Por fin llegó lo que esperábamos el viaje con nuestros amigos
Cerramos el maletero y arrancamos rumbo a la casa de Erika y Adolfo. El silencio en el coche pesa más que la maleta. Yo estoy nervioso, lo noto en las manos al volante, y Vega lo percibe enseguida.
—¿Estás bien? —pregunta, ladeando la cabeza.
—Nervioso —admito—. No sé… quizá nos estemos equivocando.
Ella guarda silencio un momento, luego lo dice sin rodeos:
—No quiero que te folles a Erika.
La miro de reojo, sorprendido por la franqueza. Y contesto, igual de firme:
—Y no quieres follar con Adolfo.
—No, no quiero —responde ella, clara, mirándome a los ojos.
Entonces coge su teléfono sin pensarlo más, marca el número de Erika y, cuando responde, le dice con voz serena pero decidida:
—Oye, al final no vamos a ir. Lo hemos pensado mejor.
Cuelga despacio y deja el móvil sobre su regazo. Yo me aparto a un lado de la carretera y detengo el coche. Bajo, respiro hondo, sintiendo un gran peso levantarse de encima. El aire fresco me sacude la cara, como si acabara de despertar de un sueño extraño.
Vuelvo a subir al coche. Vega está seria, mirando hacia adelante, los dedos jugando nerviosos con la pantalla apagada del móvil.
—¿Qué te pasa? —le pregunto, inclinándome un poco hacia ella.
—Creo que tendría que contarte algo… —dice de golpe, sin pensarlo demasiado.
Vega gira la cabeza hacia mí, frunce un poco el ceño. Su mirada mezcla sorpresa y preocupación.
—¿Algo? —respondí en un susurro.
Se quedo callada unos segundos, como si necesitara juntar valor, y la miro fijamente.
—¿Qué me tienes que contar?— la pregunto
Vega me mira, los ojos muy abiertos, la respiración algo acelerada. Sus labios tiemblan un poco antes de abrirse.
—Quizá… quizá te lo tendría que haber contado antes —dice, casi en un susurro—. Pero es algo…
Se detiene. Su cara es un poema: mezcla de miedo, vergüenza y algo que no consigo descifrar. La noto nerviosa, rígida, como si sus hombros cargaran de golpe con todo el peso del mundo.
Respira hondo, una, dos veces, y se muerde el labio inferior.
—Verás… —empieza, pero su voz se quiebra, y vuelve a callar.
Yo la observo sin entender nada. La tensión en el aire es tan espesa que casi se puede cortar.
—Vega, me estás asustando —le digo al fin, con el corazón martilleando en el pecho.
Ella desvía la mirada hacia la ventanilla, como si necesitara huir de mis ojos para encontrar las palabras, y traga saliva antes de volver a girarse hacia mí.
—Sabes que siempre te he dicho que… que nunca te conté el nombre de quien me dio por el culo la primera vez… —su voz tiembla, pero no se esconde.
Vega respira hondo, aprieta las manos sobre sus piernas y lo suelta de golpe:
—Fue Adolfo. —las palabras de Vega me revientan en la cabeza.
El aire se me corta, mis manos aprietan el volante con tanta fuerza que cruje. No digo nada, solo conduzco, con la mirada fija en la carretera.
—Verás, fue antes de… —empieza ella.
—¡Joder, Vega! —exploto, sin poder contenerme—. ¿Por qué no me lo contaste? ¿Qué coño pintas diciéndomelo ahora? ¿Sabes cómo me siento? ¡Un gilipollas!
Ella se encoge un poco, pero no aparta los ojos de mí.
—Porque… porque no pensé que importara. Fue antes de todo esto, antes de Erika, antes de… nosotros.
—¡No me jodas! —golpeo el volante con la palma de la mano—. ¡Era Adolfo! ¡El mismo tío con el que ahora íbamos a pasar un puto fin de semana! ¿Y me lo sueltas así, como si fuera una anécdota?
Vega respira hondo, su voz tiembla:
—Prefería callarlo, ¿vale? No quería que me miraras como lo estás haciendo ahora.
—Claro, mejor callar, ¿no? —escupo, con la rabia en la garganta—. Mejor que yo haga el imbécil, pensando que todo era nuevo entre nosotros, que lo compartíamos todo. Y mientras tanto, Adolfo, ¡Adolfo!, conociendo algo de ti que yo ni sabía.
