La tarde cae con una luz cálida, dorada, que baña la arena como si fuera un escenario preparado para nosotros. El calor aprieta, pero la brisa marina refresca lo justo. Bajamos por el sendero de las dunas otra vez, con la piel todavía sensible, el recuerdo del spa pegado al cuerpo y esa electricidad que llevamos acumulando desde la mañana.
Vega camina a mi lado con una sonrisa peligrosa, de esas que ya sé lo que significan. Lleva solo su pareo anudado a la cintura y el top del bikini, pero la manera en que se mueve deja claro que está jugando conmigo. Lo noto en su mirada, en cómo me roza con el hombro de vez en cuando, en cómo deja que el aire levante la tela y descubra fugazmente su culo apenas cubierto.
—Estás muy callado… —me dice con picardía, como si quisiera provocarme más.
—Estoy pensando en lo que me hiciste en el jacuzzi… —respondo bajito, acercándome a su oído—. Y en la cara que tenías cuando te corriste ahí, conmigo.
Se muerde el labio, sus ojos brillan, y sé que está igual de encendida que yo.
—Cállate… que me estoy poniendo mala otra vez…
Llegamos a la arena. La playa sigue bastante tranquila, pero con ese punto de vida que da la tarde: alguna pareja paseando por la orilla, dos chicos jugando a las palas, un grupo pequeño más al fondo, risas lejanas. Nada que importe. El mar nos espera brillante, infinito.
Nos quitamos la ropa sin prisa, pero sin darnos tregua tampoco. Vega dobla su pareo y lo guarda en la bolsa, como si le importara mantener el orden en medio de toda esa tensión. Yo me quedo de pie, frente a ella, y mi polla, dura, apunta directa a su cara.
Ella me mira, sonríe con esa picardía que me enloquece y suelta una risita traviesa. Sabe perfectamente lo que quiero, pero aún así me lo pone en bandeja:
—¿Qué, cariño… quieres que te la chupe? —pregunta con voz baja, juguetona, fingiendo inocencia.
—Chúpamela… —respondo, con el tono grave, excitado, dejándome llevar.
Vega la envuelve con su mano, la siente palpitante y caliente en su palma. Me mira desde abajo, los ojos brillando, y susurra con media sonrisa:
—Nos van a ver…
El cosquilleo de esas palabras me enciende aún más. La agarro de la cabeza, enredando los dedos en su pelo, y con un movimiento firme la acerco hacia mí.
—Vamos… chupa —le ordeno en un susurro apretado, mientras acerco su boca a mi polla.
Ella ríe suave, como si disfrutara del juego, abre los labios y recibe mi capullo en su boca. El calor húmedo me atraviesa, su lengua se enrosca y sus ojos me miran mientras lo hace, sabiendo el poder que tiene sobre mí.
El contraste del aire libre, el rumor del mar y su boca caliente en mi polla me ponen al borde de perder el control desde el primer segundo.
Vega está de rodillas sobre la arena, con el mar de fondo, y mi polla entrando y saliendo de su boca. Sus labios húmedos, brillantes, se deslizan por mi capullo, y yo no aguanto más el ritmo dulce. Le agarro fuerte de la cabeza y gruño:
—Te voy a follar la boca.
Ella me mira con esos ojos verdes encendidos, como retándome a que lo haga. No dudo. Empiezo a mover las caderas, lento al principio, después más fuerte, metiendo y sacando mi polla de su garganta. El sonido húmedo de sus succiones se mezcla con el eco del mar, un glup, glup sucio y excitante.
El morbo me supera: le saco la polla de golpe y le doy un par de golpes suaves en la cara, plaf, plaf, marcando mis ganas. Vega sonríe jadeando, con la saliva escurriendo por la barbilla. Me agarra la base y cuando cree que voy a parar, le sujeto la cabeza y la aprieto contra mis huevos.
Se sorprende, suelta un gemido ahogado, pero enseguida chupa y absorbe con fuerza, llenándome de una presión deliciosa. Siento cómo su lengua juega, cómo me lame los huevos mientras me mira desde abajo, entregada, provocadora, guarra y preciosa.
El aire libre, el riesgo de que alguien pudiera vernos y su boca tragándoselo todo me vuelven loco.
Me arrodillo junto a ella, la agarro de la nuca y la beso con fuerza. Su boca está caliente, húmeda, con el sabor inconfundible de mi polla aún en sus labios enrojecidos. Ese sabor me enciende todavía más.
