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DOS HERMANAS
Capítulo primero. Un poco de Geografía e Historia.
Dos Hermanas es un municipio de la provincia de Sevilla, de más de 130.000 habitantes, situado en la depresión del Guadalquivir, vecino de la capital provincial, al sur de esta, a medio camino de Utrera.
Utrera es también conocida, entre otras razones, por dos hermanas artistas y flamencas. Según dicen los expertos, han sido la quintaesencia de la pureza en su arte.
Pero no trata de geografía ni de arte este relato.
O sí, porque al fin y al cabo todo lo que sucede acaba por suceder en alguna parte y el buen conocimiento de lo acontecido alguna referencia geográfica acaba por tener, mientras que el mismo hecho de narrar es arte sin más necesidad de explicación, sea la crónica el recuerdo tal y como aparece en la memoria o haya un añadido de fantasía, que todo puede ser.
Y no me digáis que no tiene un sabor y regusto sevillano el nombre de las dos hermanas protagonistas de este relato, Rocío y Dolores (Loli a partir de ahora). Si el Rocío y su virgen son universalmente asociadas a Sevilla y a una romería, aunque realmente no sea una virgen sevillana, las vírgenes dolorosas son de una abundancia casi obsesiva en aquella ciudad, siendo rara la iglesia en la que no hay la imagen de una de ellas, empezando por la Catedral, siguiendo por la de la Santa Cruz, la Basílica del Gran Poder y una larga lista que continúa hasta la extenuación y que incluso sale del ámbito eclesial para desparramarse por otros diferentes establecimientos, como el Museo de Bellas Artes con su Dolorosa de Murillo.
Y más diré: sale de la misma Sevilla capital, para extenderse por muchos más lugares, con ermitas de todo tipo y pelaje, con historia o sin ella, e incluso llega a ser Patrona de poblaciones como Camas o la Rinconada.
Podrán los lectores colegir a partir de tan prolija explicación que los progenitores de Rocío y Loli -Dios los tenga en su gloria- eran gente devota, de comunión frecuente y advocación mariana, gente de misa dominical, romería en primavera y procesión con caperuzo nazareno y mantilla.
Por decirlo de forma resumida -Dios me perdone- unos meapilas lamesotanas.
Él, primogénito de familia de posibles y de orden de toda la vida, hijo de un afamado abogado, respetado cófrade y temido falangista local, opositó a judicatura, ganando su plaza tras diez años de esfuerzos más aparentes que reales, tal vez por influencias o quizás por aburrimiento de los tribunales de oposición, a los que cabría disculpar si al final hubieran decidido abrir la puerta de la toga y las puñetas a tan limitado intelecto, pues humano es que quien sufre reiteradamente el suplicio a manos de un ceporro como era Don Alfonso (qepd), busque alivio a su tormento aligerándose en lo que pueda.
Y no cabe descartar que todo fuera correcto y loable en aquellas pruebas, lo que acreditaría (habida cuenta de los antecedentes del sujeto) un verdadero milagro por intercesión de alguna de aquellas vírgenes a las que continuamente invocó a lo largo de su vida.
Ella, Doña Angustias (¿qué otro nombre mejor?), también de familia rancia, de olor a cerrado e incienso, formación de colegio de monjas para niñas casaderas y sus labores como todo oficio, dama de no sé qué virgen (seguramente una dolorosa) y bordadora empedernida de mantos y otros artilugios. Novia pertinaz e inmaculada durante los 15 años transcurridos de noviazgo formal, desde sus 16 años hasta que su Fonsi (así, tan ridículamente, le llamaba) consiguió terminar la carrera y aprobar por fin la oposición, llevándola ante el altar inmediatamente después, para hacerla el resto de su vida la “señora de”, única aspiración en su existencia.
Fonsi (o Don Alfonso, como gustaba ser llamado incluso por sus yernos) no había resultado un lumbreras y en el escalafón había que buscarlo siempre a partir de la quinta o sexta página.
