Dos Hermanas

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DOS HERMANAS

Capítulo primero. Un poco de Geografía e Historia.

Dos Hermanas es un municipio de la provincia de Sevilla, de más de 130.000 habitantes, situado en la depresión del Guadalquivir, vecino de la capital provincial, al sur de esta, a medio camino de Utrera.

Utrera es también conocida, entre otras razones, por dos hermanas artistas y flamencas. Según dicen los expertos, han sido la quintaesencia de la pureza en su arte.

Pero no trata de geografía ni de arte este relato.

O sí, porque al fin y al cabo todo lo que sucede acaba por suceder en alguna parte y el buen conocimiento de lo acontecido alguna referencia geográfica acaba por tener, mientras que el mismo hecho de narrar es arte sin más necesidad de explicación, sea la crónica el recuerdo tal y como aparece en la memoria o haya un añadido de fantasía, que todo puede ser.

Y no me digáis que no tiene un sabor y regusto sevillano el nombre de las dos hermanas protagonistas de este relato, Rocío y Dolores (Loli a partir de ahora). Si el Rocío y su virgen son universalmente asociadas a Sevilla y a una romería, aunque realmente no sea una virgen sevillana, las vírgenes dolorosas son de una abundancia casi obsesiva en aquella ciudad, siendo rara la iglesia en la que no hay la imagen de una de ellas, empezando por la Catedral, siguiendo por la de la Santa Cruz, la Basílica del Gran Poder y una larga lista que continúa hasta la extenuación y que incluso sale del ámbito eclesial para desparramarse por otros diferentes establecimientos, como el Museo de Bellas Artes con su Dolorosa de Murillo.

Y más diré: sale de la misma Sevilla capital, para extenderse por muchos más lugares, con ermitas de todo tipo y pelaje, con historia o sin ella, e incluso llega a ser Patrona de poblaciones como Camas o la Rinconada.

Podrán los lectores colegir a partir de tan prolija explicación que los progenitores de Rocío y Loli -Dios los tenga en su gloria- eran gente devota, de comunión frecuente y advocación mariana, gente de misa dominical, romería en primavera y procesión con caperuzo nazareno y mantilla.

Por decirlo de forma resumida -Dios me perdone- unos meapilas lamesotanas.

Él, primogénito de familia de posibles y de orden de toda la vida, hijo de un afamado abogado, respetado cófrade y temido falangista local, opositó a judicatura, ganando su plaza tras diez años de esfuerzos más aparentes que reales, tal vez por influencias o quizás por aburrimiento de los tribunales de oposición, a los que cabría disculpar si al final hubieran decidido abrir la puerta de la toga y las puñetas a tan limitado intelecto, pues humano es que quien sufre reiteradamente el suplicio a manos de un ceporro como era Don Alfonso (qepd), busque alivio a su tormento aligerándose en lo que pueda.

Y no cabe descartar que todo fuera correcto y loable en aquellas pruebas, lo que acreditaría (habida cuenta de los antecedentes del sujeto) un verdadero milagro por intercesión de alguna de aquellas vírgenes a las que continuamente invocó a lo largo de su vida.

Ella, Doña Angustias (¿qué otro nombre mejor?), también de familia rancia, de olor a cerrado e incienso, formación de colegio de monjas para niñas casaderas y sus labores como todo oficio, dama de no sé qué virgen (seguramente una dolorosa) y bordadora empedernida de mantos y otros artilugios. Novia pertinaz e inmaculada durante los 15 años transcurridos de noviazgo formal, desde sus 16 años hasta que su Fonsi (así, tan ridículamente, le llamaba) consiguió terminar la carrera y aprobar por fin la oposición, llevándola ante el altar inmediatamente después, para hacerla el resto de su vida la “señora de”, única aspiración en su existencia.

Fonsi (o Don Alfonso, como gustaba ser llamado incluso por sus yernos) no había resultado un lumbreras y en el escalafón había que buscarlo siempre a partir de la quinta o sexta página.

Inició un vía crucis de destinos en plazas judiciales que nadie de los mejor situados solicitaba, plazas que le llevaron a los lugares más alejados y desconocidos del solar patrio. Pasó por Ortigueira, Ripoll, Calamocha, Hellín o Almazán, entre otros que he olvidado o nunca he sabido, arrastrando por todos ellos a su beata y amante esposa y a la familia que había creado, hasta recalar por fin en un destino cercano a una ciudad que valía la pena, en el corazón de Castilla, capital de provincia, principalísima Universidad y río propio muy conocido.

Allí recaló y permaneció hasta su jubilación, despotricando del legislador democrático y administrando a su arbitrio la aplicación a los lugareños de la Ley, como guerrillero anticonstitucional y antidivorcista, añorante de las leyes especiales de orden público tan frecuentes con su admirado caudillo, escandalizado años más tarde por la legalización del matrimonio entre homosexuales y oráculo de todas las desgracias que acechaban a este país en manos de tan pervertidos gobernantes, martirizando con su discurso trasnochado a quién cometía la imprudencia de caer en su cercanía, hasta que Dios se apiadó de él -o tal vez del resto de la humanidad- y se lo llevó raudo, dejándolo tieso durante una siesta veraniega, poco después de jubilado y antes de que pudiera volverse a su amada Sevilla.

Doña Angustias (qepd también) tardó poco en seguirle, seguramente dispuesta a no dejarle tranquilo siquiera unos pocos años antes de volverlo a escoltar durante toda la eternidad.

Pobre mujer, con su vida ociosa lejos de las cofradías y hermandades de su ciudad, peregrina como era, por obligación, en tantos y tantos lugares ignotos, había dado ya desde hacía tiempo en dedicarse a una actividad comercial que llenaba sus horas vacías y que a veces, de paso, aportaba algunos ingresos a su hogar. Obvio es que su vocación comercial no podía quedar al margen de su devota inclinación, así que Doña Angustias, en su periplo por media -o por tres cuartos- de España, se dedicó a montar una tienda de imaginería religiosa, estampas y cirios, en cada una de las ciudades y pueblos que habitó, desmontándola en cada traslado de su marido, mudándose al nuevo con tan santas existencias.

No será necesario advertir al lector avispado, e incluso a quien no lo sea, que Don Alfonso nunca me cayó bien.

Y tampoco Doña Angustias, forzoso es reconocerlo, aunque creo que sin reconocerlo también resultaría claro.

Pero volvamos al hilo del relato que nos ocupa, dejemos las disquisiciones y, sin demorarme más por esos cerros de Úbeda, os diré que el ínclito Don Alfonso (qepd) llegó allí hacia el año del Señor de 1991, y trajo con él, además de su esposa, a sus dos hijas, Rocío y Loli.

Rocío, la mayor, tenía entonces dieciséis añitos y era una preciosidad. Plenamente desarrollada, bastante alta (1,67) para la media de aquella época y de nuestra ciudad, unía a su morena belleza andaluza un porte de mujer ya hecha que le hacía destacar entre sus compañeras del instituto. Sigue siendo, todavía hoy a sus 45 años, una mujer esbelta, pero con las curvas precisas y exactas que la hacen una mujer muy atractiva y deseable, sigue teniendo unos ojos expresivos y grandísimos, sigue conservando una boca que llama al beso cada vez que se mira.

Cuando la conocí todavía cursaba la secundaria y ayudaba en el negocio materno al salir de las clases, aunque puedo jurar por lo más sagrado que esa ocupación no le dejaba rastro alguno, ni siquiera ese olor característico de las tiendas religiosas, porque siempre ha sabido elegir a la perfección sus perfumes, y ya entonces olía a gloria, que no es lo mismo que oler a sacristía.

Loli, la hermana menor, tenía catorce añitos. Era una niña morena, con el cabello espeso de color azabache intenso y ondulación rebelde, entonces cortado a lo garzón, delgada y pizpireta, muy despierta y vivaz. Más pequeñita y menos espectacular que su hermana, pero notable siempre por estar continuamente en movimiento.

Hoy, mucho tiempo después, mantiene un gran parecido en la cara con su hermana, especialmente en el cabello -que acostumbran a cortar y peinar con estilos muy parecidos-, y también en los ojos, la nariz y la boca, de forma que resultaría fácil confundirlas, a pesar de tener Lola las facciones un punto más agudas, si no fuera por la diferencia de altura, de unos 8 o 10 centímetros entre ambas.

Hoy, a sus 43 años, sigue teniendo azogue. Resulta difícil verla quieta y reposada más allá de unos pocos momentos.

Lola es economista. Debe ser buena o tener mucha suerte, porque ha sobrevivido a no sé cuántas reestructuraciones y fusiones bancarias, conservando su empleo en todas ellas a pesar de todos los avatares por los que han atravesado las diferentes Cajas y Bancos en los que ha trabajado. Curioso baile ese en que no son los trabajadores los que cambian de empleo, sino las empresas, dejando a los trabajadores del sector bancario en el mismo lugar en el que estaban o parecido, pero cambiando el dueño del negocio de tanto en tanto.

Todo ese ir y venir de razones sociales no le ha permitido dedicarse a tener hijos, como con frecuencia afirma que hubiera deseado, y sólo tiene una niña de siete años, mezcla perfecta de la apariencia física de sus progenitores.

Carlos, marido de Lola, es un yogurín y un coquito. Los tres años más joven que su esposa nos han valido siempre para bromear llamándola asaltacunas y abusadora de menores, pues cuando comenzaron su relación ella tenía 20 años, pero él no había alcanzado aún la mayoría de edad, no había tenido ninguna novia anterior y, según afirma, no había conocido los disfrutes, placeres o tormentos, del sexo.

Ingeniero de Sistemas, experto asesor en SAP (un engendro alemán que sólo el diablo pudo inspirar) trabaja en una empresa especializada en esa diabólica invención, evitando con sus consejos, cada día, el suicidio de unos cuantos empleados de las empresas usuarias del invento, convertido en una especie de teléfono de la esperanza para informáticos desesperados.

El físico no anda a la zaga de su cerebro. No es alto, 1,70, pero es bien proporcionado, fibroso, atlético y bien conservado, sin barriguita cervecera todavía, ni señales de abandono de su cuerpo. A estas alturas, para no desesperar a los más ansiosos, conviene dar alguna muestra de las especiales vivencias sobre las que versa este relato, así que os diré que Carlos está bien armado, que luce una verga vistosa, tanto en reposo como en acción, que en su máximo esplendor y desarrollo debe alcanzar no menos de 16 centímetros de largo y 5 de diámetro, bastante más de los 13 y 4, respectivamente, que alcanza la mía en sus momentos de mayor gloria.

Ahora me presentaré yo.

Juan, para servirles, varón de 48 años, casado con Rocío, padre de sus dos hijos –niño y niña, la parejita, de trece y diez años respectivamente-, abogado en ejercicio, en una posición económica y social cómoda, al frente de un bufete que fundó un tío mío, un hermano de mi madre, muerto sin descendencia, que tuvo a bien –Dios le bendiga- convencerme para estudiar Derecho en un momento en el que yo no tenía nada claro qué hacer de mi vida, que siguió teniendo a bien más tarde acogerme y foguearme en su despacho, para finalmente dejarme, años después, al frente del negocio.

Físicamente no soy nada especial, y declaro responsablemente que lo siguiente es cierto sin pretensión alguna de esconder o falsear mis realidades: 1,78 de altura, 80 kilos de peso en verano y 3 más tras las navidades, con salud sin contratiempos destacables, lo que de por sí ya comienza a ser destacable a mis 48 años, en proceso de pérdida de las apariencias juveniles, especialmente en pelo y cintura, con otras medidas corporales más íntimas ya descritas ut supra y que aquí no reproduciré, porque esa tendencia a exponer los datos sobre los propios atributos es algo que no compartimos todos aquellos hombres -la abrumadora mayoría- que no somos fenómenos de feria y poseemos un cipote normalito y de lo más común.
 
Capítulo segundo: Los preparativos.

-¿Cómo va eso?

-Muy bien, cariño. Ya casi lo tengo todo preparado.

Al responderme se gira hacia mí y me ilumina con su sonrisa cautivadora, la misma alegre sonrisa que me enamoró la primera vez, la que me enamora de nuevo cada vez que me la regala. Sigue, sin parar, trasteando en la cocina, preparando mil cosas para la cena de esta noche. Por lo que veo, serán una multitud de platitos fríos, algunos con apariencia de orientales, crudités, jamón (¿cómo no aquí?), quesos y marisco.

-¿Preparas el vino?

-Claro. ¿Qué vino ponemos?

Me mira otra vez. Esta vez no sonríe, aunque a media frase de nuevo aparece con fuerza y luminosidad esa belleza de expresión en su rostro.

-Tú sabrás ¿no?... Eso te lo dejo a ti… pon el de la última vez, que nos sentó muy bien.

Yo también sonrío abiertamente al oírla.

Sigo sonriendo cuando bajo al sótano, al rincón que acomodamos como bodega en el garaje, para seleccionar las botellas. Siento un hormigueo, la emoción que anticipa algo que sabes intenso, mientras subo otra vez cargado con ellas. Ribera tinto y Rueda blanco, por supuesto, y también cava catalán.

Coloco las botellas de vino blanco y cava en la nevera y me aproximo a Rocío, que está de espaldas a mí haciendo algo en la mesa, aprieto mi vientre en sus nalgas y deslizo las manos entre la pechera del delantal y la camiseta que lleva puesta. Abarco sus pechos y la atraigo hacia mi cuerpo con fuerza.

-¡Ayyyyy! ¡Estate quieto! ¡Déjame acabar! ¡Ya tendremos tiempo para esto y para más!- me dice con voz quejosa.

La reprimenda suena a queja falsa, porque mientras lo dice no deja de sonreír y sacudir sus caderas hacia atrás, en un movimiento de rotación muy estimulante, frotando sus nalgas suavemente contra el ciruelo morcillón, unas nalgas muy sueltas dentro de un pantalón de tela suave y muy ancha, una prenda muy cómoda que acostumbra a preferir para estar por casa.

Pese a ello decido hacerle caso y soltar la presa, que cuando una mujer –al menos la mía- está concentrada trabajando en algo puedes pasar fácilmente de hacer una gracia a ser un pesado, estropeando lo bueno del momento.

Esta noche tenemos “la cena”. De nuevo la cena del viernes. Otra más de tantas otras. Esta vez toca en nuestra casa. Hemos cenado con Loli y Carlos cientos de veces, durante años, al menos cada dos semanas, alternándonos en el papel de anfitriones e invitados, como una cita formal y al margen de otros muchos momentos en los que compartimos en familia tiempo, espacio y actividades.

Vivimos a poca distancia, apenas 30 metros de puerta a puerta, en una urbanización de casas unifamiliares aisladas -a los cuatro vientos se dice ahora-, separadas las nuestras respectivas por una que nos impide tenerlas juntas, una que cuando llegamos ya estaba construida. A pesar de ese inconveniente, nos gustó tanto el lugar que acabamos comprando dos de las escasas que quedaban libres todavía.

Barbacoas americanas, paellas levantinas o sardinadas andaluzas, asados castellanos e incluso asados argentinos han tenido lugar en nuestros respectivos jardines, con amigos y con familia, generalmente los fines de semana, con perfecta armonía y entendimiento, alrededor de las dos hermanas.

Entre semana, cada cual a sus ocupaciones y actividades, pero dejando siempre ese espacio más tranquilo y reposado, más íntimo también, reservado a los dos matrimonios para cerrar una de cada dos semanas en un entorno sosegado, disfrutando de unas cenas cargadas de probaturas gastronómicas y exquisiteces con pretensiones de universalidad.

Mientras hago tiempo, me recreo en las sensaciones que experimento. Un nerviosismo que sube desde el centro del vientre y se expande en forma de onda cálida por todo el cuerpo. Una sensación excitante y al mismo tiempo capaz de tenerme inquieto, como cuando alguna preocupación te produce insomnio y altera tu reposo.

-¿Cómo irá?- me pregunto a mí mismo en silencio, sin querer siquiera ensayar una respuesta.

Hace casi tres meses que celebramos la última, a primeros de marzo, justo antes del confinamiento. Ésta será la primera tras ese periodo tan prolongado. Volveremos a reunirnos para celebrar que nadie próximo ha sido alcanzado por la epidemia, que estamos sanos, que estamos vivos, que nosotros y los nuestros sobrevivimos sanos y salvos, al menos por ahora…

Y algo más. Hoy, esta noche, celebraremos algo más…

Me acerco al comedor y compruebo que Rocío, siempre tan organizada y previsora, ya ha dispuesto la mesa más pequeña de las dos, la cuadrada junto al rincón más recogido, la que siempre hemos utilizado para nuestras cenas porque provoca una atmosfera más próxima, más recogida también, contribuyendo a la serenidad de nuestras conversaciones.

-¡Juan!... ¿Qué te pondrás?

Me llega la voz de Rocío desde el piso superior. Aunque faltan todavía dos horas para que lleguen, ha acabado con los preparativos de la cena y ya está disponiendo, ordenando y evaluando otros detalles.

Subo la escalera mientras le contesto provocativamente.

-Cualquier cosa. ¿Qué más da?

Entro en la habitación a tiempo de comprobar su cara de incredulidad por mi respuesta, y mantengo el gesto inexpresivo unos segundos, hasta no poder contener la risa por más tiempo.

-¡Déjate de tonterías, anda! ¡No te rías de mí! – me contesta sin poder contener tampoco sus risas.

-¡Venga! ¡Dime qué te pones!- insiste

-No sé… ¿Algo ligero?

¡Qué bien nos conocemos!

Sé que es la forma de transferirle la decisión sobre mi atuendo. Ella sabe que, tras ese ritual de preguntas y respuestas a la gallega, ella decidirá los más mínimos detalles de mi vestuario.

-Te puedes poner este pantalón – me dice mostrándomelo al tiempo que extrae la percha en la que cuelga del armario- y también esta camisa… es de manga larga, te la remangas dos vueltas para estar más cómodo.

-¡Vaya! ¿Me vas a disfrazar de sevillano? –le digo para seguir provocándola.

-¡Tonto!

Y forma con sus labios esa O que me erotiza y despierta, que me impulsa y arrastra a buscar su boca con la mía.

-Anda, dúchate tú primero, luego ya me ducho yo.

- ¿Estás segura?- le respondo- ¿No quieres ducharte conmigo?

Pongo la voz dulce y le gesticulo intentando parecer eróticamente sugerente…

Vuelve a sonreír abiertamente, se acerca a mí, pega su cuerpo al mío, me abraza y me susurra al oído: Resérvate para luego, lo vas a necesitar…

Su vientre se aprieta en el mío, buscando notar mi presencia, y cuando percibe un bulto que empieza a crecer se retira triunfadora, lanzándome con su mirada y sonrisa ardientes la promesa de las mil y una noches.

-Dúchate ya- vuelve a decirme mientras sale de la habitación.

Dejo caer el agua caliente por mi cuerpo, recreándome en las sensaciones. Después, más que enjabonarme me acaricio la piel, con movimientos lentos y pausados, sintiendo mis manos en cada trocito, en cada rincón… me entretengo en el lavado de bajos, frotando con mimo la bolsa colgante… retiro la piel y, formando con anular e índice un anillo, lo giro alrededor del capullo en uno y otro sentido, para limpiarlo bien y también para sentir una profunda sensación de placer… Cierro los ojos y me regodeo en esa sensación, notando que empieza a hincharse lentamente…

-Que bien te lo pasas tú solo ¿no?

La voz de Rocío, jocosa, me vuelve al mundo. Allí está, con expresión pícara, contemplándome desde fuera de la jaula de cristal de la ducha.

Le devuelvo la broma, abarco con la mano la base del tronco y los compañones, intento dejar el máximo de verga morcillona al aire y la sacudo enérgicamente con gesto obsceno mientras le digo con expresión seria e impostando voz de documental televisivo:

-El mantenimiento de las herramientas es importante para el correcto desempeño de la función que deben cumplir.

Reímos los dos. Su mirada es ahora cómplice, con mezcla de ese punto de excitación que tan bien conozco y que precede a los mejores momentos que hemos vivido.

-Acaba ya, que al final me cogerá el toro.

-Espero que sí- le suelto riendo de nuevo, con toda intención, mientras me apresto a cerrar los grifos, coger mi toalla y salir de la ducha.

Tiene razón, apenas hora y media para que lleguen nuestros invitados. Un tiempo ajustado para el completo ritual de preparación de mi mujer. Lo ejecuta lenta y concienzudamente. Lo he contemplado, hipnotizado, muchas veces, aunque ella prefiere cumplirlo a solas.

La ducha primero, un par de veces enjabonada, con minucioso recorrido de todo el cuerpo (normalmente, no se lava así el cabello porque eso es otro ritual distinto). Secado a conciencia, sin dejar un mínimo rastro de humedad. Acto seguido, lociones corporales, cremas varias, un proceso riguroso en el que cada potecito cumple una función que yo desconozco, incapaz de distinguir entre todos ellos el qué y para qué de cada uno. Me pregunto cómo se lo hará cuando no estoy, porque si estoy cerca me hace feliz pidiéndome que una determinada crema se la aplique por la espalda…

Después el pelo, cepillado o peinado, depende, acondicionado, de nuevo un minucioso y concienzudo proceso que no acaba hasta que el espejo le devuelve la imagen exacta que en ese momento quiere tener, como si cada hebra de cabello debiera cumplir un determinado papel en la coreografía general, como si cada uno de sus cabellos, de no estar exactamente en su lugar, pudiera arruinar la obra de arte que es su cuerpo…

Ahora maquillaje. Aunque no es de ponerse demasiado, no es óbice para emplear mucho tiempo. Estoy convencido, incluso, que un maquillaje liviano, apenas perceptible, es más trabajoso que otro más abundante. Si ya en las cremas me reconozco lego, en esto otro me declaro lerdo. Pero sé, eso sí, que el resultado será excelente.

Cuando finaliza esa parte, es el momento del vestuario. De dentro hacia afuera. Primero la ropa interior, sostenes y bragas. Tiene especial gusto en la combinación de colores. Aunque no sea visible, aunque no haya transparencias, necesita sentirse armónica, de tal forma que, si finalmente decide cambiar su ropa exterior (falda, blusa, vestido, pantalones…) tras haber rechazado su idea inicial de otro conjunto, el cambio supone volver al inicio y seleccionar lo más adecuado a la nueva idea.

Miradas reiteradas al espejo, giros de noventa grados para contemplarse de perfil, de espaldas, ahuecado de blusas o estirado de vestido, alisando la tela con las palmas por el vientre, las caderas o las nalgas…

Supongo que debe ser común en las mujeres cumplir ese ritual… y afirmo que el hombre que no se vuelve a enamorar de su hembra cuando la contempla llevándolo a cabo es un trozo de carne con ojos que no se la merece.

Hago tiempo.

Para oxigenar adecuadamente el vino tinto, abro una botella…

-¿Será suficiente?- me interrogo… Sí, una bastará. Ellas acostumbran a tirar más del blanco, y son comedidas. Carlos y yo pasaremos con una.

-¡Qué cojones!- exclamo para mí. Abro otra por si acaso. No nos vamos a arruinar por una botella y nada más cutre que dejar de beber lo que te gusta cuando estás a gusto por falta de previsión.

Ahora me ocupo de la música. Reviso las playlist de Spotify en la tablet y la conecto al grupo de sonido. Chillout, muy suave, como fondo para la cena, música variada, pero muy suave todo, para el resto de la noche.

Por un momento me detengo mientras reflexiono en lo que estoy haciendo. Me resulta increíble, sí, pero al mismo tiempo siento una determinación firme. Sé qué quiero y que lo quiero con toda intensidad. Siento que el corazón se me acelera, golpeando con fuerza. Para sacar la mente de este lapso decido subir a vestirme, calculando que Rocío ya debe estar preparada.

La encuentro frente al espejo, observándose atentamente.

Una vez más, muero por la belleza de su cara. Enmarcada por el cabello largo, suelto, ondulado y moreno, tiene ese aire de hembra que se sabe atractiva, que sabe que al sonreír hechizará a cualquier hombre. Sigue sorprendiéndome cada vez que suelta su cabello, abandona la coleta de maestra con la que se lo recoge habitualmente y lo luce con ese poderío de mujer total tan suyo.

Me quedo embobado mirándola. Respiro poquito, como si no quisiera romper este momento.

Mi diosa.

Me deslumbra su imagen de brillante Rojo Tiziano.

Enfundada en un vestido chino tradicional, un cheongsam rojo de tela sedosa y brillante, con algunas estampaciones de diminutas flores doradas, cerrado en el cuello y en los brazos, ajustado a su cuerpo perfectamente, marcando a la perfección el talle para caer recto después, desde sus caderas, hasta el punto medio entre las rodillas y los tobillos.

Dos aberturas laterales a lo largo del vestido, desde las caderas hasta el final, señaladas por estrechas filigranas doradas, permiten la exhibición generosa de sus piernas cuando se coloca de perfil y avanza un paso.

Enfundada en aquella tela de seda roja y brillante me mira mientras procuro componer el gesto para no aparecer alelado a su vista, y sólo entonces reparo en que el carmín de sus labios es del mismo y exacto color, del mismo brillo también, que el vestido, un color que destaca en su rostro para proporcionarle un atractivo morboso extraordinario.

Completan esa exposición de rojos dos puntos brillantes, rojo rubí, en las orejas, rojo en las uñas de las manos y de los pies, calzados con sandalias planas de color dorado amortiguado, pastel, apenas unas tirillas de piel jalonadas de pequeñas incrustaciones de cristal, rojo, que resaltan la belleza de líneas de sus pies.

Junto a la alianza, en el mismo dedo, dejándola en medio, dos anillos estrechos que la escoltan, en rojo también, para completar una imagen cuya totalidad sólo puede transmitir un sentimiento: Pasión, pasión roja e intensa, pasión total.

-¿Te gusta?

No respondo mientras avanzo lentamente hacia ella. Me pregunto qué lencería habrá elegido para tan exótico atuendo, y como si hubiera llegado a su piel la pregunta, rápidamente me ofrece una respuesta. Dos botones resaltan en el delantero de su vestido, en el extremo de cada uno de sus pechos. No hay ninguna otra marca de tirantes en la parte superior de su vestido, y la evidencia de sus pezones endurecidos marcándose en la tela parece ofrecer respuesta a mis interrogantes. Cuando me paro frente a ella levanto la mano y rozo suavemente, con el dorso de los dedos, uno, dos tres, cuatro, arriba, de nuevo uno, dos, tres, cuatro, abajo… uno de esos puntos marcados.

Se estremece por el contacto, cierra los ojos y aprovecho para entrar con mi otra mano por la raja del vestido, subiendo por sus caderas hasta el inicio de la espalda, una distancia en la que puedo certificar que tampoco lleva nada más, nada que no sea su piel suave…

Acerco mi boca a la suya. Sin llegar a hacerme una cobra, se retira lentamente mientras me recuerda -voz cálida y acariciante- que falta sólo unos minutos para que nuestros invitados aparezcan.

-Vístete, se hace tarde.

Claro. No había caído. No quiere estropear el remate maravilloso de su obra de arte, ese brillo rojo intenso de sus labios, seguramente trabajado con aplicación y esmero.

Debo conformarme con aspirar profundamente su aroma, ese perfume que me enloquece, no sé por qué, pero que cuando lo lleva despierta todos mis deseos más morbosos, todas las ansias de pecar en sexto y noveno apartados de las tablas de Moisés.

Mientras se encamina a la puerta de la habitación contemplo sus caderas teñidas de rojo, ese culito respingón, resaltado por una cintura con toda la forma femenina deseable…

-Hoy puede ser algo muy especial… ¿Estás decidida?

No lo he pensado. Me ha salido decirlo así. Seguramente desde la sinceridad de una emoción inquieta que, a medida que se acerca el momento, aumenta.

Se para. Gira. Me mira con cara de estar pensando: “pero qué dice éste ahora… ¿es que no me ve?”

Vuelve a acercarse a mí. Cuando está justo enfrente toma mi mano y la conduce, entrando por la raja de su vestido tradicional chino y llevándola despacio por el interior, rozando la piel, hasta el pubis. Enredo mis dedos en su vello, acariciándola por unos segundos. Deja que la retire lentamente, permitiéndome de nuevo acariciar su piel en todo el recorrido hasta finalizar el contacto.

Me responde con otra pregunta y una mirada cargada de intención.

-¿Tú qué crees?

Por toda respuesta me acerco el dedo corazón a los labios, el único que en la caricia le ha rozado apenas el coño, y lo beso con dulzura.

Sonríe de nuevo antes de salir, en una expresión de triunfo ante el gesto, gesto enamorado, que acabo de dedicarle.

He de vestirme, sí.

Pantalones... Ya está. La camisa… ese tono rosa pálido me sienta bien. He vuelto a mi peso, no me he engordado en el confinamiento, me he cuidado haciendo ejercicio en el jardín cada día.

Bien -me digo- bien por mí.

Zapatos… los mocasines de ante me dan un toque elegante y casero al mismo tiempo, son cómodos.

Una última mirada en el espejo, un poco de perfume y salgo de la habitación.
 
Capítulo tercero: Ya están aquí

El timbre.

Nos miramos.

-Ya están aquí- proclama, como si yo no hubiera entendido qué significa ese timbrazo.

Veo en su rostro la emoción. ¿El reencuentro con su hermana? Claro… puede ser… pero hay un algo que indica que va más allá del amor fraterno.

Caminamos hacia la puerta de entrada, ella con pasitos cortos y acelerados, yo con más reposo, pero también con zancada mucho más larga. Llegamos al mismo tiempo, pero ella se apresta a girar la maneta de la puerta de entrada para dar lugar de inmediato a unos grititos de alegría.

El abrazo en que se enlazan es de gran fuerza. Y de gran belleza. Sus voces se amontonan y mezclan, entre expresiones de afecto en la que la frase más inteligible es un “qué ganas tenía de abrazarte” que Rocío le dice varias veces a Lola. Efectivamente, son sevillanas, y sus expresiones a veces algo exageradas, emitidas acompañadas de grititos alegres, tan poco castellanas, me encantan.

Aunque han hablado varias veces al día durante el confinamiento, aunque esas conversaciones telefónicas se han extendido durante horas, seguidas unas de las otras a lo largo de los días, han acusado la ausencia de contacto físico directo, sobre todo después de lo que vivimos en el último encuentro.

Carlos y yo, mucho menos efusivos, nos abrazamos también brevemente, nos palmeamos un par de veces la espalda y quedamos allí, expectantes, esperando a que las hermanas deshagan su lazo.

Observo los gestos y acciones del momento.

Cuando finalmente Lola y Rocío se separan observo en ambas una mirada cómplice, acompañada de la sonrisa más pícara posible. Aunque veo a ambas, centro la mirada por un instante en Rocío que, después de esa mirada de inteligencia con su hermana, mira a Carlos al tiempo que, creo de forma inconsciente, pasa muy deprisa, y sin que sea apenas perceptible, la puntita de su lengua por los labios teñidos de rojo rubí…

Miro a Lola, que avanza hacia mí el par de pasos que nos separan. También me sonríe con los ojos brillantes… Una ojeada completa a su atuendo. Viste casual, tejanos y blusa de manga larga. El cabello castaño, al mismo tono que su hermana, ondulado y perfectamente cuidado.

El cabello es una de las grandes imposturas del maquillaje femenino. Las he visto, en todos estos años, rubias, morenas, castañas, multicolores a mechas… Resulta mágico, para mí, ese poder de variación que tienen las mujeres sobre una parte tan importante de su apariencia.

Sonrío al percibir algunos detalles que me sugieren con claridad que la performance de hoy está acordada entre las dos hermanas.

Puntitos rojo rubí en las orejas, zapatos de tacón altísimos, calculo 9 centímetros, de color rojo, uñas de las manos del mismo tono, labios de ese Rojo Tiziano incomparable…

Y el botón de sus pezones desnudos apretando la tela de la blusa…

Nos abrazamos. Somos ambos conscientes del valor de este abrazo… Lo mantenemos por más tiempo del que convencionalmente es normal en los saludos familiares, y al hacerlo noto sus pezones, duros, dos cilindros más largos de lo habitual en otros pechos, rozando el mío a través de la tela…

Pero, sobre todo, me inunda el olor de su perfume. Me lleno los sentidos con ese olor que me causa una reacción de deseo inmediata… No es casual, estoy convencido, y ese detalle se suma a los otros que he observado para acabar de imaginarme algo que las hermanas han preparado. Dicen que cada persona proporciona a cada perfume un algo especial diferente, único. Dicen que en cada piel el olor cambia, sin que existan dos olores idénticos en dos pieles distintas. No lo creo. Las dos huelen de esa forma que despierta en mi cuerpo una inmediata excitación, un deseo sexual incontenible, desbordante, lujurioso, lleno de exigencias de satisfacción inmediata.

Froto mis manos por su espalda y ella hace lo mismo con la mía, enlazada a mi cintura y respondiendo a la caricia con suavidad. Siento su delgadez apretada contra mi cuerpo, y rodeo del todo su espalda con mis brazos. Me sobran brazos para abarcarla entera en su delgadez. Cuando nos separamos deslizo lentamente las manos por su espalda, verifico que debajo de esa blusa nada le cubre la piel y me detengo, con una mano a cada uno de sus costados, como si quisiera construir con mis dedos una pulsera alrededor de su cintura.

Un talle juncal que permanece allí, entre mis manos, sin ninguna resistencia. Al contrario, veo en su mirada que se siente complacida mientras con sus labios, rojísimos, me sonríe alegremente.

No he podido ver, concentrado como estaba en nuestro abrazo, el momento de Carlos y Rocío.

Imagino que similar, lleno de morbosas sensaciones entre dos cuerpos cargados de deseo.

Veo a Carlos azorado. Seguramente ha tenido con Rocío las mismas emociones que yo he tenido con su mujer.

Hasta que recupera un poco de aplomo, no me mira a los ojos.

Mientras, las dos hermanas se toman de la mano y se alejan hacia el interior, pero a diferencia de otras muchas veces no se dirigen al salón, al comedor o a la cocina. Toman la escalera de subida a las habitaciones, y se pierden de nuestra vista entre risitas y expresiones alegres, enredadas en quién sabe qué tema de conversación.

-¿Vino, cerveza, vermut?- le pregunto a Carlos mientras, nosotros sí, nos dirigimos a la zona de sofás del salón.

-¿Ribera?

-¡Claro!

-Vino, entonces.

Me acerco a la mesa del comedor para alcanzar dos copas de vino de la mesa y una de las dos botellas abiertas. Vuelvo al salón y me siento en el sofá libre, enfrente de Carlos, que ya está instalado en el otro.

Siempre me ha resultado cómodo conversar con Carlos. Tal vez por la diferencia de edad, o por su carácter, más introvertido que el mío. Quizás por su profesión, más científica que la mía, menos dada a explicaciones prolijas o argumentaciones retorcidas, tan abundantes en cambio en mi vida profesional.

Nos comentamos con tranquilidad las novedades de nuestra ciudad, los dimes y diretes del periodo de pandemia, desde las decisiones municipales, autonómicas o estatales a las anécdotas más diversas que por redes sociales o contactos personales nos han ido llegando.

Un breve inventario de decesos, para constatar lo que ambos sabemos: aunque conocemos a algunas personas que han padecido la enfermedad, por suerte ninguna de ellas tan cercana como para dañarnos gravemente…

Seguimos después por los avatares profesionales. Su empresa, mi despacho…

-Nosotros ¡parece mentira! Estamos en fase de trabajo brutal –me dice- es como si todas las empresas clientes hubieran querido, en este tiempo, centrar su atención en la reordenación de sus procesos.

-Menos mal que Loli no ha tenido que acudir al Banco, porque no hubiéramos sabido que hacer con tanta actividad y con la niña en casa- continúa.

-¿Y vosotros?- me interroga.

Le comento las disposiciones que ha habido sobre cese de la actividad judicial, el parón de los asuntos ordinarios, la previsible inmediata activación de los plazos procesales suspendidos…

No, Rocío tampoco ha tenido que acudir a clases, aunque a veces casi lo prefería porque ella ha estado en contacto permanente con la bruja madre –así llamamos en la intimidad a la directora del colegio de monjas- y con las alumnas.

Todo menos hablar del “asunto”.

Los hombres hablamos poco de estas cosas cuando suceden. Hay una multitud de entendimientos tácitos que cambiarían de contenido, o al menos de talante, si se verbalizaran.

Es nuestra primera conversación desde “lo sucedido”, y ninguno de los dos queremos hablarlo, dejando que discurra por los mismos, idénticos, cauces que otras muchas a lo largo de los años… nuestras noticias pueblerinas de capital de provincia, nuestras ocupaciones profesionales… nada más.

La disposición de los sofás, uno frente al otro y separados en espacio generoso, con una mesita baja y alargada de café entre ambos, nos permite una posición relajada, de piernas cruzadas y espalda recostada hacia atrás, con la copa de vino en la mano y sin ninguna prisa.

-Menos mal que he abierto las dos- me reconozco y felicito internamente, pues ya anda más que mediada la primera. Las mujeres se demoran, como casi siempre que se acicalan y quieren estar maravillosas, perdiendo la conciencia del tiempo.

No me sorprendo al verlas bajar.

Aparecen en el salón con expresión pícara y divertida, a sabiendas del mensaje que introducen en el juego.

No son dos gotas de agua, ni mucho menos.

Llevan el cabello con un corte parecido, pelo negro ondulado y suelto, en un peinado del mismo estilo…

Se igualan en altura. Los zapatos, rojos, que calza Loli compensan la diferencia de estatura de ambas hermanas, haciendo que sus ojos queden casi a la misma altura, frente a nosotros.

Más detalles nos proclaman su voluntad de aparecer con las máximas identidades: uñas rojas, pendientes rojos, estrechos anillos rojos en el dedo anular escoltando a ambos lados las alianzas matrimoniales…

Labios perfilados con la misma forma y en el mismo tono rojo vivo y llamativo…

El cheongsam que visten es idéntico. Pero ofrecen una imagen diferente. Las formas más completas de Rocío, formas de mujer más hecha en las caderas y en el busto, llenan el vestido de forma diferente a su hermana. Su cuerpo es más insinuante, sin dejar de lucir con una elegancia que en ella es natural, parece estar más ofrecido al contacto.

En Lola el vestido se ajusta al cuerpo con menos redondez de formas, pero también permitiendo el lucimiento de su talle realmente mínimo. Ayudado por el efecto que en el cuerpo femenino causan unos altísimos tacones, por detrás su culito aparece respingón. Su cuerpo parece estar más ofrecido a la contemplación.

Ríen, divertidas, por su provocadora travesura. Aparecen allí, ante nosotros, y observan mientras ríen la reacción de sus maridos ante su juego, sin perderse ni un detalle.

No es la primera vez, en realidad, que juegan de esta forma.

En más de una ocasión, en celebraciones familiares, en periodos vacacionales o en fiestas, han jugado a vestirse de forma parecida, incluso con prendas iguales, como hoy, sorprendiendo a los demás y bajo el lema “que se note que somos hermanas”.

Pero hoy no es lo mismo.

Hoy el mensaje es otro. Al menos yo lo recibo así. Será mi condición de castellano con cierta afición por la Historia, pero el que me alcanza es más bien un “tanto monta…”

Veo por el rabillo del ojo la sorpresa en el rostro de Carlos. Por la cara que pone deduzco que a él su mujer tampoco le había dicho nada sobre lo que su hermana y ella preparaban.

Silbo la consigna clásica que expresa admiración por una mujer.

-¡Uf!- añado- creo que ahora no voy a poder levantarme en un buen rato sin llamar la atención.

Risas generalizadas y un acercamiento hacia nosotros, cada una a su marido, para tomarnos de la mano y hacer giros exhibicionistas frente a nosotros, dejándonos verlas desde todas las perspectivas y, al final, colocar un pie cada una sobre la arista de la mesa de café, con gesto provocativo que incluye el ofrecimiento a nuestros ojos de una generosa desnudez de sus piernas.

Me levanto para plantarme frente a Rocío, en clara disposición de abrazo. Ciño con mis brazos su cintura mientras ella coloca sus brazos alrededor de mi cuello y, en un movimiento que sabe que siempre me enardece, primero acerca su pecho al mío y me roza, haciendo una ola con todo su cuerpo para que el roce iniciado en aquel punto se traslade hacia abajo, al vientre primero, a la pelvis después, finalmente a los muslos, para acabarlo subiéndose de puntillas al tiempo que presiona mi verga con el bajo vientre, con el monte de venus apretándose contra mi cuerpo, despertando sensaciones que sólo ella sabe provocar.

No veo a Carlos y Lola, pero oigo un breve acezo de él que directamente asociaría, si debiera asociarlo a algo, a una caricia directa en el cipote. Y debe ser eso, una caricia por encima de la tela, porque un bulto acusón es perfectamente visible en los pantalones de Carlos cuando avanzamos hacia el comedor…

Capítulo cuarto: La cena.

Nos sentamos a la mesa. Cada uno tiene, desde hace muchos años en estas cenas, su propio sitio.

Loli a mi izquierda, enfrente Carlos, a mi derecha Rocío, ella y yo en los lugares que mejor y más directo acceso permiten entre la cocina y el rincón del comedor en el que cenamos, como corresponde a los anfitriones.

Hay dos gestos de Rocío que me llaman la atención desde que la conozco. Uno, la forma en que a veces retira el pelo de su cara, con un movimiento suave de su mano, apartándolo para que no moleste, para que pueda contemplarse la belleza de su rostro de hembra andaluza total.

El otro, cuando pasa la mano por detrás de su cadera, recorriendo ampliamente sus nalgas, justo en el momento de sentarse. Un movimiento mecánico que tiene sentido para no arrugar la falda, pero que le ha quedado como gesto inconsciente y coqueto cada vez que se sienta, aun en las ocasiones en que viste tejanos u otras prendas que no se arrugan al sentarse.

Lo hace cada vez que se sienta. Durante la cena varias veces lo ejecuta, invariablemente.

Mientras cenamos hablamos sin prisas, reposadamente, de casi todo, acompañados al fondo por una música suave, la que he elegido expresamente en mi obsesión por los equilibrios sensoriales para cada momento.

De casi todo.

Casi.

Soslayamos, de forma muy evidente para todos, un tema. No hablamos de la última vez que nos vimos. No recordamos nada de aquella ocasión. Vamos mencionando todo lo sucedido durante el confinamiento, la situación laboral de cada uno y las expectativas que se abren en el futuro inmediato, hablamos de cómo han vivido nuestros hijos la situación, de cómo estará mi madre que esta noche –como otros muchos viernes- los tiene con ella para dejarnos vivir con tranquilidad nuestro inicio del fin de semana…

Pero no hablamos de “aquello”.

Un “aquello” que planea en la reunión, con carga eléctrica elevada.

Está en las miradas. En gestos. En el movimiento inquieto de Lola, que si nunca es capaz de estar quieta esta noche todavía menos. En las miradas furtivas y no tan furtivas de Carlos al culo de Rocío cada vez que va a la cocina a por algo, o cada vez que se levanta para acercar desde la mesa auxiliar cualquier platito o retirar los ya vacíos.

O en las miradas que dirijo a las piernas de “la niña”, como la llama a veces su hermana, como la llaman todavía en familia. A mi lado, sentada y siempre moviéndose inquieta, por la raja lateral del vestido asoman larguísimas, desnudas, hasta casi las nalgas que sé, lo sé sin lugar a duda porque no será diferente a su hermana, que reposan desnudas sobre la tela del vestido, sin ninguna otra prenda que pueda cubrirlas.

Dirijo de tanto en tanto la mirada a esas piernas, y lo hago cada vez con menos disimulo, incluso buscando el momento en el que ella me mira, para hacerla consciente de un mensaje lujurioso de deseo almacenado. En alguna ocasión, cuando levanto de nuevo la mirada ella sigue mirándome directamente, con la cabeza ligeramente ladeada y los labios entreabiertos.

