tanatos12
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Hola!
Voy a publicar esta historia que escribí hace un tiempo.
Había publicado un capítulo y ha sido borrado, creo. Publico ahora entonces los dos primeros.
Espero les guste a aquellos que aún no lo hayan leído.
CAPÍTULO 1
Lunes, 2 de agosto.
23:45 de la noche.
Recostado sobre una vetusta y chirriante silla de playa admiraba las estrellas. Sentía el césped acariciando la planta de mis pies descalzos mientras me culpaba por no ser apenas capaz de ubicar Venus, Júpiter y un punto de luz nítido que quizás fuera Arturo.
A mi lado, y sobre similar mecedora, mi cuñado David degustaba un gin-tonic con una calma solemne. De fondo canto de grillos y chicharras; sonidos varios que me daban la paz que a él le daba su bebida. Sobre nosotros un aire espeso que solo por momentos permitía apreciar y no maldecir.
—Mañana salimos con el barco. Va a haber buena mar —dijo él, como en una propuesta cerrada, sabedor de que yo siempre me iba a adherir a su plan, pues ambos éramos conocedores, un año más, de que mi estancia de dos semanas en la casa de la familia de mi mujer se caracterizaría por un dolce far niente, en mi opinión, más que merecido.
Se alternaban momentos de largos silencios con otros de cháchara incorregible de mi interlocutor. Yo alzaba la vista, en una mezcla de cansancio y de paz, y mis ojos se perdían en la piscina, iluminada por sus focos sumergidos, y si oteaba más allá mi mirada alcanzaba la casa. “La casa”, siempre llamada así por mis suegros, y en herencia de término y disfrute también por sus cuatro hijas.
“Cuatro hijas. Nada menos”, reflexionaba yo mientras David me hablaba de cómo le había ido a su empresa aquel año: “Siempre beneficios, más o menos, menos o más, pero siempre hacia arriba”, se repetía casi más para sí. Y mientras yo pensaba en las cuatro hijas de aquella casa, precisamente una de ellas, Belén, nos obsequiaba de pronto con su presencia, de manera súbita y fugaz.
Era como si no hubiera pasado el tiempo, un año entero desde mis últimas vacaciones allí, y es que casi podía saber con exactitud qué pasaría en aquella casa en cada momento. Los automatismos. Y es que Belén, la mayor, la más esbelta, con su pelo oscuro y rizado, no demasiado largo, se deslizaba por el borde de la piscina en unos shorts y una camiseta sin mangas que lucía con gracia juvenil a pesar de pasar ya de los cuarenta, y dejaba caer un par de frases, para después posar un pico en los labios de su corpulento marido, el cual apenas se inmutaba, impertérrito, como una especie de rey león frente a su dominio.
Ella iniciaba el camino de vuelta, presta para dormir, cuando David masculló algo que tardé unos segundos en comprender:
—Está demasiado delgada —quedó finalmente resonando en mi cabeza.
—Bah, está estupenda —respondí, utilizando una palabra que me sonó extraña en mí.
—El culo aún lo aguanta, por el gimnasio, pero se está quedando sin tetas —analizaba él a su mujer, como si tal cosa, y a mi mente venía la imagen de sus brazos fibrosos, reveladores de un invierno de bastante ejercicio.
—¿Ana viene el viernes, entonces? —prosiguió él, preguntando por mi mujer.
—Sí, bueno, intentará escaparse el jueves, pero no creo…
—¿La tienen puteada o qué?
—Bueno. Agosto. Inmobiliaria. Imagínate.
David se mantuvo en silencio. Yo sabía que despreciaba el trabajo de Ana y que se mordía la lengua por no sacar el tema. No tenía, digamos, una gran relación con mi mujer. Yo lo asumía. Él era mi cuñado, tampoco mi amigo. Y no llegaba al punto de constituir mayor problema.
—No sé qué pinta ahí —dijo finalmente, sucumbiendo a la tentación de su propia esencia—. Es una conformista. Mira tú, te estaban jodiendo en aquel curro y te montaste… el…
—El estudio de arquitectura.
—Eso, joder.
Se hizo otro silencio. Yo no me veía en la necesidad de defender a Ana. Tampoco había nada que defender: a su anterior empresa le había ido mal y llevaba unos años en una inmobiliaria, nada que ver con su carrera, ni con su formación, pero una vez fuera de la rueda de la consultoría no le estaba resultando fácil volver.
—Hay que emprender, joder. Mira yo —insistía, casi enervado—. Ni estudié ni nada. Todo con mis manitas. De cero —decía, mirándose las manos como si no hablara en sentido figurado y hubiera construido su empresa de logística ladrillo a ladrillo.