Ella golpea el salpicadero con la mano, con lágrimas en los ojos:
—¡Porque me arrepiento! ¿Lo entiendes? ¡Me arrepiento! No quería que eso existiera, no quería darle más importancia.
—Pues ahora la tiene —digo, helado, mirándola de reojo—. Porque ahora cada vez que le vea, voy a pensar en eso. En él follándote. En ti callándomelo.
Vega me mira fijamente, rota y enfadada a la vez:
—¿Y tú qué? ¿Tú me has contado todo? ¿Todas tus putas historias, todos los secretos que guardas? ¡No! ¡Así que no me vengas ahora con que eres el adalid de la sinceridad!
Su voz me quiebra por dentro, me arde el estómago de rabia.
—No es lo mismo, Vega. No es lo mismo. Esto… esto era él. ¡Él!
El coche queda en silencio unos segundos, solo el ruido del motor nos envuelve. Ella gira la cara hacia la ventanilla, se seca las lágrimas con la mano, pero su voz aún tiembla cuando suelta:
—No quiero perderte por algo que pasó hace años.
Yo respiro hondo, pero la rabia sigue ardiendo en mi pecho.
—Pues entonces más te valía haber confiado en mí desde el principio.
La miro de reojo, la mandíbula apretada, y suelto con rabia:
—¿Qué es eso de mis putas historias? ¿Qué historia, Vega?
Ella gira despacio la cabeza, sus ojos rojos por las lágrimas, y me devuelve la mirada con un brillo de reproche que me enciende aún más.
—Tú sabrás… —dice casi en un susurro, pero cargado de veneno—. Claudia, por ejemplo.
Me hierve la sangre.
—¿En serio? ¿Me vas a sacar lo de Claudia ahora? ¡Una mamada en un puto parking borracho que hasta Adolfo pilló! ¡Eso es lo mismo que lo tuyo con él?
Vega se inclina hacia mí, con la voz rota y firme al mismo tiempo:
—¡No, lo mismo no! Pero te llenas la boca diciendo que soy yo la que oculta cosas, como si fueras un santo. ¡Y tú también has callado lo que te convenía!
Aprieto el volante hasta que los nudillos se me ponen blancos, la miro unos segundos y escupo:
—¡Joder, Vega, no lo entiendes! —escupo, golpeando con la mano el volante—. Lo de Claudia no te lo dije porque no era importante. ¡No hemos hablado de eso nunca! ¿Me has preguntado alguna vez si alguna tía me la había chupado en un puto parking? ¡No! Pero esto… esto es distinto.
La miro con rabia, casi con dolor, las palabras me salen a borbotones.
—¡Me siento idiota, Vega! ¡Esa noche, hablando de ti y de mí, yo con cara de gilipollas… y él pensando: “quiero volver a follarme ese culo que reventé, y encima este lo tiene más pequeño”!
Vega me clava la mirada, los ojos húmedos, y de pronto rompe la barrera que siempre había puesto en sus palabras.
—¡Es eso, no, Nico? ¡Eso es lo que no soportas! —grita, con la voz quebrada pero firme—. ¡Que la tiene enorme!
Se hace un silencio denso en el coche, solo se escucha mi respiración agitada. Ella se pasa la lengua por los labios, se muerde uno, como si el hecho de pronunciarlo le hubiera liberado algo.
—Sí, joder… —añade, bajando la voz, casi con un gemido de rabia—. ¡Que la tiene enorme!
Sus palabras me atraviesan como un cuchillo, y yo apenas puedo articular.
—¿Y qué? Estás deseando que te folle otra vez, como a una puta
Ella cierra los ojos un segundo, respira hondo, y cuando los abre me mira fija, con un brillo que no sé si es de vergüenza, de deseo, o de pura provocación.
—¿Que me has llamado “Nico”? ¿Que me has llamado así, como si no te conociera? —sus ojos se me clavan, húmedos y furiosos—. ¿Que estoy deseando que…? Que si llego a haber querido el otro día me hubiera comido su polla, me la hubiera metido por todos los agujeros…
Me golpea el remate con la misma fuerza con que ella me había soltado la bomba: la mezcla de rabia, orgullo y una confesión demasiado íntima para decirla en voz alta. Yo la miro y me siento pequeño, expuesto.
