-Bueno... a mí me parece que fue muy normal.
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Su mensaje llegó cerca de las cuatro de la tarde.
Era breve.
-Nos hemos parado a comer por el camino. Llegaré sobre las 10 de la noche.
Estaba muy atento a los mensajes, pude responderle de inmediato, cuando todavía estaba en línea.
-¿Estáis todavía en carretera?- se me ocurrió preguntarle, sabiendo que era imposible que tardaran tanto en llegar desde la capital hasta nuestra ciudad, incluso si todavía estuvieran en Madrid.
La respuesta no se hizo esperar.
-No. Ya estamos aquí. Estoy en su casa.
Preparé el escenario de su llegada. No quería esperarle en la puerta, ni verla bajar del coche de su compañero de trabajo cargando su “fin de semana” para entrar en nuestra casa. La esperé en nuestra cama, sentado como acostumbro, la espalda en el cabecero y un libro en las manos. Quería hacer como si nada fuera importante, como si nada me importara de aquello que hubiera vivido a lo largo de los dos días de ausencia.
Escuché el ruido del coche que llegaba a nuestra puerta, apenas unos segundos después el sonido de la puerta de entrada al abrirla y el golpe al cerrarla, sus pasos en la escalera hasta el dormitorio, su mano girando el pomo y, finalmente, la vi entrar en nuestra habitación.
Su aspecto era normal, no parecía siquiera cansada tras dos días de agitación -suponía yo- y desenfreno.
No vestía igual que al salir. Unos tejanos muy ceñidos (para mí que nuevos, al menos no recordaba haberlos visto antes), una camiseta roquera con inscripción de Los Ramones, tampoco vista antes, y una cazadora de piel corta y también ceñida, al estilo de la malograda Olivia Newton Jones en Grease, una cazadora que, todo hay que decir, le sentaba de maravilla y también parecía nueva.
La pequeña maleta “fin de semana” debía haberla dejado antes de entrar en nuestra habitación, porque nada llevaba en las manos.
Se acercó para estamparme un beso de trámite, un pequeño pico en los labios, mientras me hacía una pregunta, también de trámite.
-¿Ya estás acostado?
Farfullé una leve excusa.
-Sí, mañana tengo trabajo.
Y también realicé una pregunta de trámite.
-¿Cómo ha ido?
-Uy… ya te contaré, ahora estoy agotada. Pero vamos… ha sido todo muy normal.
Salió de la habitación sin mayor comentario, dejándome con la incógnita de qué había hecho durante todo el fin de semana con su compañero en Madrid y con la espina clavada de una respuesta que iba más allá de su contenido, que reproducía mi propia expresión para justificar una noche inigualable con mi cuñada.
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-Vaya… tienes una idea muy rara de la normalidad.
Su tono era duro, acerado. Pronunciaba las sílabas conteniendo la emoción, pero sin evitar que apareciera la rabia en sus palabras.
-O sea, que tener una aventura con mi hermana, follártela en mi casa, en mi cama, en mi cocina, vestida con mi ropa, mientras su marido cuida de su hija y mientras yo estoy cuidando de los nuestros, es algo normal, ¿no?
No sabía por dónde escaparme, y pensaba con celeridad qué podía decir para frenar aquella sucesión de reproches, por otra parte tan merecidos.
Estuve durante un rato balbuceando justificaciones sin demasiado sentido, intentando que se diluyera su mal humor, como tantas otras veces se ha diluido, anegado de palabras y explicaciones. Esa cualidad habla de las bondades de mi Rocío, incapaz de mantener sus enfados durante mucho tiempo, pero también capaz de vitalizarlos ante el silencio, mucho más dañino para ella que las palabras huecas.
-Sólo fue sexo, nada más- le dije.
Sin sexo me tuvo una semana después de mi llegada. Hacíamos una vida de lo más normal. Nos relacionábamos con conocidos, amigos y familiares, hacíamos una vida social normal, comentábamos las cosas banales de cada día, en una apariencia de normalidad absoluta para una pareja de media edad en vacaciones.
Íbamos a la playa y allí la veía en su esplendorosa belleza, unas veces con bikini, otras con bañador, algunas en topless si nos desplazábamos a playas más alejadas y solitarias. En casa, en nuestra habitación, la veía cambiarse, ducharse, aplicarse cremas, en su desnudez bicolor de morena clara y morena tostada, según las zonas de su cuerpo. Por las noches, durmiendo a mi lado apenas cubierta la zona genital con unas braguitas muy finas, el resto del cuerpo desnudo sobre nuestra cama.
Pero sin sexo.
No me atreví a tocarla hasta pasados unos días. La primera vez, en la cama, recién despiertos. Subí lentamente la mano por una de sus piernas, rodeé su cadera y alcancé el vientre, a escasos centímetros del volumen de sus pechos.
Me retiró la mano, sin aspavientos ni brusquedad, pero mostrando de aquella forma su rechazo a mi caricia.
Insistí en otro momento, esta vez vestidos, mientras pasaba a su lado, dejando deslizar la mano por su trasero provocador, enfundado en una falda ajustada que llamaba a gritos a ser tocada de aquella forma. No hizo ningún ademán, ni de aceptación ni de rechazo, lo que ya era un triunfo.
En la tercera, después de una cena y subsiguiente ronda de bebidas con amigos, al volver a casa, solos, los niños ves a saber en casa de qué familiares, y Rocío envuelta en un vestidito corto muy fino, blanco, ajustado a su cuerpo como una funda, moreno caribeño en la piel y brillo de fuego en los ojos.
No pude contenerme y la asalté sin aviso previo.
Huyó de mi boca, negándome el beso, pero dejó que acariciara su cuerpo entero, desde el culo que abarqué por encima del vestido, apretando su cuerpo contra el mío, hasta las tetas, que acabé descubriendo de la tela para acceder a ellas sin obstáculo.
No llevaba sujetador… y cuando metí la mano debajo de aquella falda cortísima, subiendo hasta la entrepierna, comprobé que tampoco bragas.
Había estado ahí, con su cuerpo desnudo toda la noche. Recordé como en un flash su forma de sentarse durante la cena y después mientras nos tomábamos algunas copas. Lo hacía con las piernas muy juntas, pasando la mano por detrás, desde la cintura hasta los muslos, como estirando la tela para que no se arrugara al sentarse, o asegurándose que no se levantaba la falda por detrás para dejar al descubierto su desnudez. Sentada en aquella terraza, piernas cruzadas exponiendo sus muslos a la vista de cualquiera que quisiera fijarse y, de vez en cuando, descruzando las piernas y quién sabe si exponiendo algo más que sus muslos.
Toda su capacidad sexual, su inmensa potencia para el deseo y el placer, habían estado activadas, desnuda bajo el vestido, durante toda la noche.
Dejó que sobara bajo la faldita su coño desnudo, recreándose en el contacto y en el efecto que ese contacto estaba produciendo en mi deseo. Incluso abrió algo las piernas para que pudiera hacer algo más que sobar por fuera aquella deliciosa piel perfectamente depilada desde hacía, concluí por el tacto, no más de unas horas.
Forcé, colocando una mano tras su nuca y venciendo cualquier resistencia, que su boca se juntara a la mía, que sus labios se abrieran para frotarse con fuerza contra los míos, finalmente que su lengua se enredara con la mía, mientras mis dedos se abrían paso en su sexo.
El alcohol seguramente le había aflojado su voluntad de resistencia, pero no su memoria.
-Fóllame… pero no te perdonaré nunca la fiestecita con mi hermana, cabronazo- me dijo en un momento en el que consiguió separarse de mi boca.
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