nico”? ¿Que me has llamado así, como si no te conociera? —sus ojos se me clavan, húmedos y furiosos—. ¿Que estoy deseando que…? Que si llego a haber querido el otro día me hubiera comido su polla, me la hubiera metido por todos los agujeros…


Me golpea el remate con la misma fuerza con que ella me había soltado la bomba: la mezcla de rabia, orgullo y una confesión demasiado íntima para decirla en voz alta. Yo la miro y me siento pequeño, expuesto.


Llegamos a la casa entre voces duras, reproches que se clavan y silencios que pesan más que cualquier palabra. El trayecto final es un campo de minas: cada frase corta, cada gesto, cada suspiro se siente como un golpe.


Me mira, sus ojos arden. Aún tiene en la mente que la he llamado puta. No debí hacerlo, lo sé, pero ahí está, latiendo entre los dos.


Abro la puerta y, en cuanto cruzamos, me empuja contra la pared. Apenas me muevo, no ha sido fuerte, pero suficiente para descolocarme. La miro y, contra todo, me río. Estoy enfadado, sí, pero verla así, tan encendida, me desarma.


—¿Qué haces? —digo, con media sonrisa.


—Vamos, gilipollas, vuelve a decírmelo —me desafía, con los ojos brillando.


—Puta —respondo, la palabra ardiendo en mi boca.


Se lanza contra mí, su cuerpo pegado al mío, su olor llenándome los pulmones. La agarro fuerte de la cintura. Sentir su piel caliente, verla con esa mirada entre rabia y deseo, me enciende aún más.


La beso con furia, con hambre, y ella responde igual, mordiéndome los labios como si quisiera arrancarme la rabia de un bocado.


La giro y la empotro contra la pared; intenta separarse un instante, pero no la dejo. La agarro por las caderas y, sin pensar, apoyo mi mano en sus pechos: están blandos, calientes, con los pezones duros bajo la piel. Ella me mira con los ojos chispeando, mitad rabia, mitad fuego.


Hace fuerza, se despega un poco y, con un gesto seco, me lanza una bofetada que me cruza la cara. El golpe me deja el oído zumbando; por un segundo la sorpresa me paraliza. Ella lo ve, y se le cae la expresión: me agarra la mano, susurra un “perdón” atropellado y se echa a reír, como si la misma declaración la liberara.


No tardo: la alzo en brazos con brusquedad medida. —¿Qué haces? —me pregunta, entre desafiante y juguetona.


—Te lo voy a recordar —le digo y la llevo hasta la cama.


La tumbo sobre el colchón, la echo hacia atrás y, con cuidado pero con determinación, bajo la cremallera de su pantalón. Ella forcejea apenas —es juego— y al final se deja. Sus jadeos me animan. Cuando la miro y ella dice, con voz ronca: —Ni se te ocurra… —yo solo asiento; ya sé que quiere que siga.


Me alejo un paso, la observo, y la advertencia queda en el aire por un instante: Esto te gusta no lo niegues “No, no, no…”. Y entonces empiezo.


¡Plas! ¡Plas! Caen dos azotes secos contra su culo. El eco retumba y siento la piel temblar bajo mis manos. Su sexo brilla húmedo debajo de su cuerpo; al mirar esa franja nacarada entre sus muslos me enveneno de deseo. La acaricio, despacio, y la escucho gemir, un sonido que se mezcla con el latido de su respiración.


—¿Ves? —le susurro—. ¿Ves cómo eres, una puta?


—¡Cabrón! —me contesta en un jadeo que no es solo reproche.


Plas: le doy otro azote y el culo se le enrojece en un tono vivo y caliente. No es daño; es la marca del juego, la huella de lo que hemos querido probar. La acaricio de nuevo, separo las nalgas con cuidado y, con la palma, paso desde su coño hacia su ano, esparciendo un poco de lubricante sobre la entrada. Lo hago despacio, con respeto, palpando cada reacción en su cara: sus ojos se entrecierran, muerde el labio, sus manos buscan mi pelo.


Cuando meto un dedo limpio y lubricado, ella gime fuerte, arqueando la espalda, mantengo un ritmo sosegado, sondando, esperando su permiso silencioso. Sus gemidos se vuelven más claros, la piel de su vientre tiembla y me aprieta la muñeca con fuerza, pidiéndome más.