Llegamos a la casa entre voces duras, reproches que se clavan y silencios que pesan más que cualquier palabra. El trayecto final es un campo de minas: cada frase corta, cada gesto, cada suspiro se siente como un golpe.
Me mira, sus ojos arden. Aún tiene en la mente que la he llamado puta. No debí hacerlo, lo sé, pero ahí está, latiendo entre los dos.
Abro la puerta y, en cuanto cruzamos, me empuja contra la pared. Apenas me muevo, no ha sido fuerte, pero suficiente para descolocarme. La miro y, contra todo, me río. Estoy enfadado, sí, pero verla así, tan encendida, me desarma.
—¿Qué haces? —digo, con media sonrisa.
—Vamos, gilipollas, vuelve a decírmelo —me desafía, con los ojos brillando.
—Puta —respondo, la palabra ardiendo en mi boca.
Se lanza contra mí, su cuerpo pegado al mío, su olor llenándome los pulmones. La agarro fuerte de la cintura. Sentir su piel caliente, verla con esa mirada entre rabia y deseo, me enciende aún más.
La beso con furia, con hambre, y ella responde igual, mordiéndome los labios como si quisiera arrancarme la rabia de un bocado.
La giro y la empotro contra la pared; intenta separarse un instante, pero no la dejo. La agarro por las caderas y, sin pensar, apoyo mi mano en sus pechos: están blandos, calientes, con los pezones duros bajo la piel. Ella me mira con los ojos chispeando, mitad rabia, mitad fuego.
Hace fuerza, se despega un poco y, con un gesto seco, me lanza una bofetada que me cruza la cara. El golpe me deja el oído zumbando; por un segundo la sorpresa me paraliza. Ella lo ve, y se le cae la expresión: me agarra la mano, susurra un “perdón” atropellado y se echa a reír, como si la misma declaración la liberara.
No tardo: la alzo en brazos con brusquedad medida. —¿Qué haces? —me pregunta, entre desafiante y juguetona.
—Te lo voy a recordar —le digo y la llevo hasta la cama.
La tumbo sobre el colchón, la echo hacia atrás y, con cuidado pero con determinación, bajo la cremallera de su pantalón. Ella forcejea apenas —es juego— y al final se deja. Sus jadeos me animan. Cuando la miro y ella dice, con voz ronca: —Ni se te ocurra… —yo solo asiento; ya sé que quiere que siga.
Me alejo un paso, la observo, y la advertencia queda en el aire por un instante: Esto te gusta no lo niegues “No, no, no…”. Y entonces empiezo.
¡Plas! ¡Plas! Caen dos azotes secos contra su culo. El eco retumba y siento la piel temblar bajo mis manos. Su sexo brilla húmedo debajo de su cuerpo; al mirar esa franja nacarada entre sus muslos me enveneno de deseo. La acaricio, despacio, y la escucho gemir, un sonido que se mezcla con el latido de su respiración.
—¿Ves? —le susurro—. ¿Ves cómo eres, una puta?
—¡Cabrón! —me contesta en un jadeo que no es solo reproche.
Plas: le doy otro azote y el culo se le enrojece en un tono vivo y caliente. No es daño; es la marca del juego, la huella de lo que hemos querido probar. La acaricio de nuevo, separo las nalgas con cuidado y, con la palma, paso desde su coño hacia su ano, esparciendo un poco de lubricante sobre la entrada. Lo hago despacio, con respeto, palpando cada reacción en su cara: sus ojos se entrecierran, muerde el labio, sus manos buscan mi pelo.
Cuando meto un dedo limpio y lubricado, ella gime fuerte, arqueando la espalda, mantengo un ritmo sosegado, sondando, esperando su permiso silencioso. Sus gemidos se vuelven más claros, la piel de su vientre tiembla y me aprieta la muñeca con fuerza, pidiéndome más.
La mezcla de azotes, caricias y penetración digital la mantiene en ese borde maravilloso: entre la sumisión y el goce. Yo controlo el ritmo, la profundidad, y cada vez que veo en su cara que quiere subir, acelero un poco; cada vez que se tensa y respira profundo, vuelvo a frenar y la consuelo con besos en la espalda, con palabras ásperas y cálidas.