Bien pensado, no hace falta verbalizar lo que es obvio para todos.

Sin duda ellas lo han hablado.

Sin duda, la cena de hoy se produce con su expresa aquiescencia y con el consentimiento tácito de los que no lo hemos hecho expreso.

Sin duda, su vestido es una provocación para continuar en donde lo dejamos.

Sin duda, lo mismo que Rocío y yo lo hemos hablado, y disfrutado, Lola y Carlos han hecho lo propio.

Y estamos aquí.

Sin dudas.

Mientras cenamos y departimos sobre temas irrelevantes, reparo en que tampoco la cena que ha preparado Rocío desentona en la gama de colores con los que ha teñido la noche. Además del mantel y las servilletas- rojo y rojas- los propios alimentos participan de la gama de tonos.

Gambas, langostinos y carabineros, tomatitos cherry dispuestos en una bandejita, abiertos por la mitad para seducirnos con sus humedades pulposas, lechuga trocadero roja, cortada a trocitos muy pequeños, con rabanitos y trocitos de remolacha, taquitos de atún rojo, marinados con una mezcla de hierbas que ella, cuando quiere presumir de bruja, afirma secreta y de efectos muy especiales…

Carlos y yo, pese a todos los consejos de expertos gourmets y someliers, seguimos dándole al vino de siempre, el tinto -rojo, si lo traducimos al inglés- de nuestra tierra.

Ellas han bebido, como era de esperar, el vino blanco, fresquito, de Rueda.

-En dos horas de cena han dado cuenta de la botella. Tienen aguante estas chicas pero, si alguna inhibición podía frenarlas, el vino contribuirá a superarla- me digo para mi cuando la retiro vacía.

Voy a la cocina. Debo traer el cava para los postres, pastelitos y frutas (fresas, por supuesto), que redondeen la cena.

Al entrar noto unos brazos que me rodean y un cuerpo que, por detrás, por mi espalda, se aprieta con el mío.

-Te estás poniendo cardiaco. Se te van a salir los ojos de tanto mirarla- me susurra al oído Rocío.

Busco, sin que ella me suelte, girar mi brazo atrás y meter la mano por la abertura de su vestido, acariciándole la suave pelambrera del coño.

-¿Y tú?- le pregunto- ¿estás caliente?

-Hummmm- ronronea felinamente por toda respuesta.

Cuando vuelvo al comedor me detengo brevemente, apenas uno segundos, para contemplar la escena. Loli, girada hacia su marido, le devora la boca con glotonería y le frota con movimientos fuertes y lentos la entrepierna. Él se deja hacer, o tal vez esté apabullado por la energía que despliega su mujer, que parece concentrar en sus gestos un deseo desesperado.

Sirvo el cava en las copas y al levantar la vista me encuentro con sus ojos, fijos en mí, esperando ese encuentro visual. Más que esperándolo, buscándolo. Parece interrogarme con la mirada, mientras pasa lentamente su lengua por los labios entreabiertos.

Le ha desaparecido el carmín de los labios, como si se los hubiera limpiado concienzudamente en el beso con su marido.

Siento la tentación de continuar ese beso apasionado, pero ahora morreándola yo con toda la fuerza de la excitación que siento. Pero no lo hago. Me contengo…

En lugar de ello, tomo la copa, sin sentarme todavía, y exclamo un ¡Por nosotros! que Carlos y ellas dos secundan al unísono.

Seguimos allí, en la mesa, apenas picoteando en los postres y enzarzados en dos conversaciones distintas. Rocío y Carlos hablan de no sé qué, algo que divierte a Rocío, porque no cesa en sus risas.

Más reposados, Lola y yo hablamos de lo buenas que están las fresas en este tiempo y de las bondades del cava para nuestra sed, mientras -no puedo evitarlo- el deseo sigue cocinándose en mi interior, creciendo como una masa fermentada a punto de hornear.
 
Capítulo quinto. La Sobremesa.

Llega un momento en que el juego de las miradas y de los gestos, en una conversación, se agota.

Poco más puede transmitirse, manteniendo una apariencia formal. La lengua recorriendo con lentitud los labios, la mirada fija en los ojos de la interlocutora mientras bebes un sorbo de tu bebida, la mano que ella desliza por su pelo y acaricia su nuca al final… todo eso se gasta…

He aprendido, en algunos encuentros que Rocío y yo hemos mantenido con “invitados especiales”, que llega el momento de la inflexión no gradual, de hacer evidente que a partir de entonces las reglas del juego cambian, que comienza la parte definitiva de la noche.

Durante años no se me hubiera pasado por la cabeza con esta pareja, con nuestra familia más cercana, con Carlos y Lola, pero intuyo -por no decir que sé a ciencia cierta- que todos nosotros sabemos que ese momento va a llegar, y que sólo esperamos que alguien lo inicie.

Me toca, como anfitrión.


Tomando la cubitera con la botella de cava que acabo de abrir -la segunda- me levanto de la mesa, miro a todos y pregunto.

-¿Vamos al salón?

En realidad no es una pregunta, y también suena algo ridículo. Pero es lo que me sale decir, acompañando con el gesto de abandonar la silla y comenzando el desplazamiento, muy lento, eso sí, en dirección al salón.

Rocío me ha mirado escrutadora. Siempre lo hace en ese momento. Creo que quiere observarme bien, juzgar mi expresión en el instante, alcanzarme por dentro para saber qué siento.

Siempre lo he interpretado igual: es una muestra de amor y respeto. Me está diciendo -creo- que sólo si yo quiero ella querrá, que si vamos adelante es porque yo quiero y, aunque a ella le supusiera una frustración dejarlo ahora, la decisión es mía.

Y yo, sin abrir la boca, antes de girar y avanzar hacia el salón le digo, con una sonrisa, que la amo.

Aunque todos sabemos que hay algo diferente a lo que hasta hace unos meses siempre fue, cumplimos el ritual de siempre. Dejo la cubitera sobre la mesa alargada entre los dos sofás, mi copa enfrente de mí y me siento, cómodo, amplio, relajado, en mi asiento de siempre.

A mi lado Rocío, que al sentarse cruza sus piernas como en ella es habitual, montando un muslo sobre el otro, ligeramente ladeada hacia mí, lo que me permite recorrerle con la mirada ambas piernas, juntas y sobrepuestas, desde la cadera hasta los zapatos, a través de esa abertura del vestido pensada para la exhibición de sus piernas.

Observo como la mira Carlos, que sentado en el otro sofá, al otro lado de la mesa, tiene a su vista la misma superficie de piel que la abertura del tejido descubre, pero por el lado contrario al que yo veo.

Y, claro, contemplo frente a nosotros a Lola.

Ha cruzado las piernas, recostándose hacia atrás con gesto relajado. Descubre por la raja del vestido el muslo, que se ofrece a mi vista en toda su extensión. Es inquieta y, al poco tiempo, descruza y cruza en el sentido contrario al anterior, aunque la longitud del vestido me impide ver más de lo ya visto.

A mi lado Rocío se me acerca al oído.

-Quiero bailar- susurra.

Obediente, me levanto de nuevo y reprogramo la lista de música para dar paso a unos suaves boleros, escogidos para sentir intimidad. Ella mientras tanto, se levanta también y gradúa la intensidad de la iluminación, dejándola en una semipenumbra que ofrece reserva, aumentando la calidez del entorno.

Bailamos. No es la primera vez –por el contrario, han sido muchas otras- que bailamos después de cenar en nuestras reuniones.

Pero sabemos todos que hoy será diferente.


Lola y Carlos también se levantan y, muy cerca de nosotros, se abrazan para secundarnos en el baile.

-“Reloj, no marques las horas…”- se desliza melodiosa la música por el ambiente, mientras siento el vientre de mi hembra pegado a mi cuerpo, haciendo que mi verga se endurezca para que pueda notar el poder que ejerce sobre mi cuerpo.

Nos besamos con dulzura, pero mis manos ya han entrado por las aberturas de ambos costados, bajo la suave ropa del vestido, para aprisionarle las nalgas y apretarla más todavía contra mí.

A nuestro lado ellos deben estar haciendo algo parecido. Oigo los sonidos que emite Loli. No es la primera vez que los oigo. De hecho, hace muchos años ya me sorprendió escucharlos. Cuando se excita emite un sonido muy agudo, una especie de ¡ay!, de quejido similar a los que pronuncian en las películas porno muy malas las actrices japonesas, con la peculiaridad de ser un sonido muy corto al principio, pero que va adquiriendo extensión a medida que su excitación aumenta, hasta hacerse una “i” realmente interminable, que casi angustia y hace suponer que se quedará sin aire por lo prolongado, y que ya en el límite interrumpe unas décimas de segundo para volver a tomar aire y volver a emitirlo en un nuevo ciclo mientras alcanza un orgasmo.

Todavía muy corto, señal de que ha comenzado el calentamiento, pero que está apenas en su inicio.

Un par de boleros, de apretones y de muchas caricias más tarde, Rocío y yo nos acercamos a rellenar las copas y beber un sorbo. Ellos, por mimetismo, también lo hacen.

Sé que será el momento. La conozco tanto…

-Carlos, baila conmigo.

La invitación de Rocío ha sonado con gran naturalidad. No hay nada en el tono que se aleje del tono habitual y familiar en que le habla. Pero su cara, que no veo en ese momento, debe haber sido de una expresión muy especial, porque él se azora y mira al suelo, para no mirarnos a ninguno más, al tiempo que comienza a dirigirse a la parte del salón que utilizamos como pequeña pista de baile.

No digo nada. No nos decimos nada. Los dos sabemos que no hay nada que decir.

También nos enlazamos para bailar. La rodeo, la atrapo entre mis brazos, con la fuerza justa para que toda ella esté en contacto conmigo.

Son cosas de la magia, de las casualidades o de las meigas, pero se inicia un nuevo bolero cuya letra me eriza el vello.

-“Hace falta que te diga que me muero por tener algo contigo…”

Con los tacones alcanza la misma altura que su hermana, y es ahora su vientre, el punto medio entre el ombligo y el sexo, el que acaricia mi sexo a través de las telas de nuestra ropa. Ambos somos conscientes del roce, de la proximidad de nuestras caras, de la huella que en su vestido están marcando los pezones…

Y especialmente soy consciente del perfume, que parece haber reforzado para inundarme de nuevo con el olor que me descontrola.


Maravillosas y malvadas las dos hermanas- pienso- esto no puede ser casualidad.

Separo mi cabeza buscando con la mirada la suya. Cuando por fin eleva también la vista nuestras bocas están muy cerca. No hay remedio. El guion no puede ser otro.

Las acercamos poco a poco mientras seguimos bailando pasitos muy lentos, girando apenas sobre nuestros ejes, al compás de la música.

El contacto no deja lugar a dudas. No hay nada de romántica espera.

Apenas iniciado el beso, las lenguas se buscan desesperadamente, lamiendo y sorbiendo salivas, recorriendo dientes, mordisqueando labios…

Al tiempo que exploramos nuestras bocas, he metido las manos por las aberturas laterales y, como ya hice con su hermana, apreso el culito respingón y lo aprieto contra mí, un gesto al que ella contribuye como si quisiera atravesarme en el abrazo.

Tiene la piel suave, tanto como su hermana, y deslizo el dedo índice entre los dos glúteos, provocándole un estremecimiento que le hace emitir el primer gritito de placer.

Hasta ese momento no soy consciente de que, al lado, nuestras parejas están bailando también. Ambos deben haber oído ese sonido que conocen bien.

En la siguiente evolución, en el siguiente breve giro, como si todavía bailáramos, quedo frente a ellos para comprobar si hay alguna reacción que aconseje parar nuestra acción, pero únicamente compruebo que ambos se están devorando la boca, que la mano derecha de él ha subido para abarcar con fuerza el pecho de Rocío, a través de la ropa, y que ella también a través de la ropa está frotando el paquete de Carlos, arriba y abajo, suavemente, pero sin detenerse.

Hay una nueva liturgia en nuestros encuentros, iniciada en la última ocasión en que nos encontramos. No ha sido hablado, pero es la que con espontánea naturalidad surge entre nosotros. Paramos de bailar al finalizar otro bolero, y volvemos al refugio de las copas, a tomar un sorbo de bebida y a la mirada fugaz a nuestras respectivas parejas. Una especie de comprobación del “todo va bien” y de enfriamiento de las calenturas.

Lola y Carlos, en un gesto rápido que parecen querer que pase desapercibido, cuando están uno al costado del otro se cogen la mano y la aprietan un instante. Una señal de complicidad que debe significar que ambos siguen en este juego, porque Lola inmediatamente después se acerca de nuevo a mí para invitarme a seguir bailando.

Rocío y yo no lo necesitamos. Ambos tenemos alguna práctica y más experiencia, ambos sabemos desde hace tiempo lo que queremos hacer y cuánto lo disfrutamos ambos. Tal vez en este caso que sean ellos, precisamente ellos, nos podía significar un impedimento, pero salvada la primera vez, no hay otro obstáculo…

Seguimos bailando.

Me gustan los pechos de Lola. Es algo extraño. A mí siempre me han llamado la atención las mujeres con pechos voluminosos. Los suyos no son grandes, Son bastante más pequeños que los de mi mujer. Muy firmes y con unos pezones duros, alargados y muy oscuros.

Cuando los acaricio vuelve a poner en funcionamiento la maquinita de sonidos agudos continuados, pero esta vez ya no me importa porque puedo escuchar el rezongo de los jadeos de Carlos detrás de mí, seguramente por obra y gracia del arte que Rocío sabe aplicar con sus manos sujetando la verga de un hombre.

Cuando estoy seguro de que ya he dedicado suficiente tiempo al pecho, llega el momento de avanzar en las maniobras.

Con brusquedad –creo que a “la niña” le va más de esa forma, por cómo besa y se retuerce con las caricias- retiro la parte delantera del vestido, que cuelga desde su vientre como una cortina, y atrapo con toda mi mano el espacio entre ambos muslos, como queriendo empuñar su coño con ese gesto.

Y de nuevo un impacto eléctrico me sacude todo el cuerpo. Ni un solo vello, ni una hebra en un coño depilado del que sobresalen generosamente los labios, impulsados hacia afuera como si no tuvieran cabida en el interior.

Se ha preparado expresamente para este momento -deduzco- y, si pretendía impresionarme, lo ha conseguido plenamente.

Un coño muy diferente a su hermana, que nunca se ha depilado, que se ha recortado el pubis con diferentes modas en triángulo, en una gruesa línea que llamaban “arapahoe”, en forma de corazón… y que además lo tiene en forma de fina rajita cerrada, sin que nada aparezca al exterior, obligándote a abrirlo con los dedos, estirando hacia el exterior, cuando quieres amorrarte a él para jugar con la boca.

Noto las protuberancias, y la humedad, y que sus grititos comienzan a ser más extensos, en una composición que ya tiene más negras que corcheas en la partitura.

Ella no anda a la zaga en eso de jugar con las manos. También con una brusquedad nerviosa me frota en la parte delantera, buscando recorrer el bulto que marca en los pantalones mi polla erecta.

Nos magreamos los cuatro durante un par de canciones más. A un par de metros de distancia, a pesar de la penumbra en que hemos dejado el salón, puedo ver las siluetas, o más bien los bultos de Carlos y Rocío en actitud similar a la nuestra, el vestido de ella más subido ahora, con las rajas a la altura de la cintura y las manos de él, ambas, hurgando por dentro de la tela.

Hago una nueva pausa, tomando de la mano a Lola y llevándola a la mesita para volver a refrescarme con el cava. Esta vez no nos acompañan los otros dos, que siguen metiéndose mano en la semioscuridad.

Imagino qué le estará haciendo Rocío al yogurín. Le gusta meter la mano por la cintura del pantalón masculino, sin soltar la correa, sin desabrochar botones, y alargar los dedos para alcanzar la punta de la verga empalmada, tocarla mientras el vientre del hombre intenta esconderse, meter para dentro la barriga y facilitar que la mano llegue al objetivo, más abajo, a más caricias. Se lo he visto hacer más de una vez… y a mí me lo ha hecho también desde siempre.

Se ha acabado la botella y debo ir a buscar otra. Me encamino a la cocina a por ella y procuro ser veloz para no tardar en exceso ni dejar que la situación cambie.

Al volver no veo a Loli en el lugar que la dejé, junto a la mesita y los sofás.

Descubro que el bulto en la penumbra ha aumentado de tamaño, y puedo llegar a vislumbrar la causa. A los dos que ya estaban enlazados metiéndose mano se ha unido la tercera, que abrazada a la espalda de su marido parece extender las manos por delante para acariciarle el sexo mientras la hermana, que ahora ha retirado las manos, sigue comiéndole la boca y dejándole acariciar sus pechos, por encima de la seda muy roja del vestido.

No creo que el yogurín se haya visto jamás en otra tan placentera, dejándose hacer y haciendo en un bocadillo fraterno tan morboso.

Loli me está mirando, sabe que estoy allí mirando también. A medida que vamos pasando más tiempo a media luz la vista se adapta mejor y las imágenes adquieren algo de nitidez. Se detiene un momento y, como si de pronto hubiera adquirido una determinación, sin dejar de mirarme con expresión pícara, manipula en la bragueta, le baja la cremallera del pantalón y extrae del interior el tronco desnudo y potente de su marido.

Lo trata con dulzura. Sin apartar la vista de mí, asciende y desciende lentamente su mano por esa maza de carne humana, como acreditando la longitud y grosor de la verga, como si quisiera asegurarse de que está en óptimo desarrollo.

Después retira las manos, empuja suavemente la espalda de su marido y lo acerca a mi mujer hasta asegurarse de que ambos están en contacto, hasta asegurarse de que su hermana percibe el contacto con el miembro de su hombre.

Acaba de otorgar una licencia completa, a la hermana y al marido, dejando constancia de su conformidad e, incluso, de su deseo de suprimir cualquier límite. Una licencia que nos autoriza a todos, no sólo a su marido, a rebasar cualquier barrera. Al hacerlo así, de forma clara y directa, mirándome a los ojos, el mensaje no puede ser más sencillo: me está diciendo que esta noche ella y yo vamos a follarnos, que quiere que así suceda, que ese coño depilado lo ha preparado para mí y está dispuesto para que lo tome.

Entrega a su hombre, le desnuda y ofrece a la hermana, pero en realidad sella un contrato sencillo. Te doy y me das, te ofrezco lo que es mío y tomaré aquello que te pertenece…

Tras hacerlo, y todavía sin apartar la mirada, viene hacia mí, bebe de un trago hasta apurar la copa que acabo de llenar y le he ofrecido, retira de mi mano la que sostengo, deja ambas sobre la mesa y me empuja hasta hacerme caer, cayendo ella también sobre mí, en el sofá.
 
Capítulo sexto: Sobresofás.

El vestido tradicional chino que visten es muy curioso. Si bien es cerrado por arriba, ajustándose al cuello y a los brazos, cubriendo casi hasta el codo, las aberturas laterales y la falda recta permiten un acceso sencillo y rápido desde el ombligo hasta los pies, bastando subirlo por delante o por detrás para dejar al descubierto toda la parte inferior del cuerpo. Siempre me ha parecido una forma de sumisión manifiesta, porque sumisión es que baste un único gesto del macho para acceder sin problemas a la zona genital de la hembra, poniéndolas al alcance de su vista o, incluso si así lo desea, de su miembro.

Con Lola estirada sobre mi cuerpo, casi totalmente acostados uno encima del otro en el sofá, levanto la parte inferior trasera de su vestido, doblándola hacia arriba a modo de nueva capa sobre la espalda, dejando al descubierto sus piernas, su precioso culo y el nacimiento de su espalda, hasta la cintura. Lo hago con toda la intención. Me gustaría ver la cara de su marido cuando se acerquen a nosotros y pueda contemplar la desnudez de su mujer revolcándose conmigo.

Pero no parece que Rocío y Carlos quieran acercarse a nosotros todavía.

Permanecen en la otra parte del salón, dedicándose a lo suyo sin reparar en nosotros, y desde allí nos llegan los jadeos de ambos.

Mejor –pienso para mí- porque de esa manera es poco probable que se interrumpa lo que hemos iniciado, cuanto más se haya avanzado, cuanta más excitación acumule más difícil será frenar todo esto. Tal vez si contemplara a su mujer en la forma en que la he puesto con intención morbosa, tumbada sobre otro hombre, desnuda de cintura para abajo, besándose con pasión desatada, podría sentir un algo que le bloqueara.

Me dedico entonces a lo que tengo entre manos, y mientras seguimos devorándonos las bocas agarro las nalgas delgadas y firmes de Loli, casi en los muslos, y estiro hacia afuera y hacia arriba con fuerza, desplazando la piel y el músculo al mismo tiempo. Es un gesto que a mi mujer le encanta, incrementando su excitación y su respuesta. Esa caricia le abre la raja del culo, tensiona el ano y abre también un poco los labios de su cerrada rajita del coño, algo que le provoca la sensación de quedar expuesta y mucho más accesible al capricho del macho.

A su hermana también le produce el mismo efecto, y lo noto de nuevo por el cambio de tiempo de sus grititos, que vuelven a hacerse más prolongados.

-Quiero tus labios en los míos, Lola- le deslizo al oído, sin pensarlo, en un momento en que puedo hablar porque hemos dejado de besarnos para darnos un respiro.

He usado su nombre a propósito. Normalmente, La llamo tanto con el diminutivo como con el más redondo Lola, según me salga de forma natural.

Incrementa mi excitación y mi placer que hagamos expresa la transgresión. No somos un hombre y una mujer cualquiera que van a follar. Somos Juan y Lola, ella es la hermana de mi mujer, soy el marido de su hermana, nos conocemos desde hace más de 20 años y en la misma sala están nuestros respectivos cónyuges, su marido y mi mujer, su hermana, a punto de follar como nosotros.

Intenta besarme de nuevo, pero haciendo imposible su estirada para acercar la boca, la freno.

-No me refiero a estos labios- le digo, intentando alcanzar el tono grave y sugerente que merece la proposición.

Tarda unos segundos en comprender. Cuando lo hace entorna los ojos, sonríe con picardía y rápidamente se incorpora, levanta con determinación las dos partes del vestido, de rodillas, con una pierna a cada lado de mi cuerpo, avanza lentamente, sin dejar de mirarme provocativamente, hasta dejar su delicioso coño apenas a unos centímetros de mi cara.

-¿Estos quieres?- me pregunta con voz ronca.

-¡Tómalos!- continúa sin esperar respuesta.

Demoro el contacto. Me recreo en la contemplación primero. La forma de ese sexo tan diferente al de su hermana, un sexo que se exterioriza en unos labios grandes, gruesos y rugosos, rematados en su parte superior por un botón visible, un capuchón del clítoris sonrosado, una especie de piel gruesa y brillante bajo la cual, de un rosado más pálido, aparece apenas un botoncillo húmedo…

Mientras repaso esa deliciosa fruta que en un instante me comeré, Loli la hace oscilar ante mi cara, en pequeños círculos que lo acercan y alejan un poco, en un gesto de llamada a que por fin levante la cara y puede tocarlo con mi rostro.

Sigo en esa lenta contemplación, disfrutando de ella. Me llama la atención algo que no había tenido ocasión de ver antes. Una considerable diferencia entre las hermanas en su zona genital. La de Rocío es una continuidad, una depresión que se inicia delante, en su raja, sigue hacia atrás para separar los glúteos y a medio camino aloja un ojal fruncido pequeñito y apretado. La de Lola encuentra una barrera prominente entre el sexo y el ano, una especie de cilindro transversal prominente, una protuberancia que atraviesa con claridad por esa zona de una pierna a la otra, como un tendón grueso que las uniera. Tiene un perineo transversal sobresaliente, un músculo hiper desarrollado, entrenado ves a saber con qué movimientos o gestos…

Cuando ya he observado bastante, aprovecho uno de esos pequeños círculos. Levantando ligeramente la cabeza atrapo ambos labios y sorbo con fuerza para notar que se adentran en mi boca, mientras ella emite uno de sus gritos agudos de zorra asiática con un volumen muy superior a todos los anteriores.

Juego, mientras chupo y lamo, rozando con la nariz su botón superior, sin apretar, dejando que ella gradúe la presión, que sea su propio movimiento adelante y atrás el que marque el ritmo y la intensidad.

Separo los labios con mi lengua y alcanzo a meter una punta entre ellos, saboreando sus humedades. Me enloquece ese sabor. Es delicioso. Es diferente al de su hermana. Algo más ácido, no sé, más cítrico.

¿Habrá una posibilidad de categorizar la gama de sabores de los coños, como con los vinos? ¿Existirán expertos en esas catas?

Las preguntas -absurdas, lo sé- atraviesan por mi cabeza de forma incontrolable, y casi me hacen perder la concentración en la tarea que llevo a cabo, la delicada tarea de lamer concienzudamente el sexo sabroso que me ofrece la hermana pequeña de mi mujer.

A veces se deja caer sobre mí, chafando su entrepierna en mi boca, incluso tapándome la nariz para dejarme por breves instantes sin posibilidad de respirar. Le sigo el juego sin alterarme, y cuando alza otra vez su peso para liberar mi rostro alargo la lengua para regalarle un nuevo lametón y arrancarle otro gritito.

Cuando decide cambiar de posición vuelve a sentarse, suspirando, a mi lado. Quiero que me compense por el trabajo que he realizado, y estoy seguro de saber algo sobre cómo excitarla.

Vuelvo a empuñarle con rudeza el coño y le mordisqueo una oreja mientras le suelto con voz imperativa:

-Ahora tú. Hazlo.

-Soy un hombre muy exigente- añado junto a su oído, con voz grave, incrementando la presión de la mano

-Soy una mujer muy complaciente- me responde con dulzura y poniendo énfasis en ese muy tan excitante.

Me acomodo en el respaldo, a esperar su acción.

Está caliente, y quiere demostrármelo. Se nota en los gestos felinos que realiza, en la forma en que me baja la cremallera de la bragueta mientras se relame exageradamente los labios…

Libera mi sexo del pantalón. No llevo calzoncillos. He excluido esa prenda a propósito, porque de llevarlos hace rato que me hubiera dañado el cipote. Los hombres no estamos hechos para esa tortura inhumana, especialmente para la que nos producen los slips ajustados, imitación de las bragas femeninas que no tiene en cuenta el espacio necesario para esa parte tan y tan delicada de nuestro cuerpo.

¡Qué boca tan suave!

Apenas unos segundos después, la hermana pequeña se aplica a mi placer con empeño. Me acomodo algo más, dispuesto a disfrutar poniendo a prueba esa cualidad de hembra complaciente que me anunciaba, pero dejo de atender a sus actos porque la vista que se me ofrece concentra toda la atención.

¡Cuánta belleza!

Frente a mí, en el otro sofá, Rocío y Carlos se han desnudado. Ella conserva sólo las sandalias planas de incrustaciones rojas. Él nada.

Sentado Carlos, con las piernas muy abiertas, Rocío se encaja de espaldas a él, sentada también y utilizando su pecho como respaldo, con las piernas también muy abiertas. Mientras una mano hunde los dedos en la entrepierna de mi mujer, la otra sostiene un pecho, como si quisiera sopesarlo, y de tanto en tanto tironea un pezón.

Rocío se retuerce en un escorzo para intentar alcanzar con la boca la boca del hombre que la hace disfrutar.

Nos miramos y mantenemos la mirada una eternidad. Soy yo quien, sintiendo uno de los lametones de “la niña”, suspiro profundamente y entorno los ojos, en una señal inequívoca de placer.

Ella sonríe y hace lo mismo, entorna los ojos un momento. Nos hemos entendido… estamos disfrutando una experiencia única.

Con la suavidad que le caracteriza, se incorpora, sin cambiar de posición, mete un brazo entre sus piernas abiertas para sujetar con firmeza el tronco de Carlos, que se levanta firme tras ella. Acerca sus nalgas a esa columna y desciende lentamente, guiándola a su interior, metiéndosela y dejándose caer para que la penetración sea completa.

No ha parado ni un momento de mirarme a los ojos mientras llevaba a cabo ese movimiento, a modo de dedicatoria. He sentido casi tanto como ella las sensaciones que debe provocarle ese durísimo mástil entrando, milímetro a milímetro, en los pliegues de su vagina, estirándolos uno tras otro, en el recorrido hacia su interior.

Es un juego que casi siempre hemos practicado en nuestros encuentros. Ese momento en el que nos follamos a través de los cuerpos de otras personas, sabiendo que ambos queremos hacerlo, que ambos disfrutamos haciéndolo, que ambos consentimos en esas formas de placer.

Por amor.

Vuelvo a acordarme de Loli, que sigue recorriendo mi verga con su boca de todos los modos posibles. La incorporo ligeramente, para que cese en esas caricias.

-Desnúdate- le ordeno, y acompaño la orden desabrochando mi cinturón y bajando los pantalones para quedar yo también desnudo de cintura para abajo.

-No, los zapatos no- le indico cuando observo que está descalzándose.

Me gusta esa actitud sumisa que adopta, el rol que cumple en esta nueva forma de relacionarnos, actitud sorprendente en alguien que a su inquietud natural ha añadido siempre un carácter independiente y bastante rebelde.

Cuando se despoja del vestido, la dejo un instante de pie, desnuda, contemplándola y haciendo evidente que estoy contemplándola. Me desplazo hacia el filo del sofá para sentarme con la espalda muy recta, y la invito a sentarse en las rodillas, pero, a diferencia de lo que están haciendo muestras parejas, la coloco de espaldas a ellos, con la cara hacía mí.

-¡Fóllame!- exijo de nuevo con voz imperativa.

Desliza el culo por mis piernas, acercándose a mi verga, me rodea con las piernas la espalda, como si se hubiera sentado en la posición del sastre pero conmigo en medio, desliza el vientre arriba y abajo hasta situar en la entrada la punta del capullo. Como si hubiéramos acordado antes el movimiento, compartimos una sacudida sincronizada que encaja nuestros sexos y nos permite continuar con un ligero vaivén, ella subiendo y bajando para aliviar la presión y volver a encajarse una y otra vez…

He querido que esté de espaldas a su marido y hermana.

No quiero compartir con nadie el momento.

Rocío y yo seguimos mirándonos, cómplices únicos. Carlos queda oculto tras el cuerpo de mi mujer, Lola de espaldas a ellos y concentrada en sus propios movimientos es ajena a la escena.

Al cabo de un rato Rocío ha acompasado, puede que inconscientemente, los movimientos a las subidas y bajadas del cuerpo de su hermana.

Es como si nos estuviéramos follando en otros cuerpos distintos, utilizándolos para amarnos en ellos, pero para amarnos nosotros. La verga de Carlos entra y sale en su coño al mismo ritmo que la mía en el coño de su hermana.

Los movimientos de Lola se aceleran cada vez más, rompiendo la sincronía que habíamos alcanzado. Al principio de forma imperceptible, más tarde de forma mucho más evidente, mientras la cantinela de sus grititos se hace cada vez más ininterrumpida.

Oigo perfectamente los jadeos, fuertes y sonoros, de Carlos, mezclados con los de Rocío, también cada vez más intensos.

Aunque no reparo en lo míos, supongo que los demás también deben escucharlos, en ese concierto coral de sonidos del placer.

Cierro los ojos y decido centrarme en las sensaciones que me produce el contacto con Loli, en un arrebato de mala conciencia. Siento como si le estuviera robando parte de algo suyo en esa atención exclusiva a su hermana.

Estamos follando. Las dos hermanas han intercambiado sus parejas y los cuatro resoplamos y nos movemos haciendo algo que era impensable hace al menos unos meses. Siento una especie de vértigo ante la evidencia de tanta perversión.

Para salir de ese peligroso pensamiento, me quito de encima a Loli y me levanto. Enseguida comprende mi gesto de agarrarla por la cintura y voltearla, poniendo su culo contra mi vientre. Sin perder el tiempo apoya las rodillas en el borde del asiento del sofá, abre las piernas todo lo que puede y se apoya con los brazos en el respaldo.

Sin miramientos, le encajo el pulgar en el interior de su caliente y mojado coño, haciendo movimientos giratorios amplios, como si quisiera agrandar el espacio. Lo saco con la misma brusquedad y, con un golpe de cadera, empujo hasta el fondo mi sexo mientras sujeto las suyas con fuerza, intentando penetrarla hasta donde sea posible.

Acusa el movimiento con otro grito, pero sin esperar más comienza un movimiento de vaivén agitado, rápido, hundiéndose mi polla y sacándola casi del todo en cada golpe.

Estamos de espaldas a Rocío y Carlos. Son ellos los que pueden disfrutar del espectáculo que brindamos, si quieren, y sin que sepamos -ni nos importe- qué estén haciendo.

Sigo actuando con cierta brusquedad y formas dominantes. Tengo muy claro que le gustan, que le excitan. Ignoro si es así siempre en la cama, aunque creo que no, que es todo lo contrario, pero hoy, ahora, aquí, es una mujer entregada, con un punto importante de sumisión.

Con ese punto de grosera y premeditada brusquedad, agarro sus brazos, los giro hacia atrás y los utilizo como puntos de sujeción de su cuerpo para atraerlo hacia mi vientre en cada embestida. Al privarla del apoyo de sus brazos para sostenerse a cuatro patas, la cabeza acaba cayendo sobre el asiento al tiempo que se eleva más el culo, en un nuevo escorzo que facilita más la penetración.

Sé que no aguantaré mucho más. Días, semanas, de espera… horas preparando este encuentro… varias horas, más de cuatro, desde que comenzamos la cena, casi dos desde que iniciamos el juego sexual… No soy un atleta, puedo disfrutar un buen rato, pero las maratones no han estado nunca a mi alcance. Sé que en unos minutos no podré resistir.

Afortunadamente, el indicador sonoro de Lola me avisa de su inminente orgasmo. El sonido continuo se complementa primero con la crispación de todo el cuerpo, que adquiere poco a poco mayor rigidez hasta alcanzar una tensión máxima, hasta endurecerse y permanecer inmóvil como una estatua de piedra, únicamente animada por ese gritito eterno y apretando con fuerza su culo contra mi vientre, como si quisiera conseguir que llegara mucho más lejos en su interior. No ha debido ser mucho tiempo, pero esa fase me parece durar una barbaridad. De pronto, sin aviso alguno, recupera la movilidad para continuar frenéticamente en las sacudidas de su cuerpo, al tiempo que cambia el sonido por otro entrecortado y más gutural.

Vuelve a serenar el ritmo, y es mi momento. Ella es consciente y se adapta a la cadencia de mis vaivenes, arquea la espalda para suavizar el movimiento en cada ida y venida, mueve en círculos sus caderas para incrementar mi placer…

Siento la urgencia de acariciarle el ojete. Lo tengo allí, tentador, llamativo, fruncido y coqueto, como un pequeño ojal muy redondo y oscuro. No quiero penetrarlo, no es mi intención… pero quiero tocárselo, más que nada porque será otra forma de poseer su cuerpo haciendo patente mi condición dominante en nuestro juego de hoy, Dejo caer un buen volumen de saliva, que le cae justo entre los glúteos y le resbala hasta llegar al objetivo. Con un dedo lo extiendo suavemente, y acaricio haciendo círculos alrededor del agujerito…

Creo que le gusta. Le provoca el retorno al ritmo frenético anterior.

Y me corro.

Noto, como si ascendiera a cámara lenta, el recorrido del semen por los conductos, las contracciones de mis testículos, las sacudidas de mi polla en el interior de su coño al tiempo de descargarlo, incluso las contracciones de sus músculos, que parecen haberse ejercitado con Kegel para mi deleite.

Me corro con la intensidad que la ocasión merece, con la intensidad de las ocasiones especiales.

Se desploma sobre el sofá y yo sobre ella, sintiendo mi sexo aflojarse y desprenderse lentamente de su interior. Permanecemos un par de minutos así, normalizando la respiración, serenando el ánimo, descansando del esfuerzo…

Hace mucho rato que me he desentendido de lo que estén haciendo Rocío y Carlos. No he percibido, centrado como estaba en mis propias sensaciones, ni sonidos, ni señal ninguna, como si no estuvieran ahí, como si se hubiesen disuelto en la penumbra de la habitación. Poco a poco vuelvo a la realidad y recupero el sonido de sus jadeos. Deben seguir haciendo algo, porque ambos resuellan rítmicamente, acompasados, diría que incluso armónicamente.

Temo estar chafando a Loli, que permanece inmóvil bajo mi cuerpo. Con cuidado me retiro y la ayudo a incorporarse. Tengo un interés morboso por ver su expresión cuando volvamos a mirarnos a la cara, amortiguada ya la locura del sexo encendido.

Me gusta lo que veo, su mirada tiene algo de timidez y descaro, las dos cosas al mismo tiempo, mezcladas, en contradicción…

La lujuria satisfecha proporciona una serenidad hermosa. Lola luce mejillas sonrosadas, piel ligeramente humedecida y cabello alborotado.

Me acomodo en el sofá y la atraigo para sentarla de espaldas a mi pecho, apoyada en él, rodeada por mis piernas muy abiertas y por mis brazos, que alcanzan sus pechos para palparlos con cariño.

Podemos, en esa posición, ser espectadores del diálogo físico entre nuestras parejas.

Y lo que se nos ofrece es realmente bello. Carlos está estirado en el sofá, que es lo bastante grande para que esté totalmente horizontal, como si de un lecho se tratara. Sobre él, en posición invertida, mi mujer.

Un hermoso sesenta y nueve.

El tronco de Carlos se hunde en la boca de Rocío, que no alcanza a introducirla entera y que, hábilmente, la ha empuñado con su mano, que actúa así a modo de tope de profundidad. A él no podemos verle la cara, hundida como la tiene entre los muslos de mi hembra.

Conozco bien las reacciones sexuales de mi mujer. Sé que está en esa meseta superior de su goce, en ese largo periodo en el que va alcanzando puntas de excitación y encadenando orgasmos, uno tras otro, sin solución de continuidad… Hasta 15 veces ¡15! Le llegué a contar en cierta memorable ocasión, y no recuerdo ninguna en que no alcanzara al menos 5.

Me siento hechizado por la visión.

Pero bien mirado, quien debe estar viviendo un momento único es Loli. Ante ella, apenas a dos metros de distancia su marido y su hermana se devoran con saña, sin ningún freno ni reparo.

Me excita la visión.

Y a Loli también. Bajo una mano para acariciarle el sexo, pero llego tarde. Tropiezo con la suya, que está rozando con lentitud su entrepierna. La mano está impregnada de un líquido viscoso, la mezcla de flujo y semen que debe estar rezumando.

Pienso –no puedo evitarlo-que debemos estar poniendo perdida la piel del sofá. Descarto ese pensamiento cuando se me ocurre aprovechar que tengo la boca justo a la altura de sus orejas.

-Te calienta ver a tu hermana comiéndose la polla de tu marido- le susurro con sorna.

No responde nada, continúa acariciándose, ahora acompañada por mi mano, que puesta sobre la suya quiere moverse al mismo ritmo.

-Mira- insisto- mira cómo se la traga.

Noto el cuerpo de Lola acelerarse, agitarse excitada, volviendo a mostrarse nerviosa.

Me decido a darle una vuelta más a la presión sobre la hermanita.

-Míralos… son Rocío y Carlos… y están follando- le deslizo bajito, buscando entrar por las lindes de su consciencia hasta lo más profundo.

-Míranos -añado en el mismo tono- soy Juan, y estoy follándote, Loli…

Se retuerce un poco más, inquieta, y acelera el movimiento de la mano en su sexo.

-¿Quieres ayudarla?- le deslizo con maldad en otro susurro.

-Sí… quieres ayudarla, ¿verdad?

En ese preciso instante Rocío vuelve a contraerse y a enronquecer su jadeo, en una de esas puntas orgásmicas suyas.

-Ve- ordeno- ayúdala, corre… ve. Necesita que la socorras.

-¿Y tú?- me pregunta con voz melosa, medio girando su cara hacia mí.

Aprovecho para atrapar sus labios con los míos y hundir otra vez la lengua en su boca.

-Yo me haré una paja mientras os miro- le suelto separando nuestros labios por un momento, con premeditada intención de provocarle.

Me devuelve ahora ella la búsqueda de lenguas. Un beso húmedo, viscoso, de salivas espesas, beso vicioso de amantes que ya se han corrido y no tienen urgencias.

Al finalizar se incorpora para acercarse al otro sofá.

Decido acompañarla. Rodeamos el respaldo del que ellos ocupan, y desde allí repaso con un dedo la columna vertebral de mi mujer, hasta llegar a pasarlo entre las nalgas, recorriendo su raja del culo lentamente, para provocarle ese cosquilleo que conozco. A mi lado Lola permanece quieta, observando desde arriba la cabeza de su hermana subiendo y bajando sobre el gordo pollón de su marido.

En un arranque, le tomo la mano, se la hago bajar rodeando el torso de su hermana y la deposito, en una invitación a que lo acaricie, en uno de sus pechos, que cuelgan firmes, pero sueltos, en la posición en la que está. Parece estar dispuesta y la mantiene allí un instante, junto a la mía, tocando ese pecho fraterno. Incluso mueve la mano, como ponderando volumen y textura.

Pero dura muy poco. Rocío ha notado las caricias, ha entendido lo que estaba pasando y se incorpora lentamente. Queda con el cuerpo erguido, las rodillas apoyadas en el asiento, con la cabeza de Carlos entre sus piernas, toma de la mano a su hermana, retirándosela del pecho con una sonrisa y una leve negación con la cabeza, mientras le hace señales de que rodee el sofá y se acerque por delante.

Cuando la tiene frente a ella toma sus dos manos, las hace girar hacia arriba y deposita, con una dulzura impensable en esas circunstancias, un beso en cada palma. Después, cariñosamente, las conduce a la columna que nace en el tronco de Carlos, y allí las abandona para que continúe dándole placer a su marido. Rocío, sin abandonar su posición, observa amorosamente a su hermana pequeña, como ella la llama, mientras sigue apropiándose de la boca de Carlos, que tiene la cara sumergida entre sus muslos.

Cuando Lola, después de masajear con energía la verga que aparece como un tronco rígido ascendiendo hacia el techo se sube a horcajadas para metérselo entero, dejando caer todo su peso sobre él, la escena que contemplo es realmente bella: dos mujeres, dos hermanas, de rodillas sobre el asiento, una en cada extremo del sofá, frente a frente, cabalgando al mismo hombre, moviéndose a su propio compás, acelerado, sincopado, brusco, la una, lento y melódico la otra.

Rocío gira su rostro hacia mí. Me muestra, con los ojos entornados, la imagen de su placer, de su vicioso placer de hembra a la que no le importaría en este momento –lo sé porque en otras ocasiones me lo ha dicho- follarse un regimiento de hombres, la humanidad masculina entera que polla en ristre se turnara para encajarse en cualquiera de sus cavidades…

Se desentiende de todo lo demás y me besa. Un beso de novios enamorados, sólo alterado por algún jadeo de respuesta a las maniobras que con dedos y lengua realiza Carlos en su sexo.

Hace unos interminables segundos que los quejiditos de Lola se han convertido en un único sonido. Cuando Rocío finaliza el beso y me sujeta la cara con sus manos, mirándome con los ojos entornados, resistiendo el tremendo impulso que se los cierra, sé que me va a regalar con la mayor demostración de amor que un hombre puede recibir: mientras su cuerpo experimenta varias sacudidas, mientras un temblor incontrolable agita todo su cuerpo, mientras un intenso orgasmo descontrola todo su ser, ella lucha por mantener sus ojos abiertos y pronunciar en un susurro…

-¡Te quiero, Juan!-

Sello su boca con la mía para poner fin a su esfuerzo, para que pueda cerrar los ojos y gozar de los últimos espasmos de su cuerpo, para que pueda huir de todo y quedarse a solas con ella misma disfrutando de sus sensaciones.