La mezcla de azotes, caricias y penetración digital la mantiene en ese borde maravilloso: entre la sumisión y el goce. Yo controlo el ritmo, la profundidad, y cada vez que veo en su cara que quiere subir, acelero un poco; cada vez que se tensa y respira profundo, vuelvo a frenar y la consuelo con besos en la espalda, con palabras ásperas y cálidas.


—Dímelo —le ordeno suave, entre dedos y labios—. Dímelo que quieres más.


Ella me mira, ojos encendidos, y me responde con un gemido claro que no deja lugar a dudas. Su mano busca la mía, la aprieta, y en ese apretón noto todo: dolor, placer, entrega. Sigo, más seguro, más despierto, sabiendo que esto es nuestro juego, pactado en cada gesto, en cada silencio cómplice.


Suspira hondo, el sonido le sale entrecortado, y de pronto arquea la espalda levantando su culo hacia mi mano. Sus dedos se aferran a las sábanas con fuerza, como si se estuviera sujetando al mundo entero.


—Siiiiii… —gime, con la voz rota, un grito que se mezcla con jadeos.


Su respiración se vuelve salvaje, sus caderas se mueven buscando más, apretándose contra mis dedos. El colchón cruje bajo su cuerpo mientras su piel arde y su culo enrojecido se ofrece con descaro y necesidad. Sus uñas rasgan la tela y su pelo húmedo se pega a su cara, pero en sus ojos solo hay deseo puro, rendido.


Mi dedo entra despacio en su culo y siento la presión ardiente que me aprieta con cada movimiento. Es estrecho, tenso, como si me lo devorara centímetro a centímetro, y cada vez que lo saco noto cómo su anillo se cierra con fuerza, queriendo retenerme dentro.


Ella gime alto, el sonido entrecortado, cargado de lujuria:


—Mmm… síii… más… —me suplica, arqueando la espalda, levantando su culo hacia mí.


Con la otra mano bajo hasta su sexo empapado. Mis dedos se deslizan por sus labios hinchados, juego con su clítoris, lo froto en círculos rápidos y lentos, mezclando el ritmo con la penetración de su culo. El contraste la enloquece: la presión firme en un lado, el cosquilleo eléctrico en el otro.


Su cuerpo tiembla, su respiración es un jadeo roto. Se aferra a las sábanas, moviendo las caderas en vaivén frenético para buscar más.


—Dios… así… no pares… —me grita, con la voz quebrada por el placer.


Poco a poco su ano cede más, lo siento rendirse al ritmo de mis dedos. Hago pequeños círculos, abriendo despacio, y cuando introduzco un segundo dedo la tensión es brutal: su entrada aprieta como un anillo ardiente que me estruja con cada movimiento. Ella se arquea, el cuerpo entero se le sacude con un gemido ronco, casi un alarido ahogado.


—Ufff… nunca me lo habías hecho así… —jadea, con la voz rota y la cara enterrada en la almohada.


Su culo se eleva más, ofreciéndose, moviéndolo en círculos desesperados, como si buscara que la llenara aún más. Los gemidos se mezclan con el crujir de la cama, con su respiración desbocada.


Al deslizar otro dedo hacia su sexo, rozando sus labios empapados, ella se retuerce aún más. Apenas lo hundo en su vagina, y suelta un “uhhhhh” largo, estremecedor, mientras se muerde el labio con los ojos cerrados, temblando de placer.


La cama tiembla bajo sus movimientos, sus piernas tiemblan abiertas y siento cómo su cuerpo vibra atrapado entre el ardor de mi mano en su culo y la dulzura húmeda en su coño.


Sujeta mi muñeca con fuerza, gimiendo entre dientes, y me saca los dedos despacio. La sensación húmeda y tensa de su ano al liberarse me pone aún más cachondo, verla cómo tiembla me enloquece. Me mira jadeante, con el pelo pegado a la cara, y dice con voz ronca:


—No quiero correrme todavía…


Se gira, me clava los ojos y me besa con ansia, hasta tumbarme en la cama de un empujón suave pero decidido. Su boca vuelve a buscarme, recorriendo mi cuello, mi pecho, mi vientre… hasta quedar justo a la altura de mi polla.


Entonces, sin tocarme, saca la lengua y lame el aire a milímetros de mí, como si estuviera saboreando ya lo que viene. Con una mano me descapulla despacio, dejando al descubierto la punta húmeda. El primer roce de su lengua es apenas un suspiro, pero me estremezco de pies a cabeza.