—Dímelo —le ordeno suave, entre dedos y labios—. Dímelo que quieres más.
Ella me mira, ojos encendidos, y me responde con un gemido claro que no deja lugar a dudas. Su mano busca la mía, la aprieta, y en ese apretón noto todo: dolor, placer, entrega. Sigo, más seguro, más despierto, sabiendo que esto es nuestro juego, pactado en cada gesto, en cada silencio cómplice.
Suspira hondo, el sonido le sale entrecortado, y de pronto arquea la espalda levantando su culo hacia mi mano. Sus dedos se aferran a las sábanas con fuerza, como si se estuviera sujetando al mundo entero.
—Siiiiii… —gime, con la voz rota, un grito que se mezcla con jadeos.
Su respiración se vuelve salvaje, sus caderas se mueven buscando más, apretándose contra mis dedos. El colchón cruje bajo su cuerpo mientras su piel arde y su culo enrojecido se ofrece con descaro y necesidad. Sus uñas rasgan la tela y su pelo húmedo se pega a su cara, pero en sus ojos solo hay deseo puro, rendido.
Mi dedo entra despacio en su culo y siento la presión ardiente que me aprieta con cada movimiento. Es estrecho, tenso, como si me lo devorara centímetro a centímetro, y cada vez que lo saco noto cómo su anillo se cierra con fuerza, queriendo retenerme dentro.
Ella gime alto, el sonido entrecortado, cargado de lujuria:
—Mmm… síii… más… —me suplica, arqueando la espalda, levantando su culo hacia mí.
Con la otra mano bajo hasta su sexo empapado. Mis dedos se deslizan por sus labios hinchados, juego con su clítoris, lo froto en círculos rápidos y lentos, mezclando el ritmo con la penetración de su culo. El contraste la enloquece: la presión firme en un lado, el cosquilleo eléctrico en el otro.
Su cuerpo tiembla, su respiración es un jadeo roto. Se aferra a las sábanas, moviendo las caderas en vaivén frenético para buscar más.
—Dios… así… no pares… —me grita, con la voz quebrada por el placer.
Poco a poco su ano cede más, lo siento rendirse al ritmo de mis dedos. Hago pequeños círculos, abriendo despacio, y cuando introduzco un segundo dedo la tensión es brutal: su entrada aprieta como un anillo ardiente que me estruja con cada movimiento. Ella se arquea, el cuerpo entero se le sacude con un gemido ronco, casi un alarido ahogado.
—Ufff… nunca me lo habías hecho así… —jadea, con la voz rota y la cara enterrada en la almohada.
Su culo se eleva más, ofreciéndose, moviéndolo en círculos desesperados, como si buscara que la llenara aún más. Los gemidos se mezclan con el crujir de la cama, con su respiración desbocada.
Al deslizar otro dedo hacia su sexo, rozando sus labios empapados, ella se retuerce aún más. Apenas lo hundo en su vagina, y suelta un “uhhhhh” largo, estremecedor, mientras se muerde el labio con los ojos cerrados, temblando de placer.
La cama tiembla bajo sus movimientos, sus piernas tiemblan abiertas y siento cómo su cuerpo vibra atrapado entre el ardor de mi mano en su culo y la dulzura húmeda en su coño.
Sujeta mi muñeca con fuerza, gimiendo entre dientes, y me saca los dedos despacio. La sensación húmeda y tensa de su ano al liberarse me pone aún más cachondo, verla cómo tiembla me enloquece. Me mira jadeante, con el pelo pegado a la cara, y dice con voz ronca:
—No quiero correrme todavía…
Se gira, me clava los ojos y me besa con ansia, hasta tumbarme en la cama de un empujón suave pero decidido. Su boca vuelve a buscarme, recorriendo mi cuello, mi pecho, mi vientre… hasta quedar justo a la altura de mi polla.
Entonces, sin tocarme, saca la lengua y lame el aire a milímetros de mí, como si estuviera saboreando ya lo que viene. Con una mano me descapulla despacio, dejando al descubierto la punta húmeda. El primer roce de su lengua es apenas un suspiro, pero me estremezco de pies a cabeza.