Inició un vía crucis de destinos en plazas judiciales que nadie de los mejor situados solicitaba, plazas que le llevaron a los lugares más alejados y desconocidos del solar patrio. Pasó por Ortigueira, Ripoll, Calamocha, Hellín o Almazán, entre otros que he olvidado o nunca he sabido, arrastrando por todos ellos a su beata y amante esposa y a la familia que había creado, hasta recalar por fin en un destino cercano a una ciudad que valía la pena, en el corazón de Castilla, capital de provincia, principalísima Universidad y río propio muy conocido.
Allí recaló y permaneció hasta su jubilación, despotricando del legislador democrático y administrando a su arbitrio la aplicación a los lugareños de la Ley, como guerrillero anticonstitucional y antidivorcista, añorante de las leyes especiales de orden público tan frecuentes con su admirado caudillo, escandalizado años más tarde por la legalización del matrimonio entre homosexuales y oráculo de todas las desgracias que acechaban a este país en manos de tan pervertidos gobernantes, martirizando con su discurso trasnochado a quién cometía la imprudencia de caer en su cercanía, hasta que Dios se apiadó de él -o tal vez del resto de la humanidad- y se lo llevó raudo, dejándolo tieso durante una siesta veraniega, poco después de jubilado y antes de que pudiera volverse a su amada Sevilla.
Doña Angustias (qepd también) tardó poco en seguirle, seguramente dispuesta a no dejarle tranquilo siquiera unos pocos años antes de volverlo a escoltar durante toda la eternidad.
Pobre mujer, con su vida ociosa lejos de las cofradías y hermandades de su ciudad, peregrina como era, por obligación, en tantos y tantos lugares ignotos, había dado ya desde hacía tiempo en dedicarse a una actividad comercial que llenaba sus horas vacías y que a veces, de paso, aportaba algunos ingresos a su hogar. Obvio es que su vocación comercial no podía quedar al margen de su devota inclinación, así que Doña Angustias, en su periplo por media -o por tres cuartos- de España, se dedicó a montar una tienda de imaginería religiosa, estampas y cirios, en cada una de las ciudades y pueblos que habitó, desmontándola en cada traslado de su marido, mudándose al nuevo con tan santas existencias.
No será necesario advertir al lector avispado, e incluso a quien no lo sea, que Don Alfonso nunca me cayó bien.
Y tampoco Doña Angustias, forzoso es reconocerlo, aunque creo que sin reconocerlo también resultaría claro.
Pero volvamos al hilo del relato que nos ocupa, dejemos las disquisiciones y, sin demorarme más por esos cerros de Úbeda, os diré que el ínclito Don Alfonso (qepd) llegó allí hacia el año del Señor de 1991, y trajo con él, además de su esposa, a sus dos hijas, Rocío y Loli.
Rocío, la mayor, tenía entonces dieciséis añitos y era una preciosidad. Plenamente desarrollada, bastante alta (1,67) para la media de aquella época y de nuestra ciudad, unía a su morena belleza andaluza un porte de mujer ya hecha que le hacía destacar entre sus compañeras del instituto. Sigue siendo, todavía hoy a sus 45 años, una mujer esbelta, pero con las curvas precisas y exactas que la hacen una mujer muy atractiva y deseable, sigue teniendo unos ojos expresivos y grandísimos, sigue conservando una boca que llama al beso cada vez que se mira.
Cuando la conocí todavía cursaba la secundaria y ayudaba en el negocio materno al salir de las clases, aunque puedo jurar por lo más sagrado que esa ocupación no le dejaba rastro alguno, ni siquiera ese olor característico de las tiendas religiosas, porque siempre ha sabido elegir a la perfección sus perfumes, y ya entonces olía a gloria, que no es lo mismo que oler a sacristía.
Loli, la hermana menor, tenía catorce añitos. Era una niña morena, con el cabello espeso de color azabache intenso y ondulación rebelde, entonces cortado a lo garzón, delgada y pizpireta, muy despierta y vivaz. Más pequeñita y menos espectacular que su hermana, pero notable siempre por estar continuamente en movimiento.