Un minuto después todo parece haber acabado. Permanecen inmóviles, Carlos sepultado por los cuerpos de ambas hermanas, Lola sentada todavía sobre el vientre de su hombre y desparramada contra el respaldo, Roció abrazada a mí y con las piernas cubriendo las orejas del yogurín.

Le ayudo a salir de su posición, poniéndola de pie en el suelo. Su hermana entonces se deja caer sobre el cuerpo de su marido, acostándose con él con los cuerpos totalmente extendidos.

-Un momento- me dice Rocío, parándose.

Mete las manos bajo la mesita alargada y extrae una especie de lienzo de hilo de algodón tejido, una mantita de croché, que normalmente utiliza en primavera, incluso en verano, si estamos en el salón y refresca algo.

La extiende con cuidado sobre la parejita, que por toda respuesta sonríen ante la delicadeza de la hermana mayor.

Toma otra idéntica del mismo lugar y, tras acomodarnos en la penumbra también nosotros, la extiende con gesto maternal, se acomoda en mi pecho y me reitera

-Te quiero, Juan.

Poco a poco las respiraciones se van serenando, y los cuatro caemos en un estado de sopor, o en un silencio similar.

Hasta Lola parece haber alcanzado cierta paz en su constante agitación, porque permanece inmóvil junto a su marido. Rocío, por su parte, cae derrengada. El ritmo de su respiración se enlentece tanto, y se hace tan profunda que -para mi sorpresa-, al cabo de unos minutos se ha dormido.

Las emociones del día, más el trajín de prepararlo todo, el final de varias horas de intensa excitación sexual, y el remate de varias llegadas a la cumbre de todos los placeres, la han vencido.

Repaso mentalmente las últimas horas, desde la preparación de mi mujer para el encuentro hasta ese otro instante en que quise provocar que las dos hermanas se ofrecieran caricias incestuosas, ese instante en que, con toda sensatez y gesto delicado, pero firme, Rocío hizo un paréntesis en su disfrute para volver las cosas a un cauce menos transgresor.

Se presenta de nuevo ante mi recuerdo la actitud relativamente sumisa de Lola, ofrecida de espaldas a mí, sujetada por los brazos para facilitar que mi vientre impacte en las nalgas, para conseguir la máxima penetración que mi verga pueda alcanzar en su interior, mientras ella contribuía a ese fin empujando con el culo hacia atrás.

En ello estoy cuando oigo la voz, apenas un susurro, de Loli.

-¿Rocío?

Llama a su hermana primero, pero hace un buen rato que ha entrado en un sueño relajado, sin que el volumen de la voz que la llama sea suficiente para sacarla del mismo.

-¿Juan?

Decido no contestar tampoco, haciéndome el dormido. No lo hago porque quiera ignorarla, simplemente no me apetece alterar ese instante, no quiero cambiarlo. Me siento bien, y ya no tengo el ánimo para conversar o para afrontar ahora mismo la vuelta a la normalidad social y familiar.

-Nos vamos a ir-, añade en el mismo tono y volumen, mientras ambos se levantan intentando mantener el máximo sigilo en sus movimientos.

Loli se pierde en las escaleras hacia las habitaciones, seguramente en busca de la ropa con la que llegó -deduzco- mientras él busca, más a tientas que otra cosa, la suya dispersa por el suelo o las sillas del salón.

Al cabo de unos minutos un taconeo ligero, amortiguado pero audible, anuncia la vuelta de la hermanita, y ambos de puntillas se marchan procurando cerrar la puerta de la calle sin hacer demasiado ruido.

Giro hacia abajo la vista, hacia mi pecho, en donde el cabello alborotado de mi mujer se esparce, mientras su respiración hace elevar y descender su cuerpo armónica y dulcemente.

No puedo evitar el impulso y la aprieto un poco, estrechándola más en mi pecho, mientras unas preguntas con visos de haber salido de un guion de comedia romántica de los años 50 me asaltan.

-¿Se puede ser más afortunado?

-Esto que estamos viviendo ¿es un sueño o es real?

-¿Qué caminos nos han traído hasta aquí?

El apretón parece haber alterado a mi mujer, que se mueve buscando mejor posición, una mejor posición imposible en el lugar en que nos hemos tumbado.

-Vámonos a la cama- le digo acompañando la expresión con el intento de incorporarme.

Un suave gruñido por toda respuesta, pero al final estamos los dos de pie, la abrazo y ella parece estirarse un poco con ese gesto.

-Dónde están?

-Se han ido a su casa.

Subimos a oscuras la escalera, a tientas, cogidos a la barandilla, ella delante, yo justo sujetándola por detrás. Entramos en la habitación y se dirige al cuarto de baño. Entro con ella.

La luz cruda nos molesta a los dos. Una vez sentada en la taza me pide que la apague, pero no lo hago. Siempre he disfrutado viéndola cuando el sonido del líquido choca con la porcelana mientras ella, encogida sobre su vientre, parece concentrarse en vaciar la vejiga. Relaja la tensión, aliviada por la salida del chorro, para inmediatamente después pasar un papel por la rajita y limpiarla de los restos de orina.

Me mira mientras la observo.

-¡Guarro!- me espeta con voz somnolienta y una sonrisa -otra más- en sus labios.
 
Capítulo séptimo. El día después.

Una vez en la cama me resulta imposible dormir.

Las 3 de la madrugada, pasadas, y no hay forma de dormir.

-¿Qué caminos nos han traído hasta aquí?

Lo de esta noche ha sido la culminación de algo que viene de muy lejos, que se ha ido construyendo a lo largo de años, de muchos años. En la vida de las parejas suceden hechos cuya trascendencia y efectos pueden no aparecer de forma inmediata, proyectándose las consecuencias años después, a veces de forma inesperada.

Conocí a Rocío poco tiempo después de que llegara a nuestra ciudad. La tienda de su madre estaba en el camino más directo entre la Facultad y mi casa, así que algunas tardes, a la vuelta, cuando ella también había finalizado la jornada escolar en las monjas, me la cruzaba por la calle, con su uniforme y sus libros, acompañada de su hermana y, también otras veces, por unas cuantas de sus compañeras.

Llamaba, entre todas ellas, la atención. Un porte elegante, una mirada profunda, una sonrisa arrebatadora, un cuerpo atractivo.

Los colegios religiosos harían bien en reflexionar sobre esa costumbre suya de mantener a sus alumnas adolescentes, a veces mujeres muy hechas con todos sus atributos, enfundadas en unos uniformes pensados para cuerpos infantiles.

Se paseaban con sus faldas grises, plisadas, a medio muslo -los visitantes de páginas pornográficas saben muy bien que forman parte de todas las fantasías-, con las camisas blancas de botones, en el buen tiempo sin la rebequita que completaba la parte superior, los calcetines azul oscuros hasta casi las rodillas y los zapatos merceditas completando el conjunto.

Cualquier movimiento, salto o giro -algunas lo sabían muy bien y lo utilizaban cuando querían- desnudaba sus piernas, abriéndose aquellas anchas faldas de fácil vuelo.

Mis amigos y yo a aquellas niñas en grupo, que unos años antes habían sido para nosotros nuestro primer pecado solitario y nuestra fábula de la zorra y las uvas, las llamábamos “las monjas”, por extensión de la identificación del colegio al que asistían, y más tarde, para acentuar el carácter despectivo de la calificación (en venganza por el poco caso que desde siempre nos habían hecho a los niños de mi barrio), “las beatas”.

Eran tiempos, los primeros noventa, de modas algo extremas, trajes chaqueta de colores vivos, con hombreras, jerseys, con hombreras, camisas, con hombreras, peinados sin hombreras, pero que parecían tenerlas por el cardado y subida artificial de los cabellos, incluso los más lacios, al estilo que rompía entonces de los protagonistas de la serie Beverly Hills.

Aunque la veía de vez en cuando, no fue hasta años más tarde que nos conocimos, propiamente y en todos los sentidos, incluido el bíblico. Una ciudad universitaria, como la nuestra, ofrece a los jóvenes muchas ocasiones para encontrarse en ambientes distintos, desde los campus en sentido estricto, los lugares en que radican las escuelas y facultades, sus patios, jardines y paseos, hasta aquellos otros menos académicos, mucho más festivos, en que alcohol y fiesta se hacen falsos sinónimos de juventud.

Estaba finalizando el último curso de la licenciatura, lo que daba una pátina de veteranía que uno mismo se tomaba muy en serio. Ella estaba en aquella fiesta y, como siempre, me llamó la atención. A sus veinte añitos y a uno de finalizar su diplomatura, reinaba en un grupo de jóvenes aspirantes a maestras, todas radiantes de alegría, o al menos de euforia producida por aquel alcohol -probablemente venenoso- que los organizadores de la fiesta servían con una generosidad que hacía sospechar de su calidad.

En aquella ocasión no la acompañaba su hermana, y si lo pienso es una de las pocas ocasiones en que en aquellos tiempos, y tampoco más tarde, no estaban juntas.

La moda grunge había hecho estragos entre la gente de nuestra edad, había arrinconado las hombreras, cazadoras cortas de piel y vestidos de colores, dejándonos botas de cuero con plataformas, ropas carísimas por el trabajo que necesitaban para aparentar ser los vestidos de pordioseros y cortes de pelo desaliñados. Ella, curiosamente, no desentonaba con las nuevas líneas estilísticas, pero mantenía el porte señorial, la apariencia de salón de alta y aristocrática sociedad.

No busqué a propósito la cercanía, y ella -según años después me comentó- tampoco.

En uno de los movimientos, entre otros muchos compañeros, nos encontramos de frente. Nos saludamos con la mirada primero. Era difícil -lo sigue siendo- no devolverle una sonrisa automáticamente cuando ella te sonríe.

Me sentí obligado a añadir algo más que una sonrisa a nuestro saludo casual, así que mostrando los efectos perniciosos de aquellos brebajes infectos de garrafa, que obnubilaban el entendimiento y la razón, le solté algo estúpido.

-Hola, “beatilla”. Encantado de conocerte.

Y además se lo solté gritando, porque la música no permitía otra posibilidad, de forma que algo que en mi cerebro se representó como un apelativo inocente y cariñoso, una verdadera delicadeza castellana, surgió como un agresivo calificativo denigratorio.

En medio de Nirvana, Bruce Springsteen, Bon Jovi o Queen a todo trapo, allí estaba yo soltando una gilipollez.

Debía ser mi noche de suerte. En lugar de arrearme una hostia, o al menos mandarme a la mierda, o girarse y olvidarse de mí para siempre, me regaló una de sus maravillosas sonrisas mientras acercaba su boca a mi oreja para decirme -gritando, claro-:

-¿Cómo te llamas?

Me sorprendió tanto su dulce respuesta que no tuve más remedio que rendirme.

-Juan. ¿Y tú?

-Rocío, como la Virgen.

Era ella la que se burlaba de mí, volviéndome en contra mi expresión anterior, demostrando que, aunque había hecho caso omiso a mi procacidad, no le había pasado desapercibida.

Y así, a base de gritarnos al oído, nos presentamos aquella noche durante aquella fiesta, explicándonos la parte de la vida que cada cual quiso compartir con la nueva relación. Yo había salido hacía pocas semanas de una relación anterior de varios meses, algo tóxica, lo confieso, pero cómoda porque me había estado tirando a una compañera de curso (hoy ilustre letrada de la administración de justicia en Valencia), con la que preparaba los exámenes y desahogaba las urgencias de la líbido, haciéndolo compatible sin restarle demasiado tiempo al estudio.

Ella tenía un novio que en esa misma noche se transmutó en ex, porque Rocío y yo acabamos metiéndonos tantas manos como pudimos, en varios rincones de la ciudad, sin importarnos en alguno de ellos la cercanía de personas, escandalizadas algunas, que pasaban a nuestro lado de vuelta a sus casas o de ida al trabajo, que las horas que eran lo permitían sospechar.

No culminamos en una relación sexual completa ni esa noche ni unas cuantas después. Quien lo ha vivido sabe del dolor inhumano que provoca en toda la zona genital masculina, muy especialmente concentrado en los testículos, pasarse un par de horas tocando el cielo sin poder alcanzarlo plenamente. A pesar de que intentaba no dejar rastro alguno, para evitar las miradas fiscalizadoras de mi señora madre, irremediablemente las sábanas acababan por recoger el voluminoso producto de mi elaboración prostática y testicular, convirtiéndose en grandes y muy visibles manchas amarillas de textura acartonada, a veces por haberme ordeñado consciente y voluntariamente pero, otras en que el dolor era tanto que ni una paja permitía, por obra de sueños húmedos con eyaculación espontánea, mientras en mi falso paraíso onírico Rocío llevaba a cabo las más extremadas manipulaciones que entonces era capaz de ensoñar, la mayoría de las veces simples fantasías de mamadas hasta el final.

Siempre he creído que la ingesta de alcohol que ambos habíamos tomado con abundancia tuvo mucho que ver con la forma de actuar de aquel primer día, aunque siempre lo niega. Sostiene que aquella noche ella realizó una fantasía de adolescente porque, al igual que yo la había visto de más jovencita, ella me había repasado con la mirada más de una vez, y que incluso había fantaseado románticamente, y me gustaría creer que no tan románticamente también, conmigo.

-¡Nene!

Debo haberme dormido, al final, entre tanto recuerdo y ensoñación.

La voz de mi mujer me devuelve al mundo, para comprobar que ella está a mi lado, de pie, duchada y vestida informal, preciosa como siempre, y que la luz de la mañana de primavera entra con fuerza por los ventanales.

-Es muy tarde, - insiste- la una ya.

-Me costó dormir anoche- le respondo como justificándome.

-Pues yo caí reventada.

-Claro… caíste reventada. Nunca mejor dicho.

La tomo de la muñeca y tiro hacia mí, sentado en la cama, haciéndola caer entre mis brazos.

-Anda, dime… ¿cómo te lo pasaste? ¿Te gustó follarte al yogurín?

Adopta una entonación barriobajera, forzando un acento andaluz que no tiene y utilizando expresiones chonis.

-Tengo el chichi resentío.

-¿De verdad? ¿Tan bien se lo montó?

- ¡Digo!

-¿Superó la prueba?

-Y con muy buena nota -continúa en el tono descarado- vamos… por hacerte un resumen rápido, cumple los tres requisitos: gorda que tapa, larga pero no topa y, sobre todo, dura que dura.

Es una fórmula defensiva para ella, que no es la primera vez que utiliza en circunstancias parecidas. Le permite sincerarse, responder a las preguntas más desvergonzadas que pueda hacerle, superando el pudor al hacerlo como si por un momento se hubiera convertido en la más grosera y directa de las lorailas.

Pero no me devuelve las preguntas. Hasta ese punto no llega, y mucho menos al ser su hermana quien se convertiría en objeto de mis comentarios.

Yo tampoco se los hago. Estoy seguro de que en algún momento, de forma natural, como ella hace las cosas, surgirá la conversación y la ocasión de explicarle lo que he vivido, lo que he sentido.

-Levántate ya. Vamos a llegar tarde y ya sabes cómo se pone tu madre si se enfría el cordero.

Es verdad. Se pone muy borde. Sí. Nos esperan para comer y para que recojamos a los niños, que deben tenerla harta con su desorden y sus polémicas preadolescentes. Si después de estar toda la mañana con el horno preparando la comida llegamos tarde, me gano la bronca explícita o los morros de muestra implícita del enfado. ¡Menudo carácter!

Acelero para ducharme y vestirme rápidamente.

Es un sol, Rocío. Ha recogido todo y no queda ningún vestigio de la fiesta de anoche. Tampoco manchas en el asiento del sofá. No sé cómo lo habrá hecho.

-Te ha cundido la mañana- le digo, al salir, como forma de reconocimiento por el trabajo realizado mientras yo dormía.

-Casi tanto como la noche- me responde jocosa, mientras le cedo con mucha cortesía el paso, al salir de la casa, para sobarle el culo con gesto de sátiro.

La comida estuvo bien, mi madre no demasiado incisiva y los niños como siempre: insoportables.

De vuelta a casa me refugio en el estudio del sótano, junto al garaje. Allí apenas se atreven a bajar mis hijos y no está nada mal. Una pequeña habitación acondicionada para escuchar música, insonorizada a base de aislamiento y con temperatura constante todo el año. Ha sido testigo de siestas memorables en aburridos fines de semana, de esos de transición entre dos semanas de mierda.

Hace unos 8 años, al principio de venirnos a vivir aquí, cuando los niños eran más pequeños, este rincón fue el escenario de algún polvo rápido. Una escapa tras la comida de domingo, un aquí te pillo aquí te mato mientras los peques veían la tele, o dormían siesta, o ambas cosas uno y otra.

Me acomodo dispuesto a digerir el cordero (y las patatas, y el vino…) entregándome de nuevo a la remembranza de lo vivido.

Creo que el principio fue otro. Como un buen guiso, lo de anoche se ha cocinado a fuego lento y tras muchas horas, días, años… de estar hirviendo. Antes de suceder, durante semanas, estaba anunciado que pasaría. La anterior cena dejó esa puerta abierta. De hecho, en la anterior cena ya iniciamos el juego del intercambio de parejas, dejándolo a punto para su culminación.

Sólo la puñetera pandemia ha retrasado el momento. Tal vez debamos alegrarnos, porque la pausa forzosa ha permitido también que no quepa la excusa de la pérdida de sentido de la realidad, o la de la obnubilación temporal del entendimiento, que podría alegar cualquiera cuando los hechos se suceden con demasiada rapidez.

Hemos madurado suficientemente lo sucedido en la ocasión anterior, observado los efectos en nosotros y en nuestras respectivas parejas… y lo hemos aceptado.

Las hermanas han hablado mucho de todo esto, seguro. Se pasan horas hablando por teléfono. Cuando se encuentran siguen hablando. Jamás se han ocultado nada. Aunque Rocío nunca me ha reconocido que le haya contado a su hermana nuestros juegos sexuales con otros partícipes, siempre he estado segurísimo de que lo ha sabido desde el primer día.

Además, Rocío me confirmó que había hablado con su hermana después de la cena anterior. Se lo pregunté.

-¿Has hablado con tu hermana de “lo de la otra noche”?

-¿Por qué me lo preguntas?

-Para saber cómo lo vivieron, si les gustó o si están arrepentidos, o si les preocupa que pasara… no sé, para saberlo.

Me dijo que sí. Que primero quedaron algo preocupados por haber compartido “aquello”, pero que le había reconocido que su excitación había crecido después de lo vivido allí.

Me lo decía riendo divertida.

-O sea, que están follando como conejos a costa del recuerdo de la cena ¿no?

- Más o menos.

Nuevas miradas cómplices.

-Corruptora- le solté con tono acusador entre risas.

-¡Mira quién fue a hablar!

Pero si hay alguna duda, la jugada de vestirse igual, con los mismos complementos, con la misma provocadora y sensual apariencia, es la demostración definitiva de que, después de aquella primera noche, han aceptado y decidido continuar.

Porque, en realidad, hace tres meses no pasó nada importante. Bueno, algo sí.

O tal vez mucho más que algo, no sé.

No sé. Follar, lo que se dice follar, no follamos.

Era una cena más. Puede que una diferencia importante consistiera en que habíamos bebido mucho más que otras veces.

Conversamos. Comimos. Bebimos…

Rocío estaba especialmente alegre. Hablaba más que otras veces. Sin saber cómo, la conversación derivo hacia comentarios íntimos. No era la primera vez que tratábamos de temas sexuales. Hemos pasado muchos momentos juntos, hemos estado juntos de vacaciones en la misma casa o apartamento infinidad de veces, aunque pocas veces porque nos pillan lejos y no es nuestra más importante forma de diversión, hemos estado en playas nudistas simulando que no nos importaba estar desnudos porque somos muy modernos…

Pero era la forma de comentarlo. Fue Rocío, ya digo, la que más expresiva se mostró. Sin alterar su tono alegre y pausado habitual, lo soltó con naturalidad, en forma de pregunta directa y clara.

-Carlos… ¿Si tuvieras que acostarte con otra mujer que no sea mi hermana, qué tipo de mujer elegirías?

Pobre Carlos, le pilló por sorpresa y no sabía que responder.

-No digo que lo hagas ¿eh?- continuó diciendo – pero es un suponer… no hablo de amor, ya sé que estás enamorado de Loli… pero digo si ella no estuviera, si no la conocieras, ¿qué tipo de mujer desearías?

Loli miraba interesada a su marido. También había bebido bastante y eso la desinhibía lo suficiente como para adentrarse en aquel camino peligrosísimo.

Porque la pregunta se las traía. Un hombre está muerto cuando le plantean según qué cuestiones. Esa es una. Si describes un tipo de mujer, aunque sólo sea por el físico externo, diferente a la tuya propia, has palmado. Si describes el tipo de tu mujer, inmediatamente te acusarán de falta de sinceridad. No falla. Es así.

-Venga, nene, contesta.

Esta vez era su mujer quien le apremiaba.

-No sé… yo creo que no lo he pensado nunca- se justificaba el yogurín.

-Venga, no me digas que no has tenido nunca una fantasía con otra mujer.

El alegato de Rocío, absolutamente lógico, desmontaba la maniobra defensiva de Carlos. La peor respuesta posible, porque al no ser creíble de ninguna manera, introduce la sospecha de que el tipo de mujer de tu fantasía es tan prohibido que te impide confesarlo.

-No creo que me excitara estar con otra mujer- añadió, para acabar de hundirse.

-No me lo puedo creer- le espetó ahora su mujer, en medio de risas alborotadas y protestas de insinceridad en las que yo también participé divertido.

-¿Lo has probado? ¿Nunca has estado con otra mujer diferente a mi hermana?

-Tuve una novia antes de conocerla, pero éramos muy jóvenes, ya lo sabes, cuando empecé a salir con Loli tenía 17 años- se justificaba.

Quería decir que más allá de los magreos de novios no había tenido otras experiencias sexuales diferentes a las de su mujer. Al menos así lo interpretamos Rocío y yo. Es verdad que la respuesta tampoco aclaraba si estando ya con su mujer había tenido alguna aventura, pero no era cuestión de indagar inquisitorialmente sobre su experiencia sexual.

La ofensiva continuaba, para diversión de todos, menos del interpelado, que parecía incómodo con la conversación, aunque tampoco tanto, más bien mosqueado, picado.

Un par de pullas más y el novillo embistió para defenderse.

-¿Y tú? ¿Tú has tenido otras experiencias diferentes a tu marido?

Rocío le miró con una sonrisa de triunfo.

Temí que en ese estado de lengua suelta en el que estaba se descolgara con la verdad, narrando alguna de las experiencias sexuales que hemos venido realizando en los últimos años.

Pero no… cambió de tercio con facilidad, sabiendo que había llevado a su interlocutor al punto en el que el orgullo -regado, se ha de recordar, por bastante alcohol- acaba por responder antes que la razón.

-Anda… vamos a bailar un poco.

La salida magistral, el cambio de conversación, dejando en el aire una pregunta sin respuesta, es una habilidad de Rocío que practica con frecuencia, naturalidad y gran éxito.

Bailamos.

Ellos dos son unos buenos bailarines. Cuando por razón de trabajo tuvieron que establecerse durante un tiempo en Alemania, encontraron la forma de relacionarse socialmente acudiendo a actividades lúdico-deportivas, primero, finalmente a grupos de bailes de salón.

Acababan de ser padres, y Loli había pedido una excedencia por guarda de menor, lo que le permitió acompañar a su marido, que para favorecer su promoción y perfección profesional debía realizar una estancia de dos años en las oficinas principales de su compañía, estancia que incluía un periodo de formación nada menos que en la sede central de SAP GmbH.

Se establecieron durante ese tiempo en Walldorf, una pequeña –y aburrida, según cuentan- ciudad, cerca de Hockenheim y su famoso circuito de carreras, con poco más de 50.000 habitantes y una vida social muy poco activa, especialmente para los foráneos.

Habían tenido suerte –explicaban- por entablar cierta amistad con un compañero de Carlos que acudía a las clases de baile y a las fiestas entre alumnos que realizaban algunos fines de semana. Les invitó a unirse a aquellos grupos de alumnos y acudir a la academia de baile, haciéndoles de cicerone y anfitrión en los comienzos de su socialización.

Así descubrieron los secretos de algunos bailes, especialmente de los llamados latinos. Bachata, salsa, bolero, rumba, chachachá, merengue o samba centraron sus ratos de ocio. También otros menos propios, como el rock o el lindy hop, en los que no obtuvieron la misma destreza.

Desde que volvieron, hace ya cinco años, no han perdido ocasión de ayudarnos a aprender algunos rudimentos básicos de esos bailes. Y en nuestras cenas, desde que volvieron y nos interesamos por su habilidad en la danza, introdujimos la costumbre de bailar un poco, convirtiéndonos, durante un rato, en profesores –ellos dos- y alumnos –Rocío y yo- de ese arte.

Esta vez, ignoro si casualidad o expresa decisión, tocaba bachata.

Curioso baile. En la bachata los cuerpos se mueven muy pegados a un compás de 4 x 4, en el que el cimbreo de los bailarines se remata en el cuarto tiempo con un movimiento de cadera, que se supone ha de hacerse con cierta gracia. Es un baile sensual, muy sensual, caribeño, de vientres muy pegados y roce continuo, incluso en ocasiones con muslos que se introducen entre los muslos de la pareja, especialmente en los giros.

Si los bailarines se acompasan, sus roces semejan un acoplamiento carnal completo, de dulces movimientos compenetrados, de oscilaciones rítmicas muy excitantes.

Aunque no haya tanta compenetración, los movimientos no dejan de ser sexualmente excitantes, porque el desacoplamiento provoca roces más bruscos aún en una proximidad donde los choques son notablemente percibidos por ambos danzantes.

Había algo distinto a otras veces en el ambiente. O yo lo veía distinto. Si la conversación anterior había ya despertado mi interés -y algo también mi polla- el baile aumentó más ambas cosas.

Loli, tal vez igual que en otras ocasiones, pero en ésta siendo yo mucho más consciente, se pegaba a mí, pasándome los brazos por el cuello, por la cintura, por la espalda… presionando mi vientre con el suyo, rozándose con movimientos de anguila al ritmo de aquella música, y sin duda alguna percibiendo la excitación que me provocaba, en forma de dureza que tampoco yo ponía ningún esfuerzo en disimular.

Rocío y Carlos bailaban también. Creí ver, en los pocos momentos en que presté algo de atención, que seguían hablando del mismo tema que habían iniciado, pero sin dejar de moverse al ritmo de la música.

Creo que conozco bien a Carlos y no tengo la menor duda de que seguía herido con las pullas que había recibido. Pero si alguien puede amansar una fiera herida es mi Rocío. Su dulzura natural, especialmente cuando a las palabras añade su cuerpo, es imbatible. Después de un par de bachatas en las que mi sexo se mantuvo erguido sin descanso, paramos para acercarnos a echar un trago de nuestras copas.

Seguimos bailando un poco más.

Más bachata y más roces.

Y más bebida, bendita coartada para aquel momento.

Sí.

Algo había cambiado.

Y mucho.

Aquellos roces, aquellas arrambadas, aquel frotar el sexo uno contra otro, no podía justificarse siquiera por el alcohol, menos todavía por el baile.

Pero no era menos en Rocío y Carlos. Atisbé, en uno de los giros, cómo las manos de él bajaban hasta el mismísimo culo de Rocío para apretarla contra su cuerpo, seguramente con el sexo empalmado rozando el vientre de mi mujer.

Yo me sentí autorizado a hacer lo mismo, si bien procuré hacerlo dando la espalda a su marido, pues no quería ser imprudente y, con cierta malicia y esperando hacer durar mucho más aquel momento, pensé que mejor sería que él se dejara llevar, sin que un gesto como el mío –por más que fuera idéntico al suyo- le sacara de aquel estado de excitación, volviéndole a la conducta más convencional.

Al fin y al cabo, si para mí ya no es una novedad contemplar a mi mujer haciendo manitas –y algo más- con otro, para él –que yo sepa- era un hecho novedoso que le podía provocar una reacción de rechazo.

Durante los días siguientes Rocío me explicó que sí, que había sobado a Carlos, que lo había calentado con su cuerpo, que le había pasado por el pecho los pezones en círculos insinuantes, siempre al compás de la canción, que le había pasado los brazos por el cuello, apretado los muslos en cada giro para que el suyo le rozara la entrepierna, que había notado su verga enhiesta palpitando en el vientre… y todo ello sin dejar de ahondar en la conversación anterior, con especial detalle en la ausencia de otras experiencias sexuales.

En definitiva, que si antes le había hurgado en el amor propio, después le había hurgado también en el deseo, calentándolo, a modo de demostración de todo lo que se había perdido por no haber tenido nunca a otra mujer en la cama.

Después de otras dos o tres canciones paramos de bailar. Rocío llenó de nuevo las copas y brindó.

-¡Por nosotros!

Volvió a girarse inmediatamente después hacia él.

-Sigamos, Carlos. Me estaba gustando el baile y no quiero “enfriarme”.

La expresión no podía ser más pícara, cargada de un doble sentido.

Y así seguimos un par más de canciones, sin dejar de tocarnos y rozarnos, pero tampoco yendo más allá.

Volvimos a parar, supuestamente para refrescarnos con otro trago, aunque en realidad parecía una pausa de confirmación de que todo y todos estábamos bien, de que seguíamos en el juego sin que nadie se sintiera herido o forzado.

En ese momento, dirigiéndose directamente a Carlos inició un movimiento que llegó a ser definitivo.

-Mira, te propongo un experimento para ver si puedes hacerlo. ¿Eres capaz?

“Eres capaz”, le preguntaba. Perverso planteamiento en aquellas circunstancias, pensado para llevar a un hombre con el amor propio herido al punto en el que una mujer hábil quiera llevarle.

Sin darle tiempo a responder, levantándose de la silla y rodeando la mesa, le tomó de las manos para hacerle levantar también.

-Ponte de pie... Aquí… Espera un momento.

Miró alrededor hasta ver una servilleta que parecía adaptarse a su intención.

-Te voy a tapar los ojos- le dijo.

-¿Para qué?- se interesó él con presteza.

-Ahora verás…

La servilleta no era bastante para poderla anudar alrededor de su cabeza. Loli se desplazó con celeridad trayendo en las manos un pañuelo grande, uno de esos que a veces las mujeres utilizan a modo de chal, alargándoselo a su hermana que, ahora sí, consiguió cegar a Carlos.

-Has dicho que no te excitaría otra mujer ¿no?

Carlos no respondía, y si lo hacía yo al menos no le escuchaba.

-Ahora vamos al experimento. Durante unos minutos vas a recibir caricias. Tú no sabes de quién son esas caricias. Y vamos a comprobar si es verdad que sólo te excitan las de tu mujer.

Creo que Carlos no se acababa de creer que Rocío estuviera dispuesta a acariciarle delante de todos, con finalidad claramente sexual, cegado como estaba de la vista –por el pañuelo- y del entendimiento -por las pullas recibidas-, y todo lo más -debió pensar- las caricias que pudiera hacerle delante de todos, incluidos su marido y su hermana, serían inocentes.

Y así debió confirmarlo cuando una mano se deslizo por su pecho para rozarle, a través de la camisa, los pezones.

Para que no pudiera revelar por el origen del sonido la autoría de la caricia, ambas permanecían en silencio, entre espasmos de risa silenciosa. Fui yo quien hizo la pregunta tras unos segundos.

-¿Quién es, Carlos?

-Loli- la respuesta sonó segura y clara. Y en efecto era ella.

Abandonó el contacto y la mano de Rocío, mirando a su hermana, que hacía gestos de aprobación divertida con la situación, se paseó lentamente por las nalgas de la víctima, acariciándole con delicadeza.

-Loli- repitió, esta vez sin que nadie le preguntara.

A partir de ese momento, la mano de Rocío recorrió por varios lugares el cuerpo de Carlos. Entre risas silenciadas, gestos de picardía de las dos hermanas, y una excitación creciente que me invadía, pues al fin y al cabo mi mujer estaba sobando a otro hombre, algo que en nuestras vivencias sexuales secretas es siempre un momento especial.

En los muslos, por el interior, el vientre…

Finalmente, alcanzó el punto al que, desde hacía un buen rato, yo sabía que llegaría. La mano se paseó por la entrepierna, desde abajo, recorriendo primero la parte de los testículos y después el bulto que evidenciaba la derrota de las tesis de Carlos. Estaba como un toro, empalmado, y la autora de su excitación no era su mujer.

Si el resto de las caricias habían sido de apenas unos segundos, algo que seguía siendo una broma divertida, la nueva caricia adquirió otro carácter. Rocío ya no reía, y una expresión que conozco bien, una expresión lujuriosa, iluminó su rostro.

Loli no era, creo, ajena a ese sentimiento. Algo más que interés morboso por las reacciones de su marido también se le veía en la expresión.

Rocío recorrió varias veces, con suavidad, toda la extensión de aquella verga escondida detrás de la bragueta, haciendo señas con la otra mano a su hermana para que se acercara. Cuando la tuvo a su lado le indicó con un gesto que también acariciara a su marido.

-¿Estás seguro de que sólo te excitaría tu mujer?

Carlos no respondía. No podía tener seguridad ninguna sobre quién podía estar detrás de las dos manos que le acariciaban.

Fue idea de Loli ponerle frente a la realidad. Se colocó a sus espaldas mientras Rocío continuaba acariciándole, soltando el nudo para que pudiera ver lo sucedido.

Reíamos todos. Carlos también. Se sentó rápidamente, tal vez para esconder el efecto notable de su excitación, pero sin parecer molesto. Bien mirado, acababa de vivir una experiencia muy especial. La hermana de su mujer le había provocado una tremenda erección, tocando su polla por encima de la ropa, a la vista de su esposa y a mi propia vista.

No tenía yo otra pretensión que reír la gracia y divertirme, procurando mantener el grado de picardía en el que habíamos entrado, cuando se me ocurrió decir que Loli tampoco sería capaz de distinguir quién la acariciaba.

Desencadenó un nuevo revuelo mi expresión, una mezcla de negación de mis afirmaciones, asegurando que sí sería capaz, más pullas jocosas de mi mujer hacia su hermana, comentarios entrelazados con risas y tonos de falso amor propio ofendido… en unos minutos Loli estaba allí, de pie en su comedor, con los ojos tapados y esperando ser tocada para reconocer al autor, o autora, de una caricia.

Su vestimenta daba bastante campo a la caricia inocente, y algún resquicio a las que menos.

Una camiseta ancha, de esas de vestir, en las que, a modo de escote, el cuello en la parte delantera y trasera superior hacen pliegues amplios, dejando parte de la espalda al descubierto, y otra parte delantera, redonda, menos amplia, también, para caer recta por los costados y por delante, en un pequeño vuelo desde la punta de los pechos hasta el final. Una falda no muy corta -hasta las rodillas- de tela suave, ajustada en la cintura y amplia en el vuelo. Como siempre en ella, algo de tacón, esta vez no muy elevado.

-Rocío, tú haces de árbitro, fíjate bien que no me engañen… A ver… ¡el primero!

Suena a provocación de adolescente en aquellos juegos de tinte sexual que practicábamos hace muchos años.

Y Rocío me señala, en silencio, para que inaugure el juego. Soy prudente. Paso la mano, muy despacio y apenas rozando su piel, por la nuca y el inicio de la espalda. Noto que se estremece.

-No sé… es poco… ha de ser más.

Es el turno de Carlos. Mucho más decidido, y tal vez con la intención de vengarse de lo anterior, abarca con la mano un pecho de su mujer y lo estruja ligeramente.

El gesto debe ser tan habitual que Loli no puede dejar de notarlo.

-Carlos, que eso es inconfundible. Esa es tu mano.

Risas, Mas risas, Más traguitos de bebida, que no decaiga.

Descubierto, cambia la posición, poniéndose detrás de ella, para iniciar otra caricia. Con toda la confianza del mundo coloca sus dos manos entre las piernas de Loli, haciendo que las separe bien para, acto seguido, introducir una por debajo de la falda, ascendiendo entre los muslos. No sé el punto al que pudo llegar, pero seguro que no se quedó muy lejos de la entrepierna.

Si no hubiera estado muy excitado, aquello me hubiera puesto igualmente a tope.

Loli se inclinaba hacia delante, haciendo sobresalir el culo hacia atrás, en una posición de clara respuesta favorable a las sensaciones, oscilando el cuerpo levemente pero de forma bien perceptible, como buscando aumentar el contacto.

-Hummmm… ¡Juan!

Lo hizo a propósito, no puede haber ninguna duda. Estaba lanzando una señal muy evidente, algo que yo relacioné con el deseo de hacer realidad que el autor de la caricia fuera alguien diferente a su marido.

Aproveché la oportunidad que su grito me brindaba. Carlos se incorporó sorprendido por el nombre que ella había asociado a la caricia, con una sonrisa de compromiso la abrazó desde la espalda, sujetándole un pecho con cada mano, sobre la camiseta, y acerté, delante de ella como estaba, a meter mi mano entre sus piernas recorriendo todo el muslo, hasta hacer tope en su entrepierna, en la tela de las bragas, última barrera que evitó el contacto directo con su coño. Si la mano anterior no era la mía, ahora no podía caber duda. Mi contestación a su mensaje estaba también emitida.

Un breve ronroneo por toda respuesta. No podía pronunciar ningún nombre, porque si dos manos la sujetaban por el pecho, otra le acariciaba por delante, sin que pudiera concluir algo distinto a la realidad: que los dos machos presentes estábamos metiéndole mano.

-Juan… tú no te vas a librar, ahora te toca a ti.

La voz de Rocío, anunciando mi turno de juego a ciegas, me sacó del ensimismamiento en el que había caído desde que alcancé a tocar la ropa interior de Loli en el punto exacto en el que las bragas le tapaban el potorro.

Rápido cambio de víctima del juego y nuevo destinatario -yo- de las caricias. No era posible distinguirlas. De haber estado en otras circunstancias, hubiera intentado distinguir las autoras por el grado de atrevimiento, pero hacía unos minutos había sido testigo de la poca fiabilidad del criterio, pues yo mismo había osado tocar a la hermana de mi mujer en una forma que no resultaba nada convencional.

Tal vez la primera caricia, en el pecho, rozando mis pezones a través de la camisa, sería de Loli. Más que por la caricia en sí, porque era la misma que había realizado en primer lugar a su marido, cuando él estaba con los ojos cerrados.

Y el pulgar recorriéndome los labios de una punta a la otra, para culminar entrando en la boca y hacer el recorrido contrario por los dientes, también imposible de confundir. Rocío.

Pero a partir de ese momento todo resultaba confuso. Varias manos, tocando el culo, el sexo ya enderezado dentro de los calzoncillos, aplastándose contra el vientre en búsqueda del ombligo. Incluso una mano -no sé de quién- entrando entre mis piernas, desde detrás, para sujetar con firmeza mis bolas, masajearlas bastante rato, deslizarse después por el tronco tapado y empuñarlo con fuerza agitándolo en un par de sacudidas enérgicas, para dejarme con un monolito saliendo del vientre, buscando el cielo dentro de la ropa.

Cuando por fin me descubrieron los ojos noté la ausencia de Carlos. Pregunté por él.

-Ha ido al lavabo. Ahora vendrá- me respondió Loli.

—Tú tampoco te libras— exclamé, dirigiéndome a mi mujer—tras provocar esto, tú pasas también por el aro— añadí, siempre entre risas.

Sin contestarme, manteniendo la actitud pretendidamente chulesca, me arrebata el pañuelo y ella misma lo sube a su cabeza para anudarlo alrededor.

-Espera que venga Carlos. ¡Caaaarloooos! ¡Ven ya!

-Voy- respondió a la llamada de su mujer.

La respuesta de su marido, desde el pasillo que accede al aseo, no se hizo esperar. Por fin aparece para unirse a nosotros, y en actitud desafiante, mirando a su mujer, alarga la mano y frota el culo de Rocío, sin ninguna timidez. Parece un mensaje de venganza por los toques que haya podido darme Loli.

Rocío viste pantalón y una blusa ceñida pero cerrada, de manga larga. Ofrece poca piel a la vista. Pero por encima de sus ropas, la mano de Carlos busca, sin acercarse demasiado a la zona genital, busca zonas erógenas para tocar. El culo por detrás, los muslos, la cintura, los pechos.

Estoy seguro de que los pechos de Rocío le ponen. Son bastante más voluminosos que los de su hermana, y en alguna ocasión, en verano, en la playa o en familia, tumbada en la arena haciendo toples o totalmente desnuda, incluso en el jardín con nada más un bañador puesto, le he visto mirarla a hurtadillas, especialmente en ese punto en que se aprietan, tersos y redondos, dejando una línea profunda entre ambos.

Rocío se contonea y relame los labios, provoca con sus movimientos y reclama que la toquemos más, a ver si puede distinguir de quién es cada mano.

Sé que las está distinguiendo sin problemas. Malvada, toma la mano de Carlos, la separa de su pecho, la conduce con firmeza al pubis y la aprieta contra su vientre.

Hummm- susurra con voz ronca, al tiempo que disimula – Juan… me estás poniendo muy caliente…

-¿Por qué eres tú, verdad?- añade en un tono que conozco, de falsedad completa.

Habíamos pasado todos por el juego. Pudimos dejarlo ahí y hubiera sido un recuerdo simpático de un calentón algo atípico en una noche en la que todos estábamos algo pasados, nada más.

Pero no.

Loli retiró el pañuelo de los ojos de su hermana, para que pudiera apreciar qué mano estrujaba contra su entrepierna. La reacción fue descarada. Más que descubrir que era la mano de Carlos, porque no tengo duda que ya lo sabía, puso de relieve que no le molestaba que fuera la suya, es más, que le gustaba mucho, porque continuó apretándola contra ella y contoneándose para demostrar el placer que recibía.

Rocío -¿de dónde saldría la idea?- quiso dar una vuelta de tuerca más a la situación.

-Así no tiene emoción el juego. Vamos a hacerlo más interesante…

La mirábamos todos con interés, sin saber qué nos quería proponer.

-Vamos a jugar en serio. Hacemos lo mismo, pero el que pierda paga una prenda.

-A ver esas reglas como son- respondió inmediatamente Carlos.

-Sencillas. Por ejemplo… yo tengo los ojos tapados, me acaricia alguien y yo tengo que saber quién. Si me equivoco pago una prenda. Si acierto, entonces quién me haya tocado se tapa los ojos y los demás tocamos. Pero una condición: sólo se puede tocar en la piel directamente, sólo las partes de la piel que estén sin cubrir.

Nunca he sabido de dónde saca la capacidad de establecer juegos y sus reglas. Debe ser el entrenamiento profesional como maestra. Siempre es quien se inventa estas cosas, establece las reglas y describe el procedimiento.

Pero nunca había sido en juegos de esta clase. Me dejó de nuevo sorprendido y admirado por su capacidad.

Loli fue la primera entusiasta de la propuesta. Se sumó e incluso se ofreció a ser la primera en “parar” en el juego.

Sí, claro pensé- tampoco es tan novedoso, al fin y al cabo nos hemos visto totalmente desnudos más de una vez.

Pero no. Así no. En una playa y a plena luz del día, lejos de casa y entre cientos de personas desnudas no es lo mismo, claro que no.

Y tocándonos.
 
La primera en la frente.

Carlos pasea sus dedos, apenas rozándola, por el escote abierto, por el cuello, la nuca, baja hasta el límite que el escote redondo le permite, acercándose al nacimiento de los pechos, siempre en la parte de piel a la vista.