—Bueno, te pudo haber salido mal… No digo que hayas tenido suerte, pero…
—Al menos es la que está más buena —soltó entonces, sin haber escuchado mi anterior frase siquiera, y haciendo contonear los hielos de su copa ya vacía de líquido.
Lo miré. Allí. Sentado a medio metro de mí. En casi idéntica posición. Frente a la piscina. Frente a la casa. En bañador y camiseta.
—¿Qué? ¿Te parece mal? —preguntó encogiéndose de hombros.
—No. ¿Por qué me lo iba a parecer?
Él estiró entonces sus piernas, clavando un talón en la hierba y montando un tobillo sobre el otro, y prosiguió:
—Es que incluso la gemela es, pero no es. No sé si me explico.
—Bueno, es que Marta es muy dejada. Son el día y la noche —respondía yo, refiriéndome a la gemela de mi mujer, que se parecía bastante a ella: alta, con pelo rizado, oscuro y largo, poderosa si bien grácil a la vez; pero tan cabra loca, en su forma de ser, en su forma de vestir, que uno quizás no las vincularía si no fuera conocedor de su parentesco.
—Eso es. Justamente… El día y la noche. La pija y la hippie. Mira, la cuarta en discordia —dijo entonces mi cuñado, cruzando y descruzando las piernas.
—¿Qué? —pregunté intrigado, al tiempo que comprendía a qué se refería, y es que nuestra paz se veía alterada entonces por la presencia de Lucía y de su recién estrenado novio.
—¿Cómo se llama ese?
—¿El novio de Lucía? —inquiría yo con una obviedad, mientras ellos, cada uno con su toalla al hombro, y sin saludar, pues ya lo habían hecho horas antes, parecían dispuestos a darse un baño nocturno.
—Sí, el surferito ese.
—Albert.
—¿Albert? ¿Se llama Albert? Pues Alberto para mí entonces —dijo, lleno de razón, y a los pocos instantes le llamó, en un grito contenido, pronunciando una “o” final impecable.
El chico, ya sin la camiseta puesta y con las manos en las escaleras de la piscina, miró hacia nosotros, con cara asustadiza, mientras Lucía ya se metía en el agua con un sigilo obligado, por la hora, derivado de los usos y costumbres.
—Ven. Alberto. Ven —dijo David, serio, pero yo sabía que sonreía por dentro.
El chico abandonaba a su novia y a la piscina y caminaba hacia nosotros, sumiso y expectante.
—Le doblo la edad y es mi casa. Qué cojones —susurró mi cuñado.
—En tal caso será la casa de Belén —le dije mientras aquel chico de pelo rubio y ojos azules, moreno, esculpido y en la plenitud que solo dan los veinte años, se cuadraba ante dos hombres, uno borracho y otro cansado.
—Chaval. Alberto. ¿Sabes hacer un gin-tonic? —le espetó.
—Sí. Claro —respondió con seriedad y con una sorprendente voz varonil.
—Pues hazme el favor, anda —decía David, alargando su brazo para que se hiciera con su vaso.
El chico no exteriorizó malestar alguno, ni por la orden ni por la sorna, y se hizo con la copa de David, dispuesto a entrar en la casa y cumplir con el cometido. Mientras, Lucía, la menor de las hermanas, un claro y entre comillas error, pues era dieciséis años más joven que Marta y Ana y veinte más joven que Belén, observaba la escena plasmando su propia personalidad en aquella conducta: desidia, silencio y apatía.
—Coño, Sergio. No te pregunté si querías algo.
—No, no, qué va. Me iré a dormir en seguida. Estoy cansado del viaje.
—¡Hostia! ¿has visto eso? —preguntó interrumpiéndome, bastante exaltado, pero en un susurro.
Y yo entonces le miré, y vi que sus ojos iban hacia la casa, y solo vi que Albert entraba y que Belén salía.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —cuestioné extrañado.
—Joder, que qué pasa. Que menudo repaso le acaba de pegar a mi mujer. ¿Y esta no se iba a dormir?
Yo le miraba. Y después miraba a Belén que se agachaba al borde la piscina y le decía algo a Lucía.
—¿Repaso? La habrá mirado. Yo qué sé —dije entonces.
—No, no. Hazme caso. Uff… qué bueno —resoplaba David, de golpe inquieto como un niño.
—¿Pero qué bueno el qué? —casi reí de la curiosidad y por verle así.
Belén volvía entonces a la casa y mi cuñado maldecía, hablando para sí:
—No, no… quédate… joder… quédate, Belén, que te mire otra vez… —susurraba y aquello ya me empezaba a dar un mal rollo extraño.
—Estás mal de la cabeza, David.