Sonríe satisfecha, como si disfrutara de tenerme al borde, y comienza a subir y bajar la piel con una mano, jugando con mi excitación. Al poco, su otra mano se desliza entre mis piernas y acaricia mis huevos con suavidad, alternando caricias y apretones ligeros que me arrancan un gemido ronco.


—Mmmm… —susurra, mirándome desde abajo, con esa sonrisa traviesa que mezcla ternura y malicia.


La tengo frente a mí y no sé si mirarla o cerrar los ojos y rendirme. Su cara lo dice todo: los ojos verdes brillando, potentes, hambrientos, con una chispa de desafío que me enciende más que cualquier roce. El pelo húmedo de sudor le cae en mechones desordenados sobre la frente y los hombros, pegándose a su piel caliente.


Sus mejillas están encendidas, el labio inferior hinchado de tanto morderlo, y esa sonrisa entre traviesa y tierna que se le escapa cada vez que ve cómo me estremezco bajo su control. Su respiración es irregular, jadeante, y en cada exhalación siento el calor húmedo de su aliento en mi polla, que palpita desesperada a centímetros de su boca.


Sus manos se mueven con decisión: una me acaricia los huevos, firme y delicada a la vez, mientras la otra agarra mi polla con fuerza justa, subiendo y bajando la piel con un ritmo que mezcla dulzura y crueldad. Sus dedos son como anillos calientes, y cuando aprieta un poco más, mi cuerpo tiembla entero.


Ella lo nota, sonríe aún más, se tensa un instante, como si su propio deseo le recorriera las piernas, y se inclina. Su boca se abre despacio, los labios brillantes, rojos y húmedos, y finalmente se deja caer sobre mí.


Su lengua me envuelve con una caricia lenta, deliciosa, y luego me traga hasta donde puede. Siento su garganta vibrar, sus gemidos convertidos en oleadas de placer que recorren mi polla. Se mueve con ritmo, sube y baja, y mientras lo hace sus ojos se clavan en los míos, brillando de excitación.


Cada vez que baja más de la cuenta, tose apenas, se le llenan los ojos de lágrimas, pero no se detiene. Tiembla, se aferra a mis muslos, como si quisiera demostrar que puede con todo, y entre arcadas y sonrisas, su boca me devora.


Su rostro es puro deseo: los ojos verdes encendidos, brillando con una mezcla de hambre y picardía, la mirada intensa que no se aparta. El pelo, húmedo de sudor, le cae en mechones desordenados por la frente y la espalda, pegándose a su piel caliente.


Su piel brilla bajo la luz, enrojecida en las mejillas y el pecho, con ese tono cálido que vibra con cada jadeo. Los labios, hinchados de tanto morderlos, se curvan en sonrisas traviesas, a veces temblando por la excitación.


Cada movimiento de su cuerpo desprende potencia contenida: los hombros tensos, el vientre marcado por la respiración agitada, las caderas que se balancean con un ritmo inconsciente, como si estuvieran buscando más. Sus muslos se abren y cierran con nerviosismo, dejando ver la tensión que recorre sus piernas.


Sus manos firmes, delicadas y a la vez voraces, agarran con fuerza, los dedos largos se mueven con seguridad, dueños del momento. Se arquea apenas hacia delante, y en esa postura su espalda dibuja una curva sensual, resaltando la firmeza de sus pechos, que tiemblan con cada movimiento.


Y en su rostro, entre sonrisas, jadeos y la mandíbula tensa, hay algo que me atraviesa: la imagen de una mujer completamente entregada a su deseo, poderosa y vulnerable a la vez, temblando de placer y de ansia contenida.


Su cuerpo entero parece arder. Los pechos se mueven con cada respiración entrecortada, suben y bajan al ritmo de sus jadeos, tensando la piel suave y tostada. Los pezones, duros y enrojecidos, destacan con descaro, brillando húmedos por el sudor; cada roce del aire los hace más rígidos, como si su excitación se concentrara en ellos.


Su vientre vibra, marcado por el vaivén de la respiración, el ombligo contraído en cada espasmo. Las caderas anchas se balancean instintivas, potentes, dibujando curvas que hipnotizan. Al moverse, los músculos de sus muslos tiemblan, firmes y tensos, abiertos con un nerviosismo inconsciente que delata la fuerza del deseo que la atraviesa.