-¡Juan!

Risas, grititos de Rocío…

-¡Prenda! ¡Pagas prenda!

Mi polla no afloja. Se mantiene dura, permanezco con los ojos bien abiertos clavados en Lola. Tiene poco donde elegir. Prenda superior o falda. Se revela así la perversión del juego. A medida que los jugadores van pagando prendas, la porción de piel al descubierto y susceptible de ser acariciada es mayor.

Pero la inventiva femenina, su capacidad para manejar las situaciones puede sorprendernos la mayoría de las veces.

Con un gesto decidido, echa las manos atrás por debajo de la camiseta, manipula el cierre del sujetador, se contorsiona en un escorzo que le permite sacar el tirante primero en un brazo, después en el otro, y metiendo la mano por delante, por el escote, saca la prenda con una sonrisa de triunfo, sin descubrir ni un solo centímetro de piel más del que ya estaba a la vista.

-¿Y ahora?- La voz de Loli interroga por la continuidad del juego.

Rocío, convertida en árbitro del juego que ha inventado, es quien responde.

-Ahora sigues parando hasta que aciertes.

-Espera, que se ha acabado la botella, voy por otra.

Y así, entre bebida, risas y juego morboso, al poco rato estábamos todos con una excitación tremenda, perdiendo cada vez más prendas. Fue Loli la primera en dejar a la vista toda su desnudez. Íbamos perdiendo prendas todos, más o menos. Pero ella parecía tener menos acierto que nadie. Hizo otra maniobra similar a la realizada con el sujetador, con las bragas. Se despojó de ellas antes que de la falda, pero en la siguiente jugada que perdió el dilema estaba servido.

No se amilanó. Entre risas, se incorporó y, para darle la trascendencia que tenía ser la primera en mostrar alguna de las partes normalmente ocultas de su cuerpo, volvió a apurar hasta el final su copa e inició un baile llamativo, haciéndose ella misma el acompañamiento musical.

-¡Tachán! ¡tachaaaaaaaaaán! ¡Tachán, chan chan!

Y cayó la falda.

Una sorpresa que se reflejó en todas nuestras expresiones. La de su marido, la de su hermana, la mía…

Esperábamos- yo por supuesto, creo que los otros también- que se quitara la parte superior. Pero no, no acertamos.

Quedó allí, en medio, desnuda desde la cintura, enseñando su pubis con el pelo perfectamente recortado, muy cuidado, y su culito respingón, pequeño y firme a la vista.

La temperatura fue aumentando. El juego era de lo más morboso. Y mi verga comenzaba incluso a doler.

Casi desnudos todos, apenas calzoncillos Carlos y yo, las bragas Rocío, desnuda de cintura para arriba exhibiendo sus maravillosos pechos, llegó un momento de necesidad de nuevas reglas. Loli, totalmente desnuda ya, ¿qué debía hacer si perdía?

Sin pestañear, Rocío lo aclaró.

-Quien ya esté totalmente desnudo deberá hacer lo que quiera hacer con la persona que quiera de los presentes.

De nuevo mi sorpresa. Con qué rapidez había contestado. ¿De verdad estaba sobre la marcha y en un cierto estado de euforia alcohólica inventando el juego?

Carlos, tan racional incluso en aquellas circunstancias, puso la objeción.

-Eso es un premio por fallar. Puede elegir qué y con quién.

-Vale, tienes razón, entonces quién y qué lo decide quien haya hecho la caricia que no ha adivinado.

Seguimos jugando.

Aquella noche, por primera vez, toqué entre risas y comentarios jocosos, en un juego, el sexo desnudo de Loli, una sensación que no podré olvidar. Un recuerdo que estará al lado de los más importantes en mi vida sexual, casi tanto como las primeras veces que besé la boca de Rocío, que acaricié el cuerpo de Rocío, que besé el sexo de Rocío, que la penetré con mi sexo, que ocupe la boca de Rocío con él, que… que contemplé otra boca lamiendo a Rocío, que ayudé a que jugara con otro sexo, que la oí en un orgasmo explosivo cabalgando a otro macho, que la vi lamiendo el sexo de otro hombre mientras me retorcía de placer con otra mujer en mis brazos…

Y así acabó precisamente el juego.

Mi mano entre las piernas de Loli, buscando recorrer con los dedos sus labios sobresalientes entre el pelo que los ocultaba a la vista, notando la humedad de esa zona, que no podía esconder ni disimular las sensaciones que la hermanita experimentaba en el juego.

-¡Carlos!- se equivocó de nuevo, creo que esta vez sin intención. La caricia que le estaba haciendo era de tal intensidad, tan íntima, tan sexual… tal vez le resultaba imposible creer que el dedo que finalmente se había deslizado en el interior de su coño era el mío.

Un breve alboroto y una expectación completa. Me sentía como debía sentirse un emperador romano con capacidad para decidir sobre los actos, incluso los más íntimos, de los súbditos.

Podía decidir lo que haría Lola y con quién lo haría.

¿Podía?

No. No podía.

Antes de que todo aquello pudiera ir mucho más allá, sólo tuve que mirar la expresión -ahora seria- de Rocío. No cabía duda. Su gesto era una llamada a la cordura.

Supe que se había acabado.

-Bueno…- comencé a decir con lentitud, con fingida solemnidad y dando tiempo para crear inquietud.

-Ahora, mi decisión es que Loli nos demuestre sus habilidades sexuales más secretas… -Ya no había risas. Silencio. -Y que se vaya a la habitación, a esperar la llegada de la persona que compartirá con ella un buen polvo.

Ninguna reacción. Callados, con una sonrisa en los labios, pero con el corazón en un puño todos, incluso Rocío.

Loli fue la primera en reaccionar. Nos miró a todos, primero a su hermana, después a su marido, finalmente a mí. Parecía incrédula. De nuevo recobró la risa, adoptó un tono de chulería provocadora y dándonos la espalda comenzó a caminar, desnuda, moviendo el culo con un marcado contoneo.

-Vale, pero quien sea que no me haga esperar mucho…

Tal vez era la valentía del alcohol, siempre inconsciente. Tal vez.

“Quien sea” – dijo.

Cuando desapareció escaleras arriba, lo solté mirando a Rocío, para recibir el premio de su sonrisa a medida que escuchaba mis palabras.

-Ya has oído, Carlos, no la hagas esperar.

***

-¡Juan!- La voz de Rocío, llamándome, me saca de los recuerdos para devolverme a la realidad de mi sábado en casa.

-¿Vas a subir? ¡Te has pasado la tarde ahí encerrado!

Tiene razón, el tiempo ha volado y no está bien que desaparezca de ese modo.

-¡Voy!
 
Capítulo octavo. Confidencias.

-Nena, ¿desde cuándo sabe tu hermana que hemos tenido prácticas sexuales “diferentes”?

Tumbados en la cama, leyendo a mi lado, baja el libro y me mira.

-¿Por qué me preguntas eso ahora?

-Por nada, por saberlo. Porque creo que lo sabe seguro ¿no?

Me mira condescendiente. Sonríe. Una vez más y, como miles de otras veces anteriores, me gana simplemente sonriendo.

-Lo sabe desde siempre.

-¿Desde siempre?

-Desde la primera vez, quiero decir- aclara.

-¿Desde la primera “primera”?

-Sí, desde la primera “primera”.

-Y Carlos… ¿lo sabe?- continúo interrogando.

-No lo sé. Con él no lo he hablado, sólo con mi hermana. Y no le he preguntado si se lo ha dicho a su marido- completa la explicación, avanzándose a mis preguntas-

La primera vez no fue un encuentro de parejas. La primera “primera” era algo diferente.

-Nena… ¿desde la primera “primera” con todo detalle?

Deja el libro en su regazo para afrontar una conversación que percibe ineludible por mi insistencia, de nuevo, en el tema. Suspira.

-¿Qué quieres decir “con todo detalle”?

-Pues eso, si le has explicado los pormenores de nuestros encuentros.

-Bueno, ya sabes, entre nosotras no ha habido nunca secretos.

No nunca ha habido secretos entre ellas, pero intento explicarle que una cosa es decir el qué y otra es describir minuciosamente las circunstancias, hechos, actos, palabras… en fin… todo.

-Depende. Unas veces sí y otras no.

-¿De qué depende?

-¿De qué va a depender?... del momento, de si hay tiempo o no, del estado de ánimo, qué sé yo… de muchas cosas.

Tengo ahora la confirmación de lo que ya sospechaba. Sin embargo, debo admitirlo, nunca había observado un cambio en la conducta de Loli. Ha sabido mantener la misma tónica de relación familiar, sin que haya experimentado -hasta los últimos encuentros “familiares”- ni mayor aproximación ni tampoco rechazo.

Diría, además, que ha mantenido nuestro secreto, el que le confiaba su hermana, ante su marido. Lo deduzco por la ausencia de variación en su forma de relacionarse con nosotros en estos años. No hubiera podido ocultarlo. No sólo por el carácter de Carlos, sino también por su condición masculina, que le hace mucho más transparente frente a los demás. Podrá cualquiera tacharme de sexista, misógino u otras lindezas -que algo de ello habrá, seguro-, pero en mi opinión la capacidad de disimulo de una mujer, su habilidad para esconder emociones y disfrazarlas con un manto de corrección social, en general, supera y desborda la de cualquier hombre.

-¿Has hablado con ella hoy?

-Sí, esta tarde.

-¿Cómo están? ¿Lo digieren bien?

-Ríe. Contesta de nuevo con otra pregunta.

-¿Te acuerdas de cómo vivimos nosotros la primera vez? Pues más o menos…

***

Y tanto que me acuerdo. Es uno de esos recuerdos que no podré olvidar jamás. Han pasado seis años, pero aunque pasen cuarenta no podré olvidarlo.

Nuestra primera “primera” no fue un encuentro de parejas.

Fruto de una evolución de muchos meses, de un camino recorrido paso a paso, a veces desandando un trecho, otras apenas avanzando un poco, pero allí estábamos.

Aquella noche, aquel hombre, más joven que yo, bien formado, atractivo y agradable, estaba proporcionando a mi mujer un placer inmenso, arrancándole unos gemidos que hasta entonces sólo había arrancado yo, haciéndola estremecer para alcanzar varios orgasmos (era algo que también conmigo había experimentado, pero creo que no con tanta intensidad).

Sentí que me liberaba de una carga que había resultado insoportable hasta entonces. El placer de Rocío no era mi responsabilidad.

Aprendí, en aquella noche, que el placer no es un bien común, no se comparte. El placer propio es placer propio, nada más, y nadie puede ser responsable de provocarlo. Uno mismo, hombre o mujer, es destinatario de su placer, algo que nadie puede sentir por nadie. Es, en suma, el bien más íntimo existente. Como el dolor es el mal más íntimo existente.

Nada perdía, nada me quitaban, porque era algo que o no tenía antes o para tenerlo debía sacrificar mi propio bienestar y disfrute, hasta convertirlo en el sufrimiento de un corredor de maratón preocupado por llegar a la meta, que al final no puede sentir placer por el logro conquistado.

Habíamos preparado el momento con excitación e, incluso, algunas dudas, incertidumbre sobre nuestras propias reacciones, sobre nuestras propias emociones, porque la existencia del deseo la teníamos muy clara, la habíamos trabajado por mucho tiempo.

Era sólo sexo. Y aquel hombre se convertía de pronto en un instrumento del placer de mi hembra, sin otra trascendencia que ser agente de placer. Follaba y follaba bien. Ella estaba excitada y siendo satisfecha por aquella persona.

Mi objetivo -su satisfacción- estaba siendo conseguido sin que yo debiera poner el esfuerzo.

Con cada una de las sacudidas de aquel potente macho sobre el cuerpo de mi mujer, y con cada uno de los gemidos de placer que salían de su garganta, el mío se multiplicaba, con cada uno de sus varios orgasmos crecía la sensación de liviandad, de estar flotando en un magma cálido de sensaciones placenteras.

Desde el principio sentí más interés por como lo vivía Rocío que cualquier otro sentimiento. Cuando él se enfundó en un preservativo la verga, anuncio de la inminente penetración, mi atención se concentraba en que mi mujer estuviera cargada de deseo y pudiera recibir el mástil en su interior sin dificultades, cuando apretaba las caderas contra su vientre, clavándose muy profundo, mi deseo era que aquellos gemidos de hembra en pleno clímax se multiplicaran, se mantuvieran sin cesar todo el tiempo posible.

Cuando finalizaron las acometidas, cuando acabaron ambos saciados y él se retiró discretamente, mi hembra se acurrucó abrazada a mi cuerpo, jadeante todavía, y así permaneció mientras poco a poco su respiración se serenaba y adquiría profundidad.

Aquel muchacho viril, potente, atlético, semental de buena presencia y excelente rendimiento había sido poco más que un juguete, poco más que uno de aquellos consoladores con los que nos habíamos iniciado en los juegos sexuales en los últimos tiempos, un instrumento de placer al servicio de nuestro amor, un multiplicador del deseo y de su saciedad, una extensión de mi propio cuerpo para suplirme en hazañas que yo a solas no podía completar.

Y sí… claro que recuerdo lo que pasó después.

Vivimos ambos unos días en los que podía dudarse de nuestro equilibrio mental.

Apenas nos daba tiempo a otra cosa que a follar.

No había despuntado el día siguiente y ya estábamos de nuevo enganchados, Rocío y yo, locos de deseo, follando sin control. Y antes de comer. Y después.

Los niños estaban por casa, pero nos encerrábamos en la habitación sin importarnos otra cosa que nuestro deseo enloquecido.

Buscábamos cualquier momento, cualquier rincón, y un solo roce nos empujaba a una actividad sexual desaforada.

Durante la semana nos escribíamos notas, mensajes por el teléfono, nos enviábamos fotos nada sutiles de nuestros sexos desde el trabajo, Rocío andaba sin bragas por todas partes, algo en ella que era imposible unos días antes… pasábamos las noches casi en blanco, hasta caer rendidos de tanto sexo, pero eso no evitaba que en las tardes, o en las mañanas si era festivo, volviéramos a follarnos con desespero.

En el colmo de aquel fragor sexual llegó a presentarse un mediodía en el despacho, vestida sólo con un abrigo, liguero, zapatos de altísimo tacón y medias, desnuda en todo su interior, para follarme sobre la mesa de reuniones mientras todo el personal disfrutaba de la pausa para la comida.

Había puesto un pretexto en su trabajo, corrido a casa para vestirse de mujer desnuda, atravesado toda la ciudad desde nuestra casa al despacho, caminando, alimentado el morbo en cada paso, aumentado su propio deseo en el roce de sus muslos desnudos sobre las medias, había llamado al timbre con las pulsaciones de su corazón disparadas, saludado a la recepcionista que en pocos minutos salía a almorzar dejándonos solos… para simplemente dejar caer el abrigo en medio de la sala de juntas, tumbarse sobre la mesa y proclamar que necesitaba ser follada de inmediato, abriendo con sus dedos la raja para ofrecerme el sexo abierto, como fruta sobre el altar, en un ritual pagano y obsceno, sin pronunciar una palabra.

Hacía tiempo que habíamos incluido en nuestra sexualidad algunos juguetes. Un par de sexos masculinos de proporciones prudentes, uno realista, simulando en silicona un pene real; otro con pilas y movimiento vibratorio, con una especie de rodillos de bolas en el interior rotando contra la parte exterior flexible del aparato.

Les habíamos asignado nombres. Pepe y Luís. Así, en nuestros juegos, habíamos invitado a supuestos y fantasiosos terceros, inicio de lo que después desembocó en aquel otro chico real.

En aquellos días el juego varió. Perdieron sus nombres y, por iniciativa mía, adquirieron el de personas reales de nuestro entorno. Le pedía que se follara, en ellos y conmigo, a quien hubiera deseado follarse.

En medio de nuestra excitación pasaron por nuestro juego de fantasías un auténtico regimiento de personajes. Casi todo el profesorado masculino de su escuela -en realidad poquitos en ese colegio femenino segregado-, algunos amigos de toda la vida, compañeros míos del despacho, el consejero espiritual de la congregación religiosa que regía el colegio, familiares -no, Carlos no estuvo, pero algunos primos míos y de ella sí estuvieron-, padres de la asociación del colegio de nuestros hijos, personajes locales de cierto nombre… Cada uno de ellos representado por uno cualquiera de los dos juguetes le proporcionó, en nuestra loca ficción, uno o varios orgasmos memorables, en comandita conmigo, instigador del juego y endiablado estimulador de aquella enajenación en la que ambos habíamos caído.

Ella correspondía ofreciéndome la misma ficción. Me follé, en ella y con ese juego, a un buen puñado de mujeres de toda condición, edad y apariencia.

Incluida la bruja madre, algo que no sé por qué -o tal vez sí- a ella la ponía muy perra, llevándola con facilidad a un orgasmo.

Incluida su hermana.

Nos duró un par de meses.

Sin duda nos volvimos locos.

Una hermosa locura.

***

- ¡Y tanto que me acuerdo! ¿así que están follando como locos desde que rompieron tabúes? ¿sí? ¡Cuenta, cuenta! ¡Cuéntame a mí también “con todo detalle”!

-¡Te pone eso, eh! ¡Quieres saber mucho!

Entre risas y juegos me contaba.

-Apenas pudieron llegar a casa, me ha dicho. Nada más entrar se liaron y en el mismo recibidor estuvieron otra vez dándole al asunto. Se han pasado la noche follando, y hoy han estado varias veces enganchados.

-Parece que lo han vivido bien, entonces ¿no?

-Eso parece.

No acaba de darlo por definitivo, aunque pinta bien. Es el carácter de mi mujer, prudente y paciente.

-¿Y tú? ¿Cómo lo viviste? Porque no es de cada día eso de acostarse con el marido de una hermana…

-Ni tampoco lo de acostarse con la hermana de tu mujer- responde.

-Cierto- convengo, pero insisto en la pregunta- ¿Cómo lo viviste?

Habla con serenidad y explica con su voz de maestra de escuela algo que parece muy pensado.

-Bien… era lo que queríamos. Sabíamos que iba a pasar o al menos que lo intentaríamos ¿no? Lo teníamos hablado. Con mi hermana también lo había hablado. Ella estaba muy inquieta, pero decidida. Han tenido varios meses para madurar su decisión, para seguir o dejarlo en el juego loco de una noche especial en la que habíamos bebido demasiado. Cuando lo preparamos lo estuvimos comentando mucho, y tanto ella como Carlos querían también que pasara. Me decía Loli que a veces veía a Carlos algo inseguro, pero que más por su carácter que por otra cosa, porque al hablarlo acababan siempre muy excitados los dos. Fue bonito. A mí me gustó. ¿Y a ti?

-A mí también me gustó, Rocío. A mí también.

Estamos en uno de esos momentos de confidencias en pareja, de conversación serena, pausada, sincera. Podemos hablar de todo cuando alcanzamos ese clima de intimidad compartida, revelarnos sentimientos, preocupaciones, angustias, deseos… y que nada de eso adquiera tintes trágicos… ni dramáticos… ni cómicos.

Lanzo la pregunta. Aún a sabiendas de que con toda seguridad contestará con otra.

-¿Repetiremos?

-¿Tú quieres?

-Sí -me sincero al contestarle- pero creo que debemos dejar que fluya con naturalidad, sin agobios ni precipitaciones. Ellos deben vivir ahora ese proceso que parece que ya viven de reencuentro de pasión loca entre los dos. Ya sabes… al final estar con otros es un estímulo para las relaciones de pareja… al menos así ha sido para nosotros ¿no?

-Tienes razón… dejemos que sea lo que deba ser…

-Rocío…

-¡Qué?

-Anoche no perdiste del todo el oremus…

-¿Por qué lo dices?

-Ya sabes por qué.

No eludió la respuesta. Con voz clara y suave, sus respuestas son precisas.

-Es mi hermana. La quiero mucho. Y no me pareció bien. No lo necesitaba y me sentía algo incómoda. Era muy fuerte, tal vez. No me apetecía y a lo mejor hoy lo hubiéramos vivido todos de forma diferente. No sé… Me salió así… Los tabúes existen, y el incesto es uno de los más elementales ¿no?

Es inteligencia emocional lo suyo. No lo hace desde el análisis completo de las situaciones, es más intuición, aplicación natural de sus emociones en cada momento, una habilidad que siempre ha tenido y que guía, con bastante acierto, la mayoría de sus decisiones. Pese a ello, insisto.

-Me pareció que ella tenía curiosidad al menos.

-No sé, pero alguien debía mantener un poco de sensatez, porque no es el fin del mundo y la vida sigue. Prefiero que no haya pasado. Más vale que de la experiencia quede un deseo no satisfecho que un arrepentimiento irremediable ¿no? Ella (eso lo sé bien) no ha estado nunca así con otra mujer… no sé si precisamente la primera ha de ser tan fuerte…

-¿Pero pasará?

- No lo creo, es improbable.

Para suavizar la dureza de la respuesta y al mismo tiempo dejar una puerta abierta, decido contestar con una mezcla de evidencias empíricas y un apunte de humor.

-También era improbable, y mucho, que tú estuvieras con otra mujer –le digo y, tras una pequeña pausa, añado- … o con otro hombre y tu marido juntos...

Sin dar tiempo a contestar, completo la boutade.

-O que hubiera cocodrilos en el Pisuerga… y ¡mira! ¡los hay!

No me contesta. Se ríe y me dice insinuante.

-¡Pervertido! ¡Seguro que se te ha puesto tiesa hablando de eso! ¡Déjame ver!

Metiéndose entre las sábanas, juega con sus manos a cosquillearme y agarrarme con fuerza las bolas y el tronco, comprobando que, efectivamente, estoy trempado como un palo al recordar aquel breve momento en que la mano de su hermana palpó uno de sus preciosos pechos.

Los dos sabemos cómo va a acabar… busco sus pezones con la boca, intentando empacharme de sensaciones, mientras ella, juguetona, busca con un dedito acariciador mi entrada trasera.
 
Capítulo noveno. Domingo provinciano.

Desde hace muchos años cumplo, siempre que puedo, un ritual de domingo por la mañana. Un paseo hasta el centro, compra de periódico en el quiosco de siempre, desayuno en la cafetería de siempre, primera (y a veces única, por qué negarlo) lectura de las noticias del día…

Lo he abandonado durante el confinamiento, pero ya estamos en condiciones de recuperar las buenas costumbres.

Hoy es el día. Después del paseo volveré a casa y, como casi siempre, saldremos al vermut, que es un hábito de domingos y festivos como el otro. En nuestra ciudad, y en otras capitales de provincia, el “todo” burgués o pequeño burgués se deja ver hacia la una del mediodía, paseando con la legítima y la prole, endomingados ellos, ellas y los niños, de punta en blanco, paseando por el centro y entrando (según el tiempo sin entrar, nada más en la terraza exterior) en los bares más bien puestos y de renombre local, para encontrarse con otros conciudadanos de igual rango, dejarse ver y cultivar las relaciones sociales mientras se degusta un vino de la tierra.

La hora del vermut, o el aperitivo para los más recalcitrantes conservadores de la lengua patria, es esa y no otra porque coincide con la salida de la misa de 12, que es otro hábito tradicional, en franca decadencia pero todavía presente en muchas familias locales. Nosotros no lo hemos practicado nunca, pero podemos reconocer su existencia y, sobre todo, su sentido de la oportunidad, pues después de quedar a cero la cuenta de pecados, mediante una condonación completa de la deuda como efecto mágico de la comunión, nada mejor que iniciar de nuevo la contabilidad de los mismos echando la vista a las piernas, culos y pechamen de las vecinas enjaquetadas y enjabelgadas para lucirse entre el resto, demostrando así capacidad económica, disposición máxima para llevar a la familia hecha un palmito y atractivo físico para seducir a su marido e, incluso, al de las vecinas.

Y a fuer de sincero he de decir que algunas de ellas, en esos paseos, proclaman la condición bovina de sus cabestros maridos, porque lucen su condición de hembra muy hembra junto a algunos tan poca cosa, tan escuchimizados y ridículos, que nadie puede dudar de su incapacidad para dar lo que se merece tanta hembra como la que llevan a su lado, y nadie de los que les ven puede tampoco abandonar la certeza de que ella, eso que a todas luces su legítimo esposo no puede darles, debe buscarlo y encontrarlo en otros machos de menos posibles pero de mucho mejores atributos varoniles.

Y también, confieso, es oportunidad para activar la fantasía. Una en especial me asalta en los momentos de aburrimiento en que, sin nada que decir o hacer, más que degustar el vino y la tapa, el único entretenimiento es mirar a tu alrededor para prevenir que no se te escape el saludo de quien te reconoce, o que no se te escape un meneo bonito de unas caderas atractivas.

Me da por imaginar, en esos momentos, cual será la postura preferida de cada una de ellas para el momento de los orgasmos.

Tengo decidido -seguro que con un margen de error grandísimo- la que prefiere cada una de mis conciudadanas más conocidas. Participan de esa fantasía sin distinción de raza, condición social ni edad, si bien he de decir que en esos círculos provincianos lo de la raza es poco variado y lo de la condición social es bastante homogéneo.

Y seguro que me equivoco, porque aplicando los criterios de clasificación a mi propia Rocío debería clasificarla en un manifiesto misionero, fruto de su habitual aparición en estos paseos con ropas de lo más adaptado a la condición social y laboral de señora del abogado y maestra en la escuela de monjas más conservadora de la ciudad. En cambio, se bien que prefiere montar a ser montada, que prefiere hacerlo dando la espalda al macho mientras salta o se cimbrea, depende de la ocasión, con la polla bien clavada dentro, y que como segunda posición preferente es la misma, pero vuelta hacia la pareja, lo que permite además de sentir sus subidas y bajadas, o su oscilación en círculo, contemplar el movimiento armonioso a veces, otras inarmónico, de sus preciosas tetas.

Y qué decir de Loli, también. Si hubiera debido clasificarla hubiera optado por pensar que, esas posiciones que realmente apetecen a su hermana para el momento de correrse, serían apetecibles para ella en las mismas circunstancias.

Ahora sé que no, que asaltada por detrás, dominada y sujeta por ambos brazos para acentuar la penetración se corre al tiempo que se agita como una posesa.

Pero pese a reconocer la alta posibilidad de error, es un entretenimiento inocente que, por qué no, al igual que yo practico seguro que también lo llevan a cabo, si no con más guarras figuraciones, esos santurrones recién comulgados que se acaban de pasar la empalagosa pastita de la hostia con tragos de buen Ribera.

Porque no se me escapan las miradas que se posan en mi mujer, ni los deseos que provoca.

Es una mujer vistosa, pero no por sus vestimentas, que acostumbran a ser sencillas y elegantes. Pantalón muchas veces, otras con faldas rectas o con poco vuelo, pero siempre de longitud adecuada, blusas, chaquetitas, jerseys, camisetas con estampados discretos o vestiditos frescos en verano… Con un tacón no muy alto, de unos 7 centímetros, alcanza la muy considerable altura de 1,75. Sólo por eso ya destaca. Su figura esbelta, su elegancia natural y su belleza andaluza atraen las miradas, y con ellas la envidia y los deseos.

Lo leo en sus ojos cada vez que alguien nos saluda. Por nuestros oficios estamos expuestos a frecuentes saludos y paradas. Clientes y colegas yo, colegas, padres y madres de alumnos y, cada vez más, exalumnos ella.

En los hombres leo el deseo en la mirada. La repasan con la vista pretendiendo ser disimulados. Ellas también, porque al fin y al cabo esa es la diversión más normal de los domingos en nuestras ciudades provincianas, pero saben hacerlo con más discreción.

Durante años esa exposición me agobiaba. Era un vivir en escaparate, sin posibilidad de fuga porque el negocio requiere de vida social en las formas preferidas por la mayoría de mis clientes, y el paseo dominical del aperitivo es ineludible, tanto como dejarse ver en algunos establecimientos clásicos alguna tarde o en los tres o cuatro restaurantes “de toda la vida”.

Me resultaban desagradables aquellos sujetos babosos que parecían estar al acecho de un muslo más expuesto de lo normal al sentarse, de un poco más de piel en el escote al agacharse, de un descuido en cualquier momento que permitiera atisbar las zonas ocultas normalmente a la vista. Me molestaban las miradas directas de los hombres al cruzarse con ella, que normalmente no se dirigían a la cara, o si lo hacían era por un momento para después descender al busto, a las caderas y a las piernas. Ya no digo de los que con algo de disimulo giraban el rostro para completar el repaso contemplando su culo de diosa oscilando al andar.

Me molestaban por las mismas acciones que yo realizaba. Lo reconozco. Realmente, somos absurdos los seres humanos.

Así fue durante mucho tiempo… hasta que dejó de ser.

No podría explicar cómo, adquirí un cierto sentido de tolerancia. Hace de ello unos cuantos años. Me descubrí razonando que al fin y al cabo era normal que la desearan, que se la comieran con la mirada incluso, pues una mujer de sus características merece atención. Cercana a los cuarenta, estaba en todo el esplendor de una hembra plena, digna de ser deseada con locura.

Y de la tolerancia al disfrute. Tal vez ese proceso tuvo que ver en el inicio de nuestra exploración de otros caminos para el placer sexual. Me gustaba comprobar que personas conocidas, que tenían nombre y apellidos, es decir, que no eran anónimos, la contemplaban con deseo. Eran de todas las edades. Les veía desearla, y también a sus mujeres al lado. Algunas, por más que se acicalaran, justificaban las miradas de sus maridos, necesitadas de posarse en visiones atractivas que en su casa no tenían; otras, en cambio, estaban de muy buen ver e incluso entraban de lleno en la clasificación de Milf, ese acrónimo inglés que identifica a las señoras ya madres que uno se follaría sin dudarlo, lo que incrementaba el valor de las miradas de sus maridos hacia Rocío, en tanto provenían de quienes no estaban faltos de belleza que disfrutar, aquilatando más, así, la importancia de los deseos que pudiera provocarles mi pareja.

Había uno en especial que puede ilustrar mejor que ningún otro la importancia de ese cambio. Profesor, como ella, y colega en el colegio de monjas. Uno de los muy pocos que la bruja madre había admitido, recelosa como era de la santidad de sus niñas y conocedora, porque monja sí, pero tonta no, de lo fácil que resulta deslumbrar a las niñas en el entorno escolar de un colegio segregado si el profesor es guapete -y éste lo es-, tiene habilidades sociales -que las tiene- y quiere deslumbrarlas -algo, esto último, que ignoro-.

Me reventaba encontrarlo, me reventaba el saludo de colegas -dos besitos con la mano de ella apoyada amigablemente en su hombro para mantener el equilibrio en la mutua inclinación-, me reventaba el parloteo alegre que iniciaban entre ellos comentando alguna banalidad de su mundo común… Mientras, su esposa -una chica agradable y prudente, guapita pero muy discreta- y yo, permanecíamos a su lado con una sonrisa social en el rostro, esperando tranquilamente -en apariencia- la finalización de sus comentarios y la continuación del paseo.

Hubo un tiempo en el que me preguntaba -y a veces me respondía afirmativamente- si estarían liados y en algún rincón de aquel viejo recinto monjil se dedicarían a follar como locos.

Pues hasta eso dejó de dolerme.

Un buen día pude notar que, lejos de incomodarme, me resultaba interesante observar su forma de relacionarse. Esa confianza gestual, la camaradería del apoyo en el hombro, los toques frecuentes en los brazos mientras hablaban, las dos caras juntas al saludarse con dos besos mientras ambos sonreían con expresión alegre…

Y no sólo dejó de dolerme… me excitaba.

Y no dejé de preguntarme si tendrían un rincón para el folleteo apresurado en la jornada laboral… pero dejó de dolerme… y me excitaba.

Tiempo después, hablando de estas cosas con Rocío, cuando ya habíamos avanzado en nuestra nueva forma de entender las relaciones sexuales, me confesó que ella había tenido también algunas sospechas sobre mi fidelidad.

En particular, con un par de mujeres que estaban en mi entorno profesional. Una, una abogada de mi ciudad que no perderé el tiempo en describir en su aspecto físico o en sus formas de relación social. Tiene ahora 40 años, hace 10 que montó su bufete, le hemos conocido al menos 6 parejas diferentes, está como un tren de buena y cualquiera diría, juzgando sus formas, que es un auténtico putón verbenero.

Todos sabemos qué otros comentarios caben en un caso así, y sólo indico que su boca, de una configuración espectacular, podría ser la destinataria de muchos de ellos, ya me entendéis.

La otra, una administrativa muy guapa, trabajadora del despacho desde hace unos 10 años pero más joven que la anterior, tendrá ahora unos 33 o 34.

Es una chica eficiente y muy discreta. Nos facilita mucho el trabajo, lo cual se agradece infinito.

Un polvo tiene, un buen polvo, no se puede negar.

Y yo se lo hubiera echado si se hubieran dado las condiciones necesarias, que no se han dado.

No sólo porque nunca ha hecho gesto ninguno que diera a entender alguna intención de intimidad, sino porque tampoco es bueno vulnerar aquella sentencia del famoso pareado que conmina a no meter la polla donde tienes la olla, y ejemplos hay sobrados de las consecuencias desastrosas que acarrea no cumplir ese mandamiento tan juicioso.

Lo que nunca nos hemos preguntado, ni ella ni yo, es si nuestras sospechas estaban fundadas. Pese a la nueva forma de relacionarnos y la confianza plena en la que nos hemos instalado tras las experiencias sexuales compartidas, nunca hemos aprovechado la sinceridad para pasarnos cuentas de aquel periodo de normativa reserva de la exclusividad sexual en el matrimonio y de sus posibles vulneraciones.

Debo admitir que si me hubiera preguntado muy probablemente le hubiera ocultado -porque sinceridad y crueldad no son sinónimos- un par de ocasiones en que lejos de casa, una en unas jornadas y otra con ocasión de un desplazamiento para un juicio en otra ciudad- había caído en un polvazo puntual con sendas colegas, ambas de muy buen ver y mejor holgar, que consolaron mi soledad de forastero y consolaron la suya propia conmigo también, dejándome preparado para la ponencia del día siguiente, la una, y para una brillante exposición en la sala del juicio, la otra.

Debo por tanto inferir, pues Rocío no tiene nada de crueldad en su ánimo, que tampoco ella hubiera removido mis sentimientos confesándome –si ha existido- una relación anterior y ya inevitable, que agua pasada no mueve molino.

Siendo las cosas así, ¿para que preguntar?

Me acerco a la barra para intentar superar la barrera humana que cierra el paso a ver si consigo que nos sirvan un par de vinitos y alguna tapita. Vuelvo, tras la proeza, con gesto de héroe triunfador reflexionando sobre la inutilidad de las normas de desescalada del confinamiento, a la vista del escaso cumplimiento que entre todos hacemos, por más que vayamos muchos embozados con ese trapo tapabocas que se incorpora como nuevo hábito social.

-Nene… Me acaba de llamar mi hermana.

Sin darme tiempo a continuar, añade.

-Que si nos pasamos a tomar un café esta tarde.

Me mantengo en silencio un momento. No sé qué decir, pero al cabo de unos segundos soy consciente de que la suerte debe estar echada. No está al teléfono ya, lo que significa que Rocío ya ha dado la respuesta.

-¿Nos pasaremos?- pregunto.

-Sí ¿no?

-Bueno… yo ya tengo una edad… tampoco conviene hacer excesos- le digo en tono que simula una queja de anciano desvalido.

Reímos.

-No creo que quieran más “tema” -me dice-, supongo que querrán comentarnos algo o simplemente “normalizar” afrontando lo de vernos después de lo vivido, en un entorno controlado, sin otras personas por medio…

Tan racional ella, seguramente está en lo cierto. Eso si no es, más que una deducción racional, el resultado del comentario que hayan podido hacer entre ellas en la breve conversación mantenida mientras me peleaba con los elementos en la barra.

Sigo bromeando.

-¡Vaya! ¡Ya me había hecho a la idea de continuar lo de la otra noche!



***
 
***

-Te presento a mi hermana. Loli.

Era una de aquellas tardes de invierno en que nos encontrábamos en las cafeterías del centro, a veces con otros amigos, para tomarnos algo y compartir conversaciones, al amparo de la calefacción, ocupando la mesa durante horas, con apenas unos cafés o unas infusiones.

Hacía unos cuantos meses que, por fin, Rocío y yo habíamos encontrado el lugar en el que completar nuestras caricias, teniendo relaciones sexuales más completas.

El piso alquilado por unos amigos estudiantes, que especialmente en los fines de semana nos permitían usar sus habitaciones, a veces estando alguno allí pero sin que nos interrumpiera, otras estando vacío porque unos desaparecían unas horas y otros volvían a sus casas, a llevar a las madres la ropa sucia, traer viandas para todos y vaciar las carteras de los padres, dinero necesario en una ciudad universitaria en que las fiestas eran –y siguen siendo- diarias.

Y aquella tarde había preparado todo lo necesario para estar unas horas en “nuestro” nido, así que su presencia me resultaba distorsionadora.

Vamos, que me fastidiaba su presencia, pues tenía la sensación de que no se marcharía en breve.

No fui desagradable. Pero tampoco especialmente acogedor. Mi pretensión -egoísta pretensión- era que aquella joven inesperada marchara a cualquier otro sitio, se apartara de nosotros y nos permitiera -me permitiera- el esperado alivio que mis pulsiones estaban necesitando después de una preparación y espera de varios días.

Me había equivocado. Nunca lo he reconocido, pero me equivoqué en la primera ocasión en que pude hacerme un juicio sobre ella. No estaba allí para quedarse. Había quedado a su vez con alguien -no era con Carlos, porque ella tendría unos 18 años entonces y no se conocieron hasta un par de años más tarde- y se había encontrado por casualidad con su hermana. Se despidió unos minutos después.

Pero igualmente me jodió el polvo.

-Simpática tu hermana- solté nada más despedirse.

Rocío, tan sensible y observadora, no respondió.

Estaba enfadada y me lo hacía notar, molesta por la frialdad con la que había tratado a “la niña”.

El caso es que aquella tarde la cosa fue de mal en peor, y al cabo de media hora, de morros ambos, nos fuimos a casa. Cada uno a la suya, con la excusa de no encontrarse bien ella, afectado de un estúpido orgullo yo, que no fui capaz de disculparme por mi torpeza.

Ignoro por qué, pero en mi recuerdo se ha grabado que la tarde que conocí a Loli no pude satisfacer mi deseo follando con su hermana, y no tuve más remedio que satisfacerme yo mismo, a mano, maldiciendo mi mala suerte al tiempo que me la pelaba en mi habitación.

***



¿Quién lo iba a decir?

Apenas treinta y seis horas después de que hayamos estado follando a cuatro, estamos picando a la puerta de la hermana chica, con la pretensión de hacer ese café que normalice nuestras sensaciones.

Treinta seis horas desde que se la clavaba con todas las fuerzas y veinticinco años desde aquella tarde que, involuntariamente y más que nada por torpeza mía, me estropeó un polvo con su hermana.

Está guapa. Estar en celo le sienta bien -pienso para mí-.

Nos recibe vestida con unos leggins grises y una camiseta ancha y larga, del mismo color, casi vestido, que le cubre hasta un poco por encima de las rodillas, descalza -le gusta estar descalza en su casa, eso lo he sabido desde siempre- con el pelo suelto y las mejillas sonrosadas, sin maquillaje.

No sé si se habrá puesto bragas, no puedo saberlo, tapada como está con leggins y camiseta. Pero sé que sujetador no, sus tetitas se apuntan con los pezones enhiestos tras el algodón.

El abrazo con su hermana es sentido, como siempre tal vez, pero que yo percibo algo especial. Conmigo también parece normal, pero no lo es. Siento algo especial y diferente a otras ocasiones, y lo disimulo.

No creo que a ella le pase algo distinto. También mantiene las formas habituales. No sé a ella, a mí me apetecería en ese momento besarle los morros y apretarla con fuerza contra mi cuerpo. Pero me contengo. No toca eso ahora.

Carlos nos espera en el salón. Se levanta del asiento para besarse las mejillas con Rocío y estrecharme la mano. Tampoco observo nada especial en el abrazo de ambos, ni en ese beso tan convencional como siempre.

Pero ocurre que siempre he creído que aquellas sensaciones, pensamientos y sentimientos que en determinadas ocasiones me asaltan no pueden ser tan especiales y únicas que no tengan un equivalente en el resto de las personas. Pienso, por esa razón, que siendo tan normal y común como cualquier otro hombre, no resulta extraño que los demás experimenten las mismas cosas que yo. Supongo, por eso, que Carlos también desearía en ese instante darle un beso diferente a mi mujer, y seguramente también volver a palpar su cuerpo con la pasión y el deseo con el que lo hizo anteanoche.

Me ofrece una copa de coñac, que acepto, mientras Loli se apresta a ponernos a todos unas tazas de café.

Cuesta emprender una conversación. Gira, al principio, sobre cosas banales. El paseo de esta mañana-aunque ellos no han salido-, cómo está la gente y la ciudad, el aspecto que ofrece después del confinamiento, las ganas de salir y darse a la relación social que tiene todo el mundo, los riesgos de rebrote del virus y el desastre que supondría un nuevo confinamiento…

Me toca. Al fin y al cabo soy el decano, el de mayor edad de entre todos… no puedo eludir mi responsabilidad.

-¿Cómo lo estáis viviendo?- aprovecho un momentáneo silencio para preguntar de sopetón, aunque no puede decirse que por sorpresa, pues la pregunta estaba en el aire y era evidente que al final recaería la conversación sobre “el tema”.

Tras un breve silencio, responde Loli, lacónica.

-Bien… creo que muy bien…

Carlos hace gestos de asentimiento mientras centra su mirada en el rostro de su mujer. A él también se le notan las facciones relajadas, con algo de color, como si hubiera pasado -y tampoco es tan diferente- un par de días haciendo saludables ejercicios deportivos.

-Creo que nos ha despertado algo que teníamos dormido, algo que nos ha descubierto cosas de nosotros mismos que no habíamos encontrado.

Concreta poco, es abstracta y difusa, pero no por ello le falta sinceridad. Sin decir expresamente qué sensaciones se les han despertado, está sincerándose en una materia de difícil confidencia.

Decido -me parece también más honesto- ayudar en su sinceramiento.

-No sé si lo sabéis, pero debo deciros que para nosotros no es la primera experiencia que hemos tenido. Ha habido más. Cuando marchasteis a Alemania comenzamos a tener algunos escarceos sexuales con otras personas.

Sé que Loli lo sabe, pero no hace señal ninguna de saberlo. Carlos sí parece sorprendido. Su cara, y la discreción de Loli, sin hacer comentario al respecto, confirma que muy probablemente es la primera noticia para él.

-Las primeras veces estuvimos semanas y semanas que no parábamos. Todo era sexo. Todo. A cualquier hora, en cualquier lugar. ¿Os está pasando lo mismo?

-Sí.

De nuevo breve, lacónica, Loli responde mientras su marido la mira en silencio.

-Vividlo con alegría y con toda la intensidad que merece. Es algo muy bonito en una pareja. Es una locura preciosa.

Ha sido Rocío quien ha contestado, con su juiciosa serenidad.

-Nosotros hicimos cosas que jamás hubiéramos imaginado hacer -continúa- y que nunca me arrepentiré de haber hecho. Fueron, y algunas siguen siendo, experiencias vitales que mucha gente no ha vivido nunca, pero que a nosotros la vida, por suerte, nos ha regalado.

Para quebrar la línea de profundidad filosófica que está adoptando la charla, me decido a hacer un comentario jocoso.

-Nosotros no salimos de la cama en dos días después del primer encuentro ¿Cuántos polvos habéis echado desde que salisteis la otra noche de casa?