—Ya… ya… Mira, cuando Albertito el salido me traiga la copa… igual me vengo arriba y te cuento mi… nuestro… último añito. Vas a alucinar. Pero es secreto. No me jodas y me descubras que Belén me mata.
CAPÍTULO 2
Una luz que salía del suelo y un pequeño temblor a mis pies me indicaban que mi teléfono quería captar mi atención. Dejé caer mi brazo hasta recogerlo al tiempo que le daba vueltas a aquel secretismo de mi cuñado.
—Hay pelea hoy —dijo precisamente David.
—¿Ah, sí? ¿Quiénes? —pregunté, y mientras él enumeraba unos nombres de boxeadores, para mí desconocidos, comprobaba que era Ana quién me había escrito.
Era curioso, y a la vez maravilloso, pues a pesar de llevar doce años casados, de tanto en cuando, me volvía a subir un no sé qué por el cuerpo cuando veía su nombre en la pantalla de mi teléfono. Como así fue aquella vez.
—¿A qué hora es? ¿Te vas a quedar a verlo? —le preguntaba a mi cuñado y a la vez leía que mi mujer había llamado a nuestro hijo, que estaba de campamento, y me contaba que lo estaba pasando bien. Y David me indicaba la hora y me decía que sí lo vería, al tiempo que me entraba otro mensaje, largo, también de Ana, que constituía lo que llamábamos el mensaje especial; y es que, una vez por semana, ella o yo, escribíamos un mensaje con tintes melosos, cariñosos, en una suerte de extraña rutina. Y no había obligación de respuesta, pero siempre la había, y yo quería responder, pero en aquel momento sabía que no me concentraría lo suficiente como para escribir lo que ella merecía; así es que me dije que lo haría después, ya desde la cama, para que ella lo leyera al día siguiente, antes de ir a trabajar.
—Graciass amigou —escuché de repente a mi lado, y mi cuñado recibía la copa de un silencioso Albert, y se lo agradecía de aquella forma cómica, o eso pretendía él, fingiendo un acento inglés, quién sabe por qué.
El chico se iba hacia la piscina, al encuentro de una Lucía que parecía jugar, aburrida, a aguantar bastante tiempo sin respirar bajo el agua, y yo miraba el gin-tonic de David, deseando que confesara su secreto antes de terminarlo.
—¿Quién era? ¿Ana? —preguntó tras un pequeño sorbo.
—Sí. Nada. Que habló con el crío.
—¿Qué edad tiene ya? ¿Ocho? ¿Nueve?
—Once.
—No jodas… —respondía, allí apoltronado, y volvía a beber.
—Ya ves.
—No sé por qué os disteis tanta prisa. Mira yo, sin hijos. Ni ganas. Os perdisteis lo mejor —sentenció, siempre lleno de razón.
—No fue prisa. Ya sabes que salió así. Y bien que salió —respondí, si bien no era mentira que todo se había precipitado de manera imprevista: Ana y yo nos habíamos conocido gracias a un amigo común cuando ambos teníamos veinticinco años; apenas un par de meses de novios y se había quedado embarazada por un desliz, pero teníamos tan claro lo que sentíamos que decidimos casarnos y tener al niño. En menos de un año desde que la había conocido me había casado y era padre.
—Os perdisteis lo mejor —insistió, en una trampa común en él, buscando que yo rebatiera. Y yo quería hablar de su secreto, no de mí, pero sucumbí:
—¿Por qué? —pregunté.
—Joder porque os perdisteis esos meses en los que una pareja se come todo.
—¿Se come todo?
—Sí… esos meses… Puede durar incluso más de un año… en los que… la tocas, y te toca, ojo, con un dedo aunque sea, y te pones loco… Esos meses que se folla a todas horas y en todas partes… Ya sabes.
Me quedé un instante en silencio. Sabía a lo que se refería y nunca lo había reflexionado, pero sí era cierto que su embarazo había paralizado aquella época, época que después no había vuelto nunca.
—Oye, ¿y tu secreto qué? —dije, pues no quería seguir hablando de mí.
David miró entonces a su copa, al trasluz de la poca iluminación que partía de la casa, y después dijo:
—Este es un listo.
Mis ojos fueron entonces a los suyos, y de ahí a la piscina, y vi como Albert se juntaba a Lucía, y como ella le apartaba un poco, cohibida por la presencia de sus dos cuñados.
—La juventud —dije.
—No, no, si me parece bien. Como si se ponen a follar. Aunque Lucía es la más flojita. Que es guapa, pero le falta punch.
—Vaya noche de ranking de hermanas te estás marcando —sonreí.
Se hizo otro silencio. Su copa bajaba. Y temía que su anuncio del secreto quedara en nada. Así es que insistí.
—Estoy demasiado borracho como para contártelo —contestó.