Hoy, mucho tiempo después, mantiene un gran parecido en la cara con su hermana, especialmente en el cabello -que acostumbran a cortar y peinar con estilos muy parecidos-, y también en los ojos, la nariz y la boca, de forma que resultaría fácil confundirlas, a pesar de tener Lola las facciones un punto más agudas, si no fuera por la diferencia de altura, de unos 8 o 10 centímetros entre ambas.
Hoy, a sus 43 años, sigue teniendo azogue. Resulta difícil verla quieta y reposada más allá de unos pocos momentos.
Lola es economista. Debe ser buena o tener mucha suerte, porque ha sobrevivido a no sé cuántas reestructuraciones y fusiones bancarias, conservando su empleo en todas ellas a pesar de todos los avatares por los que han atravesado las diferentes Cajas y Bancos en los que ha trabajado. Curioso baile ese en que no son los trabajadores los que cambian de empleo, sino las empresas, dejando a los trabajadores del sector bancario en el mismo lugar en el que estaban o parecido, pero cambiando el dueño del negocio de tanto en tanto.
Todo ese ir y venir de razones sociales no le ha permitido dedicarse a tener hijos, como con frecuencia afirma que hubiera deseado, y sólo tiene una niña de siete años, mezcla perfecta de la apariencia física de sus progenitores.
Carlos, marido de Lola, es un yogurín y un coquito. Los tres años más joven que su esposa nos han valido siempre para bromear llamándola asaltacunas y abusadora de menores, pues cuando comenzaron su relación ella tenía 20 años, pero él no había alcanzado aún la mayoría de edad, no había tenido ninguna novia anterior y, según afirma, no había conocido los disfrutes, placeres o tormentos, del sexo.
Ingeniero de Sistemas, experto asesor en SAP (un engendro alemán que sólo el diablo pudo inspirar) trabaja en una empresa especializada en esa diabólica invención, evitando con sus consejos, cada día, el suicidio de unos cuantos empleados de las empresas usuarias del invento, convertido en una especie de teléfono de la esperanza para informáticos desesperados.
El físico no anda a la zaga de su cerebro. No es alto, 1,70, pero es bien proporcionado, fibroso, atlético y bien conservado, sin barriguita cervecera todavía, ni señales de abandono de su cuerpo. A estas alturas, para no desesperar a los más ansiosos, conviene dar alguna muestra de las especiales vivencias sobre las que versa este relato, así que os diré que Carlos está bien armado, que luce una verga vistosa, tanto en reposo como en acción, que en su máximo esplendor y desarrollo debe alcanzar no menos de 16 centímetros de largo y 5 de diámetro, bastante más de los 13 y 4, respectivamente, que alcanza la mía en sus momentos de mayor gloria.
Ahora me presentaré yo.
Juan, para servirles, varón de 48 años, casado con Rocío, padre de sus dos hijos –niño y niña, la parejita, de trece y diez años respectivamente-, abogado en ejercicio, en una posición económica y social cómoda, al frente de un bufete que fundó un tío mío, un hermano de mi madre, muerto sin descendencia, que tuvo a bien –Dios le bendiga- convencerme para estudiar Derecho en un momento en el que yo no tenía nada claro qué hacer de mi vida, que siguió teniendo a bien más tarde acogerme y foguearme en su despacho, para finalmente dejarme, años después, al frente del negocio.
Físicamente no soy nada especial, y declaro responsablemente que lo siguiente es cierto sin pretensión alguna de esconder o falsear mis realidades: 1,78 de altura, 80 kilos de peso en verano y 3 más tras las navidades, con salud sin contratiempos destacables, lo que de por sí ya comienza a ser destacable a mis 48 años, en proceso de pérdida de las apariencias juveniles, especialmente en pelo y cintura, con otras medidas corporales más íntimas ya descritas ut supra y que aquí no reproduciré, porque esa tendencia a exponer los datos sobre los propios atributos es algo que no compartimos todos aquellos hombres -la abrumadora mayoría- que no somos fenómenos de feria y poseemos un cipote normalito y de lo más común.