Más abajo, su sexo late hinchado, húmedo, con los labios mayores brillando de lubricación natural. El vello oscuro, corto y cuidado, forma un triángulo que enmarca la humedad que resbala hacia sus muslos. Sus labios menores, carnosos y abultados, se abren y cierran como respirando, palpitando al mismo ritmo que sus jadeos.


Detrás, su culo redondo y firme parece encendido, las nalgas tensas de tanto moverse, marcadas por un rubor excitante. Al apretar y arquear la espalda, lo levanta con descaro, ofreciéndolo. Entre ellas, el ano se contrae y dilata, palpitando todavía sensible, como si reclamara más de lo que acaba de vivir.


Todo en Vega —sus pezones duros, su sexo empapado, el vaivén de sus caderas, el temblor de su culo— transmite un deseo desbordado que no necesita palabras. Su cuerpo entero es un grito de placer contenido, tan poderoso como vulnerable, tan erótico como hipnótico.


Vega me mira mientras saca la lengua y lame el aire a milímetros de mi polla, jugando con mi desesperación. Luego, sin avisar, succiona la punta como si fuera un chupachups. La saborea, la rodea con la lengua y la absorbe con intensidad, arrancándome un gemido ronco. Sus labios, hinchados y húmedos, brillan mientras me vuelve a mirar, con esa sonrisa pícara que me desarma.


—¿Te gusta? —pregunta, con voz grave, casi rota por la excitación.


No llego ni a responder. Mi contestación es sujetar su cabeza y restregar su boca contra la piel de mi polla. Siento cómo saca la lengua, cómo me la pasa por toda la base, cómo su cara se embadurna de mi humedad. Oigo su respiración entrecortada, los jadeos contra mi piel, y me enciendo todavía más.


Se agarra fuerte a mis muslos, y cuando paro un segundo, ella sostiene mi polla con la mano, la aprieta y baja la boca hacia mis huevos. Los succiona con fuerza, llenándolos de saliva. Su lengua los recorre uno por uno y lo combina metiéndoselos enteros en la boca, haciéndome gemir sin control.


—No sabes lo cachondo que me pone que me hagas eso… —le digo, jadeando.


Ella sonríe, lo noto en la forma en que su boca vibra contra mi piel. Me mira con los ojos encendidos y, con voz descarada, me dice:


—¿Te gusta?


Mientras habla, sus dedos no dejan de acariciar mis testículos. Los aprieta, los masajea con una delicadeza sucia que me enloquece. Baja todavía más, rozándome detrás, y un escalofrío eléctrico me recorre entero.


—Diosss… —gruño, mientras mi polla palpita dura y roja.


Ella sonríe aún más, divertida, excitada de verme perder el control. De pronto se gira, se coloca sobre mí y se sienta en mi cara. Su sexo, húmedo y brillante, se abre a centímetros de mi boca, y hilos de su lubricación me caen sobre la cara. El olor y el sabor me invaden, intensos, adictivos.


Se inclina hacia delante y vuelve a tragarse mi polla, profunda, mientras yo abro la boca y empiezo a lamer sus labios hinchados. Mi lengua recorre cada pliegue, acaricia su clítoris, y ella tiembla encima de mí, apretando contra mi cara mientras gime con la boca llena de mi polla.


El calor de su aliento mezclado con la humedad de su sexo y el sabor intenso de su excitación convierten la habitación en un torbellino de gemidos y jadeos, un 69 ardiente donde cada uno busca arrancarle el alma al otro.





Lo que tengo frente a mí es un espectáculo. Su coño abierto, húmedo, brillando bajo la luz, y justo debajo, su ano aún enrojecido y húmedo por lo que le hice hace unos minutos con mis dedos. Está relajado, un poco dilatado, perfecto. Dios, ese lunar diminuto que tiene justo en la entrada… ese que solo yo conozco. Me obsesiona.


Me inclino y lo chupo, rodeo su ano con la lengua, lo saboreo. Vega se estremece de golpe, como si le recorriera una descarga. Hundida en mi polla, me chupa los huevos con ansia, jadeando contra mi piel. La siento perder el control, apretarme los muslos con fuerza, devorándome como si quisiera tragarse hasta el aire.