—Sobrio no me lo cuentas.
—No sé… —dudaba él.
—No será para tanto.
—Es. Es.
—¿Ah, sí?
—Sí. Belén no es la mosquita muerta que crees.
—Nunca me ha parecido una mosquita muerta. Vamos, para nada —dije, y le volví a mirar.
—A ver —se recolocó sobre su asiento al tiempo que Lucía apartaba de nuevo a Albert.
Dio otro trago. Yo no sabía qué esperar de su confesión. Y de golpe algo cambió en el horizonte, y yo alcé la vista y comprendí que la luz del dormitorio de Belén se había apagado, de tal forma que ya solo nos iluminaba, y levemente, los focos de la piscina y la bombilla del porche de la casa.
—A ver —repitió—. Empezó por una chorrada, allá por… noviembre o diciembre… Estábamos viendo una peli, malísima de hecho, pero el caso es que… era una pareja a la que le iba mal, que a mí nunca me ha ido mal con Belén, al menos no en ese sentido… y nada, que les iba mal, así que se iban a un club de intercambio de parejas.
—Venga ya —protesté, desconfiando, pues era dado a inventarse historias.
—Espera. Qué. Joder, no es tan raro. No me seas moma.
—Vale, vale…
—Pues eso, que con las coñas nos pusimos bastante a tope con la película. Ni la acabamos. Y a los quince días estábamos en un club de esos.
—Venga, va… —volví a protestar.
—Joder, qué le ves de raro.
Se hizo otro silencio. Yo no me creía nada. Y él continuó:
—Pero eso, fuimos a un club de esos, y yo pensaba: “joder, yo no me quiero follar a ninguna de estas viejas”, porque eran prácticamente todas, y todos, de cincuenta para arriba. O sea, que yo veía que a mí me ponía el tema pero que yo no quería follar con nadie… Y nada, “que no, que esto no es lo nuestro, tal”, pero empecé a ver cómo la miraba alguno… y cuando me di cuenta estaba empalmado como un burro.
Yo le miraba de soslayo. Mostrando disconformidad con su narración.
—Que no hicimos nada ese día. Bueno, esa noche. Pero sí conseguimos un contacto y después fue todo más sencillo de lo que se pudiera imaginar.
Le volvía a mirar y no tenía duda alguna de que era todo una patraña. Y es que era dado al vacile y a aquel tipo de tonterías. Una vez hasta había fingido un accidente de tráfico y se había pasado dos días simulando una cojera, y no contento con eso después había comenzado a hablar mal a propósito, y el condenado lo fingía tan bien que acabamos creyéndolo. No confesó que era todo una mala broma hasta que no había tenido a Belén al borde del llanto. Y otra vez había simulado que retomaba el boxeo, casi en los cuarenta y después de veinte años sin practicarlo, llegando a enviarle a Belén un falso documento en el que vendía su empresa y muy mal vendida.
—No me crees —dijo serio.
—No.
—Espera a ver —farfulló y se hizo con su teléfono.
Yo suspiré entonces, desapegado de su historia, y me recosté. Volví mi mirada hacia las estrellas. Se veían muchísimas y decidí que cuando volviera a mi casa desempolvaría un libro que tenía, sobre constelaciones e historias griegas; y después me fijaba en otro punto muy brillante, quizás Vega.
Y David tecleaba, lo oía pues no le había quitado el sonido, así que crepitaba con cada tecleo; y yo buscaba el cinturón de Orión, y después caía en la cuenta de que me sonaba que esas tres estrellas enfiladas no se podían ver en verano.
Y entonces escuché:
—Mira. Lee.
David me daba su teléfono. Tenso, pero a la vez confiado.
Me desperecé, cogí su móvil y leí que le acababa de escribir a Belén:
—¿Qué te parece el novio de Lucía?
—Es majo —había respondido ella.
—Te dio un buen repaso cuando te cruzaste con él abajo.
—Puede ser —había contestado su mujer.
—No estaría mal que el repaso fuera real. Ya sabes.
—Estás fatal.
—Te han follado palomos peores este año.
—Es el novio de mi hermana pequeña. No sé si te has dado cuenta.
—Podríamos tantear —había instigado él. Y yo leía atónito.
—Venga, vente a la cama. Después me vas a despertar —finalizaba Belén.
—¿Qué? —me dijo entonces David, quitándome su teléfono.
Yo, pasmado, súbitamente nervioso, no conseguía reaccionar. Y entonces, mi cuñado, susurrando para sí, masculló:
—Joder… Tengo que conseguir que te folle… Después siempre me lo agradeces. Qué bien lo podríamos pasar contigo… Albertttt —pronunciaba, mirando hacia la piscina, y exagerando la “t”.