La tumbo sobre la arena, su melena oscura se esparce desordenada mientras me mira con los ojos brillantes de excitación. Sus tetas se estremecen con cada respiración acelerada; las junta con sus manos y me las ofrece, su voz ronca me pide:
—Chúpamelas…
Me inclino y muerdo sus pezones duros, los recorro con la lengua mientras los aprieto entre mis labios. Ella arquea la espalda, gime, su risa nerviosa se mezcla con jadeos urgentes.
Mis dedos bajan, se pierden en su sexo empapado. La noto ardiendo, húmeda, temblando al contacto. Juego con sus pliegues, abro despacio sus labios, froto su clítoris con movimientos circulares. Vega suelta un gemido más profundo, abre las piernas sin pudor, buscando más.
El mar de fondo, el viento sobre nuestros cuerpos desnudos y la arena pegándose a su piel hacen que todo sea más salvaje, más sucio y excitante.
La vuelvo a besar con hambre, mordiéndole el labio, y luego bajo despacio, recorriendo su vientre con la boca hasta quedar entre sus muslos abiertos. El calor de su sexo me envuelve antes siquiera de tocarla.
Me inclino y paso la lengua por toda su raja, desde abajo hasta arriba, saboreándola despacio. El gusto es salado, húmedo, caliente, inconfundible: puro sexo, puro deseo. Aspiro su olor fuerte, excitante, y me pongo más duro solo con eso.
Ella gime suave, hunde los dedos en mi pelo, me empuja contra su coño como si quisiera que desapareciera dentro de ella. Chupo sus labios, su clítoris, los alterno, jugando, lamiendo con avaricia.
De vez en cuando, dejo que mi lengua baje un poco más, hasta rozar su ano. En cuanto lo hago, su cuerpo se estremece, un espasmo involuntario la recorre. Sé que esa zona la vuelve loca, que es sensible, prohibida y excitante a la vez. Lo noto en cómo se aprieta, en cómo suelta un gemido más ronco, más sucio, cada vez que paso por ahí.
El contraste la descontrola: mi lengua en su clítoris, luego en su ano, después en todo su sexo, todo mezclado en un vaivén de placer que la tiene arqueando la espalda y jadeando con la boca abierta, perdida en la sensación.
Me coloco sobre ella, encajado entre sus muslos calientes, y meto las manos bajo sus rodillas. Al sentirlo, Vega se sorprende, pero se deja llevar. Con calma, levanto sus piernas hasta apoyarlas en mis hombros. Su respiración se acelera de golpe; la excita estar tan expuesta, tan abierta para mí.
La miro a los ojos y empujo. La punta de mi polla entra, húmeda, y con un gemido ronco de ella, la hundo hasta el fondo.
—¡Dios…! Está muy gorda… me llegas muy hondo… —jadea, con la voz rota de placer.
Empiezo a embestirla con fuerza, mi cuerpo golpeando contra el suyo. Sus tetas rebotan con cada arremetida, firmes y sudorosas, moviéndose a mi ritmo. Ella se estremece, gime con la respiración entrecortada, hasta que de pronto suelta una risa nerviosa y me empuja con las manos sobre el pecho.
—¡Para…! —ríe, jadeando—. Me estás reventando…
Se desliza ágilmente, cambiando de posición, y mientras se sube encima de mí, con la cara encendida y los labios húmedos, me suelta entre carcajada y jadeo:
—Creí que me la ibas a sacar por la boca…
Sus muslos se aprietan sobre mis caderas y me cabalga con hambre, todavía sonriendo por lo que acaba de decir, excitada y burlona al mismo tiempo.
Vega se aprieta contra mí con fuerza, restregándose, nuestros cuerpos mojados pegados, la piel vibrando en cada roce. De pronto, jadeando contra mi boca, me susurra:
—Hay un tío ahí… pero no para, nos está mirando.
Al principio pienso que bromea, pero escucho claramente pasos sobre la arena húmeda. Giro la cabeza y ahí está: un chaval de veintipocos, delgado, demasiado delgado, con la mano dentro del bañador. Nos observa sin vergüenza, acercándose lo justo para ver mejor.
—Joder… —murmuro, sin dejar de moverme dentro de ella.
Vega no se detiene, al contrario, me clava las uñas en la espalda, se pega aún más y, con la cara encendida, me susurra:
—No pares…
El chico se coloca justo enfrente, mirando sin tapujos. Incluso se inclina un poco, como queriendo ver cómo se la meto.
—Se está poniendo las botas… —le digo entre dientes.
Vega sonríe, húmeda de sudor y mar, los ojos brillando de excitación. —Déjale… que disfrute.
Su tono, su sonrisa, me encienden aún más. —Te pone, ¿eh? —le digo, notando cómo su coño me aprieta más fuerte.
