La Vanidad de Ana

tanatos12

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25 Jun 2023
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Hola!
Voy a publicar esta historia que escribí hace un tiempo.
Había publicado un capítulo y ha sido borrado, creo. Publico ahora entonces los dos primeros.
Espero les guste a aquellos que aún no lo hayan leído.


IMG_1813.JPG



CAPÍTULO 1


Lunes, 2 de agosto.
23:45 de la noche.


Recostado sobre una vetusta y chirriante silla de playa admiraba las estrellas. Sentía el césped acariciando la planta de mis pies descalzos mientras me culpaba por no ser apenas capaz de ubicar Venus, Júpiter y un punto de luz nítido que quizás fuera Arturo.

A mi lado, y sobre similar mecedora, mi cuñado David degustaba un gin-tonic con una calma solemne. De fondo canto de grillos y chicharras; sonidos varios que me daban la paz que a él le daba su bebida. Sobre nosotros un aire espeso que solo por momentos permitía apreciar y no maldecir.

—Mañana salimos con el barco. Va a haber buena mar —dijo él, como en una propuesta cerrada, sabedor de que yo siempre me iba a adherir a su plan, pues ambos éramos conocedores, un año más, de que mi estancia de dos semanas en la casa de la familia de mi mujer se caracterizaría por un dolce far niente, en mi opinión, más que merecido.

Se alternaban momentos de largos silencios con otros de cháchara incorregible de mi interlocutor. Yo alzaba la vista, en una mezcla de cansancio y de paz, y mis ojos se perdían en la piscina, iluminada por sus focos sumergidos, y si oteaba más allá mi mirada alcanzaba la casa. “La casa”, siempre llamada así por mis suegros, y en herencia de término y disfrute también por sus cuatro hijas.

“Cuatro hijas. Nada menos”, reflexionaba yo mientras David me hablaba de cómo le había ido a su empresa aquel año: “Siempre beneficios, más o menos, menos o más, pero siempre hacia arriba”, se repetía casi más para sí. Y mientras yo pensaba en las cuatro hijas de aquella casa, precisamente una de ellas, Belén, nos obsequiaba de pronto con su presencia, de manera súbita y fugaz.

Era como si no hubiera pasado el tiempo, un año entero desde mis últimas vacaciones allí, y es que casi podía saber con exactitud qué pasaría en aquella casa en cada momento. Los automatismos. Y es que Belén, la mayor, la más esbelta, con su pelo oscuro y rizado, no demasiado largo, se deslizaba por el borde de la piscina en unos shorts y una camiseta sin mangas que lucía con gracia juvenil a pesar de pasar ya de los cuarenta, y dejaba caer un par de frases, para después posar un pico en los labios de su corpulento marido, el cual apenas se inmutaba, impertérrito, como una especie de rey león frente a su dominio.

Ella iniciaba el camino de vuelta, presta para dormir, cuando David masculló algo que tardé unos segundos en comprender:

—Está demasiado delgada —quedó finalmente resonando en mi cabeza.

—Bah, está estupenda —respondí, utilizando una palabra que me sonó extraña en mí.

—El culo aún lo aguanta, por el gimnasio, pero se está quedando sin tetas —analizaba él a su mujer, como si tal cosa, y a mi mente venía la imagen de sus brazos fibrosos, reveladores de un invierno de bastante ejercicio.

—¿Ana viene el viernes, entonces? —prosiguió él, preguntando por mi mujer.

—Sí, bueno, intentará escaparse el jueves, pero no creo…

—¿La tienen puteada o qué?

—Bueno. Agosto. Inmobiliaria. Imagínate.

David se mantuvo en silencio. Yo sabía que despreciaba el trabajo de Ana y que se mordía la lengua por no sacar el tema. No tenía, digamos, una gran relación con mi mujer. Yo lo asumía. Él era mi cuñado, tampoco mi amigo. Y no llegaba al punto de constituir mayor problema.

—No sé qué pinta ahí —dijo finalmente, sucumbiendo a la tentación de su propia esencia—. Es una conformista. Mira tú, te estaban jodiendo en aquel curro y te montaste… el…

—El estudio de arquitectura.

—Eso, joder.

Se hizo otro silencio. Yo no me veía en la necesidad de defender a Ana. Tampoco había nada que defender: a su anterior empresa le había ido mal y llevaba unos años en una inmobiliaria, nada que ver con su carrera, ni con su formación, pero una vez fuera de la rueda de la consultoría no le estaba resultando fácil volver.

—Hay que emprender, joder. Mira yo —insistía, casi enervado—. Ni estudié ni nada. Todo con mis manitas. De cero —decía, mirándose las manos como si no hablara en sentido figurado y hubiera construido su empresa de logística ladrillo a ladrillo.

—Bueno, te pudo haber salido mal… No digo que hayas tenido suerte, pero…

—Al menos es la que está más buena —soltó entonces, sin haber escuchado mi anterior frase siquiera, y haciendo contonear los hielos de su copa ya vacía de líquido.

Lo miré. Allí. Sentado a medio metro de mí. En casi idéntica posición. Frente a la piscina. Frente a la casa. En bañador y camiseta.

—¿Qué? ¿Te parece mal? —preguntó encogiéndose de hombros.

—No. ¿Por qué me lo iba a parecer?

Él estiró entonces sus piernas, clavando un talón en la hierba y montando un tobillo sobre el otro, y prosiguió:

—Es que incluso la gemela es, pero no es. No sé si me explico.

—Bueno, es que Marta es muy dejada. Son el día y la noche —respondía yo, refiriéndome a la gemela de mi mujer, que se parecía bastante a ella: alta, con pelo rizado, oscuro y largo, poderosa si bien grácil a la vez; pero tan cabra loca, en su forma de ser, en su forma de vestir, que uno quizás no las vincularía si no fuera conocedor de su parentesco.

—Eso es. Justamente… El día y la noche. La pija y la hippie. Mira, la cuarta en discordia —dijo entonces mi cuñado, cruzando y descruzando las piernas.

—¿Qué? —pregunté intrigado, al tiempo que comprendía a qué se refería, y es que nuestra paz se veía alterada entonces por la presencia de Lucía y de su recién estrenado novio.

—¿Cómo se llama ese?

—¿El novio de Lucía? —inquiría yo con una obviedad, mientras ellos, cada uno con su toalla al hombro, y sin saludar, pues ya lo habían hecho horas antes, parecían dispuestos a darse un baño nocturno.

—Sí, el surferito ese.

—Albert.

—¿Albert? ¿Se llama Albert? Pues Alberto para mí entonces —dijo, lleno de razón, y a los pocos instantes le llamó, en un grito contenido, pronunciando una “o” final impecable.

El chico, ya sin la camiseta puesta y con las manos en las escaleras de la piscina, miró hacia nosotros, con cara asustadiza, mientras Lucía ya se metía en el agua con un sigilo obligado, por la hora, derivado de los usos y costumbres.

—Ven. Alberto. Ven —dijo David, serio, pero yo sabía que sonreía por dentro.

El chico abandonaba a su novia y a la piscina y caminaba hacia nosotros, sumiso y expectante.

—Le doblo la edad y es mi casa. Qué cojones —susurró mi cuñado.

—En tal caso será la casa de Belén —le dije mientras aquel chico de pelo rubio y ojos azules, moreno, esculpido y en la plenitud que solo dan los veinte años, se cuadraba ante dos hombres, uno borracho y otro cansado.

—Chaval. Alberto. ¿Sabes hacer un gin-tonic? —le espetó.

—Sí. Claro —respondió con seriedad y con una sorprendente voz varonil.

—Pues hazme el favor, anda —decía David, alargando su brazo para que se hiciera con su vaso.

El chico no exteriorizó malestar alguno, ni por la orden ni por la sorna, y se hizo con la copa de David, dispuesto a entrar en la casa y cumplir con el cometido. Mientras, Lucía, la menor de las hermanas, un claro y entre comillas error, pues era dieciséis años más joven que Marta y Ana y veinte más joven que Belén, observaba la escena plasmando su propia personalidad en aquella conducta: desidia, silencio y apatía.

—Coño, Sergio. No te pregunté si querías algo.

—No, no, qué va. Me iré a dormir en seguida. Estoy cansado del viaje.

—¡Hostia! ¿has visto eso? —preguntó interrumpiéndome, bastante exaltado, pero en un susurro.

Y yo entonces le miré, y vi que sus ojos iban hacia la casa, y solo vi que Albert entraba y que Belén salía.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —cuestioné extrañado.

—Joder, que qué pasa. Que menudo repaso le acaba de pegar a mi mujer. ¿Y esta no se iba a dormir?

Yo le miraba. Y después miraba a Belén que se agachaba al borde la piscina y le decía algo a Lucía.

—¿Repaso? La habrá mirado. Yo qué sé —dije entonces.

—No, no. Hazme caso. Uff… qué bueno —resoplaba David, de golpe inquieto como un niño.

—¿Pero qué bueno el qué? —casi reí de la curiosidad y por verle así.

Belén volvía entonces a la casa y mi cuñado maldecía, hablando para sí:

—No, no… quédate… joder… quédate, Belén, que te mire otra vez… —susurraba y aquello ya me empezaba a dar un mal rollo extraño.

—Estás mal de la cabeza, David.

—Ya… ya… Mira, cuando Albertito el salido me traiga la copa… igual me vengo arriba y te cuento mi… nuestro… último añito. Vas a alucinar. Pero es secreto. No me jodas y me descubras que Belén me mata.






CAPÍTULO 2


Una luz que salía del suelo y un pequeño temblor a mis pies me indicaban que mi teléfono quería captar mi atención. Dejé caer mi brazo hasta recogerlo al tiempo que le daba vueltas a aquel secretismo de mi cuñado.

—Hay pelea hoy —dijo precisamente David.

—¿Ah, sí? ¿Quiénes? —pregunté, y mientras él enumeraba unos nombres de boxeadores, para mí desconocidos, comprobaba que era Ana quién me había escrito.

Era curioso, y a la vez maravilloso, pues a pesar de llevar doce años casados, de tanto en cuando, me volvía a subir un no sé qué por el cuerpo cuando veía su nombre en la pantalla de mi teléfono. Como así fue aquella vez.

—¿A qué hora es? ¿Te vas a quedar a verlo? —le preguntaba a mi cuñado y a la vez leía que mi mujer había llamado a nuestro hijo, que estaba de campamento, y me contaba que lo estaba pasando bien. Y David me indicaba la hora y me decía que sí lo vería, al tiempo que me entraba otro mensaje, largo, también de Ana, que constituía lo que llamábamos el mensaje especial; y es que, una vez por semana, ella o yo, escribíamos un mensaje con tintes melosos, cariñosos, en una suerte de extraña rutina. Y no había obligación de respuesta, pero siempre la había, y yo quería responder, pero en aquel momento sabía que no me concentraría lo suficiente como para escribir lo que ella merecía; así es que me dije que lo haría después, ya desde la cama, para que ella lo leyera al día siguiente, antes de ir a trabajar.

—Graciass amigou —escuché de repente a mi lado, y mi cuñado recibía la copa de un silencioso Albert, y se lo agradecía de aquella forma cómica, o eso pretendía él, fingiendo un acento inglés, quién sabe por qué.

El chico se iba hacia la piscina, al encuentro de una Lucía que parecía jugar, aburrida, a aguantar bastante tiempo sin respirar bajo el agua, y yo miraba el gin-tonic de David, deseando que confesara su secreto antes de terminarlo.

—¿Quién era? ¿Ana? —preguntó tras un pequeño sorbo.

—Sí. Nada. Que habló con el crío.

—¿Qué edad tiene ya? ¿Ocho? ¿Nueve?

—Once.

—No jodas… —respondía, allí apoltronado, y volvía a beber.

—Ya ves.

—No sé por qué os disteis tanta prisa. Mira yo, sin hijos. Ni ganas. Os perdisteis lo mejor —sentenció, siempre lleno de razón.

—No fue prisa. Ya sabes que salió así. Y bien que salió —respondí, si bien no era mentira que todo se había precipitado de manera imprevista: Ana y yo nos habíamos conocido gracias a un amigo común cuando ambos teníamos veinticinco años; apenas un par de meses de novios y se había quedado embarazada por un desliz, pero teníamos tan claro lo que sentíamos que decidimos casarnos y tener al niño. En menos de un año desde que la había conocido me había casado y era padre.

—Os perdisteis lo mejor —insistió, en una trampa común en él, buscando que yo rebatiera. Y yo quería hablar de su secreto, no de mí, pero sucumbí:

—¿Por qué? —pregunté.

—Joder porque os perdisteis esos meses en los que una pareja se come todo.

—¿Se come todo?

—Sí… esos meses… Puede durar incluso más de un año… en los que… la tocas, y te toca, ojo, con un dedo aunque sea, y te pones loco… Esos meses que se folla a todas horas y en todas partes… Ya sabes.

Me quedé un instante en silencio. Sabía a lo que se refería y nunca lo había reflexionado, pero sí era cierto que su embarazo había paralizado aquella época, época que después no había vuelto nunca.

—Oye, ¿y tu secreto qué? —dije, pues no quería seguir hablando de mí.

David miró entonces a su copa, al trasluz de la poca iluminación que partía de la casa, y después dijo:

—Este es un listo.

Mis ojos fueron entonces a los suyos, y de ahí a la piscina, y vi como Albert se juntaba a Lucía, y como ella le apartaba un poco, cohibida por la presencia de sus dos cuñados.

—La juventud —dije.

—No, no, si me parece bien. Como si se ponen a follar. Aunque Lucía es la más flojita. Que es guapa, pero le falta punch.

—Vaya noche de ranking de hermanas te estás marcando —sonreí.

Se hizo otro silencio. Su copa bajaba. Y temía que su anuncio del secreto quedara en nada. Así es que insistí.

—Estoy demasiado borracho como para contártelo —contestó.

—Sobrio no me lo cuentas.

—No sé… —dudaba él.

—No será para tanto.

—Es. Es.

—¿Ah, sí?

—Sí. Belén no es la mosquita muerta que crees.

—Nunca me ha parecido una mosquita muerta. Vamos, para nada —dije, y le volví a mirar.

—A ver —se recolocó sobre su asiento al tiempo que Lucía apartaba de nuevo a Albert.

Dio otro trago. Yo no sabía qué esperar de su confesión. Y de golpe algo cambió en el horizonte, y yo alcé la vista y comprendí que la luz del dormitorio de Belén se había apagado, de tal forma que ya solo nos iluminaba, y levemente, los focos de la piscina y la bombilla del porche de la casa.

—A ver —repitió—. Empezó por una chorrada, allá por… noviembre o diciembre… Estábamos viendo una peli, malísima de hecho, pero el caso es que… era una pareja a la que le iba mal, que a mí nunca me ha ido mal con Belén, al menos no en ese sentido… y nada, que les iba mal, así que se iban a un club de intercambio de parejas.

—Venga ya —protesté, desconfiando, pues era dado a inventarse historias.

—Espera. Qué. Joder, no es tan raro. No me seas moma.

—Vale, vale…

—Pues eso, que con las coñas nos pusimos bastante a tope con la película. Ni la acabamos. Y a los quince días estábamos en un club de esos.

—Venga, va… —volví a protestar.

—Joder, qué le ves de raro.

Se hizo otro silencio. Yo no me creía nada. Y él continuó:

—Pero eso, fuimos a un club de esos, y yo pensaba: “joder, yo no me quiero follar a ninguna de estas viejas”, porque eran prácticamente todas, y todos, de cincuenta para arriba. O sea, que yo veía que a mí me ponía el tema pero que yo no quería follar con nadie… Y nada, “que no, que esto no es lo nuestro, tal”, pero empecé a ver cómo la miraba alguno… y cuando me di cuenta estaba empalmado como un burro.

Yo le miraba de soslayo. Mostrando disconformidad con su narración.

—Que no hicimos nada ese día. Bueno, esa noche. Pero sí conseguimos un contacto y después fue todo más sencillo de lo que se pudiera imaginar.

Le volvía a mirar y no tenía duda alguna de que era todo una patraña. Y es que era dado al vacile y a aquel tipo de tonterías. Una vez hasta había fingido un accidente de tráfico y se había pasado dos días simulando una cojera, y no contento con eso después había comenzado a hablar mal a propósito, y el condenado lo fingía tan bien que acabamos creyéndolo. No confesó que era todo una mala broma hasta que no había tenido a Belén al borde del llanto. Y otra vez había simulado que retomaba el boxeo, casi en los cuarenta y después de veinte años sin practicarlo, llegando a enviarle a Belén un falso documento en el que vendía su empresa y muy mal vendida.

—No me crees —dijo serio.

—No.

—Espera a ver —farfulló y se hizo con su teléfono.

Yo suspiré entonces, desapegado de su historia, y me recosté. Volví mi mirada hacia las estrellas. Se veían muchísimas y decidí que cuando volviera a mi casa desempolvaría un libro que tenía, sobre constelaciones e historias griegas; y después me fijaba en otro punto muy brillante, quizás Vega.

Y David tecleaba, lo oía pues no le había quitado el sonido, así que crepitaba con cada tecleo; y yo buscaba el cinturón de Orión, y después caía en la cuenta de que me sonaba que esas tres estrellas enfiladas no se podían ver en verano.

Y entonces escuché:

—Mira. Lee.

David me daba su teléfono. Tenso, pero a la vez confiado.

Me desperecé, cogí su móvil y leí que le acababa de escribir a Belén:

—¿Qué te parece el novio de Lucía?

—Es majo —había respondido ella.

—Te dio un buen repaso cuando te cruzaste con él abajo.

—Puede ser —había contestado su mujer.

—No estaría mal que el repaso fuera real. Ya sabes.

—Estás fatal.

—Te han follado palomos peores este año.

—Es el novio de mi hermana pequeña. No sé si te has dado cuenta.

—Podríamos tantear —había instigado él. Y yo leía atónito.

—Venga, vente a la cama. Después me vas a despertar —finalizaba Belén.

—¿Qué? —me dijo entonces David, quitándome su teléfono.

Yo, pasmado, súbitamente nervioso, no conseguía reaccionar. Y entonces, mi cuñado, susurrando para sí, masculló:

—Joder… Tengo que conseguir que te folle… Después siempre me lo agradeces. Qué bien lo podríamos pasar contigo… Albertttt —pronunciaba, mirando hacia la piscina, y exagerando la “t”.
 
Hola!
Voy a publicar esta historia que escribí hace un tiempo.
Había publicado un capítulo y ha sido borrado, creo. Publico ahora entonces los dos primeros.
Espero les guste a aquellos que aún no lo hayan leído.


IMG_1813.JPG



CAPÍTULO 1


Lunes, 2 de agosto.
23:45 de la noche.


Recostado sobre una vetusta y chirriante silla de playa admiraba las estrellas. Sentía el césped acariciando la planta de mis pies descalzos mientras me culpaba por no ser apenas capaz de ubicar Venus, Júpiter y un punto de luz nítido que quizás fuera Arturo.

A mi lado, y sobre similar mecedora, mi cuñado David degustaba un gin-tonic con una calma solemne. De fondo canto de grillos y chicharras; sonidos varios que me daban la paz que a él le daba su bebida. Sobre nosotros un aire espeso que solo por momentos permitía apreciar y no maldecir.

—Mañana salimos con el barco. Va a haber buena mar —dijo él, como en una propuesta cerrada, sabedor de que yo siempre me iba a adherir a su plan, pues ambos éramos conocedores, un año más, de que mi estancia de dos semanas en la casa de la familia de mi mujer se caracterizaría por un dolce far niente, en mi opinión, más que merecido.

Se alternaban momentos de largos silencios con otros de cháchara incorregible de mi interlocutor. Yo alzaba la vista, en una mezcla de cansancio y de paz, y mis ojos se perdían en la piscina, iluminada por sus focos sumergidos, y si oteaba más allá mi mirada alcanzaba la casa. “La casa”, siempre llamada así por mis suegros, y en herencia de término y disfrute también por sus cuatro hijas.

“Cuatro hijas. Nada menos”, reflexionaba yo mientras David me hablaba de cómo le había ido a su empresa aquel año: “Siempre beneficios, más o menos, menos o más, pero siempre hacia arriba”, se repetía casi más para sí. Y mientras yo pensaba en las cuatro hijas de aquella casa, precisamente una de ellas, Belén, nos obsequiaba de pronto con su presencia, de manera súbita y fugaz.

Era como si no hubiera pasado el tiempo, un año entero desde mis últimas vacaciones allí, y es que casi podía saber con exactitud qué pasaría en aquella casa en cada momento. Los automatismos. Y es que Belén, la mayor, la más esbelta, con su pelo oscuro y rizado, no demasiado largo, se deslizaba por el borde de la piscina en unos shorts y una camiseta sin mangas que lucía con gracia juvenil a pesar de pasar ya de los cuarenta, y dejaba caer un par de frases, para después posar un pico en los labios de su corpulento marido, el cual apenas se inmutaba, impertérrito, como una especie de rey león frente a su dominio.

Ella iniciaba el camino de vuelta, presta para dormir, cuando David masculló algo que tardé unos segundos en comprender:

—Está demasiado delgada —quedó finalmente resonando en mi cabeza.

—Bah, está estupenda —respondí, utilizando una palabra que me sonó extraña en mí.

—El culo aún lo aguanta, por el gimnasio, pero se está quedando sin tetas —analizaba él a su mujer, como si tal cosa, y a mi mente venía la imagen de sus brazos fibrosos, reveladores de un invierno de bastante ejercicio.

—¿Ana viene el viernes, entonces? —prosiguió él, preguntando por mi mujer.

