Las fiestas de Mostoles este finde pasado

mostoles

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Fue justo al salir del hospital, tras una guardia de esas que te dejan el cuerpo doblado y el alma al ralentí.
Me quité la bata nada más terminar, guardándola a toda prisa en la taquilla, con el pelo recogido mal y el sujetador marcándome la piel por llevarlo más horas de la cuenta.
Eran casi las tres y media de la tarde. El sol picaba, pero no era lo que me quemaba: era el pensamiento de lo que venía después.
La promesa de la noche.
Cogí el coche desde el aparcamiento del hospital, el mismo de siempre, ese que conozco de memoria: salí por la calle Gladiolo, girando hacia la avenida de los Reyes Católicos.
Semáforo en rojo. Respiré hondo.
Bajé la ventanilla.
El aire olía a ciudad viva, a viernes con prisa, a fiestas a punto de estallar.

Continué recto, pasé por el parque Liana —los árboles ya daban sombra, y algún grupo ensayaba batucada bajo los porches—. Crucé la glorieta, subí por Alfonso XII y de ahí directo hacia la avenida de la ONU.
Cada curva me acercaba más a casa…
Y a mí misma.
 
La niña se quedaba con mi madre, que ya me esperaba con esa mirada de relevo, de “haz lo que no puedes hacer entre semana”.
El reloj del coche marcaba las 15:41 cuando aparqué en doble fila frente al portal.
Entré rápido, como si llevara fuego bajo la ropa.
Subí sin coger el ascensor. Dejé las llaves caer en el mueble del recibidor. El sujetador en el pasillo. Las bragas antes de llegar al dormitorio.
Y me metí en la cama sin mirar el móvil, sin cerrar del todo la persiana, con el calor de la ciudad aún pegado a los muslos.

Dormí desnuda.
Pero no era descanso.
Era preámbulo.

Desde el hospital hasta mis sábanas… recorrí más deseo que kilómetros. Patricia
 
La niña se quedaba con mi madre, que ya me esperaba con esa mirada de relevo, de “haz lo que no puedes hacer entre semana”.
El reloj del coche marcaba las 15:41 cuando aparqué en doble fila frente al portal.
Entré rápido, como si llevara fuego bajo la ropa.
Subí sin coger el ascensor. Dejé las llaves caer en el mueble del recibidor. El sujetador en el pasillo. Las bragas antes de llegar al dormitorio.
Y me metí en la cama sin mirar el móvil, sin cerrar del todo la persiana, con el calor de la ciudad aún pegado a los muslos.

Dormí desnuda.
Pero no era descanso.
Era preámbulo.

Desde el hospital hasta mis sábanas… recorrí más deseo que kilómetros. Patricia
No hay mas?!
 
Me cuesta hacerlo bien .
Me despertó el móvil vibrando con descaro sobre la mesilla.
La lluvia seguía golpeando la persiana, suave pero insistente, como si supiera que esta noche no iba a frenarnos nada.
Alcé la cabeza con pereza, el pelo aún revuelto de siesta, el muslo marcado por la arruga de la sábana…
y un cosquilleo tibio justo ahí, donde el sueño no consigue apagar las ganas.


En la pantalla: Ana.
Mi amiga del alma. Mi cómplice. Mi empujón.


—¿Sí…? —contesté con voz ronca.
—¡Despierta, Patri! ¡Que esta noche es sin maridos!
—¿Cómo que sin…?
—¡Lo que oyes! Marta, Eli y yo ya estamos quedando. Nada de hombres, nada de excusas. Ponte divina. Quiero verte con ese vestido negro y los labios rojos.
—¿Y los nuestros…?
—Con los suyos. Lejos. Hoy somos libres.
Y colgó.


Me quedé unos segundos tumbada, sintiendo el eco de sus palabras… justo donde más me ardía.
Libre.
Labios rojos.
Vestido negro.


Me levanté y fui directa al baño.
Encendí la luz amarilla del espejo, esa que me devuelve una versión de mí que solo saco cuando el deseo me puede.