Sonríe satisfecha, como si disfrutara de tenerme al borde, y comienza a subir y bajar la piel con una mano, jugando con mi excitación. Al poco, su otra mano se desliza entre mis piernas y acaricia mis huevos con suavidad, alternando caricias y apretones ligeros que me arrancan un gemido ronco.
—Mmmm… —susurra, mirándome desde abajo, con esa sonrisa traviesa que mezcla ternura y malicia.
La tengo frente a mí y no sé si mirarla o cerrar los ojos y rendirme. Su cara lo dice todo: los ojos verdes brillando, potentes, hambrientos, con una chispa de desafío que me enciende más que cualquier roce. El pelo húmedo de sudor le cae en mechones desordenados sobre la frente y los hombros, pegándose a su piel caliente.
Sus mejillas están encendidas, el labio inferior hinchado de tanto morderlo, y esa sonrisa entre traviesa y tierna que se le escapa cada vez que ve cómo me estremezco bajo su control. Su respiración es irregular, jadeante, y en cada exhalación siento el calor húmedo de su aliento en mi polla, que palpita desesperada a centímetros de su boca.
Sus manos se mueven con decisión: una me acaricia los huevos, firme y delicada a la vez, mientras la otra agarra mi polla con fuerza justa, subiendo y bajando la piel con un ritmo que mezcla dulzura y crueldad. Sus dedos son como anillos calientes, y cuando aprieta un poco más, mi cuerpo tiembla entero.
Ella lo nota, sonríe aún más, se tensa un instante, como si su propio deseo le recorriera las piernas, y se inclina. Su boca se abre despacio, los labios brillantes, rojos y húmedos, y finalmente se deja caer sobre mí.
Su lengua me envuelve con una caricia lenta, deliciosa, y luego me traga hasta donde puede. Siento su garganta vibrar, sus gemidos convertidos en oleadas de placer que recorren mi polla. Se mueve con ritmo, sube y baja, y mientras lo hace sus ojos se clavan en los míos, brillando de excitación.
Cada vez que baja más de la cuenta, tose apenas, se le llenan los ojos de lágrimas, pero no se detiene. Tiembla, se aferra a mis muslos, como si quisiera demostrar que puede con todo, y entre arcadas y sonrisas, su boca me devora.
Su rostro es puro deseo: los ojos verdes encendidos, brillando con una mezcla de hambre y picardía, la mirada intensa que no se aparta. El pelo, húmedo de sudor, le cae en mechones desordenados por la frente y la espalda, pegándose a su piel caliente.
Su piel brilla bajo la luz, enrojecida en las mejillas y el pecho, con ese tono cálido que vibra con cada jadeo. Los labios, hinchados de tanto morderlos, se curvan en sonrisas traviesas, a veces temblando por la excitación.
Cada movimiento de su cuerpo desprende potencia contenida: los hombros tensos, el vientre marcado por la respiración agitada, las caderas que se balancean con un ritmo inconsciente, como si estuvieran buscando más. Sus muslos se abren y cierran con nerviosismo, dejando ver la tensión que recorre sus piernas.
Sus manos firmes, delicadas y a la vez voraces, agarran con fuerza, los dedos largos se mueven con seguridad, dueños del momento. Se arquea apenas hacia delante, y en esa postura su espalda dibuja una curva sensual, resaltando la firmeza de sus pechos, que tiemblan con cada movimiento.
Y en su rostro, entre sonrisas, jadeos y la mandíbula tensa, hay algo que me atraviesa: la imagen de una mujer completamente entregada a su deseo, poderosa y vulnerable a la vez, temblando de placer y de ansia contenida.
Su cuerpo entero parece arder. Los pechos se mueven con cada respiración entrecortada, suben y bajan al ritmo de sus jadeos, tensando la piel suave y tostada. Los pezones, duros y enrojecidos, destacan con descaro, brillando húmedos por el sudor; cada roce del aire los hace más rígidos, como si su excitación se concentrara en ellos.
Su vientre vibra, marcado por el vaivén de la respiración, el ombligo contraído en cada espasmo. Las caderas anchas se balancean instintivas, potentes, dibujando curvas que hipnotizan. Al moverse, los músculos de sus muslos tiemblan, firmes y tensos, abiertos con un nerviosismo inconsciente que delata la fuerza del deseo que la atraviesa.