Reímos todos, aunque en Carlos la risa es apenas un apunte.

-¡Qué sé yo! Pero al menos siete u ocho. No hemos hecho otra cosa. Menos mal que la niña ha pasado todo el finde con mi suegra, que si no... Dos la misma noche, ayer fue un no parar, y hoy también.

De nuevo Loli, mucho más natural y comunicativa, revela su récord.

-Aprovechad y disfrutad -les digo- que mientras se pueda vale la pena.

Están sentados juntos y Loli no se corta en poner sus piernas sobre las de su marido, en un gesto de plena confianza pero también de inequívoca actitud dominante, algo que me despierta curiosidad y me hace recordar su actitud conmigo, tan distinta, en nuestro encuentro.

Me sorprende la pregunta de Carlos, que suena directa.

-¿Con cuantas parejas habéis estado?

-En realidad sólo con una- se apresura a responder Rocío, que intenta sumarse al laconismo de su hermana en las respuestas anteriores.

Vuelvo a sentir la necesidad de inclinarme a la confesión de las realidades, pues no es decente dejar a medio responder, o responder con sólo media verdad, las preguntas de personas con las que has compartido tanto. Si la mentira en el matrimonio es deleznable, ese mismo juicio no tengo más remedio que extenderlo a esta nueva relación familiar en que los lazos fraternales y los orgasmos se han mezclado.

-Pero hemos invitado también a otros cinco hombres diferentes a participar en nuestras relaciones sexuales- completo la información.

No parece entenderlo.

-¿Cinco?

Su expresión de sorpresa me da a entender que hay algún equívoco. Decido aclararlo.

-Cinco por separado, en diferentes ocasiones, pero cada vez sólo uno. Haciendo tríos, vaya.

Ahora ya sí lo ha entendido bien. Pero no comenta nada.

Poco a poco la conversación abandona el camino y deriva a otras cuestiones. Apenas una hora y media. Es tiempo de volver a casa, a pasar el resto de la tarde. El comentario lo hago a propósito.

-Rocío, vamos… que estos deben estar deseando que nos vayamos para seguir dándole al asunto y completar el fin de semana.

Reímos todos, claro.

Ha quedado en el aire un interrogante que nadie ha planteado y que no toca responder todavía. Esa ecuación debe esperar irresuelta a otro momento.

¿Repetiremos?

Yo, optimista siempre, me inclino a pensar que sí. Cuando nos levantamos para marchar siento mi ciruelo morcillón, que ha estado empinándose varias veces a lo largo de la conversación, imaginando la de cosas que se habrán hecho estos dos durante las últimas horas. Cuando Carlos se levanta para despedirnos tampoco puede disimular un bulto notable en su entrepierna, señal evidente de las sensaciones que le ha provocado la conversación y de sus condiciones sexualmente atléticas, pues en poco más de treinta y seis horas lleva soportados los siete u ocho polvos en solitario, más el que en nuestra casa inició la serie, toda una proeza que acredita su valía para estas actividades.

Con todo descaro, al despedirme de Loli aprieto con fuerza su cuerpo en el abrazo y le hago notar mi paquete juguetón.

Ella no le hace ascos.

Sí.

Me inclino a pensar que se repetirá.
 
Capítulo décimo. ¿Vuelta a la normalidad?

-San Yaume es Santiago ¿verdad?

Rocío me sorprende. No acabo de entender por qué me hace esa pregunta. Me la hace mientras subimos al dormitorio, acabado el domingo, dispuestos al descanso para afrontar la nueva semana.

-Sí, en Valencia lo dicen así.

-Y en Cataluña- añade ella.

-Sí, en Cataluña también –concedo- ¿Por qué lo preguntas?

-Ha llamado Carma. Bueno… llamó ayer.

-¿Cómo están ella y Pol?

-Me dijo que ahora bien. Han trabajado mucho, lo han pasado muy mal, pero ahora ya están un poco mejor. Me dijo que puede que estén cerca el fin de semana de San Yaume. Se han tomado una semana de vacaciones para esas fechas.

Estuvimos hablando bastante rato de esa pareja de amigos. Amigos muy especiales.

Me explicaba Rocío algunos detalles de su conversación, de las vicisitudes sufridas en el Hospital en el que trabajan, de los efectos de la pandemia entre sus compañeros de trabajo…

-¿Cuándo fue la última vez que estuvimos con ellos?

-¿No te acuerdas? en el puente de la Constitución de hace un año y medio, en Madrid.

-Sí, es verdad – le replico- hace más de un año y medio ya.

-Te puso a mil. Creo que ha sido la vez que más has disfrutado- añado.

-Sí. Fue el no va más. Ya te lo dije.

Pongo tono de malvado para hacerle una proposición.

-¿Quieres que saque a “Carma” y jugamos un rato?

La suya es también una expresión pícara al responderme con laconismo.

-Vale…

***

-Mira, Rocío… mira este correo.

Nos habíamos apuntado a una página web de intercambios.

En nuestra exploración de nuevas formas de vivir la sexualidad, buscábamos en ese tipo de medios el equilibrio –nada fácil en una pequeña capital de provincia- entre la discreción y la aventura. Encontramos a través de esas páginas algunas propuestas interesantes, en particular un partner masculino de otra capital cercana que dio buen resultado, algo que nos animó a seguir utilizándolas.

El mensaje en el correo era una respuesta a nuestra propuesta en una de esas páginas.

Recibíamos bastantes, pero la mayoría de ellos poco atractivos. Algunos, porque eran de una sintaxis o de una ortografía deleznable, reflejo de una incultura que no nos motivaba a la continuación en la relación, otros eran simplemente groseros, otros también carentes de cualquier contenido más allá de una exhibición de fotos en primer plano de pollas o coños –los menos- que no hacían nada más que presentar a sus poseedores como faltos de una mínima capacidad de conversación…

Éste parecía diferente.

Firmaban como “Sónia” y “Pere”.

Sónia, así, con tilde, parece ser la forma de escribirlo en catalán. Pere es Pedro en aquella lengua, aunque se pronuncia más, sin ser exactamente el mismo sonido de la a, como “Pera”.

El análisis formal del mensaje permitía un notable alto. Estructura, contenido, léxico… la sintaxis algo flojilla, fruto seguramente de la traducción al castellano de un texto escrito o pensado originalmente en otra lengua.

Se presentaban como pareja casada desde hacía 20 años, profesionales ambos, casi en los cincuenta, con alguna experiencia de intercambio anterior que les había resultado muy positiva, atractivos y cuidados, ella “bi” curiosa.

Aunque había una cierta diferencia de edad, era una respuesta muy adecuada a nuestra propia oferta. Nos habíamos presentado como pareja de profesionales a punto de cumplir cuarenta, sin experiencias de intercambio pero con ganas de iniciarnos, buscando una pareja que nos acompañara en esa iniciación. No indicábamos nada sobre las tendencias de cada uno, pues habíamos dado por supuesto –erróneamente- que en las propuestas de intercambio de parejas el concepto incluía cambiar la mujer ellos y el hombre ellas, sin imaginar otras posibilidades existentes.

Si ellos tenían alguna experiencia y unos diez años más que nosotros, bien podían abrirnos ese camino que Rocío y yo pretendíamos iniciar.

Respondimos. Fuimos, poco a poco, profundizando la relación epistolar electrónica, conociéndonos, presentando nuestras respectivas realidades sociales y familiares, cargados de cautelas por si podía haber simulación y, al mismo tiempo, avanzando en el intercambio de datos.

Supimos así que eran de Tarragona, médicos ambos, traumatóloga ella y neumólogo él, trabajando en el hospital universitario de su ciudad, que se habían conocido en la Facultad de Medicina y unido sus vidas cuando todavía no habían finalizado el MIR, que tenían como nosotros dos hijos, pero que ya estaban bastante crecidos (unos 20 años)…

Que no se llamaban Sónia y Pere, sino Carma y Pol, como nosotros no nos llamábamos Álvaro y Julia tampoco, nombres simulados que utilizamos para aparecer en aquella página de contactos.

Tardamos en identificarnos físicamente. Tal vez porque éramos muy novatos tardó en llegar el momento en que nos interesáramos en su apariencia física.

Durante todo un mes Rocío y yo nos preguntábamos cómo serían, si no sufriríamos un chasco al ver su apariencia, pero sin atrevernos a plantear el tema, desconocedores de si era correcto o educado en este tipo de contactos plantearlo, desconocedores, en definitiva, del protocolo de relación en estas situaciones.

Fueron ellos los que nos expresaron muy serenamente la sorpresa por nuestra falta de interés, y los que nos avanzaron alguna descripción. Pocos días después de habernos descrito mutuamente, nos enviaron una fotografía de ambos.

Era una foto de pareja muy normal, parecía típica en una boda o fiesta social, ambos de pie, él trajeado y ella con vestido de falda larga. Se correspondía con las descripciones que nos habían hecho. 1,85 y 1,75 de altura, respectivamente, recio él y robusta ella. Él tenía –y tiene- una cierta apariencia elegante, con el pelo blanco cuidado y algo largo, esa apariencia que parece adornar a la mayoría de los médicos a partir de los cuarentaytantos. Ella no es desproporcionada, ni mucho menos, pero no luce la misma elegancia. Es una mujer de caderas anchas, pechos voluminosos y, aunque en la foto no se le veían las piernas, ella misma se había descrito con un refrán que decía le es aplicable: En Cataluña teta y pezuña.

Sus muslos, ahora lo sé, son firmes, musculados y potentes. Las pantorrillas también, con unas bolas duras y bien torneadas. Piernas de estirpe campesina y miles de horas a través de muchas generaciones trabajadas en los campos.

Y los pechos, junto con sus piernas, hacen cierto el refrán.

La distancia era un obstáculo notable para facilitar un encuentro, razón por la que seguramente se prolongó más de lo conveniente ese momento.

Tras intercambiar fotos –nosotros también les mandamos una de un momento parecido al que había inmortalizado la suya- los siguientes correos se dirigieron cada vez más al motivo de nuestro contacto, a la exploración de las preferencias sexuales, del camino seguido hasta ese momento en el que nos estábamos relacionando con otra pareja con la clara intención de explorar la posibilidad de intercambiarnos las parejas.

Nos dijeron que habían tenido tres experiencias con tres parejas diferentes, la primera sin haberlo planificado, con unos amigos cercanos en unas vacaciones en las que compartieron un velero en las Baleares.

Las otras ya más buscadas y también satisfactorias, prolongadas con varios encuentros a lo largo de los últimos dos años.

Aunque ellos tenían más experiencia, nos expresaban su sorpresa por la nuestra, hasta ese momento reducida a tres encuentros con hombres solos para hacer tríos, calificándonos de valientes por ello.

Preguntamos también por aquel “bi” curiosa de Carma. Ella nos explicó que en algunos encuentros con una de las parejas recibió y proporcionó caricias a la otra mujer, siendo muy excitante para ella, algo que despertó su curiosidad por seguir teniendo ese tipo de contactos, sin que nunca hubiera sentido atracción sexual por una mujer.

Finalmente, llegó el día.

Nos conocimos.

Viajamos a Barcelona un fin de semana.

La preparación del viaje nos excitaba. Durante dos semanas Rocío me hacía centenares de preguntas sobre cómo sería aquello, preguntas que no podía responderle porque mi inexperiencia e inquietud eran tan grandes como la suya.

Follábamos cada noche, alimentado el morbo por la proximidad de la aventura, calientes como pocas veces imaginándonos en plena orgía con aquella pareja.

Tal como habíamos acordado, cada pareja, por separado, tomamos una habitación en la planta veintitantos del Barcelona Princess, un hotel moderno, altísimo, que ellos conocían y que nos aseguraban cómodo y agradable. Ciertamente lo es. Las vistas desde sus habitaciones, con pared de cristal, permitía la contemplación de buena parte de la ciudad condal, casi a vista de pájaro.

Se nos hizo corto el día, apenas un paseo por la ciudad, embellecida por la luz de la primavera, la cara limpia por la lluvia de unos días antes, como si se hubiera preparado para recibirnos mostrando toda la fuerza de su hermosura.

En nuestra habitación nos preparamos para acudir al punto en el que nos habíamos citado para cenar: El Restaurante Can Pineda, un lugar también muy agradable, con buena cocina, también recomendado por ellos.

La elección de la ropa no fue difícil. La habíamos madurado durante varias semanas, y habíamos traído aquello que queríamos lucir.

Yo ropa sencilla de corte tipo sport, pero con americana. Ella vestido midi ceñido, algo clásico que sienta muy bien a su maravillosa figura, complementado con chaquetita ceñida corta y zapatos de tacón considerable.

Preciosa.

Elegante.

Deseable.

Y por dentro, lencería primorosa. Ese tipo de lencería que una mujer elige cuando sabe que va a ser el último envoltorio que exhibirá antes de desnudar toda su piel.

Sujetador ligero, transparente, con suaves puntillas festoneando las copas.

Tanga igualmente transparente.

Por supuesto, todo al tono burdeos de su vestido.

Me la hubiera follado antes de salir, excitado por la espera, por la contemplación de su proceso de acicalado, por la visión de su belleza, por la esperanza de su descontrol…

Teníamos los dos el corazón disparado, las pulsaciones a tope, cargados de emoción en la espera de lo que debiera suceder, mucho más que en la primera ocasión en la que nos encontramos con un chico para disfrutar los tres. Tal vez porque estábamos lejos de nuestro entorno, en una ciudad desconocida, o tal vez porque sabíamos que el tipo de encuentro era mucho más entre iguales y, por eso, exigía más de nosotros que simplemente esperar la satisfacción de nuestros deseos.

Llegamos puntualísimos. No queríamos llegar tarde pero tampoco sufrir la desazón que se produce cuando no has hecho tú mismo la reserva en un restaurante, te anticipas a quien la hizo, debes dar sus referencias en lugar de las tuyas y te sientan en una mesa, solitario y expectante hasta la llegada del resto.

En aquella situación cabían otras incidencias desagradables: desde no haberse hecho la reserva con el nombre que tú conoces –un nombre supuesto ya lo habían dado al principio- hasta la posibilidad de recibir un plantón por no presentarse la otra pareja.

Nada de ello sucedió. Nada más entrar un camarero, que seguramente había sido avisado y estaba pendiente, se dirigió a nosotros y sin que apenas tuviéramos que darle datos o referencia nos condujo hacia el fondo, siguiendo una serie de recodos y pasillos a través de pequeñas salas de comedor, hasta llegar a una mesa en una zona protegida de la mirada de otros comensales, aunque no propiamente en un reservado.

Hasta llegar a la mesa en la que Pol -en pie y sonriente- y Carma –sentada y sonriente también- nos recibían con sencillez y cordialidad.

Dicen que en los primeros segundos, y muy condicionado por la imagen, los seres humanos hacemos un juicio sobre las personas que conocemos. Es más bien un prejuicio. Nosotros ya habíamos visto una imagen de aquella pareja, pero siempre queda la duda de si pudieran estar retocadas o, aun no estándolo, si son aquellas fotos -todos tenemos alguna- en las que sin saber muy bien por qué apenas podemos reconocernos, de lo favorecidos y maravillosos que aparecemos.

No era el caso.

Incluso diría que ella lucía mucho mejor que en la foto que habíamos recibido. Si nos hubiéramos puesto de acuerdo no habríamos coincidido tanto. Él vestía sport, también con americana. Ella un vestido largo de tonos verdes, abierto en el lateral pero sin exagerar la abertura, con algo de escote, aunque no mucho porque su pecho tiene un volumen de difícil contención con poca ropa.

No es fácil iniciar una conversación, en persona, entre parejas que han quedado para follar sin haber tenido antes otra relación que los correos y mensajes cruzados a través de una página de contactos.

Pero tampoco resultó muy difícil. Son gente amable, culta, con habilidades sociales para la relación interpersonal. Nos preguntaron por el viaje, por nuestra opinión sobre Barcelona, por varias cosas más o menos banales que fueron normalizando la relación hasta hacer fluida la conversación entre los cuatro.

La cena transcurrió en un entorno que podría calificar de cierto glamur. No me pregunte nadie qué es eso del glamur. No lo sé. Pero sé distinguir cuando lo hay y cuando no. Dicen que su traducción más acertada es “hechizo”. Tal vez, sí… tal vez.

Pero mi distinción tiene más que ver con el grado de comodidad-satisfacción que me produce un momento, con la sensación de estar viviendo un momento especial, no necesariamente confundible con la felicidad, sino con la aceptación de un rol social.

Tal vez simplemente sea una gilipollez mía -concedo- pero es como yo lo vivo.

Allí estábamos dos parejas de profesionales en ámbitos muy diversos, de dos regiones muy diferentes de España, cenando y conversando sobre temas variados, creando un clima de confianza que -todos lo sabíamos- debía llevarnos a una habitación en la que desatar nuestras pasiones y tener relaciones sexuales en grupo.

Pero en lugar de preguntarnos mutuamente por cómo nos gustaba más que nos hicieran una mamada, o cómo preferían ellas que les comieran el coño, nos dedicábamos a intercambiar información sobre hábitos, preferencias culinarias, estéticas, roles sociales y otros muchos más aspectos propios de una relación formal.

En lugar de decirles que me encanta cuando Rocío, ensartada en una potente y dura verga de un buen amante, grita con todas sus fuerzas un ¡fóllame! desesperado, les comentaba que la estructura crujiente de la piel de la lubina era el complemento ideal de su carne blanca en una cocción perfecta.

O escuchaba cómo ellos de tanto en tanto viajaban a Barcelona para visitar a familiares y amigos de la infancia, que participaban en un club social relacionado con el folclore tradicional sardanista, algo que habían mantenido en la adolescencia, la juventud y, ahora, en la madurez.

Ellas bebieron bastante más que nosotros. Como si un estado especial de alerta nos correspondiera, ambos hombres degustábamos el vino con mesura. La verdad es que él tenía sus motivos -la conducción- pero dudo que fuera esa la auténtica razón, que creo tenía más que ver con la necesidad de permanecer lúcido. Al menos esa era mi actitud, pues yo no podía justificar mi abstinencia parcial en un supuesto deber legal de no superar determinados límites de alcohol.

Beber y reír es con frecuencia todo una. Y en esta ocasión también. Así que ellas rieron mucho antes y mejor que nosotros.

A los postres nos propusieron acudir a tomar unas copas a un club de la ciudad. En su papel de anfitriones, conocedores del entorno, nos dirigían y nosotros aceptábamos su dirección sin problemas, con la certeza de que el final ya estaba marcado en el guion y que el resto de lo que sucediera no era otra cosa que preparación para el desenlace.

Poco antes de marchar, ellas acudieron a los servicios mientras nosotros tramitábamos el pago. Confieso que, en contra de todos los tópicos sobre catalanes, me sorprendió su obstinada persistencia en pagar y la dura lucha que debimos mantener para hacernos con la posición de pagano. No os diré el resultado, porque es irrelevante, pero sí que deshizo de un golpe mi tradicional creencia de una supuesta tacañería esencial.

A la vuelta estaban maravillosas, remozadas y retocadas con los afeites propios de unas mujeres bellas y ya expertas. Observé, eso sí, que Rocío tenía un sonrojo que no era producto del colorete ni de cualquier otro maquillaje. Más tarde -en realidad al día siguiente- me contó que, en el servicio, Carma la había tomado por la cintura y, mientras le comentaba que toda la cena había tenido ganas de besarla en la boca, acercó su cara, sus labios, hasta hacer realidad aquel deseo, un beso con lengua que ella no había rechazado y al que, por el contrario, había contribuido con intensidad. Su primer beso con una mujer -me decía al día siguiente- que había catalizado toda la excitación acumulada a lo largo del día, explotando en su vientre con toda intensidad, empapándole el coño y poniendo sus tetas de punta como en las mejores ocasiones vividas hasta ese día.

Su primer beso de amante con una mujer lo había recibido en el lavabo de aquel restaurante.

Ellos habían venido en coche, así que nos dirigimos al aparcamiento en el que lo habían dejado, no muy lejano. Pudimos, en ese trayecto, observar -ellos iban delante en algún punto más estrecho- a la pareja con la que nos íbamos a meter en la cama más tarde. En voz baja le pregunté a Rocío qué le parecían y su respuesta -con aquella técnica de resumir en choni- era clara.

-Follables. Muy follables.

Carma me cedió el asiento en la parte delantera. Una cortesía, interpreté en ese momento.

Más tarde, apenas el coche inició su andadura por las calles barcelonesas, puede comprobar que no era una acción desinteresada. Carma había tomado de nuevo la cintura de Rocío, y la abrazaba y besaba de nuevo. Mientras mi mujer se dejaba -y ayudaba a esa manifestación de deseo- Pol observaba de tanto en tanto por el retrovisor, sonriente, y yo me giraba para contemplarlas, excitado por esa imagen hasta entonces jamás contemplada. No podía ver con facilidad, pero juraría que las manos de ambas ya no se encontraban a la vista, ocupadas en buscarse otros lugares del cuerpo también placenteros.

Comenzaba a interpretar bien el significado de aquel “bi curiosa” de su descripción en la página de contactos.

Nos llevaron a la terraza de un hotel en el centro de Barcelona, en el Ensanche. Un lugar en el que era posible contemplar la ciudad en una noche clara y apacible de primavera, viendo sobresalir los edificios más emblemáticos sobre los tejados circundantes, los cercanos y los lejanos. Un skyline seductor el de Barcelona. A un lado el horizonte marino, al otro Tibidabo y Montjuic, en medio torres de la Sagrada Familia, Catedral, Torres Gemelas, Edificio Colón o Torre Agbar (una especie de supositorio, hay quién dice que más un consolador gigante)…

Nos buscaron un rincón bastante reservado, separado del resto por unos setos artificiales de cañizo y enredaderas, con unos asientos muy cómodos. Bien instalados, copa de cava en ristre, Carma se sentó entre Rocío y yo, de forma que ellas estaban juntas en el centro, mientras Pol y yo permanecíamos en los extremos, pero separados de nuestras parejas. La conversación se encaminó, en el nuevo escenario por otros derroteros.

Girándose hacia mí, como si estuviéramos solos, Carma hizo el gesto de brindar conmigo, obligándome a tomar la copa y acompañarle en el brindis.

-Tienes muy buen gusto -me dijo- tu mujer es muy atractiva. Os deseo a los dos.

El mensaje era directo y claro. Mientras me lo decía, su mano se apoyaba confiada -y consciente- en mi pierna, en el muslo, con un apenas perceptible movimiento que transformaba el gesto en un apunte de caricia.

Me costó reaccionar, por la sorpresa. Pero uno tiene cierto entrenamiento para los golpes de efecto -deformación profesional- así que en apenas unos segundos di con la respuesta.

-Pol también tiene muy buen gusto. Tú también eres muy atractiva.

Antes de pronunciar el resto de la frase hice cierta pausa, para darle más énfasis.

- Yo también te deseo… si subes un poco más la mano verás cuánto…

La subió, sí. Y pudo tocar sin problemas, sobre la ropa del pantalón, mi sexo tieso, una dureza que no había cedido desde que las había visto en el asiento trasero, besándose y magreándose durante el trayecto.

Pol también había hecho algún avance con mi mujer. No podía verlos bien pero por la posición en la que estaban no era temerario pensar que su mano se deslizaba por la cintura de mi Rocío, o incluso un poco más arriba, por su pecho.

No podía ver mucho más, sobre todo porque en unos segundos la boca de Carma se ocupaba de la mía, y juro que es una boca capaz de hacer olvidar cualquier otro pensamiento.

Su boca está pensada para el placer. No son los suyos unos labios al estilo de las morrudas de bótox o silicona, no.

Tiene una boca grande y carnosa, musculada incluso diría yo. Unos labios gordezuelos pero que no se perciben externamente, sino a partir del momento que los tomas con los tuyos y te succiona hasta despertarte un no sé qué de sensaciones extraordinarias. Juega con esos labios, con su tamaño, con la succión y, especialmente, con la lengua. Son besos que pueden llevarte -lo juro- a un nivel de excitación que no puedo comparar con ninguna otra de las mujeres con las que me he besado.

También al día siguiente supe que mientras me besaba y acariciaba con una mano, la otra recorría las piernas y las caderas de Rocío, sentada a su lado, y ocupada también en calentarse con Pol.

Rocío y yo nos dejábamos hacer. Por edad y por experiencia eran ellos los que debían llevar la voz cantante, el “tempo” de nuestro encuentro. Llevábamos cerca de cuatro horas juntos y estaba claro que todos habíamos aceptado culminar la relación. Nada más faltaba la voz que lo expusiera sin ambages.

Esa voz fue la de Carma.

-¿Os apetece que sigamos en el hotel?

La pregunta tenía las palabras exactas y necesarias para vestir de naturalidad y elegancia la propuesta. ¡Qué importante esa delicadeza a la hora de avanzar en una propuesta tan extremada!

Rocío giró su rostro hacia mí, sonrió, y después la miró a los ojos sin perder la sonrisa.

-Vamos. Nos apetece.

Casi antes de que acabara la frase, Carma había alcanzado su boca y la besaba con suavidad, algo que por cierto azoró al camarero, que en ese instante se había acercado por la zona para llevar a cabo sus tareas y no sabía dónde mirar.

-¿Nos hacen la cuenta, por favor?

Más aliviado él que nosotros, se alejó raudo a cumplir con el encargo.

En el asiento trasero, de nuevo en el trayecto hacia el hotel, la temperatura alcanzaba niveles extremos. La mano de Carma, ahora bien visible, recorría el cuerpo de Rocío sin otro límite que la ropa, aunque debía tener algo especial porque los pezones de mi mujer amenazaban romper la tela, abultados bajo el vestido y el sujetador, que de tan ligero y suave no podía tapar aquella manifestación de excitación.

Podía, en aquella posición, contemplar las piernas de Carma hasta donde la abertura permitía, hasta algo más de medio muslo. Era la primera vez que las veía y, efectivamente, podía comprobar la veracidad de aquellas expresiones suyas sobre la forma, fortaleza y textura de sus extremidades inferiores. No llevaba medias, por lo que podía también, incluso en aquella oscuridad que a intervalos se esclarecía por las farolas de las calles, comprobar la blancura de su piel. La suavidad también pude comprobarla, porque no resistí la tentación de alargar hacia atrás la mano y rozarle las piernas, bajo la atenta y sonriente mirada de su marido a través del retrovisor.

Sí. Una piel muy suave.

Nos dirigimos al mostrador de recepción, a solicitar las llaves de nuestras respectivas habitaciones.

Externamente, era la imagen de dos parejas amigas de mediana edad, de visita en la ciudad, que habían hecho una salida a cenar y tomar unas copas, que se habían vestido con cierta elegancia para eso y que volvían unas horas más tarde al hotel para dormir plácidamente y descansar de un día ajetreado.

¿Cuántas veces lo habremos visto?

Pero desde entonces no he podido -ni podré nunca más- ver esa imagen sin reflexionar sobre lo engañosas que son las apariencias, y sobre la posibilidad de que aquello que crees ver sea algo muy diferente en realidad. Éramos dos parejas que nos habíamos conocido en persona hacía unas pocas horas, que habíamos cenado juntos por primera vez en nuestras vidas, que ya habíamos comenzado a meternos mano mientras tomábamos unas copas y que en unos minutos estaríamos follando juntos y revueltos en alguna de nuestras habitaciones.

¿Cuántas veces esa misma imagen, como era nuestro caso, corresponde a parejas que se van a cruzar e intercambiar para follarse hasta el agotamiento?

-¿Nos dais un cuarto de hora?. Os esperamos en nuestra habitación. Es la 2321.

La voz de Carma era, de nuevo, una elegante instrucción para el momento. No era bueno iniciar la intimidad con ganas de ir al servicio, sin la preparación adecuada que seguramente ellas deseaban realizar con unos últimos retoques.

También, por qué no, un último momento para que pudiéramos decidir, sin su presencia, si queríamos acudir a ese encuentro con ellos.

No había nada que decidir.

Una visita al baño en nuestra habitación, un último acto de higiene para no dejar ni un pequeño rastro que pudiera resultar desagradable, una recolocación del vestido, del peinado, del perfume, del maquillaje de Rocío…

También entendimos la indicación cuando quince minutos más tarde llamamos a la puerta de la habitación indicada. Habían sido quince minutos de preparación nerviosa, con la excitación desbordada y el corazón repicando a ritmo acelerado. Quince minutos de excitación extrema en el que también hubo lugar para algunas caricias y apasionados morreos.

Creo que el corazón estaba a punto de salirme por la boca cuando llegamos a la puerta de su habitación. Se abrió sola, sin necesidad de que nadie lo hiciera. La habían dejado abierta.

Era una mini suite, con un vestíbulo de entrada, cerrado por el otro lado con otra puerta que daba a la habitación. Aquella otra estaba entornada y, desde detrás, una expresión cálida nos ayudó a orientarnos.

-Adelante, pasad- era de nuevo la voz de Carma.

Estaba abierta.

Entramos.

La habitación estaba en la semipenumbra, porque la iluminación era indirecta y muy escasa. La pared de cristal permitía también la entrada de la luz nocturna de la ciudad, centenares, miles de luces lejanas, vistas desde la altura de aquel edificio, que ofrecían un contraste con el interior y permitían contemplar a nuestros anfitriones.

Él, vestido como había estado vestido toda la noche, pero sin la americana, estaba sentado en un sillón que se encontraba al fondo, justo en la inmensa pared de cristal que nos permitía contemplar la ciudad y sentir que la dominábamos desde allí.

Ella, en el centro de la habitación, se había preparado de forma diferente.

Al contraluz de aquella iluminación tenue, en el centro de la habitación, nos alargaba dos copas de cava en señal de bienvenida.

Estaba más que desnuda.

Sobre el cuerpo una bata de encaje totalmente transparente, negra, larga, puntillas por todas partes que permitían contemplar sus pechos, bellísimos, muy grandes, de aréolas claras y también grandes, de esas que dicen de tipo “galletas maría”, y ninguna otra prenda salvo un tanga, también negro, que apenas era una breve tirilla en su pubis, transparentado también por aquella prenda pensada para destacar el cuerpo que cubría.

-Nos agradaría que esta noche todo sea bonito y podamos todos guardar un maravilloso recuerdo de nuestro encuentro.

El sincero deseo de Carma mientras brindábamos los cuatro era una señal de inicio cargada de belleza.

Besó a su marido y, acto seguido, en una especie de entrega simbólica, le condujo de la mano frente a Rocío, un gesto que no dejaba duda sobre el significado. Sólo le hubiera faltado decir aquello de: “yo, Carma, te ofrezco a ti, Rocío, este hombre que es mi marido, para que os deis placer mutuo mientras tu marido y yo hacemos lo mismo”.

Fue bello.

Hacía unos cuantos años, desde la segunda de mis aventuras, que yo no había estado con otra mujer diferente a Rocío. Tampoco lo había echado en falta. La relación con ella y, más recientemente, los encuentros con otros hombres para nuestros tríos habían llenado suficientemente mi deseo sexual.

Incluso diré más: en mis aventuras con aquellas letradas con las que había corneado a mi mujer no había influido tanto el deseo sexual como la emoción de la conquista. No quiero decir con eso que no valore el placer que obtuve con ellas. Fueron polvos memorables. Pero un polvo no es más que un polvo, tampoco cabe mitificarlo, y una vez transcurrido un tiempo no resulta mucho más que un recuerdo agradable de aquel momento.

Mucho más importante es el sentimiento que se experimenta en la conquista, en el camino hacia la obtención del resultado, las emociones del reto a conseguir.

En el intercambio de parejas las sensaciones son complejas. Es una conquista a dos, en la que el éxito corresponde a cada una de las parejas. Un trabajo en equipo en el que no sabes nunca del todo cual es el porcentaje que te corresponde en el resultado.

Abordé con calma el asalto al cuerpo de aquella mujerona.

Ella tampoco se lanzó a la tarea con desespero. Lentamente me fue desnudando, en un ritmo que parecía tener acompasado a su marido, porque por el rabillo del ojo veía como Rocío y él también se aplicaban a la labor y prácticamente llegábamos los tres juntos al momento de quedarnos sólo en ropa interior.

Mientras me besaba con esa habilidad tan especial suya, mientras esos besos y las caricias en sus pechos me levantaban el ánimo y la verga de forma inmediata, me había ido desprendiendo la ropa poco a poco, sin prisas pero de forma continua.

En ese punto de desnudez habíamos ido acercándonos a la inmensa cama que presidía la habitación, un campo de juegos grandísimo en el que podíamos yacer los cuatro holgadamente.

Así nos encontramos todos tumbados sobre ella, media hora después de haber cruzado la puerta y recibido la copa de bienvenida.

No sé cómo, al poco estábamos los cuatro enlazados con un reparto curioso de papeles. Pol y yo acariciábamos cada uno un pecho de Rocío, que ya estaba totalmente desnuda. Tumbados cada uno a su lado, besábamos y mordisqueábamos sus pezones al unísono.

Carma, por su parte, jugaba con el coño de Rocío hundiendo la cara entre sus piernas.

Si aquella boca besaba con una maestría y habilidad incomparable, no debía ser menos su capacidad para lamer el sexo de una mujer. Al poco rato la mía se retorcía en el centro de atención de nosotros tres, lamidos los pechos por dos hombres, lamido el sexo por aquella boca mágica, perforada además por dos activos dedos que buscaban -y encontraban- en su interior el famoso punto G.

Decidí equilibrar el reparto tan desigual de atenciones, abandonando a los cuidados de Pol las tetas de Rocío, y busqué la parte trasera de Carma para bajarle y despojarla del pequeño tanga que todavía atravesaba la entrada de su coño, pero sin desnudarla de la bata negligé que tan bien le sentaba. Entre sus potentes nalgas sobresalían los labios de su sexo, y quise darle otro tanto de lo que ella ofrecía a Rocío, así que sin mayor espera me amorré por aquella zona, mientras ella se aprestaba a facilitarme la labor abriendo bien las piernas para que el acceso fuera completo.

Un coño grande y carnoso.

Como su boca -pensé-.

Un coño de sabor a fruta dulce, a pera hubiera jurado.

No puede ser de otro modo -pensé también-.

Un coño grande, carnoso, de sabor a fruta dulce, húmedo, muy húmedo… jugoso, como las peras de Lérida, provincia catalana, claro.

Pol había seguido bastante rato jugando con las tetas de Rocío, con las dos para él solo, pero más tarde también había decidido cambiar su posición y había acercado su verga a la boca de mi mujer.

Rocío lamía aquella polla entre suspiro y suspiro, muy excitada por las caricias que la boca de otra mujer le estaba entregando.

No había visto hasta ese momento el instrumento de Pol. Era más o menos como el mío, diría que incluso más pequeño, un poco más pequeño, algo que no resulta importante, claro… pero algo en lo que todos los hombres nos fijamos.

Aunque no es importante, por supuesto.

Era su “primera vez”.

También la primera vez que en nuestros encuentros yo tenía contacto con otra mujer.

Pero era sobre todo la primera vez relacionándose sexualmente con otra hembra.

Y ella fue la primera de los cuatro en alcanzar un orgasmo.

En los días siguientes intentó explicarme, pese a la dificultad que conlleva esa explicación, las sensaciones que Carma le había provocado con aquella combinación de lamer, besar, succionar y frotar el lugar exacto en el que no podía contener su explosión de placer.

Sin duda sus conocimientos médicos, unidos a aquella prodigiosa boca, la dotaban de una capacidad, extraordinaria e incomparable, para inundar de placer a otras mujeres. En homenaje a ella, cuando algún tiempo después se puso tan de moda un aparato masturbador femenino de color rosa y cono blanco que provoca orgasmos por ondas y succión del clítoris, le regalé uno a mi mujer y, fiel a nuestra costumbre de poner nombre y personalizar los juguetes sexuales, le llamé, claro está, Carma.

Era mi turno. Y lo esperaba. Mientras Rocío se recuperaba, aunque sin dejar de chupar el ciruelo de Pol, Carma se giró hacia mí, sentándose en el borde de la cama y colocándome de pie frente a ella. Sólo tuvo que inclinarse un poco para engullirme entero, hasta el fondo, sin dejar ni un milímetro fuera. Podía ver su cabeza moviéndose rítmicamente, con su media melena rubia y rizada balanceándose adelante y atrás al compás de sus movimientos… podía sentir sus labios en un cerco alrededor del tallo de mi sexo, recorriéndolo entero desde el capullo hasta el comienzo de los testículos, labios acompañados de una lengua que ora rodeaba la polla, ora se contraía para una chupada de una fuerza tan impresionante que dejaba claro la intención de su autora, que se aplicaba al objetivo de sacarte de los cojones hasta la última gota.

Puse en poco tiempo fin a aquella tremenda caricia, temeroso de correrme demasiado pronto.

Ella entendió mi necesidad de alivio y dejó que me apartara durante un poco de tiempo. Para seguir con actividad, se juntó en la cama a los otros dos cuerpos en liza, dedicándose a sujetar el sexo de su hombre y facilitar la penetración en la boca de mi mujer, haciendo así entre ambas una especie de pajimamada colaborativa. Pude observar, no obstante, que, al mismo tiempo, abriendo la parte anterior de su bata de encaje transparente, se sujetaba uno de sus grandes y morbosos pechos, para restregarlos por la cara de su marido, obligándole a abrir la boca y chupetear su pezón, labor que parecía agradar sobremanera a ambos.

Aquel gesto me proporcionaba una idea, una sugerencia de actividad excitante pero controlable, una actividad que me permitiera participar y no apartarme a la espera del enfriamiento de mi placer.

Así que, rodeándola por la espalda, abarqué con cada mano uno de sus pechos. Mejor dicho, abarqué cuanto pude de cada uno de sus pechos, que cumplían la condición de acuerdo con aquel dicho que proclama que la teta que la mano no cubre no es teta, sino ubre.

Decidió Carma, por cortesía seguramente, dejarme disfrutar de sus hermosas tetas, girándose hacia mí, aunque sin soltar el miembro de su marido, al que seguía pajeando en colaboración con la boca de Rocío, y frotándomelas en la cara mientras con la boca yo intentaba, en un esfuerzo inútil, capturarlas de algún modo.

En ese juego fuimos entreteniéndonos hasta que, con una mirada directa, Carma me invitaba a cambiar de actividad.

-¿Quieres follarme?- me preguntó, señalando unos cuantos preservativos en una de las mesitas de la habitación.

Obediente, tomé uno y me lo coloqué con cierta rapidez. Ella, en un gesto de delicada atención, y ya con el condón enfundándome la polla, jugó de nuevo con ella, poniéndosela en la boca, quizás para asegurarse de que estaba en su óptima disposición.

Agarrado a su cuerpo, más bien a sus maravillosos y deseables melones, me hundí en su interior con una mezcla de suavidad y fuerza, mientras ella incrementaba los jadeos, encima, tumbada sobre mí, cabalgándome al ritmo que ella misma decidía, a veces más regular, otras con movimientos menos armónicos, todos con un recorrido que me sabía a gloria bendita.

A nuestro lado, Pol y Rocío, se aplicaban a la misma actividad, ella de espaldas, a cuatro sobre la cama, con el corpachón de él embistiéndola por detrás.

Jadeantes, como nosotros, aproximándose también al momento final, al instante de la culminación del placer.

Oí primero el sonido inconfundible del orgasmo de mi mujer. Poco después, el gruñido de Pol cuando se dejaba ir sacudiendo con fuerza su vientre contra el culo de Rocío. Entre ligeros espasmos, un vibrato de varios segundos de duración, y suaves suspiros de Carma, percibí también su corrida, en unos movimientos que buscaban profundizar con mi sexo más adentro en el suyo, un gesto que me hizo descargar también inmediatamente.

Creo que era una estrategia preconcebida.

Tanto Pol como yo estábamos por el momento fuera de combate, pero no había finalizado todo.

Ellas dos no.
 
Ellas dos no.

Rocío por supuesto. Su capacidad para alcanzar orgasmos es extraordinaria. Y Carma tampoco había finalizado.

Apenas una breve pausa para desengancharnos Pol y yo de nuestras circunstanciales parejas de cópula y sentarnos en cada uno de aquellos sillones de la habitación, tras desenfundarnos los falos de las gomas que habíamos usado, y ya podíamos contemplar la continuidad de la actuación.

Tumbada boca arriba en el centro de la cama mi Rocío, con las tetas apuntando al cielo. Gateando sobre ella Carma, con sus pechos balanceándose hacia debajo de forma que se rozaban entre ellos, endureciéndose mutuamente, contribuyendo a que de nuevo ambas hembras experimentaran el aumento de su deseo.

Carma, ya totalmente desnuda, se movía con precisión, sabiendo exactamente qué quería hacer con cada gesto. En el juego de los roces llevó sus pezones a la boca de su compañera de placeres. Vi, por primera vez en mi vida, a mi mujer lamiendo los pezones de otra hembra. Se dejaba hacer más que hacía, dirigida por la otra mujer, más experta y conocedora de las técnicas necesarias para ofrecer y recibir placer con otra persona del mismo sexo.

Pol abrió otra botella de cava y, para ayudarlas a refrescarse, les alcancé una copa llena a cada una. Bebieron y jugaron con el líquido en sus bocas, que después, seguramente produciendo una nueva sensación de frescor en la piel, recorrieron los pechos de ambas, en besos de toda clase y forma, en lamidas diversas y todas deliciosamente excitantes para mí, convertido en espectador de aquella primera vez en que mi Rocío se entregaba a los brazos de otra mujer.

También Carma le recorría entero el cuerpo con sus manos, tocándola en todas partes, buscando con cada roce arrancarle suspiros de placer. Guiada por aquella orientación, encontraba sus rincones con certera precisión. Se enroscaban las lenguas y permanecían en interminables besos mientras sus muslos se cruzaban, entrando entre las piernas de la otra, frotando arriba y abajo con movimientos de las caderas adelante y atrás, pero sin separar los pechos ni las bocas.

Intuí, más que observé, al menos dos corridas de mi mujer en aquella posición, apretada contra el muslo que la presionaba y presionando, ella también, su pierna contra el coño que se rozaba en ella.

Deshecho el abrazo, veía desde mi asiento a Carma manipular entre las piernas de Rocío, que se retorcía de placer. En los días siguientes tuvo ocasión de explicarme, para mi sorpresa, que su compañera en la cama tenía una habilidad extraordinaria para provocarle una excitación superior a cualquier otra que hubiera sentido antes. Carma le introducía dos dedos en la vagina y con ellos, justo a la profundidad de un dedo extendido, realizaba movimientos de ganchito, oprimiendo su pared vaginal frontal, como si quisiera tocar la piel del vientre desde dentro, como si quisiera apretar el hueso del pubis sacándolo hacia el exterior, pero sin especial fuerza. Unos movimientos que realizaba -me decía- a una velocidad vertiginosa, para de repente combinarlos con un movimiento lento que la hacía enloquecer a la espera de la reanudación de aquellos otros frenéticos.

Una manipulación que en ocasiones acompañaba con unos besos también inigualables en la parte exterior de su coño, lameteando el clítoris, o los labios, o sorbiendo uno y otro en alternancias imprevisibles y siempre arrebatadoras.

También ella lo hizo. También por primera vez pude contemplarla amorrada entre las piernas de otra hembra.

Ella, que es perspicaz y aprende rápido, estoy convencido que puso en práctica las técnicas que Carma desarrollaba con ella, intentando imitarla para devolverle algo de la tremenda excitación que la otra le provocaba.

Pero si puede medirse esto como las competiciones deportivas, el tanteo era abrumador.

Fuera la reconocida facilidad para alcanzar orgasmos de Rocío, o fuera por la extraordinaria habilidad de Carma, la cuenta quedaba desequilibrada. Perdí el cómputo de las veces que mi mujer se desmoronaba en una corrida, y apenas hubo un par de ellas en que la mujer de Pol hiciera lo mismo.

