Tres
Ella le seguía el juego. En algún momento del fragor de la batalla, él le susurraba siempre lo mismo, con pequeñas variaciones: "Te imaginas que estamos en una playa y un mirón nos pilla...", "imagina que lo hacemos en un portal y alguien nos ve...". Aunque ella no acababa de verle la gracia, si él se ponía a tono así, pues mira. Pero cuando un día apareció con aquella cabeza de maniquí empezó a pensar que a su maromo su fantasía se le estaba yendo de las manos. Él le quitó hierro y le dijo que era un juego, que notar aquellos ojos inexpresivos mirándolos le ponía. Ella se resignó. A partir de entonces fueron tres en el dormitorio. Ella empezó también a mirar aquella cabeza mientras follaban, en momentos donde su marido no podía apreciarlo. A veces creía percibir microexpresiones en aquella cara pintada mientras cabalgaba a su pareja: fugaces miradas ora socarronas, ora lascivas. Ora melancólicas.
Y una solitaria mañana, cuando él ya había salido para el trabajo, cogió la cabeza. Acarició su calva y le dió un sutil beso. Entonces le vino una idea absurda a la mente. Estoy peor que mi marido, pensó. Acostó la cabeza sobre el sofá y se sentó sobre ella, de forma que boca y nariz del muñeco rozaban sus puntos clave. Y empezó a moverse, a restregarse, tal y como había aprendido casi de niña con su almohada. En un momento la nariz se hundió en su vagina y ahí estalló. Se desplomó en el sofá junto a él. El mejor orgasmo de su vida. Definitivamente, tres eran multitud.