Abrí el cajón y lo preparé todo como si fuera un ritual.
Me limpié el rostro con cuidado, dejé la piel desnuda, suave.
Y entonces, capa a capa, empecé a maquillarme como quien se desnuda al revés.


Párpados marcados con sombra cálida, oscura, seductora.
Un toque de iluminador en el hueso del pómulo, como si me besara la luz.
Y luego… el rojo.
Ese rojo que no es solo color: es promesa, advertencia, fuego en la boca.
Lo deslicé despacio, delineando con precisión, saboreando cada trazo.
Mis labios dejaron de ser labios.
Se convirtieron en destino.


Me puse el vestido negro.
Sin sujetador.
Las braguitas más finas.
Y los pezones duros bajo la tela aún sentían el eco de la siesta.


Me miré al espejo.
No era belleza.
Era hambre con forma de mujer.


Salí a la calle sin paraguas.
Que lloviera.
Que se mojara el vestido.
Que tú me vieras y no supieras si acercarte a mi boca…
o arrodillarte directamente ante ella.
 
La calle olía a tierra mojada y pólvora vieja.
Ese aroma que solo aparece en Móstoles cuando llueve sobre las fiestas.
Los charcos reflejaban luces de farolas, y mis tacones hacían ese clac clac sobre la acera que me gusta más que cualquier canción.
Iba sola.
Pero no me sentía sola.

Cada paso desde la avenida de la ONU hasta el piso de Ana en el Soto era como una provocación con piernas.
El vestido negro se me pegaba a los muslos por la humedad del aire, marcando más de lo que cubría.
Y los labios rojos…
no eran solo rojos.
Eran un aviso.

Cuando Ana me abrió, me miró de arriba abajo y soltó un silbido.

—Dios… estás para hacerle pecar hasta a un cura.
—¿Y tú qué crees que vengo a hacer esta noche?

Dentro ya estaban Eli y Marta, copas en mano, con esa mirada de cómplice peligrosa que solo se tiene cuando la noche promete libertades.
El salón olía a ginebra rosa, a perfume compartido y a ganas de hablar de cosas que no se dicen delante de los maridos.

Nos sentamos en la cocina, con música bajita, el portátil abierto y el tiempo detenido.
Yo me serví una copa.
Me senté cruzando las piernas, sabiendo que no llevaba sujetador, sintiendo la tela húmeda entre los muslos, y notando que la braguita —tan mínima— empezaba a empaparse… no por la lluvia.

Hablamos de todo.
Y de nada.
De lo que haríamos si esta noche no hubiera consecuencias.
Y entre carcajadas, Ana lo soltó:

—Vamos al Pradillo. Sin filtros. Sin ropa interior si hace falta.
—Yo ya he empezado —dije yo, levantando la copa y rozándome el muslo con la yema de los dedos.

Y en ese momento supe que no iba a ser una noche más.
Iba a ser esa noche.
La que luego se recuerda con una sonrisa lenta… y las piernas temblando.
 
La calle olía a tierra mojada y pólvora vieja.
Ese aroma que solo aparece en Móstoles cuando llueve sobre las fiestas.
Los charcos reflejaban luces de farolas, y mis tacones hacían ese clac clac sobre la acera que me gusta más que cualquier canción.
Iba sola.
Pero no me sentía sola.

Cada paso desde la avenida de la ONU hasta el piso de Ana en el Soto era como una provocación con piernas.
El vestido negro se me pegaba a los muslos por la humedad del aire, marcando más de lo que cubría.
Y los labios rojos…
no eran solo rojos.
Eran un aviso.

Cuando Ana me abrió, me miró de arriba abajo y soltó un silbido.

—Dios… estás para hacerle pecar hasta a un cura.
—¿Y tú qué crees que vengo a hacer esta noche?

Dentro ya estaban Eli y Marta, copas en mano, con esa mirada de cómplice peligrosa que solo se tiene cuando la noche promete libertades.
El salón olía a ginebra rosa, a perfume compartido y a ganas de hablar de cosas que no se dicen delante de los maridos.