Mientras, mi cipote se había puesto morcillón de nuevo. Es imposible asistir a una situación como la descrita sin que la excitación te inunde, aunque acabes de tener una descarga. Más si, desde esa lechada anterior, ya había transcurrido una hora de ininterrumpido encuentro lésbico. Sabido es que esa relación -nadie me pregunte por qué- excita especialmente a los hombres.

Yo no era una excepción.

Pol tampoco.

Sentado en su sillón, contemplando a las dos mujeres con el fondo de la ciudad iluminada penetrando a través de la pared de cristal, se pajeaba lentamente, sin prisas, con la polla también morcillona, sin demasiada tensión, sonriendo y de tanto en tanto dando un nuevo trago de cava.

Rocío y yo tuvimos, en un momento en el que la actividad de ambas se había serenado, un cruce de miradas. La suya estaba todavía perdida en los recovecos de una reciente explosión de todo su cuerpo, a medio recuperarse de los efectos de la misma, la mía -creo- cargada de curiosidad por su nueva experiencia, de excitación por todo lo que estaba contemplando, de deseo de sentir algo más que aquella excitación del mirón que estaba sintiendo.

Pareció entenderme. Lentamente se incorporó… con un paso vacilante llegó hasta mi sillón para descargarse sobre mi cuerpo, tumbada sobre mí, desmadejada, pero suave y cálida como siempre.

Al poco, se deslizó hasta el suelo enmoquetado, situando su cabeza entre mis piernas. Buscaba darme algo más, gastarme del todo, agotarme el placer sin dejar ningún resquicio para conservar un resto de deseo.

También se acercó Carma. Arrodillada junto a Rocío, ambas me ofrecieron una nueva experiencia nunca vivida. Sus manos, tres, y sus bocas, dos, me buscaban los rincones del placer en toda la piel, especialmente en mi sexo. Dos manos sujetándome las bolas, tirando hacia atrás de ellas para que el tronco luciera más, despegado del cuerpo y con el capullo totalmente descubierto, reluciente por sus salivas impregnadas.

La otra mano de Carma buscaba un punto muy especial de mi cuerpo.

Entre las nalgas, sin dejar de recorrer con una mano de arriba a abajo el tronco de mi sexo, se acercaba ondulante, suave, lentamente, a la entrada del culo.

Un dedo que con toda precisión sabía encontrar el lugar exacto en el que su contacto me producía un respingo y cosquilleo, al mismo tiempo que una sensación de placer. De nuevo sus conocimientos médicos le servían para moverse en mi piel con perfecto conocimiento.

Entró.

Por primera vez entró por mi culo un cuerpo, su dedo, que si bien al principio provocaba una sensación extraña, de invasión, al poco tiempo y una vez ligeramente relajada mi tensión transformaba la sensación molesta en un plus de excitación difícil de describir.

Frotaba ligeramente, apenas unos tres o cuatro centímetros dentro de mí, provocándome en aquel punto una gran concentración de sensaciones placenteras. Ese dedo, más sus labios, más su lengua, más las caricias de Rocío, más la mirada de mi mujer, mirada medio de vicio y medio de curiosidad científica, me llevaron al límite.

Me corrí en su boca. Totalmente hundido en ella, con las manos de mi mujer sujetando todavía mis bolas y su nariz pegada a mi pelvis, solté todo lo que me quedaba.

Me descargué en aquella boca mágica de Carma sin que ella rehusara recibirla. Al contrario, cuando mi intención era retirarme ante la evidencia de la inminente resolución, me sujetó con fuerza para mantenerme bien clavado por su dedo y entre sus labios, asegurándose mi permanencia en aquella dulce prisión. Sólo cuando la intensidad estaba disminuyendo aflojó algo la penetración, para todavía proporcionarme unos últimos latigazos de placer al dejar deslizar mi capullo hasta sus labios, retenerlo allí y sorber de nuevo con fuerza, dejarlo ir después otra vez para repasarlo entero con su lengua.

Desconozco la razón, pero no hay hombre que no se rinda ante una mujer que sabe cómo complacerle con la boca. No hay ninguna razón que se me aparezca convincente para justificar esa realidad, pero lo cierto es que si una mujer no le hace ascos al sexo oral y, por el contrario, lo utiliza de forma hábil, para darle placer a un hombre, tendrá al receptor de tanto placer tendido a sus pies para siempre.

Disfruté, sin duda, la mejor mamada que me han hecho, junto con algunas otras que también me ha realizado Carma en las tres ocasiones posteriores en que, en todos estos años, hemos vuelto a encontrarnos.

Aplacada mi inquietud, quedaba Pol todavía por calmar, morcillón como seguía y sin dejar de tocarse él mismo. Ambas se aplicaron. Prácticamente las mismas acciones que habían realizado conmigo, en un ejercicio de igualdad de trato conmovedor, como si un principio de justicia elemental exigiera que ninguno de los dos pudiéramos sentirnos tratados diferente o peor.

Y la misma boca recibió lo que soltara su aparato, poco o mucho, entre gruñidos de placer y sacudidas de todo su cuerpo.

Y el mismo dedo le perforó el culo. A él, según pude observar sin problema, debía tenerlo muy acostumbrado a esa caricia, porque no le hizo falta humedecer sus dedos para clavárselos, conseguía introducirle todo el índice sin problemas y los movimientos de entrada y salida eran mucho más amplios y bruscos que los delicados y sin apenas recorrido que me había hecho a mí.

Al finalizar, ni un rastro quedaba en los labios o en la boca de Carma, que seguidamente se sirvió una nueva copa de cava para beberla mirándonos a uno y a otro, en una especie de dedicatoria y demostración de que había sido capaz de engullir sin hacer ascos hasta la última gota de nuestro semen.

Poco más teníamos que decirnos.

Un último brindis, unos últimos besos. Vestido yo con pantalones y americana, lo justo para no parecer totalmente desnudo, el resto de ropa en la mano, Rocío con su vestido burdeos y también el resto de ropa en el brazo, calzados pero sin abrocharnos los zapatos, recorrimos el pasillo de las habitaciones hasta la nuestra, sin importarnos que las cámaras de seguridad recogieran nuestra imagen de parranderos juerguistas y trasnochadores, con los cuerpos vencidos de cansancio y el alma llena de emociones hermosas, sin importarnos tampoco -aunque no sucedió- que alguna puerta pudiera abrirse y sorprendernos medio desnudos volviendo a nuestra cama.

Las siete.

Han sido diez horas desde que nos encontramos para cenar con ellos.

Una noche perfecta.

Tuvimos que pagar una estancia más. No nos despertamos hasta bien pasado el mediodía, pero no perdimos el Ave, lo habíamos reservado para última hora de la tarde, pensando en aprovechar un poco más el viaje a Barcelona.

El monótono, balanceante y apenas perceptible traqueteo del AVE nos adormecía de vuelta a casa, cansados todavía de los excesos de cama realizados, amodorrados uno junto al otro, perdidos cada uno en nuestros pensamientos, recuerdos o ensoñaciones.

***
 
***

-¿Qué pasa?

Me desperté sobresaltado. Eran las 3 de la madrugada y me sentía algo desorientado. Por unos segundos no sabía dónde estábamos, ni por qué Rocío y yo estábamos tan alterados.

Habíamos llegado el día anterior a Chiclana. Vacaciones de verano, 15 días en un chaletito muy cuco, en primera línea de la playa de la Barrosa, en la zona más cercana a las dunas de Sancti Petri.

Con Carlos y Loli. Los cuatro.

No eran las primeras vacaciones juntos. Pero en las anteriores habíamos estado en hoteles. Por primera vez compartiríamos vivienda en forma comunitaria. Años más tarde lo hemos vuelto a hacer, pero ya con hijos la convivencia es diferente, mucho más centrada en sus necesidades que en la diversión propia.

De hecho, aquel año -2006- fue el último con tanta libertad, porque en el siguiente ya nació el niño, el mayor de nuestros dos hijos.

A mi lado, Rocío estaba igualmente asustada, despertada, como yo, por aquel grito profundo y penetrante.

-¿Qué le pasa a mi hermana?

Las paredes del chalé, pura apariencia todo, eran más finas que el papel de fumar. Lo que estaba sucediendo en la habitación de al lado se escuchaba con todo detalle en la nuestra, e incluso amplificado de forma que, estoy seguro, podía escucharse mejor que en la otra.

Un grito agudo y reiterado, penetrante, un quejido que se prolongaba de forma exagerada, apenas se interrumpía un instante y continuaba con el mismo tono y la misma intensidad…

A punto estuvimos de irrumpir en donde estaban Carlos y Loli, dispuestos a socorrerla.

Superado el impacto inicial, escuchando que aquellos gritos se acompañaban de un jadeo profundo y discontinuo, y de alguna interrupción cargada de interjecciones o para hacer indicaciones que tenían un contexto imposible de confundir, acabamos los dos riendo en silencio, para no molestar, alertados ya de la falta de aislamiento acústico de las estancias de aquella casita, siendo testigos sonoros durante la media hora siguiente del disfrute sexual de nuestros familiares y convecinos.

Silenciamos cualquier expresión, divertidos por la anécdota. Durante una media hora fuimos partícipes auditivos de un polvo apasionado, lleno de la fuerza de su juventud.

Y supimos así la forma tan poco ortodoxa que Loli tiene de externalizar su placer.

Finalizaron al cabo de un rato… Poco después oímos unos pasos por el pasillo al que daban ambas habitaciones, la puerta del baño y un breve trasteo en el interior.

Seguramente ella –pensé- que habrá ido a limpiarse y a mear.

Pero ya estábamos despiertos y divertidos por el descubrimiento. Bien mirado, creo que fue la primera vez que caí en la cuenta de que Loli era también un sujeto sexual, es decir, una persona con capacidad para tener esas relaciones, sentir deseos y satisfacciones… en definitiva, una mujer, sin más calificativos.

Tampoco era ajena a mis sensaciones Rocío. Con la cara enrojecida de tanto aguantar la risa, en voz muy baja, apenas murmullos entrecortados por carcajadas silenciosas, hacíamos comentarios burlones sobre lo escuchado, pero ya estábamos desvelados, con la descarga de adrenalina sufrida y la excitación que se nos había contagiado tras media hora de audiopornografía.

Fue el polvo más extraño de todos los que hemos compartido.

Por un lado, la sensación de secretismo era excitante. Como si hubiéramos estado en casa de sus padres y lo hiciéramos a escondidas, procurando no ser descubiertos por Don Alfonso y Doña Angustias.

Por otro, el control consciente y absoluto de los sonidos, de todos los sonidos, introducía una dificultad considerable a la concentración en el placer.

Procuramos que la cama no chirriase, que los jadeos no fueran sonoros, que los choques de los cuerpos no se percibiesen en aquel chop-chop con que los fluidos acompasan las embestidas de los sexos…

Ignoro si conseguimos tanto sigilo, pero puedo afirmar que un polvo mudo es una experiencia vital sorprendente.

En el resto de las vacaciones no volvimos a escuchar, salvo en una ocasión, aquel festival sonoro tan inconfundible. Sin duda, las hermanas lo hablaron. Con toda seguridad, mi Rocío desveló a su hermana nuestra audición de madrugada, con el efecto derivado de coartar su actividad sexual. Al igual que nosotros tuvimos que silenciarnos o buscar momentos en que la otra pareja no estuviera en casa para dar suelta a nuestro deseo, supongo que ellos hicieron lo mismo, en una mutua hipocresía que hacía desaparecer, en nombre de mantener la intimidad de los actos, la espontaneidad en las prácticas sexuales de las dos parejas.

Sólo una excepción a esa nueva regla se produjo. Fue el último día de vacaciones, la última noche más bien, tras recorrer diferentes chiringuitos y baretos que no sabría identificar, pero que estaban esparcidos por las calles de aquella curiosa ciudad, bautizadas con nombres de especies marinas, tras beber cerveza y picar cañaíllas en la calle del Atún, beber más cerveza y picar gambitas en la calle del Bogavante, beber todavía más cerveza y picar no sé qué en la calle de la Cañaílla, y beber más y más cerveza y volver a picar algo en la calle de la Caballa…

Acabamos con más desparpajo que nunca volviendo a la casa aquella, para verter ríos de orina –sonora también-, por turnos, y retirarnos a las habitaciones en las que cada pareja, esta vez con ninguna prevención sobre las posibles escuchas, nos dedicamos al fornicio conyugal.

Debo reconocer, no obstante, que no me interesó especialmente prestar atención a los ruidos, sea porque aún no había desarrollado mi actual interés por ampliar el marco relacional de mis actividades sexuales, sea porque la cogorza no me permitía estar pendiente de demasiadas cosas, o ves a saber por qué sería ese desinterés.

O quizás porque en el periplo enogastronómico por aquellas singulares calles había echado en falta alguna especie de marisco muy apreciada, y para compensar su carencia decidí hartarme de almeja fresca viva.

Es sabido que dos muslos de hembra en sazón, apretados contra las orejas, dificultan considerablemente la audición.

***

Lunes.

Dos días y nos metemos en julio.

Un mes de julio atípico, tras lo sucedido esta primavera. Veremos qué me encuentro esta semana en el despacho. El mes de julio acostumbra a ser de locura en los despachos de abogados, y éste todavía más, algunos jueces han aprovechado para sacarse de encima el trabajo atrasado durante años y su producción se descarga ahora sobre las partes de los procedimientos, sin ninguna piedad, obligándonos desde hace ya un mes a un ritmo imposible de aguantar.

-Rocío… ¿los niños están de campamento de verano la semana de la fiesta de Santiago, no?

Mientras me anudo la corbata, le hago la pregunta. Sé que está despierta pero remolonea en la cama, perezosa, con ese camisón transparente con el que más que taparse se exhibe, mientras en la mesita descansa el aparatito rosa de las ondas y los chupetoncillos con el que estuvimos jugando anoche.

-¿Qué estás elucubrando?

Me conoce bien. Se ha dado cuenta de la asociación de ideas. Si Carma y Pol estarán por aquí para esos días y nuestros hijos no, nuestras posibilidades de movimiento, actividades y desplazamientos serán mayores. Incluso…

Por eso le respondo con sinceridad.

-Si vienen esos días, si les atendemos o hacemos de anfitriones, será diferente si los niños están o no.

-Están desde el 13, hasta el 26. Creo que es domingo el 26 y volverán como el año pasado, sobre las seis de la tarde- me contesta, siempre con el calendario de las actividades familiares en su cabeza, sin perder nunca ni un solo detalle de los eventos de nuestros hijos.

-¿En qué piensas cuando dices hacer de anfitriones?

Nada se le escapa. Sabe lo que he pensado y es inútil ocultarlo.

-No… pensaba que si están por aquí ese fin de semana, y estamos solos, bien podemos invitarlos a comer o a cenar en casa ese sábado.

-¿Y a dormir no?- añade con un poco de sorna, sabiendo que eso es lo que sin decirlo he querido decir.

-A dormir también- concedo.

***

Nada nuevo bajo el sol.

Los días van pasando, monótonos.

No hemos vuelto a cenar con Loli y Carlos. Dentro de la más absoluta normalidad, como otras veces en el mes de julio suspendemos las cenas compartidas, algo que a lo largo de estos años se ha venido produciendo de forma natural. Las cenas de empresa, de grupos, de amigos, las salidas de cada cual o de cada pareja con su entorno laboral o de ocio que acostumbran a preceder las vacaciones o las navidades, establecieron la regla no escrita de suspensión de las más íntimas y familiares de cada quincena.

-¿Sabes algo de tu hermana y Carlos? Hace tiempo que no les veo.

-Están bien. Ayer hablé con ella.

-¿Siguen eufóricos o ya han aflojado?

Me explica sin demasiados datos que nuestros jóvenes novatos intercambiadores se van moderando, pero siguen sin apagarse los ardores de un sexo redescubierto. Insisto en los comentarios mientras Rocío, pacientemente, me responde con tranquilidad y sin esconderme, creo, la información de la que dispone, pero sin entrar en detalles y pormenores que ignoro si ella, en cambio, conoce.

Dejo caer la pregunta, como si no tuviera mayor importancia.

-¿Cuándo vengan Pol y Carma, invitaremos también a tu hermana y a Carlos?

Tarda en responder. Detecto que la pregunta le ha sorprendido porque no tiene respuesta meditada. No lo ha pensado y sobre la marcha está ordenando sus ideas para contestarme.

Cuando eso sucede es muy previsible. Siempre responde a la gallega en estos casos.

-¿Tú quieres que estén?

La respuesta la tengo preparada. Adopto el tono de quien reflexiona en voz alta, una representación de naturalidad e improvisación que es muy diferente a la realidad.

-Bueno… eso tiene varias perspectivas posibles. Querer quiero… O sea, que me gustaría, porque podría ser de lo más… -Dejo inacabada la frase y remato con otra- Por separado con unos y otros ha sido bonito y ha funcionado bien ¿no?

Hago una pausa para ver su reacción, pero no dice nada. No deja entrever qué pasa por su cabeza en este momento.

-Pero claro -prosigo- sería también algo nuevo para nosotros… nunca hemos estado tres parejas juntas… eso puede salir bien y puede salir fatal, según como vaya ¿no?

La capacidad para hablar sin decir demasiado es una habilidad propia de mi oficio, y modestamente diré que en eso soy bueno… Enlazo otra reflexión…

-No creo que Carma y Pol tuvieran problemas, al contrario, ellos ya han tenido más experiencias y si les decimos que vienen creo que no van a poner dificultades, pero…

Nueva pausa escénica, para evaluar reacciones. El pero inquietante suspendido en la respuesta exige una continuación que Rocío espera.

-En realidad dependería más de si tu hermana y su marido quieren y pueden… Si no quieren pues no hay más que hablar, pero incluso si quieren igual no sé si en este momento están en el punto de hacer algo más o todavía deben madurar lo que están viviendo… No sé, eso es algo delicado, igual no tengo bastante información para formar opinión. Igual tú tienes más… y también conoces mejor a tu hermana… y también sabes mejor como son, porque siempre has sido más capaz de valorar las situaciones… no sé ¿tú que crees?... Bueno… tampoco te he preguntado si quieres, y eso es lo primero ¿no?

Un enorme rodeo, circunloquio que más que respuesta formula interrogantes y le devuelve la iniciativa en la contestación. Lo confieso, me juzgo a mi mismo en ese momento brillante y me siento lleno de autoestima por la forma de plantearlo, una forma pensada desde hace días y ejecutada con maestría.

-Es muy fuerte, sí- me responde, pero cae de nuevo en el silencio y continúa con la colocación de la ropa en el armario, la tarea que realizaba cuando iniciamos la conversación.

Sé que ya no me dirá nada del tema durante un tiempo. Horas, tal vez días, tiempo que necesita para meditar. Me pongo en su lugar -me digo a mi mismo-, que no cada día y a cualquier persona se le plantea la posibilidad de montar una orgía de tres parejas en las que una de ellas es tu hermana y su marido.

Para explorar la última posibilidad de obtener una respuesta, para no dejar el tema en silencio sin intentarlo, para no cerrar en falso la cuestión y dejar bien patente que espero una respuesta, hago un comentario final.

-Bueno… hoy es 4, faltan tres semanas, podemos pensarlo. Si es que sí necesitaríamos saberlo un poco antes para preparar a unos y otros con tiempo ¿no?

Tampoco me responde, simplemente esboza una sonrisa pensativa y hace un gesto de asentimiento con la cabeza.

¡Me conoce tan bien!

Sin pronunciar palabra se acerca, alarga su mano a mi entrepierna y con la palma abierta tienta toda la extensión desde las ingles hasta el vientre.

Constata lo que ella sabía sin necesidad de hacer la comprobación. No creo que fuera visible, al menos he tenido bastante cuidado en evitar que se notara, pero ella lo sabe. Desde hace un buen rato tengo la verga endurecida dentro del pantalón, tiesa de excitación al imaginar las posibilidades de un encuentro a seis, de esas tres parejas entregándose sin cortapisas a una relación sexual múltiple, al imaginar nada menos que tres hembras en celo y tres machos salidos revueltos, dando y recibiendo todo lo que un hombre o una mujer pueden dar en esas circunstancias.

Estoy trempado y ella lo corrobora con su mano, suave y amorosa, acariciándome. Lo hace por unos segundos que me parecen infinitos, congelados en el tiempo y en el espacio, como una caricia que pudiera eternizarse para siempre en la memoria.

-Te quiero- acierto a decir un segundo antes de que ella retire su mano, abandonando la caricia, para seguir dedicándose al orden hogareño del sábado.

***

¡Cómo corre el tiempo en julio!

Se van los días sin darte cuenta. Parece que la vida, como en diciembre, vaya a acabarse después de este mes.

Las empresas parecen apresurarse en cerrar el curso, dejando listas antes de las vacaciones todas las cuestiones pendientes. Igual ocurre con los juzgados, que aceleran la producción de sentencias y otras resoluciones, para que el juez pueda irse de vacaciones, dejando nada más unos cuantos cientos de personas en espera de sus resoluciones, y no así a otros cuantos cientos más.

Rocío parece vivir en otro mundo.

Finalizado el curso, preparado el próximo sin problemas porque al fin y al cabo su materia no cambiará mucho de un curso a otro, emplea su tiempo en relajadas lecturas, placenteras sesiones de sol en nuestro jardín e interesantes conversaciones con nuestros hijos, que están llegando a una edad en la que tienen bastantes cosas que decir, cosas que ella sabe escuchar.

Apenas unos días para Santiago.

“Éste es un gran acuerdo para Europa y para España”, nos dice el Presidente del Gobierno en los telediarios.

“Se ha logrado gracias al PP” dice ese muchachito de dudosa cualificación académica que está hundiendo al partido de la oposición, diciendo cosas que nadie puede creerse.

“529 contagios más”, dice el locutor del telediario sin que parezca importarle a nadie…

¿Todo normal otra vez?

Puede que sí.

Faltan cuatro días para que Pol y Carma vengan a comer a casa.

Y Carlos y Loli, claro.

-¿Ya has decidido el menú?

No me contesta de inmediato, como si debiera reflexionar la respuesta. Por fin lo hace. Escucharla me tranquiliza.

-No te preocupes. Todo estará bien.

Sí. No debo preocuparme. Sé que ella está al mando y que no dejará -es su carácter- nada sin preparar hasta el último detalle.

-¿Has hablado con Carma?

-Sí- responde lacónica.

-¿Y con tu hermana?- insisto intentando ser partícipe de la preparación.

-También.

No me quedo tranquilo. Quiero saber en qué escenario estaremos el sábado. No me aclaran nada sus escuetas respuestas.

-¿Le has explicado quienes son Carma y Pol?

Ahora se ríe abiertamente de mí. Juega con mis inquietudes y me responde de nuevo lacónica y burlona.

-Claro. Le he dicho que son unos médicos catalanes amigos.

-Va… no juegues…

Me sonríe abiertamente. Su boca es una provocación cuando lo hace. Si no estuviera enamorado de ella, cada vez que me sonríe me enamoraría por primera vez. Me dispara directo al estómago.

-¿Quieres saber si vas a follarte a Loli otra vez?

Su pregunta me desborda hasta el punto de que no sé qué contestar. Por fin acierto a hacerlo con una frase absurda, una verdadera gilipollez.

-¿Crees que me importa eso mucho?

Me destroza con un monosílabo y una mueca burlona en sus labios.

-Sí.

Me importa, claro. Mucho. Es innegable. Pero me siento legitimado para interrogarla, pues en definitiva soy parte integrante, e importante, de ese partido por jugar.

Ella lo puede organizar, disponer, tratar con su hermana y Carma, incluso decidir qué sucederá en la comida. Yo no tengo esas mismas posibilidades o capacidades.

Pero eso no es obstáculo para que deba saber a qué atenerme.

Procuro hacérselo entender, mientras ella elude respuestas. Sabe cómo ganarme. Cuando llevo un rato argumentando, sin esperanzas, se acerca a mí, me besa buscándome la lengua con la suya y consigue que me calle para disfrutar de esa boca deliciosa.

-No te preocupes- me dice aprovechando un momento de respiro- todo está preparado.

Y, claro… yo no me preocupo, disfruto de esa boca, de ese cuerpo que se pega al mío, de sus pechos, en punta, clavándose en mi torso, de sus manos avanzando hasta el mismísimo volcán de mis placeres…
 
Capítulo Décimo primero. La fiesta.

Finalmente, no es una comida.

Durante unos días hemos dudado de que pudieran estar con nosotros Carma y Pol. Las noticias no eran tranquilizadoras. Se hablaba de un segundo confinamiento en Cataluña. Incluso algunas zonas parece que han sido cerradas, incluso con todas las dudas sobre si es posible una limitación de la libertad de desplazamiento y circulación sin estar en estado de alarma.

Parece grave la nueva expansión allí del contagio del covid 19, e incluso hemos dudado de la oportunidad de tener este encuentro aun si no hubiera prohibición.

Pol y Carma, como si hubieran intuido nuestras dudas, nos han tranquilizado diciéndonos, muy delicadamente y entre bromas, pero dejándolo claro, que antes de salir de vacaciones se realizaron las pruebas del virus y el resultado es que ambos han estado en contacto con el virus (cosa normal, dado su oficio y dedicación), por lo que tienen anticuerpos, pero no tenían, al momento de hacerse la prueba, presencia de virus.

Pero aquí están.

Llegaron a media tarde de ese sábado de fiesta nacional gallega. Habían pasado por varias localidades más o menos cercanas a nuestra ciudad, en una ruta turística y gastronómica que pasaba, entre otras, por una ciudad de murallas y carnes prestigiosas, pero que les había cansado entre temperaturas extremas de una meseta castellana imposible de transitar en las horas cálidas del verano.

Por más aire acondicionado o maravilloso climatizador que tuviera su buen coche, traían un aspecto ajado, cansado, casi el propio de unos turistas extranjeros y poco prevenidos que se hubieran aventurado sin conocer el país y sus especiales condiciones.

Se alojaban, nos dijeron, en un hotel de otra ciudad diferente a la nuestra, y no habían querido acercarse antes porque entonces hubieran demorado demasiado su llegada. Eso sí, traían una bolsa de mano con lo imprescindible para acondicionarse lo bastante para la cena prevista, lo justo -dijeron- para no estar como en un camping.

Ambos vestían pantalones cortos. Curiosas modas éstas. Ya no hay edad ni límite. Hace unas décadas, apenas las más jóvenes se vestían con esas prendas. Las señoras a partir de los 35 o 40 años no se atrevían a esa modernidad, incluso las más avanzadas y dispuestas a excesos, apenas hacían servir los shorts, como entonces se les llamaba, ni siquiera en los ambientes más informales.

Pero ¿qué decir de nosotros?

Hace apenas unos cuatro o cinco años, las bermudas eran una prenda propia de los más jóvenes. Este año -obsérvelo bien quien quiera contrastar la afirmación- hombres de todas las edades y en todas las circunstancias se visten con esa prenda, siendo incluso mayoritaria en las ciudades otrora elegantes, de modo que he podido ver vetustos y añosos señores, algunos de piernas canijas apenas encarnadas, con las pantorrillas deslucidas al aire y las nudosas rodillas descubiertas, acompañados de sus nietos de corta edad con la misma longitud de perneras, en una mezcla de apariencias que restan bastante, cuando no la suprimen del todo, la dignidad que se presume atributo propio de determinadas edades. ¡O témpora! ¡o mores!, que diría Cicerón.

Pantalones cortos que a ella le permitían lucir aquellas piernas fuertes, redondas y firmes, bien torneadas y de piel limpia, bastante blanca y de apariencia -yo sé que no es sólo apariencia- suave, pero que a él le descubrían unas piernas enjutas, desproporcionadas diría con el resto del cuerpo al que daban soporte.

Ella completaba su atuendo con una blusa blanca, radiante de blanco, con la forma necesaria para acoger sus pechos impresionantes, sin presionarlos contra la tela, y hacerlo proporcionando una cierta gracia y atractivo al conjunto.

Hacía tiempo que no los habíamos visto. No estaban muy diferentes a como estaban hace un año y medio, salvo la apariencia más deslucida con la que las circunstancias les hacía presentarse y una cierta pérdida de peso, que de inmediato asocié con la actividad profesional que sin duda la pandemia les había obligado a realizar.

Tras los abrazos y apretones de rigor, poco intensos en esta ocasión, sudorosos y acalorados como estaban, pasaron al interior, les condujimos a la habitación de invitados y les pedimos que se sintieran en su casa… que les esperábamos en el jardín, sin ninguna prisa… que dispusieran de todo lo que necesitaran… que nos dijeran si algo más era preciso…

Y en definitiva todo aquello que suele decirse en estas circunstancias por personas correctas, acogedoras y hospitalarias como somos nosotros y como merece la ocasión, pues no cabe sino ser generoso anfitrión de quien hace cientos de kilómetros y dedica algún día de sus vacaciones a visitarte a domicilio con la loable intención de follar en grupo durante toda una noche hasta no poder más con el cuerpo.

Una hora después, duchados, cambiados y radiantes, aparecían en el jardín, luciendo de nuevo la apariencia social de pareja madura elegante y agradable que son.

Él, pantalón largo, mocasines de ante sin calcetines y polo, todo azul marino; ella, falda algo ajustada, de tela ligera, justo por debajo de la rodilla pero con pequeñas aberturas laterales, no más de unos centímetros hasta alcanzar un poco por encima de las mismas, y blusa amplia, suelta, cayendo desde la punta de sus pechos libremente por delante, con un generoso escote que por la espalda alcanzaba hasta más o menos el lugar en que debía cruzarla la tira trasera del sujetador, y por delante mostraba con bastante descaro el canal, profundo y cerrado, entre sus pechos.

Estaba preciosa.

Se lo dijimos. Rocío también. Y la mirada de Carma cuando Rocío le decía lo bella que estaba, era una mirada intensa, cargada de agradecimiento y también de deseos…

Se sentaron con nosotros, a la sombra de una pérgola protectora que instalamos en verano para protegernos del sol en las horas de descanso, mientras comenzábamos –cómo no, con ellos, que son de aquella tierra- la degustación de un cava fresquísimo y reparador que teníamos preparado en su honor.

Estuvimos hablando de todo un poco, pero especialmente de la situación económica, política y social de nuestro momento, las consecuencias de esta crisis, de esta pandemia que nadie sabe si acabará y cómo acabará, que nadie sabe si volverá o no a los extremos dramáticos de hace unos meses, que a todos nos deja en la incertidumbre sobre tantas cosas.

Es curioso. Como en todas las épocas de crisis profunda, las clases medias y acomodadas se inclinan a las experiencias más libertarias, como si la conciencia del valor de su libertad les llevara –nos llevara- a las prácticas inusuales o más extremas, en una especie de agotamiento de los placeres, tal vez por si en el futuro le fueran negados.

Dicho en más castizo, como si el axioma vital imperante fuera el famoso “para lo que me queda en el convento…”

Cuanto más explicaban sus experiencias, terribles experiencias, más se acentuaba la firma de convicción del a vivir que son dos días. Eran experiencias duras, relacionadas con la muerte, con la imprevisibilidad de la enfermedad y su desenlace.

El personal médico y de enfermería es en general promiscuo -nos decían- una tendencia derivada de su perfecta conciencia sobre la fugacidad de la vida, pero en este periodo –afirmaban- habían visto una exacerbación de esas tendencias, una acentuación de la promiscuidad pese a lo sacrificado y agotador de sus jornadas, una especie de liarse la manta a la cabeza y tirar por la calle del medio, algo que –comentaba Pol- le había llevado a imaginar cómo sería la cuestión en periodos de guerra, o en colectivos como los militares en los que la vida es algo realmente precario.

De hecho, esa reflexión la acompañaba de un dato histórico –que no creo que esté muy confirmado- según el cual entre los aviadores norteamericanos durante la guerra de Corea eran frecuentes las prácticas swingers, que realizaban depositando las llaves de sus coches –ellos- en un recipiente, para extraerlas después ellas a ciegas, emparejándose según ese azaroso método.

Cierto o no, aseguraban haber vivido esa realidad y ellos mismos haber tenido por primera vez en su entorno profesional relación con otras personas, tanto juntos como por separado. Por separado Carma doblaba las experiencias de Pol. Si él se había encamado (o encamillado) con una colega médico y una enfermera, ella lo había hecho con dos mujeres, una médico reconocidamente lesbiana y una enfermera -que no lo era pero que probó el placer sáfico- , un enfermero jovencito al que consoló maternalmente dejándole jugar con la verga en sus atributos mamarios antes de empalarse con ella, para recuperarlo de la desazón depresiva en la que cayó en el momento más duro del colapso, y un médico muy mayor -de la tercera edad, decía ella- al que premió la osadía de tirarle los tejos con gracia.

En esas conversaciones fue cayendo la tarde, acercándose la hora en que habíamos quedado con Loli y Carlos.

Esta vez Rocío no se encargaba de la intendencia, de la cocina, de los platos y de la preparación.

La mesa ya estaba preparada desde la mañana, como los vinos, y la comida era el producto de un encargo completo a un restaurante de nuestra ciudad, uno de los punteros y más afamados, pero que como otros muchos ha sabido reinventarse en el take away, en el servicio a domicilio de comidas al que de alguna forma les empujó el estado de alarma y algunas previsiones sobre el cierre de restaurantes pero con posibilidad de efectuar servicios a domicilio.

Si la misma comodidad que proporciona encargar una pizza puede obtenerse encargando platos más complejos, la tarea de ser anfitrión de una cena entre amigos se simplifica, al mismo tiempo que se tiñe de un encanto superior.

Les volvimos a rogar que se sintieran como en su casa, mientras nos preparábamos nosotros también para la cena.

No habíamos preparado nada especial, Yo, un pantalón y una camisa de manga corta, las dos prendas de lino, y unos zapatos frescos.

Rocío siempre es especial.

Un vestido negro, de viscosa, con escote en uve por delante y por detrás, un escote largo, profundo, que si por detrás llegaba casi hasta la zona lumbar para acreditar la ausencia de sujetador, por delante también ofrecía una amplitud generosa, pero sobre todo por los lados, bajo las axilas, con una abertura alargada hasta la misma cintura que permitía mostrar de perfil la belleza perfecta de su pecho, e incluso exhibir sus pezones en según que movimientos. “Side boob” creo que llaman a ese tipo de escotes laterales. La falda amplia, apenas por encima de la rodilla, con un vuelo gracioso para mostrar las piernas –e incluso algo más que las piernas- en cualquier giro rápido.

Y tanga.

Pero no os diré el color. Los lectores de este relato ya lo sabéis.

Apenas media hora después volvíamos a nuestros huéspedes, recibiendo ahora nosotros los halagos de rigor por nuestra apariencia.

Rocío los halagos y algo más. Una caricia indisimulada de Carma, con la excusa de percibir el tacto de aquella suave tela, que le recorrió la cintura, el vientre y un pecho, lentamente, con la palma de la mano abierta, tomando posesión con aquel gesto sencillo del cuerpo de mi mujer.

Seguimos en la charla insustancial, haciendo tiempo hasta que el timbre anuncia la llegada de la parejita joven.

-¿Tu hermana?

La pregunta de Carma me dice mucho. Está al corriente de la participación de Loli y Carlos, algo que no debe ser una información aislada e inconexa. Por el contrario, debe presuponer el conocimiento de lo que vivimos juntos justo antes y después del confinamiento, una explicación que Rocío debe haberle facilitado para explicar su presencia y obtener el consentimiento de Carma a su participación.

La niña viene de toma pan y moja.

Una falda cortísima, negra, ceñida, una franja de tela que apenas le tapa lo justo, combinada con una camiseta de satén y finísimos tirantes, apenas unos delgados cordoncillos que ofrecen a la prenda la apariencia de ser otra tira de tela del mismo tamaño que la falda, pero que ciñéndose a su cuerpo muestra la cinturita tan estrecha, descubre su espalda con generosidad y marca los pezones desnudos bajo la camiseta, sus larguísimos pezones, en esa especie de tela sutil, que se abulta en la punta de cada uno de sus pechos, para proclamar su presencia aunque permanezcan ocultos.

Al acercarse a mí, pero esta vez sin sorpresa, me inunda el olfato ese olor de perfume tan excitante, ese que ya sabe que me vuelve un animal en celo, algo que me tomo como una dedicatoria particular, un mensaje que me lanza sobre sus intenciones y deseos.

Realizamos las presentaciones.

No se me escapa que Carma la abraza con un gesto posesivo, tomándola por la cintura y pegándola en su pecho, mientras le estampa dos besos en las mejillas, pero en una gran cercanía de la boca.

Pol, mucho más comedido, también la abraza y besa, pero con una mayor corrección social.

El yogurín besa primero a Rocío, después a Carma, finalmente estrecha la mano con Pol y me saluda con la familiaridad acostumbrada.

Su vestimenta no tiene nada de particular. Los hombres somos bastante monótonos en estas cosas. Casi uniformados en el trabajo, en las fiestas, en las cenas sociales, en las citas para orgías…

Monótonos, sí.

Dos grupos de conversación se forman de un modo natural. Ellas, joviales, habladoras, mucho más activas. Nosotros, bastante menos de todo eso.

Tras unos minutos de normalización, Rocío nos va conduciendo hacia el comedor, hoy con la mesa grande preparada para que nos sentemos cómodamente los seis.

Sin hablarlo, sin aparentemente tratarlo -pero estoy convencido que acordado por ellas sin necesidad de pronunciar palabra- nos sentamos de forma alterna, sin que ninguna pareja quede junta. A mi derecha Carma y a mi izquierda Loli, tras Carma Carlos, y tras Loli Pol. Enfrente Rocío, entre ellos dos.

Mi mujer está maravillosa. Radiante y bella, controla todo el escenario, dispone el tiempo de las cosas y no pierde detalle de todo lo que sucede. Le sobra tiempo incluso para mostrarse seductora, mirar a Pol con esa mirada de hembra disponible que le conozco o posar inocentemente la mano en el hombro de Carlos, sabiendo que con ese gesto ya debe estar poniéndole caliente…

Vamos cenando.

Los platitos de restaurante caro y tradicional van poco a poco sucediéndose, para deleite de todos nosotros, mientras las conversaciones siguen versando sobre cuestiones banales e intrascendentes. Una cena más en un entorno social de parejas maduras.

Sirvo vino a mis vecinas de mesa, nos miramos y cruzamos breves comentarios… mientras el olor del perfume de Loli, el mismo que Rocío también lleva, me exalta y excita, llegando en oleadas a mi nariz, a mi cerebro, a mi sexo…
 
Decido hacer un avance. Mientras bebo un sorbo de vino, extiendo la mano bajo la mesa y acaricio un muslo de Carma.

Me mira, sonriente, y bebe a su vez un sorbo de su copa. Baja su mano y sujeta la mía, haciéndola ascender por el muslo, arrastrando la falda, hasta llegar bien arriba, a su entrepierna.

Justo enfrente nuestro, mientras conversa con Pol, Rocío nos mira y también sonríe. ¡Es bruja! -me digo- ¡Seguro que se ha dado cuenta! No nos ha visto, pero nos ha supuesto…

Siento un cierto pudor y retiro la mano, como si me hubieran pillado en falta, y me giro a Loli, a quien pregunto si quiere algo más de vino. Pero es ahora Carma quien alarga la mano bajo la mesa y cosquillea mi pierna, acariciándola mientras sube hasta las ingles. Acuso el gesto y Loli no puede contener un amago de risa, porque se ha dado cuenta de lo que está pasando. Le sonrío, manteniendo el tipo y la compostura, mientras siento la mano de la doctora aposentada en mi verga.

Y en esos juegos van pasando los minutos. No acabo de ver, al otro lado de la mesa, si hay un juego de manos similar oculto. Rocío se dirige alternativamente a uno y otro de los comensales que le flanquean, con aparente normalidad. Con aparente normalidad -me digo- también estaba yo mientras la mano de Carma me frotaba el paquete, así que nada garantiza que no esté pasando otro tanto sin que yo pueda verlo.

Rocío se incorpora para acercarse a la cocina, explicando que debe traer otros platos. Antes de que pueda yo levantarme lo hace Carma, con un breve “te ayudo” que no admite discusión. Pero uno ya conoce algo de lo que puede pasar en esas circunstancias y, apenas salen del comedor, me incorporo también mientras hago un gesto de hombros y comunico que voy a ayudarlas también.

Para lo que hacen no necesitan demasiada ayuda. Carma, de espaldas a mí, rodea con sus brazos a mi mujer mientras le busca la boca y Rocío se la entrega con los ojos cerrados. Espero a que descansen un momento y me arrimo a ambas, por la espalda de nuestra invitada, cierro sobre ambas un abrazo y froto con toda intención la verga en su culo, para hacerle notar la dureza que me ha provocado con sus caricias de hace un rato.

Llevamos entre los tres los platos que justificaban la salida a la cocina. Bien mirado, si se quieren dar cuenta el resto, una persona hubiera bastado para tan poco volumen, pero no parecen caer en ello Pol, Carlos o Loli, que nos reciben celebrando la apariencia de los patés que hemos traído.

Más vino.

Y más juego de seducción y atenciones. Decido hacer avances con Loli. Parece algo desatendida, porque Pol manifiesta una cierta preferencia -perfectamente comprensible- por hablar con Rocío. Dejo a Carma que se centre en el yogurín, al que espero que no asuste con sus juegos de manos ocultas, y atiendo a Loli.

No lo hago con sutileza.

Le pregunto a bocajarro.

-¿Seguís con el ritmo de sexo desaforado o habéis aflojado un poco desde que nos vimos?

Me mira sonriente. Tarda en responder y lo hace con toda intención, bajando la voz y sosteniendo la mirada.

-Seguimos… pero siempre cabe un poco más…

-¿Cuánto más crees que te cabe?

No se achica la niña. Se descara en su nueva respuesta y me provoca una fuerte excitación.

-Me cabe todo lo que seas capaz de meterme…

Siguen notándose sus pezones puntiagudos bajo la tela y sigue llegándome su olor intenso y provocativo… así que decido también tentar su piel, deslizando la mano por las piernas, entre los muslos, que ella abre un poco para facilitar la maniobra.

-En este tiempo me he vuelto mucho más exigente- le digo acercando la cabeza a su oído.

Con la misma entonación grave y espaciando las palabras me responde.

-En este tiempo me he vuelto mucho más complaciente…

Como si hubiera emitido una señal de salida, Rocío se dirige a todos nosotros levantando ligeramente la voz. Propone un brindis colectivo, cuya formulación ofrece a nuestros huéspedes.

No es extraño. Muchas veces hemos recordado el brindis que pronunció Carma en nuestro primer encuentro, lleno de una delicadeza y belleza singulares, algo que se hace necesario en un momento en el que cualquier error de enfoque puede dar al traste con la reunión.

Creo que a estas alturas Carlos ya debe haber recibido la visita de las caricias muy activas de nuestra común vecina de mesa, que Rocío, a su otro lado, debe haber observado esos movimientos y, seguramente, ha considerado adecuado el momento para avanzar en la dirección esperada.

Preparo las copas de cava, las lleno y esperamos con interés y curiosidad las palabras de nuestra amiga.

-Por la amistad- inicia su discurso.

-Por la belleza…-prosigue.

Hace una breve pausa mirándonos a todos, uno por uno.

-Por el placer… Brindo por la amistad, por la belleza, por el placer… tres conceptos que hoy pueden unirse en nuestra reunión. Tres conceptos que pueden satisfacer el anhelo de felicidad que todo ser humano posee. Que nada de lo que hoy hagamos deje de cumplir ese propósito… que todo lo que suceda pueda ser recordado, para siempre, como un episodio feliz.

