Mi mujer y yo. Su confesión

DeRiviaGerald69

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9 Ago 2023
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Hoy he salido de fiesta con mis amigos. Primero hemos cenado y después hemos ido a tomar unas copas. Quizá no debería haberme tomado la última; estoy un poco borracho y sé que es hora de regresar a casa.

Cuando entro, todo está en silencio. Mi mujer duerme ya. La veo tumbada en la cama, medio cubierta por una sábana ligera. El tejido apenas alcanza a taparle la cadera, dejando a la vista unas braguitas blancas de algodón que se ajustan a su culo redondo. La imagen me enciende todavía más.

Me tumbo a su lado con el pulso acelerado, sintiendo cómo mi erección me late bajo el pantalón. Me acerco, me pego a su cuerpo cálido y, con cuidado de no despertarla, bajo despacio sus braguitas. Quedan a medio camino en sus muslos, y mi miembro roza ya la curva suave de su culo.

Ella se mueve, se gira lentamente y me mira con los ojos entreabiertos, todavía envuelta en la niebla del sueño. Me sonríe con ternura.

—Cari, tengo sueño… —susurra, con una voz suave y adormilada.

Me inclino hacia ella y la beso, sintiendo el calor de sus labios contra los míos.

—Estoy muy cachondo… —le confieso, con un murmullo ronco.

Ella suspira y me responde sin abrir del todo los ojos:

—Hazte una paja… tengo sueño.

Sus palabras me sorprenden. No suele hablarme así, tan directa, y esa franqueza me excita más de lo que esperaba. Llevo la mano a sus pechos, suaves bajo la tela, y cuando la rozo me detiene con un gesto leve.

—No puedo… —dice, casi como un lamento.

Me quedo quieto un instante, dudando. Pienso en levantarme, ir al baño y correrme allí, pero entonces su voz me retiene:

—No te vayas… háztela aquí, si quieres

La miro con deseo y desconcierto, y en ese instante sé que la noche acaba de cambiar.

Me acomodo a su lado, con el corazón desbocado. La habitación está en penumbra, apenas iluminada por la luz anaranjada de una farola que se cuela por la persiana. El silencio se llena poco a poco con el sonido áspero de mi respiración.

Me bajo del todo los calzoncillos que habían y me quedo desnudo junto a ella. Su cuerpo cálido me roza la piel. Llevo la mano a mi miembro, lo envuelvo con fuerza y empiezo a moverla despacio, sintiendo cómo se endurece aún más bajo la presión de mis dedos.

El primer suspiro me escapa entre los labios: un ahh… que rompe la quietud. Cada movimiento me enciende, la piel tensa, caliente, palpitando en mi mano. La excitación sube rápido, pero intento controlarla, escuchando mis jadeos cada vez más irregulares.

Yo cierro los ojos un instante. Los músculos del abdomen se me tensan, la respiración se vuelve rápida, entrecortada: haa… haa… haa…


Cuando vuelvo a mirarla, sigue ahí, mirándome entre dormida y despierta, más despierta de lo que parece. Sus labios se curvan en una sonrisa tranquila, y ese gesto me lleva al borde.

El alcohol hace que todo se vuelva más lento. La excitación me abrasa por dentro, pero el clímax se resiste. Mi mano sigue el vaivén húmedo y en la penumbra solo se escucha mi respiración agitada y el chof, chof de mi polla resbalando al compás.

Ella mantiene los ojos cerrados, pero sonríe. Entre dientes murmura con dulzura burlona:

—Eres muy guarro…

Sus palabras me estremecen. Me muerdo el labio, jadeo más fuerte.

—Córrete… —me susurra.

—Dios… —jadeo.

Un escalofrío me recorre entero, la tensión se libera y me corro con un gemido ahogado, temblando hasta quedar rendido. Ella sonríe, me acaricia la cara como si nada, y se acurruca de nuevo contra mí.

Cuando despierto, ella ya no está en la cama. El aire conserva ese olor denso, inconfundible. Apenas puedo incorporarme; la luz entra por la ventana. Escucho la cadena del baño, pasos suaves. La puerta se abre, la luz se apaga y nuestras miradas se cruzan.

—Buenos días —dice, con una sonrisa ligera.

—Buenos días —respondo, ronco todavía.

—¿Quieres desayunar?

La miro, la deseo otra vez y murmuro:

—Ven.

Se acerca, con los ojos brillantes. Me mira, sabe lo que quiero, sonríe y pregunta juguetona:

—¿Y cómo te lo pasaste anoche?

—Me hubiera gustado follarte… —le confieso.

Ella ladea la cabeza, sonríe.

—Lo sé… pero estaba muerta.

Se sienta en el borde de la cama, me acaricia el pecho, y me susurra:

—Todavía puedes hacerlo…

Pero no se queda ahí. Inclina el rostro, me roza con la voz:

—¿Cómo es que viniste tan cachondo? ¿Alguna chica?

Respiro agitado, mis dedos se pierden entre sus muslos.

—Hubo una… —admito.

Ella suspira, se excita, sonríe con picardía.

—¿Era más guapa que yo? ¿Estaba más buena?

—No. Ninguna es como tú —le respondo mientras la penetro con un dedo.

Ella gime, húmeda, y sigue provocando:

—¿Te hubiera gustado llegar más lejos?

—No… solo pensaba en ti y que ojalá ella fueras tú.

Su sonrisa se vuelve traviesa, su cuerpo delata la excitación. Me tumba de espaldas y se coloca a mi lado. Recorre mi pecho con la lengua, baja hasta mi vientre, y me envuelve con su aliento caliente. Mi miembro late bajo su boca, pero no lo chupa; lo sujeta con la mano, firme, jugando con la espera.

Luego arquea la espalda, levanta el culo, abre las piernas y se ofrece con naturalidad. El sexo húmedo, los labios entreabiertos, palpitan con cada respiración puedo ver su ano, me excita. Yo le amaso las nalgas, le doy un azote que resuena excitante, y ella se arquea, dejándose hacer.

—Chúpamela… —le pido.

Ella sonríe:

—No… te lo tienes que ganar.

Se coloca a horcajadas dándome la espalda sobre mi cabeza, acercando su humedad a mi boca.

—Méteme la lengua —susurra.

Lo hago, pero enseguida me guía.

—No ahí… chúpame el culito un poquito.

Me sorprende no es lo habitual, apenas me deja que juegue con su culo, aunque la gusta no suele sentirse cómoda con eso.

Me aprieta contra ella, mueve las caderas, y jadea con cada roce húmedo de mi lengua. Su culito tiembla, palpita, se abre apenas, y cada espasmo suyo me excita aún más.

De pronto se aparta, baja hasta mí y envuelve mi miembro con su boca. El calor húmedo me arranca un gemido ronco. Me la chupa con ansia, intentando metérsela entera, pero no puede. Sonrío entre jadeos:

—Nunca has podido…

Ella se ríe con los ojos encendidos y vuelve a hundirse sobre mí.

El juego continúa hasta que, excitada, abre el cajón de la mesilla, saca un preservativo y un bote de lubricante. Me lo da mientras me chupa de nuevo, y cuando por fin me lo pongo, unta mi polla y su sexo con el líquido viscoso que sale del bote, se coloca encima, y gime al sentirme dentro.

—Dios… qué gorda la tienes… —jadea, bajando despacio.

Yo la sujeto fuerte, y al oído le susurro:

—¿Te gustaría sentir otra polla?

Acerco el bote a su culito y presiono. Ella grita, sorprendida y excitada a la vez, y apenas aguanta unos segundos antes de correrse con fuerza, temblando sobre mí, dejándose llevar por su orgasmo.

Cuando termina, exhausta, me aparta la mano para que saque el bote de su culo y se queda sobre mí, respirando entrecortada, con una sonrisa luminosa.

—Eres un guarro… —susurra.

Yo río, todavía dentro de ella. Duro aguantándome las ganas de follarla con fuerza.

—e ha puesto cachonda…

Se ríe conmigo. La miro a los ojos, provocador:

—¿Te gustaría que te follaran dos pollas?

Ella sonríe más, me clava la mirada y, con voz juguetona, me lanza:

—Ya lo han hecho.

No sé si habla en serio o en broma. La observo, intentando leerla, y ella se ríe, disfrutando de mi desconcierto, encendiendo aún más la chispa de un juego que sé que no ha terminado.
 
No siento celos, siento excitación. La duda me atraviesa como un escalofrío: ¿realmente lo ha hecho? ¿O solo quiere jugar conmigo, dejarme fuera de juego con sus provocaciones? Esa sonrisa suya, ese “más que tú…” que parece insinuar sin decir, me enciende todavía más.

La sujeto fuerte de las caderas y embisto dentro de ella. Su cuerpo me recibe con un jadeo profundo, y enseguida se ríe, como si disfrutara de tenerme descolocado. Me mira desde arriba, con los labios húmedos y entreabiertos, y parece decirme sin palabras: ¿eso es todo?

Sigo embistiendo, más fuerte, más profundo, queriendo demostrarle que no. Ella se agarra a mis hombros, me aprieta con sus muslos y sus pechos rebotan a la altura de mi cara. Los atrapo con la boca, los muerdo suave, escuchando su risa mezclada con gemidos.

La tensión se vuelve insoportable: entre sus risas, mis embestidas y el vaivén de su cuerpo, siento que la provocación se convierte en un desafío erótico, un pulso que ninguno de los dos quiere soltar.

—Joder… la tienes muy gorda… —me repite una y otra vez, entre risas y jadeos, hasta que de pronto me pide que pare.

Me detengo, salgo de ella despacio. Su gesto lo dice todo: mezcla de placer y de exceso.

—Uf… era demasiado —susurra, apartando el pelo de su cara con la mano.

Pero no quiere que me quede a medias. Me quita el preservativo con cuidado, y yo, cegado por el deseo, pienso en girarla, en penetrarla de nuevo. Estoy tan cachondo que olvido que por detrás casi nunca me deja; esta vez no es diferente.

—Sabes que después de correrme no puedo seguir… —me dice, con un tono suave, casi disculpándose.

—No te preocupes… —le respondo, acariciándole la espalda.

Nos quedamos tumbados, respirando juntos, y de pronto ella me toma la polla con la mano.

—Pero tienes que terminar… —susurra, empezando a masturbarme con lentitud.

—No te preocupes… —le repito, aunque el gesto me enciende.

Ella sonríe, me mira con esa picardía que nunca sé hasta dónde llega. Yo la observo un instante, y entonces me atrevo:

—¿De verdad te han follado dos tíos?

El aire se espesa entre nosotros. Me sostiene la mirada, seria por un segundo, y sé que es cierto.

—Sí… —responde al fin, bajando la voz—. Aún no éramos novios.

Su confesión me golpea, no como un reproche ni como una traición, sino como una imagen cargada de morbo que me atraviesa entero. La veo sonreír después, como si disfrutara de verme atrapado entre el deseo y la sorpresa.

Su mano sigue moviéndose despacio sobre mi miembro, húmedo y palpitante. Me mira a los ojos, saboreando mi impaciencia, y entonces suelta la bomba:

—Fue con dos chicos… una noche de fiesta.

Trago saliva, sin apartar mi mirada de la suya.

—¿Quiénes? —pregunto, con la voz ronca.

Ella sonríe, como si hubiera estado esperando que lo dijera.

—A uno de ellos lo conoces… —responde, casi en un susurro.

El corazón me late con fuerza en las sienes. Ella baja la mirada un segundo, como si dudara, pero enseguida vuelve a clavarme los ojos y lo dice:

—Con Iván.

Me quedo helado. Iván… un amigo, alguien con quien he compartido cervezas y risas, y de quien jamás imaginé esto. El contraste entre la sorpresa y el morbo me atraviesa entero.

—Es la primera vez que me lo cuentas… —digo, intentando contener el temblor en mi voz.

Ella sonríe más, con un punto de travesura, y acelera el ritmo de su mano sobre mí.

—Ya… porque sabía que te pondría así.

Su confesión me arde por dentro, me excita tanto como me desconcierta. Ella lo sabe, y disfruta de verme enredado en esa mezcla de deseo y celos convertidos en fuego.

No aguanto más y le pregunto, con la voz ronca:

—¿Te gustó?

Ella suspira, sin dejar de mover su mano sobre mí.

—Sí… —admite al fin—. Estábamos borrachos… nos fuimos a la casa de Iván. Allí me enrollé con él… y el otro chico se unió.

La miro fijo, más excitado que celoso, y le insisto:

—¿Quién era?

Ella duda, baja la mirada, como si le diera vergüenza decirlo. Yo espero en silencio, ardiendo por dentro. Finalmente lo suelta, en un susurro tembloroso:

—Era Diego.

El nombre me golpea de lleno. La imagen de ese chulo arrogante, siempre creyéndose el centro de todo, se cruza con la de mi mujer, joven, borracha, dejándose llevar. La contradicción me sacude.

—¿Con ese idiota? —escupo, sin poder evitarlo.

Ella sonríe, todavía masturbándome, y me mira con un brillo nuevo en los ojos.

—Sí… —responde, divertida, casi excitada de ver mi reacción.

Su tono me enciende más de lo que quiero reconocer. No es solo la confesión: es cómo el recuerdo la estremece, cómo sus mejillas se encienden y sus labios tiemblan entre el pudor y el deseo.

Yo ya no pienso, solo siento el fuego recorriéndome entero. La agarro fuerte de las caderas y gruño:

—Sigue… —le digo con voz ronca, apretando los dientes.