Capítulo primero. Un poco de Geografía e Historia.
Dos Hermanas es un municipio de la provincia de Sevilla, de más de 130.000 habitantes, situado en la depresión del Guadalquivir, vecino de la capital provincial, al sur de esta, a medio camino de Utrera.
Utrera es también conocida, entre otras razones, por dos hermanas artistas y flamencas. Según dicen los expertos, han sido la quintaesencia de la pureza en su arte.
Pero no trata de geografía ni de arte este relato.
O sí, porque al fin y al cabo todo lo que sucede acaba por suceder en alguna parte y el buen conocimiento de lo acontecido alguna referencia geográfica acaba por tener, mientras que el mismo hecho de narrar es arte sin más necesidad de explicación, sea la crónica el recuerdo tal y como aparece en la memoria o haya un añadido de fantasía, que todo puede ser.
Y no me digáis que no tiene un sabor y regusto sevillano el nombre de las dos hermanas protagonistas de este relato, Rocío y Dolores (Loli a partir de ahora). Si el Rocío y su virgen son universalmente asociadas a Sevilla y a una romería, aunque realmente no sea una virgen sevillana, las vírgenes dolorosas son de una abundancia casi obsesiva en aquella ciudad, siendo rara la iglesia en la que no hay la imagen de una de ellas, empezando por la Catedral, siguiendo por la de la Santa Cruz, la Basílica del Gran Poder y una larga lista que continúa hasta la extenuación y que incluso sale del ámbito eclesial para desparramarse por otros diferentes establecimientos, como el Museo de Bellas Artes con su Dolorosa de Murillo.
Y más diré: sale de la misma Sevilla capital, para extenderse por muchos más lugares, con ermitas de todo tipo y pelaje, con historia o sin ella, e incluso llega a ser Patrona de poblaciones como Camas o la Rinconada.
Podrán los lectores colegir a partir de tan prolija explicación que los progenitores de Rocío y Loli -Dios los tenga en su gloria- eran gente devota, de comunión frecuente y advocación mariana, gente de misa dominical, romería en primavera y procesión con caperuzo nazareno y mantilla.
Por decirlo de forma resumida -Dios me perdone- unos meapilas lamesotanas.
Él, primogénito de familia de posibles y de orden de toda la vida, hijo de un afamado abogado, respetado cófrade y temido falangista local, opositó a judicatura, ganando su plaza tras diez años de esfuerzos más aparentes que reales, tal vez por influencias o quizás por aburrimiento de los tribunales de oposición, a los que cabría disculpar si al final hubieran decidido abrir la puerta de la toga y las puñetas a tan limitado intelecto, pues humano es que quien sufre reiteradamente el suplicio a manos de un ceporro como era Don Alfonso (qepd), busque alivio a su tormento aligerándose en lo que pueda.
Y no cabe descartar que todo fuera correcto y loable en aquellas pruebas, lo que acreditaría (habida cuenta de los antecedentes del sujeto) un verdadero milagro por intercesión de alguna de aquellas vírgenes a las que continuamente invocó a lo largo de su vida.
Ella, Doña Angustias (¿qué otro nombre mejor?), también de familia rancia, de olor a cerrado e incienso, formación de colegio de monjas para niñas casaderas y sus labores como todo oficio, dama de no sé qué virgen (seguramente una dolorosa) y bordadora empedernida de mantos y otros artilugios. Novia pertinaz e inmaculada durante los 15 años transcurridos de noviazgo formal, desde sus 16 años hasta que su Fonsi (así, tan ridículamente, le llamaba) consiguió terminar la carrera y aprobar por fin la oposición, llevándola ante el altar inmediatamente después, para hacerla el resto de su vida la “señora de”, única aspiración en su existencia.
Fonsi (o Don Alfonso, como gustaba ser llamado incluso por sus yernos) no había resultado un lumbreras y en el escalafón había que buscarlo siempre a partir de la quinta o sexta página.