El brindis es secundado inmediatamente por todos, puestos en pie… bebemos y, casi sin tiempo para dejar las copas sobre la mesa, Rocío toma de las manos a sus dos vecinos de mesa y con un gesto gracioso pero decidido nos informa a todos, en voz alta, de sus intenciones.

-Me disculpáis pero yo me llevo a estos dos caballeros a dar un paseo por el jardín, a disfrutar de la fresquita.

No sé si lo ha hecho a propósito, pero la fresquita puede ser la temperatura, que justo a estas horas baja en nuestra tierra unos cuantos grados, o en sentido figurado puede estar refiriéndose a sí misma, “la fresquita” que se ha llevado a los dos hombres que en unas elecciones hubieran formado la mesa de edad, uno por ser el mayor, otro por ser el más joven.

Allí me deja, con Carma a mi derecha y Loli a mi izquierda. Volvemos a sentarnos y nuestra amiga no pierde el tiempo, me toma por el cuello y, girándome la cabeza hacia ella, pone en marcha ese maravilloso instrumento de placer que es su boca, mientras me dejo hacer e incluso intento ponerle mayor intención, pero también alargando el brazo para rodear la cintura de Loli, atraerla hacia mi costado izquierdo y llegar incluso a rozar el pecho con la mano que la rodea.

Una mano de cada una no tarda en acariciarme, desde sus respectivos lados, el pecho, el vientre… las piernas… el sexo… Se encuentran en mi entrepierna, rozándome por encima de la ropa la verga tiesa, muy tiesa, que se levanta en honor de ambas.

Es la primera vez que estoy entre dos mujeres sin que una de ellas sea mi esposa. Es cierto que ambas son ya conocidas, que con ambas he follado antes, pero eso no resta significación especial al momento que estoy viviendo.

Cuando Carma parece tomarse un descanso y deja de besarme por un instante, vuelvo mi cara a Loli y busco ahora su boca, que no me esconde, que me busca también, que se ofrece abierta y húmeda, fresca y caliente al mismo tiempo, mientras es ahora la cintura de Carma la que con el brazo derecho aferro y sostengo pegada a mí.

Mientras saboreo y huelo a Loli en un beso cargado de esa belleza por la que hemos brindado, se me viene a la cabeza la curiosidad sobre lo que debe estar pasando en el jardín entre Rocío y los otros dos hombres. La imagino devorada y devoradora, multiplicándose, toda caricias, toda besos, cimbreándose entre ambos, respondiendo con toda la lujuria que yo sé que almacena.

Cuando vuelvo a la plena conciencia de lo que estamos haciendo, me encuentro en un beso a tres prodigioso. La boca de Carma se ha unido a la de Lola y a la mía, y con esa habilidad suya nos ofrece a los dos unas morbosas y excitantes lamidas, unos roces de lengua inigualables que también a la niña la hacen erizarse en una tensión creciente.

Carma ya hace tiempo que ha resuelto sus dudas sobre aquel prefijo “bi” acerca del que se declaraba curiosa. Creo que sabe ya que la bisexualidad es parte inseparable de su forma de dar y recibir placer, y que se aplica en cuanto puede a experimentarlo en profundidad.

Cuando me quiero dar cuenta, la boca de Loli es ya sólo suya, muy suya, y la hermana de mi mujer no parece ponerle freno. Al contrario, se deja hacer complacida, al tiempo que comienza su sinfonía de gemidos, todavía muy quedos y cortitos, pero en una señal clara de que el camino le está gustando.

Decido tomarme con calma la situación, disfrutar del momento contemplando aquellas dos preciosas mujeres enlazadas por sus bocas conmigo de testigo cercano y casi intermediario.

La posición es incómoda, sentados en las sillas juntas, con ellas inclinadas hacia delante y torcidas cada una a un lado para encontrarse, por lo que les sugiero ir a donde podamos estar más cómodos. Nos levantamos los tres, enlazados por la cintura, y nos vamos a uno de los sofás del salón, aquel sofá que Loli ya ha tenido ocasión de hacer servir para nuestro mutuo goce.

Nos dejamos caer en él… curiosa situación, dos mujeres y un hombre… pero en lugar de estar yo en medio, lo que sería de lo más natural en estas circunstancias, es la hermana de mi mujer la que queda entre nosotros dos, recostada hacia atrás mientras la boca de Carma vuelve a buscar su lengua con todo empeño, mientras Loli le ofrece la suya abierta para que la explore con esa auténtica máquina de besar que es nuestra catalana.

Mi mano hace un buen rato que está bajo la camiseta de Loli.

Desde hace unos minutos, como si fuera un botón de las antiguas radios, con el pulgar y el índice presiono uno de sus pezones largos y duros, dando enérgicos tirones y girándolos a un lado y otro con fuerza, algo que ella parece agradecer.

Mi otra mano busca entre las piernas de Loli volver a tocar su coño carnoso y prominente, sus labios menores, grandes e hinchados, sobresaliendo de forma notable en su raja.

Está doblemente desnuda. Sigue primorosamente rasurada, muy probablemente de hoy mismo preparándose para este momento, pero además no lleva ninguna ropa interior. Bajo la cortísima falda ha venido con el coño al aire, a la espera de esa mano que busque el contacto entre sus piernas, a la espera de entregar el premio de sus humedades a los dedos que la quieran encontrar.

Y la quieren otros dedos además de los míos. Los de nuestra amiga se aprestan a acariciarla con su habilidad ya conocida. La dejo hacer, seguro de que su portentosa facultad de arrancar placer con los dedos no puede más que beneficiarnos a ambos. Cambio de lado y me sitúo junto a Carma, dispuesto a disfrutar también proporcionándole caricias, contribuyendo a su excitación, buscando que además de ciencia ponga en las caricias la pasión de un coño ardiendo.

Cuidadosamente le desabrocho la blusa, dejo a la vista un sujetador tan blanco como aquella, y manipulo el cierre para liberar sus grandes tetazas coronadas por esas aréolas también grandes, redondas y rosadas. En un rápido gesto se desprende de ambas prendas, las deja caer sobre el sofá y sigue en lo que estaba haciendo sin perder apenas unos segundos.

Las abarco desde su espalda, sujetándolas hacia arriba, suspendiéndolas ligeramente como para comprobar el peso, apretándolas con suavidad…

Y en eso estamos cuando entran desde el jardín los tres que habían salido.

Rocío viene entre ambos, dando una mano a cada uno en un gesto de confianza y proximidad. No sé qué habrán hecho los tres, pero cabe cualquier cosa. En ese abismo de la tela que desnuda el lateral de su busto deben haberse perdido manos y bocas de los dos acompañantes. Hay dos zonas del cuerpo de una mujer en que la piel alcanza la máxima suavidad. La que al final de la espalda comienza a abrirse para formar la zanja de la entrepierna, entre esos llamados hoyuelos de Venus, y la que cubre desde la axila a la cintura, justo debajo de los brazos. Seguro que en las dos se han encelado ambos, seguro que las han gozado como Rocío se merece.

Pol está sonrojado, como si hubiera hecho esfuerzos considerables. El yogurín, sin poder disimular el bulto en su bragueta, observa algo que por primera vez se ofrece a su vista: su hembra morreándose con otra hembra, comiéndose entre ambas la boca, mientras Carma le hunde la mano por debajo de la falda, entre las piernas, en un vaivén rítmico inconfundible.

Mi mujer, mucho más que yo, es consciente hoy de su papel, de su condición de anfitriona, y se dedica a cumplirlo también en la vertiente de ordenadora litúrgica del encuentro.

Desatiende por un momento a Pol sin soltar la mano de Carlos, se adelanta e inclina para susurrar algo al oído de Carma, que se incorpora con una sonrisa tomando la mano que le extiende Rocío.

Cuando ya está incorporada, queda frente al yogurín, con su torso desnudo, la falda algo subida, sonrojada por la calor y el esfuerzo, que su piel muy blanca acusa claramente, y una sonrisa de vicio iluminándole el rostro.

Es una escena interesante. Ella mide algo más que Carlos, unos cinco centímetros, y sus pechos, de por sí notables, lo son más porque alcanzan en esa posición a una altura que por sí misma, e incluso si estuviera vestida, resultaría de una cierta obscenidad.

El sentido del movimiento de mi mujer no puede ser más claro. Los acaba de emparejar, acaba de emitirles una sutil orden para que se dediquen ambos a conocerse mejor.

Una vez segura de que el mensaje ha sido recibido, porque la boca de Carma ya ha tomado la de Carlos, se gira hacia Pol y le toma nuevamente de la mano, para acompañarle hasta la mesa en que hemos dejado la cubitera y las copas. Allí espera a que él llene dos y, tomándole de nuevo de la mano, le lleva a sentarse en el sofá que queda frente a mí, junto a la otra pareja que sigue en su empeño caníbal de comerse la boca sin descanso, se sienta ella después muy cerca, cruza las piernas, bebe un sorbo de cava mientras disimuladamente me mira un instante, se vuelve a él y le sonríe. Es una invitación que Pol ha entendido muy bien, porque de inmediato la rodea con los brazos, girándose hacia ella, y apretándola contra su cuerpo.

Aquí estamos, Lola y yo, en medio de la reunión pero a solas, en un salón que hace rato ha quedado en la penumbra, sentados juntos, en el mismo sofá en que hace unas semanas follamos por primera vez.

No quiero disimulos.

No quiero siquiera prolegómenos.

No quiero demorar el instante de hacerle notar que la poseeré desde la exigencia, desde la fuerza, desde la dominación.

La tomo por la cintura bruscamente y la giro, para que se coloque en la posición más animal posible, la posición en la que la mayoría de los mamíferos copulan, apoyada en brazos y piernas, con el culo al aire, abierta de piernas, coño y culo ofrecidos al macho. Le subo la mínima falda y le bajo esa camiseta también mínima, para que queden ambas prendas rodeándole el talle como un cinturón negro, por debajo las caderas descubiertas, por encima los hombros y las tetitas cimbreando… no espero a desnudarme… bajo la cremallera de la bragueta, me saco la polla, apunto ayudándome con la mano para acertar el destino, me aferro a su cintura con ambas manos y de un golpe seco se la clavo hasta que no alcanzo más…

Lo reconozco… en mi gesto hay algo primario, primitivo… la exhibición de quien se proclama como un macho alfa de la manada, exhibición frente al grupo de la posesión de la hembra joven, que se le entrega, sometida a él de forma evidente, a la vista de todos, en una posición de gran desigualdad entre ambos.

Me enardece sentir su sexo suave y húmedo, caliente, flexible, placentero… pero me enardece más sentir su entrega, percibir sus gemidos de hembra que se deja hacer y en ese dejarse hacer encuentra más placer que en otras acciones…

Capturo sus brazo, dejo que la cabeza le caiga hasta el asiento del sofá, apoyada ahora sólo por sus rodillas y su coño penetrado por mi sexo, y tiro hacia mí de esos brazos para incrementar la penetración, para sentirla todavía más indefensa a mi ataque, para notar mis huevos golpeándole el clítoris, para chafar sus labios en cada apretón de mi cuerpo…

Unos minutos… después aflojo…

Pero no en la exhibición. Cuando se la saco le hago ponerse en pie para que me acompañe hasta la mesa de las bebidas. La paseo brevemente, desaliñada, con las ropas liadas en la cintura, delante de mí, bien expuesta…

Obediente, se presta a todo… Es ella quien llena dos copas y me ofrece una. Juraría que su mirada al hacerlo contiene una súplica… no sé bien qué puede suplicar, pero lo intuyo…

Bebo la copa entera que me ha servido, ella apenas se moja los labios, y sin pensarlo aprisiono con mis dedos sus pezones, tirando con fuerza hacia afuera de ellos, hacia los costados…

Gime pero no se resiste... Después comienzo a tirar de ellos hacia abajo, cada vez más, de forma que sólo arrodillándose puede disminuir la fuerza de esa tracción.

Lo entiende bien… Y hace lo que debe hacer…

Mientras lo hace intento analizar la situación de nuestra reunión. Pol y Rocío, Carlos y Carma, siguen los cuatro en el mismo sofá, casi revueltos, pero dedicados de dos en dos a sus placeres.

Carlos desnudo ya, recostado en el sofá, sentado, mientras Carma, todavía tal como la dejé, desnuda de cintura para arriba y con la falda puesta -ignoro si conserva las bragas, incluso ignoro si las ha llevado puestas- de rodillas entre sus piernas jugando con la boca en ese pollón que hoy parece todavía más grande que en la ocasión anterior.

A su lado, mi mujer cabalga sobre Pol. Él sigue con el pantalón y la camisa puestos, ella, aunque conserva el vestido, con los tirantes caídos y las tetas denudas, sentada sobre sus piernas frente a él se balancea acercándoselas a la boca y retirándoselas seguidamente, en un movimiento acompasado que lleva también su pubis a chocar con el vientre de nuestro amigo. Debe estar masajeándolo contra su coño, con la tela del pantalón separándoles los sexos.

Sin querer, aunque soy consciente de lo que está pasando, me sumo al ritmo de mi mujer, dando bruscas sacudidas adelante como si estuviera debajo de ella. Al hacerlo mi polla invade con fuerza la garganta de su hermana, que sigue con la boca muy abierta acogiendo con dificultad mis embestidas.

Finalmente se levanta y, erguida delante de mí, manipula la correa y los botones de mi pantalón, lo deja caer al suelo, libera mi verga hasta ese momento nada más asomada por la abertura de la bragueta, la empuña con fuerza y me mira con descaro… Es una mirada de rebeldía… parece decirme que ella está allí, que me ha excitado, que esa polla que empuña ha crecido penetrando su coño y su boca, que la humedad que la envuelve es su saliva…

La sujeto fuerte por la cintura y la encaramo en la mesa, apoyando sus nalgas en el filo. Está a la altura exacta. Sigo tratándola con una brusquedad que, lejos de provocarle reacción, la amansa y facilita su entrega. Abro sin miramientos sus piernas y vuelvo a ayudarme de la mano para apuntar en el lugar exacto, antes de sacudir adelante las caderas y entrar con fuerza dentro de ella.

De espaldas a los demás, ignoro que ha podido suceder pero, en un momento, noto dos manos sujetarme la cintura por detrás.

Pol i Carma están a nuestro lado. Como si un ignorado y mágico maestro de ceremonias estuviera marcando nuestros tiempos, se produce una rotación de parejas. Veo a Rocío en el sofá, ahora subida en Carlos, pero con idéntico movimiento al que hace un instante dedicaba a Pol. Entiendo… Toca ahora abandonar a Loli en las manos (y en la boca, y en los brazos, y en la verga) de Pol y dedicarme a Carma.

Antes de retirarme de su interior dejo un mensaje en su cuerpo. Con una mano pellizco un pezón con fuerza… con la otra abarco todo lo que puedo de sus labios sobresaliente y hago lo mismo. Se retuerce sin rechistar y permanece en la misma posición para recibir a Pol, que antes de hacer cualquier otra cosa y sin importarle que hace unos segundos allí estuviera mi sexo, se amorra a lamerle esa maravilla de coño abierto, una auténtica gruta de los mil placeres.
 
Más reposados, como más expertos, más mayores también, Carma y yo nos dimos un respiro y un refresco antes de seguir. La botella de cava había tocado a su fin, así que me dirigí a buscar otra al refrigerador.

A la vuelta no podía más que sonreír. Ella no había desperdiciado el tiempo. Si su marido se había amorrado al potorro de la niña, ella me había esperado jugando a darle a chupar a Loli sus tetas, sus grandes tetas, sus pezones sonrosados de aréolas inabarcables, algo que la otra hacía con dedicación y entusiasmo, sin ningún reparo, todo lo contrario…

Descorchada la botella y apagada la sed, decidí proseguir con mi turno de mujerona en celo.

No cambié la actitud. Había empezado con Loli en ese rol de dominación que ambos, sin decir palabra, habíamos consensuado para nuestra forma de relacionarnos, y una vez puesto en el personaje no me resultaba fácil el cambio.

Así que tomé a Carma por detrás, la despojé de la falda para comprobar que no llevaba más prendas y la rodeé con mis brazos, la verga apalancada entre sus nalgas, para llevarla al sofá de mis preferencias, ponerla allí en la misma posición que a la hermana de mi mujer y buscar hacerle lo mismo que le había hecho a ella.

Carma no paraba de sonreír, incluso de reír abiertamente, en todo ese trayecto. Al caer sobre el sofá incluso hizo un comentario halagador

-Uau… Vienes fuerte… ¿Te gusta mandar, ¿eh?

Pero uno de esos comentarios me hizo perder mucho más la compostura…

-Te pone tu cuñada… es jovencita y tiene muchas ganas de follar ¿verdad?

Seguía provocándome, con toda su inteligencia de mujer que conoce las reacciones de los seres humanos, que domina a la perfección, desde las intuiciones y la experiencia, la psicología de los roles sexuales.

Sin dejar de contonearse, sin dejar de recibir en cada embestida mi sexo en su interior, me incita a ser más brusco.

-¡Es todo lo que puedes meterme? ¡Dame más! Esta madurita acaba de recibir el pollón de Carlos y ahora necesita más, mucho más…

Fuera de mí, contrataco…

-Hoy seré yo quién te meta algo en el culo- le digo entre jadeos.

-¿Sí? -me dice- ¡quieres? ¡venga!... ¡ahora, hazlo ahora!… ponme saliva y méteme un dedo, pero no dejes de follarme también…

Le hago caso, dejo ir un chorro de saliva sobre la raja de su culo, una baba abundante fruto del trago de cava reciente, de sabor ácido y dulzón, como aquella bebida… Sin miramientos, ciego de deseo agresivo, unto el índice en el líquido y lo hundo con fuerza en el agujero del culo, un agujero ceñido, pero que lo recibe sin problemas. Puedo tocar mi sexo a través de las membranas que separan la vagina del recto, noto al empujar con las caderas hasta el relieve de mi capullo abriéndose camino en su interior…

Me provoca y consigue ponerme furioso.

-¡Más fuerte! ¡Dame más!

Contrae el sexo y el ano, aprieta el esfínter atrapándome el dedo, que poco a poco va perdiendo humedad, un dedo que ya no puede deslizarse igual que al principio… Se desprende de él, avanzando las caderas y se vuelve hacia mí para encararse mientras me sigue provocando.

-¿Quieres comerme la figa? ¿Sabrás follarme bien con la lengua?

No lo pienso, vuelvo a girarla con fiereza y meto la nariz primero, después la lengua hasta donde me llega.

Para compensarme me regala un sesenta y nueve. Su boca me lleva camino del cielo, en una sinfonía de sensaciones sin comparación posible. Me busca el culo, lo encuentra y lo penetra… pero esta vez decido que yo no me quedaré atrás y le clavo también el dedo tan dentro como puedo…

-¡Vaya con la niña! ¡Se está corriendo como una puerca!

Se refiere a Loli. También me llega el gemido sostenido. Me duele la comparación y decido jugar a enseñarle los dientes… Los dos nos los enseñamos… he capturado uno de sus labios y lo aprieto ligeramente, pero de forma perceptible. Ella hace lo propio marcando con los suyos mi capullo en un amago de mordisco muy cuidadoso, mero aviso sin daño de la importancia de la suavidad en esas circunstancias.

Pero, en su boca, ese gesto puede ser también parte de un placer inmenso.

Después del paseo de sus dientes absorbe mi verga entera que parece que se me vaya a ir el alma en ese canuto, que me quiera vaciar hasta los sesos a través de un tubo…

Voy a correrme y lo nota.

Detiene sus caricias, se incorpora y me extiende la mano para que también me levante. Me lleva hasta la mesa en que Loli acaba de ser follada por Pol, que todavía con la polla morcillona y pringosa le refriega por detrás, mientras ella está tendida en la mesa, con las piernas bien abiertas, los pies en el suelo, pero el busto acostado sobre aquella. Aparta a su marido y hace que la niña se arrodille. No hay palabras. Cuando la boca de mi cuñada rodea mi verga, Carma busca acariciarle la nuca con una mano mientras con la otra busca tocarme el culo…

Mis manos han bajado hasta los pezones de Loli, esos tubitos cilíndricos y prominentes, que atrapo y estiro sin piedad.

Me corro a chorros en aquella boca deseada, una boca a la que no se le escapa ni una gota de mi corrida, ignoro si retenida por la mano de Carma o por un deseo voluntario suyo…

Intento abrir los ojos en medio del orgasmo, y me encuentro con los suyos, que desde allí abajo se elevan para clavarse en los míos.

Capto el significado. Es una entrega total…

No sé cuánto tiempo ha pasado hasta que consigo recuperar los demás sentidos. Cuando por fin vuelvo en mí, percibo los jadeos sonoros y exaltados de Carlos y Rocío. Sentada sobre él, el cuerpo de mi mujer parece animado por un resorte, un muelle que al bajar las nalgas contra el cipote del yogurín la impulsara de nuevo hacia arriba con toda la fuerza, para dejarse caer de nuevo y clavarse hasta lo más profundo el tronco enhiesto de Carlos.

Es un espectáculo bello, digno de ser admirado.

Tengo más sed. Estoy bebiendo mucho, soy consciente, pero tengo más sed…

Más cava. Dos copas seguidas más.

Me acompaña Pol, porque Carma ha incorporado a Loli y la arrastra con ella para dirigirse al sofá que ocupan mi mujer y su marido.

Pol y yo, botella en ristre, nos tiramos sobre el otro sofá, justo enfrente, como dos espectadores que no quieren perder detalle de la maravillosa exhibición que se nos ofrece.

Su llegada coincide con un orgasmo de Rocío, que sigue saltando enloquecida sobre la polla de Carlos. No sé qué habrá hecho él para aguantar tanto, tal vez las sesiones diarias de todo este tiempo, más su juventud, le han preparado para esa resistencia tan notable.

Su capacidad va a otorgarle un premio singular: las tres hembras para él solo.

Cuando mi mujer descabalga aquella montura, es Carma quien ocupa su lugar.

Mientras bota a saltos mucho más reposados que los que hacía Rocío, atrae a las otras dos mujeres hacia ella y les conduce hacía sus pechos. Saltan con ella, dificultando su intención, así que para por un instante los saltos y sustituye su movimiento por un meneo circular de las caderas, algo que le permite por fin alcanzar su objetivo, y a nosotros dos, mirones exhaustos, contemplar esa belleza de composición en grupo… una mujer clavada bien adentro por la polla del macho que cabalga, mientras otras dos hembras chupetean sus inmensas tetas… las cabezas muy juntas, las dos hermanas, cada una dedicada a uno de los pechos, de rodillas sobre el sofá… mientras los brazos en cruz del macho afortunado se extienden bien para alcanzar con sus dedos la raja del culo de ambas…

Finalmente se corre…

No podía ser tanto aguante.

Jadea, se agita, hinca los dedos en los culos de ambas hermanas…

Se corre…

Cuando Carma se descabalga de su tronco, ahora ya de flacidez morcillona, el coño gotea lentamente un semen viscoso y blanquecino…

-Otra vez el sofá pringado- pienso para mi sin poder evitarlo.

Se sienta y agarra a Rocío, besándola con ansia en la boca.

Tengo sed. Pol y yo hemos dado fin a la anterior botella de cava. Me siento abotargado, seguramente del cava ingerido… pero me incorporo para ir a por otra botella. Andando hacia la cocina coincido con Loli que, delante de mí, se dirige al cuarto de baño de la planta baja.

Sin pensarlo, la sigo.

Cuando llega a su destino, tras abrir la puerta y encender la luz, percibe mi presencia.

-Voy a hacer un pis- me dice.

Sin responderle, pongo la mano en la hoja de la puerta y ando hacia adentro para cerrarla detrás de mí.

Estoy desnudo, con la polla hecha un pingajo colgando flácida bajo mi vientre, ella todavía con falda y camiseta enrolladas en la cintura, el coño a la vista con sus labios abultados sobresaliendo en su raja.

Se queda quieta, sin saber qué hacer, así que debo decirle lo que quiero.

-Mea.

Me mira con actitud tranquila y serena. Le devuelvo la mirada con la misma serenidad.

-Quiero verte mear- insisto-, me gusta.

Sin dejar de mirarme, obedece. Se sienta en la taza y aunque tarda un poco en comenzar, poco después se oye el sonido cristalino de su orina chocando en la porcelana.

No sé por qué… en un impulso, meto mi mano entre sus piernas. La orina caliente empapa la palma y el dorso de mi mano, resbalando entre los dedos para caer al fondo del retrete. Es una larga y abundante meada, caliente, algo viscosa…

Cuando acaba toma un pedazo de papel y se limpia brevemente entre los labios. También, con otro pedazo de papel, limpia mi mano. Después se incorpora y despatarra sobre el bidé. Deja caer el agua y, cuando la considera a la temperatura adecuada, comienza a frotarse la raja, con un poco de jabón.

Vuelvo a poner la mano, ahora en contacto con su coño, desplazándola suavemente, enjabonada, arriba y abajo, desde el agujero del culo hasta el pubis.

Loli se deja hacer, callada y complaciente. Se da cuenta del placer que me producen esos gestos. Mi verga comienza a endurecerse de nuevo.

Son apenas dos minutos, pero se me hace un mundo de placer. Se incorpora, empuñando mi sexo como se empuña una raqueta, una sartén o un puñal, con la mano cerrada y el miembro dentro, pareciendo que quisiera clavármelo -que ya lo está- en mi bajo vientre. Deja que siga hurgándole en el coño mientras se empina todo lo que puede, de puntillas, para alcanzarme la boca en un beso morboso, apasionado pero suave, buscando con su lengua la mía.

Ese instante quedará ahí para siempre.

Los dos hemos puesto los cuernos a nuestras respectivas parejas -es la sensación que tengo- porque una cosa es follar en un intercambio, y otra lo que acabamos de hacer en un aparte de actos íntimos reservados.

Ha sido un impulso -me justifico a mí mismo, consciente de la importancia del momento-, pero no debería ir a más.

Pongo fin al beso y le digo a la niña que hemos de ir con los demás. Debe haber experimentado la misma sensación que yo, la de estar cometiendo una incorrección, porque separa su cuerpo del mío, comprime una última vez mi verga con su puño y sale del cuarto de baño dirigiéndome una mirada que no puedo descifrar, pero que me parece amable y hasta agradecida.

Tengo ganas de mear también, pero debo esperar un poco para hacerlo. El miembro erecto de un hombre no permite que orinar sea cómodo, porque o bien debes forzar al extremo el empuje hacia abajo, para que la manguera apunte a la taza del retrete, algo que comprime la uretra y resulta molesto, o bien debes alejarte considerablemente y calcular la parábola necesaria para que no se inunde de orina todo. Cualquier hombre sabe que eso es un problema, desde que le coincide por primera vez la necesidad de vaciar la vejiga con una erección mañanera.

Cuando por fin consigo aliviarme, paso de nuevo por la cocina a la búsqueda de la botella de cava fresco, y regreso al salón.

Loli se ha añadido a la tortilla que estaban cocinando Carma y Rocío.

En la esquina del sofá Carlos, derrengado, en el de enfrente Pol, tan derrengado como Carlos, y allí las tres en un encuentro que despierta toda la expectación.

Carma, sentada en medio de las dos hermanas, besa alternativamente a una y otra, les acaricia las nalgas, con una mano rodeándoles la cintura por detrás, mientras ellas le acarician también por el pecho, el vientre y las piernas.

Bebo más y me acerco a Carlos y Pol a rellenar sus copas.

Pol tiene un hábito voyeur. Lo hace con frecuencia, al menos en las ocasiones en que hemos compartido recreo sexual. Tras correrse, se dedica a observar al resto de participantes mientras se pajea con la polla floja.

Abandona por un momento su tarea para que le llene la copa, la bebe de un trago y la alarga de nuevo para que la vuelva a llenar. Después me da las gracias y sigue en su paja de picha blanda.

Como si el cava le hubiera reanimado, Carlos se activa y cuando me siento de nuevo le veo con el brazo estirado y la mano escarbando entre las piernas de la mujer que le pilla cerca, Rocío, sentada a su lado mientras se come la boca con Carma.

Hace bastante que mi mujer y yo no hemos cruzado ninguna mirada de complicidad. Nos hemos entregado a nuestro propio placer, en un encuentro que por primera vez para nosotros ha tenido tanto partícipe, como si la abundancia de posibilidades y alternativas nos hubiera desconectado.

Ella sigue centrada en las caricias con la catalana, que morrea a las hermanas de forma alternativa mientras ellas le besan, chupan y magrean las tetas, o le meten la mano entre las piernas, a veces las dos al mismo tiempo, en una caricia doble que le hace exhalar algunos gemidos.

Rocío, en un raro escorzo, sentada casi de costado, con el pecho pegado al cuerpo de la otra mujer, tiene las piernas muy abiertas, para favorecer la excursión de los dedos de Carlos en su coño, y a ratos, cuando deja de acariciar a Carma, alarga el brazo hacia atrás y agarra el tronco del joven, lo pajea brevemente, como si quisiera decirle que sabe que está ahí y lo tiene en cuenta, para devolver la mano de inmediato a la piel de su amiga.

Sigo bebiendo. Me siento instalado en una nube que parece tener mucho de irrealidad.

Estoy en el salón de nuestra casa, de mi casa, un lugar protagonista de nuestra vida familiar y social. Seis personas desnudas que sin ningún recato se masturban, follan, acarician, besan, lamen… restos de semen, sudor y flujo en la piel del sofá, círculos de líquido sobre la mesa, marcas de las botellas que vamos consumiendo y que a veces hemos dejado sobre el mueble, fuera de la cubitera…

Y gemidos. Ahora sólo los de Carma, que de tanto en tanto y entre besos los lanza al aire.

Sobre todo, mi mujer agarrando la polla del marido de su hermana mientras se dedica, con ella, a pajear y chupar a otra hembra.

Cruzo, en uno de sus cambios de boca que besar, la mirada con nuestra amiga catalana.

Sonríe con un aire de cierta malicia.

Descubro, enseguida, por qué.

Separa a ambas hermanas de su cuerpo y se incorpora. También las hace incorporarse a ellas.

Es una escala de alturas diferentes. Ella, la más alta. Loli, la menos.

Como un cuadro de las tres gracias, menos grasientas y de diferentes alturas, frente a mí, con Carma justo delante, de nuevo mirándome con actitud pícara.

Sigue enlazándolas por la cintura, y vuelve a besarlas, aunque ahora más cerca las tres cabezas. Ella flexiona las rodillas, para acercarse a la altura de Loli, Rocío se inclina hacia adelante, sacando el culo atrás, en parte para bajar la cabeza a la altura que impone Carma, pero también para favorecer la acción de Carlos, que se ha incorporado y detrás de ella arrima la cebolleta y se la frota entre las nalgas, buscando convertir la línea suave y sutil de la raja de mi mujer en grueso círculo rodeando su verga.

Me distraigo un momento pensando que nuestro joven parece tener un cierto enganche con mi mujer.

Debe ser el alcohol ingerido, o un golpe de lucidez, que me hace relativizar esa observación, diciéndome a mí mismo que eso es normal, teniendo en cuenta el atractivo sexual magnético de Rocío y la confianza desarrollada durante tanto tiempo de vida familiar.

Pienso, de paso, que hace unos minutos yo también estaba manifestando un enganche particular con su mujer, compartiendo una experiencia y unas caricias muy particulares, reservadas en un lugar lejos de la vista de todos los demás.

Cuando vuelvo a la realidad abandonando mis reflexiones, Carlos ya ha penetrado a Rocío y la mece suavemente mientras ella se morrea con Carma, a ratos, o espera su turno en otros, mientras la amiga se morrea con su hermana.

La está subiendo al cielo. La conozco bien y sé que su punto no está lejano. Esa polla la está llevando poco a poco al clímax…

Cruzo de nuevo la mirada con Carma en uno de los viajes que realiza de boca a boca de las hermanas. Sonríe y me hace un gesto con la cabeza, señalando a Loli.

Entiendo su llamada.

La escena ha vuelto a empalar mi sexo, y acudo a situarme detrás de la niña, flexionando mis rodillas (estoy en forma, aunque hoy me falta algo de equilibrio) para poder apuntar directo al coño exuberante que se abre con suavidad ante el avance de la punta que lo taladra.

Ahora sí puedo ver el rostro de mi mujer de frente. Mientras besa a Carma cierra los ojos, cuando es Loli quien se come la boca con la catalana los entorna, apenas abiertos, sintiendo el efecto de la acción del yogurín, mostrándome una escena propia de un cuadro para la historia… el rostro bellísimo de mi mujer a punto de correrse mientras la polla de otro hombre la perfora combinando fuerza y delicadeza.

Me exalta esa visión… procuro clavar más a fondo a su hermana, entrar más adentro todavía, compartir esa sensación de plenitud profundizando todo lo posible en el sexo de su hermana, que comienza a tener el gemido continuo.

Gime mi Rocío, entrando en esa fase irreversible que tan bien conozco.

A Carma no se le escapa. Sin duda lo tenía previsto, justo en ese momento se separa ligeramente y provoca la unión de bocas fraternas, haciendo que cada una ahogue en parte los gemidos de su hermana, en un beso frenético en el que las dos contribuyen sin reparo ni freno, enloquecida Rocío por su propio orgasmo, obediente Loli a los deseos de Carma, que mantiene sus manos sobre las nucas de ambas mujeres, como sellando el encuentro que ha provocado.

Puedo ver en parte el rostro de mi mujer en la parte que no tapa la cabeza de su hermana, en realidad los ojos más que nada. Los mantiene cerrados, apretados con una fuerza que va aflojando a medida que disminuyen los espasmos y contracciones del orgasmo.

Pero el beso continúa siendo un punto de unión que no deshacen. Juegan con lengua y saliva, recorriéndose la boca con diferentes tensiones, a golpes de impulso devorador un rato, lamidas animales suaves otro…

No dejan de besarse cuando Loli se corre. Rocío lleva ahora la iniciativa, recogiendo el aliento de la niña en su boca mientras gime con ese pitido peculiar y llamativo, mientras empuja hacia atrás con fuerza para sentir que mis cojones hacen tope en la entrada de su mullido coño…

Carma ya ha abandonado la caricia en esas dos nucas fraternas, dedicada ahora a sobar suavemente las tetas de las dos hermanas.

Pasan un par de minutos en los que imagino que el paraíso de los ateos debe ser precisamente esto.

Siguen besándose Loli y Rocío, ahora ya sin pasión, con ese disfrute morboso que puede sentirse con las caricias sexuales justo después de un orgasmo, cuando la pasión ha caído de golpe, pero queda el goce hedonista de cada caricia.

Pero Rocío tiene ahora los ojos abiertos. Nos vemos. Nos miramos. Nos decimos cuánto nos amamos con la vista.

Me corro.

Me dejo ir mirando a mi mujer morreándose con su hermana y penetrada por la polla de su marido. Me corro penetrando a su hermana por detrás mientras se morrea con ella.

No puedo aguantar más la flexión de las piernas y caigo hacia atrás, sentado en el suelo, con el sexo desfallecido y pringoso, soltando las caderas de Lola, que sigue en el beso con su hermana. Poco después oigo el jadeo gutural y ronco de Carlos, un gruñido de oso que anuncia su nueva descarga en el coño de mi mujer.

Vuelvo al sofá, a la copa de cava que me llena Pol. Curiosos hábitos los suyos -pienso- en una mano la botella y en la otra su polla morcillona, que no deja de tocarse mientras contempla todo lo que sucede.

Carma sigue ejerciendo de maestra de ceremonias. Toma de las manos a las dos hermanas y las encamina hacia las escaleras.

-Esto es reservado para mujeres- anuncia con voz bien audible mientras ascienden hacia las habitaciones superiores, dejando claro que no quiere que ninguno de los tres hombres se una al grupo.

Tampoco estamos muy por la labor, en realidad. Carlos ha vuelto al sofá de enfrente, y parece agotado tras las varias ocasiones en que le han vaciado todo lo que tuviera para descargar.

Pol sigue a lo suyo en la otra punta del sofá en el que yago desmontado, vaciados los cojones y notando ese desequilibrio que provocan, a medias, la fatiga y el alcohol.

Entorno los ojos y los vuelvo a abrir, pasado un rato, al notar una mano que me acaricia el sexo.

No sé cuánto tiempo ha pasado, me parece que bien poco, pero lo ignoro. No está amaneciendo aún -me digo, subido todavía en una nube de inconciencia-

Es la mano de Carma. Sentada entre Pol y yo se apropia de nuestros miembros y los acaricia suavemente. Siento que nada más puedo sentir, abotargado y medio borracho, exprimido varias veces en esta fiesta singular que nos hemos montado.

Aunque alguien está peor que yo. O mejor, quién sabe. Unos sonoros ronquidos acreditan el profundo sueño del yogurín, que duerme en el sofá, desnudo, tal vez soñando que de nuevo se la clava a una Rocío que esta noche le ha ofrecido sus mejores habilidades para el placer.

Es diabólica esta catalana. Sabe cómo encenderme. Mientras me acaricia suavemente acerca su cabeza y me desliza al oído algo que me enardece…

-He dejado solas a las dos hermanas… Ufff… ¡Son ardientes!

Otra vez estoy trempado. Es una sensación curiosa… me duele la verga, cada uno de sus ascensos y descensos por mi sexo me provoca un cierto dolor, pero al mismo tiempo placer…

Se arrodilla delante de su marido, sin soltármela, y se dedica a chupetear, como si fuera un helado, el capullo de Pol, que ha descubierto estirándole el prepucio hacia atrás con fuerza.

Cuando le parece bien, se coloca frente a mí, entre mis piernas, sin soltar tampoco el ciruelo de su marido, y con su maravillosa boca me provoca esas sensaciones únicas que su boca sabe ofrecer a un hombre…

Levanta los ojos y nos cruzamos la mirada… Entre los ronquidos de Carlos y los sonidos líquidos de los chupeteos de Carma me parece oír, lejano, apenas audible, el gemido prolongado y agudo de Loli…

Mirándonos, me vuelvo a correr. No es una sensación placentera. Es algo dolorosa, como si hubiera ido más allá de los límites de mi capacidad humana. Apenas debo haber vertido fluido, agotadas las reservas desde hace rato.

Carma sigue jugando, con saliva, con mucha saliva, en mi sexo… prolonga las caricias hasta que se convierte en un pequeño pingajo, un trocito de carne y piel sin vida, un apéndice triste y arrugado, prolonga las caricias hasta que se convierten en un gesto cariñoso, casi -perdón por la blasfemia- maternal.

Entonces se sienta entre su marido y yo, abre las piernas y se masturba lentamente primero, frenéticamente después, hasta alcanzar un orgasmo.

Creo haber oído mezclado con sus gemidos de placer, de nuevo, muy lejana, esa alarma peculiar que proclama los orgasmos de la niña, pero no estoy seguro de haberla oído o haberla imaginado…
 
Epílogo

Lo llaman ”nueva normalidad”.

Dicen que tras la pandemia nada volverá a ser igual, que muchos hábitos habrán cambiado para siempre. Hablan de ello los expertos, los inexpertos, los tertulianos… cualquiera se atreve a hablar de ello, porque tiene más de adivinación que de pronóstico.

Dicen, los más fiables, que cambiarán los hábitos de relación social, familiar, laboral… que nada será igual que antes, que todo adoptará nuevas formas de expresión.

No tengo la menor duda. Al menos en mi caso, en nuestro caso, en nuestra familia, eso es cierto.

La mañana de Santa Ana nos despertó en un mundo diferente al que existía hasta la noche de Santiago.

Cuando abrí los ojos era de día y estaba solo en un sofá, mientras en el otro dormía mi cuñado. No estaban Pol y Carma, que -supuse- habrían ido a dormir a la habitación de invitados.

Dejé a Carlos que siguiera allí, sin molestarle, y ascendí hacia las habitaciones superiores, hacia mi habitación.

La puerta cerrada. Un breve -y sigiloso- giro de manecilla de la puerta y allí estaban.

Las dos hermanas.

Tapadas con una sábana.

Dormidas.

Respiraban plácidamente, acompasadas. Loli enroscada sobre sí misma, Rocío, abrazada a ella por detrás, pasando el brazo por encima del costado de su hermana…

Salí de la habitación, temiendo interrumpir su sueño y aquella bella escena.

Me acosté, y dormí de nuevo, en la habitación de mi hijo.

No desperté hasta pasadas las doce del mediodía, cuando Rocío, muy cariñosamente, me acariciaba la cara, sentada en el borde de la cama, ya vestida y arreglada de tal modo que cualquiera hubiera jurado que le mentía si le hubiera comentado lo sucedido apenas unas horas antes.

-Venga dormilón, que se hace tarde.

-Buenos días… ¿Y los demás?

-Ya se han ido.

Una sonrisa serena, dulce, diría incluso relajada, me acreditaba el estado de ánimo de Rocío.

Bellísima, radiante… satisfecha.

Una maravilla, en relación conmigo mismo, que me despertaba con la garganta y la boca secas, el cuerpo con sensación de no haber descansado bastante y la cabeza algo aturdida todavía… ¡qué malo es el alcohol!

No estaba en condiciones de dialogar sobre la experiencia vivida. Preferí esperar a que mi cuerpo y me cabeza estuvieran algo más recuperados.

Un diálogo que no se produjo ni ese mismo día ni en unos cuantos posteriores.

En el mismo porque aquella tarde volvieron nuestros hijos del campamento de verano en el que habían estado durante una semana. En el resto de los días, porque no tuvimos la ocasión de tratarlo con la serenidad y calma que requiere el comentario de una vivencia fortísima, algo que la inmensa mayoría de personas no vive y ni siquiera acepta que pueda ocurrir entre personas civilizadas, cultas y sensatas.

Eso sí, durante unas cuantas noches, nada más pisar en nuestra habitación y cerrar la puerta, Rocío y yo nos transformábamos en dos amantes impetuosos, capaces de hacernos todo lo que un hombre y una mujer dominados por el deseo y la pasión pueden hacerse.

Una pasión desatada sin palabras, un hacer en el que no he sabido si era mi cuerpo el que le proporcionaba el placer o era el recuerdo de lo vivido por ella en la noche entre Santiago y Santa Ana.

Hemos estado en agosto de vacaciones, muy cortas, apenas diez días, en la playa. Con los niños. Eso significa pocas ocasiones de estar a solas con tiempo suficiente, máxime en la situación que atravesamos, que impide el funcionamiento normal de los centros de ocio vacacionales: no hay excursiones, ni actividades infantiles o juveniles, ni posibilidad de que los niños hagan grupo para jugar y llevar a cabo las actividades habituales en esos centros.

Es la “nueva normalidad”.

Hubo, no obstante, una ocasión. Pudimos, a la vuelta de esos días, escaparnos un día, comer fuera y pasear por un pueblo precioso de nuestra provincia, célebre por su proximidad a una pista de esquí.

Hablamos.

Me explicó que no había sido ella. Que no era ella quien había vivido todo lo que sucedió.

Era otra.

Una mujer distinta, desconocida y desconectada de todos los vínculos personales y familiares de Rocío. Una mujer que ni era mi esposa, ni la hermana de Loli. Carma era una amiga y maestra que se esforzaba en enseñarle, Pol un viejo que conocía desde hace tiempo, pero sin demasiada relación. Carlos un desconocido total, simplemente un macho disponible para su placer, un joven semental con el que disfrutar dejándose montar… y en esa fantasía todo cabía, todo era posible…

Todo fue posible.

Aquella noche su cuerpo era el de otra persona, un irreal y fantástico ser en cuya mente había penetrado, pero sin identificarse, del que conocía todo lo que sentía y pensaba, como en una proyección onírica, armado al mismo tiempo de atributos masculinos y femeninos, capaz de sentirse poseída y de poseer, capaz de sentir el placer de una forma que jamás antes había sentido.