—Sí, bueno, intentará escaparse el jueves, pero no creo…

—¿La tienen puteada o qué?

—Bueno. Agosto. Inmobiliaria. Imagínate.

David se mantuvo en silencio. Yo sabía que despreciaba el trabajo de Ana y que se mordía la lengua por no sacar el tema. No tenía, digamos, una gran relación con mi mujer. Yo lo asumía. Él era mi cuñado, tampoco mi amigo. Y no llegaba al punto de constituir mayor problema.

—No sé qué pinta ahí —dijo finalmente, sucumbiendo a la tentación de su propia esencia—. Es una conformista. Mira tú, te estaban jodiendo en aquel curro y te montaste… el…

—El estudio de arquitectura.

—Eso, joder.

Se hizo otro silencio. Yo no me veía en la necesidad de defender a Ana. Tampoco había nada que defender: a su anterior empresa le había ido mal y llevaba unos años en una inmobiliaria, nada que ver con su carrera, ni con su formación, pero una vez fuera de la rueda de la consultoría no le estaba resultando fácil volver.

—Hay que emprender, joder. Mira yo —insistía, casi enervado—. Ni estudié ni nada. Todo con mis manitas. De cero —decía, mirándose las manos como si no hablara en sentido figurado y hubiera construido su empresa de logística ladrillo a ladrillo.

—Bueno, te pudo haber salido mal… No digo que hayas tenido suerte, pero…

—Al menos es la que está más buena —soltó entonces, sin haber escuchado mi anterior frase siquiera, y haciendo contonear los hielos de su copa ya vacía de líquido.

Lo miré. Allí. Sentado a medio metro de mí. En casi idéntica posición. Frente a la piscina. Frente a la casa. En bañador y camiseta.

—¿Qué? ¿Te parece mal? —preguntó encogiéndose de hombros.

—No. ¿Por qué me lo iba a parecer?

Él estiró entonces sus piernas, clavando un talón en la hierba y montando un tobillo sobre el otro, y prosiguió:

—Es que incluso la gemela es, pero no es. No sé si me explico.

—Bueno, es que Marta es muy dejada. Son el día y la noche —respondía yo, refiriéndome a la gemela de mi mujer, que se parecía bastante a ella: alta, con pelo rizado, oscuro y largo, poderosa si bien grácil a la vez; pero tan cabra loca, en su forma de ser, en su forma de vestir, que uno quizás no las vincularía si no fuera conocedor de su parentesco.

—Eso es. Justamente… El día y la noche. La pija y la hippie. Mira, la cuarta en discordia —dijo entonces mi cuñado, cruzando y descruzando las piernas.

—¿Qué? —pregunté intrigado, al tiempo que comprendía a qué se refería, y es que nuestra paz se veía alterada entonces por la presencia de Lucía y de su recién estrenado novio.

—¿Cómo se llama ese?

—¿El novio de Lucía? —inquiría yo con una obviedad, mientras ellos, cada uno con su toalla al hombro, y sin saludar, pues ya lo habían hecho horas antes, parecían dispuestos a darse un baño nocturno.

—Sí, el surferito ese.

—Albert.

—¿Albert? ¿Se llama Albert? Pues Alberto para mí entonces —dijo, lleno de razón, y a los pocos instantes le llamó, en un grito contenido, pronunciando una “o” final impecable.

El chico, ya sin la camiseta puesta y con las manos en las escaleras de la piscina, miró hacia nosotros, con cara asustadiza, mientras Lucía ya se metía en el agua con un sigilo obligado, por la hora, derivado de los usos y costumbres.

—Ven. Alberto. Ven —dijo David, serio, pero yo sabía que sonreía por dentro.

El chico abandonaba a su novia y a la piscina y caminaba hacia nosotros, sumiso y expectante.

—Le doblo la edad y es mi casa. Qué cojones —susurró mi cuñado.

—En tal caso será la casa de Belén —le dije mientras aquel chico de pelo rubio y ojos azules, moreno, esculpido y en la plenitud que solo dan los veinte años, se cuadraba ante dos hombres, uno borracho y otro cansado.

—Chaval. Alberto. ¿Sabes hacer un gin-tonic? —le espetó.

—Sí. Claro —respondió con seriedad y con una sorprendente voz varonil.

—Pues hazme el favor, anda —decía David, alargando su brazo para que se hiciera con su vaso.

El chico no exteriorizó malestar alguno, ni por la orden ni por la sorna, y se hizo con la copa de David, dispuesto a entrar en la casa y cumplir con el cometido. Mientras, Lucía, la menor de las hermanas, un claro y entre comillas error, pues era dieciséis años más joven que Marta y Ana y veinte más joven que Belén, observaba la escena plasmando su propia personalidad en aquella conducta: desidia, silencio y apatía.

—Coño, Sergio. No te pregunté si querías algo.

—No, no, qué va. Me iré a dormir en seguida. Estoy cansado del viaje.

—¡Hostia! ¿has visto eso? —preguntó interrumpiéndome, bastante exaltado, pero en un susurro.

Y yo entonces le miré, y vi que sus ojos iban hacia la casa, y solo vi que Albert entraba y que Belén salía.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —cuestioné extrañado.

—Joder, que qué pasa. Que menudo repaso le acaba de pegar a mi mujer. ¿Y esta no se iba a dormir?

Yo le miraba. Y después miraba a Belén que se agachaba al borde la piscina y le decía algo a Lucía.

—¿Repaso? La habrá mirado. Yo qué sé —dije entonces.

—No, no. Hazme caso. Uff… qué bueno —resoplaba David, de golpe inquieto como un niño.

—¿Pero qué bueno el qué? —casi reí de la curiosidad y por verle así.

Belén volvía entonces a la casa y mi cuñado maldecía, hablando para sí:

—No, no… quédate… joder… quédate, Belén, que te mire otra vez… —susurraba y aquello ya me empezaba a dar un mal rollo extraño.

—Estás mal de la cabeza, David.

—Ya… ya… Mira, cuando Albertito el salido me traiga la copa… igual me vengo arriba y te cuento mi… nuestro… último añito. Vas a alucinar. Pero es secreto. No me jodas y me descubras que Belén me mata.






CAPÍTULO 2


Una luz que salía del suelo y un pequeño temblor a mis pies me indicaban que mi teléfono quería captar mi atención. Dejé caer mi brazo hasta recogerlo al tiempo que le daba vueltas a aquel secretismo de mi cuñado.

—Hay pelea hoy —dijo precisamente David.

—¿Ah, sí? ¿Quiénes? —pregunté, y mientras él enumeraba unos nombres de boxeadores, para mí desconocidos, comprobaba que era Ana quién me había escrito.

Era curioso, y a la vez maravilloso, pues a pesar de llevar doce años casados, de tanto en cuando, me volvía a subir un no sé qué por el cuerpo cuando veía su nombre en la pantalla de mi teléfono. Como así fue aquella vez.

—¿A qué hora es? ¿Te vas a quedar a verlo? —le preguntaba a mi cuñado y a la vez leía que mi mujer había llamado a nuestro hijo, que estaba de campamento, y me contaba que lo estaba pasando bien. Y David me indicaba la hora y me decía que sí lo vería, al tiempo que me entraba otro mensaje, largo, también de Ana, que constituía lo que llamábamos el mensaje especial; y es que, una vez por semana, ella o yo, escribíamos un mensaje con tintes melosos, cariñosos, en una suerte de extraña rutina. Y no había obligación de respuesta, pero siempre la había, y yo quería responder, pero en aquel momento sabía que no me concentraría lo suficiente como para escribir lo que ella merecía; así es que me dije que lo haría después, ya desde la cama, para que ella lo leyera al día siguiente, antes de ir a trabajar.

—Graciass amigou —escuché de repente a mi lado, y mi cuñado recibía la copa de un silencioso Albert, y se lo agradecía de aquella forma cómica, o eso pretendía él, fingiendo un acento inglés, quién sabe por qué.

El chico se iba hacia la piscina, al encuentro de una Lucía que parecía jugar, aburrida, a aguantar bastante tiempo sin respirar bajo el agua, y yo miraba el gin-tonic de David, deseando que confesara su secreto antes de terminarlo.

—¿Quién era? ¿Ana? —preguntó tras un pequeño sorbo.

—Sí. Nada. Que habló con el crío.

—¿Qué edad tiene ya? ¿Ocho? ¿Nueve?

—Once.

—No jodas… —respondía, allí apoltronado, y volvía a beber.

—Ya ves.

—No sé por qué os disteis tanta prisa. Mira yo, sin hijos. Ni ganas. Os perdisteis lo mejor —sentenció, siempre lleno de razón.

—No fue prisa. Ya sabes que salió así. Y bien que salió —respondí, si bien no era mentira que todo se había precipitado de manera imprevista: Ana y yo nos habíamos conocido gracias a un amigo común cuando ambos teníamos veinticinco años; apenas un par de meses de novios y se había quedado embarazada por un desliz, pero teníamos tan claro lo que sentíamos que decidimos casarnos y tener al niño. En menos de un año desde que la había conocido me había casado y era padre.

—Os perdisteis lo mejor —insistió, en una trampa común en él, buscando que yo rebatiera. Y yo quería hablar de su secreto, no de mí, pero sucumbí:

—¿Por qué? —pregunté.

—Joder porque os perdisteis esos meses en los que una pareja se come todo.

—¿Se come todo?

—Sí… esos meses… Puede durar incluso más de un año… en los que… la tocas, y te toca, ojo, con un dedo aunque sea, y te pones loco… Esos meses que se folla a todas horas y en todas partes… Ya sabes.

Me quedé un instante en silencio. Sabía a lo que se refería y nunca lo había reflexionado, pero sí era cierto que su embarazo había paralizado aquella época, época que después no había vuelto nunca.

—Oye, ¿y tu secreto qué? —dije, pues no quería seguir hablando de mí.

David miró entonces a su copa, al trasluz de la poca iluminación que partía de la casa, y después dijo:

—Este es un listo.

Mis ojos fueron entonces a los suyos, y de ahí a la piscina, y vi como Albert se juntaba a Lucía, y como ella le apartaba un poco, cohibida por la presencia de sus dos cuñados.

—La juventud —dije.

—No, no, si me parece bien. Como si se ponen a follar. Aunque Lucía es la más flojita. Que es guapa, pero le falta punch.

—Vaya noche de ranking de hermanas te estás marcando —sonreí.

Se hizo otro silencio. Su copa bajaba. Y temía que su anuncio del secreto quedara en nada. Así es que insistí.

—Estoy demasiado borracho como para contártelo —contestó.

—Sobrio no me lo cuentas.

—No sé… —dudaba él.

—No será para tanto.

—Es. Es.

—¿Ah, sí?

—Sí. Belén no es la mosquita muerta que crees.

—Nunca me ha parecido una mosquita muerta. Vamos, para nada —dije, y le volví a mirar.

—A ver —se recolocó sobre su asiento al tiempo que Lucía apartaba de nuevo a Albert.

Dio otro trago. Yo no sabía qué esperar de su confesión. Y de golpe algo cambió en el horizonte, y yo alcé la vista y comprendí que la luz del dormitorio de Belén se había apagado, de tal forma que ya solo nos iluminaba, y levemente, los focos de la piscina y la bombilla del porche de la casa.

—A ver —repitió—. Empezó por una chorrada, allá por… noviembre o diciembre… Estábamos viendo una peli, malísima de hecho, pero el caso es que… era una pareja a la que le iba mal, que a mí nunca me ha ido mal con Belén, al menos no en ese sentido… y nada, que les iba mal, así que se iban a un club de intercambio de parejas.

—Venga ya —protesté, desconfiando, pues era dado a inventarse historias.

—Espera. Qué. Joder, no es tan raro. No me seas moma.

—Vale, vale…

—Pues eso, que con las coñas nos pusimos bastante a tope con la película. Ni la acabamos. Y a los quince días estábamos en un club de esos.

—Venga, va… —volví a protestar.

—Joder, qué le ves de raro.

Se hizo otro silencio. Yo no me creía nada. Y él continuó:

—Pero eso, fuimos a un club de esos, y yo pensaba: “joder, yo no me quiero follar a ninguna de estas viejas”, porque eran prácticamente todas, y todos, de cincuenta para arriba. O sea, que yo veía que a mí me ponía el tema pero que yo no quería follar con nadie… Y nada, “que no, que esto no es lo nuestro, tal”, pero empecé a ver cómo la miraba alguno… y cuando me di cuenta estaba empalmado como un burro.

Yo le miraba de soslayo. Mostrando disconformidad con su narración.

—Que no hicimos nada ese día. Bueno, esa noche. Pero sí conseguimos un contacto y después fue todo más sencillo de lo que se pudiera imaginar.

Le volvía a mirar y no tenía duda alguna de que era todo una patraña. Y es que era dado al vacile y a aquel tipo de tonterías. Una vez hasta había fingido un accidente de tráfico y se había pasado dos días simulando una cojera, y no contento con eso después había comenzado a hablar mal a propósito, y el condenado lo fingía tan bien que acabamos creyéndolo. No confesó que era todo una mala broma hasta que no había tenido a Belén al borde del llanto. Y otra vez había simulado que retomaba el boxeo, casi en los cuarenta y después de veinte años sin practicarlo, llegando a enviarle a Belén un falso documento en el que vendía su empresa y muy mal vendida.

—No me crees —dijo serio.

—No.

—Espera a ver —farfulló y se hizo con su teléfono.

Yo suspiré entonces, desapegado de su historia, y me recosté. Volví mi mirada hacia las estrellas. Se veían muchísimas y decidí que cuando volviera a mi casa desempolvaría un libro que tenía, sobre constelaciones e historias griegas; y después me fijaba en otro punto muy brillante, quizás Vega.

Y David tecleaba, lo oía pues no le había quitado el sonido, así que crepitaba con cada tecleo; y yo buscaba el cinturón de Orión, y después caía en la cuenta de que me sonaba que esas tres estrellas enfiladas no se podían ver en verano.

Y entonces escuché:

—Mira. Lee.

David me daba su teléfono. Tenso, pero a la vez confiado.

Me desperecé, cogí su móvil y leí que le acababa de escribir a Belén:

—¿Qué te parece el novio de Lucía?

—Es majo —había respondido ella.

—Te dio un buen repaso cuando te cruzaste con él abajo.

—Puede ser —había contestado su mujer.

—No estaría mal que el repaso fuera real. Ya sabes.

—Estás fatal.

—Te han follado palomos peores este año.

—Es el novio de mi hermana pequeña. No sé si te has dado cuenta.

—Podríamos tantear —había instigado él. Y yo leía atónito.

—Venga, vente a la cama. Después me vas a despertar —finalizaba Belén.

—¿Qué? —me dijo entonces David, quitándome su teléfono.

Yo, pasmado, súbitamente nervioso, no conseguía reaccionar. Y entonces, mi cuñado, susurrando para sí, masculló:

—Joder… Tengo que conseguir que te folle… Después siempre me lo agradeces. Qué bien lo podríamos pasar contigo… Albertttt —pronunciaba, mirando hacia la piscina, y exagerando la “t”.
Cuando continúa?
 
CAPÍTULO 3


Martes, 3 de agosto.
01:52 de la madrugada.


Me asomé a la ventana de aquel dormitorio en el que recordaba haber morado algún otro verano tiempo atrás; en otros, había caído en los de la otra parte de la casa. Y desde aquella primera planta veía las dos sillas de playa, sobre la hierba, ahora vacías. Como vacío estaba el césped que se extendía hasta unos cuarenta metros más atrás, dibujando una finca holgada y rectangular. Y vacía estaba ya la piscina, pues Albert y Lucía se habían ido a acostar, y David ahora estaría ocupando todo el sofá, y todo el salón, con su presencia y corpulencia, y estaría viendo lo que él solía llamar “pelea” o “velada”, según se quisiera sentir más o menos purista.

Apenas corrí un poco las cortinas, no sin antes abrir ligeramente la ventana, pues quería pasar la noche así, sintiendo la brisa y escuchando las ramas de las árboles agitándose por el tímido viento de verano; era un placer que compensaba la desdicha de ser despertado por la luz y por el cántico machacante de las tórtolas que me esperarían a la mañana siguiente.

Pero el silencio hacia dentro, en la casa, era absoluto. En la habitación contigua una Belén que dormía. Encima el desván. Debajo la cocina. El resto de dormitorios dispersos por la planta baja y por otras partes del pasillo, en una suerte de caos, en la que uno no sabía casi de quién era cada dormitorio, y mucho menos el origen de cada mueble, de cada cama, de cada jarrón, de cada cuadro, en un compendio de retales en los que nada encajaba, pero a la vez todo lo hacía.

Me tumbé en la cama y cogí mi teléfono, sabedor de que quería y debía responder el mensaje de Ana, pero lo que me rondaba en la cabeza no era la creatividad necesaria para la respuesta de amor, sino la confesión sexual de mi cuñado. Tanto era así que dudé en informar de lo segundo y dejar para el día siguiente lo primero.

Pero qué decir. Además era un secreto. Y seguramente ni siquiera fuera cierto del todo… si bien comenzaba a tener un pálpito de que al menos algo tenía que haber de verdad.

Finalmente le escribí a mi mujer un párrafo elaborado, meritorio teniendo en cuenta mi cansancio, en el que le describía el por qué de mi amor por ella, basado en momentos casuales, y rematé escribiendo algo que me hizo sentir cierto bochorno y vergüenza, mencionando las ganas que tenía de que estuviera conmigo en aquella cama, desnuda, y relajada, para así yo poder contar sus lunares, posando un beso en cada uno de ellos, hasta que se quedara dormida.




Martes, 3 de agosto.
02:28 de la madrugada.

No era la primera vez que me sucedía, y lo achacaba al pensamiento, quizás absurdo, de estar demasiado cansado como para poder dormir. Pero en el fondo sabía que había muchas posibilidades de que esta vez fuera diferente, y que la causa no fuera el cansancio, sino el barrunte.

Opté por sacarme aquello de encima, así es que extraje el ordenador portátil de la maleta y desde la propia cama le escribí a Ana un correo electrónico, cosa que no era infrecuente entre nosotros.

Así todos ganábamos: habría el mensaje bonito en su teléfono, para gracia de los dos, y tendría información de lo sucedido con David, para desahogo mío y quién sabe si perplejidad, sorna o directamente incredulidad suya.

Quise disimular, no me sentía a gusto del todo con aquel tema, así es que adorné la confesión nuclear con una descripción, a modo cotilleo, de Albert, y después le conté cómo había visto a Lucía y a Belén, para después sí, y con todas las letras, narrar la confesión de David.




Martes, 3 de agosto.
11:22 de la mañana.


Efectivamente un mar tranquilo había permitido que David y yo pudiéramos salir con el velero de nuestros suegros. Unos suegros que siempre iban al revés de todo el mundo, buscando la ciudad en verano y el pueblo en invierno.

Mi cuñado, yendo de un lado a otro del barco, como si aquel pequeño navío necesitara la atención de un galeón para mantener el rumbo, me contaba sobre la velada; al parecer en el combate estrella de la noche un boxeador le había pegado sin querer un cabezazo al otro, le había abierto la ceja y se había suspendido la pelea.

—Lo estaba matando con el jab. Y el muy idiota cabeceando como una cabra montesa hasta que la acabó jodiendo. Y lo tenía ganado —repetía David, indignadísimo.

Yo le escuchaba mientras me tomaba una cerveza y dejaba que la brisa del mar golpease la piel de una cara que necesitaba color. Y él se enfrascaba en sus tres aficiones: la vela, el boxeo y la cháchara, mientras yo sentía en el bolsillo de mi bañador que alguien me requería, y en seguida pude comprobar que Ana me había escrito.

Pensé que respondería a mi mensaje meloso, que de responder a lo de David lo haría por email. Pero tras mi línea ñoña sobre sus lunares apareció escrito:

—¡Pero si es un farsante! No le creas nada a ese idiota. Vamos, es que ni de coña Belén hace eso.

Tras su frase un emoticono que yo no usaba jamás, pero que era común en ella: el de una cara sonriente, pero boca abajo.

—¿No se lo habrás contado a Ana? —me sorprendió de golpe David, casi como si tuviera súper poderes.

—¿El qué? —dije apartando el teléfono, mientras él pasaba por delante de mí y se iba hacia la proa.

—Coño pues mi añito con Belén. Por cierto. Hoy los pillé en la cocina.

—¿A quiénes?

—A Alberto y a Belén. Desayunando… Belén es la hostia. Te juro que no le dije nada más. Que ni le saqué el tema. Pero la cabrona parece que lo había consultado con la almohada y vamos, que lo tiene claro.

Me quedé un instante en silencio. El hecho de que hubiera sacado el tema tan repentinamente, y sobrio, me hacía sospechar que Ana estaba en lo cierto y que era todo una tomadura de pelo.

David se hizo entonces con una cerveza, se sentó a mi lado, y yo temí que echara más leña al fuego en su intento de captar mi atención. Para mi desgracia en seguida comprobé que no iba desencaminado:

—Sergio, tú sabes lo que es que un maromo… un cretinazo muchas veces, que nos caiga bien es lo de menos… Tú sabes lo que es que un tío se folle a tu mujer en toda tu cara…

—Mmm… Pues no. Y tampoco te creas que me atrae… un evento semejante —respondí, más escéptico que afectado por el grosor de sus palabras.

—Nah, no tienes ni idea. Qué vas a saber. ¿Y sabes lo curioso? —decía y bebía en tragos cortos, y a veces negaba con la cabeza y achinaba los ojos, como si reviviera momentos —que la quieres más en ese momento… que… que nunca. O sea. Imagínate el momento en el que más has querido a Ana.