—Mucho… estoy muy cachonda… —jadea, mordiéndose el labio.
La situación me excita más de lo que quiero admitir. No es solo el chaval mirándonos, es verla a ella, sabiendo que le gusta, que se entrega aún más porque alguien la está deseando. El chico sigue ahí, tocándose bajo el bañador, mirándonos como si no existiera nada más.
De pronto, Vega, con la voz ronca y temblando de placer, me suelta:
—Fóllame de espaldas
Se baja de encima de mí y se coloca en la arena, ofreciéndome el culo, arqueando la espalda. Yo me coloco detrás y la penetro de golpe, sintiendo cómo gime fuerte, sabiendo que el chico lo está viendo todo.
Lo miro Ahora se ha bajado el bañador. Su polla cuelga dura, aunque no es nada del otro mundo. Da un paso más cerca, lo justo para mirar mejor. Me tenso, pero no me detengo; Vega me grita de placer y eso me arrastra.
Ella, consciente de todo, se gira a medias, mirándole entre jadeos, y con un gesto de la mano le hace una señal clara: que no se acerque más.
—Mira cómo le pones… —le gruño, con rabia contenida, mientras mi polla entra todo lo que puede en su coño empapado.
Vega sonríe jadeante, esa risa rota de cachonda que me atraviesa entero. Su espalda se arquea, sus tetas tiemblan con cada embestida, y sus gemidos me enloquecen.
Entonces lo escucho: la arena cruje. El chico se mueve otra vez. Está tan cerca que casi oigo su respiración, rápida, caliente. Miro de reojo y lo tengo ahí, a un par de metros, la polla fuera, tiesa, cascándosela sin vergüenza.
Al oido le susurro a Vega:
—Te está poniendo mucho… ¿quieres ponerle más cachondo?
Ella ríe nerviosa, jadeando, y en un gesto descarado sigue de rodillas, pegando su espalda a mi pecho. Mi polla se le sale un instante, pero enseguida vuelvo a metérsela de un empujón. Ella echa los hombros hacia atrás, enseñándole las tetas al chico, mientras su coño queda abierto, tragándome lo entero a mi, a él, ofreciéndole una vista privilegiada.
Él no se mueve, pero no para de cascársela, rápido, frenético. El glande rojo brilla bajo el sol, los dientes apretados, el gesto desencajado por el ansia. Y aún así suelta, con la voz ronca, temblorosa:
—Qué buena está tu novia… estira su brazo intentando agarrar una teta a vega
Mi instinto me tensa, me entran ganas de saltar sobre él, pero Vega no duda ni un segundo:
—No. —jadea, clara, mirándole a los ojos.
Yo sigo dándole con rabia, mi pelvis golpeando su culo, mi mano enredada en su pelo. Ella gime más fuerte, el morbo la consume, el calor la hace temblar. El chico aprieta la polla con furia, sube y baja la mano frenético, los huevos tensos, respiración rota, está a punto de reventar.
—¿Puedo acercarme más? —pide entre gemidos.
Vega con su voz rota, sucia, provocadora:
—Acércate si quieres… pero no me toques.
Su tono es tan morboso que me parte en dos.
De pronto el chico gime, da un par de sacudidas más y estalla. Su semen salta en chorros blancos que caen a la arena, algunos rozando cerca de nosotros. El cabrón gruñe fuerte, con la cara desencajada, hasta exprimir la última gota.
Vega grita, sorprendida, ¡Joder! pero ese grito se convierte en placer puro. Su coño me aprieta de golpe, me estruja con fuerza descontrolada, sus piernas tiemblan y se cierran sobre mí. Se corre convulsionando, arqueándose, intentando tragarse mi polla otra vez.
Yo no aguanto más. Mi polla roza sus muslos empapados y exploto, corriéndome contra su piel caliente, manchándole la parte interna de los muslos. Mi leche se mezcla con sus jugos, chorreando hasta perderse en la arena.
El chico, aún jadeando, se sube el bañador con la mano pringada y sale corriendo por las dunas, sin mirar atrás.
Nos quedamos ahí, jadeando, con la piel pegajosa de sudor, sal y sexo. Vega se deja caer de lado sobre la toalla, medio riendo, medio exhausta. Yo apenas puedo respirar, el corazón aún martilleándome el pecho, con la imagen de ese cabrón corriéndose delante nuestra ardiéndome en la cabeza.
Vega de repente suelta una risa nerviosa:
—¿Lo has visto? …me ha dado en las tetas.
—¿te ha tocado las tetas?
—Nooo
Me incorporo, miro a lo lejos, pero el chico ya no está. Ella antes de limpiarse me enseña sus tetas y veo un resto blanco y húmedo sobre su pecho y su pezon luego se limpia con la toalla, divertida.
