Fue justo al salir del hospital, tras una guardia de esas que te dejan el cuerpo doblado y el alma al ralentí.
Me quité la bata nada más terminar, guardándola a toda prisa en la taquilla, con el pelo recogido mal y el sujetador marcándome la piel por llevarlo más horas de la cuenta.
Eran casi las tres y media de la tarde. El sol picaba, pero no era lo que me quemaba: era el pensamiento de lo que venía después.
La promesa de la noche.
Cogí el coche desde el aparcamiento del hospital, el mismo de siempre, ese que conozco de memoria: salí por la calle Gladiolo, girando hacia la avenida de los Reyes Católicos.
Semáforo en rojo. Respiré hondo.
Bajé la ventanilla.
El aire olía a ciudad viva, a viernes con prisa, a fiestas a punto de estallar.
Continué recto, pasé por el parque Liana —los árboles ya daban sombra, y algún grupo ensayaba batucada bajo los porches—. Crucé la glorieta, subí por Alfonso XII y de ahí directo hacia la avenida de la ONU.
Cada curva me acercaba más a casa…
Y a mí misma.
Me quité la bata nada más terminar, guardándola a toda prisa en la taquilla, con el pelo recogido mal y el sujetador marcándome la piel por llevarlo más horas de la cuenta.
Eran casi las tres y media de la tarde. El sol picaba, pero no era lo que me quemaba: era el pensamiento de lo que venía después.
La promesa de la noche.
Cogí el coche desde el aparcamiento del hospital, el mismo de siempre, ese que conozco de memoria: salí por la calle Gladiolo, girando hacia la avenida de los Reyes Católicos.
Semáforo en rojo. Respiré hondo.
Bajé la ventanilla.
El aire olía a ciudad viva, a viernes con prisa, a fiestas a punto de estallar.
Continué recto, pasé por el parque Liana —los árboles ya daban sombra, y algún grupo ensayaba batucada bajo los porches—. Crucé la glorieta, subí por Alfonso XII y de ahí directo hacia la avenida de la ONU.
Cada curva me acercaba más a casa…
Y a mí misma.