—Vale —respondí comenzando a sentirme ya un poco incómodo.

—Vale, no. Párate y piénsalo un poco —me atosigaba, sentado a mi lado.

—Está bien, está bien… —dije desganado—. Es que hay muchos.

—Pues bien por ti. Vamos, piensa —dijo y dio un trago largo a su botellín.

—Vale. Lo tengo —dije rememorando un viaje que habíamos hecho a los Pirineos, con una autocaravana, y la recordé de pie, de espaldas a mí, frente a un lago, y el sentimiento de amor que me había embriagado en aquel momento.

—¿Lo tienes? ¿Seguro?

—Sí.

—Vale, pues lo que la querrías mientras ves cómo un tío se la mete es el triple.

Tras escuchar aquello no sabía si reírme, tirarme por la borda, o tirarlo a él. Pero mi cuñado no se reía, y yo alucinaba con que aquella frase le hubiera podido sonar siquiera medianamente seria.

Bebí de mi cerveza. Él también. Y a pesar de la incomodidad por sus palabras algo me atraía de su conversación, como una curiosidad infundada, pues no le creía, pero aún así le pregunté:

—¿Pero por qué la iba a querer más por eso? Es que no tiene puto sentido.

—Yo qué sé, pero es así —respondía, mirando a la nada, como si su confesión comprendiera esencialmente un desahogo.

—Además, ella no lo hace como un favor a ti. Deduzco que lo disfruta —proseguí.

—Qué dices de favores. Una relación no consiste en dar y devolver favores.

—Por eso te digo.

—Pues claro que lo disfruta. No soy un psicópata. Lo disfrutamos los dos, y el tercero en discordia también.

Y tras decir eso se levantó y tiró su botellín vacío en una bolsa de plástico. Y siguió con su ritual de idas y venidas, de proa a popa y de babor a estribor, sobre el cuidado velero de nuestros suegros.




Martes, 3 de agosto.
23:31 de la noche.


No ubicaba desde mi silla de playa apenas ninguna estrella, así que me entretenía viendo pasar las nubes que las cubrían. Se escuchaban los grillos, no así las chicharras, y es que no hacía tanto calor como la noche anterior. Lo que sí era similar a casi veinticuatro horas atrás era mi compañero de césped, un David que iba por su segundo gin-tonic, lo cual, sumado a las cervezas de la tarde, me hacía dudar si tendría un pequeño problema.

Aquella noche estaba ligeramente más callado, y aquello me permitía coger mi teléfono y escribirme con Ana. Apenas le había dado más vueltas a las confesiones de mi cuñado, pero mi mujer, junto con el anuncio de que se iba ya a acostar, había retomado el tema:

—… Y no le creas nada a ese. ¿Recuerdas lo de la cojera? Es un pirado. No le creas nada.

Tras su frase le di las buenas noches y bloqueé el teléfono al tiempo que el sonido de unos pasos me alteró. Alcé la vista y vi a Albert acercándose a la piscina, y entonces escuché la voz ronca y arrastrada de David, el cual parecía molesto por lo mismo:

—¿Y este por qué arrastra los pies? Odio a la gente que arrastra los pies —susurró, allí, a mi lado, vigilante en la penumbra como una lechuza.

Albert, que esta vez venía solo, colgaba la toalla sobre la verja que delimitaba la piscina, se quitaba la camiseta, nos saludaba levemente, y se disponía a meterse en el agua.

—¡Oye, Alberto! —casi gritó mi cuñado, pero sin moverse un ápice de su trono y sin soltar su copa.

El chico detuvo entonces su descenso por las escaleras de la piscina y le miró, tenso.

—¿Y Lucía? —le preguntó David.

—Está viendo una serie… En el portátil… Arriba.

—¿Una serie? ¿Está boba o qué?

—¿Qué? —respondía Albert, alucinado, y asustado siempre por la siguiente frase que pudiera soltar David.

—Que si está tontita hoy. ¿O es que tiene la regla?

—¿Qué? ¿La qué? Ah, no, no. No tiene la regla —respondía Albert, a unos diez metros de nosotros, allí clavado, con los pies en la escalera, a remojo hasta los tobillos.

—Eso lo sabes seguro, ¿no? Está a pleno rendimiento… —le espetaba David, y bebía, y Albert, que le miraba perplejo, se encogía de hombros —Qué jodío… —farfulló mi cuñado entonces, y el chico aprovechaba que él daba otro trago y no le preguntaba más para huir, metiéndose en el agua.

Y de golpe el único sonido que emanaba a nuestro alrededor era el que partía de aquel agua apartada por Albert en cada brazada. Y yo volví a intentar buscar estrellas sin éxito. Y después otro sonido, el de David tecleando en su teléfono.

Y tras el tecleo, silencio. Y tras no más de tres minutos vimos cómo Belén salía de la casa, vestida tan solo con un bañador entero y rosado. Y bordeó la piscina. Y se paseaba. En una exageración. En un contoneo que me sorprendía. Y no nos miró. No nos saludó. Miraba hacia al agua y hacia aquel nadador, el cual no era consciente de que una morena que le doblaba la edad, vestida con un bañador que se le pegaba al cuerpo, marcando, a pesar de las quejas de su marido, bastante teta y pezón, y sobre todo un duro y redondísimo culo, le observaba.

—Bueno… Empieza la fiesta… —susurró entonces David, y finiquitó su copa, e hizo contonear después los hielos con una gracia y un salero solo comparable al de su mujer sentándose al borde de la piscina, metiendo sus pies en el agua y colocando su media melena rizada tras sus orejas.






CAPÍTULO 4


Belén. Seria. Sobria. Incluso fría en muchas ocasiones. Quizás fuera por eso que aquello no me encajaba. Si bien, en esencia, en hechos, realmente nada especial sucedía: una mujer que decidía bajar a darse un baño en su piscina antes de dormir. Pero era sobre todo su lenguaje gestual lo que me decía que algo ocurría.

Terminó por captar la atención de Albert, el cual detuvo sus brazadas, y Belén descendió hasta que el agua le cubrió hasta la altura del pecho, exclamando un “qué fría…” y algo más, que desde la distancia no alcancé a comprender.

Y comenzaron a hablar, uno frente al otro, en susurros y como si no estuviéramos. Y yo esperaba la frase de David, el regodeo de que todo iba según él me había anunciado, y el ataque a mi falta de fe, pero no decía nada, se mantenía tan expectante como yo.

Una leve frase de ella. Un leve cuchicheo de él. Los pechos a remojo de ella, transparentando el bañador. La espalda limpia, joven y empapada de él. Y de golpe un movimiento, exagerado, de Belén, doblando su torso y mojándose el pelo, la cabeza, para después volver a la posición vertical, frente a él, pero con el pelo empapado y echado atrás, y con los pezones duros y hacia adelante.

Tragué saliva. Lo veíamos con suficiente nitidez. Comenzaba a ser escandaloso. Nunca había visto a Belén de aquella manera, tan sexual. Era atractiva, siempre lo había sido, pero nunca me había fijado en ella así, no de aquel modo. Fugazmente se cruzó en mi mente su cara, su gesto, alterado… por un hombre. Mi cuñada se exhibía y yo me la imaginé… gritando un orgasmo… sudada, con la boca entre abierta… follada… Y por primera vez sentí una súbita erección que la tenía a ella como causante.

David se recolocó en la silla, quizás inquieto, y al instante Albert se acercó más a su mujer, y yo pensé que quizás el chico no era tan inocente.

Y yo estaba dividido en tres. Primero pensaba que quizás no estaba sucediendo allí absolutamente nada. En segundo lugar pensaba que quizás mi cuñado me había contado toda la verdad. Y en tercer lugar pensaba que quizás una Belén aburrida se había compinchado por una vez con su marido para tomarme el pelo.

—Mira, mira… —susurró entonces David, y yo los vi, pegados, pegadísimos. Con sus rostros frente a frente, y con sus manos bajo el agua. Y no podía saber qué pasaba. Y ella le dijo entonces algo en el oído, y yo intentaba entender aquel susurro, y llegué a pensar para mis adentros: “¿Y si le está diciendo que tiene vía libre? ¿Y si le ha susurrado que es toda suya si él quiere?”.

Y él, llamativo, rubio, esculpido, no retrocedía. También la buscaba. En frases esbozadas casi labio con labio. No era el acoso de una mujer madura a un chico joven. Era un flirteo mutuo. Una tensión agobiante.

Y de golpe ella se apartó un poco, y miró hacia abajo, con descaro, y David susurró:

—Lo tiene empalmado como a un burro…

Y mi cuñado, por una vez, no lo decía como chascarrillo, sino con una agitación soterrada.

Y otra vez un contoneo de Belén. Y después algo en el oído de él. Y después se apartó de nuevo. Y después buscó la escalerilla para salir. Y yo esperaba la queja de mi cuñado, pero no dijo nada.

Albert se quedaba solo en la piscina, y yo pensaba que aquello quedaría así, pero el chico demostró de nuevo que no era de esos que desaprovechan oportunidades, así es que salió en seguida y con rapidez, siempre como si David y yo no existiéramos, y se acercó a su toalla, y se la ofreció a Belén.

—Espabilado el chico… —susurraba de nuevo mi cuñado, mientras su mujer se secaba las piernas, los pechos, el pelo… y le devolvía la toalla a Albert, el cual se secaba también y le decía algo, y después entraban juntos en la casa.

—Joder… —musité yo.

—Qué —dijo David, y bebió, tenso, de una copa que era solo hielo.

Me quedé en silencio. Nadie hablaba. Allí, quietos. Yo aún impactado. Me repetía cómo era aquello posible y me repetía que aquello se lo tenía que contar urgentemente a Ana. Y en esas cavilaciones estaba cuando vi con claridad cómo se encendía la luz de la ventana del dormitorio de Belén.

—No jodas… ¿En serio? —dije, girando mi rostro hacia mi cuñado.

—Nah. Hoy no follan. Se lo está cocinando. Hay que pensar en Lucía también.

—¿Lucía? ¿Cocinando? Yo creo que ya está cocinado —susurré, sobrepasado, al tiempo que me pareció ver no una, sino dos sombras pasando al trasluz de la cortina de la habitación de Belén.

—¿Qué? ¿Ya me crees? —sonrió, mientras me sorprendía y se ponía en pie, grande, torpe, algo afectado por el alcohol —. Voy a tomarme la última dentro.

—¿En el salón? —pregunté.

—Sí, ¿vienes?

—No, no. Me voy a dormir ya —dije, y él siguió su camino, errante, pesado, asomando una ligera barriga bajo su camiseta gris.

Y bordeaba aquella piscina, y entraba en la casa, por la puerta del salón, y parecía absolutamente seguro de que no habría función alguna en el piso de arriba.

Yo, sin embargo, necesitaba saber qué estaba sucediendo en aquel dormitorio.
 
Muy buena la continuación. Gracias por seguir compartiendo.
 
CAPÍTULO 5


Miércoles, 4 de agosto.
00:17 de la noche.


Me resistía a semejante locura. No pegaría la oreja a aquella puerta. No pegaría la oreja a la pared desde mi dormitorio. Eso me decía a mí mismo mientras subía los escalones hasta la primera planta.

Llegaba al pasillo. La penumbra. Y el silencio. No podía ser. Con Lucía en su habitación. Con David en el salón. Belén, la seria, la juiciosa, el contrapeso de su delirante marido. Imposible.

Entré en mi dormitorio. Chasquidos por mis pisadas sobre la madera. Encendí la bombilla torcida de la lámpara que presidía la mesilla. La brisa hacía ondear ligeramente la cortina.

Me tumbé en la cama y cogí mi teléfono móvil. Quería contárselo todo a Ana, dudé en coger el ordenador, pero me daba pereza escribir todo aquello. Y además escribir qué. Me diría que no había pasado nada, o que me estaban tomando el pelo. Y aquello era fundamentalmente lo que pensaba yo, que se habían compinchado para reírse de mí, para entretenerse. Y pensé que Belén, profesora de secundaria y que llevaba más de un mes ya allí, estaría aburrida y habría accedido por una vez a compartir tontería con David. Era cierto que siempre había sido más bien víctima, y además la veía demasiado madura como para entrar en aquel juego, pero su participación activa me hacía pensar que esta vez no podía ser solo obra de mi cuñado.

Mientras pensaba aquello me daba cuenta de que estaba haciendo esfuerzos por no hacer ruido; en el fondo quería saber, quería escuchar. Era absurdo, pero petrificado sobre la cama ni me movía por si algún sonido traspasaba la pared que tenía en frente.

Pero no. Silencio absoluto. Así es que tragué saliva y tecleé en mi teléfono:

—Vente mañana. Aunque solo sea para cenar y dormir.

Le escribí aquello a mi mujer, sin saber bien por qué, y sabía que era realmente absurdo, que trabajando hasta las ocho de la tarde y estando a dos horas de carretera era demasiado pedir. Sabía que no tenía sentido, pero se me hacía una montaña tener que esperar aún dos o tres días. Tampoco sabía si la requería para contarle aquello en persona, por mera necesidad de verla, o por otro tema más físico, netamente sexual, indudablemente encendido por el show de Belén.

Daba por hecho que no me respondería hasta la mañana siguiente, que ya dormiría, pero entonces la pantalla de mi teléfono se iluminó. Y aquella buena nueva se solapó en seguida con una mala, si bien lógica noticia: Ana me respondía que aquello era una locura, que llegaría tardísimo y que después tendría un madrugón terrible para volver al trabajo el jueves por la mañana.

—¿No le puedes pedir a Luís que te cubra? —insistí, si bien con escasa fe.

—¿En agosto? Imposible. Que no, Sergio. Intentaré ir el jueves.

Yo dudaba en qué decirle, si despedirme, insistir o aprovechar su desvele para adelantarle algo de lo que acababa de vivir. Y entonces recibí otra mensaje suyo:

—Además, ¿por qué tanta prisa? ¿No querías desconectar de todo… estar solo… etc?

—Pues estoy un poco aburrido aquí la verdad. No hacer nada no es tan divertido.

—Vete al pueblo mañana. Allí conoces gente del verano pasado.

Me quedé pensando. Era verdad que allí tenía un par de conocidos con los que podría entretenerme. Y lo cierto era que, sobre todo, no me venía mal desconectar un poco de mi cuñado.

Finalmente no la entretuve más. Nos despedimos y estando boca arriba y mirando hacia el techo, escuché el sonido de la puerta del dormitorio de Belén, y después el sonido de unos cuchicheos: las voces leves pero nítidas de mi cuñada y de Albert. Y me preguntaba cómo era posible… y qué podrían llevar haciendo diez o quince minutos allí. Y, mientras les escuchaba y los ubicaba bajo el marco de la puerta del dormitorio de ella, casi al lado de mi puerta, me vino de golpe la imagen del bañador de Belén, de ella allí, embutida, espléndida, asomando su teta, más blanca que el resto de su cuerpo, por el lateral, marcando también pezón a través de la elástica tela rosácea, y recordé su culo duro subiendo por la escalerilla de la piscina. Y, sin sentirme a gusto por ello, si bien tampoco culpable, me excité.

Y entonces un impulso me hizo bajar un poco mi bañador hasta la mitad de mis muslos. Y ese sonido se amontonó con el de una puerta cerrarse. Y después oí pasos. Y yo agarraba mi miembro, el cual ni duro ni blando no objetaba el manoseo, al tiempo que escuchaba ruido proveniente de las escaleras, y yo deducía que Albert descendía por ellas.

Aquello, el todo o la nada, seguramente la nada, finalizaba, pero yo quería que aquella tensión durase un poco más, así es que comencé a masturbarme, como si yo tuviera el poder y la competencia para cerrar aquella locura, aquella trampa o aquella ilusión. Y mi mente voló a la piscina. Y de pronto en mi imaginación Belén tonteaba con Albert. Y David no existía. Y Ana aparecía. Se acercaba a mí y yo la recibía, de pie, frente a aquella piscina en la que Albert se aventuraba a besar a Belén. Y ella aceptaba el beso, pero yo no me alteraba, simplemente disfrutaba al ver sus lenguas volar, y abrazarse, y juntarse, con el agua cubriendo hasta sus cuellos. Y Ana también les miraba, y cuando Belén se subía al chico y le rodeaba con sus piernas, mi mujer se encendía, me lo reconocía, y me besaba. Y tras el beso les criticaba, y me decía que su hermana era una guarra, que estaba casada y aún así se quería follar al crío… además novio de su otra hermana; y me pedía que me tumbase sobre la hierba. Y mi paja se aceleraba cuando imaginé a mi mujer, desnuda, montándome, pero dándome la espalda a mí, y frente a ellos… como enseñándoles que sus juegos de críos era romos y leves, que follar, el sexo, era lo que ella sabía hacer, que la sexualidad, la belleza, era ella, follándome.

Y me seguía masturbando, pero tuve la lucidez y el autocontrol como para posponer mi orgasmo, y con mi miembro durísimo, grande, goteando y cayendo pesado sobre mi vientre, lo escribí. Tecleé excitado, tembloroso, y le narré aquella fantasía a mi mujer, y se lo envié, sabedor de que ella no lo leería hasta el día siguiente. Y después sí, mientras lo leía, lo releía y lo imaginaba, me corrí.

Un estropicio en mi abdomen, gotas blancas que descendían queriendo manchar la cama. Yo intentando solucionar el desastre, yendo hasta el aseo que afortunadamente anexaba con el dormitorio. Después me di una ducha rápida, cogí aire, y resoplé, sintiendo que ese resoplido sí marcaba el fin de todo. Y reparé en algo que nunca había reparado, y era que me encantaba masturbarme pensando en Ana, que siempre era más placentero que con cualquier mujer imaginaria, conocida o video de internet.

Y después volví a la cama, revisé mi teléfono y vi que Ana me había escrito. Y algo me subió por el cuerpo. Otra vez. Y leí:

—Vaya, cómo estamos, ¿no? Ya veo yo porque quieres visita…

—Jaja… que no. No es eso —respondí.

—Es que lo veo imposible, Sergio. A ver si el jueves.

—Que sí, que sí. No te preocupes —le escribía yo, si bien en el fondo quería que ella me contase qué le había parecido la fantasía que le había escrito.

—Valee… Pues un beso —recibí en mi teléfono, y me frustré un poco.

—Un beso —le respondí.
 
CAPÍTULO 6


Miércoles, 4 de agosto.
09:24 de la mañana.


Bajar a desayunar en aquella casa siempre conllevaba un componente de intriga e incertidumbre. Tanto te podías encontrar con una mesa llena de gente, untando mantequillas y pescando cereales, como la más absoluta soledad, o incluso, alguna vez, a algún desconocido, alguien al que saludabas aún medio dormido y ni siquiera le preguntabas el nombre ni la causa.

Esa mañana, la mesa alargada de madera, que ocupaba una estancia de acceso al jardín a través de ventanales de puerta corredera, estaba bastante ocupada, pues de los cinco que éramos aquellos días solo faltaba Belén.

—¿Salimos hoy? —preguntó mi cuñado nada más verme y refiriéndose al velero. Mientras, yo miraba con desconfianza a la jarra de café, y confirmaba en seguida que me tocaba a mí hacer más.

—No, iré al pueblo. Acabo de escribirle a… un amigo… para tomar algo en el puerto —le respondí, pudiendo haberle ofrecido que se uniera, pues era un conocido común, pero necesitaba oxigenarme.

Se oía la televisión de fondo, sonido que partía del salón contiguo, lo justo como para saber que estaban con un programa de política; y yo podía sentir que David, siempre con oídos en todas partes, estaba medio con nosotros medio con la televisión.

Una vez conseguí todo lo necesario para accionar la cafetera me volteé y revisé la mesa: la joven pareja desayunando, retraída, uno al lado del otro. Lucía, en camiseta y con un pantalón cortísimo, revisando el teléfono, que posaba sobre la mesa, mientras finiquitaba una tostada. Albert, tan solo vestido con un bañador, se ocultaba tras un bol de cereales. Frente a ellos un David, grande, con una taza contundente de café, les miraba, y se le veía inquieto, como si necesitara que alguien le diera conversación.

Hizo un carraspeo entonces. Miró hacia el salón, como si por hacerlo pudiera escuchar mejor, y después volvió su mirada a los chicos y dijo:

—¿Tú a quién votas, Alberto? Votas ya, ¿no?

El chico levantó la vista de su desayuno, suplicando inconscientemente, con sus ojos, que la tortura no durara mucho. Y después susurró:

—No… No me interesa mucho.

—Voy a ducharme y vamos —dijo Lucía entonces, levantándose y con evidentes ganas de escapar de su cuñado.

—¿Vais a la playa? —preguntó precisamente David.

—Sí —respondió ella, seca, yéndose, y llevando los restos de su desayuno a la cocina.

—No te interesa la política entonces —insistía aquel hombre corpulento, mientras se escuchaba cómo Lucía se perdía escaleras arriba, dejando a su novio solo ante el peligro.

—No —apuraba sus últimos cereales Albert, que apenas levantaba la cabeza. Y yo, de pie, les miraba a veces y a veces miraba cómo caía el café, o miraba por la cristalera, comprobando que el cielo estaba aún bastante nublado.

—A ver. Igual es que no tienes ni puta idea. En ese caso mejor que no votes —provocó David —. Siempre he dicho que deberían hacer un test de inteligencia y uno de cultura general para poder votar. ¿No crees?

Albert tragó saliva. Yo me volteé y volví a mirarles.

—Sí, no sé. Puede ser —respondía él, sin darle cuerda, y se llevaba la cuchara a la boca, pero no podía disimular que se tensaba.

