julioalvarez2
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Capítulo 20
La casa del cazador
La casa del cazador
La lluvia era un manto perfecto. Volver a esa casa en la oscuridad no se sentía como un allanamiento, sino como una reclamación. Había cruzado esa puerta cientos de veces, primero como el ahijado ingenuo y luego como el aprendiz de monstruo. Ahora volvía como el fantasma de sus pecados, con una certeza fría como el acero: la casa era una extensión de la mente de Gustavo, y yo estaba a punto de profanar su santuario.
El muro del patio seguía cubierto por la misma hiedra húmeda. Treparlo fue un acto de memoria muscular. La lluvia borraba mis huellas y ahogaba el sonido de mi respiración agitada. El aire olía a tierra mojada y a los jazmines que Mónica siempre decía que le recordaban a su infancia, un detalle que ahora me revolvía el estómago.
Desde adolescente, había tenido una fascinación secreta por forzar cerraduras, un pequeño acto de rebelión silenciosa. Gustavo nunca lo supo; para él, su casa era una fortaleza impenetrable. Qué irónico. Su arrogancia era mi mejor herramienta.
Saqué el pequeño estuche de ganzúas del bolsillo. Un clic metálico, luego otro. El cerrojo de la ventana del baño cedió con una docilidad sorprendente. Me deslicé dentro.
El baño estaba helado. El mismo mármol, las mismas toallas dobladas con precisión militar. El espejo me devolvió el rostro de un extraño: tenso, pálido, con los ojos ardiendo de una furia lúcida. Por un instante, casi pude ver a Gustavo sonriendo detrás de mi reflejo. Sacudí la cabeza. No podía permitir que se metiera en mi mente. No aquí. No ahora.
Avancé por el pasillo en silencio. La casa era una tumba ordenada. Cada objeto en su lugar, cada cuadro perfectamente alineado. Era la guarida de un depredador metódico. Una frase que me dijo una vez resonó en mi cabeza, convirtiéndose en mi brújula: “La mente, Adrián, siempre guarda su tesoro donde menos duele mirar”.
Su despacho.
El aire allí dentro era denso, olía a cuero viejo, a whisky y al poder rancio de un hombre que se creía dios. Encendí una pequeña linterna, cubriendo el haz con la mano. La luz se deslizó sobre los diplomas, los libros de lomo dorado, el sillón donde yo mismo había sido analizado y manipulado. Empecé la búsqueda.
Revisé los lugares obvios: cajones, archivadores, detrás de los cuadros. Nada. Solo papeles clínicos, notas sobre pacientes cuyos nombres me erizaron la piel. Víctimas. Todas ellas.
Pasó casi una hora. La tensión era un nudo en mi garganta. Me senté en su sillón, el mismo donde me había sometido, y cerré los ojos. Tenía que pensar como él. Gustavo era arrogante, un narcisista. Su tesoro no estaría escondido con humildad; estaría disfrazado de orgullo, a la vista de todos.
Y entonces lo vi. El reloj de péndulo. Aquel maldito reloj que nunca me dejó tocar. "Es un legado de mi padre", decía, "y los legados no se manipulan".
Mentira. Él manipulaba todo.
Me acerqué. La madera pulida brillaba. Tiré suavemente del marco y, con un quejido sordo, toda la estructura giró sobre un eje oculto. Detrás, empotrada en la pared, había una caja fuerte digital.
Una oleada de triunfo me recorrió. Seis dígitos. Tenía que ser una fecha, su ego se lo exigiría. Probé su cumpleaños. Nada. El día que abrió la clínica. Nada. El sudor me corría por la frente. Entonces, otro recuerdo, de una noche de borrachera y confesiones filosóficas: “Mi verdadero nacimiento fue el día que enterré a mi padre. Antes de eso, solo imitaba su voz”.
La frase me golpeó. Busqué la fecha en mi memoria. Catorce de septiembre. No recordaba el año exacto, pero no podía ser tan difícil. Probé varias combinaciones. Finalmente, 140989. Error. Invertí el orden, como a él le gustaba hacer con la verdad. 890914.
Un pitido corto. Una luz verde.
Abrí la puerta de la caja. El interior era la prueba de su imperio. Fajos de dólares y euros. Una carpeta de cuero con documentos de transferencias bancarias. Y el verdadero tesoro: cuatro discos duros portátiles, cada uno marcado con iniciales.
Tomé todo. El peso de los discos duros en mis manos era el peso de secretos oscuros. ¿Qué contenían? ¿Sesiones grabadas? ¿Chantajes? La respuesta estaba ahí, a solo un clic de distancia, pero este no era el lugar. Eran sus trofeos, y ahora eran mi arma.
Cerré la caja fuerte, devolví el reloj a su lugar. El péndulo siguió su vaivén rítmico, como si nada hubiera pasado. Me detuve un instante, observando el despacho. Este lugar había sido su trono y mi jaula. Una de sus frases favoritas flotó en el aire viciado: "El miedo es solo una forma elegante de obediencia, Adrián."
Me giré. No había nadie. Pero ya no sentía miedo. Solo una lucidez helada.
Salí de la casa como entré, una sombra en la lluvia. No miré atrás. No lo necesitaba. El cazador estaba a miles de kilómetros, durmiendo tranquilo en Madrid, creyéndose intocable. Pero yo, el peón que había despertado, acababa de robarle a la reina y todas las piezas de su juego.
La partida, por fin, estaba a punto de cambiar.