Nos sentamos en la cocina, con música bajita, el portátil abierto y el tiempo detenido.
Yo me serví una copa.
Me senté cruzando las piernas, sabiendo que no llevaba sujetador, sintiendo la tela húmeda entre los muslos, y notando que la braguita —tan mínima— empezaba a empaparse… no por la lluvia.

Hablamos de todo.
Y de nada.
De lo que haríamos si esta noche no hubiera consecuencias.
Y entre carcajadas, Ana lo soltó:

—Vamos al Pradillo. Sin filtros. Sin ropa interior si hace falta.
—Yo ya he empezado —dije yo, levantando la copa y rozándome el muslo con la yema de los dedos.

Y en ese momento supe que no iba a ser una noche más.
Iba a ser esa noche.
La que luego se recuerda con una sonrisa lenta… y las piernas temblando.
Se la contaste a tu marido
.?!
 
La calle olía a tierra mojada y pólvora vieja.
Ese aroma que solo aparece en Móstoles cuando llueve sobre las fiestas.
Los charcos reflejaban luces de farolas, y mis tacones hacían ese clac clac sobre la acera que me gusta más que cualquier canción.
Iba sola.
Pero no me sentía sola.

Cada paso desde la avenida de la ONU hasta el piso de Ana en el Soto era como una provocación con piernas.
El vestido negro se me pegaba a los muslos por la humedad del aire, marcando más de lo que cubría.
Y los labios rojos…
no eran solo rojos.
Eran un aviso.

Cuando Ana me abrió, me miró de arriba abajo y soltó un silbido.

—Dios… estás para hacerle pecar hasta a un cura.
—¿Y tú qué crees que vengo a hacer esta noche?

Dentro ya estaban Eli y Marta, copas en mano, con esa mirada de cómplice peligrosa que solo se tiene cuando la noche promete libertades.
El salón olía a ginebra rosa, a perfume compartido y a ganas de hablar de cosas que no se dicen delante de los maridos.

Nos sentamos en la cocina, con música bajita, el portátil abierto y el tiempo detenido.
Yo me serví una copa.
Me senté cruzando las piernas, sabiendo que no llevaba sujetador, sintiendo la tela húmeda entre los muslos, y notando que la braguita —tan mínima— empezaba a empaparse… no por la lluvia.

Hablamos de todo.
Y de nada.
De lo que haríamos si esta noche no hubiera consecuencias.
Y entre carcajadas, Ana lo soltó:

—Vamos al Pradillo. Sin filtros. Sin ropa interior si hace falta.
—Yo ya he empezado —dije yo, levantando la copa y rozándome el muslo con la yema de los dedos.

Y en ese momento supe que no iba a ser una noche más.
Iba a ser esa noche.
La que luego se recuerda con una sonrisa lenta… y las piernas temblando.
Aquí va a arder Troya
 
La calle olía a tierra mojada y pólvora vieja.
Ese aroma que solo aparece en Móstoles cuando llueve sobre las fiestas.
Los charcos reflejaban luces de farolas, y mis tacones hacían ese clac clac sobre la acera que me gusta más que cualquier canción.
Iba sola.
Pero no me sentía sola.

Cada paso desde la avenida de la ONU hasta el piso de Ana en el Soto era como una provocación con piernas.
El vestido negro se me pegaba a los muslos por la humedad del aire, marcando más de lo que cubría.
Y los labios rojos…
no eran solo rojos.
Eran un aviso.

Cuando Ana me abrió, me miró de arriba abajo y soltó un silbido.

—Dios… estás para hacerle pecar hasta a un cura.
—¿Y tú qué crees que vengo a hacer esta noche?

Dentro ya estaban Eli y Marta, copas en mano, con esa mirada de cómplice peligrosa que solo se tiene cuando la noche promete libertades.
El salón olía a ginebra rosa, a perfume compartido y a ganas de hablar de cosas que no se dicen delante de los maridos.

Nos sentamos en la cocina, con música bajita, el portátil abierto y el tiempo detenido.
Yo me serví una copa.
Me senté cruzando las piernas, sabiendo que no llevaba sujetador, sintiendo la tela húmeda entre los muslos, y notando que la braguita —tan mínima— empezaba a empaparse… no por la lluvia.