Ella sonríe, pero se lo piensa. Masturba mi miembro con ritmo constante, húmedo, y en la habitación solo resuena el chof, chof, chof de su mano deslizándose.

Me mira de reojo, como si disfrutara de la tensión, de hacerme esperar. Sus labios se curvan en una sonrisa juguetona mientras me provoca:

—Córrete… —susurra, casi como una orden.

Yo no aparto la mirada de sus ojos. Ella tiembla un poco, como si recordara cada detalle de lo que me está contando y a la vez luchara con el pudor de decirlo en voz alta. Esa mezcla me enloquece más que cualquier descripción.

Su respiración se acelera. La mía también. Y en ese cruce de miradas sé que me tiene al borde, atrapado entre su confesión, sus silencios y la manera en que me aprieta con cada movimiento.

—Venga… córrete —me dice, con esa voz rota entre risa y jadeo.

La manoseo, aprieto su culo con fuerza, los dedos hundidos en su piel, y siento que ya no aguanto más. Estoy demasiado cachondo.

—¿Puedo correrme en tu cara? —le pregunto, mirándola con los ojos encendidos.

Ella sonríe, traviesa, disfrutando de tenerme al límite.

—No…— responde entre sorprendida y asustada. No es algo que me deje hacer

El ritmo se vuelve frenético, el chof, chof más húmedo, más rápido. Un gemido me arranca del pecho y me corro con fuerza, manchando su mano y mi estómago en oleadas calientes que me dejan temblando.

Nos quedamos tumbados, exhaustos. El sudor nos cubre la piel, pegándonos a las sábanas, y aunque hemos descargado, la excitación sigue latente, vibrando en el aire como una chispa que no se apaga. Respiro agitado, con el corazón aún golpeando en el pecho, y siento una calma extraña: estoy a gusto, pero la curiosidad me corroe. No ha querido contármelo todo… y esa duda me late en la cabeza con la misma fuerza que el deseo en el cuerpo.

Antes de que pueda abrir la boca, ella me besa. Sus labios húmedos me callan cualquier pregunta, y en ese gesto me deja claro que sigue llevando el control. Luego se incorpora con una naturalidad que me enloquece.

La observo caminar desnuda hacia el baño. Su cuerpo brilla con el sudor, la piel enrojecida aún por el esfuerzo. La curva de sus caderas se mueve con una seguridad felina, el vaivén de su culo redondo me atrapa la mirada, y en cada paso hay algo hipnótico. Está espléndida, húmeda, desordenada, y al mismo tiempo inalcanzable.

Hay un misterio en ella que no me deja en paz. Esa sonrisa contenida, ese secreto que sé que guarda y que no termina de soltar, me enciende casi más que la confesión misma. Me la imagino desnuda en otra habitación, con otros dos hombres, y la mezcla de celos, morbo y deseo me aprieta el estómago.

La puerta del baño se abre, la luz la envuelve un instante, y la visión de su cuerpo sudado y desnudo me recuerda que aún no he terminado con ella, que todavía quiero más, y que tengo que descubrir ese secreto.
 
El dibujo podríamos decir que es ella: parte de una foto de este verano, retocada con filtros del móvil y con otra cara, pero buscando a alguien que se le pareciera. El personaje está inspirado en mi mujer; no es 100% real, pero sí recoge su personalidad, nuestros gustos y situaciones o conversaciones que en algún momento hemos vivido juntos. Espero que os guste la historia y os ponga cachondos y cachondas. Me encantaría saber qué es lo que más y lo que menos os gusta.
 

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Ha pasado ya una semana desde que me lo confesó. Podría decir que no he encontrado el momento para volver a preguntarle; que la vorágine del día a día me ha arrastrado, o quizá que no me he atrevido. Porque, ¿y si lo que me cuenta no me gusta?

No lo sé. Lo único cierto es que no he podido evitar imaginarla. No ha pasado de ser una fantasía, pero si alguna vez se hiciera realidad… sé que no estaría preparado.

Otra cosa es el pasado. Ese punto de ella que siempre me ha fascinado: esa frontera difusa entre la candidez y lo salvaje. Esa imagen de mujer casta y pura, envuelta en inocencia, que de repente se quiebra y deja ver a la otra, la que guarda oculta. Una mujer feroz, indomable, salvaje cuando se excita.

Y esa dualidad me tiene atrapado: la de mi mujer, que en la misma piel puede ser ángel y demonio, dulzura y pecado. Una mujer que me sonríe de día como si nada, y que por la noche me susurra secretos que me dejan sin aliento.

No es que se haya acostado con Iván, eso realmente no me importa. Lo que me pesa es lo de Diego. Diego siempre ha sido un bocazas, y ahora no puedo evitar que me venga algún recuerdo de cuando hemos hablado los tres. Alguna vez dejó caer cosas que parecían chulerías sin más, pero hoy, vistas desde aquí, cobran otro sentido.

Algo sabía de ella que yo no. Algo íntimo, demasiado íntimo. Y esa idea me remueve por dentro. Es extraño, nunca me lo había planteado así, pero hay algo que me molesta en pensar que Diego se haya follado a Vega.

No son celos, no es posesión… es otra cosa, una incomodidad sorda, como si me hubieran robado un secreto que me pertenece solo a mí. Y esa grieta, aunque pequeña, no puedo dejar de sentirla.

Y también pienso en Vega… en que no me lo contó. En que lo tenía guardado. No se lo reprocho, porque yo tampoco le he contado todo mi pasado. También hay cosas mías que no es que se oculten, simplemente se obvian, como si nunca hubieran tenido importancia o como si el silencio bastara para borrarlas.

Lo entiendo. Pero aun así, no puedo dejar de darle vueltas. Su secreto pesa distinto al mío: ella lo guarda en esa zona en la que conviven su candidez y su lado salvaje, como si hubiera querido proteger esa parte de sí misma, mantenerla a salvo del juicio, incluso del mío.

Y ahí estoy yo, atrapado entre comprenderla y sentir esa punzada incómoda que me recuerda que no todo lo que me excita me gusta.

Llego a casa mientras dejo las cosas del trabajo en su sitio. El simple gesto de soltar el maletín y aflojarme la camisa me da una sensación de descanso. En ese instante oigo la puerta y es ella quien entra.

Me gusta esa sensación de volver a estar juntos después de un día largo. Es como si la casa cobrara sentido solo cuando estamos los dos.

—Qué bien que ya es viernes —me dice sonriendo, mientras deja el bolso a un lado.

Su tono es ligero, cotidiano, pero me reconforta. Durante la semana habíamos hablado de cenar fuera, en ese restaurante que tanto nos gusta. La idea vuelve a mi cabeza y me arranca una sonrisa: un respiro compartido, un espacio solo para nosotros.

La puerta del baño se abre y el vapor sale con ella. Vega aparece envuelta apenas en una toalla, con el cabello húmedo cayéndole en ondas oscuras sobre los hombros. La tela blanca resbala sobre su piel dorada, brillante por el agua, y en ese momento me resulta imposible apartar la mirada.

Deja caer la toalla sobre la cama y queda desnuda frente a mí. Su cuerpo es exactamente esa contradicción que me enloquece: firme y delicado al mismo tiempo. Los hombros rectos dan paso a unos pechos naturales, redondeados, que se levantan al compás de su respiración. Los pezones, tensos aún por el contraste del agua, destacan sobre la suavidad tibia de su piel.

El vientre ya no tan plano, marcado de manera sutil, guía la vista hacia sus caderas amplias, femeninas, hechas para el abrazo. Entre ellas, el sexo húmedo y depilado con una línea fina, todavía tibio del calor de la ducha, late como un secreto compartido. Sus muslos fuertes, torneados, sostienen el conjunto con una seguridad casi felina.

Ella sonríe al notar cómo la miro. Se inclina hacia el cajón y saca la ropa interior: un conjunto negro de encaje que resalta aún más el tono cálido de su piel. El sujetador apenas contiene la curva de sus pechos, y la braguita pequeña se ajusta a la perfección a la redondez de su culo, dejando a la vista más de lo que cubre.

—¿Qué tal este modelito? —pregunta, girándose despacio para mostrármelo.

No necesito responder: su sonrisa me lo dice todo. Esta noche, después de la cena, habrá sexo. Los dos lo sabemos.

Se viste con un vestido rojo ajustado, que se ciñe a su cintura y resalta la plenitud de sus caderas. El escote, discreto pero sugerente, deja entrever apenas lo justo para mantenerme en vilo. Se gira hacia mí y, al pasar, me doy el gusto de darle un azote en el culo.

Ella ríe, se inclina y me besa rápido en la boca.

—Eres incorregible… —me dice, divertida—. Venga, vamos. Ya tendremos tiempo después.

Antes de apartarse, me acaricia el miembro erecto sobre el pantalón. Siento la sutil presión de sus dedos y el gesto me resulta tan placentero como torturador.

—Venga, vamos… que con poquito manchas el pantalón —se ríe, y salimos de la casa juntos.

Caminamos juntos por la calle, y no puedo dejar de mirarla. El vestido rojo le sienta de maravilla, ceñido a sus curvas, marcando cada movimiento de sus caderas con una cadencia hipnótica. Me gusta cómo se adivinan sus nalgas bajo la tela, redondas y firmes, y la certeza de que después serán mías me enciende por dentro.

Ella lo sabe. Lo noto en la manera en que gira la cabeza de vez en cuando para mirarme, con esa sonrisa traviesa que me provoca aún más. Sus ojos brillan con complicidad, como si todo lo que vendrá después ya estuviera pactado en secreto entre los dos.


Ella roza mi brazo con el suyo al caminar y su perfume, mezclado con el recuerdo reciente de verla desnuda, me tiene en un estado imposible.
 
El murmullo de las mesas alrededor apenas nos roza; estamos los dos metidos en nuestra propia burbuja. El vino nos ha soltado la lengua, las risas han sido fáciles, y ahora, mientras esperamos los postres, ella se inclina un poco sobre la mesa.

Me mira con esa sonrisa suya, traviesa, y con un tono que mezcla dulzura y provocación me suelta:

—No me has contado nada del otro día… de la chica esa que te puso cachondo.

El camarero deja dos copas nuevas y se aleja. Yo me quedo mirándola, con el corazón golpeando más fuerte de lo que debería. Ella sostiene la mirada, con los labios húmedos por el vino y esa chispa en los ojos que me hace saber que no va a soltar el tema fácilmente.

Sonríe, se muerde el labio y espera.

El camarero se aleja y me quedo mirándola. Doy un sorbo al vino, apoyo el codo en la mesa y sonrío con calma, como si no hubiera escuchado bien.

—¿Qué chica? —pregunto, fingiendo ingenuidad.

Ella me mira entrecerrando los ojos, como si viera a través de mi máscara. Se ríe suave, ladeando la cabeza.

—Ya sabes a quién me refiero… —dice, jugueteando con la copa.

Yo bajo la mirada hacia el mantel, esbozo una sonrisa traviesa y, encogiéndome de hombros, respondo:

—Bah… fue una tontería.

—¿Una tontería? —replica, alzando una ceja, divertida.

—Sí… ni vale la pena hablar de eso. —Le guiño un ojo, intentando esquivar la bala.

Ella se ríe, apoya la barbilla en su mano y me mira fija, con esa mezcla de dulzura y picardía que me desarma.

—Venga… ¿cómo era? —me dice, con una sonrisa traviesa.

La miro un instante en silencio, alargando la tensión mientras giro despacio la copa de vino entre los dedos. Ella me observa con los ojos brillantes, una ceja arqueada, esperando.

—Bueno… —digo al fin, con una sonrisa ladeada—, era joven, inocente…

Ella entrecierra los ojos, como si mi tono ya la picara de por sí.

—¿Ah, sí? —responde, apoyando el codo en la mesa y la barbilla en la mano, muy seria, aunque sus labios se curvan en una sonrisa que no puede contener.

—Sí… —continúo, bajando la voz un poco, como si compartiera un secreto—. Y me dijo: “Nunca he estado con un madurito”.

El vino casi se le sale por la risa. Se tapa la boca con la mano y me lanza una mirada de incredulidad.

—¡Anda ya! —exclama entre risas, agitando la cabeza—. No me lo creo.

Yo río con ella, disfrutando de su reacción, y alargo la mano por encima de la mesa para rozarle los dedos.

—Es verdad —insisto, divertido, acercándome un poco más—. Y lo decía en serio, con esos ojitos tímidos…

Ella me aparta la mano de un manotazo cariñoso, todavía riendo, y niega con la cabeza.

—Qué tonto eres… —me dice, aunque en su mirada hay un brillo distinto: mitad diversión, mitad curiosidad, como si quisiera que siguiera provocándola.

Ella se recuesta un poco en la silla, jugueteando con el tallo de la copa entre los dedos. La sonrisa no se le borra, pero ahora sus ojos brillan con algo más que simple diversión.

—¿Entonces…? —pregunta con un tono casi inocente—. ¿De verdad te gustan más jóvenes?

La forma en que lo dice me arranca una carcajada. Niego con la cabeza, pero sigo su juego, inclinándome un poco hacia adelante.

—No, no es eso… —respondo, sonriendo—. Solo me hizo gracia cómo lo dijo. Tan nerviosa… como si me estuviera confesando un pecado.

Ella me observa en silencio, con los labios húmedos por el vino y esa mirada que me atraviesa. Después inclina la cabeza, pícara:

—¿Y tú qué le dijiste?

Me muerdo el labio, exagerando el gesto para hacerla reír.

