Y otras tres hasta que recibí uno suyo.
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Estaba radiante. Siempre, desde que la conozco, encontrarme con ella después de unos días sin vernos me ha causado una emoción profunda. Su aspecto, de una elegancia no impostada, muy natural, pero imponente; su imagen, siempre cuidada hasta el más mínimo detalle, incluso en verano, cuando viste con sencillez… su porte, en fin, esa forma en la que camina, se mueve o se para, esa capacidad suya para proyectar seguridad y confianza, sin altivez ni soberbia.
En la puerta de la casita alquilada en la costa, junto a nuestros dos hijos, sonrientes los tres en la recepción del esforzado padre y esposo, sacrificado trabajador mientras ellos habían disfrutado de casi un mes de vacación…
Un vestido camisero corto, de lino, color blanco, sin cinturón, los botones abrochados salvo en el cuello y el último, mostrando ligeramente el muslo, de un bronceado, como su cara, en contraste perfecto con la tonalidad blanco roto del vestido. Sandalias de ligero tacón, abiertas, sin talón, blancas, a juego con el vestido. El pelo, perfectamente peinado y recogido en una cola, dejando el óvalo de su cara limpio, para ser contemplado sin obstáculos, mostrando su belleza andaluza y majestuosa.
Tras aparcar convenientemente, después de los besos y abrazos, la descarga de la maleta y las preguntas de rigor a los hijos, que tampoco hicieron mucho por mantener la conversación con su padre más allá de lo estrictamente cortés (cosas de la preadolescencia) y marcharon a unas actividades que al parecer hacían en la piscina de unas instalaciones cercanas, quedamos Rocío y yo, al fin, solos.
Sentada en el patio, en una especie de sillón de mimbres, con brazos, la espalda muy recta y las piernas cruzadas tan elegantemente como siempre, mantenía una sonrisa pícara pero, también, distante.
No sé cómo, ni tampoco explicarlo, pero sé que hay algunos detalles, algunos gestos, algún no sé qué que me permite diferenciar sus actitudes y que, incluso manteniendo el mismo gesto, la misma expresión corporal o pronunciando las mismas palabras, me hace sentir en desventaja con ella.
Era una de esas ocasiones. Y puede que fuera simplemente mi mala conciencia, pero algo había.
- ¿Qué tal el camino?- rompió ella el silencio.
-Bien, bien… sin problemas.
Era evidente que esperaba algo más de mí. Y yo no sabía cómo abordarlo.
-¿Y tú, cómo han ido estos días?
-Bien, también. Sin novedad.
La respuesta, lacónica, volvía a devolverme la palabra. Decidí afrontar la situación directamente, convencido al fin y al cabo de que no había escapatoria.
-Supongo que quieres que te explique ¿no?
Una apenas perceptible variación en la sonrisa demostraba que ya me había ganado la primera baza. Demoró el momento de la respuesta, acentuando así su posición dominante.
-Bueno… estaría bien.
Acerqué otro sillón idéntico al que ella estaba usando, sentándome en un ángulo de noventa grados respecto a su posición, de forma que no la enfrentaba directamente pero quedaba lo bastante cerca y bien posicionado como para no confrontar, en una posición más propia de las confidencias.
Durante unos minutos desgrané, de forma voluntariamente impersonal, lo sucedido, intentando evitar los detalles más morbosos, pero sin tampoco caer en las generalidades, algo que a ella siempre la insatisface en la narración de los sucesos.
Expliqué cómo estaba en casa, cómo apareció Loli, la explicación que me hizo sobre su marido e hija ausentes, la cena que tomamos, el inicio de nuestro encuentro sexual de forma intensa y ardiente…
Había pensado más de una vez en el momento y la explicación a dar, pero intuitivamente cambié el mensaje en ese punto. Había ideado explicar las palabras de su hermana sobre el encargo de cuidarme, inicio claro del polvazo que nos regalamos.
Lo silencié. Tuve la sensación de que podía ser confundido con un intento de justificación de mi actuación, algo que podía disgustarle al desplazar hacia la niña la responsabilidad de lo sucedido.
Al fin y al cabo -pensaba sobre la marcha- seguro que con ella ya ha hablado hasta la saciedad de todo esto, y mi relato ahora atiende solo a dos finalidades: que ella y yo percibamos que tiene un poder completo sobre mí y que verifique mi sinceridad, contrastando lo que diga con lo que ya sabe a través de su hermana.
Con lo que ya sabe porque, no hay que engañarse, la única sinceridad a contrastar por Rocío era la mía, la de su hermana jamás la pondría en cuestión y lo que ella hubiera dicho ya se había constituido como la única y completa verdad.
Seguí explicando lo sucedido, procurando como decía antes evitar los aspectos más problemáticos e intentando que el tono se despojara de altibajos, de pausas o de intensidades enfáticas, para dar una especie de relato monótono.
Así hasta llegar a un punto álgido, mi invitación a dormir en nuestra cama, al que llegué con aquella entonación aburrida y sobre el que pasé con el corazón acelerado pero la voz -ventajas de la práctica de mi oficio- sin ninguna alteración.
No daba ella tampoco ninguna pista sobre el impacto del relato, que por otra parte ya conocía, sin duda, ni ayudaba con ninguna pregunta ni con gesto alguno, hierática, siempre sonriente sin excederse, sentada muy recta con sus brazos apoyados en los del sillón y las piernas cruzadas, que de tanto en tanto cambiaba de posición para alternarlas.
Superado el primer fielato, abordé la parte final de mis explicaciones, procurando ser breve y conciso en la narración del polvo matutino en la cocina.
En ese punto pareció sorprenderse. No me cabía la menor duda de que la sorpresa era fingida, mero recurso dramático de actriz razonablemente buena, para poner el acento en donde quería ponerlo.
-Ah... Mira que bien... ¿También por la mañana otra vez?
Cometí en ese momento un error grave, efectuando una respuesta que lejos de ser conciliadora -como yo quería que fuera- resultó, para ella, ofensiva.
-Bueno... a mí me parece que fue muy normal.
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