Hablamos de todo.
Y de nada.
De lo que haríamos si esta noche no hubiera consecuencias.
Y entre carcajadas, Ana lo soltó:

—Vamos al Pradillo. Sin filtros. Sin ropa interior si hace falta.
—Yo ya he empezado —dije yo, levantando la copa y rozándome el muslo con la yema de los dedos.

Y en ese momento supe que no iba a ser una noche más.
Iba a ser esa noche.
La que luego se recuerda con una sonrisa lenta… y las piernas temblando.
Me encanta como escribes, tienes una forma muy peculiar, deseando seguir sabiendo más de esta historia/vivencia
 
La tercera copa ya me subía por las piernas.
La música retumbaba en la plaza, la ropa me pesaba de humedad y de deseo mal contenido.
Ana ya no estaba. Marta tampoco.
Eli desapareció sin decir nada, como si la arrastrara la fiesta por las muñecas.
Y yo me quedé con la copa medio vacía, la mirada llena de alcohol y la boca sedienta de otra cosa.

Fue entonces cuando se acercaron.
Tres.
De unos cuarenta y pocos, quizás más.
Camisa bien metida, colonia densa, sonrisas entrenadas.
Pero él…
Él tenía ese gesto que no compite.
Ese saber estar que no baila, pero te invita sin moverse.

—¿Os falta algo en esas copas? —dijo uno de ellos, el más hablador.
—Nos sobran ganas —respondí sin pensar, con una media sonrisa.
Se rieron.
Y él me miró.
No a la cara.
A los labios.
A ese rojo que me había puesto sabiendo que acabaría manchado.

Nos invitaron.
Aceptamos.
No por la copa.
Por el juego.

Nos quedamos charlando bajo la lona de una de las casetas, la lluvia volviendo suave, como un telón fino que no impedía nada.
Él se llamaba Javi.
O eso dijo.
Me habló de música, de lo mal que sonaba todo esa noche, de cómo las fiestas ya no eran lo que eran.
Pero sus ojos…
decían otra cosa.

Y yo los escuchaba.
Mientras veía cómo giraba su vaso entre los dedos.
Y cómo ese anillo brillaba con cada gesto.

No quise preguntar por él.
Ni por ella.
Quise probar qué pasaba si me acercaba un poco más.

Lo hice.

—¿Tienes frío? —me dijo, al notarme un leve escalofrío.
—No. Tengo calor… en el sitio equivocado —le respondí, casi sin voz.

No respondió.
Pero bajó la vista a mis piernas.
El vestido mojado ya no disimulaba nada.
Las braguitas estaban de adorno.
Y yo…
yo solo pensaba en cuánto tardaría en cerrar los ojos si su boca se acercaba a la mía.

La música seguía.
La lluvia también.
Pero yo ya no escuchaba nada.

Solo mi cuerpo.
Y el anillo que no dejaba de tentarme.
 