—Le dije que los maduritos sabemos cosas que los de su edad ni se imaginan.

Ella se ríe de nuevo, inclinándose hacia la mesa, como si no pudiera creérselo. Luego me señala con un dedo, divertida:

—Eres un sinvergüenza.

Yo me encojo de hombros, disfrutando de su risa, y me dejo caer contra el respaldo de la silla.

Reímos los dos a carcajadas, atrayendo alguna mirada curiosa de otras mesas. Ella se seca una lágrima de risa con la punta del dedo y me mira de frente, con esa chispa en los ojos que mezcla ternura y provocación.

—Eres un calienta bragas… —me suelta, aún riéndose.

Yo levanto las manos en señal de rendición, aunque mi sonrisa no se borra.

—¿Y tú te acabas de dar cuenta? —le respondo, guiñándole un ojo.

Seguimos bromeando un rato, jugando con los gestos y las palabras, hasta que su tono cambia apenas, más bajo, más directo. Se inclina hacia mí, los labios rozando la copa, y me pregunta:

—¿Así viniste de cachondo el otro día…? ¿Qué querías, follarme a mí pensando en ella?

El aire entre los dos se espesa de golpe. Me quedo quieto, con la copa en la mano, mirándola fijo. Ella sonríe, como si hubiera lanzado la pregunta solo para verme reaccionar, disfrutando de ponerme contra las cuerdas.

Me río, niego con la cabeza y acerco mi copa a la suya para chocar suavemente.

—Sabes que no… —le digo, con una sonrisa torcida—. Yo quiero follarte pensando en ti.

Ella baja la mirada un segundo, como si la frase le hubiera rozado más de lo que esperaba, y vuelve a sonreír, mordiéndose el labio.

Dejo la copa sobre la mesa, me inclino hacia ella y, con un tono más bajo, dejo caer la pregunta:

—Por cierto… ¿y tú? ¿No tienes más secretos que contarme?

Ella se reclina hacia atrás en la silla, jugando con el borde del vaso de agua, y me mira de reojo. La sonrisa que dibuja es lenta, ambigua, de esas que no sabes si esconden algo o solo buscan provocarte.

—¿Quieres saberlos todos? —pregunta, dejando la frase suspendida en el aire.

El silencio se llena de tensión, la misma que siento recorrerme el cuerpo mientras intento adivinar si va a hablar en serio o si solo quiere dejarme con la duda.

—De momento solo eso de… —empieza a decir, con esa sonrisa que promete más.

Pero justo en ese instante llega el camarero con los postres. Coloca los platos con un gesto mecánico, pregunta si queremos otra copa y se marcha sin más. El momento se rompe, aunque la chispa queda ahí, flotando entre los dos.

Me quedo mirándola. De pronto, algo me golpea la memoria, un detalle que había pasado por alto. Abro los ojos, sorprendido, y sin pensarlo lo suelto:

—Así que… fue Diego, ¿no?

Ella levanta la vista, desconcertada por mi tono. Yo apoyo los codos en la mesa, la miro fijo y añado, con voz más baja:

—Recuerdo que me contaste que solo te habían dado una vez por el culo… un tío que no conocías.

El aire parece haberse espesado otra vez. Ella no responde de inmediato, y ese silencio, cargado de misterio, me aprieta el estómago.

Ella sonríe al escucharme, se lleva la mano a la cara como si quisiera esconderse, pero en seguida aparta los dedos y me mira fijamente. Se muerde el labio inferior, y en un susurro que apenas llega a cruzar la mesa dice:

—Sí.

Mi pulso se acelera. Me echo un poco hacia delante, incapaz de contener la pregunta:

—Pero me dijiste que no te había gustado… que te dolió mucho.

Ella deja escapar una risa suave, mezcla de pudor y picardía, y vuelve a clavarme la mirada.

—Bueno… dejé que pensaras eso. —Hace una pausa, juega con la cucharilla del postre y luego añade, con una media sonrisa que me enciende—. Lo que realmente te dije fue que me dolió… pero no que no me gustara.

Sus palabras me atraviesan como un golpe de calor. Esa forma de confesar, entre inocencia y atrevimiento, me deja sin aire. Y sé, por la manera en que me sostiene la mirada, que disfruta viendo mi reacción.

Ella ve en mi cara la mezcla de sorpresa y excitación. Lo nota al instante, y sonríe con esa seguridad que me desarma. Se inclina un poco hacia mí, bajando la voz como si compartiera un secreto que llevaba demasiado tiempo guardado.

—Te lo cuento… —susurra—. Pero antes te digo una cosa.

Hace una pausa, clava la mirada en la copa de vino, como si buscara valor allí, y después vuelve a mí.

—Es de lo que más me arrepiento… por eso no te lo había contado antes.

Yo no aparto los ojos de los suyos. Ella suspira y añade, con un gesto de fastidio que en seguida se transforma en risa nerviosa:

—No sé cómo dejé que el idiota ese… —sacude la cabeza, y luego se corrige, sonriendo—. Bueno, sí lo sé… estaba borracha, cachonda…

Se muerde el labio y ríe otra vez, pero su voz baja un tono más íntimo, más provocador:

—Y no sabes lo que me puso en ese momento… verle la polla a Diego.

El calor me golpea en el pecho y bajo el estómago al mismo tiempo. Siento la excitación latirme en la piel, imposible de disimular. Ella lo ve, y disfruta del efecto que me produce cada palabra.

Ella me observa un instante, como calibrando si seguir o no. Sus dedos juegan con la cucharilla del postre, la gira despacio, y mientras lo hace me sostiene la mirada con un brillo distinto, mezcla de pudor y deseo.

—Fue en el sofá de Iván… —empieza, bajando la voz—. Yo estaba encima de él, todavía medio borracha, riéndome… y entonces Diego se acercó.

Hace una pausa, respira hondo.

—Me abrió las piernas sin preguntarme y… lo primero que vi fue su polla. —Se ríe con un punto de vergüenza y se tapa un momento la cara—. No sabes lo que me encendió en ese momento.

Yo trago saliva, la excitación me late en las sienes. Ella me mira y, al notar mi silencio, se inclina un poco hacia adelante, como si quisiera remarcar cada palabra:

—Era grande, muy dura… y me acuerdo de que pensé: quiero sentirla dentro.

Mi cuerpo reacciona antes que mi cabeza. Ella lo nota, me mira con picardía y sonríe, consciente de que cada detalle me enciende más.

—No me lo esperaba… —añade, bajando la voz hasta casi un susurro—. Pero cuando me la metió, por detrás… fue como si me atravesara. Me dolió, sí, pero al mismo tiempo me corrí como una loca.

Cierra los ojos un instante, como si lo reviviera en su cuerpo, y yo siento que me quedo sin aire.

Ella me mira fijo, como si quisiera asegurarse de que la escucho de verdad, y su sonrisa se ladea, más atrevida.

—No me lo esperaba —susurra—, pero cuando Diego me la metió… fue brutal. Yo estaba encima de Iván, él me agarraba de la cintura y me la follaba rápido… y de pronto siento a Diego detrás, empujando fuerte.

Hace una pausa, cierra los ojos como si lo sintiera otra vez, y continúa, sin bajar el tono:

—Me dolió, claro… me ardía, pero me tenía tan cachonda que no podía parar. Tenía la polla de Iván dentro, mojándome, y la de Diego entrando poco a poco en mi culo. Era como si me abrieran entera.

Se ríe, nerviosa, mordiéndose el labio.

—Iván me decía al oído: aguanta, déjate, mírate cómo lo estás disfrutando. Y Diego jadeaba detrás, pegado a mí, agarrándome las tetas mientras me embestía.

Yo noto mi respiración acelerarse, el estómago encogido de pura excitación. Ella lo ve, y se recrea más todavía.

—Me corrí como nunca —confiesa—, gritando, con los dos dentro. Iván en mi coño, Diego en mi culo… los dos follándome a la vez.

Se queda callada un momento, sus ojos verdes ardiendo al mirarme, y sonríe con esa mezcla de pudor y descaro que solo ella sabe manejar.

—¿Ves por qué no quería contártelo? —añade—. Porque sé lo que te hace imaginarlo.

—¿Y volviste a follar con él? —le pregunto, con la voz ronca, incapaz de evitarlo.

Ella me mira en silencio unos segundos. Luego sonríe, ladea la cabeza y se muerde el labio, disfrutando de tenerme en vilo.

—Qué guarro eres… —susurra—. Te lo has creído
 
Yo frunzo el ceño, desconcertado, y ella suelta una risa suave que me desarma.

—¿Cómo me voy a haber follado a esos dos? —añade, con tono burlón, dándole un sorbo a la copa de vino.

Me quedo mirándola, entre excitado y confundido, sin saber si acaba de borrar de un plumazo su confesión o si simplemente ha decidido dejarme con la duda. Ella sonríe, victoriosa, como si el verdadero juego fuera ese: tenerme atrapado entre lo que me ha dicho y lo que nunca sabré si fue verdad.

Ella me ve callado, atrapado entre la excitación y la incertidumbre. Su risa se apaga poco a poco, y entonces se inclina hacia mí. Me acaricia la mano sobre la mesa y, con una sonrisa más tierna, me dice en voz baja:

—No, cariño… no lo he hecho.

Sus ojos brillan con esa mezcla de ternura y picardía que solo ella tiene.

—Sabes todo lo que he hecho y con quién. —Su tono es firme, seguro, como si quisiera dejar claro que no hay nada más escondido, que me lo ha dado todo, incluso los secretos.

La tensión se transforma en otra cosa, más íntima. Me quedo mirándola, y en ese instante siento que el misterio no desaparece del todo, porque ella misma es un misterio. Pero sí sé que lo comparte conmigo, y eso me enciende todavía más que sus provocaciones.

Ella me mira fijamente, con una sonrisa traviesa, y de pronto suelta:

—Mi culito es solo tuyo.

—Bueno… mío y de…—respondo con ironía

—Bueno, pero ese no cuenta. Me la metió solo un poco y me dolió mucho así que como si me hubieras estrenado…

El aire se queda cargado. Yo me inclino hacia ella, con la voz más baja, como si no pudiera evitar la pregunta que me arde en la cabeza:

—¿Pero con quién fue?

Ella juega con la copa de vino, la hace girar despacio, como si alargara el silencio a propósito. Su sonrisa no desaparece, y en sus ojos noto esa chispa que mezcla pudor y provocación. Me doy cuenta de que está disfrutando de tenerme atrapado justo ahí, en el límite entre la duda y el deseo.

—No me acuerdo de su nombre… —susurra al fin.

Se inclina hacia mí, y con esa picardía que me enloquece añade:

—Lo único que importa es que ahora es solo tuyo.

Me arde el estómago con la mezcla de celos, morbo y excitación. La miro y pienso que tal vez no me lo está contando todo… o quizá lo que me enciende es justamente eso, el no saberlo.

Salimos del restaurante cuando ya es tarde. Se nota en las calles: apenas hay gente, algún coche que pasa de vez en cuando y un murmullo lejano de la ciudad que nunca duerme. Ella se abraza a mi brazo, caminando a mi lado con una risa ligera, marcada por el vino. El aire fresco le enciende aún más las mejillas.

Nos detenemos un momento bajo una farola y hacemos un par de selfis. Ella se acerca, apoya la cabeza en mi hombro, y en los que tomo desde arriba no puedo evitar enfocar bien su canalillo. Al darse cuenta, suelta una carcajada y me empuja suavemente en el pecho.

—Eres tonto… —dice entre risas.

Íbamos a coger un taxi, pero el paseo resulta agradable. Atravesamos un parque, los columpios vacíos se balancean levemente con el viento. Alguna persona cruza la acera con prisa, sin reparar en nosotros. La mezcla de luces cálidas y sombras alargadas nos envuelve en un ambiente íntimo, como si la ciudad fuera solo nuestra.

—¿Te acuerdas de la primera vez que nos besamos? —me dice de repente.

—¿Dónde? —pregunto, sonriendo.

—En la parada de taxis… justo esta por la que pasamos ahora.

La miro de reojo y le digo con cara seria:

—No, no me acuerdo.

Ella me suelta el brazo y me mira ofendida, hasta que estallo en risa.

—¡Mentiroso! —me golpea en el hombro y se ríe conmigo.

Caminamos un poco más. Apenas hay gente en la calle, y no me puedo contener: la tomo de la cintura, me acerco a su cuello y lo beso. Su risa se convierte en un jadeo leve. Bajo la mano hasta su culo, lo aprieto con fuerza y ella se deja, inclinándose hacia mí.

Levanto su falda con la otra mano y ella se tapa nerviosa.

—Cuidado… que nos ven —susurra, con los ojos brillando.

—Que te vean… y vean lo buena que está mi mujer —respondo, besándola con hambre.

Ella se ríe, me muerde el labio y me besa de vuelta, esperando a que no pase nadie para entregarse más, como si el secreto compartido fuera parte del juego.

Meto la mano por debajo de su falda, dentro de su braguita. Está húmeda, caliente. Sus caderas se arquean con un jadeo contenido y me sujeta la muñeca, como si quisiera frenarme y al mismo tiempo no pudiera resistirse. Me mira con los ojos brillantes, llenos de deseo.

—Vamos a casa… —susurra, con la voz temblorosa.

Le sujeto el brazo, tirando suavemente de ella hacia mí. Se sorprende con mi gesto y yo sonrío, mientras desabrocho mi pantalón sin apartar la mirada de sus ojos.