Inició un vía crucis de destinos en plazas judiciales que nadie de los mejor situados solicitaba, plazas que le llevaron a los lugares más alejados y desconocidos del solar patrio. Pasó por Ortigueira, Ripoll, Calamocha, Hellín o Almazán, entre otros que he olvidado o nunca he sabido, arrastrando por todos ellos a su beata y amante esposa y a la familia que había creado, hasta recalar por fin en un destino cercano a una ciudad que valía la pena, en el corazón de Castilla, capital de provincia, principalísima Universidad y río propio muy conocido.
Allí recaló y permaneció hasta su jubilación, despotricando del legislador democrático y administrando a su arbitrio la aplicación a los lugareños de la Ley, como guerrillero anticonstitucional y antidivorcista, añorante de las leyes especiales de orden público tan frecuentes con su admirado caudillo, escandalizado años más tarde por la legalización del matrimonio entre homosexuales y oráculo de todas las desgracias que acechaban a este país en manos de tan pervertidos gobernantes, martirizando con su discurso trasnochado a quién cometía la imprudencia de caer en su cercanía, hasta que Dios se apiadó de él -o tal vez del resto de la humanidad- y se lo llevó raudo, dejándolo tieso durante una siesta veraniega, poco después de jubilado y antes de que pudiera volverse a su amada Sevilla.
Doña Angustias (qepd también) tardó poco en seguirle, seguramente dispuesta a no dejarle tranquilo siquiera unos pocos años antes de volverlo a escoltar durante toda la eternidad.
Pobre mujer, con su vida ociosa lejos de las cofradías y hermandades de su ciudad, peregrina como era, por obligación, en tantos y tantos lugares ignotos, había dado ya desde hacía tiempo en dedicarse a una actividad comercial que llenaba sus horas vacías y que a veces, de paso, aportaba algunos ingresos a su hogar. Obvio es que su vocación comercial no podía quedar al margen de su devota inclinación, así que Doña Angustias, en su periplo por media -o por tres cuartos- de España, se dedicó a montar una tienda de imaginería religiosa, estampas y cirios, en cada una de las ciudades y pueblos que habitó, desmontándola en cada traslado de su marido, mudándose al nuevo con tan santas existencias.
No será necesario advertir al lector avispado, e incluso a quien no lo sea, que Don Alfonso nunca me cayó bien.
Y tampoco Doña Angustias, forzoso es reconocerlo, aunque creo que sin reconocerlo también resultaría claro.
Pero volvamos al hilo del relato que nos ocupa, dejemos las disquisiciones y, sin demorarme más por esos cerros de Úbeda, os diré que el ínclito Don Alfonso (qepd) llegó allí hacia el año del Señor de 1991, y trajo con él, además de su esposa, a sus dos hijas, Rocío y Loli.
Rocío, la mayor, tenía entonces dieciséis añitos y era una preciosidad. Plenamente desarrollada, bastante alta (1,67) para la media de aquella época y de nuestra ciudad, unía a su morena belleza andaluza un porte de mujer ya hecha que le hacía destacar entre sus compañeras del instituto. Sigue siendo, todavía hoy a sus 45 años, una mujer esbelta, pero con las curvas precisas y exactas que la hacen una mujer muy atractiva y deseable, sigue teniendo unos ojos expresivos y grandísimos, sigue conservando una boca que llama al beso cada vez que se mira.
Cuando la conocí todavía cursaba la secundaria y ayudaba en el negocio materno al salir de las clases, aunque puedo jurar por lo más sagrado que esa ocupación no le dejaba rastro alguno, ni siquiera ese olor característico de las tiendas religiosas, porque siempre ha sabido elegir a la perfección sus perfumes, y ya entonces olía a gloria, que no es lo mismo que oler a sacristía.
Loli, la hermana menor, tenía catorce añitos. Era una niña morena, con el cabello espeso de color azabache intenso y ondulación rebelde, entonces cortado a lo garzón, delgada y pizpireta, muy despierta y vivaz. Más pequeñita y menos espectacular que su hermana, pero notable siempre por estar continuamente en movimiento.