Nos quedamos bajo la lona, con la copa aún a medio terminar, mientras la lluvia caía tan despacio que parecía un suspiro del cielo.
Javi hablaba con voz baja, casi como si tuviera miedo de romper algo en mí.
Y yo fingía escuchar, cuando en realidad lo estaba desvistiendo con los ojos.
El anillo en su mano me quemaba.
Dorado. Simple.
Pero lo suficientemente claro como para saber que pertenecía a otro mundo.
Uno al que esa noche, él ya no quería volver.
Entonces fue él quien se giró hacia mí.
Y clavó la mirada en mi mano.
En mi dedo.
—Tú también lo llevas —dijo, sin ironía, sin culpa.
Miré mi propio anillo.
Brillante, discreto.
Como tantas cosas que una guarda, que una ama…
y que esa noche había dejado en pausa.
—Sí —contesté.
Nada más.
Porque no hacía falta.
Hubo un silencio.
Ni incómodo, ni triste.
Un silencio que olía a decisión compartida.
A dos cuerpos que sabían que no eran libres…
pero esa noche sí lo serían.
—¿Te apetece andar un poco? —preguntó, sin tocarme.
—¿A dónde?
—Donde no haya ruido —dijo él.
—Ni testigos —añadí yo.
Caminamos bordeando la plaza, cruzamos junto al parque Cuartel Huerta, donde los bancos estaban mojados y las luces parecían respirar más lento.
El vestido me rozaba los muslos con cada paso.
Y yo sentía que no caminaba:
me deslizaba hacia algo inevitable.
Nos detuvimos junto a un muro bajo de ladrillo, casi cubierto por la hiedra.
La lluvia fina nos empapaba el pelo.
Las pestañas.
El silencio.
—¿Alguna vez has hecho algo así? —preguntó él, con la voz grave, apenas audible.
—No —dije yo.
—¿Y por qué ahora?
—Porque esta noche… no soy la de siempre.
Me miró.
Bajó los ojos.
Volvió a mi boca.
Y luego a mi mano.
Ese anillo.
Y el suyo.
—Nadie va a saberlo —susurró.
—Solo tú y yo —respondí, bajándome un poco el escote con los dedos húmedos.
Y entonces se acercó.
Me rozó la boca.
Y ahí, en ese roce, no había culpa.
Solo ganas.
Ganas atrasadas.
Ganas que sabían que no se repetirían.
Con el anillo puesto… y la fidelidad temblando entre las piernas. Patricia
 
Su aliento me acariciaba los labios, cálido, lleno de ginebra y algo más oscuro… más íntimo.
No me besaba.
Todavía no.
Estaba probando el filo del límite, y yo… ya me había cruzado al otro lado.
Su mano subió por mi muslo con una lentitud indecente, como si buscara cada gota de humedad, cada estremecimiento, cada sí que yo aún no había pronunciado.
No lo necesitaba.
Mi cuerpo ya hablaba por mí.
Me empujó suavemente contra el muro.
La piedra estaba fría, áspera, y ese contraste con la calidez de su cuerpo me hizo cerrar los ojos un segundo.
Un segundo que se alargó, húmedo, mientras su dedo índice deslizaba la tela del vestido hacia arriba.
Y yo…
yo abrí las piernas.
Como si llevara toda la vida esperando que alguien me leyera así: sin palabras, sin dudas, sin freno.
—No llevas nada debajo —susurró contra mi oído.
—¿Lo dudas?
No respondió.
Solo metió la mano.
Y la yema de su dedo me encontró como yo ya sabía: empapada.
Pero no de lluvia.
De ganas.
No me besó la boca.
Me besó el cuello.
Despacio.
Con esa boca tibia que parecía querer marcar cada vértebra.
Y yo me arqueé.
No por placer.
Por necesidad.
Porque el anillo en su dedo rozaba mi piel mientras su otra mano me abría por completo.
Mi respiración ya no era disimulada.
Era hambre pura.
En medio de una fiesta.
En mitad de Móstoles.
Con la orquesta sonando lejana y las luces colándose entre las hojas mojadas del parque.
Yo, con las piernas abiertas, con los labios rojos corridos, con mi fidelidad goteando entre sus dedos.
—¿Sabes que esto no va a repetirse? —me dijo al oído, mientras me acariciaba con la precisión de alguien que ya me había imaginado muchas veces.
—Por eso… no me lo guardes.
Dámelo todo.
Y me lo dio.
Con los dedos.
Con la boca.
Con ese silencio que no necesita permiso.
 