Yo no paro. Mantengo mi boca en su culo, meto la lengua más adentro, disfruto de ese sabor prohibido. Ella se arquea, gime con la boca llena, y yo gruño contra su piel, excitado como nunca. Mi mano libre sujeta su cabeza, restriego mi polla contra sus labios, y me vuelve loco sentir cómo me devora mientras yo la poseo con la lengua.


De repente, su lengua baja más, como por accidente, rozando mi el ano. Pero no se detiene. Lo repite. Y lo que parecía un gesto casual se vuelve deliberado, insistente. La escucho gemir, la siento abrirme esa zona con su boca, chuparme ahí donde nunca nadie había llegado.


Una milésima de duda me atraviesa, como un destello fugaz… pero se desvanece al instante, porque lo que siento es demasiado. El placer es insoportable, fuerte, distinto, me recorre entero. Vega está descontrolada, fuera de sí, entregada a dar y recibir sin medida. Se acomoda sobre mí, y me acomoda también, buscando el ángulo perfecto para llegar más hondo.


Sus pechos rozan mi capullo húmedo, y ese contacto me enloquece; cada roce es un latigazo de placer que me hace perder el aire. Apenas consigo seguir lamiendo y penetrando con mi lengua su culo, pero no quiero soltarla. Me aferro a sus nalgas, las abro con mis manos, y mi dedo gordo se abre paso en su ano dilatado. Ella lo recibe con un gemido ahogado, como si hubiera estado esperando justo eso.


La tensión es brutal: mi boca succiona sus labios hinchados, los amaso con mi lengua, desesperado por devolverle aunque sea una parte del placer salvaje que me está arrancando. El calor, la humedad, su cuerpo temblando sobre mí… todo se confunde en una espiral de gemidos, jadeos y esa sensación prohibida que nos devora a los dos.


Siento cómo su lengua se retira despacio de mi culo y un escalofrío eléctrico me atraviesa de arriba abajo. Apenas me da tiempo a saborear ese alivio que roza el dolor, porque enseguida noto la yema de su dedo, suave, jugando en círculos sobre mi entrada. Gimo, ronco, sin poder contenerlo. Ella gime también, excitada al escucharme, y aprieta mis muslos como si quisiera obligarme a seguir dándole todo.


Su dedo entra poco a poco. Es estrecho, caliente, me abre con una presión firme pero cuidadosa. Mi cuerpo se tensa, mi respiración se corta, y su voz jadeante me sacude aún más.


—Uhhhhh… sííí… —suspira, moviendo las caderas sobre mi cara.


Sus muslos aprietan mi cabeza, su sexo empapado se restriega contra mi boca. Mi barbilla choca una y otra vez con su clítoris hinchado, y está tan húmeda que siento hilos de su flujo mezclarse con mi saliva, corriendo por mi cara. El sabor es fuerte, salado, delicioso. Ella tiembla, se muerde el labio, se arquea encima de mí.


Yo no aguanto. Su dedo dentro de mí me hace perder el control: un cosquilleo brutal me sube desde el culo hasta la punta de la polla. Y como si fuera poco, sus pechos resbalan contra mi capullo, su piel dura y mojada presionándome cada vez que se mueve.


El estallido llega de golpe.


Un rugido se me escapa del pecho mientras mi semen brota caliente, espeso, en chorros que manchan su piel. Hilos brillantes se pegan a sus tetas, bajan hasta sus pezones duros, resbalan sobre mi polla y empapan mis huevos. Ella lo nota al instante y en ese mismo momento se rompe también.


—¡Siiiiii… me corro! —grita, ronca, desbordada.


Se aprieta con fuerza contra mi cara, frotando su sexo en mi boca, buscando exprimir hasta la última gota de placer. Su clítoris vibra en mi lengua, sus muslos tiemblan alrededor de mi cabeza, su culo se abre y se cierra apretando mi dedo atrapado en él. El olor es intenso, a sexo puro, a sudor y a piel caliente.


Yo sigo derramándome sobre ella, y ella convulsiona, arqueada, con la espalda rígida y la voz rota en gemidos que se mezclan con mis jadeos. Hasta que por fin, rendida, cae sobre mí, temblando, con la piel brillante de sudor y de mi corrida, los dos pegajosos, agotados, deshechos.


El cuarto huele a sexo, el colchón está húmedo, y solo queda el sonido de nuestras respiraciones entrecortadas. Vega me sonríe, apenas, con la boca húmeda y los ojos brillando. Yo paso la mano por su espalda, todavía agitado, y sé lo mismo que ella: hemos cruzado otra línea. Y no hay vuelta atrás.