—No… aquí no… al final nos van a ver… —repite, nerviosa.

Mi polla, dura, late al aire. Ella se muerde el labio, gira la cabeza mirando a un lado y al otro, la respiración entrecortada. Vuelve a mí, se ríe bajito y da un paso adelante. La agarra con su mano, firme, y vuelve a mirar alrededor como si todo el mundo pudiera descubrirnos en ese instante.

Cuando sus ojos regresan a los míos, me sonríe con esa picardía que me enloquece, y lentamente se agacha frente a mí.

—Avísame si viene alguien… —susurra, antes de inclinar la cabeza.

Apenas se la ha metido en la boca cuando la aviso…

—Alguien viene… —le susurro, con la voz apretada por la excitación.

Ella reacciona de inmediato: se pega a mí, rodeándome con sus brazos para tapar mi desnudez. Su cuerpo se aplasta contra el mío, su perfume me invade, y siento sus pechos firmes presionando mi pecho mientras me esconde con esa naturalidad que parece ensayada.

Una pareja pasa a pocos metros, charlando entre ellos, sin reparar en nosotros. Mi corazón late a toda velocidad.

Cuando se alejan, ella me mira, aún abrazada a mí, y suelta una risa nerviosa.

—Creo que no es necesario arriesgar… —dice, acomodándose la falda con prisa.

Yo asiento, todavía con la respiración agitada, el pulso en la garganta.

—Queda poco para la casa… —añado, y la tomo de la mano.

Caminamos más deprisa, la tensión aún latiendo entre los dos. Ella me aprieta los dedos, y en su sonrisa sé que lo que no hemos terminado aquí, lo terminaremos allí.

Avanzamos deprisa, la ciudad ya más silenciosa a estas horas. Su mano sigue entrelazada con la mía, apretando fuerte. Los dos reímos, pero debajo de la risa late todavía la adrenalina del momento.

—Casi nos pillan… —susurra ella, aún con la respiración agitada.

—¿Y si se hubieran dado cuenta? —le respondo, mirándola de reojo.

Ella ríe más alto, mordiéndose el labio, con ese brillo travieso en los ojos.

—Pues habrían visto a tu mujer de rodillas, a punto de tragarse tu polla.

Su descaro me golpea como un latigazo. Me acerco a su oído, todavía caminando, y le digo entre dientes:

—Habrían visto lo puta que te pones cuando te entra el morbo.

Ella me empuja suavemente con el hombro, fingiendo molestia, aunque la sonrisa la delata.

—Eres un guarro… —responde, y me aprieta la mano más fuerte—. Pero me encanta.

El silencio que sigue está cargado, cada paso más rápido, cada mirada más caliente. Ya no se trata de si nos pillaban o no: es que ahora estamos deseando llegar a casa para terminar lo que empezó en la calle.
 
Hoy he salido de fiesta con mis amigos. Primero hemos cenado y después hemos ido a tomar unas copas. Quizá no debería haberme tomado la última; estoy un poco borracho y sé que es hora de regresar a casa.

Cuando entro, todo está en silencio. Mi mujer duerme ya. La veo tumbada en la cama, medio cubierta por una sábana ligera. El tejido apenas alcanza a taparle la cadera, dejando a la vista unas braguitas blancas de algodón que se ajustan a su culo redondo. La imagen me enciende todavía más.

Me tumbo a su lado con el pulso acelerado, sintiendo cómo mi erección me late bajo el pantalón. Me acerco, me pego a su cuerpo cálido y, con cuidado de no despertarla, bajo despacio sus braguitas. Quedan a medio camino en sus muslos, y mi miembro roza ya la curva suave de su culo.

Ella se mueve, se gira lentamente y me mira con los ojos entreabiertos, todavía envuelta en la niebla del sueño. Me sonríe con ternura.

—Cari, tengo sueño… —susurra, con una voz suave y adormilada.

Me inclino hacia ella y la beso, sintiendo el calor de sus labios contra los míos.

—Estoy muy cachondo… —le confieso, con un murmullo ronco.

Ella suspira y me responde sin abrir del todo los ojos:

—Hazte una paja… tengo sueño.

Sus palabras me sorprenden. No suele hablarme así, tan directa, y esa franqueza me excita más de lo que esperaba. Llevo la mano a sus pechos, suaves bajo la tela, y cuando la rozo me detiene con un gesto leve.

—No puedo… —dice, casi como un lamento.

Me quedo quieto un instante, dudando. Pienso en levantarme, ir al baño y correrme allí, pero entonces su voz me retiene:

—No te vayas… háztela aquí, si quieres

La miro con deseo y desconcierto, y en ese instante sé que la noche acaba de cambiar.

Me acomodo a su lado, con el corazón desbocado. La habitación está en penumbra, apenas iluminada por la luz anaranjada de una farola que se cuela por la persiana. El silencio se llena poco a poco con el sonido áspero de mi respiración.

Me bajo del todo los calzoncillos que habían y me quedo desnudo junto a ella. Su cuerpo cálido me roza la piel. Llevo la mano a mi miembro, lo envuelvo con fuerza y empiezo a moverla despacio, sintiendo cómo se endurece aún más bajo la presión de mis dedos.

El primer suspiro me escapa entre los labios: un ahh… que rompe la quietud. Cada movimiento me enciende, la piel tensa, caliente, palpitando en mi mano. La excitación sube rápido, pero intento controlarla, escuchando mis jadeos cada vez más irregulares.

Yo cierro los ojos un instante. Los músculos del abdomen se me tensan, la respiración se vuelve rápida, entrecortada: haa… haa… haa…


Cuando vuelvo a mirarla, sigue ahí, mirándome entre dormida y despierta, más despierta de lo que parece. Sus labios se curvan en una sonrisa tranquila, y ese gesto me lleva al borde.

El alcohol hace que todo se vuelva más lento. La excitación me abrasa por dentro, pero el clímax se resiste. Mi mano sigue el vaivén húmedo y en la penumbra solo se escucha mi respiración agitada y el chof, chof de mi polla resbalando al compás.

Ella mantiene los ojos cerrados, pero sonríe. Entre dientes murmura con dulzura burlona:

—Eres muy guarro…

Sus palabras me estremecen. Me muerdo el labio, jadeo más fuerte.

—Córrete… —me susurra.

—Dios… —jadeo.

Un escalofrío me recorre entero, la tensión se libera y me corro con un gemido ahogado, temblando hasta quedar rendido. Ella sonríe, me acaricia la cara como si nada, y se acurruca de nuevo contra mí.

Cuando despierto, ella ya no está en la cama. El aire conserva ese olor denso, inconfundible. Apenas puedo incorporarme; la luz entra por la ventana. Escucho la cadena del baño, pasos suaves. La puerta se abre, la luz se apaga y nuestras miradas se cruzan.

—Buenos días —dice, con una sonrisa ligera.

—Buenos días —respondo, ronco todavía.

—¿Quieres desayunar?

La miro, la deseo otra vez y murmuro:

—Ven.

Se acerca, con los ojos brillantes. Me mira, sabe lo que quiero, sonríe y pregunta juguetona:

—¿Y cómo te lo pasaste anoche?

—Me hubiera gustado follarte… —le confieso.

Ella ladea la cabeza, sonríe.

—Lo sé… pero estaba muerta.

Se sienta en el borde de la cama, me acaricia el pecho, y me susurra:

—Todavía puedes hacerlo…

Pero no se queda ahí. Inclina el rostro, me roza con la voz:

—¿Cómo es que viniste tan cachondo? ¿Alguna chica?

Respiro agitado, mis dedos se pierden entre sus muslos.

—Hubo una… —admito.

Ella suspira, se excita, sonríe con picardía.

—¿Era más guapa que yo? ¿Estaba más buena?

—No. Ninguna es como tú —le respondo mientras la penetro con un dedo.

Ella gime, húmeda, y sigue provocando:

—¿Te hubiera gustado llegar más lejos?

—No… solo pensaba en ti y que ojalá ella fueras tú.

Su sonrisa se vuelve traviesa, su cuerpo delata la excitación. Me tumba de espaldas y se coloca a mi lado. Recorre mi pecho con la lengua, baja hasta mi vientre, y me envuelve con su aliento caliente. Mi miembro late bajo su boca, pero no lo chupa; lo sujeta con la mano, firme, jugando con la espera.

Luego arquea la espalda, levanta el culo, abre las piernas y se ofrece con naturalidad. El sexo húmedo, los labios entreabiertos, palpitan con cada respiración puedo ver su ano, me excita. Yo le amaso las nalgas, le doy un azote que resuena excitante, y ella se arquea, dejándose hacer.

—Chúpamela… —le pido.

Ella sonríe:

—No… te lo tienes que ganar.

Se coloca a horcajadas dándome la espalda sobre mi cabeza, acercando su humedad a mi boca.

—Méteme la lengua —susurra.

Lo hago, pero enseguida me guía.

—No ahí… chúpame el culito un poquito.

Me sorprende no es lo habitual, apenas me deja que juegue con su culo, aunque la gusta no suele sentirse cómoda con eso.

Me aprieta contra ella, mueve las caderas, y jadea con cada roce húmedo de mi lengua. Su culito tiembla, palpita, se abre apenas, y cada espasmo suyo me excita aún más.

De pronto se aparta, baja hasta mí y envuelve mi miembro con su boca. El calor húmedo me arranca un gemido ronco. Me la chupa con ansia, intentando metérsela entera, pero no puede. Sonrío entre jadeos:

—Nunca has podido…

Ella se ríe con los ojos encendidos y vuelve a hundirse sobre mí.

El juego continúa hasta que, excitada, abre el cajón de la mesilla, saca un preservativo y un bote de lubricante. Me lo da mientras me chupa de nuevo, y cuando por fin me lo pongo, unta mi polla y su sexo con el líquido viscoso que sale del bote, se coloca encima, y gime al sentirme dentro.

—Dios… qué gorda la tienes… —jadea, bajando despacio.

Yo la sujeto fuerte, y al oído le susurro:

—¿Te gustaría sentir otra polla?

Acerco el bote a su culito y presiono. Ella grita, sorprendida y excitada a la vez, y apenas aguanta unos segundos antes de correrse con fuerza, temblando sobre mí, dejándose llevar por su orgasmo.

Cuando termina, exhausta, me aparta la mano para que saque el bote de su culo y se queda sobre mí, respirando entrecortada, con una sonrisa luminosa.

—Eres un guarro… —susurra.

Yo río, todavía dentro de ella. Duro aguantándome las ganas de follarla con fuerza.

—e ha puesto cachonda…

Se ríe conmigo. La miro a los ojos, provocador:

—¿Te gustaría que te follaran dos pollas?

Ella sonríe más, me clava la mirada y, con voz juguetona, me lanza:

—Ya lo han hecho.

No sé si habla en serio o en broma. La observo, intentando leerla, y ella se ríe, disfrutando de mi desconcierto, encendiendo aún más la chispa de un juego que sé que no ha terminado.
Muy bueno, me ha gustado.
 
Llegamos a casa casi sin hablar, cerramos la puerta de un portazo y enseguida nos lanzamos el uno sobre el otro. Cada habitación que cruzamos nos arranca un beso: en la entrada, en el pasillo, en la cocina al pasar de largo, hasta llegar tambaleándonos al dormitorio.

Allí no hay espera. Nos desnudamos rápido, con las manos torpes de tanta prisa, las ropas cayendo al suelo sin cuidado. Nuestras miradas recorren la desnudez del otro con hambre: ella sonríe al ver mi erección húmeda, yo me detengo en la curva de sus pechos, en el brillo húmedo entre sus piernas.

—Mírate… —susurra ella, acercándose con los ojos ardiendo.

Se pega a mí, me besa con fuerza y, mientras lo hace, envuelve mi miembro con su mano, duro y palpitante. Jadeo contra sus labios, y mis dedos se deslizan hasta sus pechos, acariciándolos, apretando suave.

Bajo al cuello, lo muerdo con ansia, y ella se estremece, soltando un gemido bajo que me enciende aún más. Sus uñas arañan mi espalda mientras sujeta mi polla, húmeda ya por la mezcla de saliva y deseo.

El aire en la habitación es denso, pesado, cargado del calor de lo que está por estallar.

Me besa con fuerza y de repente se detiene. Sus ojos brillan con un destello vicioso, casi travieso.

—Espérame… —susurra.

Se levanta de la cama y sale de la habitación. Me quedo sentado, el corazón latiendo a mil, escuchando sus pasos que se alejan por el pasillo. Una luz se enciende en otra parte de la casa, el reflejo se cuela por la rendija de la puerta. Ruidos que no reconozco: un cajón, una puerta que se abre, el eco de sus pies descalzos sobre el suelo.

Y entonces vuelven los pasos. La puerta se abre, la luz del pasillo se apaga y aparece ella.

Entra completamente desnuda, avanzando despacio hacia mí. Su cuerpo brilla con un halo húmedo de sudor y deseo. Los pechos, firmes y naturales, se balancean suavemente al ritmo de sus pasos; los pezones están duros, tensos, casi pidiendo ser mordidos. Su vientre plano guía la mirada hasta su pubis, cubierto por un vello oscuro, recortado, donde se adivinan claramente los labios hinchados por la excitación, húmedos, palpitantes. La piel alrededor brilla, como si su sexo ardiera por dentro y dejara escapar esa humedad deliciosa.

En la mano sostiene una botella de champán fría, con pequeñas gotas de condensación resbalando por el cristal. La levanta apenas, ofreciéndomela con una sonrisa descarada.