Hoy, mucho tiempo después, mantiene un gran parecido en la cara con su hermana, especialmente en el cabello -que acostumbran a cortar y peinar con estilos muy parecidos-, y también en los ojos, la nariz y la boca, de forma que resultaría fácil confundirlas, a pesar de tener Lola las facciones un punto más agudas, si no fuera por la diferencia de altura, de unos 8 o 10 centímetros entre ambas.
Hoy, a sus 43 años, sigue teniendo azogue. Resulta difícil verla quieta y reposada más allá de unos pocos momentos.
Lola es economista. Debe ser buena o tener mucha suerte, porque ha sobrevivido a no sé cuántas reestructuraciones y fusiones bancarias, conservando su empleo en todas ellas a pesar de todos los avatares por los que han atravesado las diferentes Cajas y Bancos en los que ha trabajado. Curioso baile ese en que no son los trabajadores los que cambian de empleo, sino las empresas, dejando a los trabajadores del sector bancario en el mismo lugar en el que estaban o parecido, pero cambiando el dueño del negocio de tanto en tanto.
Todo ese ir y venir de razones sociales no le ha permitido dedicarse a tener hijos, como con frecuencia afirma que hubiera deseado, y sólo tiene una niña de siete años, mezcla perfecta de la apariencia física de sus progenitores.
Carlos, marido de Lola, es un yogurín y un coquito. Los tres años más joven que su esposa nos han valido siempre para bromear llamándola asaltacunas y abusadora de menores, pues cuando comenzaron su relación ella tenía 20 años, pero él no había alcanzado aún la mayoría de edad, no había tenido ninguna novia anterior y, según afirma, no había conocido los disfrutes, placeres o tormentos, del sexo.
Ingeniero de Sistemas, experto asesor en SAP (un engendro alemán que sólo el diablo pudo inspirar) trabaja en una empresa especializada en esa diabólica invención, evitando con sus consejos, cada día, el suicidio de unos cuantos empleados de las empresas usuarias del invento, convertido en una especie de teléfono de la esperanza para informáticos desesperados.
El físico no anda a la zaga de su cerebro. No es alto, 1,70, pero es bien proporcionado, fibroso, atlético y bien conservado, sin barriguita cervecera todavía, ni señales de abandono de su cuerpo. A estas alturas, para no desesperar a los más ansiosos, conviene dar alguna muestra de las especiales vivencias sobre las que versa este relato, así que os diré que Carlos está bien armado, que luce una verga vistosa, tanto en reposo como en acción, que en su máximo esplendor y desarrollo debe alcanzar no menos de 16 centímetros de largo y 5 de diámetro, bastante más de los 13 y 4, respectivamente, que alcanza la mía en sus momentos de mayor gloria.
Ahora me presentaré yo.
Juan, para servirles, varón de 48 años, casado con Rocío, padre de sus dos hijos –niño y niña, la parejita, de trece y diez años respectivamente-, abogado en ejercicio, en una posición económica y social cómoda, al frente de un bufete que fundó un tío mío, un hermano de mi madre, muerto sin descendencia, que tuvo a bien –Dios le bendiga- convencerme para estudiar Derecho en un momento en el que yo no tenía nada claro qué hacer de mi vida, que siguió teniendo a bien más tarde acogerme y foguearme en su despacho, para finalmente dejarme, años después, al frente del negocio.
Físicamente no soy nada especial, y declaro responsablemente que lo siguiente es cierto sin pretensión alguna de esconder o falsear mis realidades: 1,78 de altura, 80 kilos de peso en verano y 3 más tras las navidades, con salud sin contratiempos destacables, lo que de por sí ya comienza a ser destacable a mis 48 años, en proceso de pérdida de las apariencias juveniles, especialmente en pelo y cintura, con otras medidas corporales más íntimas ya descritas ut supra y que aquí no reproduciré, porque esa tendencia a exponer los datos sobre los propios atributos es algo que no compartimos todos aquellos hombres -la abrumadora mayoría- que no somos fenómenos de feria y poseemos un cipote normalito y de lo más común.