Más abajo, su sexo late hinchado, húmedo, con los labios mayores brillando de lubricación natural. El vello oscuro, corto y cuidado, forma un triángulo que enmarca la humedad que resbala hacia sus muslos. Sus labios menores, carnosos y abultados, se abren y cierran como respirando, palpitando al mismo ritmo que sus jadeos.
Detrás, su culo redondo y firme parece encendido, las nalgas tensas de tanto moverse, marcadas por un rubor excitante. Al apretar y arquear la espalda, lo levanta con descaro, ofreciéndolo. Entre ellas, el ano se contrae y dilata, palpitando todavía sensible, como si reclamara más de lo que acaba de vivir.
Todo en Vega —sus pezones duros, su sexo empapado, el vaivén de sus caderas, el temblor de su culo— transmite un deseo desbordado que no necesita palabras. Su cuerpo entero es un grito de placer contenido, tan poderoso como vulnerable, tan erótico como hipnótico.
Vega me mira mientras saca la lengua y lame el aire a milímetros de mi polla, jugando con mi desesperación. Luego, sin avisar, succiona la punta como si fuera un chupachups. La saborea, la rodea con la lengua y la absorbe con intensidad, arrancándome un gemido ronco. Sus labios, hinchados y húmedos, brillan mientras me vuelve a mirar, con esa sonrisa pícara que me desarma.
—¿Te gusta? —pregunta, con voz grave, casi rota por la excitación.
No llego ni a responder. Mi contestación es sujetar su cabeza y restregar su boca contra la piel de mi polla. Siento cómo saca la lengua, cómo me la pasa por toda la base, cómo su cara se embadurna de mi humedad. Oigo su respiración entrecortada, los jadeos contra mi piel, y me enciendo todavía más.
Se agarra fuerte a mis muslos, y cuando paro un segundo, ella sostiene mi polla con la mano, la aprieta y baja la boca hacia mis huevos. Los succiona con fuerza, llenándolos de saliva. Su lengua los recorre uno por uno y lo combina metiéndoselos enteros en la boca, haciéndome gemir sin control.
—No sabes lo cachondo que me pone que me hagas eso… —le digo, jadeando.
Ella sonríe, lo noto en la forma en que su boca vibra contra mi piel. Me mira con los ojos encendidos y, con voz descarada, me dice:
—¿Te gusta?
Mientras habla, sus dedos no dejan de acariciar mis testículos. Los aprieta, los masajea con una delicadeza sucia que me enloquece. Baja todavía más, rozándome detrás, y un escalofrío eléctrico me recorre entero.
—Diosss… —gruño, mientras mi polla palpita dura y roja.
Ella sonríe aún más, divertida, excitada de verme perder el control. De pronto se gira, se coloca sobre mí y se sienta en mi cara. Su sexo, húmedo y brillante, se abre a centímetros de mi boca, y hilos de su lubricación me caen sobre la cara. El olor y el sabor me invaden, intensos, adictivos.
Se inclina hacia delante y vuelve a tragarse mi polla, profunda, mientras yo abro la boca y empiezo a lamer sus labios hinchados. Mi lengua recorre cada pliegue, acaricia su clítoris, y ella tiembla encima de mí, apretando contra mi cara mientras gime con la boca llena de mi polla.
El calor de su aliento mezclado con la humedad de su sexo y el sabor intenso de su excitación convierten la habitación en un torbellino de gemidos y jadeos, un 69 ardiente donde cada uno busca arrancarle el alma al otro.
Lo que tengo frente a mí es un espectáculo. Su coño abierto, húmedo, brillando bajo la luz, y justo debajo, su ano aún enrojecido y húmedo por lo que le hice hace unos minutos con mis dedos. Está relajado, un poco dilatado, perfecto. Dios, ese lunar diminuto que tiene justo en la entrada… ese que solo yo conozco. Me obsesiona.
Me inclino y lo chupo, rodeo su ano con la lengua, lo saboreo. Vega se estremece de golpe, como si le recorriera una descarga. Hundida en mi polla, me chupa los huevos con ansia, jadeando contra mi piel. La siento perder el control, apretarme los muslos con fuerza, devorándome como si quisiera tragarse hasta el aire.