—¿Brindamos? —pregunta con un tono que suena más a invitación al pecado que a una celebración.

La visión me golpea: su cuerpo desnudo, la botella helada en su mano, y esa sonrisa cargada de vicio.

Me ofrece la botella y, cuando la descorcho, el tapón sale disparado y golpea en el techo. Los dos reímos, instintivamente nos cubrimos y en ese gesto su piel desnuda se aplasta contra la mía: sus pechos firmes contra mi pecho, suaves y calientes, y su sexo húmedo rozando mi muslo, dejando en él un calor húmedo que me enciende aún más.

Bebo un sorbo de champán; las burbujas frías estallan en mi boca, y enseguida la beso. El sabor del vino se mezcla con el de su lengua, y reímos otra vez con las burbujas aún chisporroteando entre nosotros.

Ella toma otro sorbo, esta vez largo, salvaje, y me lo pasa directamente a la boca en un beso ardiente. Trago con dificultad, excitado por la sensación de compartir hasta el último detalle con ella.

Me pasa la botella, y desliza el cristal frío por mi pecho. El contraste es brutal: la piel erizada por el hielo líquido, mientras su calor me rodea. Siento cada gota resbalar por mi torso como si fueran pequeños latigazos helados, mezclándose con el ardor que me recorre por dentro.

Luego baja la botella, da otro sorbo y, sin tragarlo, se acerca a mí. Me ofrece su pecho, más bien su pezón duro, brillante de humedad. Lo tomo con la boca, lo chupo con ansia, y en ese instante deja caer desde su boca un hilito de champán que resbala por mi labio y se mezcla con el sabor de su piel.
La
El frío, el calor, el sabor ácido del vino y la suavidad de su carne se funden en un torbellino salvaje que me hace perder la noción de dónde termina ella y empiezo yo.

Ella me mira con una sonrisa que mezcla ternura y malicia. Da un sorbo corto, vuelve a besarme, y después aparta la botella de mis manos. La sostiene con firmeza, y noto cómo la baja despacio, como si ya supiera lo que va a hacer.

—Qué frío está esto… —susurra, mirándome a los ojos.

Apoya el cristal helado en mi vientre, justo debajo del ombligo. El contraste me arranca un jadeo inmediato: el frío extremo contra el calor de mi piel. Ella sonríe satisfecha, deslizando la botella lentamente hacia abajo, hasta rozar la base de mi polla.

—Mmm… —ríe bajito, viéndome estremecer—. Te gusta, ¿eh?

El frío me quema y a la vez me excita, cada nervio despierto. El contraste es insoportable y delicioso. Ella la retira un momento, le da otro trago, y de repente la pasa por sus propios pechos. El cristal frío aprieta sus pezones, que se endurecen aún más; la veo estremecerse, cerrar los ojos y morderse el labio.

—Joder… —susurra, con la respiración agitada.

Baja la botella por su vientre, hasta apoyarla contra su pubis depilado. El frío sobre la piel cálida me hipnotiza, y de pronto la inclina, dejando que una gota resbale por su sexo hinchado y brillante. Ella gime bajito, me mira fija y, sin apartar los ojos de mí, abre un poco más las piernas y desliza el cuello helado de la botella entre sus labios húmedos.

—Ahhh… —gime, cerrando los ojos y apretando contra el cristal.

El contraste de lo helado contra lo ardiente la hace temblar. Yo la observo con el corazón en la garganta, duro como una piedra, al borde de lanzarme sobre ella.


Ella me mira mientras aprieta la base helada de la botella contra su sexo, los labios hinchados y húmedos abriéndose lentamente bajo la presión. Gime, arquea un poco la espalda, y deja que el cristal resbale apenas unos milímetros hacia dentro.

—Dios… está tan fría… —susurra, mordiéndose el labio inferior.

Yo no aparto los ojos. La visión me enloquece: el contraste del cristal helado entrando poco a poco en la calidez ardiente de su sexo. Veo cómo los labios se estiran, enrojecidos y brillantes, aferrándose a la botella como si quisieran atraparla.

Ella se mueve despacio, introduciendo un poco más, jadeando con cada empuje corto. Una gota de champán se desliza por el cristal y cae sobre su pubis, mezclándose con la humedad de su excitación.

—Mira… —me dice entre suspiros, con la voz rota—. Mírame cómo me la meto…

Y lo hace: la desliza más hondo, emitiendo un gemido grave, los pezones duros apuntando hacia mí. Sus piernas tiemblan, el abdomen se contrae y el sudor le brilla en la piel. La botella entra y sale con lentitud, emitiendo un chof húmedo cada vez que se desliza hacia fuera.

Se acaricia un pecho con la mano libre, pellizcándose el pezón, mientras el cristal la penetra cada vez un poco más.

—Ahhh… —gime, inclinando la cabeza hacia atrás.

Yo estoy sentado en la cama, hipnotizado, la polla dura palpitando. Ella abre más las piernas, su sexo enrojecido tragándose poco a poco la botella, y me mira con un destello salvaje en los ojos.

—¿Quieres que me corra así? —pregunta, jadeante, hundiendo de nuevo el vidrio entre sus labios hinchados.

—Sí… —respondo sin pensarlo, la voz ronca.

Ella ríe bajito, provocadora, y en lugar de hacerlo me llama con un gesto de la mano.

—Ven.

Me acerco a la orilla de la cama y me tiende la botella. La levanta hacia mis labios y bebo. El champán burbujea en mi lengua, pero no es solo vino: sabe a ella, a su sexo, a su humedad mezclada con el frío. No me importa, me excita. Me gusta ese sabor.

Mientras bebo, se inclina y se lleva mi polla a la boca. El contraste es brutal: el frío del líquido aún en mi garganta y el calor ardiente de su boca envolviéndome. Gimo, echando la cabeza hacia atrás. Ella chupa con fuerza, lenta al principio y luego más profunda, su lengua acariciando el glande, sus labios apretados hasta la base.

Luego baja a mis huevos, los lame despacio, húmedos, y siento cómo mi piel se eriza entera. La miro desde arriba: tiene los ojos cerrados, el pelo pegado a la cara, los labios hinchados, rojos, brillantes de saliva. Sonríe un instante, me besa en la punta y, con un gesto rápido, me quita la botella de la mano.

De pronto, el cristal frío se apoya en mi polla. El contacto me hace soltar un gemido, y enseguida inclina la botella para dejar caer un hilo de champán helado sobre mí. Siento el líquido resbalar por todo el miembro, ardiendo y quemando a la vez, hasta empaparme.

Ella baja la cabeza y empieza a beber directamente de mi polla, sorbiendo el champán mezclado con mi propio sabor. El calor de su boca contrasta con el frío que me recorre, y casi no puedo soportarlo.

Levanta la mirada, sus ojos verdes ardiendo de deseo, y me susurra con una sonrisa traviesa:

—No te vayas a correr…

Extiendo la mano hacia la mesilla para coger un preservativo, pero ella me detiene sujetándome la muñeca.

—Hoy no… —susurra, con una sonrisa pícara.

Se tumba boca arriba, las piernas abiertas, el cuerpo aún húmedo de sudor y champán.

—Ven… métela un poquito.

Me inclino sobre ella, el corazón desbocado, y lo hago. Entro despacio, muy lento, sintiendo cómo se abre bajo mí, caliente y húmeda, envolviéndome con cada centímetro. Ella gime, arquea la espalda y me agarra fuerte de los hombros. La botella rueda por el suelo con un golpe sordo, y ambos reímos sin dejar de movernos.

Me abraza con las piernas, me clava las uñas en la espalda y jadea en mi oído:

—Qué gorda la tienes…

Su confesión me enciende, y respondo con un gruñido, empujando más hondo.

—Me la pones así… —susurro, mirándola a los ojos.

Ella sonríe, casi llorando de placer, y me pide con la voz rota:

—Despacio… despacio…

Obedezco, disfrutando del roce, del calor, del modo en que su coño me aprieta como si no quisiera soltarme nunca.

—Dios… —gimo, mordiéndole el cuello—. Me encanta tu coño.

Sus gemidos suaves se mezclan con mi respiración agitada, y el mundo queda reducido al vaivén de nuestros cuerpos, al sonido húmedo de la penetración y al crujido de las sábanas bajo nosotros.

Acaricio su clítoris con el pulgar mientras la tengo bien apretada, mi polla enterrada hasta el fondo, sin sacarla, solo presionando, sintiendo cómo su coño palpita alrededor de mí. Ella abre las piernas todo lo que puede, buscando más, jadeando sin control.

—Joder… Joder… —jadeando se escapa de su garganta, hasta que grita, arqueándose bajo mí:

—¡Dios… qué polvo!

La miro, me pierdo en su cara desencajada de placer y muerdo su cuello. Su cuerpo se estremece entero, vibrando contra mí.

Acelero los movimientos de mi mano en su clítoris, círculos rápidos, precisos, mientras con la otra aprieto su culo, amasándolo fuerte. La calidez de su piel me enloquece y mis dedos se deslizan hacia su ano, lo acarician apenas…

Pero ella me detiene, jadeando, con una sonrisa agotada y excitada al mismo tiempo:

—Hoy no… —susurra, apartándome la mano.

El rechazo no enfría nada; al contrario, su control, su manera de marcar el límite, me excita más. Sigo dentro de ella, duro, palpitante, y la miro con el deseo ardiendo en los ojos.

Sus uñas se clavan más hondo en mi espalda, me araña sin medir, el cuerpo arqueado, los pechos saltando contra mi pecho. Me aprieta con sus piernas abiertas al máximo, jadeando sin control.

—¡Córrete… córrete! —me grita con la voz rota, suplicante.

Pero yo aguanto, sé que no llevo protección y me aferro a su mirada encendida, conteniéndome. Mi mano en su clítoris se mueve más rápido, más fuerte, hasta que ella estalla.

Se descontrola. Un gemido grave se rompe en gritos agudos, salvajes, que llenan toda la habitación:

—¡Ahhh… ahhh, DIOSSSS, sííííí…! ¡Me corro, me corrooo… ahhh!

Su coño palpita alrededor de mi polla, apretándome como una boca húmeda, como si no quisiera soltarme. Ella grita, sin filtro, perdida en su propio placer:

—¡Cabronnnn… qué polla tienes, joder! ¡Diossss… me estás reventando…!

Se sacude bajo mí, los ojos cerrados, la boca abierta en un grito eterno, convulsionando en espasmos que me estrujan hasta dejarme sin aliento. Cada palabra suya, cada jadeo entrecortado, me golpea en la cabeza como una descarga eléctrica.

—¡Diossss… sííííí, qué polvazoooo…! ¡Me corro, me corrrooo, cabrónnnn…!

Yo la miro desde arriba, mordiéndole el cuello, aguantando con todas mis fuerzas. La siento perderse, gritarme al oído, quebrarse de placer. Y esa imagen, ese sonido de su orgasmo desatado, me hace temblar entero, a punto de estallar con ella.

Ella sigue temblando, el cuerpo arqueado, perdida en su propio placer. Durante unos segundos parece olvidarse de todo, incluso de mí. Resopla, se muerde el labio, y cuando vuelve en sí me acaricia la cara, todavía con la respiración entrecortada.

—¿Te has corrido? —pregunta con la voz rota.

—No… —le digo, conteniendo el gemido.

Suspira aliviada, casi sonriendo.

—¿Te quieres poner una goma y te corres dentro?

—Así no puedo… —respondo, apretando los dientes, aún palpitante dentro de ella.

Me mira, los ojos encendidos, el pelo pegado al sudor de la frente.

—¿Cómo quieres?

—Ponte a cuatro… —le digo, con la voz ronca.

Ella se coloca a cuatro patas, arqueando la espalda y ofreciéndome su sexo húmedo, brillante bajo la luz tenue de la habitación. Su respiración aún es temblorosa, pero me mira de reojo, con una sonrisa pícara que me enloquece.

Cuando me acerco y apoyo la punta en su entrada, jadea fuerte, pero antes de que empuje me avisa:

—Por atrás no, ¿eh? —dice entrecortado, con un tono firme pero excitado.

—Tranquila… —susurro, acariciándole la cadera con una mano, mientras con la otra guío mi polla hasta su coño.

Entro despacio, la siento abrirse otra vez para mí, húmeda, caliente, aún vibrando del orgasmo anterior. Ella gime con fuerza, apretando las sábanas, echando la cabeza hacia atrás.

La penetro despacio, sosteniendo sus caderas, consciente de lo sensible que está después de correrse. Sus gemidos son distintos ahora, más agudos, una mezcla de placer y ese punto de dolor que sé que aguanta solo por darme a mí lo que quiero. Lo noto, y eso me hace ser más cuidadoso, midiendo el ritmo, sin perder la intensidad pero buscando terminar pronto.

Su coño húmedo y estrecho me aprieta, y yo cierro los ojos, concentrado en no pensar en otra cosa que en correrme. El sudor me recorre la frente, mi respiración se rompe, y aún así siento que no voy a poder si sigo así.

Me salgo de ella de golpe, jadeando, y con un movimiento rápido me quito el condón. La sostengo fuerte del culo, separándole las nalgas con las manos, y en ese instante estallo.

—Ahhh… joder… —gruño, mientras los chorros calientes salen disparados, marcando su piel.

Me corro en oleadas, cubriendo sus nalgas firmes, su espalda arqueada, viéndola brillar con las gotas blancas que resbalan lentamente por su piel sudada. El contraste entre su cuerpo bronceado y mis descargas húmedas me deja sin aliento.