Me sorprendo a mí mismo pero al verlo me hace gracia.
—Eres Idota no te rías.— me dice ella también riendo—. ¡Qué cara de salido tenía!
La miro incrédulo, aún excitado, y respondo con media sonrisa torcida:
—¿Y tú? Que estabas súper cachonda…
Ella ríe, mordiéndose el labio mientras se recoloca el pelo mojado.
—Anda… ¿y tú qué? —me lanza la pulla, divertida—.
Me acerco, la miro serio un segundo y al final no aguanto la risa.
—Joder, es que me pone mucho cuando estás tan cachonda…
Ella sonríe, me acaricia la cara con los dedos húmedos y se ríe bajito, cómplice, mientras el sol nos quema la piel y el recuerdo de lo que acaba de pasar se queda suspendido entre los dos, a medio camino entre lo sucio y lo excitante.
Vega se queda dormida en el asiento del copiloto, con el pelo enredado por el viento y la piel aún oliendo a mar y a sexo. La miro de reojo y sonrío. Está preciosa, agotada, tranquila… como si nada hubiera pasado.
Yo, en cambio, no dejo de darle vueltas. Conduzco con las ventanillas bajadas y el aire fresco no logra despejarme del todo. Lo de hoy me ha puesto mucho, demasiado. Ese chico, mirándonos tan cerca, corriéndose a pocos metros, y Vega excitada hasta el límite… ha sido brutal. Pero mientras más lo pienso, más claro veo que estamos jugando con fuego.
Es exhibicionismo, sí. Es morbo, sí. Pero también es un riesgo. Porque hoy fue un chaval salido en una playa casi vacía, y Vega supo frenarle, dejar claro lo que quería y lo que no. ¿Y si la próxima vez alguien no entiende el límite? ¿Y si no respeta el “no”?
El corazón me late fuerte solo de imaginarlo. No quiero verla incómoda, ni mucho menos en peligro. Y, al mismo tiempo, no puedo negar que lo que sentimos los dos fue tan intenso porque él estaba ahí. Es esa contradicción la que me jode: entre el miedo y el deseo.
Sé que Vega lo disfruta, sé que a mí me enciende verla tan cachonda, tan desatada, pero también sé que esto tiene una frontera invisible. Hoy hemos estado a centímetros de cruzarla.
Acaricio el volante con los dedos y respiro hondo. El motor zumba, el cielo empieza a anaranjarse, y yo sigo dándole vueltas: ¿cuánto podemos estirar este juego sin romperlo todo? ¿Hasta dónde se puede llegar sin que deje de ser excitante y empiece a ser peligroso?
Miro otra vez a Vega. Duerme plácida, con una media sonrisa, como si lo supiera todo y no le preocupara nada. Y pienso: quizá sea yo quien tenga que poner los límites, aunque me muera de ganas de volver a repetirlo.
El camino sigue y yo no paro de darle vueltas. No me saco de la cabeza lo que pasó, ni lo que pudo haber pasado. Y me viene otra idea que me aprieta el pecho: ¿qué pasaría si, en lugar de pajeársela delante, ese tío hubiera intentado follársela?
Claro que me excita la fantasía, no voy a mentirme. Muchas veces lo he pensado: verla con otro, verla correrse mientras yo miro, incluso compartirla. Suena morboso, y en la teoría todo es fuego. Pero en la práctica… no estoy tan seguro. Creo que no lo soportaría. Y estoy casi convencido de que ella tampoco.
Porque lo de hoy fue un juego, un límite que tocamos sin cruzarlo. Nos encendió porque sabíamos que era solo eso: él mirando, ella disfrutando conmigo. Pero la idea de otro metiéndose dentro de ella… ahí ya no. Eso es otra cosa. Eso lo rompe todo.
Me froto la frente, como si el viento no bastara para despejarme. Sé que tengo que hablar con Vega. Pero hablar de verdad, no con las manos entre sus piernas ni con la polla dentro, sino con la cabeza fría. Poner palabras a lo que queremos y a lo que no. Porque si dejamos que todo se decida en el calor del momento, un día nos vamos a pasar de la raya.
La miro otra vez: duerme tranquila, la boca entreabierta, la respiración pausada. Parece ajena a mis tormentas. Pero yo sé que ella también piensa, que ella también mide, aunque luego se deje llevar. Y sé que, tarde o temprano, tenemos que hablar.
No para cortar el juego. Al contrario: para poder jugar sin miedo. Para que siga siendo nuestro, sin que nadie más lo pueda joder.