Su mano no buscaba… decidía.
No era una caricia tímida, ni un tanteo nervioso.
Era certeza.
De esas que solo tiene quien ha vivido demasiado…
o ha esperado mucho.
Me abrió con los dedos como quien desenvuelve algo prohibido.
Y al sentir la yema rozar el centro exacto de mí, ese punto húmedo y tembloroso, se me escapó un gemido bajo, roto, como si por fin alguien hubiera pulsado la nota que yo no sabía guardar.
—Estás...
—No lo digas —le corté—. No pongas nombre a esto.
Porque si decía lo que sentía, lo que estaba tocando, se rompía el hechizo.
Y yo no quería palabras.
Quería el roce.
El aliento.
La tensión de estar en mitad del mundo con las piernas abiertas…
y un desconocido que no me preguntaba nada, pero lo entendía todo.
Bajó la cabeza.
Pensé que iba a besarme.
Pero no la boca.
Se arrodilló.
Allí, en el sendero mojado, con el barro en los pantalones y la noche en los ojos.
Me sujetó de las caderas y hundió el rostro entre mis muslos.
Sin avisar.
Sin pedir.
Como si esa boca hubiera nacido para beberme.
Y yo…
me abrí.
Me dejé.
Le ofrecí todo.
La lengua dibujó círculos tan lentos que me temblaron los párpados.
Después, un ritmo más firme, húmedo, preciso.
Y ese anillo…
rozándome el interior del muslo mientras su dedo me sostenía.
Una joya que debería recordarme quién era…
y solo conseguía excitarme más.
Me corrí sin miedo.
No grité.
Gemí con la boca cerrada y los ojos muy abiertos, mirando al cielo, a la lluvia que volvía fina, cómplice, lavándome la piel sin limpiar nada por dentro.
Cuando se levantó, me besó la comisura de los labios.
Solo ahí.
Como si cerrara un círculo.
Como si supiera que lo que habíamos hecho… no necesitaba más.
No hablamos.
Nos miramos.
 
Me encantan tus vivencias, además me gustan aún más, al recorrer esa ciudad que tanto tiempo me acogió, es como si estuviera viendo tus recorridos, espectacular, muchas gracias
 
El alcohol subió más de golpe.
No por la cantidad, sino por el momento.
Por su boca aún húmeda en mi piel, por mis bragas olvidadas, por esa mezcla entre la lluvia y el deseo que ya no sabía de dónde venía.
Y entonces…
me agaché.
A hacer lo prohibido.
No lo pensé.
Ni lo planeé.
Solo me dejé llevar por el impulso de devolverle cada gemido, cada roce, cada latido que me había provocado.
Me arrodillé en el suelo mojado, con las rodillas empapadas, la cara a la altura exacta de su tentación.
Sus ojos se clavaron en los míos.
No de sorpresa.
De puro fuego.
Desabroché su pantalón sin mirarlo, solo escuchando cómo su respiración se rompía por momentos.
Él no me tocó.
No se atrevió.
O quizá entendía que ese instante era mío.
Su erección estaba dura, vibrante, palpitando con el mismo ritmo que yo aún sentía en mi lengua.
Lo saqué con cuidado, como si lo descubriera en mitad de una confesión.
Estaba tibio, tenso, perfecto.
Lo rodeé con los labios sin prisa, sin hambre falsa, con esa lentitud que solo tiene quien disfruta… de verdad.
El sabor era mezcla de lluvia, piel y urgencia.
Y yo me movía despacio, como si quisiera quedarme allí toda la noche, con su cuerpo entrando en mi boca, con el anillo aún brillando sobre mi cabeza como una advertencia que ya no me importaba.
No gemía.
Respiraba fuerte.
Se apoyó en la pared para no caer.
Mi lengua dibujó círculos, subidas, bajadas, presión.
Lo envolví con la boca y la mirada fija en la suya.
Quería que lo recordara.
No como un error.
Como una escena.
Como esa noche en Móstoles, bajo la lluvia, cuando una desconocida se arrodilló sin pedir nada a cambio…
solo por el placer de hacerlo temblar.
 