Pero mi cuñado no se detenía:

—Oye, mañana cuando bajes a desayunar, o a comer… pero dentro de la casa… estate con la camiseta puesta, eh. Que ya sabemos que tienes un cuerpo cojonudo, yo también lo tenía, pero si me veía mi querida suegra sin camiseta me metía una hostia.

—Sí, vale perdón —se incomodaba de manera tremenda el pobre crío.

—Entonces no tienes idea de política, ¿tienes idea de algo?

—Bueno. Ya. David —protesté.

—Qué. Tenemos que conocernos. ¿A qué te dedicas? ¿De qué vives?

—Estudio.

—¿Qué estudias?

—Un ciclo.

—¿Qué ciclo? ¿El ciclo de la vida?

—Venga, David. No jodas más —dije y Albert aprovechó mi auxilio y se puso en pie, cabizbajo. Y después se llevaba el bol a la cocina.

Se hizo un silencio. Si el chico era listo no volvería al comedor, subiría directamente las escaleras sin mayor despedida, como había hecho Lucía.

—¿Se puede saber qué coño te pasa? —le espeté, exagerando un poco mi desaprobación.

—Me pasa que quiero ser un gilipollas para él.

—Joder, pues lo estás clavando —le dije, volviendo mi mirada a un café que en seguida me podría servir.

—¿Sabes para qué? —preguntó.

—Sorpréndeme.

—Para que se folle a Belén con más ganas —zanjó mi cuñado.




Miércoles, 4 de agosto.
16:22 de la tarde.


Me obligué a no darle ni media vuelta a las locuras de David. Pero sentía que no tenía la suerte de Ana. Pues yo no lo odiaba. Ni siquiera conseguía que me cayera mal. Era como era, y a mí, locuras mediante, no me producía rechazo.

Había disfrutado enormemente de mi mañana en el pueblo. A mi conocido se habían unido sus primos. Habíamos tomado unas cervezas. Uno de ellos me había enseñado su pequeña chalana. Comimos en una tasca familiar. Me presentaron a su encantadora cocinera la cual me había hablado de Ana: “Me acuerdo de cuando era así”, me había dicho poniendo su mano a un metro del suelo.

Después me senté en una terraza, solo, a tomar café, y cogí mi teléfono y conseguí que un monitor de campamento me pasara con mi hijo, el cual, casi siempre cariñoso, sentí inquieto y con prisa; apenas se había extendido en contarme demasiado pues al parecer sus amigos le esperaban. Sentí entonces que su adolescencia se acercaba hacia su madre y hacia mí como un tren imparable.

El día estaba caluroso, pesado y húmedo. Parecía que iba a romper en tormenta en cualquier momento. Y yo llegaba a mi dormitorio con el anhelo de echarme una buena siesta. Me desnudé para meterme en la cama y revisé mi teléfono antes de disponerme a dormir, y vi que Ana me había escrito. Le dije que había hablado con Javier, nuestro hijo, y después me puse a pensar en él, pero en él vinculado a lo que me había dicho David. Si bien no tenía duda de que Javi era lo mejor que nos había pasado en nuestra vida, no dejaba de ser cierto que aquella… lujuria… aquella… locura de inicio de relación, había durado demasiado poco.

Desnudo. Boca arriba. Recordé aquellos inicios. Ana era, y es, una mujer que llama la atención. Por tener unos rasgos tan marcados, por ser tan mujer, atractiva, por su lenguaje corporal, por su forma de ser, por su forma de llevar con tanta personalidad desde la ropa más informal hasta la más elegante. Y aquel pensamiento me llevó a cuando llevábamos unas semanas de novios, y ella había encontrado trabajo en una consultoría; no éramos más que unos críos de veinticuatro años, y yo la había acompañado a comprar ropa un poco más formal para sus primeros días de trabajo… y habíamos acabado follando en los probadores de un Centro Comercial.

Pensé que quizás aquello había sido nuestra última y casi única locura. Y habían pasado más de diez años.




Miércoles, 4 de agosto.
17:01 de la tarde.


Tumbado sobre la cama. Mirando al techo. No conseguía dormir. Quizás no tuviera el sueño necesario, o el café de sobremesa no había sido buena idea. Lo cierto era que tampoco ayudaba el hecho de escuchar de fondo la voz de David, y de forma más tenue la de Lucía, los cuales ubicaba en la piscina o en el jardín.

No descartaba seguir intentando conciliar el sueño, pero tuve la necesidad de saber qué estaban haciendo, como un perro pastor aletargado, pero observando de tanto en cuando a su rebaño.

Completamente desnudo, me puse en pie sabedor de que aunque me vieran desde fuera no verían nada relevante, pues la ventana se encontraba a la altura de mi vientre. Así es que descorrí ligeramente la cortina, cual vecino cotilla, y primero observé con calma, y después llegué a degustar el placer de ver algo que me costaba entender que estuviera sucediendo.

Y lo que me sorprendía no era ver a David a remojo, con su vello corporal cubriendo pecho y espalda, ni siquiera que Lucía aceptara su compañía, cosa no demasiado común, sino lo que sucedía más allá, en el jardín.

Vi instalada la red desmontable de bádminton, a la cual le dábamos bastante uso cada verano, y allí jugaban Albert y Belén. Y no era el juego en sí, sino… algo, que de nuevo podía ser todo o nada: las medias sonrisas, la tontería en la discusión de si la pluma caía dentro o fuera, el cuerpo mojado de un Albert que vestía tan solo un bañador, el lenguaje corporal incitador de una Belén que llevaba puesta una camiseta blanca, sin mangas, y que llevaría braga de bikini, pero desde luego, y claramente, no la parte de arriba.

Aquella mujer, casada, otrora formal y prudente, y que superaba los cuarenta, decía acalorada: “¡doce, ocho!”, indicando un marcador, pero lo que se marcaba realmente allí eran sus pezones y sus pechos bajo la camiseta de algodón; y Albert, liberado por tener a David suficientemente lejos, flirteaba y exageraba sus golpes de revés, sin perder detalle de aquel cuerpo, de aquella mujer, también con el pelo mojado, que permitía la visión de sus tetas agitarse libres cada vez que devolvía un saque, o cada vez que se agachaba a recoger la pluma. Yo, pasmado por el descaro, sentí precisamente el impacto de ver esa caída de pechos libres en un momento en el que ella se agachó con especial exhibicionismo, y un impacto aún mayor, cuando ella alzó la mirada y me vio.

Me aparté inmediatamente de la ventana. Y tras hacerlo me maldije: “¿Por qué?” ,“¿por qué lo había hecho?”. Yo no estaba haciendo nada. La infractora era ella…

Y me volví a la cama, molesto, conmigo mismo, y sobre todo con ellos. Y pensé, ya no tenía duda, que Belén estaba en el ajo. Aquella mirada, tan directa hacia mi ventana, me revelaba que ella también estaba jugando conmigo.

—Están pirados. Los dos —me dije, e intenté dormirme de una vez.
 
CAPÍTULO 3


Martes, 3 de agosto.
01:52 de la madrugada.


Me asomé a la ventana de aquel dormitorio en el que recordaba haber morado algún otro verano tiempo atrás; en otros, había caído en los de la otra parte de la casa. Y desde aquella primera planta veía las dos sillas de playa, sobre la hierba, ahora vacías. Como vacío estaba el césped que se extendía hasta unos cuarenta metros más atrás, dibujando una finca holgada y rectangular. Y vacía estaba ya la piscina, pues Albert y Lucía se habían ido a acostar, y David ahora estaría ocupando todo el sofá, y todo el salón, con su presencia y corpulencia, y estaría viendo lo que él solía llamar “pelea” o “velada”, según se quisiera sentir más o menos purista.

Apenas corrí un poco las cortinas, no sin antes abrir ligeramente la ventana, pues quería pasar la noche así, sintiendo la brisa y escuchando las ramas de las árboles agitándose por el tímido viento de verano; era un placer que compensaba la desdicha de ser despertado por la luz y por el cántico machacante de las tórtolas que me esperarían a la mañana siguiente.

Pero el silencio hacia dentro, en la casa, era absoluto. En la habitación contigua una Belén que dormía. Encima el desván. Debajo la cocina. El resto de dormitorios dispersos por la planta baja y por otras partes del pasillo, en una suerte de caos, en la que uno no sabía casi de quién era cada dormitorio, y mucho menos el origen de cada mueble, de cada cama, de cada jarrón, de cada cuadro, en un compendio de retales en los que nada encajaba, pero a la vez todo lo hacía.

Me tumbé en la cama y cogí mi teléfono, sabedor de que quería y debía responder el mensaje de Ana, pero lo que me rondaba en la cabeza no era la creatividad necesaria para la respuesta de amor, sino la confesión sexual de mi cuñado. Tanto era así que dudé en informar de lo segundo y dejar para el día siguiente lo primero.

Pero qué decir. Además era un secreto. Y seguramente ni siquiera fuera cierto del todo… si bien comenzaba a tener un pálpito de que al menos algo tenía que haber de verdad.

Finalmente le escribí a mi mujer un párrafo elaborado, meritorio teniendo en cuenta mi cansancio, en el que le describía el por qué de mi amor por ella, basado en momentos casuales, y rematé escribiendo algo que me hizo sentir cierto bochorno y vergüenza, mencionando las ganas que tenía de que estuviera conmigo en aquella cama, desnuda, y relajada, para así yo poder contar sus lunares, posando un beso en cada uno de ellos, hasta que se quedara dormida.




Martes, 3 de agosto.
02:28 de la madrugada.

No era la primera vez que me sucedía, y lo achacaba al pensamiento, quizás absurdo, de estar demasiado cansado como para poder dormir. Pero en el fondo sabía que había muchas posibilidades de que esta vez fuera diferente, y que la causa no fuera el cansancio, sino el barrunte.

Opté por sacarme aquello de encima, así es que extraje el ordenador portátil de la maleta y desde la propia cama le escribí a Ana un correo electrónico, cosa que no era infrecuente entre nosotros.

Así todos ganábamos: habría el mensaje bonito en su teléfono, para gracia de los dos, y tendría información de lo sucedido con David, para desahogo mío y quién sabe si perplejidad, sorna o directamente incredulidad suya.

Quise disimular, no me sentía a gusto del todo con aquel tema, así es que adorné la confesión nuclear con una descripción, a modo cotilleo, de Albert, y después le conté cómo había visto a Lucía y a Belén, para después sí, y con todas las letras, narrar la confesión de David.




Martes, 3 de agosto.
11:22 de la mañana.


Efectivamente un mar tranquilo había permitido que David y yo pudiéramos salir con el velero de nuestros suegros. Unos suegros que siempre iban al revés de todo el mundo, buscando la ciudad en verano y el pueblo en invierno.

Mi cuñado, yendo de un lado a otro del barco, como si aquel pequeño navío necesitara la atención de un galeón para mantener el rumbo, me contaba sobre la velada; al parecer en el combate estrella de la noche un boxeador le había pegado sin querer un cabezazo al otro, le había abierto la ceja y se había suspendido la pelea.

—Lo estaba matando con el jab. Y el muy idiota cabeceando como una cabra montesa hasta que la acabó jodiendo. Y lo tenía ganado —repetía David, indignadísimo.

Yo le escuchaba mientras me tomaba una cerveza y dejaba que la brisa del mar golpease la piel de una cara que necesitaba color. Y él se enfrascaba en sus tres aficiones: la vela, el boxeo y la cháchara, mientras yo sentía en el bolsillo de mi bañador que alguien me requería, y en seguida pude comprobar que Ana me había escrito.

Pensé que respondería a mi mensaje meloso, que de responder a lo de David lo haría por email. Pero tras mi línea ñoña sobre sus lunares apareció escrito:

—¡Pero si es un farsante! No le creas nada a ese idiota. Vamos, es que ni de coña Belén hace eso.

Tras su frase un emoticono que yo no usaba jamás, pero que era común en ella: el de una cara sonriente, pero boca abajo.

—¿No se lo habrás contado a Ana? —me sorprendió de golpe David, casi como si tuviera súper poderes.

—¿El qué? —dije apartando el teléfono, mientras él pasaba por delante de mí y se iba hacia la proa.

—Coño pues mi añito con Belén. Por cierto. Hoy los pillé en la cocina.

—¿A quiénes?

—A Alberto y a Belén. Desayunando… Belén es la hostia. Te juro que no le dije nada más. Que ni le saqué el tema. Pero la cabrona parece que lo había consultado con la almohada y vamos, que lo tiene claro.

Me quedé un instante en silencio. El hecho de que hubiera sacado el tema tan repentinamente, y sobrio, me hacía sospechar que Ana estaba en lo cierto y que era todo una tomadura de pelo.

David se hizo entonces con una cerveza, se sentó a mi lado, y yo temí que echara más leña al fuego en su intento de captar mi atención. Para mi desgracia en seguida comprobé que no iba desencaminado:

—Sergio, tú sabes lo que es que un maromo… un cretinazo muchas veces, que nos caiga bien es lo de menos… Tú sabes lo que es que un tío se folle a tu mujer en toda tu cara…

—Mmm… Pues no. Y tampoco te creas que me atrae… un evento semejante —respondí, más escéptico que afectado por el grosor de sus palabras.

—Nah, no tienes ni idea. Qué vas a saber. ¿Y sabes lo curioso? —decía y bebía en tragos cortos, y a veces negaba con la cabeza y achinaba los ojos, como si reviviera momentos —que la quieres más en ese momento… que… que nunca. O sea. Imagínate el momento en el que más has querido a Ana.

—Vale —respondí comenzando a sentirme ya un poco incómodo.

—Vale, no. Párate y piénsalo un poco —me atosigaba, sentado a mi lado.

—Está bien, está bien… —dije desganado—. Es que hay muchos.

—Pues bien por ti. Vamos, piensa —dijo y dio un trago largo a su botellín.

—Vale. Lo tengo —dije rememorando un viaje que habíamos hecho a los Pirineos, con una autocaravana, y la recordé de pie, de espaldas a mí, frente a un lago, y el sentimiento de amor que me había embriagado en aquel momento.

—¿Lo tienes? ¿Seguro?

—Sí.

—Vale, pues lo que la querrías mientras ves cómo un tío se la mete es el triple.

Tras escuchar aquello no sabía si reírme, tirarme por la borda, o tirarlo a él. Pero mi cuñado no se reía, y yo alucinaba con que aquella frase le hubiera podido sonar siquiera medianamente seria.

Bebí de mi cerveza. Él también. Y a pesar de la incomodidad por sus palabras algo me atraía de su conversación, como una curiosidad infundada, pues no le creía, pero aún así le pregunté:

—¿Pero por qué la iba a querer más por eso? Es que no tiene puto sentido.

—Yo qué sé, pero es así —respondía, mirando a la nada, como si su confesión comprendiera esencialmente un desahogo.

—Además, ella no lo hace como un favor a ti. Deduzco que lo disfruta —proseguí.

—Qué dices de favores. Una relación no consiste en dar y devolver favores.

—Por eso te digo.

—Pues claro que lo disfruta. No soy un psicópata. Lo disfrutamos los dos, y el tercero en discordia también.

Y tras decir eso se levantó y tiró su botellín vacío en una bolsa de plástico. Y siguió con su ritual de idas y venidas, de proa a popa y de babor a estribor, sobre el cuidado velero de nuestros suegros.




Martes, 3 de agosto.
23:31 de la noche.


No ubicaba desde mi silla de playa apenas ninguna estrella, así que me entretenía viendo pasar las nubes que las cubrían. Se escuchaban los grillos, no así las chicharras, y es que no hacía tanto calor como la noche anterior. Lo que sí era similar a casi veinticuatro horas atrás era mi compañero de césped, un David que iba por su segundo gin-tonic, lo cual, sumado a las cervezas de la tarde, me hacía dudar si tendría un pequeño problema.

Aquella noche estaba ligeramente más callado, y aquello me permitía coger mi teléfono y escribirme con Ana. Apenas le había dado más vueltas a las confesiones de mi cuñado, pero mi mujer, junto con el anuncio de que se iba ya a acostar, había retomado el tema:

—… Y no le creas nada a ese. ¿Recuerdas lo de la cojera? Es un pirado. No le creas nada.

Tras su frase le di las buenas noches y bloqueé el teléfono al tiempo que el sonido de unos pasos me alteró. Alcé la vista y vi a Albert acercándose a la piscina, y entonces escuché la voz ronca y arrastrada de David, el cual parecía molesto por lo mismo:

—¿Y este por qué arrastra los pies? Odio a la gente que arrastra los pies —susurró, allí, a mi lado, vigilante en la penumbra como una lechuza.

Albert, que esta vez venía solo, colgaba la toalla sobre la verja que delimitaba la piscina, se quitaba la camiseta, nos saludaba levemente, y se disponía a meterse en el agua.

—¡Oye, Alberto! —casi gritó mi cuñado, pero sin moverse un ápice de su trono y sin soltar su copa.

El chico detuvo entonces su descenso por las escaleras de la piscina y le miró, tenso.

—¿Y Lucía? —le preguntó David.

—Está viendo una serie… En el portátil… Arriba.

—¿Una serie? ¿Está boba o qué?

—¿Qué? —respondía Albert, alucinado, y asustado siempre por la siguiente frase que pudiera soltar David.

—Que si está tontita hoy. ¿O es que tiene la regla?

—¿Qué? ¿La qué? Ah, no, no. No tiene la regla —respondía Albert, a unos diez metros de nosotros, allí clavado, con los pies en la escalera, a remojo hasta los tobillos.

—Eso lo sabes seguro, ¿no? Está a pleno rendimiento… —le espetaba David, y bebía, y Albert, que le miraba perplejo, se encogía de hombros —Qué jodío… —farfulló mi cuñado entonces, y el chico aprovechaba que él daba otro trago y no le preguntaba más para huir, metiéndose en el agua.

Y de golpe el único sonido que emanaba a nuestro alrededor era el que partía de aquel agua apartada por Albert en cada brazada. Y yo volví a intentar buscar estrellas sin éxito. Y después otro sonido, el de David tecleando en su teléfono.

Y tras el tecleo, silencio. Y tras no más de tres minutos vimos cómo Belén salía de la casa, vestida tan solo con un bañador entero y rosado. Y bordeó la piscina. Y se paseaba. En una exageración. En un contoneo que me sorprendía. Y no nos miró. No nos saludó. Miraba hacia al agua y hacia aquel nadador, el cual no era consciente de que una morena que le doblaba la edad, vestida con un bañador que se le pegaba al cuerpo, marcando, a pesar de las quejas de su marido, bastante teta y pezón, y sobre todo un duro y redondísimo culo, le observaba.

—Bueno… Empieza la fiesta… —susurró entonces David, y finiquitó su copa, e hizo contonear después los hielos con una gracia y un salero solo comparable al de su mujer sentándose al borde de la piscina, metiendo sus pies en el agua y colocando su media melena rizada tras sus orejas.






CAPÍTULO 4


Belén. Seria. Sobria. Incluso fría en muchas ocasiones. Quizás fuera por eso que aquello no me encajaba. Si bien, en esencia, en hechos, realmente nada especial sucedía: una mujer que decidía bajar a darse un baño en su piscina antes de dormir. Pero era sobre todo su lenguaje gestual lo que me decía que algo ocurría.

Terminó por captar la atención de Albert, el cual detuvo sus brazadas, y Belén descendió hasta que el agua le cubrió hasta la altura del pecho, exclamando un “qué fría…” y algo más, que desde la distancia no alcancé a comprender.

Y comenzaron a hablar, uno frente al otro, en susurros y como si no estuviéramos. Y yo esperaba la frase de David, el regodeo de que todo iba según él me había anunciado, y el ataque a mi falta de fe, pero no decía nada, se mantenía tan expectante como yo.

Una leve frase de ella. Un leve cuchicheo de él. Los pechos a remojo de ella, transparentando el bañador. La espalda limpia, joven y empapada de él. Y de golpe un movimiento, exagerado, de Belén, doblando su torso y mojándose el pelo, la cabeza, para después volver a la posición vertical, frente a él, pero con el pelo empapado y echado atrás, y con los pezones duros y hacia adelante.

Tragué saliva. Lo veíamos con suficiente nitidez. Comenzaba a ser escandaloso. Nunca había visto a Belén de aquella manera, tan sexual. Era atractiva, siempre lo había sido, pero nunca me había fijado en ella así, no de aquel modo. Fugazmente se cruzó en mi mente su cara, su gesto, alterado… por un hombre. Mi cuñada se exhibía y yo me la imaginé… gritando un orgasmo… sudada, con la boca entre abierta… follada… Y por primera vez sentí una súbita erección que la tenía a ella como causante.

David se recolocó en la silla, quizás inquieto, y al instante Albert se acercó más a su mujer, y yo pensé que quizás el chico no era tan inocente.

Y yo estaba dividido en tres. Primero pensaba que quizás no estaba sucediendo allí absolutamente nada. En segundo lugar pensaba que quizás mi cuñado me había contado toda la verdad. Y en tercer lugar pensaba que quizás una Belén aburrida se había compinchado por una vez con su marido para tomarme el pelo.

—Mira, mira… —susurró entonces David, y yo los vi, pegados, pegadísimos. Con sus rostros frente a frente, y con sus manos bajo el agua. Y no podía saber qué pasaba. Y ella le dijo entonces algo en el oído, y yo intentaba entender aquel susurro, y llegué a pensar para mis adentros: “¿Y si le está diciendo que tiene vía libre? ¿Y si le ha susurrado que es toda suya si él quiere?”.