Ella se queda quieta, arqueada, respirando fuerte, mientras yo la miro desde atrás, temblando todavía, con la polla palpitante en mi mano.

El silencio posterior se llena solo de nuestras respiraciones agitadas y de la imagen de su cuerpo desnudo, cubierto por mi semen, que me deja completamente rendido.

Cuando mi respiración por fin empieza a calmarse, ella gira un poco la cabeza y me mira desde esa postura, aún a cuatro patas, con el pelo cayéndole sobre la cara y la piel perlada de sudor y semen. Una sonrisa traviesa se dibuja en sus labios.

—Qué guarro eres… —dice, con la voz rota, entre risas—. Mira cómo me has puesto.

El comentario me arranca otra carcajada, aún jadeante. La observo unos segundos: sus nalgas brillando bajo la luz, los hilos blancos resbalando por la curva de su espalda hasta perderse en su cintura. Es una visión hipnótica.

—Tranquila, yo te limpio… —respondo, acariciándole con suavidad una de las caderas.

Ella se queda tal cual, apoyada sobre los codos, las piernas abiertas, con esa mezcla de agotamiento y abandono delicioso, mientras yo me levanto y voy a buscar una toalla. Cuando regreso, sigue en la misma postura, el cuerpo relajado, la respiración todavía agitada.

Me arrodillo detrás de ella y paso la tela despacio, recogiendo cada gota de mi descarga. El contacto la hace estremecer levemente, y su risa suave llena la habitación, íntima, cómplice.

En ese instante, mientras la limpio con cuidado, siento que no hay nada más erótico que ese contraste: el desenfreno de antes y la ternura de ahora, los dos desnudos, rendidos y riendo juntos.
 
Es martes por la tarde y preparo la maleta para el viaje de trabajo del miércoles. Estaré fuera hasta el sábado por la mañana, y la habitación se llena del sonido de cremalleras y ropa doblada cayendo en la maleta abierta.

La casa está en silencio. Vega todavía no ha vuelto de trabajar, y empiezo a sentir el peso de la hora: se me hace tarde y no tengo ganas de ponerme a preparar nada de cenar.

Cojo el móvil, me dejo caer en la cama al lado de la maleta a medio hacer, y le escribo un WhatsApp:

Yo:

”¿Quieres que vayamos a cenar al mexicano? No me apetece hacer cena.”

Miro la pantalla unos segundos, esperando esos tres puntitos que indiquen que está escribiendo. La idea de salir juntos antes de irme, de compartir una cena despreocupada, me reconforta más de lo que esperaba.

El móvil vibra en mi mano. Miro la pantalla y aparece su mensaje

Vega:

“Me queda una hora. Quedamos allí. Kiss 😘

Sonrío. Su manera de contestar, directa y con ese toque cariñoso, me arranca un suspiro de alivio. Dejo el teléfono sobre la mesilla, cierro la maleta y me estiro un momento en la cama.

Me quedan unos cuarenta minutos antes de salir, así que me ducho rápido. El agua caliente relaja la tensión del día, y mientras me enjabono pienso en ella, en cómo aparecerá en el restaurante después de una jornada larga de trabajo, con ese aire cansado pero arrebatador que tanto me gusta.

Me visto con ropa cómoda pero cuidada, reviso la cartera, las llaves, y antes de salir mando un último mensaje

Yo:

“Allí te espero 🍻

El camino hasta el mexicano es corto, las luces de la ciudad acompañan la noche y en mi cabeza solo hay una idea: aprovechar esa cena juntos antes del viaje, como un pequeño ritual íntimo.

Camino hacia el restaurante con calma, disfrutando del aire fresco de la noche. Voy repasando mentalmente la maleta, asegurándome de no haber olvidado nada, cuando de repente escucho una voz conocida detrás de mí.

—¡Hombre, qué casualidad!

Me giro, y ahí está Noelia. La amiga de Vega.

Nunca me ha caído bien. Siempre me ha parecido una creída, con esa forma de moverse como si el mundo girase a su alrededor. Para mí es una chica normalita, tirando a fea, sin nada especial. Y, sin embargo, siempre he tenido la sensación de que se piensa que nos gusta a todos.

Sonríe con demasiada confianza, se acerca demasiado. Intento ser educado, simpático, pero la tengo atravesada. Su voz empalagosa me molesta casi tanto como su manía de soltar comentarios fuera de lugar.

—¿Qué tal? —me pregunta, inclinando la cabeza, como si buscara complicidad.

—Bien, aquí, de camino a cenar. —respondo corto.

A veces intenta tontear conmigo, con frases veladas, con gestos que no llevan a ningún sitio. Estoy seguro de que no le atraigo en absoluto: lo hace solo para incomodar, para provocar a Vega. Una especie de juego cruel que nunca he entendido.

Camina a mi lado unos metros y, como siempre, no tarda en soltar una de las suyas:

—Si tú supieras… Vega cuando era joven… —dice con una sonrisita cargada de veneno, como quien lanza un anzuelo para ver si picas.

—Bueno… como todos de joven, supongo —respondo, encogiéndome de hombros y sin darle más importancia.

Noelia sonríe, pero no es una sonrisa inocente. Es esa media sonrisa cargada de veneno, como si quisiera dejar caer que sabe algo más. Baja la mirada, juega con un mechón de pelo y se muerde el labio antes de reírse por lo bajo.

—Sí, claro… como todos… —dice con un tono ambiguo.—¿con quién habéis quedado?

Camino a su lado unos metros más, dejándola hablar sola, sin darle el gusto de reaccionar. Cuando se despide con un beso en la mejilla demasiado cercano y un guiño molesto, me limito a asentir con frialdad.

—Dale recuerdos a Vega… —dice, como siempre, cargando el gesto de intención.

La veo marcharse y respiro hondo. Sé por qué lo hace, sé que no hay nada detrás de esas palabras más que envidia. Pero aun así, su actitud me deja un regusto amargo que intento apartar de la cabeza mientras sigo hacia el restaurante.

Entro en el restaurante y la veo esperándome. Está preciosa, aunque se le nota el cansancio en la mirada. Me acerco, la beso y me siento frente a ella. No tarda en darse cuenta de que algo me ronda por dentro.

—¿Qué te pasa? —pregunta, inclinando un poco la cabeza.

Dudo unos segundos, pero al final lo suelto.

—Me he cruzado con Noelia de camino. Ha empezado con sus tonterías… ya sabes cómo es.

Ella pone los ojos en blanco y me aprieta la mano por encima de la mesa.

—No hagas caso a Noe. La conoces, siempre igual. —Sonríe con cansancio, pero también con complicidad—. Vamos a dejarla a un lado y disfrutar de la cena, ¿vale?

Asiento y sonrío. Me basta con eso: su manera directa de quitarle hierro me devuelve la calma.

El camarero trae las bebidas y pedimos algo rápido. Ella se deja caer un poco hacia atrás en la silla y suspira.

—Estoy agotada… demasiado trabajo hoy. —Se frota la frente con dos dedos y se ríe con suavidad—. Y mañana igual.

De pronto, me mira con los ojos entrecerrados, como si algo le hubiera venido a la memoria.

—¡Tu viaje! —dice, casi acusándome en broma—. Te vas mañana hasta el sábado, ¿no?

—Sí —respondo, sonriendo—. Justo por eso quería cenar contigo esta noche.

—Te echo de menos en los viajes… —añado de pronto, con un suspiro que me sale casi sin pensarlo.

Ella me mira en silencio unos segundos, ladea la cabeza y su sonrisa se curva en un gesto pícaro.

—Sí, sí… —responde con voz burlona, girando despacio la copa de vino entre los dedos—. Seguro que encuentras alguna que te diga “mi madurito”.

La miro sorprendido y suelto una carcajada.

—¡Qué idiota! No esperaba que te pusieras celosa —digo, todavía riendo.

Ella se encoge de hombros, pero no aparta la mirada de mí. Se inclina un poco hacia delante, con los codos sobre la mesa, y noto ese brillo en sus ojos: no es celos de verdad, es el placer de provocarme, de jugar conmigo.

—¿Y si lo estuviera? —susurra, con una sonrisa ladeada.

Me quedo observándola, disfrutando de la curva de sus labios, del modo en que se muerde el labio inferior antes de apartar la vista como si quisiera disimular. El silencio entre los dos se llena de electricidad.

Ella toma un sorbo de vino, se humedece los labios y los mantiene un segundo entreabiertos, sabiendo perfectamente el efecto que me causa.

—Porque ya sabes… —añade con calma, sin mirarme—. Nadie te ve como yo.

La frase me golpea más que cualquier broma. Yo sonrío, bajo la mirada y dejo que ese instante nos envuelva, disfrutando de tenerla justo ahí, entre la picardía y el deseo.

La cena termina y volvemos a casa. Me monto en el coche y es ella quien conduce. La observo al volante, con el vestido ajustado, el perfil iluminado por las luces de la calle. No puedo resistirme: deslizo mi mano hasta su muslo, lo acaricio suave, subiendo poco a poco.

Ella sonríe, me mira un instante y me sujeta la mano antes de que avance más.

—Cari… estoy muy cansada. Hoy no puedo.

Me río, medio en broma, medio en serio, y ella también.

—¿Entonces quieres que me haga una paja? —le digo, con una sonrisa provocadora.

Ella niega con la cabeza y me suelta, divertida.

—No seas guarro.

El resto del trayecto lo pasamos en silencio cómodo, con música baja y sus dedos tamborileando en el volante.

Llegamos a casa, y enseguida se va directa a la ducha. Paso por el baño y me quedo en la puerta, mirándola desnuda bajo el agua caliente. El vapor envuelve su piel cansada, su pelo pegado a la espalda, y siento un deseo voraz de entrar y tomarla allí mismo.

Me desnudo despacio, pero antes de que pueda acercarme, me repite con un tono dulce y firme:

—Hoy no, de verdad… estoy agotada.

Lo acepto. Me meto en la ducha cuando ella ya termina, y el agua golpea mi cuerpo como un castigo. El cansancio de ella es real, lo sé, pero mi cabeza no deja de imaginarla, mi polla dura contra mi mano, las ganas de follármela creciendo mientras intento calmarme bajo el agua.

Salgo con el corazón latiendo fuerte, sabiendo que esta noche no habrá más… y que precisamente por eso las ganas no hacen más que aumentar.

Es jueves por la mañana, segundo día del viaje. Me despierto temprano en la habitación del hotel, con esa sensación rara de cama extraña: demasiado amplia, demasiado fría sin ella. La maleta medio abierta en la silla, la luz filtrándose por las cortinas y el silencio absoluto hacen que el tiempo se sienta distinto.

Me ducho, me visto con calma y bajo al desayuno, rodeado de otros huéspedes que parecen más descansados que yo. El trabajo me espera, pero mi cabeza se va constantemente a Vega. Me acuerdo de su risa en la cena del martes, del “hoy no” en la ducha, de cómo me dejó con las ganas, y siento una mezcla de ternura y de frustración.

Mientras tomo café, le escribo un mensaje corto:

Yo:

Buenos días, amor. Segundo día fuera, y ya con ganas de volver. ¿Cómo has dormido?

Al rato vibra el móvil.

Vega:

Mal… me desperté varias veces. Sin ti no duermo igual.

Sonrío. Le contesto mientras preparo unos papeles:

Yo:

Yo tampoco. Esta cama es enorme y fría. Prefiero la nuestra.

Vega:

La nuestra 😉

Me interrumpen, tengo que guardar el móvil.

Más tarde, en una pausa, reviso y veo su mensaje. Le escribo rápido, disimulando que no puedo extenderme:

Yo:

¿Cómo va tu mañana?

Vega:

Un caos. Reunión tras reunión… y aún no he tomado ni un café decente.

Yo:

Ya me gustaría llevártelo a la cama como los domingos.

Vega:

Calla, que me haces tener ganas de que sea sábado ya.

Me hacen una pregunta en la reunión y dejo el móvil a un lado con dos mensajes suyos sin leer.

A la hora de comer, saco un momento para contestar:

Yo:

¿Comiendo algo?

Tarda, pero responde:

Vega:

Sí, ensalada en el escritorio… glamour cero.

Yo:

Prefiero verte a ti en la mesa que a todos estos tipos trajeados.

Vega:

Guapo…

Por la tarde me escribe ella:

Vega:

Me han invitado esta noche a una inauguración de una galería de arte. No sé si ir… estoy cansada.

Yo:

Suena bien. Igual te viene bien despejarte un poco, vestirte guapa y pensar en otra cosa.

No responde de inmediato. Miro la pantalla varias veces, con ganas de verla, de imaginar cómo se arreglará si decide ir.

Un rato después aparece la notificación:

Vega:

Sí, pero me da pereza arreglarme… aunque también me apetece distraerme. Hace siglos que no salgo sin ti.

Yo:

Pues vete. Y mándame una foto del vestido. Así me haces compañía desde aquí.

Vega:

Siempre pensando lo mismo 😂

Yo:

Lo digo en serio. Me gusta cuando te arreglas, cuando brillas… y me gusta más saber que eres mía aunque te miren todos.

Vega:

Qué idiota eres. Pero me haces sonreír incluso agotada.

Por la noche, mientras vuelvo al hotel cansado, vibra el móvil:

Vega:

Al final he salido. El sitio es bonito, hay bastante gente.

Yo:

Seguro que eres la más guapa de todas. ¿Me vas a enseñar?