El alcohol subió más de golpe.
No por la cantidad, sino por el momento.
Por su boca aún húmeda en mi piel, por mis bragas olvidadas, por esa mezcla entre la lluvia y el deseo que ya no sabía de dónde venía.
Y entonces…
me agaché.
A hacer lo prohibido.
No lo pensé.
Ni lo planeé.
Solo me dejé llevar por el impulso de devolverle cada gemido, cada roce, cada latido que me había provocado.
Me arrodillé en el suelo mojado, con las rodillas empapadas, la cara a la altura exacta de su tentación.
Sus ojos se clavaron en los míos.
No de sorpresa.
De puro fuego.
Desabroché su pantalón sin mirarlo, solo escuchando cómo su respiración se rompía por momentos.
Él no me tocó.
No se atrevió.
O quizá entendía que ese instante era mío.
Su erección estaba dura, vibrante, palpitando con el mismo ritmo que yo aún sentía en mi lengua.
Lo saqué con cuidado, como si lo descubriera en mitad de una confesión.
Estaba tibio, tenso, perfecto.
Lo rodeé con los labios sin prisa, sin hambre falsa, con esa lentitud que solo tiene quien disfruta… de verdad.
El sabor era mezcla de lluvia, piel y urgencia.
Y yo me movía despacio, como si quisiera quedarme allí toda la noche, con su cuerpo entrando en mi boca, con el anillo aún brillando sobre mi cabeza como una advertencia que ya no me importaba.
No gemía.
Respiraba fuerte.
Se apoyó en la pared para no caer.
Mi lengua dibujó círculos, subidas, bajadas, presión.
Lo envolví con la boca y la mirada fija en la suya.
Quería que lo recordara.
No como un error.
Como una escena.
Como esa noche en Móstoles, bajo la lluvia, cuando una desconocida se arrodilló sin pedir nada a cambio…
solo por el placer de hacerlo temblar.
Ojala a ver sido tu testigo, consentido... para apartarte el pelo.... en tu empeño...
 
No dijo nada.
Solo me ayudó a levantarme, sus manos firmes en mis axilas, como si no quisiera soltarme todavía.
Yo tenía las rodillas mojadas, la boca tibia, el deseo latiendo en las piernas.
Y él… una tensión en el cuerpo que ya no sabía contener.


Cruzamos el parque en silencio, sin más sonido que la lluvia suave golpeando las hojas.
En una calle lateral, encontramos un portal abierto, antiguo, con buzones de metal y suelo de baldosa fría.
Él empujó la puerta.
Y yo entré.
Con la certeza de que todo lo que pasara dentro… me marcaría.


Me giró con decisión.
La espalda contra la pared helada, el cuerpo temblando.
Subió mi vestido de un tirón, sin palabras, sin ternura.
Y yo no se lo pedí.
Porque no la quería.


Me levantó una pierna, la enganchó en su cadera, y me penetró de una.
Sin barrera.
Sin pausa.
Con esa violencia deliciosa que no duele… pero abre.


Solté un gemido apagado.
Sentí el calor de su cuerpo entrando, llenándome, rompiéndome por dentro de gusto.
La humedad bajaba por mis muslos, mezclada con su respiración agitada.
Me embestía con fuerza, con rabia, como si no tuviéramos tiempo, ni permiso, ni mañana.


Yo me aferré a su cuello.
Él me sujetaba por la cintura.
Y cada vez que entraba, me temblaba el alma.


Hasta que lo noté.
Ese momento.
El cuerpo tenso.
Los dedos clavados.
El gemido contenido en la garganta.


Y se corrió.


Dentro.
Profundo.
Caliente.
Dejándome abierta, húmeda, vacía y plena.


Pero no se apartó del todo.
Me miró con los ojos nublados.
Tomó mi mano derecha.
La que aún tenía el anillo.


Y ahí, con el cuerpo aún palpitando, dejó caer el resto sobre mis dedos.


Un hilo caliente, espeso, que resbaló entre mis nudillos, marcando el dorado.
El símbolo.
El compromiso.
El límite.


—Ya te he marcado —susurró.
Y entonces sí me besó.
Pero no la boca.
La mano.
Justo sobre el anillo manchado.


No respondí.
Solo respiré.
Sentí.


Sabía que saldría de ese portal con las piernas temblando.
El interior aún tibio.
Y ese anillo brillando distinto
 
No dijo nada.
Solo me ayudó a levantarme, sus manos firmes en mis axilas, como si no quisiera soltarme todavía.
Yo tenía las rodillas mojadas, la boca tibia, el deseo latiendo en las piernas.
Y él… una tensión en el cuerpo que ya no sabía contener.