Y él, llamativo, rubio, esculpido, no retrocedía. También la buscaba. En frases esbozadas casi labio con labio. No era el acoso de una mujer madura a un chico joven. Era un flirteo mutuo. Una tensión agobiante.

Y de golpe ella se apartó un poco, y miró hacia abajo, con descaro, y David susurró:

—Lo tiene empalmado como a un burro…

Y mi cuñado, por una vez, no lo decía como chascarrillo, sino con una agitación soterrada.

Y otra vez un contoneo de Belén. Y después algo en el oído de él. Y después se apartó de nuevo. Y después buscó la escalerilla para salir. Y yo esperaba la queja de mi cuñado, pero no dijo nada.

Albert se quedaba solo en la piscina, y yo pensaba que aquello quedaría así, pero el chico demostró de nuevo que no era de esos que desaprovechan oportunidades, así es que salió en seguida y con rapidez, siempre como si David y yo no existiéramos, y se acercó a su toalla, y se la ofreció a Belén.

—Espabilado el chico… —susurraba de nuevo mi cuñado, mientras su mujer se secaba las piernas, los pechos, el pelo… y le devolvía la toalla a Albert, el cual se secaba también y le decía algo, y después entraban juntos en la casa.

—Joder… —musité yo.

—Qué —dijo David, y bebió, tenso, de una copa que era solo hielo.

Me quedé en silencio. Nadie hablaba. Allí, quietos. Yo aún impactado. Me repetía cómo era aquello posible y me repetía que aquello se lo tenía que contar urgentemente a Ana. Y en esas cavilaciones estaba cuando vi con claridad cómo se encendía la luz de la ventana del dormitorio de Belén.

—No jodas… ¿En serio? —dije, girando mi rostro hacia mi cuñado.

—Nah. Hoy no follan. Se lo está cocinando. Hay que pensar en Lucía también.

—¿Lucía? ¿Cocinando? Yo creo que ya está cocinado —susurré, sobrepasado, al tiempo que me pareció ver no una, sino dos sombras pasando al trasluz de la cortina de la habitación de Belén.

—¿Qué? ¿Ya me crees? —sonrió, mientras me sorprendía y se ponía en pie, grande, torpe, algo afectado por el alcohol —. Voy a tomarme la última dentro.

—¿En el salón? —pregunté.

—Sí, ¿vienes?

—No, no. Me voy a dormir ya —dije, y él siguió su camino, errante, pesado, asomando una ligera barriga bajo su camiseta gris.

Y bordeaba aquella piscina, y entraba en la casa, por la puerta del salón, y parecía absolutamente seguro de que no habría función alguna en el piso de arriba.

Yo, sin embargo, necesitaba saber qué estaba sucediendo en aquel dormitorio.
Joder que maravilla de relato. Sublime
 
CAPÍTULO 7


Miércoles, 3 de agosto.
17:48 de la tarde.


—Shhh… Dormilón… Qué —escuché, y abrí los ojos. Y solo vi el blanco de la almohada, y aquello que resonaba en mi cabeza era la voz de Ana. Y aquello no podía ser.

Noté algo en mi hombro desnudo. Un pequeño zarandeo. Y abrí más los ojos. Y me volteé. Y era Ana. Mi mujer, sentada a mi lado. Sonrió, disfrutando de la sorpresa.

—¡Qué! ¿Y tú… aquí? —pregunté, aún sin creérmelo. Y me acomodé, incorporándome un poco, y respaldándome contra los incómodos barrotes del cabecero de la cama.

—Me he escapado después de comer. Así, a lo loco. No estaba el jefe y me dijo Luís que me cubría. He venido del tirón.

Yo la escuchaba. Y la miraba. En traje de pantalón y chaqueta gris y camisa azul, elementos que le daban una elegancia sobria; y con sus ojos negros, sus labios ligeramente pintados y sus pendientes en forma de aros que le daban un aspecto más suelto, menos encorsetado, casi más salvaje.

—Ni maleta he traído —dijo deshaciéndose de su chaqueta y posándola sobre la cama, sin levantarse de mi lado. Y yo entonces me vi atraído de una forma que hacía tiempo que no me sucedía. Quizás fue por agradecimiento, por alegría, o por acumulación de experiencias en los últimos días, así es que llevé una de mis manos a su cintura y la quise atraer hacia mí, para besarla.

Noté su sorpresa, el movimiento había sido indudablemente brusco, pero conseguí que nuestros labios se juntasen, en un pico que no derivó en nada más, pero pude olerla, su perfume y el aroma de su densa melena larga y color azabache.

—Uy… —dijo, y se apartó ligeramente —… Cómo estamos… ¿no? —continuó, y sonrió.

—Te tengo que contar…

—Ya… ya… Ya me olía que sigues con el tema —respondió, y me miró; yo estaba completamente desnudo, cosa común en mí y perfectamente conocida por Ana desde aproximadamente junio hasta octubre, pero estaba tapado por una fina sábana que me cubría hasta el vientre.

—Bueno, es que han pasado muchas más cosas —le dije, mirándola, y de golpe mi miembro palpitó, libre, y se rozó con la sábana, y me di cuenta entonces de que tenía una pequeña erección, y sentí un absurdo rubor, pues era mi mujer, si bien no creía que se hubiera percatado.

Ella se quedó en silencio. No parecía muy atraída por lo que le pudiera contar.

—¿Pero has venido así? ¿No te asas? —pregunté.

—Pues claro que me aso —dijo y comenzó a arremangarse los puños de la camisa, hasta casi los codos, y yo la veía acalorarse, y lo disfrutaba, y después agitó un poco el escote de su camisa, aireando su pecho, en movimientos cortos, y mi miembro volvió a palpitar.

—¿Y cómo vas a ir a la piscina? ¿O a la playa? ¿Qué hora es? —pregunté, simultáneamente a mirar en el reloj de la mesilla que eran casi las seis de la tarde.

—Pues no sé qué ropa tengo aquí. Creo que nada. Sino Belén tendrá que prestarme algo. Que por cierto he estado con ella, con David, con Lucía y con… el otro. O sea, con todos, porque ya me han dicho que Marta sigue desaparecida. Y vamos, menudo recibimiento.

—¿Recibimiento? ¿A ti? ¿Por? ¿Bueno o malo?

—Pues, hombre… no sé. Como que pasando un poco, ¿sabes? Lucía, bueno, es Lucía, no esperaba ninguna emoción, pero Belén… poco más que “Eh, qué tal, ¿y tú aquí?”, poco más.

Yo la observaba. Los barrotes se me clavaban en la espalda. Pero no podía dejar de mirarla. Se quejaba de su hermana, cosa habitual, y gesticulaba, de forma tierna, suave… Yo le agradecía enormemente su visita, y tampoco es que hubiera dicho palabras muy diferentes a las de Belén, pero suponía que ella veía en mi cara mi alegría.

—Venga, adonis —dijo graciosa, mirando mi torso, y acariciando mi abdomen levemente—. Cuéntame, anda, que lo estás deseando.

Yo henchí mis pulmones. Ella no se movía. Sentada, de medio lado, hacia mí, con sus pechos marcando su camisa, con sus ojos grandes, con su melena otros días rizada, hoy alisada, cayendo por su espalda.

Y se lo conté. Bajando el tono, entre susurros. Le conté la confesión de David. Lo sucedido en la piscina. Aquello de “quiero caerle mal a Alberto para que se folle con más ganas a Belén”. Y finalmente lo del bádminton.

Ella me escuchaba pacientemente. Y no me ofrecía su expresión facial pista alguna de lo que estaba pensando. Hasta que finalmente, en tono bajo, idéntico al mío, dijo:

—Te está tomando el pelo. Ni Belén va a clubs… de intercambios o lo que sea. Ni está mamoneando con el chico, ni creo que jugara con él sin parte de arriba del bikini, ni nada de nada.

—Que te juro que se veía desde aquí… Y… bueno, más que a clubs… como que Belén se lo monta con tíos y David mira.

—Psss. Qué va —dijo convencida.

—A ver. Yo también creo que seguramente me toman el pelo. Pero creo que me lo toman los dos.

Y ella hizo entonces una mueca, y negó con la cabeza, dándome a entender que no creía que su hermana estuviera compinchada con David.

—Joder, Ana, —dije alzando mínimamente la voz —tendrías que haber visto a Belén en la piscina, con el crío. Fue un escándalo. Joder, que se le salían las tetas por los lados del bañador.

—¿Sí? Bueno… ¿No será que estás tú muy salido?

—Que no —protesté.

—¿Tetas por los lados? Jesús. Ni que tuviera tanto.

—Hombre, tienes tú más —le dije, y nos quedamos en silencio.

Había sido un improvisado, casual y sorprendente piropo. Y Ana no protestó.

Y mi miembro volvió a palpitar, indicándome que mi erección no había disminuido, y ese resorte sí me dio la impresión de que tenía que haber sido advertido por mi mujer. Pero ella no decía nada. Y yo entonces alargué una mano, y llevé las yemas de mis dedos a uno de sus pechos, sobre su delicada camisa azul. Y ella no solo no protestó, sino que entrecerró ligeramente sus ojos.

—Tienes… bastante más que ella… Está claro —susurré, y seguí dibujando caricias aleatorias sobre su camisa, buscando despertar su pezón… y es que quería notarlo, si bien era complicado que atravesase sujetador y camisa… Y mi miembro parecía querer pedirme que cambiase las caricias por algo más rudo, y volvía a repuntar, a rebotar, haciendo ondear la sábana.

—Venga, va… —susurró ella, queriendo cortarme, pero se seguía dejando acariciar, y hasta ladeaba ligeramente la cabeza—. Me ducho rápido… le pido ropa a Belén y salimos… que estamos aquí de antisociales.

Yo detuve mi caricia. Mi erección era evidente. Y deseaba con todas mis fuerzas que Ana apartase la sábana… pero no lo hacía… y dudaba en hacerlo yo.

—Venga, vístete… —ronroneó, mimosa, y se puso en pie. Y después me abandonaba, yendo hacia el cuarto de baño.

Y yo miraba su culo, embutido en sus pantalones, y resoplé… acalorado y con una excitación contenida. Y escuché cómo cerraba la puerta del aseo, y colé una de mis manos bajo la sábana y sujeté mi miembro. Aún sentía que podía oler su perfume y su melena. Aún podía sentir el tacto de su camisa, de su teta bajo las yemas de mis dedos.

Y después escuché el sonido del grifo de la ducha. E inmediatamente, tras ese sonido de agua caer, algo me sobresaltó:

Eran unos golpes, tenues, pero concisos, en la puerta del dormitorio.

—¡Ana! ¿Estás? ¿Puedo entrar? —escuché gritar a Belén, al otro lado de la puerta.

Escuché entonces cómo el grifo se cerró y cómo Ana le decía que iría en seguida.

A los pocos segundos mi mujer salió del aseo, agitada y tan solo con la camisa puesta, de la cual solo había cerrados dos o tres botones, y supuse que también las bragas aunque su camisa azul tapaba su culo. Y yo solté mi miembro al tiempo que ella le abría la puerta.

—Mira, tengo esto —escuché decir a Belén, si bien desde mi posición no podía verla.

—Justo te iba a pedir… porque creo que aquí no tengo nada. Que me lo había llevado todo —le decía mi mujer.

—Ya, ya. Por eso te he traído.

—A ver.

—Nada, esto —decía Belén, y yo escuchaba el sonido inconfundible de una bolsa de cartón agitarse —Esto… unos shorts, una camiseta y estos bikinis… que igual de arriba te irán pequeños.

—Bueno, me apaño. Gracias. No te preocupes —le respondía mi mujer, y después se despedían.

Ana cerró la puerta y vino hasta la cama donde yo no me había movido un ápice. Hizo a un lado su americana, abrió la bolsa, y posó sobre el espacio que dejaban mis piernas unas chanclas, unos shorts vaqueros, una camiseta fucsia, y unos bikinis azul marino y negro.

—Pues yo la vi maja —dije mientras ella observaba la ropa.

—Sí, ahora sí. Maja… y bien empitonada, por cierto.

—¿Sí?

—Sí. Ahí te doy la razón. Antes no me había fijado.

—Eso es que Albert la tiene a tope —tanteé.

—Ya, venga vístete —dijo, y miró la hora.

—¿No te ibas a duchar?

—No sé… —dudaba ella, de pie, al lado de la cama.

Yo me puse entonces en pie. Y no me avergoncé de mi erección. Mi miembro caía pesado e hinchado. Ella dudaba si ducharse o no, y yo dudaba si atacarla o no.

Me ubiqué frente a ella y vi en seguida que sí había bragas, pero que no había sujetador, pues su camisa no podía ocultar dos prominencias puntiagudas que coronaban sus pechos y marcaban la tela.

Me acerqué más. Cara a cara. Dejando que mi miembro, que crecía por su culpa, y que apuntaba casi al frente, topara con su cuerpo, en una provocación medida.

—No paras, eh… —susurró, graciosa, y yo llevé una de mis manos a su mejilla, y ella agradeció la caricia, torciendo el rostro hacia esa mano.

Y yo, envalentonado por su aceptación y excitado por aquellos pezones, llevé mi otra mano allí, y acaricié sutilmente aquel pecho, sobre su camisa, con una delicadeza extrema… y sentí su pezón en mi dedo pulgar… y hacía por endurecerlo, y ella apoyaba su rostro en mi mano, y nos mirábamos…

—¿Cómo estaba de empitonada Belén…? —susurré.

—Qué bobo eres… —musitó, achinando los ojos.

—¿Estaba así de empitonada o más? —preguntaba y apartaba mi mano de aquel pecho, y comprobaba que aquel pezón asomaba como un cristal puntiagudo, excitado, femenino, sexual… forzando la tela azul.

—Más… —respondió Ana.

—Es que este Albert… —dije, llevando mi mano entonces a su otro pecho.

—Qué…

—Que está bueno, ¿no? —le preguntaba mientras sobaba su otra teta sobre la camisa, sin centrarme tanto en el pezón como en acariciar toda aquella extensión, contundente en tamaño, lo cual hacía que cayese un poco, lo justo, pero que repuntaba hacia arriba de forma espléndida y vivaz; y tersa y suave de tacto.

—Que está… bueno… —ronroneaba— pues como todos los novios de Lucía.

—Este más.

—¿Quieres que te diga que sí…? —sonrió, siguiéndome el juego, por primera vez, pues nunca habíamos jugado a algo similar.

Yo la besé entonces. Sentí sus labios húmedos, carnosos… y estiraba su labio inferior al tiempo que me hacía con una de sus manos y la guiaba para que sujetase mi miembro. Y ella, al notar aquel tronco duro, lo agarró y su lengua despertó, vibró, y nos besamos, de forma casi soez. Y yo apreté su teta y ella apretó mi polla… Y nuestras lenguas jugaban… y después ella, sin soltar mi polla y sintiendo su teta agarrada, pegó su mejilla a la mía, y susurró en mi oído:

—Sí… Está muy bueno… Es un crío… pero está muy bueno.

—¡Ana! —se escuchó entonces, al otro lado de la puerta.

Nos separamos al instante, como dos adolescentes pillados in fraganti. Mi polla dura y lagrimeante. Los pezones de Ana marcando la camisa. Sus mejillas sonrojadísimas. Sus ojos como platos.

—Mierda… —susurró ella, al tiempo que yo maldecía el oportunismo de Belén.

—¡Ana! —insistía mi cuñada y mi mujer se aclaraba la voz y caminaba un par de pasos hacia la puerta.

—¿Qué? ¡Dime!

—¿Te va bien la ropa? ¿Te sirve?

—¡Sí! ¿Sí!

—¿Los bikinis también? ¿Seguro?

—Mmm… ¡Sí! ¡Gracias! —gritaba mi mujer, contenida, allí, en medio del dormitorio, a la misma distancia de aquella puerta cerrada que de mí, que, desnudo y con mi miembro apuntando a una Ana que me daba la espalda, suspiraba porque mi cuñada se marchara cuanto antes.

—¡Oye! —insistía Belén— ¡Vamos David y yo a la playa! ¿Venís?

Ana se volteó entonces hacia mí. Y miró a mi miembro tan duro como desvergonzado, y después a mi cabeza, que negaba con vehemencia.

—Mmm… ¡Igual en un rato! —le decía mi mujer, volviendo a voltearse hacia la puerta—. ¿A cual vais?

—¡A la pequeña!

—¡Vale! ¡Quizás vamos!

—Venga. Vale. ¡Oye! —insistía una Belén que pareciera que lo hacía a propósito.

—¿Qué? ¡Dime!

—Que Luci también se viene. ¡Albert se queda en la piscina! ¡Que el chico ni que se hubiera comprado un bono!

—¿Qué? —replicaba Ana.

—¡Nada, que Albert se queda en la piscina, pero Luci se viene!

—Ya. ¡Vale! ¡Casi seguro vamos a la playa en seguida!

—¡Valee! —respondía Belén, y por fin parecía que se iba.

Ana se giró entonces. Y me vio. Plantado, en el medio del dormitorio, completamente desnudo, y agarrado a mi miembro.

—Madre mía… Sergio… Cómo estás… eh.

—Qué…

—Y además te veo venir —dijo, acercándose hacia mí. Y si quería que yo me relajara no hacía bien en acercarse así, ofreciéndome la visión de sus pechos botando libres bajo su camisa.

—¿Qué ves venir?

—Veo venir que no voy a ir a la piscina… a mamonear con el novio de Lucía —dijo, verbalizando algo que estaba en mi mente, pero como algo no tan claro como ella pudiera pensar. De hecho no había pensado realmente en proponérselo.

—¿Por qué no?

—¿En serio eso te pondría? —preguntó, y se llevó las manos a la melena, atusándosela, como en una provocación cínicamente involuntaria, o eso me parecía a mí. Y no nos tocábamos, a pesar de la corta distancia, y a pesar de la tentación que mi miembro pudiera ocasionarle, ni a pesar de la tentación que sus pechos y pezones me producían.

—No sé si me pondría. Pero desde luego no lo descarto.

—Y yo que creía que venía aquí a… cómo era eso… de… desnudarme… y besarme en los lunares…

—Eso después.

—¿Después de qué? —preguntó altiva— Es que no entiendo… te pone de golpe fantasear con Albert y conmigo… te ponen… cómo era… “las tetas saliendo por los lados del bañador de Belén…”

—Ya… No te niego que un poco de lío sí que tengo…

—Pues déjate de líos, anda…

—Ya…

—Pues eso. Y solo te puedo poner yo. Y ya está —dijo entonces, sorprendiéndome un poco, y gustándose, de una forma un tanto exagerada.

Y después se volteó, y se encaminaba al aseo, mientras decía:

—Me ducho en un minuto y vamos a la playa. Venga, guárdate eso y ponte un bañador.
 
Hacía tiempo que no leia relatos, iba a leer otro que estaba antes y me he encontrado con este que lo escribía Tanatos12, uff que alegría!! Me lo he leido todo y la única decepción ha sido que he llegado al final.
 
CAPÍTULO 8


Miércoles, 4 de agosto.
21:47 de la noche.


Ana apuraba su postre, un flan que bailaba en su plato cada vez que ella captaba un pequeño trozo con su cucharilla. Éramos los más rezagados, los demás ya habían terminado y charlaban en el salón adyacente al comedor.

Yo alcé la mirada, y la vi, con la ropa de Belén, con aquellos shorts y aquella camiseta fucsia, con el pelo, aún mojado por el mar, echado hacia atrás. Y me di cuenta de que me estaba observando.

—Qué miras.

—A ti, bobo.

—Ah, qué bien —respondí, y se hizo un silencio, y ella me escudriñaba, fijándose mucho.

—Estás guapo —dijo sin más.

— Ah, ¿sí? —dije escéptico.

—Sí, te ha cogido el sol estos días.

—Pues sería hoy. Ayer me veía blanquísimo —dije, y ella frunció de repente el ceño, y exteriorizó un curioso gesto de intriga, y se llevó un dedo a los labios, como haciéndome la señal de que guardara silencio.

En seguida me di cuenta de que pretendía escuchar lo que se hablaba en el salón. Agudicé el oído al tiempo que ella comía su flan con un sigilo impecable, y pude escuchar cómo Belén, mucho más agitada y dicharachera de lo que en ella era usual, pretendía convencer a los allí presentes de darse un baño en la piscina.

—¿David está ahí? —me preguntó entonces Ana, en un susurro.

—No, está en su silla, en el jardín.

—En su trono de todos los años —matizó.

—Eso es —susurré, mientras se abría un debate en el salón, y se le escuchaba a Lucía decir:

—Yo tengo frío, no sé cómo aguantáis. Y si voy y no me baño me matan los mosquitos.

Y, para mi sorpresa, y quizás también la de Ana, Albert se sumaba a la propuesta de Belén, sin importarle demasiado que su novia no pretendiera unirse.

Mi mujer ponía cara de extrañeza y acababa su postre mientras oíamos el sonido de unas chanclas resonar por el salón y a Belén y a Albert hablar.

—Otro show… —susurré.

—Qué show ni qué show —susurró Ana, recostándose un poco, llevando su espalda al respaldo de su silla.

—Ya verás.

—No voy a ver nada. Me voy a ir a acostar —dijo, mirando su reloj, y se podía escuchar como su hermana mayor y el novio de su hermana pequeña se iban hacia el jardín.

Nos quedamos en silencio. Ella estaba imponente. Me miraba fijamente. La conocía, sabía que estaba cansada y que tenía que irse a dormir para trabajar decentemente al día siguiente, pero que a la vez no quería acostarse tan pronto.

—Qué miras —dijo ella entonces, copiando mi frase.

—A ti.