Se queda un segundo en silencio, jadeando todavía, y luego me susurra al oído con la voz rota, caliente, casi riéndose:


—Mírame… estoy llena de tu leche por todas partes… en las tetas, en el coño, hasta en el culo. Soy tu puta conejita… y me encanta.


Me muerde el labio con fuerza, como para sellar lo que acaba de decir, y yo solo puedo gemir otra vez, excitado aunque ya esté vacío, sabiendo que esas palabras se me van a quedar tatuadas en la cabeza.


Vega se incorpora, aún con la piel húmeda y brillante. Me muestra mi corrida con un gesto descarado, y al hacerlo su postura deja ver su coño abierto, enrojecido, todavía palpitando. Se coloca a mi lado, me besa los labios, y al probar su sabor en mi boca suelta una risita traviesa. Me limpia con la lengua, me vuelve a besar más profundo, y luego su mano baja lenta, acariciando mi pecho, mi vientre, hasta alcanzar mi miembro flácido, aún sensible.


—¿Te ha gustado? —me pregunta con esa sonrisa que mezcla picardía y ternura.


Sonrío, agotado. —No pensé que se sintiera así…


Ella ríe, como si se guardara un secreto. —¿Y por qué nunca me lo habías pedido? —su tono me da la sensación de que pensaba que yo ya lo había probado antes.


—No sé… no sabía que… —balbuceo.


—¿Tú lo habías hecho? —pregunto, clavando mis ojos en los suyos.


—¿El qué? —responde ella, ladeando la cabeza con gesto inocente.


—Chupar un culo… o meterle el dedo a alguien —respondo sin rodeos.


Ella me acaricia la cara, seria un instante, y susurra:


—Eres el primero.


El corazón me da un vuelco. Excitado otra vez solo con escucharla, la beso con hambre, pero ella me muerde el labio y me corta el aire. Con voz ronca, sucia, me lanza la estocada:


—¿Y te ha gustado?


Me río, nervioso y encendido. —No pensé que se sintiera así…


Ella sonríe, me acaricia el pecho y baja la mano hasta mi polla, la aprieta flojo, la siente tibia aún manchada de leche y murmura contra mi boca:


—Pues prepárate… porque lo voy a repetir todas las veces que quieras.


Se lame los dedos, probando lo que queda de mí, y me besa otra vez con esa mezcla de ternura y guarrería que solo ella sabe sacar. Luego apoya la frente en la mía, aún jadeando, y me lo confiesa con voz rota:


—¿Sabes qué fue lo que más me puso? —susurra—. Sentir cómo te rendías… cómo gemías con mi dedo dentro. —Me muerde el labio, sus ojos brillan de lujuria—. Nunca te había visto así, tan entregado. Y ver tu cara cuando te corriste… joder, eso sí que me volvió loca.


Su confesión me enciende más que cualquier caricia. La miro y sé que no hay vuelta atrás: acabamos de abrir una puerta que ya no vamos a cerrar.


—Dios… —suspira Vega, todavía tumbada, con el pelo pegado a la frente—. Huele a sexo en toda la habitación.


Su voz es ronca, húmeda, como si aún llevara dentro los restos del orgasmo. Yo también lo noto: un olor espeso, mezcla de sudor, de su corrida y de la mía, ese perfume animal que lo impregna todo y que se pega a la piel y a las sábanas.


Se incorpora lentamente y, al moverse, me fijo en los rastros que he dejado en su cuerpo. En la cadera, marcadas las huellas rojas de mis dedos; en el muslo, un chupetón aún húmedo, con un brillo oscuro; y más arriba, en la curva de su culo, alcanzo a intuir la marca suave de mis dientes. Ni siquiera recordaba haberla mordido en pleno clímax, pero ahí está, mi firma salvaje sobre su piel.


Ella se gira, se mira de reojo en el espejo y suelta una risa traviesa:


—Por cierto… me has mordido. —Lo señala con un dedo, arqueando una ceja.
 
Que genial, nos has dejado compuesto y sin novia ( por lo menos a mi) menudo giro yo estaba preparado para ese intercambio, enhorabuena por mantener esa incógnita, aunque creo que todavía no está todo perdido, esperando me quedo
 
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