Cruzamos el parque en silencio, sin más sonido que la lluvia suave golpeando las hojas.
En una calle lateral, encontramos un portal abierto, antiguo, con buzones de metal y suelo de baldosa fría.
Él empujó la puerta.
Y yo entré.
Con la certeza de que todo lo que pasara dentro… me marcaría.


Me giró con decisión.
La espalda contra la pared helada, el cuerpo temblando.
Subió mi vestido de un tirón, sin palabras, sin ternura.
Y yo no se lo pedí.
Porque no la quería.


Me levantó una pierna, la enganchó en su cadera, y me penetró de una.
Sin barrera.
Sin pausa.
Con esa violencia deliciosa que no duele… pero abre.


Solté un gemido apagado.
Sentí el calor de su cuerpo entrando, llenándome, rompiéndome por dentro de gusto.
La humedad bajaba por mis muslos, mezclada con su respiración agitada.
Me embestía con fuerza, con rabia, como si no tuviéramos tiempo, ni permiso, ni mañana.


Yo me aferré a su cuello.
Él me sujetaba por la cintura.
Y cada vez que entraba, me temblaba el alma.


Hasta que lo noté.
Ese momento.
El cuerpo tenso.
Los dedos clavados.
El gemido contenido en la garganta.


Y se corrió.


Dentro.
Profundo.
Caliente.
Dejándome abierta, húmeda, vacía y plena.


Pero no se apartó del todo.
Me miró con los ojos nublados.
Tomó mi mano derecha.
La que aún tenía el anillo.


Y ahí, con el cuerpo aún palpitando, dejó caer el resto sobre mis dedos.


Un hilo caliente, espeso, que resbaló entre mis nudillos, marcando el dorado.
El símbolo.
El compromiso.
El límite.


—Ya te he marcado —susurró.
Y entonces sí me besó.
Pero no la boca.
La mano.
Justo sobre el anillo manchado.


No respondí.
Solo respiré.
Sentí.


Sabía que saldría de ese portal con las piernas temblando.
El interior aún tibio.
Y ese anillo brillando distinto
Es un gesto esclarecedor y bonito.. el del destino de ese anillo... me hubiera gustado poder besartelo...
 
Y aún no había terminado.
Me giró.
Las manos contra la pared, el pecho desnudo de aire, el cuerpo expuesto.
Me subió el vestido sin cuidado, como si ya no importara proteger nada.
Volvió a mí.
Pero esta vez, buscó otro lugar.
Me abrió con los dedos, bajó su sexo hasta donde nunca nadie había llegado sin ternura.
Y empujó.
Entró lento, firme.
Yo gemí, con los labios apretados y los ojos fijos en mi propia mano,
esa que aún tenía el anillo brillante y ahora…
chorreante.
Mientras él me llenaba por detrás,
yo observaba cómo su esperma y mi flujo se mezclaban en mi dedo.
Cómo caía una gota desde la base del anillo, bajando por la muñeca, marcando un camino húmedo.
Y mientras tanto, su sexo latía dentro de mí, hinchándose con cada empuje, estirándome más, haciéndome suya… en lo más prohibido.
Cada embestida era más honda.
Más desesperada.
Y mi cuerpo, más abierto.
Más entregado.
Más suyo.
Hasta que en un último golpe, profundo y tembloroso,
se corrió dentro.
Lo sentí como un estallido de calor que no se detenía.
Sus caderas pegadas a las mías, su sexo palpitando en lo más íntimo de mí.
Y de nuevo… el goteo.
Esa mezcla densa, cálida, imposible de ignorar, empezó a bajar desde mi interior,
resbalando por mi piel,
marcando mis muslos.
Manchándome como solo lo hace lo que no debe pasar…
pero pasa.
Y yo, con la frente apoyada en la pared,
miraba mi anillo.
Ese que una vez representó promesas limpias…
y ahora estaba cubierto de placer.
De culpa.
De algo que ya no podría contar.
Solo recordar.
 

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