—¿Y qué ves? —sonrió.

—Más que ver, recuerdo.

—¿Y qué recuerdas?

—Recuerdo… esta tarde en la playa…

Ella se encogió de hombros y me miró extrañada.

—Recuerdo —proseguí— ese bikini. El que llevas puesto… —dije, observando cómo se marcaban los triángulos azules bajo la camiseta fucsia.

—Qué le pasa.

—Que efectivamente… te quedaba… y te queda… pequeño. Se te… salían las tetas por todas partes.

—A todas se le salen las tetas por todas partes últimamente… —resopló, mostrando falso hastío.

—Y cómo te miraba David —insistí a pesar de su parquedad. Y entonces ella no dijo nada. Solo me miraba. En silencio.

—Quítate la camiseta —susurré.

—¿Qué? ¿Para qué?

—No sé… —respondí.

—Estás muy tonto. Y muy salido, eh —susurraba ella.

Otro silencio. Más largo. Y ella terminó por volver a resoplar. Pero como si su resoplido la exonerase de culpa, y es que finalmente sí me quiso dar el gusto, sin saber yo bien por qué, y se llevó las manos a su camiseta. Y se la sacó, por la cabeza, y sus pechos se agitaron, a pesar de su aprisionamiento contra aquella tela azul. Sus pezones se marcaban; aquellos triángulos apenas tapaban algo más que las areolas. Era casi obsceno. La cantidad de piel, de teta, al descubierto, era una incitación al pecado.

—¿Contento? —dijo, recostada, como si tal cosa.

—Vamos a la piscina —solté.

—Que no —dijo, casi sin dejarme terminar la frase.

Y otro silencio. Nos mirábamos. Ella quería irse a dormir, pero yo sabía que a la vez no quería que fuera jueves por la mañana.

Yo me fijaba en su pecho palpitar, en las tiras del bikini completamente tensas, haciendo unos esfuerzos exagerados por contener aquello. Aquel bikini no estaba hecho ni estaba acostumbrado a cubrir y vencer los rotundos pechos de mi mujer.

—Si… vamos a la piscina… mañana te llevo yo en coche al trabajo —propuse.

—Qué dices… Que no.

—Me da igual. Venga.

—Pero cómo te va a dar igual conducir… dos horas de ida y dos horas de vuelta. Además, si me llevas y vuelves me dejas sin coche.

—Dejaría el coche en tu trabajo. Y… cogería allí… un taxi a la estación… y volvería en bus.

—Bus y taxi. Bueno, taxi, bus y taxi. Estás loco —rebatía ella.

Tras otro silencio. Yo insistí:

—Venga…

—Pero a ver. ¿Qué se supone que va a pasar en la piscina? ¿Por qué tienes tanto interés?

—Pues… que vas a ver… lo que sea que traman estos. Aunque igual si estás tú no hacen nada.

—Ah, perdona, centro del universo —sonrió.

—Qué.

—Nada, que están compinchados para vacilarte, porque eres importantísimo.

—No digo eso, pero igual si estás tú se cortan.

Ana negaba con la cabeza y miraba de nuevo el reloj.

—Venga. Total, yendo a dormir ahora… Vamos, aunque sea diez minutos.

—Cinco —dijo ella.

Yo la miraba de nuevo. Sus ojos oscuros, su pelo, apelmazado, medio liso medio rizado, sus labios gruesos.

—Cinco y mañana no me llevas, que es una locura —dijo, levantándose de su silla y recogiendo su plato.




Miércoles, 4 de agosto.
22:08 de la noche.


Tan pronto habíamos accedido al jardín y llegado a la piscina habíamos visto a Belén y a Albert en el agua, a la deriva, ella sustentada por una especie de flotador alargado, él agarrado a una pelota suficientemente grande. Y hablaban, tranquilos, bajo la observación perenne de un David que no solo bebía, como era costumbre, sino que también fumaba.

Aproveché que Ana se detenía en el borde de la piscina y le preguntaba a Belén si el agua estaba muy fría, para alejarme e ir a buscar yo mi aposento, al lado de David, intentando así conseguir que nuestra visita se prolongase más que los cinco minutos pactados.

Mi cuñado me miró de soslayo, pero no me dijo nada. Su habitual olor a alcohol se mezclaba con el del tabaco, y yo no sabía muy bien qué esperar de lo que allí podría pasar.

Ana se sentó entonces en el bordillo e introdujo sus piernas en el agua, mientras Belén y Albert seguían navegando erráticos. El silencio era casi absoluto, la luz tenue y blanquecina, que partía de los focos sumergidos de la piscina, les iluminaba a los tres.

Y entonces una frase de Albert a Ana. Y un carraspeo de David. Y una Belén que fluía, se deslizaba, con un bikini granate, alejándose de la conversación.

Aquella noche, sentado al lado de mi cuñado, no me acordé de observar las estrellas, y, mientras miraba hacia la piscina, me daba cuenta de que habíamos ido allí sin estrategia alguna, y que, si queríamos descubrir o al menos observar el hipotético plan de Belén y de David, deberíamos darle espacio a Belén. Así es que era necesario que Ana se alejase, pero yo miraba a mi alrededor y no había silla alguna y no llegaba a proceder que mi mujer se tumbara en el césped a las diez de la noche.

Y Ana se dejaba entretener por aquel chico, y yo sabía lo que él tenía que estar viendo, lo que había visto yo en la playa, lo que había visto yo en el comedor instantes atrás, y quizás por eso aquel chico se había olvidado por completo de la existencia de Belén. Y yo, entonces, en aquel preciso instante en el que mi mujer soltó una media sonrisa, amenizada por Albert, dudé si lo que yo mismo había instigado había pretendido el desenmascaramiento de Belén y David… o había buscado precisamente lo que se estaba produciendo, el acercamiento de Albert a mi mujer.

Una mirada de Belén a David. Un acomodamiento de mi cuñado en su silla. Otra media sonrisa de Ana. Un Albert a la deriva, pero frente y cada vez más cerca de Ana. Y la visión que él tenía que tener, la de aquel torso ligeramente echado hacia atrás y aquellos pechos marcando dos montañas espléndidas y retenidas, con unos pezones que coronaban y marcaban aquellos triángulos azules de manera incesante.

Belén había desaparecido del radar de Albert, y yo me sentía incómodo, y sentía cómo mi cuñado protestaba, en miradas directas e indirectas, y yo no quería mirarle.

Mi corazón palpitaba con fuerza. Disfrutaba y a la vez me incomodaba aquello. No entendía a Ana, o quizás sí, quizás fuera simplemente su necesidad intrínseca de ser la adorada; pequeño defecto que yo había asumido desde el primer día. O quizás quería demostrarme que no había nada especial en charlar con un chico en la piscina de su casa.

Y de golpe algo que ella dijo, y la respuesta de Albert, que no fue de palabra, sino física, y es que el crío usó su mano como si fuera una pala, y la salpicó, mojando todo aquel torso, en un juego amistoso, y ella se quejaba, pidiendo que no la mojara más, al tiempo que mi cuñado pronunció:

—Qué bien, eh. Eres un puto bocazas.

Yo entonces sí le miré. Estaba iracundo. Y su mujer salía de la piscina. Al tiempo que Ana se dejaba escurrir desde el bordillo, y entraba en el agua.

—Qué dices. Yo no he dicho nada —mentí.

—Ya… —respondía él, y bebía, viendo como su mujer se marchaba, exteriorizando una extraña derrota, que era más derrota aún cuando se confirmaba que Albert ni reparaba en su retirada.

David se levantó entonces: pesado, tosco, malhumorado. Y yo, tenso por su acusación y algo molesto por Ana, veía cómo se alejaba, dejando a su paso el jardín y aquella piscina en la que una hermana había sustituido a otra.

Y diez, veinte, treinta segundos, en los que yo observaba cómo hablaban, con el agua cubriéndoles hasta el cuello. Y cuchicheaban, entre susurros. Y a mi mujer se la veía especialmente guapa, con la cara mojada, con el pelo empapado, y a él pendiente de ella, casi cercándola, como si aquella piscina fuera un cuadrilátero y quisiera llevarla siempre a las cuerdas.

Y él acabó por pegarse mucho a ella. Y yo, por primera vez en mi vida, disfruté de una especie de acoso a mi mujer. Y era absurdo, pues nada iba a pasar, pero había un regustillo extraño, de morbo, y también de orgullo, por lo que ella despertaba.

Quizás aquel descaro de Albert había producido en Ana el rechazo, o quizás simplemente era el frío, o que ella daba por zanjada sin más aquella visita, pero el hecho era que, instantes después del insolente acercamiento, mi mujer subía por la escalerilla, dejando al chico solo, pero siempre pendiente de aquel cuerpo: no disimuló y vio con nitidez aquel culo y aquellas piernas escapando escaleras arriba.

Me levanté de mi asiento con una sensación extraña, por un lado sentía un cierto regusto, de morbo, por lo que acababa de presenciar, pero por otro casi reprobaba la actitud de Ana, y sentía que de alguna forma había perturbado y roto nuestra paz.

Ella me esperaba, cubriéndose con una toalla, en el porche de la casa, y yo pensé súbitamente en David y en su queja, y no me afectaba su sospecha, si bien llegaba a comprenderlo, sintiendo que yo en su lugar seguramente hubiera reaccionado de manera similar.

Subíamos las escaleras de la casa. En silencio. Y después llegamos a nuestro dormitorio. Cerré la puerta tras de mí, y ella se pavoneó un poco, allí, en el medio del dormitorio, y dándome la espalda, y quizás fuera ese inocente movimiento lo que me hizo decir:

—Te has quedado a gusto, ¿no?

—¿Qué? ¿De qué hablas? —se revolvió, de palabra y de gesto, y nos quedamos frente a frente.

—Hombre… la idea era ver a Belén con el chico… no a ti.

—¿A mí de qué? —dijo, tirando la toalla al suelo con enfado.

—Ana, fue un escándalo. Hasta David me dijo si estábamos de coña.

—¿Pero qué coño dices? —alzó la voz—. Primero, no he hecho absolutamente nada. Segundo, por la tarde me dices que quieres que me quede en la piscina mamoneando con el crío y ahora te parece mal, porque tú crees que eso, entiendo, es lo que ha pasado. Tercero, tú y David os podéis ir a tomar viento.

—No te pongas así. No me hagas la del contraataque de siempre.

—¿Pero qué dices de contraataque?

—Sí. Que me da igual. Que es cierto que lo planteé por la tarde. Pero no niegues que… has… entrado en un pique con tu hermana para poner cachondo al chico.

—¿Qué? ¿Pero qué? —se indignaba—. Mira, Sergio. Estás muy mal de la cabeza —protestaba, casi encarándose—. ¿Sabes lo qué pasa? Que por lo que sea… estás… no sé… salido o algo, porque ves cosas donde no las hay. Belén de golpe está buena…

—Que no… —la interrumpí.

—Que sí… que Belén de golpe está buena. Que Belén se tira a desconocidos con David delante… Que a mí se me salen las tetas del bikini… que a Belén también… Que Albert… que es el novio de Lucia, ¡te recuerdo!, nos… nos quiere follar a todas… que yo calent…

—Que no, Ana —volví a interrumpir.

—Pero mírate, si estás empalmado, joder —susurró, casi con repulsa, mirando a mi entrepierna.

Nos quedamos en silencio. Allí, frente a frente, plantados en el medio del dormitorio. Su ira no podía ocultar su potente y sensual cuerpo. Mi desencanto no podía aplacar una pequeña excitación. Su cuerpo mojado, su bikini empapado, sus pechos, su rostro, hasta su actitud desprendía cierta lujuria.

—¿Y si estoy empalmado, qué?

Ana resopló entonces, mostrando aún más desesperación y hartura.

—Pues que llevas tres días… pensando con la polla, ¿vale?

—No es verdad.

—Mira. Vamos a hacer una cosa. Y acabamos con el tema. Si quieres follar, follamos. Ahora. Si quieres hacerte una paja, te la haces. O te la hago yo. Y en quince minutos yo estoy durmiendo y tú no me vuelves a sacar el tema este… de Belén… y su... sexo con otros… ni David… ni el chico y yo… ni más chorradas.

—Vale, muy bien. Date la vuelta —dije, con un enfado que ya pudiera hasta superar el suyo.

—¿Que me dé la vuelta de qué?

—Sí, date la vuelta. Y te follo aquí. Y descargo… Y ya está. Es lo que dices.

—¿Que me dé la vuelta aquí de pie? ¿Me quieres follar como a una fulana? Vete a la mierda, Sergio —me espetó, y se fue hacia la cama.

Yo, con un sofoco y una ira que solo era comparable a mi deseo, observaba cómo se alejaba de mí, y me deshice de mi camiseta, y después me bajé el bañador.

Completamente desnudo, asistía a cómo ella, con el pelo y el bikini empapados, se tumbaba, boca arriba, sobre la cama.

—¿Que te vas a hacer? ¿Una paja ahí de pie? —me provocaba, hiriente.

—Pues sí —dije, usando mi mano para agarrar mi miembro y comprobar una dureza suficiente y un tamaño adecuado para comenzar.

—Estás muy mal, Sergio.

—Desnúdate —le pedí y comencé a masturbarme.

—No.

—Eres una cabrona… —protesté, si bien sentí una pequeña conexión al mirarla a los ojos.

—No soy una cabrona… Tú estás muy salido…

—… Las dos cosas… —dije, resoplando, masturbándome, mirándola, mirando sus piernas esbeltas, la braga de su bikini húmedo, aquellos pechos desbordándolo todo… y su mirada agresiva.

Se hizo entonces un silencio. Ella me miraba fijamente. Quizás para provocar mi explosión. Y yo me daba un placer, que era más alivio que gusto. Y le aguantaba la mirada.

—¿Qué miras? —terminé por decir, sin un ápice de vergüenza porque me viera así.

—Que… estás haciendo el ridículo… pero que… vaya polla tienes… —susurró.

—Suerte la tuya —respondí.

—Por cierto… se la rocé… sin querer… en el agua.

—Qué dices… —casi jadeé, sintiendo el grosor y el calor de mi miembro en mi mano.

—Sí…

—¿Cuándo?

—Pues en el agua… nos rozamos sin querer… Bastante durilla… —provocó mi mujer.

—Vete a la mierda… —resoplaba yo, escéptico, y me acercaba a ella.

—Qué. Es verdad.

Y se hizo un silencio. Y solo se escuchaba el sonido de mi paja. Y yo no me reconocía. Si bien tampoco la reconocía demasiado a ella.

Y Ana miraba a mi polla, cómo mi mano la exhibía y la escondía. Y mi glande, rosado, gordo, brillaba. Y sentía que explotaba. La sentía durísima. Y la miraba. Y ella miró entonces su reloj, y dijo:

—Venga, córrete ya.

—¿Dónde…? —jadeé.

—En mi barriga, si quieres —dijo y yo di el par de pasos necesarios para sacudirme encima de su cuerpo que yacía tendido y provocador.

—¿Y en qué pienso mientras me corro? —tanteé, y mi miembro repuntó al escucharme.

—Piensa… que me follas… —susurró.

—¿Solo eso? —me quejé.

—Sí. ¿No te llega?

—No… —protesté de nuevo… y llevé mi cabeza hacia atrás, mientras seguía masturbándome y seguía escuchándose el “cliq, cliq” húmedo de la piel de mi miembro rozándose, yendo y viniendo.

—Pues piensa… imagina… o cree… que estoy segura de que Albert cree que le he tocado la polla a propósito.

Y yo abrí los ojos. Y ella se incorporó un poco. Y alargó su mano, y la llevó hacia mi miembro. Y yo me soltaba, la dejaba a ella, y ella me la agarraba; sentía el repentino frío de su mano, y cómo me la apretaba. Y después ella hacía por girarme un poco, y me susurró:

—Venga, córrete en el suelo. Mientras… imaginas que ese crío… me folla en la piscina.








Y de golpe todo cambió. Ella, sentada sobre la cama, agitaba mi polla con decisión, pero a la vez con una extraña candidez. Y yo cerraba los ojos y me dejaba hacer, en sus manos, sintiendo el placer de su mano apretando… y sacudiendo… adelante y atrás. Y todo cambió porque yo dejaba de culparla por su necesidad de ser siempre la deseada, y ella parecía dejar de culparme por todas las fantasías que me alteraban de repente. Y, sentada a mi lado, se acercaba más, y me acariciaba una nalga desnuda, y después llegó a posar sus labios allí, y me besó allí… con una inusual ternura, y me pajeaba, implacable. Y el beso en mi nalga sonó nítido… y, tras el extraño beso, ella, desconocida, extravagante, como nunca la había visto, susurró:

—Imagina… que me folla… en el agua… Y tú nos miras…

Y yo la sentía… cómo me masturbaba, y cómo mi piel se erizaba, y mi miembro lagrimeaba… y noté que me acariciaba los huevos, como si me ordeñase… en un favor dulce, marital, aceptando mi repentina ofuscación… y yo imaginaba… a Ana… rodeando a Albert con sus piernas… y él embistiéndola, de pie, en el medio de la piscina, con el agua a la altura de su vientre… y la cara de mi mujer, desencajada por el placer… e imaginaba que ambos me miraban… y que Ana negaba con la cabeza mientras me miraba… como diciéndome que no podía evitarlo… que no podía disimular aquel goce… aquel gusto… aquella satisfacción de tener el miembro de aquel crío dentro.

—Joder… la tienes durísima… —susurró mi mujer, sorprendida, y sacudiéndome entonces con un poco más de rudeza, hasta con un poso de rabia… y yo gimoteé un “Ohh-hh…” y después ella, leyéndome, detuvo su mano por completo, y yo sentí un clímax impactante, brutal, que salía de lo más profundo de mí; y sentí un torrente, que partía de los huevos que ella me agarraba, y recorría mi miembro… hasta brotar, en un disparo nítido y salvaje. Y resoplé otro “¡OHHH!” que solapó un “Jo-der…” de mi mujer, que se sorprendía de la densidad y crudeza de aquel latigazo espeso, y mis piernas temblaban, y ella me exprimía, y otro, y otro chorro… Mi mujer me vaciaba mientras yo me imaginaba aquellas embestidas de Albert… su polla, bajo el agua, penetrando a mi mujer… y ella retorciéndose del gusto… Y se escuchaban los chorros caer al suelo… mis gimoteos… y a mi mujer afectada, susurrando:

—Madre… mía… Sergio…
 
CAPÍTULO 9


Jueves, 5 de agosto.
06:47 de la mañana.


—Que sí. Que te llevo. Que me da igual.

—Que no. Que no seas bobo, anda… —susurraba Ana, en tono muy bajo, por la hora intempestiva; y apurada, mirando su reloj, poniéndose la chaqueta del traje y mirándose en el espejo del dormitorio.

—Que no me cuesta nada. Así duermes un rato en el coche.

—Si no voy a dormir, que me acabo de tomar un café —respondía ella, la cual, efectivamente, venía de la planta de abajo, de haber desayunado en el comedor.

—Pues descansas. Yo total como si duermo toda la tarde.

—Sí, toda la tarde… después de haberte pasado toda la mañana conduciendo. Que no, venga.

Ella se negaba, pero gané yo. Me vestí con rapidez, aún con legañas en los ojos, sin peinar y sin desayunar nada, y me dispuse a llevarla al trabajo.

—Más bobo y no naces… de verdad… —terminaba por resignarse ella y salíamos de la casa, y subíamos al coche.

Nos conocíamos. Los dos sabíamos que estábamos bien, pero que a su vez había un poso de rareza. Lo de la noche anterior no había sido normal. Estábamos tan sorprendidos de nosotros mismos como de la otra parte.

Conducía en silencio. No hablábamos. La radio apagada. Tampoco había música que destrabase el ambiente.

Amanecía, en una luminiscencia que se alargaba, y que creaba un resplandor y unas sorprendentes ganas de vivir, y de madrugar otras mañanas; vieja cábala que nunca se producía si no era por obligación. Casi nadie más en la carretera.

—A las ocho… y media… o así llamamos a Javi, ¿te parece? —preguntó.

—¿A las ocho? Si eso a las nueve. Justo cuando lleguemos. Y ya me parece bastante temprano.

—Los levantan pronto, eh —decía ella, y yo la miraba como diciéndole que no había tanta prisa.

Y otro silencio. Y los dos sabíamos que lo de la noche anterior tenía que hablarse, pero ella no decía nada, y yo pensé en Javi, y en nuestra vida a raíz de él.

Y nuestro mutismo era espeso, así es que acabé por romperlo, pero sin decirle el por qué de mis pensamientos, que no era otro que aquella reflexión de David. Y le hablé de lo fugaz que había sido nuestro noviazgo, y de lo poco que había durado nuestro periodo de mayor intensidad… física.

Ana, con su pelo algo recogido, con sus pestañas largas y densas, con las piernas cruzadas y cubiertas por su fino pantalón gris, y con su busto delineando camisa y chaqueta, escuchaba paciente y miraba hacia adelante.

—¿Recuerdas lo de los probadores? —pregunté.

—¿El qué? No.

—Cómo que no. Al poco de… empezar a salir… que habías encontrado trabajo…

—Ah… ya. Sí —respondió ella.

Me quedé un instante callado, para ver si ella continuaba. Y así fue:

—Pero, a ver… No te sigo. ¿Lo echas de menos o qué? ¿O es una proposición para… hacer ese tipo de cosas…?

—No, no. Si yo estoy bien… No es…

—La vida son etapas… —me interrumpía—. Y es… No sé. Qué quieres que te diga. Una cama es más cómoda… —sonrió.