Yo no paro. Mantengo mi boca en su culo, meto la lengua más adentro, disfruto de ese sabor prohibido. Ella se arquea, gime con la boca llena, y yo gruño contra su piel, excitado como nunca. Mi mano libre sujeta su cabeza, restriego mi polla contra sus labios, y me vuelve loco sentir cómo me devora mientras yo la poseo con la lengua.
De repente, su lengua baja más, como por accidente, rozando mi el ano. Pero no se detiene. Lo repite. Y lo que parecía un gesto casual se vuelve deliberado, insistente. La escucho gemir, la siento abrirme esa zona con su boca, chuparme ahí donde nunca nadie había llegado.
Una milésima de duda me atraviesa, como un destello fugaz… pero se desvanece al instante, porque lo que siento es demasiado. El placer es insoportable, fuerte, distinto, me recorre entero. Vega está descontrolada, fuera de sí, entregada a dar y recibir sin medida. Se acomoda sobre mí, y me acomoda también, buscando el ángulo perfecto para llegar más hondo.
Sus pechos rozan mi capullo húmedo, y ese contacto me enloquece; cada roce es un latigazo de placer que me hace perder el aire. Apenas consigo seguir lamiendo y penetrando con mi lengua su culo, pero no quiero soltarla. Me aferro a sus nalgas, las abro con mis manos, y mi dedo gordo se abre paso en su ano dilatado. Ella lo recibe con un gemido ahogado, como si hubiera estado esperando justo eso.
La tensión es brutal: mi boca succiona sus labios hinchados, los amaso con mi lengua, desesperado por devolverle aunque sea una parte del placer salvaje que me está arrancando. El calor, la humedad, su cuerpo temblando sobre mí… todo se confunde en una espiral de gemidos, jadeos y esa sensación prohibida que nos devora a los dos.
Siento cómo su lengua se retira despacio de mi culo y un escalofrío eléctrico me atraviesa de arriba abajo. Apenas me da tiempo a saborear ese alivio que roza el dolor, porque enseguida noto la yema de su dedo, suave, jugando en círculos sobre mi entrada. Gimo, ronco, sin poder contenerlo. Ella gime también, excitada al escucharme, y aprieta mis muslos como si quisiera obligarme a seguir dándole todo.
Su dedo entra poco a poco. Es estrecho, caliente, me abre con una presión firme pero cuidadosa. Mi cuerpo se tensa, mi respiración se corta, y su voz jadeante me sacude aún más.
—Uhhhhh… sííí… —suspira, moviendo las caderas sobre mi cara.
Sus muslos aprietan mi cabeza, su sexo empapado se restriega contra mi boca. Mi barbilla choca una y otra vez con su clítoris hinchado, y está tan húmeda que siento hilos de su flujo mezclarse con mi saliva, corriendo por mi cara. El sabor es fuerte, salado, delicioso. Ella tiembla, se muerde el labio, se arquea encima de mí.
Yo no aguanto. Su dedo dentro de mí me hace perder el control: un cosquilleo brutal me sube desde el culo hasta la punta de la polla. Y como si fuera poco, sus pechos resbalan contra mi capullo, su piel dura y mojada presionándome cada vez que se mueve.
El estallido llega de golpe.
Un rugido se me escapa del pecho mientras mi semen brota caliente, espeso, en chorros que manchan su piel. Hilos brillantes se pegan a sus tetas, bajan hasta sus pezones duros, resbalan sobre mi polla y empapan mis huevos. Ella lo nota al instante y en ese mismo momento se rompe también.
—¡Siiiiii… me corro! —grita, ronca, desbordada.
Se aprieta con fuerza contra mi cara, frotando su sexo en mi boca, buscando exprimir hasta la última gota de placer. Su clítoris vibra en mi lengua, sus muslos tiemblan alrededor de mi cabeza, su culo se abre y se cierra apretando mi dedo atrapado en él. El olor es intenso, a sexo puro, a sudor y a piel caliente.
Yo sigo derramándome sobre ella, y ella convulsiona, arqueada, con la espalda rígida y la voz rota en gemidos que se mezclan con mis jadeos. Hasta que por fin, rendida, cae sobre mí, temblando, con la piel brillante de sudor y de mi corrida, los dos pegajosos, agotados, deshechos.