Voy a publicar esta historia que escribí hace un tiempo.
Había publicado un capítulo y ha sido borrado, creo. Publico ahora entonces los dos primeros.
Espero les guste a aquellos que aún no lo hayan leído.
CAPÍTULO 1
Lunes, 2 de agosto.
23:45 de la noche.
Recostado sobre una vetusta y chirriante silla de playa admiraba las estrellas. Sentía el césped acariciando la planta de mis pies descalzos mientras me culpaba por no ser apenas capaz de ubicar Venus, Júpiter y un punto de luz nítido que quizás fuera Arturo.
A mi lado, y sobre similar mecedora, mi cuñado David degustaba un gin-tonic con una calma solemne. De fondo canto de grillos y chicharras; sonidos varios que me daban la paz que a él le daba su bebida. Sobre nosotros un aire espeso que solo por momentos permitía apreciar y no maldecir.
—Mañana salimos con el barco. Va a haber buena mar —dijo él, como en una propuesta cerrada, sabedor de que yo siempre me iba a adherir a su plan, pues ambos éramos conocedores, un año más, de que mi estancia de dos semanas en la casa de la familia de mi mujer se caracterizaría por un dolce far niente, en mi opinión, más que merecido.
Se alternaban momentos de largos silencios con otros de cháchara incorregible de mi interlocutor. Yo alzaba la vista, en una mezcla de cansancio y de paz, y mis ojos se perdían en la piscina, iluminada por sus focos sumergidos, y si oteaba más allá mi mirada alcanzaba la casa. “La casa”, siempre llamada así por mis suegros, y en herencia de término y disfrute también por sus cuatro hijas.
“Cuatro hijas. Nada menos”, reflexionaba yo mientras David me hablaba de cómo le había ido a su empresa aquel año: “Siempre beneficios, más o menos, menos o más, pero siempre hacia arriba”, se repetía casi más para sí. Y mientras yo pensaba en las cuatro hijas de aquella casa, precisamente una de ellas, Belén, nos obsequiaba de pronto con su presencia, de manera súbita y fugaz.
Era como si no hubiera pasado el tiempo, un año entero desde mis últimas vacaciones allí, y es que casi podía saber con exactitud qué pasaría en aquella casa en cada momento. Los automatismos. Y es que Belén, la mayor, la más esbelta, con su pelo oscuro y rizado, no demasiado largo, se deslizaba por el borde de la piscina en unos shorts y una camiseta sin mangas que lucía con gracia juvenil a pesar de pasar ya de los cuarenta, y dejaba caer un par de frases, para después posar un pico en los labios de su corpulento marido, el cual apenas se inmutaba, impertérrito, como una especie de rey león frente a su dominio.
Ella iniciaba el camino de vuelta, presta para dormir, cuando David masculló algo que tardé unos segundos en comprender:
—Está demasiado delgada —quedó finalmente resonando en mi cabeza.
—Bah, está estupenda —respondí, utilizando una palabra que me sonó extraña en mí.
—El culo aún lo aguanta, por el gimnasio, pero se está quedando sin tetas —analizaba él a su mujer, como si tal cosa, y a mi mente venía la imagen de sus brazos fibrosos, reveladores de un invierno de bastante ejercicio.
—¿Ana viene el viernes, entonces? —prosiguió él, preguntando por mi mujer.
—Sí, bueno, intentará escaparse el jueves, pero no creo…
—¿La tienen puteada o qué?
—Bueno. Agosto. Inmobiliaria. Imagínate.
David se mantuvo en silencio. Yo sabía que despreciaba el trabajo de Ana y que se mordía la lengua por no sacar el tema. No tenía, digamos, una gran relación con mi mujer. Yo lo asumía. Él era mi cuñado, tampoco mi amigo. Y no llegaba al punto de constituir mayor problema.
—No sé qué pinta ahí —dijo finalmente, sucumbiendo a la tentación de su propia esencia—. Es una conformista. Mira tú, te estaban jodiendo en aquel curro y te montaste… el…
—El estudio de arquitectura.
—Eso, joder.
Se hizo otro silencio. Yo no me veía en la necesidad de defender a Ana. Tampoco había nada que defender: a su anterior empresa le había ido mal y llevaba unos años en una inmobiliaria, nada que ver con su carrera, ni con su formación, pero una vez fuera de la rueda de la consultoría no le estaba resultando fácil volver.
—Hay que emprender, joder. Mira yo —insistía, casi enervado—. Ni estudié ni nada. Todo con mis manitas. De cero —decía, mirándose las manos como si no hablara en sentido figurado y hubiera construido su empresa de logística ladrillo a ladrillo.