—Bueno, no es cuestión del sitio, no sé. Es solo la idea de que aquella época seguramente duró demasiado poco.

Se hizo otro silencio. Pero yo la sentía… Sentía que le daba vueltas a aquello. O a todo.

—Oye… —dijo Ana.

—Qué.

—A ver… Lo de ayer… dentro de todo lo peculiar que fue de por sí la noche… Aquello de… Aquello de… vamos, que pretendías hacerlo de pie… ¿fue por eso?

—Qué. No. No sé. Se me ocurrió. Sin más.

—Estás muy creativo… —sonrió, obsequiándome después con una mirada dulce y con una caricia en la mejilla, con el dorso de su mano.

—Sí… puede ser —respondí, y agradecí aquel contacto, y pude sentirla, olerla, y me hice con su mano, mano que besé, de una forma extraña.

Y se hizo otro silencio. Y seguía sintiendo que ambos teníamos cosas que decirnos, a pesar de que apenas había pasado nada especial.

Cinco minutos más de mutismo, en los que yo pensaba en David y en Belén, cuando fue ella de nuevo la que habló:

—Por cierto… Echaste… mogollón ayer… —susurró, refiriéndose a los siete u ocho chorros que había lanzado al suelo de nuestro dormitorio.

—Ya…

—¿Tanto te pone? —preguntó.

—¿El qué?

—Pues lo del novio de Luci y yo.

—Sí. No sé. Un poco todo. Y todo el lío de estos —respondí, casi excusándome.

—Estos nada. Hazme caso. Lo de Belén con otros es una chorrada de David. Es todo de David. No tiene más historia.

—Pero si te conté lo que le había escrito Belén…

—Me da igual. Estaría de coña. No hay nada. Si… además… anoche te pareció que yo tonteaba con Albert… te pudo haber parecido lo mismo con Belén.

Yo la miré entonces e hice una mueca de desaprobación.

—Hazme caso, es mi hermana, la conozco mejor —insistía.

—No sé… Puede ser… —respondí, casi claudicando, sabedor de que, en el fondo, lo lógico sí era que todo fuera una patraña de mi cuñado.

—Pues eso… —decía Ana, llenándose de razón.

—¿Sabes que se enfadó David? —la advertí entonces.

—¿Por qué?

—Pues por… digamos que… Le pareció mal que… taparas el protagonismo de Belén.

—Qué protagonismo… Qué chorrada… De verdad… —protestaba algo más airada.

—Eres presumida, Ana, no pasa nada.

—No soy presumida. Me lo has dicho ya otras veces. Y eso además qué tendría que ver.

—Pues eso —le dije, copiando su frase.

—Eso nada. No tengo ningún interés en convertirme en… no sé… en gustarle al crío ese. Solo me faltaba.

Mi mujer resoplaba, y a mí me parecía que fingía su indignación o, como mínimo, la exageraba. Pero sí se acaloraba. Y se hacía otro silencio. Y después se peleaba un poco con el cinturón de seguridad, que oprimía su torso y arrugaba su ropa, y se inclinaba hacia adelante para encender el climatizador.

Tras su movimiento. Y más calmada. Volvió a su posición anterior, con el cinturón casi encajado entre sus pechos y prosiguió:

—Lo que sí. No… fuimos muy listos.

—¿Por?

—Tendríamos que haber subido directamente desde la cena… y… ver desde la ventana del dormitorio si de verdad David y Belén hacían el tonto con Albert.

—Pues sí, la verdad.

—Pero vamos, que no… Que no habríamos visto nada. Que no hay nada —zanjaba Ana, si bien había sido ella misma la que había vuelto a soltar la sombra de la duda.

Íbamos consumiendo kilómetros. El sol iba ganando protagonismo. Pero no acabábamos de cerrar ningún tema. Y yo, más allá de Belén y de David. Más allá de lo de imaginarla con Albert… había algo que me rondaba en la cabeza.

Y, al ver que ella cogía su teléfono, como dando por finalizada nuestra errática y salteada conversación, le espeté:

—Ana… ¿alguna vez… te ha gustado alguien? ¿En todos estos años? ¿O has fantaseado con alguien?

—Qué. No. Para nada.

—¿Seguro?

—Sí. ¿Y tú?

—No, no creo —respondí.

—¿Cómo que no crees? —dijo, olvidándose de su teléfono y dándole la vuelta al interrogatorio.

—No. Que no. ¿Y tú? ¿Luís? —pregunté, mencionando a su compañero de oficina.

—¿Luís? Qué va.

—Pues no sé. Alguien —insistí, pero sabía que no diría nada.

Y más silencio. Y ella miraba por la ventanilla. Y parecía dudar si quitarse la chaqueta o no. Y se recolocaba el pelo, dudando también si soltarlo o si mantenerlo recogido.

Y, de golpe, escuché:

—No sé… A ver… El año pasado… Sí me pasó algo… No sé. Algo… raro —susurró pensativa.
 
CAPÍTULO 10


Ana soltaba aquello y yo sentí un hormigueo que entrañaba una suerte de alerta, como si de golpe me viera en peligro, pero no tuve tiempo de sentir mucho más, pues ella prosiguió:

—A ver, un día… tarde, de noche ya, el año pasado, después del trabajo… fui a comprar algo de cena… y vi a un hombre…

—¿En el veinticuatro horas ese? —pregunté algo nervioso.

—Sí, claro, allí, al lado de la oficina. Y… bueno, el caso es que vi a un hombre, alemán, o sueco, no sé, que me sonaba de que había ido a la inmobiliaria meses antes… para algo de un chalet… que lo quería para comprar y revender… o algo así. Y entonces me lo encontré de frente… como en un pasillo, entre los estantes… y le iba a saludar… y entonces él me miró… y… ¿sabes ese momento que te mira de frente… y es el momento en el que de golpe dudas si es o no es?

—Sí… pasa a veces, sí —respondía y conducía, escuchándola y mirando a la carretera.

—Bueno, el caso es que como dudé, no llegué a saludarle, por si acaso, pero sí había como… dado la sensación, o él… Yo sabía que él se había quedado con la sensación de que yo le iba a decir algo.

—Vale… ¿Y? Pero… ¿De qué edad?

—¿Él? No sé. Cuarenta y largos… cincuenta. Y… nada. Después, en la cola de la caja… yo sabía que lo tenía detrás… Lo típico que miras de reojo… Y como que sentía… que me estaba observando. No sé, y me sentía… como muy expuesta. Algo raro. Incómoda. Y entonces me giré… no sé por qué, porque sabía que no le iba a saludar… porque no estaba segura.

Yo miré un instante a mi derecha: Ana, sonrojada por el calor, recordaba pensativa, y después se soltaba el pelo, especialmente metida en su narración, como si lo reviviera.

—Vale. Te giraste y qué.

—Pues… no sé. Que… nos miramos… Y él… no me sonrió, ni nada. Pero fue su mirada… Como de… Es que no sé explicarlo.

—Pero… ¿Te miró… con lascivia? —pregunté, intentando buscarle sentido a aquello.

—No… fue… como de seguridad, ¿sabes? Algo como. A ver, el hombre era atractivo… No sé. Su mirada fue de… Es que me da hasta corte decirlo.

—A ver, dilo. No pasa nada —me inquieté.

—Pues fue… Como si me dijera con la mirada… “Si… si quiero… si quiero te… follo”. ¿Sabes? —sonrió nerviosa e incómoda por haber pronunciado aquella última palabra.

—¿Cómo? ¿Qué mirada es esa? —pregunté nerviosísimo, pero a la vez gracioso, intentando aliviar la tensión.

—Sí… Como que… Él sabe que está bueno. Cree que yo le voy a decir algo… absurdo… para iniciar conversación… Por lo que… Él sabe que… está a una frase suya de…

—Vale, ¿y?

—Y… Nada. Aquí viene un poco lo fuerte —dijo, y me alarmé exageradamente, tragué saliva, pero me mantuve en silencio— y es que… yo volví a mirar hacia adelante, hacia la caja… y él… me… o sea, puso su mano en mi cadera… Pero… casi, no sé, como muy muy sutil…

—¿Pero te tocó el culo? —pregunté tenso.

—No, no para nada. Es que no… No era nada de eso, ¿sabes? Era como algo… entre los dos… pero muy sutil… de hecho el roce era… casi nada… y tocó, pues no sé, medio camisa, medio pantalón, pero culo para nada. Cintura. Y yo creí que me diría algo… Pensé que me diría algo… Te juro… que pensaba que me soltaba algo… en plan… “ven, vamos a mi casa”. O sea, parece de locos, pero en el momento lo veía hasta casi obvio, ¿sabes?

—Joder, ¿y qué te dijo?

—Nada.

—¿Nada?

—Nada, apartó su mano en seguida… Y después pagué… Y me fui. Y no miré… o sea, al irme, no miré si él me miraba ni nada.

—¿Y ya está? —pregunté.

—No, el tema es ese. El tema es que al día siguiente… no tenía realmente nada que comprar, pero volví.

—¿Qué? —pregunté tan sorprendido que no sentía ni enfado. Y la miré.

Y ella me miraba. Su chaqueta la incomodaba, aplastada por el cinturón de seguridad.

—Sí. Volví. Y obviamente no lo vi. Pero el caso es que volví.

—¿Y lo volviste a ver otra vez?

—No.

Escuché aquello y no sabía si sentía realmente dolor o solo era estupefacción. Tal era mi sorpresa que miraba hacia adelante y de golpe escuché un pitido en el coche, que me indicaba que Ana se había quitado el cinturón de seguridad un instante, para quitarse la chaqueta y posarla en los asientos de atrás.

—¿Y para qué volviste? —pregunté finalmente, intentando que la pregunta no entrañara acusación.

—No lo sé. A ver… que no iba a hacer nada. Obviamente. Ni iba a hablar con él… No sé, pero volví… —decía ella y se arremangaba los puños de la camisa azul.

Y yo la miraba, con el cinturón encajado entre sus pechos, que salían con potencia, como dos turgencias simétricas, hacia adelante… y, de reojo, quizás más por imaginación o deseo que por realidad, me pareció ver que sus pezones atravesaban sujetador y camisa… y marcaban dos cúspides que sí la incriminarían.

—¿Y si hubiera aparecido y te hubiera hablado él?

—¿Hablado él? —preguntó Ana.

—Sí… si… te hubiera propuesto alg…

—Que no, Sergio —me interrumpió—. Que ni de coña. Es que… no sé.

—¿Entonces para qué volviste?

—Pues no lo sé. Es que no sé explicarlo —susurró.

—¿Y has… fantaseado con él? —pregunté, y mi miembro dio un respingo, marcando mi bañador, y me di cuenta de que su confesión me había tensado, pero en más de una vertiente.

Se hizo un silencio. Ana tardaba en responder. Y mi miembro palpitó de nuevo. Hasta el punto de que si ella mirase vería mi bañador marcado por aquel componente grueso y alargado.

—Dime… —resoplé.

—No… Yo creo que no…

—¿Crees? —pregunté, y miré para abajo, y efectivamente vi que mi miembro golpeaba mi bañador, rebotando, libre.

Y sentí que ella me miraba, y mi visión hacia abajo supuso una pista involuntaria… Y volví mi mirada hacia la carretera, y le escuché decir:

—Creo que no. No sé. Quizás alguna vez.

Y sentí un roce. Una caricia. Sobre el bañador.

Ana había alargado su mano… y me acariciaba la polla… sobre la tela.

Ella se había descubierto… Y yo también.
 
CAPÍTULO 11


Yo esperaba su comentario. Sentía que era inminente. Pero sabía que no habría desaprobación, sino más bien complicidad. Y mientras ella se resistía a hablar, yo me dejaba acariciar. Y ella movía su mano sobre mi bañador, en recorridos largos, dibujando un trazo prolongado, por todo mi miembro, el cual deseaba que no hubiera tela por medio.

Tragué saliva. Mi miembro vibró. Fingía que me centraba en la carretera.

—Y… ¿esto? —preguntó Ana finalmente, con una mezcla de sorna y connivencia.

—Ya ves —respondí.

Y ella continuó, con aquel frote extraño, como un sobeteo exagerado, recreándose en la longitud; lo hacía con su mano izquierda, mientras ella también miraba al frente. Mi miembro casi se adhería a mi muslo, y luchaba por alzarse, pero no podía pues la pernera de mi bañador se lo impedía. Y yo ansiaba que ella colara la mano y me aliviase, no solo para añadir más fricción y para sentir su mano de verdad, sino para que colocase aquello hacia arriba.

—¿Y tú? —susurró entonces.

—Yo qué.

—Si tú has… pensado estos años… en alguien… en algún… momento de soledad —dijo, de forma un tanto extraña.

—Supongo… No sé. Claro.

—¿En Belén? —preguntó.

—¿Belén? No, no… —sonreí—. En Belén no.

—¿En quién entonces?

—No sé… ¿Y tú? ¿Alguien más? ¿Luís?

—¿Luís? ¿Mi compañero? Estás fatal… —respondía y seguía con aquel recorrido con sus dedos, que cuanto más sutil era más me mataba.

—¿Por qué no? No es feo el chaval.

—Hombre… No sé… —respondía ella, y yo notaba que el interior de mi muslo derecho se humedecía como consecuencia de alguna gota viscosa y caliente que brotaba de la punta de mi miembro. Y miré un instante hacia abajo y vi que se marcaba, y que se podía ver con suficiente nitidez a partir de qué punto exacto comenzaba el abultamiento diferente de mi glande, y cómo de ahí hacia atrás vibraba el resto del tronco… aun a través del bañador se notaba el cambio de relieve. Pero ella seguía sin decidirse a aliviarme del todo.

Y, de golpe, otro respingo, mínimo, pero que se llevó, hacia arriba, no solo mi bañador, sino su mano. Como si la empujase, como si la alzase.

—Madre mía… Sergio… cómo estás… —se sorprendía ella en una frase que comenzaba a ser común—. Creía que… con lo que habías echado ayer… te relajarías.

—Estoy relajado —contesté, y miré un instante hacia ella, y vi sus pechos espléndidos, creando una figura, una curvatura tremendamente atrayente, casi obscena. Nunca había reparado en que el cinturón de seguridad, encajado entre sus pechos, fomentaba una mayor separación, un mayor tamaño y un impacto visual tan erótico como hipnótico. Y miré de nuevo a la carretera, pero no lo pude evitar, y alargué mi mano derecha, de manera errante, algo a tientas, hasta que llegué a su pecho, que sobé sobre su camisa, y sentí una mezcla entre suavidad de tela y contundencia de teta, en un tacto que hizo que mi miembro rebotara y de nuevo moviese mi bañador y su mano.

—Cuidado… —se preocupó ella porque descuidase la conducción, pero no apartó mi mano, que seguía acariciando su camisa con una suavidad similar a la de sus sobeteos sobre mi bañador; y yo recordaba que hacía años que no nos tocábamos así, de manera improvisada, en el coche, y llegué a recordar una vez concreta, mucho tiempo atrás, que no nos habían faltado ganas, después de una cena, pero que Javi dormía en los asientos de atrás, y finalmente habíamos detenido el atrevimiento casi antes de empezar.

—Voy a parar ahí —dije entonces, viendo anunciada un área de descanso en la autovía.

—No, venga, Sergio. ¿Para qué? Que ya vamos justos de tiempo —decía mi mujer, pero ni ella detenía sus sutiles caricias ni lo hacía yo.

—Es que tengo que mear. Te lo juro. Con las prisas no meé al levantarme —le dije, y no era mentira en absoluto.

Detuve entonces el recorrido de mis dedos sobre su pecho, pues me vi obligado a usar esa mano para reducir marchas, y ella también me abandonó, y se ajustó un poco la camisa. La tensión era evidente. Y era todo extraño, a pesar de ser ella, a pesar de ser marido y mujer desde hacía años.

Cogí el desvío y detuve el coche en una explanada, custodiada por árboles en los extremos, y a unos treinta metros de donde pasaban coches, muy de vez en cuando, y a bastante velocidad.

Me bajé del vehículo y mi erección se hizo notar, hasta el punto de saber que me costaría orinar en aquel estado.

Le dije que volvería en seguida, me alejé unos metros, crucé el aparcamiento hasta bordear una mesa de hormigón, rodeada por hierba y que pretendía hacer función de merendero; y me alejé aún más, disfrutando de una forma casi onírica de la temperatura agradable y del aire ligero que golpeaba mi rostro.

En un campo, y entre árboles, cerré los ojos y comencé a orinar. Y sentí un tremendo alivio y me sentí aún más en un sueño. Y me preguntaba si me había molestado lo que me había confesado mi mujer. Y no tenía respuesta.

Una vez terminé, me di la vuelta y comencé a caminar hacia el coche. Se me hacía raro estar allí, en una zona boscosa, pero en el medio de la nada, a aquellas horas de la mañana, bajo aquella luminosidad crepuscular.

Para mi sorpresa Ana me esperaba fuera del coche, de pie, apoyada contra su puerta. Y me miraba. Algo ansiosa. Pero yo no aceleraba el ritmo de mi caminar. Estaba imponente, con aquel pantalón gris, con aquellos zapatos de tacón, la camisa azul delineando su pecho, sus labios algo pintados, su melena densa, oscura y llamativa, compitiendo en salvajismo y rebeldía con sus ojos.

—Venga, va… —dijo, y resopló, cuando llegué hasta ella.

—Qué… —protesté, encogiéndome de hombros, mientras ella miraba su reloj y yo me daba cuenta de que allí había un botón desabrochado de más, seguramente como consecuencia de mis recientes caricias en su pecho.

—Eso, que… venga… Mira ya qué hora es —me quiso atosigar.

—Estás muy mandona, ¿no? —dije, pegándome a ella, colocando incluso mis manos contra el coche, cercándola.

—Mandona no, pero vamos tarde —decía, pero se dejaba rodear.

Y yo me pegué más. Algo me impulsaba. Y casi pegaba mi pecho y mi pelvis contra su cuerpo.

—Sí… Muy mandona… Muy… germánica… —sonreí, y ella hizo una especie de mueca, que me confirmaba que había entendido mi broma, que conllevaba una propuesta a volver al tema de su confesión.

—No sé seguro si era alemán, ya te dije. Creo que sí.

—Al final no me has dicho si… en momentos de soledad… como tú lo llamas… pensaste en él.

—Puede ser… —respondió, y yo bajé mis manos, y se las cogí, cada mano con la suya, y me aparté un poco, y nos miramos, y aquello que hacían nuestros cuerpos era hasta ñoño, mimoso, pero nuestras miradas no.

—¿Puede ser? Venga… ¿qué pensaste? —instigué, deseando que confesase de una vez su fantasía con él, sus tocamientos pensando él; y, sin soltarnos las manos, me acerqué, mucho, tanto que mi pelvis topó con la suya, y mi pecho con su pecho, y nuestras mejillas entraron en contacto, y sentí su cara fría, pero ella parecía irradiar calor. Y besé su mejilla, en un beso sonoro, tierno, casi de salida de clase, de tarde de primavera, de primer amor. Y la olí, y era ella, pero no lo era; no lo era por lo que tenía que confesar.

—Está bien… —susurró, en mi oído, cara con cara, y me apretó las manos, con más fuerza y complicidad.

Me separé un poco, sin soltarnos. Y la miraba a los ojos. Y vi un poso de deseo, mezclado con rubor.

—Pues pensé que… Bueno, imaginé…

—¿Dónde? —la interrumpí.

—¿Dónde qué?

—Que dónde te… diste el festín… en soledad —le pregunté, pues quería visualizarla.

—Ah, pues… en casa, claro. En nuestra cama.

—Ah, muy bien —respondí irónico, como si aquello supusiera una traición más flagrante.

—Sí… bueno… pensé que… imaginé… que en la cola para pagar… mientras me tocaba en la cintura, estando él detrás… se me pegaba.

—Y sentías su polla en tu culo…

—Hala… qué bruto…

—Qué.

—No, sí, no sé… No recuerdo, vamos, no creo que haya imaginado eso, pero sí… su tacto, su presencia, detrás de mí… y lo que me decía… lo que me susurraba…

—¿El qué…? —pregunté, y solté sus manos, y sus brazos caían inertes, y no nos tocábamos a pesar de estar cerquísima.

—Pues… me susurraba que… fuéramos a su casa… En mi imaginación él vivía en el portal de al lado —sonrió.

—Para qué complicarse… —sonreí yo también.

—Claro… —respondía, amena, jovial, pero la tensión era palpable.

Y se hizo entonces un silencio. No decía nada más. Parecía no atreverse. Y yo tenía la impresión de que era todo cierto y de que se acordaba perfectamente de qué había fantaseado.

Miré su rostro. Sus labios carnosos. Su cuello. Su clavícula algo marcada. Su escote acentuado por aquel botón desabrochado. El atisbo de un sujetador azul, como la camisa. Y más silencio. Y más tensión. Y mi miembro palpitó. Y entonces mis manos fueron con dulzura hacia ella: una a su cuello, otra a una teta. Y la besé. Y ella torció el rostro, ladeó la cabeza, y se dejó besar. Y abrió la boca… y sacó la lengua, y sentí su firmeza y su humedad, su aliento fresco que se fundía con el mío, y su labio inferior, que era un regalo siempre, en cada beso, y ronroneó, de nuevo en una mezcla entre ternura conocida y lujuria inexplorada; y el beso se encendió más y después permitió que apretara su teta, si bien ella no usaba sus manos, no me tocaba, se dejaba tocar, se dejaba besar… y parecía que se dejaba desabotonar… pero al segundo botón de su camisa que solté, cortó el beso sutilmente y susurró en mi oído:

—Qué… haces… Estás loco…

Y yo me aparté, un poco. Y la miré. Y no me pude contener: y uno, y dos botones más, y su camisa, metida por dentro de su pantalón, pero casi abierta por completo. Y ella quieta. Mirándome. Clavándome la mirada. Apoyando su culo y su espalda contra el coche. Con sus ojos oscuros. Acusándome, pero sin cubrirse. Y yo aparté entonces más su camisa, con calma. Cada parte a un lado, acomodando la camisa hasta casi sus axilas, y la prenda quedó apartada, más allá de las copas de su sujetador. Y vi y sentí el impacto de su torso, de sus pechos colmando con imponencia aquellas copas, aquel encaje que retenía, cumplidor, sus tetas contundentes. Y ella no se cubría. Y un coche venía, se escuchaba, acercándose a toda velocidad, por la autovía cercana. Y ella miró un instante en esa dirección, si bien en lo que había tardado en girar el cuello el coche ya había pasado.