El cuarto huele a sexo, el colchón está húmedo, y solo queda el sonido de nuestras respiraciones entrecortadas. Vega me sonríe, apenas, con la boca húmeda y los ojos brillando. Yo paso la mano por su espalda, todavía agitado, y sé lo mismo que ella: hemos cruzado otra línea. Y no hay vuelta atrás.
Se queda un segundo en silencio, jadeando todavía, y luego me susurra al oído con la voz rota, caliente, casi riéndose:
—Mírame… estoy llena de tu leche por todas partes… en las tetas, en el coño, hasta en el culo. Soy tu puta conejita… y me encanta.
Me muerde el labio con fuerza, como para sellar lo que acaba de decir, y yo solo puedo gemir otra vez, excitado aunque ya esté vacío, sabiendo que esas palabras se me van a quedar tatuadas en la cabeza.
Vega se incorpora, aún con la piel húmeda y brillante. Me muestra mi corrida con un gesto descarado, y al hacerlo su postura deja ver su coño abierto, enrojecido, todavía palpitando. Se coloca a mi lado, me besa los labios, y al probar su sabor en mi boca suelta una risita traviesa. Me limpia con la lengua, me vuelve a besar más profundo, y luego su mano baja lenta, acariciando mi pecho, mi vientre, hasta alcanzar mi miembro flácido, aún sensible.
—¿Te ha gustado? —me pregunta con esa sonrisa que mezcla picardía y ternura.
Sonrío, agotado. —No pensé que se sintiera así…
Ella ríe, como si se guardara un secreto. —¿Y por qué nunca me lo habías pedido? —su tono me da la sensación de que pensaba que yo ya lo había probado antes.
—No sé… no sabía que… —balbuceo.
—¿Tú lo habías hecho? —pregunto, clavando mis ojos en los suyos.
—¿El qué? —responde ella, ladeando la cabeza con gesto inocente.
—Chupar un culo… o meterle el dedo a alguien —respondo sin rodeos.
Ella me acaricia la cara, seria un instante, y susurra:
—Eres el primero.
El corazón me da un vuelco. Excitado otra vez solo con escucharla, la beso con hambre, pero ella me muerde el labio y me corta el aire. Con voz ronca, sucia, me lanza la estocada:
—¿Y te ha gustado?
Me río, nervioso y encendido. —No pensé que se sintiera así…
Ella sonríe, me acaricia el pecho y baja la mano hasta mi polla, la aprieta flojo, la siente tibia aún manchada de leche y murmura contra mi boca:
—Pues prepárate… porque lo voy a repetir todas las veces que quieras.
Se lame los dedos, probando lo que queda de mí, y me besa otra vez con esa mezcla de ternura y guarrería que solo ella sabe sacar. Luego apoya la frente en la mía, aún jadeando, y me lo confiesa con voz rota:
—¿Sabes qué fue lo que más me puso? —susurra—. Sentir cómo te rendías… cómo gemías con mi dedo dentro. —Me muerde el labio, sus ojos brillan de lujuria—. Nunca te había visto así, tan entregado. Y ver tu cara cuando te corriste… joder, eso sí que me volvió loca.
Su confesión me enciende más que cualquier caricia. La miro y sé que no hay vuelta atrás: acabamos de abrir una puerta que ya no vamos a cerrar.
—Dios… —suspira Vega, todavía tumbada, con el pelo pegado a la frente—. Huele a sexo en toda la habitación.
Su voz es ronca, húmeda, como si aún llevara dentro los restos del orgasmo. Yo también lo noto: un olor espeso, mezcla de sudor, de su corrida y de la mía, ese perfume animal que lo impregna todo y que se pega a la piel y a las sábanas.
Se incorpora lentamente y, al moverse, me fijo en los rastros que he dejado en su cuerpo. En la cadera, marcadas las huellas rojas de mis dedos; en el muslo, un chupetón aún húmedo, con un brillo oscuro; y más arriba, en la curva de su culo, alcanzo a intuir la marca suave de mis dientes. Ni siquiera recordaba haberla mordido en pleno clímax, pero ahí está, mi firma salvaje sobre su piel.
Ella se gira, se mira de reojo en el espejo y suelta una risa traviesa:
—Por cierto… me has mordido. —Lo señala con un dedo, arqueando una ceja.