—Bueno, te pudo haber salido mal… No digo que hayas tenido suerte, pero…
—Al menos es la que está más buena —soltó entonces, sin haber escuchado mi anterior frase siquiera, y haciendo contonear los hielos de su copa ya vacía de líquido.
Lo miré. Allí. Sentado a medio metro de mí. En casi idéntica posición. Frente a la piscina. Frente a la casa. En bañador y camiseta.
—¿Qué? ¿Te parece mal? —preguntó encogiéndose de hombros.
—No. ¿Por qué me lo iba a parecer?
Él estiró entonces sus piernas, clavando un talón en la hierba y montando un tobillo sobre el otro, y prosiguió:
—Es que incluso la gemela es, pero no es. No sé si me explico.
—Bueno, es que Marta es muy dejada. Son el día y la noche —respondía yo, refiriéndome a la gemela de mi mujer, que se parecía bastante a ella: alta, con pelo rizado, oscuro y largo, poderosa si bien grácil a la vez; pero tan cabra loca, en su forma de ser, en su forma de vestir, que uno quizás no las vincularía si no fuera conocedor de su parentesco.
—Eso es. Justamente… El día y la noche. La pija y la hippie. Mira, la cuarta en discordia —dijo entonces mi cuñado, cruzando y descruzando las piernas.
—¿Qué? —pregunté intrigado, al tiempo que comprendía a qué se refería, y es que nuestra paz se veía alterada entonces por la presencia de Lucía y de su recién estrenado novio.
—¿Cómo se llama ese?
—¿El novio de Lucía? —inquiría yo con una obviedad, mientras ellos, cada uno con su toalla al hombro, y sin saludar, pues ya lo habían hecho horas antes, parecían dispuestos a darse un baño nocturno.
—Sí, el surferito ese.
—Albert.
—¿Albert? ¿Se llama Albert? Pues Alberto para mí entonces —dijo, lleno de razón, y a los pocos instantes le llamó, en un grito contenido, pronunciando una “o” final impecable.
El chico, ya sin la camiseta puesta y con las manos en las escaleras de la piscina, miró hacia nosotros, con cara asustadiza, mientras Lucía ya se metía en el agua con un sigilo obligado, por la hora, derivado de los usos y costumbres.
—Ven. Alberto. Ven —dijo David, serio, pero yo sabía que sonreía por dentro.
El chico abandonaba a su novia y a la piscina y caminaba hacia nosotros, sumiso y expectante.
—Le doblo la edad y es mi casa. Qué cojones —susurró mi cuñado.
—En tal caso será la casa de Belén —le dije mientras aquel chico de pelo rubio y ojos azules, moreno, esculpido y en la plenitud que solo dan los veinte años, se cuadraba ante dos hombres, uno borracho y otro cansado.
—Chaval. Alberto. ¿Sabes hacer un gin-tonic? —le espetó.
—Sí. Claro —respondió con seriedad y con una sorprendente voz varonil.
—Pues hazme el favor, anda —decía David, alargando su brazo para que se hiciera con su vaso.
El chico no exteriorizó malestar alguno, ni por la orden ni por la sorna, y se hizo con la copa de David, dispuesto a entrar en la casa y cumplir con el cometido. Mientras, Lucía, la menor de las hermanas, un claro y entre comillas error, pues era dieciséis años más joven que Marta y Ana y veinte más joven que Belén, observaba la escena plasmando su propia personalidad en aquella conducta: desidia, silencio y apatía.
—Coño, Sergio. No te pregunté si querías algo.
—No, no, qué va. Me iré a dormir en seguida. Estoy cansado del viaje.
—¡Hostia! ¿has visto eso? —preguntó interrumpiéndome, bastante exaltado, pero en un susurro.
Y yo entonces le miré, y vi que sus ojos iban hacia la casa, y solo vi que Albert entraba y que Belén salía.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —cuestioné extrañado.
—Joder, que qué pasa. Que menudo repaso le acaba de pegar a mi mujer. ¿Y esta no se iba a dormir?
Yo le miraba. Y después miraba a Belén que se agachaba al borde la piscina y le decía algo a Lucía.
—¿Repaso? La habrá mirado. Yo qué sé —dije entonces.
—No, no. Hazme caso. Uff… qué bueno —resoplaba David, de golpe inquieto como un niño.
—¿Pero qué bueno el qué? —casi reí de la curiosidad y por verle así.
Belén volvía entonces a la casa y mi cuñado maldecía, hablando para sí:
—No, no… quédate… joder… quédate, Belén, que te mire otra vez… —susurraba y aquello ya me empezaba a dar un mal rollo extraño.
—Estás mal de la cabeza, David.