Era ella y era yo -me dijo- follándome a su hermana con la fuerza con la que había observado que la poseía, pero era también su hermana follándome a mí, y Carma chupando el cuerpo de cualquier hombre o mujer que le resultase atractivo, era la humanidad entera, millones de mujeres entregadas al placer de un hombre, millones de hombres en celo enardecidos por el deseo dando placer a una mujer… Era una idea, un concepto, una pasión: era simplemente -me dijo- un ser cargado de lujuria.

No me explicó con detalle lo sucedido en nuestra habitación, cuando Carma las condujo a ella aislándose de los hombres. Tampoco qué sucedió cuando las dejó a solas. Pero sí me describió qué sentía, cómo se sentía, qué magia se operó para que ella fuera ese ser desconocido e irreal, ni hombre ni mujer siquiera, que envuelto en una nube de placer hacía y se dejaba hacer todo lo que incrementara el deseo y satisficiese su placer.

La mente humana es muy compleja. Esa disociación, ese desdoblamiento de la personalidad, debe ser un mecanismo de protección frente a unas acciones que nuestra cultura, y nuestra moral, han condenado siempre.

La promiscuidad sexual, y especialmente el incesto, son pecados, tabúes, líneas negras que no deben sobrepasarse porque te instalan en el lado oscuro y pecaminoso.

La vendedora de cirios, estampitas y figuras de santos que yo conocí, instalada en el delirio morboso del placer sin límites, encontraba así la paz de su espíritu, la defensa frente al llamado de la moral transgredida.

Es pronto para saber qué incluye o qué excluye nuestra “nueva normalidad”.

Para nosotros la realidad posterior a la pandemia será, sin duda, muy diferente a lo anterior. Todo lo sucedido en estos meses nos ha cambiado bastante. Desde luego, las relaciones familiares más próximas por vínculo y por distancia, para nosotros serán para siempre muy diferentes.

Tendremos una “nueva normalidad”.



La semana del regreso a la plena actividad es casi tan dura, normalmente, como la última antes de las vacaciones.

El miedo que nos asaltaba a los profesionales del Derecho no estaba justificado. Declarar hábil a efectos de actividad judicial buena parte del mes de agosto no ha tenido las terribles consecuencias que se esperaban, tal vez porque junto a esa declaración de habilidad no se declaró la suspensión de las vacaciones de jueces y resto de personal de los juzgados, lo que ha hecho la medida bastante inútil.

Ya es viernes. Exactamente viernes, 4 de septiembre de 2020.

Se han suspendido las fiestas de la ciudad, que son en honor a su Virgen Patrona y deberían celebrase la semana próxima.

Nuestra ciudad -dicen- ha vuelto a la fase 1 del desconfinamiento. No sé bien qué quiere decir, pero grosso modo significa que otra vez estamos jodidos. El Hospital es uno de los que más presión asistencial está soportando en nuestra Comunidad Autónoma y este miércoles pasado, hace dos días, ingresaron al paciente de Covid más joven de Castilla.

Triste récord. veintidós añitos.

-Cariño… ¿Qué me pongo?

Es una pregunta recurrente. Sé que puedo ponerme lo que quiera, pero también que si a ella no le gusta acabaré por cambiarme de ropa para adaptarme a su criterio.

-Ponte el pantalón de algodón negro y la camisa celeste.

Me lo dice desde el cuarto de baño, en el que ha entrado a prepararse para ir a la cena de los viernes con su hermana y Carlos.

Saco del armario la ropa que me ha indicado y preparo también los zapatos que vestiré.

Entro en el aseo. Me sorprende la imagen.

Desnuda, salvo por una toalla liada en la cabeza a modo de turbante, sentada sobre el bidé, con la entrepierna llena de jabón de afeitar y una de mis cuchillas en la mano.

-¿Qué haces?- le digo, pese a ser evidente lo que está haciendo.

-Quiero ver cómo me queda.

La observo, con curiosidad, mientras acaba su labor.

Un chochito totalmente depilado, con su piel limpia y suave desnuda, y su raja en medio, como una fina línea trazada entre las piernas.

Es la primera vez que se lo veo así. Nunca lo ha hecho antes.

Me acerco y deslizo la mano lentamente por ese pubis tan desnudo y suave. Ella me deja hacerlo mientras escruta mi rostro. Le sonrío y me demoro en la caricia.

Aprovecha para clavarme un golpe bajo, aunque lo hace con gracia y tono jocoso, risueña, sin acritud y, por el contrario, divertida.

-Si quieres, me meo…

Las hermanas -es evidente- se han comentado algunos pormenores de nuestro encuentro orgiástico.

Respondo a la provocación con lacónico descaro, sin retirar la mano y buscando con los dedos abrirle la raja.

-Hazlo.

-No tengo ganas ahora -me contesta sonriente mientras retira mi mano y se incorpora para seguir arreglándose.

-La “nueva normalidad”- me digo mientras salgo del cuarto de baño.

Dos horas más tarde, ya vestidos, nos encaminamos a casa de nuestros cuñados.

Rocío se ha puesto un vestido negro ceñido -creo que es nuevo- que me recuerda al que lucía Audrey Hepburn en “Desayuno con diamantes”, una imagen que se ha hecho mítica para los cinéfilos. El que viste mi mujer es muy parecido en la parte superior, en el escote delantero, incluso algo parecido en el trasero, pero más corto, porque finaliza en las rodillas y el de la actriz era largo hasta los pies. Tampoco lleva los guantes ni el collar, complementos maravillosos de aquel vestido de noche, porque el modelo que lleva Rocío sirve más bien como un vestido de cóctel.

¿Llevaría también Audrey Hepburn el coño totalmente afeitado en aquella película?

Ya sé, ya sé… es una pregunta tontísima, pero es la que me asalta en el breve trayecto desde nuestra casa a la suya.

Nos reciben ambos, cordiales, joviales, alegres, acogedores…

Ella lleva un vestido muy ceñido, de esos que llaman “lápiz”, muy adecuado para mujeres delgadas y estilizadas, también negro, también hasta las rodillas… sin mangas y con el escote en pico.

No lleva sujetador. Se aprecia la libertad de sus tetitas dentro del tejido, pero sobre todo se aprecian sus pezones, siempre duros y sobresalientes, marcados en la tela.

Loli, al darme dos besos, me inunda con el olor del perfume que tanto me pone… siento crecer al instante mi sexo, enardecido por el aroma y por el breve contacto de esos dos besos de bienvenida.

-La “nueva normalidad”- me digo.



FIN DE LA PRIMERA PARTE
 
SEGUNDA PARTE

Capítulo primero. La “nueva normalidad”.


Casi tres años de esa cosa rara que dimos en llamar así.

Si no fuera porque ya se habrán podrido del todo en su fosa sevillana, mis suegros estarían sorprendidos, y felices, en la situación actual.

¿Quién podía imaginarlo?

Salimos de una pandemia, una peste al estilo medieval, de aquellas que diezmaban la población europea cada tanto.

La economía parece funcionar, al menos actuamos todos como si efectivamente funcionara, y sólo algunas voces agoreras se dedican a predecir la inminente hecatombe mundial, mientras nuestra sociedad se instala en una espiral hedonista, de placeres viajeros y mundanos, de disfrutes múltiples de toda clase.

Y, sin embargo, son los Trump, los Bolsonaro o los Díaz Ayuso quienes obtienen confianzas ciudadanas, precisamente los que manifestaron mayor desprecio por la supervivencia de las personas en la pandemia, los que medraron con sus negocios aprovechándola para ellos o para sus familiares, los que pudiendo evitarlo dejaron morir impunemente a centenares, a miles, de personas, decenas de miles en el caso de Bolsonaro.

Claro que estarían felices. Aquella pareja de beatos fascistas (ella convencida y él hipócrita putero y vividor) celebrarían que en su Andalucía natal gobiernen los señoritos nuevamente.

“Como Dios manda” –que dirían ellos-.

O que en Castilla, nuestra Castilla, sean los directos herederos del más abyecto facherío los que ostentan una vicepresidencia inútil pero nociva, ocupada por alguien que miente hasta en el apellido.

Resulta paradójico. Son las políticas menos liberales, más Keynesianas, las que han permitido capear el temporal de la crisis sanitaria mundial, preservando el empleo y la capacidad de las familias para sobrevivir en la adversidad, y sin embargo son los políticos negacionistas, desnortados y ultraliberales los que crecen en confianza pública.

Y, si eso podía hacerlos felices, no os diré cuánto también podría llegar a satisfacerles la vuelta de Rusia al papel de enemigo sempiterno de la civilización occidental.

Me queda, eso sí, el consuelo de saber que, si es cierto que hay vida eterna y conocimiento de cuanto en la tierra sucede, doña Angustias debe estar haciendo honor a su nombre y pasando las más duras y amargas de ellas, al contemplar la maravillosa evolución de sus hijas, aquellos dos primores de niñas inmaculadas, cultivadas por ella como rosas de un jardín, educadas para santas de sacristía y oratorio pero convertidas hoy en amantes expertas, hembras excitantes y promiscuas, habilidosas fornicadoras de artes inmejorables, convertidas en dos mujeres de bandera y toma pan y moja que merecerían los calificativos más terribles y ofensivos de su madre.

Triste es reconocerlo, algún día nos extinguiremos. Si estos antediluvianos vuelven a ejercer el poder, si estos cafres de pasiones agrias y deformes van a decidir el futuro colectivo, la cultura occidental se extingue sin remedio y acabaran siendo los chinos el nuevo imperio mundial.

Se ve venir.

Pero, mientras tanto, aquí estamos, madurando como un buen caldo con el paso de los días, en nuestra barrica, en nuestra provinciana ciudad de límites perfectamente conocidos, en nuestra “nueva normalidad” de aburridas costumbres públicas de toda la vida y entretenidas nuevas y placenteras costumbres secretas.

Porque, debo reconocerlo, las nuevas costumbres son placenteras.

Mucho.

Durante estos años hemos seguido manteniendo las cenas de los viernes. Cada dos semanas, como antes, alternando el lugar de encuentro entre las dos casas.

Hemos encontrado la forma de mantener el interés pese al tiempo transcurrido.

Pero no es algo que haya resultado sencillo. Al principio, cada viernes de encuentro fue momento y escenario de pasión. Hasta diciembre del 2020, en medio de noticias sobre nuevas cepas virulentas, espera de campañas de vacunación y pactos entre partidos para la inmediata renovación del Poder Judicial, momento en el que tomamos la decisión de espaciar nuestros encuentros sexuales.

Se habían convertido en la única actividad que realizábamos a cuatro. Tantos años conversando, intercambiando ideas y pensamientos, opiniones, noticias… incluso cotilleos de todo tipo… y de pronto, durante aquellos meses, cada vez que nos veíamos dedicábamos nuestro tiempo en común a una exclusiva finalidad, deviniendo folladores monotemáticos, viciosos hasta la saciedad, corrompidos en nuestra pasión de amantes a cuatro.

Fueron tres meses de locura. Una locura compartida. Su punto culminante sucedió el viernes 18 de diciembre de aquel año.

No esperamos siquiera al inicio de la cena. Era en su casa y, apenas llegamos a ella, con manifiesto desprecio de la comida y de la bebida preparadas, nos dedicamos a devorarnos sin espera ninguna, follándonos como locos sin ninguna contención ni reparo, empujados por la apariencia de Loli, totalmente desnuda bajo una túnica de sutil gasa transparente con la que nada más llegar me había provocado una erección inevitable, y por la osada actitud de Carlos, que sin miramientos recibió a mi esposa magreándola, sujeta por las nalgas y comiéndole la boca con fuerza, confirmando la actitud descarada e, incluso, chulesca mantenida en los últimos días en su relación con Rocío, consciente de que su potencia sexual, su capacidad para darle placer y su juventud explosiva y potente eran factores que la seducían hasta convertirla en una hembra entregada a sus deseos.

No reparamos, aquella noche, en que nuestros hijos se habían quedado en nuestra casa, apenas a unos metros de distancia, en la misma calle, jugando con la Play.

Cuando el mayor de ellos, nuestro hijo, comenzó a imponer su edad y capacidad a su prima y su hermana para decidir a qué jugar, tuvieron las primas la terrible idea de desplazarse hasta la casa de nuestro cuñados, al fin y al cabo en la misma calle y a escasos veinte metros de distancia, con la intención de recluirse en su habitación, algo que no debía ser molesto para unos adultos en su cena familiar y amistosa de los viernes, porque no podían sentirse molestos por la presencia de sus respectivas hijas.

Desde el salón comedor oímos la puerta de entrada y sus voces alegres llamándonos.

En ese instante mis dedos se perdían rítmicamente en el interior del coño de mi cuñada que, abierta de piernas en un sofá y con aquella gasa suave arremangada hasta la cintura, había comenzado apenas a emitir su gritito continuo y sostenido de placer.

No era más decente la situación de Carlos y Rocío, porque ella estaba amorrada sobre el tieso ciruelo del marido de su hermana, encajándolo en su boca con ritmo desenfrenado.

Masturbaba a Loli haciéndole sentir que jugaba con su cuerpo como quería, que la poseía con cierta brutalidad, sin miramientos, y ella me lo agradecía con la exteriorización de su placer.

Carlos follaba la boca de Rocío con la misma rudeza con la que yo me conducía, como si le acuciaran las urgencias de su deseo, y mi mujer procuraba incrementar su deseo y su placer sujetándole con firmeza ambos testículos con su mano, estirando hacia atrás cuando él empujaba hacia adelante… algo que, confieso, las veces en que me lo hace provocan mi inmediata e irremediable descarga.

No soy capaz de explicar cómo nos apañamos, tapamos y acondicionamos en fracciones de segundo.

Como si un potente resorte nos hubiera impulsado, la primera reacción fue emparejarnos decentemente, es decir, cada oveja con su pareja, y la segunda taparnos con unas mantitas de aquellas que se acostumbran a disponer para el confort cuando la calefacción por lo que sea no ha alcanzado la temperatura adecuada. Que estuviéramos en invierno favoreció que las encontráramos disponibles, pues las hermanas, ordenadas como son ambas, las retiran en otras estaciones del año.

Nunca hemos sabido si las niñas, al fin y al cabo todavía muy pequeñas, pudieron extrañarse de que estuviéramos escuchando música -como les dijimos-, tapados con las mantitas y a oscuras en el salón, sin haber comenzado todavía a cenar, pues la mesa estaba preparada sin que se hubiera tocado ni un cubierto.

Subieron, mientras las madres les reprochaban rutinariamente que se hubieran desplazado solas por la noche en la calle y mientras ellas respondían que no eran todavía las diez de la noche y estaban al lado mismo, algo que estaban hartas de hacer desde siempre.

Interrumpidos bruscamente en un momento tan especial, con mi verga desmantelada -supongo que también la de Carlos-, tapados bajo las cubiertas de lana, fuimos conscientes de la situación en la que estábamos y, apenas desaparecieron por la escalera y oímos cerrarse la puerta de su habitación explotamos en un ataque de risa histérica, que se prolongó durante unos minutos.

En una especie de mundo al revés, habíamos estado a punto de ser descubiertos por nuestras hijas – de diez años una y de siete la otra- en una actividad sexual promiscua de difícil explicación.

Nos recompusimos del todo, recuperando las vestimentas -Loli hasta vistió una de esas batas caseras tan decididamente antieróticas- y sufrimos un ataque colectivo de sensatez.

Decidimos mientras cenábamos que alternaríamos, en nuestros encuentros, cenas normales -cómo las de antes, dijimos- y cenas de las otras.

Así lo hemos hecho durante estos meses. Una especie de matrimonio a cuatro, en el que el sexo aparece a fechas convenidas, mientras en el resto de las ocasiones se mantiene en la más pura e inocente relación familiar, con frecuencia con nuestros hijos pululando por casa en las segundas, lo que contribuye a hacer efectivo el propósito de no traspasar las líneas de la decencia.

Si alguien padece esa perversión mental consistente en disfrutar con la estadística, podrá comprobar que en realidad son muy pocos los encuentros sexuales que se producen en dos años y medio -no llega- con frecuencias de cada cuatro semanas uno. En términos absolutos, daría para unos veintiocho. Menos si se descuentan los periodos de vacaciones o las coincidencias con fiestas señaladas que hacen aplazar los eventos.

Hay otro aleatorio y mucho más frustrante que también incide. Si con una mujer los ciclos menstruales pueden dar al traste con la previsión de disfrute de relaciones sexuales, con dos se multiplican las incidencias.

Quiere eso decir que han sido no más de unas veinte veces -no las he contado, pero por ahí andará- las que hemos tenido encuentros sexuales en aquellas “otras cenas” Loli, Carlos, Rocío y yo.

¡Pero que veinte veces!

No os relataré todas y cada una de ellas, pero no me resistiré, en capítulos sucesivos, a exponer algunas de las cosa que hemos hecho los cuatro.

También algunas de las que, sin Carlos ni Loli, hemos hecho mi mujer y yo. El distanciamiento de las ocasiones en las que nos hemos encontrado los cuatro ha dado lugar a recuperar algunas prácticas con otras personas, otros hombres en realidad casi todas las veces, prácticas que Rocío y yo ya habíamos tenido con anterioridad y de las que habíamos salido satisfechos y contentos.

Un sábado, día de nuestra Comunidad, y apenas dos días después de que el tontopollas del nuevo presidente de la Comunidad nombraba a otro peligroso tontopollas vicepresidente, mientras nuestros hijos estaban en unas actividades de fin de semana con el colegio, Rocío y yo tuvimos una sesión tórrida.

Hacía tiempo que no comíamos los dos solos en casa. Ya desde la preparación de la comida se anunciaba algo especial.

Anunciaba su propósito vestida sólo con zapatos de tacón y un delantal de cocina, los pechos apenas cubiertos por el peto delantero, desbordados de continuo por los costados, con la espalda y el culito desnudos, la cara ligerísimamente maquillada… y como factor definitivo el toque de perfume capaz de hacerme perder el sentido.

Estuve, ya desde el inicio de nuestros manejos culinarios, totalmente perdido en mi deseo, incapaz de pensar en otra cosa que en aquel cuerpo delicioso que se ofrecía a mi vista.

El cuerpo de mi hembra.

La conozco bien. Sé que me provocaba con la intención de mantenerme a su merced tanto como quisiera, que podía rozarla de vez en cuando, apuntar alguna leve caricia suelta, pero que no me permitiría ir más allá hasta que ella no quisiera.

Ordenada y pulcra, como es ella, se dedicó durante dos horas, cual chef de restaurante de postín, a preparar el menú, teniéndome como pinche al que ordenar las más diferentes tareas, todas ellas secundarias, las más destinadas a restablecer limpieza y orden después de cada actuación suya.

Por fin, terminada la confección de la comida y preparada la mesa, el vino y cuanto era necesario para rendir el tributo merecido a su habilidad de cocinera, Rocío desapareció, pidiéndome que la esperara unos minutos.

Armado de una copa de vino, picoteando algunas aceitunas para matar el tiempo, espero en el comedor hasta verla aparecer de nuevo, transformada en sacerdotisa del deseo.

Calzada con sandalias de tacón altísimo, de aguja, negras, para resaltar su siempre elegante porte, su figura esbelta, sus piernas firmes de formas perfectas. Body de encaje transparente, sin costuras, negro también, ceñido a su cuerpo, como una segunda piel de seda cargada de filigranas, de motivos decorativos capaces de disimular la entrepierna y los pezones, pero dejando el resto apenas velado. Sobre el body, una bata de gasa transparente, un encaje ligero y breve en los brazos y el resto sin nada que impidiera contemplar el impresionante cuadro que había compuesto para mí.

Acudí, raudo, al inicio de la escalera para recibirla con los brazos abiertos. Se dejó abrazar un momento, y avanzó con paso decidido hacia la mesa, tomó su copa de vino y, atravesándome con su mirada, bebió un trago corto y espacioso.

-¿Comemos?

Permanecía de pie junto a la silla, esperando que me acercara para acomodarle la silla, un gesto de caballerosidad que acostumbra a ser del agrado de las señoras, especialmente cuando están en el juego de la seducción, algo que mi Rocío domina con maestría.

Una vez sentada, componía una figura digna del mejor retrato. Tanto, que se lo sugerí.

-Me gustaría dejar la imagen de este momento.

Raramente me había permitido fotografiarla en según qué momentos. Reacia a comprometer su imagen, por la posibilidad de un uso indebido, de un descuido, que le complicara la vida, especialmente la profesional, en la infinidad de ocasiones en que expresaba el deseo de fotografiarla la respuesta había sido, salvo en un par de ocasiones, invariable. No.

No contestó esta vez.

Sonrió y bebió otro sorbo de su copa. Lo interpreté como una señal de autorización y, sin demora alguna, comencé a disparar con el móvil mientras ella volvía a levantarse de la silla y adoptaba estudiadas poses para resaltar la elegancia natural de su figura.

Una en especial, con el pie sobre la silla, inclinada hacia delante y mirando con descaro a la cámara, resultó ser -creo- la mejor foto que jamás le haya hecho.

-¿Comemos?- volvió a preguntar de nuevo.

Y comimos.

Permanecí excitado durante toda la comida. Cada gesto de sus manos, cada movimiento de su cuerpo, cada sonrisa de sus ojos, me provocaba una excitación incontrolable.

Cuando acabamos el vino, justo cuando íbamos a iniciar los postres, decidí que no podía esperar más.

-Disculpa un momento, vuelvo enseguida.

Corro escaleras arriba hasta nuestra habitación. Sé dónde están. Los encuentro de inmediato y elijo el que tiene forma realista, el que simula en silicona un sexo real de proporciones más grandes que las propias, pero sin que sea de un tamaño exagerado.

Volví al comedor, armado de aquel instrumento, me acerqué a Rocío para confesarle:

-Hoy necesitaré ayuda. Solo no sería capaz de darte todo lo que tú te mereces.

Sin inmutarse, me ordena que me siente en el sofá y espere. Mientras, acaba su postre, una deliciosa piña natural caramelizada a la plancha con azúcar y kirsch.

No quiere dejarme ocioso mientras espero.

-Prepárame una copa- ordena.

Sé lo que quiere. No es de copas de alcoholes destilados. No soporta las fuertes graduaciones. Voy a la cocina, abro el frigorífico y saco la botella de cava y las dos copas que siempre dejamos en el congelador. Preparo una cubitera con agua y hielo. Vuelvo al comedor llevando todo como puedo.

Me espera junto al sofá, de pie, erguida en todo su esplendor, sonriente y provocativa.

Sirvo el cava y brindamos, todavía de pie, mirándonos a los ojos, con el brillo del deseo reluciendo como estrellas.

Sin decirme nada, se arrodilla frente a mí y me desabrocha los pantalones. Tira hacia abajo y de un golpe me despoja del pantalón y de los calzoncillos, dejando al aire una verga que lleva horas torturada por el deseo.

Noto la frialdad de su boca. Ha dejado algo de cava para provocarme esa sensación al rodearme con sus labios.

La levanto inmediatamente del suelo y nos sentamos en el sofá.

-Hoy déjame que sea yo quien haga los honores a mi diosa- le digo antes de besarle con toda la intención de dejarme la lengua en su boca.

Me deslizo después hacia el suelo y busco, entre las gasas con la que realza su cuerpo, el camino que me lleve a su sexo.

Los bodys acostumbran a tener un mecanismo bastante simple para la apertura. Éste, muy delicado y sutil, es diferente. Compruebo que no lleva corchetes de presión para cerrar la entrepierna. Debo apartarlo, dejando a un lado el suave tejido para dejar vía libre a ese delicioso bocado que atesora mi hembra.

Me entretengo todo el tiempo y más, con la lengua en pequeños círculos primero, después algunos lametones, sin prisas, pero con intención, haciendo notar la presión en toda la zona, intentando adivinar por los suspiros y las contracciones qué movimientos le provocan más satisfacción. Después alcanzo el maravilloso botón que corona sus labios. Sorber, lamer… con mucha saliva, siempre con mucha saliva para unirla a sus jugos y hacer de toda la vulva un húmedo manjar.

Llega un punto en que todo el mensaje corporal se iguala, en que las sensaciones son intensas y su cuerpo es toda una sinfonía de movimientos de placer.

Es el momento de invocar el auxilio del aparato que he ido a buscar. La penetro sin esperar más y me incorporo para buscar, mientras con la mano intento reproducir las embestidas de un amante desaforado, apoderarme de sus pechos, mordisquear y lamer sus pezones, buscar de tanto en tanto su boca para saborearla mientras gime.

No sé si ya ha tenido algún orgasmo, no reparo en ello tampoco, sabiendo que tenerlos no la detendrá, que es capaz de experimentar unos cuantos, muchos, de forma continua, sin que le suponga ninguna dificultad.

La incito al juego de la fantasía. Ese juego que tantas veces ha servido para subir la intensidad de nuestro deseo y de nuestro placer.

-¿Quién quieres que te folle hoy? Yo solo no voy a poder contigo.

Se lo he susurrado al oído, con voz ronca por el deseo.

-Me da igual- responde – a quien tú invites.

Sigue jadeando, con la respiración alterada y sujetando mi mano para marcar el ritmo de las entradas y salidas de esa polla ficticia que la taladra.

Y yo voy desgranando algunos nombres. Voy descubriendo el grado de excitación que le provoca cada uno de ellos por las reacciones que experimenta.

Durante más de media hora, en un juego cómplice de provocaciones muy excitantes. Con frecuencia somos ambas otras personas, de forma alternativa, compartiendo fantasías, pero hoy quiero que sea ella la protagonista de todas.

-¿Te acuerdas de Ramón, el marido de María? ¿Sí? Una vez le vi en la piscina mirándote mientras te secabas. No disimuló… parecía que se le salían los ojos de la cara y la verga del bañador… marcaba un buen cipote…

Le gusta. Noto como se contrae y acelera el movimiento de entrada y salida del remedo de polla con el que estamos jugando. Las mujeres no son nada tontas y, aunque parezcan despistadas, pocas veces dejan de observar nuestro comportamiento. Estoy convencido de que no le ha pasado desapercibido el interés de Ramón ni la circunstancia notable de tener un rabo descomunal, largo y gordo incluso en reposo, notable bajo el bañador una estaca que exhibe en el vestuario masculino sin ningún pudor, como hacen habitualmente los que se saben poderosamente armados y merecedores de la envidia de los testigos de su desnudez.

Se me ocurre otro nombre más.

Como en un susurro, lo pronuncio lentamente.

-Ernesto... ahora te está follando Ernesto. Has decidido ponerme los cuernos con él y estás en el colegio, en la buhardilla, a escondidas, dejando que te empotre…

Ernesto.

Ernesto es también profesor en el colegio de monjas en el que trabaja Rocío. Ya os lo describí en un capítulo anterior. Hace un tiempo sospeché que era un lío de mi Rocío.

Puede que fuera una simple casualidad, pero apenas pronunciado su nombre todo el cuerpo de mi mujer se estremecía en unas contracciones muy intensas, su mano enloquecía imprimiendo una velocidad extraordinaria al metisaca del aparato, y sus gemidos se convertían en gritos de placer.

Un momento después me ordenaba tajante:

-Métemela. Fóllame.

Obediente, me apresto a cumplir su deseo. Abierta de piernas frente a mí, cubierta con la bata de gasa y el body, me espera con el coño ahíto de verga, los ojos cerrados y la sonrisa insinuante.

Sobre ella, haciendo que mi sexo se deslizara en las profundidades del suyo sin encontrar resistencia, comencé un vaivén suave, rítmico y constante.

Duró poco.

-Fóllame bien, Ernesto… Hoy necesito un macho potente…

Con los brazos rodeándome el cuello y apretando como si quisiera que todo yo entrara en su cuerpo, seguía provocándome sin piedad.

-Así, Ernesto. Así… Fuerte. Más…

Al menos diez veces me repitió ese nombre al oído, con todas las entonaciones, con todos los matices, mientras me sentía embrutecido. La hubiera atravesado en cada embestida, si ello hubiera sido posible.

Tuvo varios orgasmos antes de que me deshiciera en una corrida que acompañé de rugidos de animal salvaje.

O de marido enamorado.

****
 
****

Sudorosos, exhaustos, derrengados…

Horas de excitación y placer. Una completa provocación desde el inicio, con su delantal como única vestimenta, después el body y la batita de gasa… finalmente la locura de su cuerpo retorciéndose bajo el mío mientras gritaba el nombre de su compañero de trabajo, en esa ficción fantasiosa que yo he provocado…

Permanece junto a mí, sobre el sofá, respirando profundamente, con el cuerpo que parece desencajado, sin orden ni concierto, las piernas dobladas hacia un lado, el torso boca abajo, un brazo extendido y separado, el otro atrapado bajo su propio cuerpo…

Enfrente, sentado, pero casi tendido boca arriba en el otro sofá, la contemplo todavía alterado por el esfuerzo, dejando que los últimos restos de placer se apoderen de mi para hacerme sentir una felicidad serena.

Lo digo en voz alta, asegurándome de que pueda oírme.

-Quiero que lo hagas.

No responde, ni cambia su posición. Nada parece que haya cambiado lo que acabo de decir. Con el mismo volumen, insisto.

-Quiero que vivas la experiencia de tener sexo con Ernesto.

Sigue sin reaccionar y continúo.

Creo que la idea de estar con él te provoca una excitación muy grande. Quiero que lo vivas de verdad. Quiero que folles con él. Lo deseas y yo quiero que lo tengas.

Gira la cabeza hacia el otro lado, hacia el respaldo del sofá, como si no quisiera verme mientras le digo esas cosas. Muy despacio, comienza a encoger las piernas para incorporarse, apoyándose en las manos y bajar los pies hasta el suelo. Con el pelo alborotado y la transparente combinación de bata y body descolocada, ofrece una imagen de hembra que acaba de librar una batalla sexual.

Finalmente consigue sentarse frente a mí, recogiendo las piernas sobre el asiento y bajo sus caderas, en ese escorzo tan femenino que ella sabe hacer tan bien.

-Estamos locos- me dice, por todo mensaje.

Su voz es serena y cálida. No es un reproche. Es una constatación de algo que resulta evidente. Y se lo confirmo.

-Sí. Muy locos.

Me siento junto a ella. Lo hago sobre todo para que no me mire a los ojos mientras hablamos. No quiero que descubra, porque es sagaz y me conoce como nadie, ningún rastro de inseguridad en mis palabras, ninguna tribulación al hacer la propuesta. Porque estoy inquieto, lo sé, porque no es algo exento de inseguridades, porque no sé si estoy excediendo del límite de lo posible, porque quiero que suceda, pero no sé si lo quiero de verdad…

Rodeo sus hombros con un brazo. Ella se deja acoger, acurrucada junto a mi pecho.

-Te he visto muy excitada. Me ha gustado verte así, desatada, disfrutando… me encanta que vivas esos momentos…

No responde. Sigue arrebujada.

-Celebro haberle nombrado- insisto-, creo que te pone muchísimo. Me gusta. Quiero que seas la mujer más feliz del mundo… y la que más placer reciba… Creo que nunca te he visto tan excitada en este juego, que ningún otro nombre te ha puesto tanto…

Comienza a moverse, separándose de mí, para levantarse. Recoge su aparato y me anuncia que se va a la cama.

- Quiero que estés con él de verdad- le digo mientras camina hacia la escalera- quiero que te folle y disfrutes todo el placer que sea capaz de darte.

No me contesta. Sube las escaleras y entra en la habitación. Ha cerrado la puerta. Yo también voy subiendo hacia nuestra habitación. Al acercarme me parece oír un gemido. Pongo atención y oigo claramente otro. Un suspiro inequívoco, inconfundible, seguido de más gemidos.

Permanezco allí, sin hacer ruido, sin moverme, hasta que se hace de nuevo el silencio, hasta que mi Rocío acaba de masturbarse.

No me cabe la menor duda sobre qué fantasía ha vivido mientras se satisfacía de nuevo.
 
Capítulo segundo.- Nene… ¿Estás seguro?

Me lo pregunta mientras se introduce en la cama, a mi lado.

-Nene… ¿Estás seguro?

Estoy leyendo, apoyada la espalda en el cabecero, acomodado en las mullidas almohadas y cubierto por sábanas de un blanco impoluto que desprenden ese olor tan agradable y acogedor de la lencería de hogar limpia.

Se arrebuja junto a mi cuerpo, pasándome un brazo por encima del vientre y jugando con los dedos a rozarme el costado muy lentamente, con la suavidad que sólo ella tiene.

-¿Seguro de qué?- le pregunto.

Sé muy bien a qué se refiere, pero quiero que lo exprese claramente, que entre de lleno en la situación sobre la que pretende confirmar mi seguridad.

-Ya sabes de qué te hablo.

Cierro el libro y me deslizo, abajo, para acostarme a su lado. Ligeramente vuelto hacia ella, le miro a los ojos y sonrío.

Mirar a Rocío a los ojos es sentirse en la gloria. Es contemplar la belleza.

-No lo sé- insisto, para forzarle a explicarlo.

-De lo que me dijiste ayer.

Pongo de nuevo cara de no comprender a qué se refiere, pero la sonrisa me delata.

-Venga, que quieres oírme bien ¿no? Pues ahí va: Si estás seguro de querer que me líe con Ernesto y que me lo folle… o sea, si quieres que sea una maestra putilla y calentorra, espatarrada delante del profe machito de la escuela de monjas, loquita por meterse su ciruelo en el coño hasta que le reviente la lechera, y que él piense que he caído en sus brazos para que me de lo que el cornudo de mi marido no sabe darme…

Lo ha hecho una vez más. Para salvar la timidez, adopta el papel de arrabalera deslenguada, soltando esas expresiones que tan poco casan con su aspecto de hembra elegante y refinada, pero que tan bien describen lo que nos proponemos.

-Ahora la que está insegura eres tú- le respondo.

Mientras contesto subo una mano hasta su pecho, para acariciarlo. Bajo el pijama, firme, pero suelto, liberado de cualquier apretura, tocarlo me produce una sensación de calma infinita, casi tanta como mirarle a los ojos.

-Bueno… es que es diferente a todo lo que hemos hecho hasta ahora.

-No quiero que piense que soy un cornudo que no sabe darte lo que necesitas. No es eso.

-Pero lo pensará- replica con toda la fuerza de la lógica –Es lo que pensaría cualquiera en esa situación- insiste.

Sigo acariciándole el pecho. Pasando muy dulcemente los dedos por sus pezones. Abarcando de tanto en tanto con toda la palma de la mano, uno u otro pecho.

-Quiero que piense lo contrario: que tu marido te da todo lo que tú necesitas o deseas. Incluido él.

-¿Tú crees que sería capaz de entenderlo?

Sigo acariciando su pecho por debajo del pijama.

-¿Por qué no? Eso no lo sabrás si no lo vives. Pero además me importa poco. Tú y yo sabemos que eso es lo que hacemos.

-No lo veo claro, Juan. También es peligroso porque metemos en esto a alguien de mi trabajo. Tú mismo has dicho siempre que no hay que correr esos riesgos.

Es verdad. Yo siempre he dicho eso. Pero estoy dispuesto a hacer la excepción si mi mujer quiere hacerla. En silencio, mientras sigo acariciando su pecho y comienzo a notar alguna reacción cariñosa de su cuerpo, evalúo los pros y los contras. En contra está la discreción, la prudencia, la sensatez… a favor, aquella reacción suya de ayer, mientras follábamos, enloqueciendo de placer mientras repetía su nombre una y otra vez en un éxtasis de orgasmos reiterados.

Decido provocarla un poco.

-¿De verdad no te lo has follado nunca? Hace un tiempo pensaba que sí.

Da un pequeño respingo al escucharme. No se lo esperaba.

-¿Por qué me dices eso ahora? No te entiendo. ¿De verdad crees que te he puesto los cuernos con alguien?

Su voz suena grave, algo alterada.

-Hubo un tiempo en que pensaba que era posible- le respondo- pero ahora sé que si hubiera pasado me lo hubieras dicho ¿verdad?

No responde. Quiere que note que se siente ofendida, pero no lo bastante para poner fin a la caricia que sigo haciendo en sus pechos, amasándolos muy suavemente con toda la mano.

-Ahora soy yo quien te propone hacerlo- continúo diciéndole.

-Hazlo- le repito con un cierto tono imperativo, que pretende despejar cualquier duda, mientras continúo acariciando su cuerpo. He bajado una mano a la entrepierna y comienzo a rozarle los muslos. La otra mano sigue en las caricias del pecho.

-Seguro que a él le encantará- insisto-. No me digas que por lo menos no te ha tirado los tejos alguna vez.

-Hay que ver que machistas soy todos los tíos. ¿Por qué me ha de haber tirado los tejos?

Con su propia lógica intento rebatirla.

-Pues por eso, porque somos machistas todos los tíos. Él también. No me digas que en tantos años trabajando juntos no ha habido ni un comentario, ni una insinuación, ni nada de nada…

Para evitar su contraataque, me pongo un parche antes de que pueda responder. La conozco muy bien y sé que inmediatamente su cerebro está perfilando la réplica.

-Porque yo que soy el jefe he de cortarme mucho y no puedo ir por el despacho tirándole la caña a mis empleadas, pero entre compañeros del mismo nivel la cosa es diferente, y los tíos no tenemos remedio.

Sigo jugando con mis manos y mis dedos en su cuerpo, buscando los lugares en los que se multiplica el deseo y se incrementa el placer.

No quiero dejar ni un leve margen a que piense más.

-Porque seguro que te ha hecho alguna insinuación ¿no?

He subido la mano, entre sus piernas, hasta que el pulgar acaricia la parte superior de su vulva, rodeando el capuchón del clítoris en círculos amplios y lentos.

Sujeta mi mano con las dos suyas para inmovilizarla mientras me mira fijamente a los ojos.

-Si yo hubiera querido hace mucho que me lo hubiera tirado.

Aunque su voz es dulce, suena como una ligera bofetada. De alguna forma me está dando a entender que sí, que sabe que a su compañero le gustaría tener esa relación con ella, pero sin darme la satisfacción de explicarme con más detalle cuales fueron las acciones de su compañero.

Respondo con humor.

-Entonces no debes tener ningún problema para conseguir que suceda ahora.

Reanudo la caricia en su vientre, sin que ella oponga ninguna resistencia.

-¿Y qué le digo? ¿Qué se venga un día a casa que mi marido y yo queremos tener una sesión de sexo con su participación?... Igual se asusta ¿no?

Sé, en ese preciso instante, que ya hay un alto grado de posibilidades de que suceda. Está pensando en cómo ejecutar el plan y eso, en la mayoría de las mujeres, es siempre señal de que han decidido llevarlo a cabo. Sonrío y continúo en las caricias. Como premio al avance que percibo, desabrocho todos los botones delanteros de la camisita del pijama, aparto su tejido sedoso y, buceando entre la sábana, busco con mis labios un pezón. Me lo facilita tendiéndose boca arriba, lo que permite que pueda acariciarle el sexo y lamerle los pezones al mismo tiempo.

Emerjo de las sábanas para buscar ahora su boca con la mía. Mi pulgar no ha abandonado ni un solo instante la caricia, que reitero sin descanso porque noto en cada vuelta, en cada círculo dibujado sobre su pubis, la intensificación de la excitación de Rocío.

Me acerco a su oído para susurrarle.

-No le asustes… Tal vez la primera vez debáis estar solos… No sé… Como algo espontáneo vuestro…

No parece afectarle demasiado lo que estoy diciendo. Hace ya un ratito que suspira y gime, acompasando sus movimientos con los de mi mano. Y yo no me reconozco. Acabo de proponerle a mi mujer que folle con un compañero de trabajo cuando se presente, o cuando ella busque, la ocasión de hacerlo, que lo haga incluso sin mi presencia. ¿Me enloquece la idea de estar haciendo una locura? ¿Un auténtico bucle de fantasía enfermiza en el que aquello que me excita lleva a la sublimación del placer? Puede ser…

Está excitada, pero su voz suena clara, sin dar ninguna impresión de duda.

-Ya ha habido ocasiones… si hubiera querido ya habría pasado.

-¿Te lo ha propuesto?- acierto a responder, sorprendido.

-Varias veces. Ya sabes cómo son estas cosas. Tonteo, comentarios, momentos de colegas, bromas… pero al final siempre dejando ir la caña, con insinuación a veces, otras muy directas, según las circunstancias.

Permanezco en silencio, intentando asimilar la noticia. También dejo de acariciar su cuerpo, algo que debe notar y en lo que estará percibiendo mi sorpresa y mi interés por lo que me está explicando.

-¿Con algún toque?- me da por preguntar.

Sé que está sonriendo al escuchar su respuesta. La conozco muy bien. No puedo imaginar que no lo haga al contestarme en esa forma.

-Algunos…

Tras un silencio, continúa explicándome.

-¿Te acuerdas de Santi?

Me descoloca ese recuerdo. ¿Cómo no me voy a acordar? No puede ser otro. Era el primer hombre con el que tuvimos un encuentro, el estreno de mi Rocío en un trío que resultó bellísimo y que, seguramente, fue el responsable de que profundizáramos en la exploración de nuevas formas de sexo en pareja.

-¿Me acuerdo?... ¿por?

-Aquel mismo viernes, horas antes de estar con Santi, Ernesto me había vuelto a proponer que nos acostáramos. No era la primera vez, pero era la primera que lo hacía así, apoyando su mano en mi cadera y atrayéndome hacia su cuerpo. Me abrazó… y noté en el vientre que estaba excitado y la tenía muy dura.

-¿Os liasteis?

Mi voz debe haber sonado muy alarmada. Se apresta a responder.

-Nooo… no me he liado con él. ¡Joder qué manía con preguntar todo el rato lo mismo!- me reprocha.

-Aunque no sé qué hubiera podido pasar si no hubiera estado previsto lo que iba a ocurrir unas horas más tarde… Esos días yo sentía cosas muy especiales, una excitación inmensa, me encontraba en un estado de permanente deseo, estaba muy caliente, mucho… pero no… tanto antes como después de ese día, las veces que ha sugerido o propuesto lo mismo no lo he aceptado.

-Le dejé que me abrazara, pero nada más.

No contesto. El silencio nos inunda unos instantes.

-Sin ti no me parece correcto- apostilla, para romperlo.

Me deja sin palabras. No ha sido una vez, ni dos. Han sido más las que el colega del claustro ha intentado cepillarse a mi mujer. No sé ahora si odiarle por intentarlo o alabarle el gusto, que al fin y al cabo desear a Rocío es algo que puede pasar y pasa a cualquier hombre, a cualquier macho de la especie humana… e incluso a algunas mujeres.

-Pero…

-¿Pero?

-Pero aquella noche, cada vez que me tocaba aquel chico, mi fantasía era que no estábamos con él, que era Ernesto quien estaba con nosotros.

El descubrimiento me impresiona. Me confirma lo que hace un rato ya había observado en nuestros juegos, que ella está deseando hacer realidad esa fantasía. Pero es una confesión brutal, que me deja sin palabras.

Ella ha notado el impacto que me ha causado, pero sabe muy bien cómo arreglarlo.

En un par de movimientos se despoja del pijama, me obliga a tumbarme sobre la cama y monta a horcajadas sobre mi vientre, ofreciendo su sexo jugoso a mis labios y tomando mi verga en los suyos.

Cuando, por fin, ambos estamos de nuevo satisfechos, su cabeza junto a la mía en la almohada, rompo el silencio con una sola pregunta.

-¿Lo harás?

La respuesta es más lacónica todavía.

-Sí.

Tres horas más tarde duerme a mi lado, con una respiración serena, mientras yo no puedo conciliar el sueño, a medio camino de la excitación y del pánico a que, en esta nueva transgresión, algo salga mal.
 
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