Al minuto recibo la foto: medio cuerpo, un vestido negro ajustado, los labios pintados de rojo, esa mirada suya que me remueve entero.

Vega:

¿Te vale?

Yo:

Dios… como para no morderte el cuello ahora mismo.

Vega:

Pues tendrás que esperar hasta el sábado 😏

Le escribo después de la foto, pero no contesta. Pasan los minutos y el móvil sigue en silencio. Me la imagino allí, en la galería, hablando con unos y con otros, con esa sonrisa suya que ilumina la sala. Sé lo que le gusta el arte, lo mucho que disfruta charlando, y la idea de que alguien más se quede embobado mirándola me enciende y me incomoda a la vez.

Le mando otro mensaje:

Yo:

Seguro que eres la MILF de alguno.

Nada. El doble check azul tarda en llegar.

Me quedo en la cama del hotel, mirando la pantalla una y otra vez, pero no hay respuesta. El cansancio me vence poco a poco. El reloj marca las doce de la noche cuando dejo el móvil en la mesilla y cierro los ojos, pensando en ella, con una mezcla de celos, ternura y sueño.

A las dos de la madrugada, el zumbido del teléfono me saca del sueño. Cojo el móvil medio dormido y leo en la pantalla:

Vega:

¿Estás despierto?
 
Me froto los ojos, respiro hondo y le respondo al instante:

Yo:

Sí… ¿qué tal tú?

Tarda unos segundos, y entonces aparece la notificación. No es un mensaje, es una foto.

La notificación se abre en mi pantalla y la foto tarda un segundo en cargar. Está oscura, apenas iluminada por la luz tenue de una lámpara. Ella aparece tumbada en la cama, el pelo revuelto sobre la almohada, los labios pintados aún de rojo y esos ojos entrecerrados que la delatan: está borracha.

No posa, no hace falta. Su mirada directa, un poco perdida y traviesa, lo dice todo.

Al instante llega el mensaje:

Vega:

Podías estar aquí.

Me quedo con el móvil en la mano, el corazón acelerado, entre la sorpresa y la excitación. Esa frase, tan simple, me atraviesa entero. La imagino oliendo a vino, con la piel caliente, su cuerpo rendido sobre esas sábanas que no son las nuestras.

Yo:

Luego estás cansada…

Tardo apenas unos segundos en recibir su respuesta.

Vega:

Qué tonto. Hoy estoy… un poco… borrachina. Y ya sabes lo que me pasa con el alcohol…

Sonrío en la oscuridad del hotel, con la cabeza llena de recuerdos. Mis dedos vuelan sobre la pantalla:

Yo:

¿Mucho champán?

La pregunta no es inocente, y ambos lo sabemos. Me viene a la mente la última noche, las burbujas sobre su piel, su cuerpo brillando mientras jugaba con la botella.

Vega:

El champán es solo contigo.

El corazón me golpea fuerte en el pecho. La imagino ahí, en esa cama extraña, medio desnuda, borracha y encendida, escribiéndome con los labios aún pintados de rojo y la mirada húmeda.

El móvil vibra de nuevo. La pantalla se ilumina en la penumbra de la habitación del hotel.

Vega:

¿Sabes lo que estoy haciendo??

Me incorporo en la cama, el corazón golpeándome el pecho. La frase, sencilla y escrita con ese doble interrogante que revela el tono juguetón y desinhibido, me deja en vilo. La imagino tumbada, medio borracha, sonriendo sola mientras teclea, esperando mi reacción.

Mis dedos tiemblan sobre el teclado.

Yo:

No… dime.

Respiro hondo, con la sensación de que lo que venga a continuación puede encenderme más de lo que puedo aguantar estando lejos.

El móvil vibra de nuevo. La abro y me quedo sin aire. La foto está hecha desde su perspectiva, tumbada en la cama, la cámara apuntando hacia los pies.

Se ve su la curva de su tripa que termina en una pequeña mata de pelo, el ombligo, y más abajo sus piernas abiertas, la piel clara iluminada por la luz tenue. Entre ellas, su mano descansa, apenas un gesto, pero suficiente para encenderme: no se ve nada explícito, y sin embargo se entiende todo.

El encuadre, la naturalidad, esa forma de dejarme imaginar el resto… me enloquece.

Segundos después llega su mensaje:

Vega:

Podías estar aquí.

Me quedo inmóvil, con el corazón acelerado, la polla dura bajo las sábanas del hotel. La imagino tocándose, con los labios rojos entreabiertos, medio borracha, susurrando esas mismas palabras en mi oído.

La pantalla vibra con tres mensajes seguidos.

Vega:

Seguro que te estás haciendo una paja…
La tienes dura?
Es mía, ¿verdad?

Antes de que pueda escribir nada, su nombre aparece en la pantalla. Me llama. Contesto al instante.

—¿Vega?

Su voz me llega ronca, más grave de lo normal, entrecortada. Habla bajo, casi un susurro cargado de deseo.

—Quiero oírte… —dice, y al fondo escucho su respiración, agitada, jadeante. Un gemido suave se cuela en la línea, y sé que está tocándose.

Cierro los ojos, la imagino tumbada en esa cama extraña, medio borracha, con los labios rojos abiertos y los dedos perdidos entre sus muslos.

—Dime cómo la tienes… —susurra, arrastrando las palabras, con ese tono desinhibido que solo el alcohol le saca. Otro gemido le corta la voz.

Trago saliva, el corazón latiendo desbocado.

—Dime lo que me harías… —añade, y se le escapa un jadeo ahogado, como si no pudiera controlar lo que le está pasando.

El sonido de su respiración al otro lado de la línea me enciende más de lo que puedo soportar.

Respiro hondo, la polla dura entre mis manos mientras sostengo el móvil pegado al oído.

—La tengo durísima… —le digo con la voz ronca—. Hinchada, palpitando, esperando que me la metas entre esos labios rojos. Ahora mismo te cogería del pelo y te la metería en la boca, hasta donde aguantes.

Al otro lado escucho su gemido, ronco, entrecortado.

—Sí… eso me harías… mmm… uf…

—Te la metería despacio, y luego más fuerte, viéndote atragantarte, notando cómo me la chupas entera…

Ella jadea más fuerte.

—Ya no me entra toda… es que es muy gorda…

—Y aún así te encanta, ¿verdad?

Un gemido agudo me responde.

—¿A que soy la que mejor te la ha chupado? —me dice con un hilo de voz, excitada, riéndose entre jadeos.

—La mejor… nadie lo hace como tú… —le contesto, masturbándome más rápido, imaginándola con la boca húmeda rodeando mi polla.

Su respiración se acelera, cada vez más jadeante.

—Mmm… estoy muy mojada… ¿lo oyes?

De pronto acerca el teléfono a su sexo. Lo escucho claramente: el sonido húmedo, obsceno, de sus dedos entrando y saliendo, acompañado de sus gemidos cada vez más intensos.

—Dios… —murmuro, apretando los dientes, a punto de explotar.

—Me voy a correr… —gime ella, con la voz rota, mientras el ruido húmedo de su sexo y sus gemidos llenan mi oído.

—Todavía no… —le digo con voz grave, apretando la polla con la mano, al borde pero conteniéndome—. No te corras aún.

Se escucha un gemido largo al otro lado de la línea, como un quejido de placer frustrado.

—Mmm… no aguanto…

—Mándame una foto de tu coñito. Quiero verlo ahora.

Hay un silencio corto, entre jadeos. Oigo cómo se mueve, cómo se recoloca sobre las sábanas. El roce del móvil contra su piel me eriza la nuca. Después llega la vibración del mensaje.

La abro: la foto es oscura, tomada a toda prisa, borrosa pero indecente. Sus muslos abiertos, el brillo húmedo en el centro, los labios inflamados de tanto tocarse. Su mano aún entre ellos, dos dedos separados, la piel enrojecida. No hay poses ni artificios: es puro deseo atrapado en un instante.

A los pocos segundos llega su voz otra vez al auricular, jadeante, medio riéndose:

—¿Te gusta, guarro?

Su voz me llega jadeante, rota por el alcohol y el deseo:

—¿Y tú… no me vas a enseñar tu polla?

Trago saliva, mi mano apretando el miembro duro, palpitante, mientras miro su foto aún abierta en la pantalla.

—¿Quieres verla? —le digo, con la voz ronca, al borde.

—Sí… —susurra, casi gimiendo—. Enséñamela dura, quiero verla toda para mí.

Me acomodo en la cama del hotel, bajo un poco las sábanas y apunto la cámara hacia abajo. El flash ilumina la escena: mi polla dura, brillante de preseminal, la piel tensa y la mano sujetándola fuerte. Le saco la foto y se la mando al instante.

A los segundos, su respiración se intensifica en el auricular.

—Dios… —susurra con la voz rota—. Qué gorda está… así me la meterías ahora mismo.

Su voz llega entrecortada por el auricular, jadeando cada palabra:

—Con eso… me ibas a reventar…

Yo aprieto la polla con la mano, mordiéndome el labio al escucharla, imaginándola abierta, húmeda, esperando que la penetre.

De pronto, sus gemidos suben de tono. Escucho claramente el sonido húmedo de sus dedos en su sexo, cada vez más rápido, más desesperado.

—Ahhh… no aguanto… —su voz se rompe, temblando—. Me corro… me estoy corriendo…

Su respiración se vuelve salvaje, irregular, jadeando tan fuerte que casi tapa sus palabras. Entre gemidos y suspiros ahogados, apenas logra decir:

—Diosss… sííí… ahhh… me corrooo…

El altavoz me trae el eco íntimo de su placer, sus uñas seguramente arañando las sábanas, su cuerpo arqueado, el temblor recorriéndola mientras se deja llevar sin pensar en nada más.

Me quedo en silencio, apretando los dientes, escuchando cómo se rompe en la distancia, sintiendo que ese orgasmo suyo al otro lado del teléfono me atraviesa como si estuviera dentro de ella.

El teléfono queda en silencio unos segundos, roto solo por su respiración agitada. Poco a poco se va calmando, los jadeos se convierten en suspiros largos, hasta que por fin habla.

—Qué vergüenza… —murmura con la voz rota, todavía ronca del esfuerzo—. Soy muy guarra… borracha…

Sonrío en la penumbra de la habitación del hotel, con el móvil pegado a mi oído.

—Eres mía… —le digo, despacio—. Y me encanta que seas así conmigo.

Ella deja escapar una risita tímida, todavía entrecortada.

—Solo contigo me sale… —responde, con un hilo de voz—. Solo contigo puedo ser tan guarra.

Su confesión me enciende aún más, pero también me enternece. La imagino tumbada en esa cama, con el pelo revuelto, el maquillaje corrido, la piel húmeda… y esa sonrisa de niña traviesa que me mata.

—Quiero ver cómo te corres… —me dice con la voz rota, arrastrada, aún agitada por el orgasmo.

El corazón me golpea en el pecho. Activo la cámara del móvil, me acomodo en la cama del hotel y empiezo a grabar. La imagen se mueve un poco mientras me la saco, dura, brillante, palpitando entre mis dedos.

Enseguida me llega la notificación de vídeo llamada. Acepto y la veo: su cara aparece en la pantalla, medio iluminada, los labios rojos, el pelo revuelto sobre la almohada. Tiene esa mezcla que me enloquece: ojos de niña buena y sonrisa de guarra.

Me mira fija, con la respiración todavía agitada. De pronto, saca la lengua, la mueve despacio, húmeda, provocadora.

—Así es como te gusta correrte, ¿no? —susurra, ronca, casi jadeando—. Córrete en mi cara…

El contraste me atraviesa: verla tan borracha, tan suelta, con esa carita de inocencia mientras me lo pide con voz sucia, me enciende como nunca.

Mi mano se mueve rápido, firme, la polla dura, enrojecida, palpitando al borde. Ella me mira desde la pantalla, con esos ojos húmedos, medio entornados por el alcohol, la lengua fuera, sonriendo como una niña traviesa que sabe el efecto que causa.

—Vamos… —susurra ronca—. Córrete en mi cara…

Aprieto los dientes, la respiración me estalla en el pecho.

—Dios, Vega… —jadeo, con la voz rota.

El calor me sube desde el vientre, la presión insoportable me obliga a soltarme. Un gemido me escapa del pecho cuando el primer chorro espeso de semen salta, blanco y caliente, reventando en mi mano, salpicando el vientre, el pecho. Ella abre más la boca, saca la lengua, como si quisiera atrapar cada gota a través de la pantalla.

—Ahhh… sí… —gime ella, tocándose de nuevo, jadeando al verme explotar.

Más chorros salen en oleadas, calientes, desbordando mi mano, resbalando por mi abdomen. Mi cuerpo tiembla, arqueado contra la cama del hotel, mientras ella no aparta la mirada, disfrutando como si realmente lo recibiera en su cara.

—Mírame… —me dice, con un hilo de voz excitado, casi quebrado—. Sí… así… todo mío.

Me dejo caer de espaldas, jadeando, con la polla aún palpitante en mi mano y la piel manchada, mientras ella sonríe en la pantalla, los labios húmedos, la lengua todavía fuera, como si hubiera probado mi orgasmo a través de la cámara.

Ella se queda unos segundos más en la pantalla, con el pelo revuelto, la sonrisa tierna y esos ojos brillantes que mezclan cansancio, alcohol y deseo. Se lame los labios despacio, como si saboreara el momento, y me susurra:

—Buenas noches… —sonríe, medio tímida ahora—. Tengo ganas de que vuelvas.