—Ya… ya… Mira, cuando Albertito el salido me traiga la copa… igual me vengo arriba y te cuento mi… nuestro… último añito. Vas a alucinar. Pero es secreto. No me jodas y me descubras que Belén me mata.
CAPÍTULO 2
Una luz que salía del suelo y un pequeño temblor a mis pies me indicaban que mi teléfono quería captar mi atención. Dejé caer mi brazo hasta recogerlo al tiempo que le daba vueltas a aquel secretismo de mi cuñado.
—Hay pelea hoy —dijo precisamente David.
—¿Ah, sí? ¿Quiénes? —pregunté, y mientras él enumeraba unos nombres de boxeadores, para mí desconocidos, comprobaba que era Ana quién me había escrito.
Era curioso, y a la vez maravilloso, pues a pesar de llevar doce años casados, de tanto en cuando, me volvía a subir un no sé qué por el cuerpo cuando veía su nombre en la pantalla de mi teléfono. Como así fue aquella vez.
—¿A qué hora es? ¿Te vas a quedar a verlo? —le preguntaba a mi cuñado y a la vez leía que mi mujer había llamado a nuestro hijo, que estaba de campamento, y me contaba que lo estaba pasando bien. Y David me indicaba la hora y me decía que sí lo vería, al tiempo que me entraba otro mensaje, largo, también de Ana, que constituía lo que llamábamos el mensaje especial; y es que, una vez por semana, ella o yo, escribíamos un mensaje con tintes melosos, cariñosos, en una suerte de extraña rutina. Y no había obligación de respuesta, pero siempre la había, y yo quería responder, pero en aquel momento sabía que no me concentraría lo suficiente como para escribir lo que ella merecía; así es que me dije que lo haría después, ya desde la cama, para que ella lo leyera al día siguiente, antes de ir a trabajar.
—Graciass amigou —escuché de repente a mi lado, y mi cuñado recibía la copa de un silencioso Albert, y se lo agradecía de aquella forma cómica, o eso pretendía él, fingiendo un acento inglés, quién sabe por qué.
El chico se iba hacia la piscina, al encuentro de una Lucía que parecía jugar, aburrida, a aguantar bastante tiempo sin respirar bajo el agua, y yo miraba el gin-tonic de David, deseando que confesara su secreto antes de terminarlo.
—¿Quién era? ¿Ana? —preguntó tras un pequeño sorbo.
—Sí. Nada. Que habló con el crío.
—¿Qué edad tiene ya? ¿Ocho? ¿Nueve?
—Once.
—No jodas… —respondía, allí apoltronado, y volvía a beber.
—Ya ves.
—No sé por qué os disteis tanta prisa. Mira yo, sin hijos. Ni ganas. Os perdisteis lo mejor —sentenció, siempre lleno de razón.
—No fue prisa. Ya sabes que salió así. Y bien que salió —respondí, si bien no era mentira que todo se había precipitado de manera imprevista: Ana y yo nos habíamos conocido gracias a un amigo común cuando ambos teníamos veinticinco años; apenas un par de meses de novios y se había quedado embarazada por un desliz, pero teníamos tan claro lo que sentíamos que decidimos casarnos y tener al niño. En menos de un año desde que la había conocido me había casado y era padre.
—Os perdisteis lo mejor —insistió, en una trampa común en él, buscando que yo rebatiera. Y yo quería hablar de su secreto, no de mí, pero sucumbí:
—¿Por qué? —pregunté.
—Joder porque os perdisteis esos meses en los que una pareja se come todo.
—¿Se come todo?
—Sí… esos meses… Puede durar incluso más de un año… en los que… la tocas, y te toca, ojo, con un dedo aunque sea, y te pones loco… Esos meses que se folla a todas horas y en todas partes… Ya sabes.
Me quedé un instante en silencio. Sabía a lo que se refería y nunca lo había reflexionado, pero sí era cierto que su embarazo había paralizado aquella época, época que después no había vuelto nunca.
—Oye, ¿y tu secreto qué? —dije, pues no quería seguir hablando de mí.
David miró entonces a su copa, al trasluz de la poca iluminación que partía de la casa, y después dijo:
—Este es un listo.
Mis ojos fueron entonces a los suyos, y de ahí a la piscina, y vi como Albert se juntaba a Lucía, y como ella le apartaba un poco, cohibida por la presencia de sus dos cuñados.
—La juventud —dije.
—No, no, si me parece bien. Como si se ponen a follar. Aunque Lucía es la más flojita. Que es guapa, pero le falta punch.
—Vaya noche de ranking de hermanas te estás marcando —sonreí.
Se hizo otro silencio. Su copa bajaba. Y temía que su anuncio del secreto quedara en nada. Así es que insistí.
—Estoy demasiado borracho como para contártelo —contestó.