—Sigue… —dije.

Y ella miró entonces hacia abajo, a mi entrepierna. Y yo deduje que allí se marcaba, mucho. Pero no miré. Llevé una mano a su cara. Y la acaricié, de forma que ella agradeciera la caricia y buscando que me mirara.

—Pues… subíamos a su casa… y… —decía ella, mirándome, e intentando buscar las palabras precisas— y… me… me lo hacía en el salón… y después en su cama…

—¿Y que tal lo hacía? —pregunté y detuve las caricias en su cara, cambiándolas por caricias en su escote, que palpitaba.

—Pues… Imagínate…

—¿Te follaba bien…? —preguntaba yo, que ya sobaba el encaje de las copas de su sujetador.

—Sí… —respondía, en un gimoteo casi infantil, y yo tuve la tentación de bajar aquellas copas… de ver sus pechos de una vez.

Y me pegué más a ella. Y Ana puso las manos en mi cintura. Y no pude más. La besé en la mejilla y llevé mis manos a esas copas azules, y tiré, despacio, con cuidado, hacia abajo.

—Qué… haces… —decía ella, en mi oído, y llevaba sus manos a mi cabeza, a mi pelo.

Pero yo seguí. Cerré los ojos. Bajé la cara, me incliné, y besé en su cuello, y después mordí allí un poco, y tiré más de aquel sujetador, y sobé carne, y acariciaba sus pechos, que salían, parcialmente liberados, por encima de aquel sujetador que era vilipendiado.

—¡Para…! —protestó de nuevo, y yo la cubrí un poco, y me separé. Y la miré. Y vi que sus tetas estaban ahora solo parcialmente tapadas, que se veían algo más de la mitad de sus areolas, lo suficiente como para que sus pezones, duros, puntiagudos, fueran visibles, en contacto justo sobre el borde de aquella lencería delicada en las formas y textura, pero contundente en extensión.

Ella me miraba. Sabía que sus pezones se exponían libres. Y me acusaba con una mirada salvaje, pero no se cubría.

—¿Y… cómo te tocabas? En nuestra cama. Cómo te ponías.

—¿En serio…? —preguntó, sorprendida por la pregunta y algo sobrepasada.

—Sí.

Ella apartó entonces la mirada, un instante, como si se visualizara.

—Me… rozo el clítoris con la mano izquierda… —dijo, fingiendo entereza, mirándome de nuevo, pero ahora casi con chulería— y… me meto un poco… casi nada… el dedo… corazón de la mano derecha— confesó y se llevó una mano atrás, para sacarse parte de la melena que se le apelmazaba en el cuello de la camisa; pero seguía, flemática, casi presumida, sin cubrir aquellas tetas que desbordaban y se exponían parcialmente sobre su sujetador.

—Así que…

—Qué —me interrumpió, y miró a izquierda y derecha.

—Así que… te metías el dedo del medio en el coño… mientras imaginabas cómo te follaba…

—Sí.

—Joder… —resoplé, y la miraba, y la imaginaba retorciéndose, sobre nuestra cama, imaginando que aquel hombre la follaba… y sentía celos, y morbo… y unas ganas incontenibles de bajar aquel sujetador del todo y atacarla.

—Joder, qué… —decía ella, aparentemente algo liberada por haber confesado.

—¿Y… te sentías culpable después?

—¿Después de tocarme en la realidad o… después de hacerlo con él en la imaginación?

—Pues… ahora que lo dices, las dos cosas.

—Pues. En la realidad no… Es… mi cuerpo. Y mi imaginación. Y no es nada grave. O no me lo pareció… Y en… la fantasía, digamos… que… después de que me follaba… imaginaba que volvía a casa, contigo y con Javi… y hacía como si nada…

—Qué cabrona… —susurré.

—Ya ves… —dijo, y me sorprendió, pues por fin sí alargaba la mano, hacia mí, y yo me acerqué, y llevé mis labios a los suyos, y la besé, sin cerrar los ojos, y ella usaba una de sus manos para palpar mi miembro, en constante lucha con mi bañador.

—Madre mía, Sergio… cómo estás… —susurraba en mi oído, entre beso y beso — Tienes el bañador empapado… —me decía, en algo que era mitad confidencia, mitad provocación.

—Culpa tuya… —casi jadeé, junto a su mejilla, pegado a ella, sintiendo su cuerpo, sintiendo hasta sus pezones en mi pecho, agijonando mi camiseta.

—¿Y sabes qué fue… lo más fuerte? —provocó, y yo me hice con su mano que me sobaba, y la guié para que la colara por dentro de mi bañador.

—Qué… —respondí, en el preciso momento en el que ella conseguía filtrar su mano, y me la cogía, me la agarraba, con fuerza, y yo besaba en su mejilla, y olía su perfume, y una de mis manos bajaba con fiereza una de las copas de aquel sujetador, y apreté su teta… y sentí toda su potencia, toda su feminidad, toda su sexualidad, en mi mano, y noté su pezón en la palma y ella apretó más mi polla, con rudeza, y nuestras caras se pegaban, y susurró:

—Lo más fuerte fue que… me imaginaba que… en la cama… él me veía el anillo de casada… y… al verlo… me… insultaba…

—¿Qué… te decía? —le jadeaba, mejilla con mejilla, frotándonos, y mi pelvis se movía mínimamente, en movimientos que no eran sino instinto puro, y apretaba su teta… y sentía cómo ella ya no solo me la agarraba, sino que me pajeaba.

—Me… decía que era una cerda… que estaba casada… que era una puta… —susurró Ana en mi oído, y yo no pude más, solté su pecho, me aparté un poco, puse una mano en su mejilla y ella me la quiso besar; no la reconocía así, no nos reconocía… Y le dije:

—Date la vuelta.

—Qué.

—Vamos, date la vuelta —repetí, y miré a mi alrededor.

—¿Para qué? Me… ¿Me vas a follar aquí?

—Sí… te voy a follar aquí.
 
El relato es bueno y tiene su enganche porque arranca con un cliché clásico en este tipo de relatos y es que el matrimonio hasta ahora ha tenido una vida sexual muy contenida, muy clásica, muy rutinaria y escasa, lo que provoca que según vayan llegando estímulos: lo de cuñados que son hotwife y cuckold, tontear y calentar al novio de la hermana menor o recordar una fantasía con el alemán del super... estos estímulos van a ir enzorrando a Ana y su marido se deja llevar porque él necesita experiencias y piensa que os así o no las vivirá...

Con todo, la elegancia en la prosa, el estilo cuidado e insisto, la historia es muy creíble, está bien llevada y tiene su morbo, uno puede partir de un cliché pero relatarlo así sólo lo pueden hacer grandes escritores. Mi enhorabuena
 
CAPÍTULO 12


No sé quién de los dos puso más fogosidad, más humedad y más agresividad en el beso que se produjo después. Pero no fue normal. No así. No con ella. Mi mujer casi gemía y me agarraba la polla con ansia. Y yo apretaba aquella teta con una mezcla de lujuria y rabia, difícil de justificar.

Y la giré.

Corté el beso, y la hice voltear. Y ella apoyó sus manos contra el coche. Y hacía ondear su melena. Y miraba nerviosa, a un lado y a otro, mientras los coches pasaban a lo lejos y a toda velocidad.

Me bajé el bañador. Mi polla no apuntaba hacia el frente, sino hacia arriba. El glande estaba no solo descubierto completamente, sino empapado de un líquido brillante, viscoso y que recubría todo.

—Nos van a ver… Sergio… —protestó entonces ella, pero no había riesgo real, y ella lo sabía, y yo, con el bañador bajado casi hasta las rodillas, llevé mis manos hacia ella, y la rodeé, buscando el botón y la cremallera de su pantalón de traje.

—Sergio… Estamos locos… —susurraba, pero no movía sus manos, que seguían apoyadas contra el coche, y no ponía impedimento alguno en que yo abriese sus pantalones, y los bajase, junto con sus bragas, hasta la mitad de sus muslos.

—Separa las piernas… —jadeé, tras ella, en su oído, con una mano en mi polla y usando la otra para apartar su melena de la cara.

—Sergio, no… —protestaba ella, en una queja que no era real, pues mientras desaprobaba llevaba una de sus manos atrás, llegando a alcanzarme, con puntería y astucia, agarrando de nuevo mi miembro.

Yo le levantaba un poco la parte baja de su camisa y acariciaba sus nalgas, disfrutando de la extensión y de su tacto, tan suave que me hizo hasta resoplar del deseo. Y casi me pegaba por completo a ella, que no soltaba mi polla y la sujetaba con fuerza. Y yo quería saber más:

—¿Cómo era? ¿Cómo era él? —preguntaba, en su nuca, y apretaba sus nalgas desnudas, cada mano en una nalga.

Y ella hizo porque me apartase un poco, y giró su rostro, pero sin soltarme. Y me miraba, de una manera nunca antes vista, desconocida.

—Descríbemelo… —insistí, mientras ella, ofreciéndome su culo, pero con su cara girada hacia mí, comenzaba a masturbarme, con pericia, y me seguía mirando.

—Era… alto. Grande, con algo de barba… ojos azules… rubio…

—Y te follaba… y te gustaba…

—Sí… —decía ella, y tragaba saliva, y entrecerraba los ojos, y me la apretaba hasta casi hacerme daño.

—Te ponía a cuatro patas en su casa…

—Sí…

Y tras escuchar aquello me zafé de ella, e hice porque volviera a ponerse contra el coche. Y, una vez la giré, le bajé más los pantalones y las bragas, hasta que acabaron casi en sus tobillos, y yo mismo le separé las piernas, y sus tacones rasgaban la gravilla, en un sonido sórdido, agresivo, como me sentía yo, como nos sentía a los dos; y volví a levantar la parte baja de su camisa, volví a contemplar sus preciosas nalgas desnudas, que caían sugerentes, impactantes, duras… y me agarré la polla, y me pegué más a ella, casi aplastándola contra el coche.

—Ana… —jadeé en su oído, mientras apuntaba para penetrarla.

—Qué… Dios… Estamos locos…

—Ana… Volviste… Volviste para que te follara…

—No… —resoplaba ella y bajaba la cabeza, y yo apartaba de nuevo su melena, apartaba un poco su cuello de la camisa, babeaba en su nuca recién descubierta, casi bufando allí, y movía mi pelvis, con las rodillas flexionadas… buscando penetrarla.

—Sí… Volviste para que te follara…

—No… Vamos, métemela… —me imploraba ella, que movía ligeramente la cintura, buscando ella misma ser invadida, allí, contra el coche, con una de sus tetas desbordando el sujetador y la otra casi en idéntica situación, pero más cubierta, con su camisa abierta, con sus pantalones y bragas en sus tobillos… y con su coño ansiando, ansiándome… en lo que era un deseo tórrido, furtivo y desconocido entre nosotros.

—Vamos, Sergio… —me insistía, en un ronroneo; y yo, tenso, incluso más por la excitación desaforada que por el contexto, no era capaz de acertar.

Bajé entonces una de mis manos, para palpar su coño y conseguir atinar mejor, y ella susurró:

—Tranquilo…

—Estoy tranquilo —me rebelé.

—No lo estás…

—Bueno… perdona si no hago esto muy a menudo… —le decía mientras seguía intentando abrirme camino, pero no acababa de encontrar el punto exacto.

—¿Me estás echando la culpa? —protestó, me apartó un poco, y se giró.

La camisa abierta, las tetas casi por fuera de su sujetador, los pantalones y las bragas bajadas… Mi polla apuntándola, de frente, durísima. No me podía contener. Me acerqué, me encorvé, la ataqué. No era yo. Besé su cuello. Besé su escote. Di otro tirón hacia abajo, en aquel sujetador. Sus pechos se liberaron por fin, del todo y por completo, exponiendo unas areolas rosadas, extensísimas, expuestas de manera inclemente. Ella protestó, en un quejido que no me detuvo, y me encorvé más, y agarré una teta con una mano, y mi boca fue a por la otra con un ansia extravagante. Y sentí su pezón en mi lengua, y el delicado y terso tacto de su teta que yo humedecía desvergonzado… y apretaba la otra teta, y sentía ansia por morder allí… imaginando su deseo hacia otro hombre, hacia aquel hombre… como si por sentirla más sucia, por sentirla infiel de pensamiento, concluyera que merecía un vilipendio y una vejación en aquellos pechos.

—Ahh… —jadeaba Ana, y llevaba sus manos a mi pelo, y enredaba allí sus dedos… mientras le comía las tetas…

—Ahhh… ¡Sergio…! —se quejaba cuando apretaba más fuerte y cuando mordía, y entonces yo soltaba un poco, y en vez de morder, lamía, con toda la lengua, en lengüetazos que nunca había dado.

—¿Y te comía las tetas, eh…? —susurraba yo, mientras las denigraba y las enrojecía.

—No… No sé…

—¿Y cómo tenía la polla? ¿Como la mía? —jadeaba, en sus pechos, e iba a morder a la otra teta, que sentí igual de dura, y que agradecí seca.

—Sí… como la tuya… o más —susurraba, agarrando mi cabeza, juntando sus pechos con sus codos, dejándose comer.

—¿Más? ¿Más grande? —pregunté, al tiempo que bajaba una de mis manos, en busca de su coño.

—Sí… Más gorda. Me la imaginaba muy gorda… —me provocaba y entonces mis dedos alcanzaron la entrada de su coño, y sentí unos labios gruesos, exaltados, exagerados, y ya apartados. Y ella flexionó un poco las piernas; se deshacía, y apenas la había tocado.

E introduje un dedo. Y entró sin dificultad alguna. Hasta el fondo. Y ella ni jadeó, ni suspiró, de lo insultantemente abierta que estaba. Y yo resoplé un “joder…” impactado por su excitación, sin saber cuánto había de mí y cuánto de aquel hombre.

—Ana…

—Qué… —jadeó, mientras yo le clavaba aquel dedo y usaba mi otra mano para acariciar su cara.

—Le comías la polla… ¿Te imaginabas que le comías la polla?

Y mi mujer, frente a mí, ensartada por aquel dedo, pero sin apenas sentirlo, giró un poco su cara, y buscó mi dedo pulgar… y me miraba, encendida, y me mordió lascivamente aquel dedo, y yo miraba sus tetas enrojecidas, hinchadas, brillantes por mi saliva, y después la miré a los ojos, y ella susurró:

—Sí… imaginaba que se la chupaba…

—¿Sí…?

—Sí… y…

—¿Qué?

—Que… Me corrí imaginando que se corría en mi boca…

—Joder, Ana…

—Se corría en mi boca y me insultaba… Me decía que era una puta… casada…

—Joder, Ana… —suspiré—. Date la vuelta, joder, ¡date la vuelta! —resoplé; no podía más, y la hice girar, la iba a follar, la tenía que follar; y ella se dejó hacer, y de nuevo me ofrecía sus nalgas, su coño, y se colocaba contra el coche, y bajaba la cabeza, ofuscada bajo su melena.

Y me agarré la polla y recogí un poco su camisa para poder posar mi miembro sobre sus nalgas desnudas, para restregar mi miembro allí, antes de follarla.

Y entonces escuché el sonido de un coche, pero esta vez era diferente, era un sonido más sutil, pero más cercano. Y miré a mi izquierda, y un coche tomaba el desvío, hacia nosotros.

Y sentí pavor por ser descubiertos, pero aquello no hacía decrecer un deseo incontrolable; y me agarré la polla, y me la sacudí: una vez, dos veces, tres veces… Y el coche se acercaba más.

—Oh… —jadeé.

—Sergio, ¡no! ¡Qué haces!

Y exploté. No pude más. No entendía porque lo había hecho. Pero no me había podido controlar. Apenas cuatro sacudidas y un clímax inabarcable me envolvió. Y temblé. Convulsioné. Allí. Detrás de mi mujer. Y sentí un placer inmenso antes incluso de que nada brotara de mí. Y otro “¡Ohhh-hh!”, y entonces sí, la desgracia, lo inevitable, un latigazo largo y espeso aterrizó en su espalda, sobre su camisa, en un trazo vertical, espeso y blancuzco. Y un “¡Sergio, no!”, fue protestado tan pronto sintió ella la humedad y el calor traspasando su camisa… Al tiempo que otro chorro, casi idéntico, caía pesado y paralelo, en otra ristra blanca que la empapaba. Y el coche se acercaba, despacio; podía escucharlo. Y el tercer chorro brotó con menos fuerza, resbalando de mi miembro y regando sus nalgas. Y ella ya no protestaba, solo se dejaba empapar, su piel y su ropa, y yo… culpable y asustado por ser descubierto… comencé a subirme el bañador, aún envuelto en los últimos chispazos de mi orgasmo.

Miré entonces a mi izquierda y vi cómo el coche se detenía, a unos veinte metros. Y si su conductor o quién estuviera dentro mirase, no vería ya nada relevante de mí, pero si las piernas expuestas de una mujer, y a un hombre, pegado a ella, aplastándola contra un coche.

—Joder, Sergio, apártate…

—Si me aparto nos ven…

—¿Quién? ¿Qué dices?

—Unos que están ahí —dije, y miraba hacia allí, pero nadie salía del coche.

—Joder, Sergio. No sé… ¿En serio? Pero límpiame —se atoraba ella.

—No tengo nada. ¿Tienes papel? ¿Pañuelos? ¿En el coche? —pregunté.

—No, Dios… Sergio… No tengo… Estoy empapada… —susurraba ella, desesperada, con la cabeza agachada y manteniendo sus manos contra el coche.

Y yo entonces, en un arrebato de desvergüenza, si bien sentía que no tenía otra opción, me quité la camiseta, me aparté un poco… y comencé a limpiar, con ella, aquellas nalgas… y aquella espalda… aquella camisa… y se creaba una masa viscosa, sobre la tela azul, que casi parecía más flagrante… y después miré hacia abajo, y vi gotas blancas, dispersas, que habían salpicado sus bragas y sus pantalones. Pero no dije nada, ni miré hacia aquel coche, simplemente me agaché y la ayudé a cubrirse. Subí sus pantalones, y ella tuvo que sentirlo, cuando la seda de sus bragas volvió a entrar en contacto con su piel, y con su sexo, tuvo que sentir que en aquellas bragas había algo húmedo, y ajeno, pero no protestó. Y se apartó un poco del coche, y de mí, y, dándome siempre la espalda, sin voltearse, se ajustó el sujetador, cubriendo sus pechos, y se abotonaba la camisa, al tiempo que yo miraba de nuevo a aquel coche, del que salía un hombre, hablando por teléfono, sin aparente sospecha ni interés en nosotros.

—Joder… Sergio… Que voy así a la oficina —resopló, y los lamparones en la parte baja de su camisa eran ciertamente escandalosos; pues había varias manchas donde la camisa era de un azul mucho más oscuro que lo debido.

—Y yo qué… —dije, viéndome con el torso desnudo, allí, a las ocho de la mañana, en medio de la nada.

—Tú… Te jodes… —dijo entonces, pero sin demasiada hostilidad, y es que yo veía que ella sentía que había algo de delirio, de trastada común, que le impedía enfadarse del todo.

Subimos al coche. Y pronto yo conducía, sin camiseta. Y Ana estaba incómoda, sintiendo la humedad en la parte baja de su espalda, y quién sabe si en algún sitio más.

—Te voy a matar… —resopló.

—Pasamos por casa. Y nos cambiamos.

—No, Sergio. Ya voy como media hora tarde. Si vamos a cambiarnos ya la lío. Supongo que esto secará.

—¿Y yo?

—¿Y tú qué? ¿Pero tendrás cara? —sonrió—. Tú búscate la vida… y aprende a controlarte.

—Pues yo me la pondré igual. No creo que nadie en el bus vaya a sospechar.

Se hizo un silencio entonces. Yo conducía. Miraba el reloj. Era cierto que íbamos realmente tarde.

—Vienes mañana, supongo —le dije, sabiendo que aquello de que pudiera escaparse aquel mismo jueves, después de no haber trabajado el miércoles por la tarde, pintaba imposible.

—Sí, joder, Sergio, en serio, te mato —volvía a protestar, y se inclinaba hacia adelante, intentando evitar que su zona lumbar contactara con el asiento.

—Eché mucho o qué.

—¿Mucho? Tienes… una… fuente ahí… Sergio…

—Te está bien… Por contarme esas cosas… —dije, y la miré.

Y ella negó con la cabeza. Y sonrió. Y se soltaba un poco la camisa del pantalón, queriendo de nuevo evitar el contacto de su piel con aquella pasta espesa que la incomodaba.

Y después, con otra sonrisa, que fue casi risa, y que me hizo hinchar el pecho, volvió a susurrar:

—En serio… Mira que eres melón… Es para matarte.
 

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