Me quedo mirándola, todavía con el pecho agitado, el cuerpo relajado tras correrme. Y a pesar de todo, siento un calor en el pecho, distinto, profundo.

—Buenas noches, amor —le digo, sin apartar la mirada de la cámara—. Yo también.

Ella suspira, cierra los ojos un instante, y con esa sonrisa de niña traviesa que aún le queda en los labios, corta la llamada.

El cuarto del hotel vuelve al silencio, pero me quedo un rato con el móvil en la mano, viendo su última imagen fija en la pantalla, con la certeza de que el sábado no llegaré lo bastante rápido.
 
Me froto los ojos, respiro hondo y le respondo al instante:

Yo:

Sí… ¿qué tal tú?

Tarda unos segundos, y entonces aparece la notificación. No es un mensaje, es una foto.

La notificación se abre en mi pantalla y la foto tarda un segundo en cargar. Está oscura, apenas iluminada por la luz tenue de una lámpara. Ella aparece tumbada en la cama, el pelo revuelto sobre la almohada, los labios pintados aún de rojo y esos ojos entrecerrados que la delatan: está borracha.

No posa, no hace falta. Su mirada directa, un poco perdida y traviesa, lo dice todo.

Al instante llega el mensaje:

Vega:

Podías estar aquí.

Me quedo con el móvil en la mano, el corazón acelerado, entre la sorpresa y la excitación. Esa frase, tan simple, me atraviesa entero. La imagino oliendo a vino, con la piel caliente, su cuerpo rendido sobre esas sábanas que no son las nuestras.

Yo:

Luego estás cansada…

Tardo apenas unos segundos en recibir su respuesta.

Vega:

Qué tonto. Hoy estoy… un poco… borrachina. Y ya sabes lo que me pasa con el alcohol…

Sonrío en la oscuridad del hotel, con la cabeza llena de recuerdos. Mis dedos vuelan sobre la pantalla:

Yo:

¿Mucho champán?

La pregunta no es inocente, y ambos lo sabemos. Me viene a la mente la última noche, las burbujas sobre su piel, su cuerpo brillando mientras jugaba con la botella.

Vega:

El champán es solo contigo.

El corazón me golpea fuerte en el pecho. La imagino ahí, en esa cama extraña, medio desnuda, borracha y encendida, escribiéndome con los labios aún pintados de rojo y la mirada húmeda.

El móvil vibra de nuevo. La pantalla se ilumina en la penumbra de la habitación del hotel.

Vega:

¿Sabes lo que estoy haciendo??

Me incorporo en la cama, el corazón golpeándome el pecho. La frase, sencilla y escrita con ese doble interrogante que revela el tono juguetón y desinhibido, me deja en vilo. La imagino tumbada, medio borracha, sonriendo sola mientras teclea, esperando mi reacción.

Mis dedos tiemblan sobre el teclado.

Yo:

No… dime.

Respiro hondo, con la sensación de que lo que venga a continuación puede encenderme más de lo que puedo aguantar estando lejos.

El móvil vibra de nuevo. La abro y me quedo sin aire. La foto está hecha desde su perspectiva, tumbada en la cama, la cámara apuntando hacia los pies.

Se ve su la curva de su tripa que termina en una pequeña mata de pelo, el ombligo, y más abajo sus piernas abiertas, la piel clara iluminada por la luz tenue. Entre ellas, su mano descansa, apenas un gesto, pero suficiente para encenderme: no se ve nada explícito, y sin embargo se entiende todo.

El encuadre, la naturalidad, esa forma de dejarme imaginar el resto… me enloquece.

Segundos después llega su mensaje:

Vega:

Podías estar aquí.

Me quedo inmóvil, con el corazón acelerado, la polla dura bajo las sábanas del hotel. La imagino tocándose, con los labios rojos entreabiertos, medio borracha, susurrando esas mismas palabras en mi oído.

La pantalla vibra con tres mensajes seguidos.

Vega:

Seguro que te estás haciendo una paja…
La tienes dura?
Es mía, ¿verdad?

Antes de que pueda escribir nada, su nombre aparece en la pantalla. Me llama. Contesto al instante.

—¿Vega?

Su voz me llega ronca, más grave de lo normal, entrecortada. Habla bajo, casi un susurro cargado de deseo.

—Quiero oírte… —dice, y al fondo escucho su respiración, agitada, jadeante. Un gemido suave se cuela en la línea, y sé que está tocándose.

Cierro los ojos, la imagino tumbada en esa cama extraña, medio borracha, con los labios rojos abiertos y los dedos perdidos entre sus muslos.

—Dime cómo la tienes… —susurra, arrastrando las palabras, con ese tono desinhibido que solo el alcohol le saca. Otro gemido le corta la voz.

Trago saliva, el corazón latiendo desbocado.

—Dime lo que me harías… —añade, y se le escapa un jadeo ahogado, como si no pudiera controlar lo que le está pasando.

El sonido de su respiración al otro lado de la línea me enciende más de lo que puedo soportar.

Respiro hondo, la polla dura entre mis manos mientras sostengo el móvil pegado al oído.

—La tengo durísima… —le digo con la voz ronca—. Hinchada, palpitando, esperando que me la metas entre esos labios rojos. Ahora mismo te cogería del pelo y te la metería en la boca, hasta donde aguantes.

Al otro lado escucho su gemido, ronco, entrecortado.

—Sí… eso me harías… mmm… uf…

—Te la metería despacio, y luego más fuerte, viéndote atragantarte, notando cómo me la chupas entera…

Ella jadea más fuerte.

—Ya no me entra toda… es que es muy gorda…

—Y aún así te encanta, ¿verdad?

Un gemido agudo me responde.

—¿A que soy la que mejor te la ha chupado? —me dice con un hilo de voz, excitada, riéndose entre jadeos.

—La mejor… nadie lo hace como tú… —le contesto, masturbándome más rápido, imaginándola con la boca húmeda rodeando mi polla.

Su respiración se acelera, cada vez más jadeante.

—Mmm… estoy muy mojada… ¿lo oyes?

De pronto acerca el teléfono a su sexo. Lo escucho claramente: el sonido húmedo, obsceno, de sus dedos entrando y saliendo, acompañado de sus gemidos cada vez más intensos.

—Dios… —murmuro, apretando los dientes, a punto de explotar.

—Me voy a correr… —gime ella, con la voz rota, mientras el ruido húmedo de su sexo y sus gemidos llenan mi oído.

—Todavía no… —le digo con voz grave, apretando la polla con la mano, al borde pero conteniéndome—. No te corras aún.

Se escucha un gemido largo al otro lado de la línea, como un quejido de placer frustrado.

—Mmm… no aguanto…

—Mándame una foto de tu coñito. Quiero verlo ahora.

Hay un silencio corto, entre jadeos. Oigo cómo se mueve, cómo se recoloca sobre las sábanas. El roce del móvil contra su piel me eriza la nuca. Después llega la vibración del mensaje.

La abro: la foto es oscura, tomada a toda prisa, borrosa pero indecente. Sus muslos abiertos, el brillo húmedo en el centro, los labios inflamados de tanto tocarse. Su mano aún entre ellos, dos dedos separados, la piel enrojecida. No hay poses ni artificios: es puro deseo atrapado en un instante.

A los pocos segundos llega su voz otra vez al auricular, jadeante, medio riéndose:

—¿Te gusta, guarro?

Su voz me llega jadeante, rota por el alcohol y el deseo:

—¿Y tú… no me vas a enseñar tu polla?

Trago saliva, mi mano apretando el miembro duro, palpitante, mientras miro su foto aún abierta en la pantalla.

—¿Quieres verla? —le digo, con la voz ronca, al borde.

—Sí… —susurra, casi gimiendo—. Enséñamela dura, quiero verla toda para mí.

Me acomodo en la cama del hotel, bajo un poco las sábanas y apunto la cámara hacia abajo. El flash ilumina la escena: mi polla dura, brillante de preseminal, la piel tensa y la mano sujetándola fuerte. Le saco la foto y se la mando al instante.

A los segundos, su respiración se intensifica en el auricular.

—Dios… —susurra con la voz rota—. Qué gorda está… así me la meterías ahora mismo.

Su voz llega entrecortada por el auricular, jadeando cada palabra:

—Con eso… me ibas a reventar…

Yo aprieto la polla con la mano, mordiéndome el labio al escucharla, imaginándola abierta, húmeda, esperando que la penetre.

De pronto, sus gemidos suben de tono. Escucho claramente el sonido húmedo de sus dedos en su sexo, cada vez más rápido, más desesperado.

—Ahhh… no aguanto… —su voz se rompe, temblando—. Me corro… me estoy corriendo…

Su respiración se vuelve salvaje, irregular, jadeando tan fuerte que casi tapa sus palabras. Entre gemidos y suspiros ahogados, apenas logra decir:

—Diosss… sííí… ahhh… me corrooo…

El altavoz me trae el eco íntimo de su placer, sus uñas seguramente arañando las sábanas, su cuerpo arqueado, el temblor recorriéndola mientras se deja llevar sin pensar en nada más.

Me quedo en silencio, apretando los dientes, escuchando cómo se rompe en la distancia, sintiendo que ese orgasmo suyo al otro lado del teléfono me atraviesa como si estuviera dentro de ella.

El teléfono queda en silencio unos segundos, roto solo por su respiración agitada. Poco a poco se va calmando, los jadeos se convierten en suspiros largos, hasta que por fin habla.

—Qué vergüenza… —murmura con la voz rota, todavía ronca del esfuerzo—. Soy muy guarra… borracha…

Sonrío en la penumbra de la habitación del hotel, con el móvil pegado a mi oído.

—Eres mía… —le digo, despacio—. Y me encanta que seas así conmigo.

Ella deja escapar una risita tímida, todavía entrecortada.

—Solo contigo me sale… —responde, con un hilo de voz—. Solo contigo puedo ser tan guarra.

Su confesión me enciende aún más, pero también me enternece. La imagino tumbada en esa cama, con el pelo revuelto, el maquillaje corrido, la piel húmeda… y esa sonrisa de niña traviesa que me mata.

—Quiero ver cómo te corres… —me dice con la voz rota, arrastrada, aún agitada por el orgasmo.

El corazón me golpea en el pecho. Activo la cámara del móvil, me acomodo en la cama del hotel y empiezo a grabar. La imagen se mueve un poco mientras me la saco, dura, brillante, palpitando entre mis dedos.

Enseguida me llega la notificación de vídeo llamada. Acepto y la veo: su cara aparece en la pantalla, medio iluminada, los labios rojos, el pelo revuelto sobre la almohada. Tiene esa mezcla que me enloquece: ojos de niña buena y sonrisa de guarra.

Me mira fija, con la respiración todavía agitada. De pronto, saca la lengua, la mueve despacio, húmeda, provocadora.

—Así es como te gusta correrte, ¿no? —susurra, ronca, casi jadeando—. Córrete en mi cara…

El contraste me atraviesa: verla tan borracha, tan suelta, con esa carita de inocencia mientras me lo pide con voz sucia, me enciende como nunca.

Mi mano se mueve rápido, firme, la polla dura, enrojecida, palpitando al borde. Ella me mira desde la pantalla, con esos ojos húmedos, medio entornados por el alcohol, la lengua fuera, sonriendo como una niña traviesa que sabe el efecto que causa.

—Vamos… —susurra ronca—. Córrete en mi cara…

Aprieto los dientes, la respiración me estalla en el pecho.

—Dios, Vega… —jadeo, con la voz rota.

El calor me sube desde el vientre, la presión insoportable me obliga a soltarme. Un gemido me escapa del pecho cuando el primer chorro espeso de semen salta, blanco y caliente, reventando en mi mano, salpicando el vientre, el pecho. Ella abre más la boca, saca la lengua, como si quisiera atrapar cada gota a través de la pantalla.

—Ahhh… sí… —gime ella, tocándose de nuevo, jadeando al verme explotar.

Más chorros salen en oleadas, calientes, desbordando mi mano, resbalando por mi abdomen. Mi cuerpo tiembla, arqueado contra la cama del hotel, mientras ella no aparta la mirada, disfrutando como si realmente lo recibiera en su cara.

—Mírame… —me dice, con un hilo de voz excitado, casi quebrado—. Sí… así… todo mío.

Me dejo caer de espaldas, jadeando, con la polla aún palpitante en mi mano y la piel manchada, mientras ella sonríe en la pantalla, los labios húmedos, la lengua todavía fuera, como si hubiera probado mi orgasmo a través de la cámara.

Ella se queda unos segundos más en la pantalla, con el pelo revuelto, la sonrisa tierna y esos ojos brillantes que mezclan cansancio, alcohol y deseo. Se lame los labios despacio, como si saboreara el momento, y me susurra:

—Buenas noches… —sonríe, medio tímida ahora—. Tengo ganas de que vuelvas.

Me quedo mirándola, todavía con el pecho agitado, el cuerpo relajado tras correrme. Y a pesar de todo, siento un calor en el pecho, distinto, profundo.

—Buenas noches, amor —le digo, sin apartar la mirada de la cámara—. Yo también.

Ella suspira, cierra los ojos un instante, y con esa sonrisa de niña traviesa que aún le queda en los labios, corta la llamada.

El cuarto del hotel vuelve al silencio, pero me quedo un rato con el móvil en la mano, viendo su última imagen fija en la pantalla, con la certeza de que el sábado no llegaré lo bastante rápido.
Deseando que continues
 
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