—Sobrio no me lo cuentas.
—No sé… —dudaba él.
—No será para tanto.
—Es. Es.
—¿Ah, sí?
—Sí. Belén no es la mosquita muerta que crees.
—Nunca me ha parecido una mosquita muerta. Vamos, para nada —dije, y le volví a mirar.
—A ver —se recolocó sobre su asiento al tiempo que Lucía apartaba de nuevo a Albert.
Dio otro trago. Yo no sabía qué esperar de su confesión. Y de golpe algo cambió en el horizonte, y yo alcé la vista y comprendí que la luz del dormitorio de Belén se había apagado, de tal forma que ya solo nos iluminaba, y levemente, los focos de la piscina y la bombilla del porche de la casa.
—A ver —repitió—. Empezó por una chorrada, allá por… noviembre o diciembre… Estábamos viendo una peli, malísima de hecho, pero el caso es que… era una pareja a la que le iba mal, que a mí nunca me ha ido mal con Belén, al menos no en ese sentido… y nada, que les iba mal, así que se iban a un club de intercambio de parejas.
—Venga ya —protesté, desconfiando, pues era dado a inventarse historias.
—Espera. Qué. Joder, no es tan raro. No me seas moma.
—Vale, vale…
—Pues eso, que con las coñas nos pusimos bastante a tope con la película. Ni la acabamos. Y a los quince días estábamos en un club de esos.
—Venga, va… —volví a protestar.
—Joder, qué le ves de raro.
Se hizo otro silencio. Yo no me creía nada. Y él continuó:
—Pero eso, fuimos a un club de esos, y yo pensaba: “joder, yo no me quiero follar a ninguna de estas viejas”, porque eran prácticamente todas, y todos, de cincuenta para arriba. O sea, que yo veía que a mí me ponía el tema pero que yo no quería follar con nadie… Y nada, “que no, que esto no es lo nuestro, tal”, pero empecé a ver cómo la miraba alguno… y cuando me di cuenta estaba empalmado como un burro.
Yo le miraba de soslayo. Mostrando disconformidad con su narración.
—Que no hicimos nada ese día. Bueno, esa noche. Pero sí conseguimos un contacto y después fue todo más sencillo de lo que se pudiera imaginar.
Le volvía a mirar y no tenía duda alguna de que era todo una patraña. Y es que era dado al vacile y a aquel tipo de tonterías. Una vez hasta había fingido un accidente de tráfico y se había pasado dos días simulando una cojera, y no contento con eso después había comenzado a hablar mal a propósito, y el condenado lo fingía tan bien que acabamos creyéndolo. No confesó que era todo una mala broma hasta que no había tenido a Belén al borde del llanto. Y otra vez había simulado que retomaba el boxeo, casi en los cuarenta y después de veinte años sin practicarlo, llegando a enviarle a Belén un falso documento en el que vendía su empresa y muy mal vendida.
—No me crees —dijo serio.
—No.
—Espera a ver —farfulló y se hizo con su teléfono.
Yo suspiré entonces, desapegado de su historia, y me recosté. Volví mi mirada hacia las estrellas. Se veían muchísimas y decidí que cuando volviera a mi casa desempolvaría un libro que tenía, sobre constelaciones e historias griegas; y después me fijaba en otro punto muy brillante, quizás Vega.
Y David tecleaba, lo oía pues no le había quitado el sonido, así que crepitaba con cada tecleo; y yo buscaba el cinturón de Orión, y después caía en la cuenta de que me sonaba que esas tres estrellas enfiladas no se podían ver en verano.
Y entonces escuché:
—Mira. Lee.
David me daba su teléfono. Tenso, pero a la vez confiado.
Me desperecé, cogí su móvil y leí que le acababa de escribir a Belén:
—¿Qué te parece el novio de Lucía?
—Es majo —había respondido ella.
—Te dio un buen repaso cuando te cruzaste con él abajo.
—Puede ser —había contestado su mujer.
—No estaría mal que el repaso fuera real. Ya sabes.
—Estás fatal.
—Te han follado palomos peores este año.
—Es el novio de mi hermana pequeña. No sé si te has dado cuenta.
—Podríamos tantear —había instigado él. Y yo leía atónito.
—Venga, vente a la cama. Después me vas a despertar —finalizaba Belén.
—¿Qué? —me dijo entonces David, quitándome su teléfono.
Yo, pasmado, súbitamente nervioso, no conseguía reaccionar. Y entonces, mi cuñado, susurrando para sí, masculló:
—Joder… Tengo que conseguir que te folle… Después siempre me lo agradeces. Qué bien lo podríamos pasar contigo… Albertttt —pronunciaba, mirando hacia la piscina, y exagerando la “t”.