julioalvarez2
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Capítulo 14
El Espejo Roto
El martes amaneció con un sol pálido que no lograba disipar la melancolía otoñal. Adrián llegó a casa poco después del mediodía, el traqueteo de su maleta sobre el sendero de piedra del jardín anunciando su regreso. La casa, bañada en una quietud casi irreal, le pareció extrañamente silenciosa, como si contuviera la respiración. Dejó la maleta en el vestíbulo y avanzó, una mezcla de alivio por estar de vuelta y la persistente preocupación por su madre, ahora atenuada, en su interior.
Mónica apareció desde la cocina, secándose las manos en un paño. Su sonrisa fue instantánea, cálida, pero había algo en ella, una especie de barniz sereno, que a Adrián le resultó… diferente.
—¡Adri! ¡Qué bueno que llegaste! ¿Cómo fue el viaje? ¿Tu mamá está bien instalada?
Lo abrazó, un abrazo afectuoso, casi maternal, que carecía por completo de la carga eléctrica, de la complicidad no dicha que había comenzado a surgir entre ellos antes de su partida. Sus ojos, esas esmeraldas que tanto lo habían obsesionado, lo miraron con una amabilidad diáfana, pero distante. Como si lo viera a través de un cristal pulido.
—Bien, Moni. El viaje tranquilo. Y mamá está mucho mejor, gracias. Adaptándose de a poco —respondió él, sintiendo una extraña punzada de… ¿decepción? No, era más bien una confusión sutil, una nota discordante en la melodía de su regreso.
La Mónica que lo había despedido con un beso más largo, más sentido, parecía haberse esfumado, reemplazada por esta anfitriona serena y ligeramente impersonal.
La tarde transcurrió en una atmósfera de cortesía tranquila. Adrián intentó charlar, contarle más detalles sobre el estado de su madre, sobre la pequeña ciudad donde ella vivía. Mónica escuchaba con atención aparente, asentía, hacía las preguntas correctas, pero sus respuestas eran concisas, sus reacciones medidas. Era como conversar con una versión cuidadosamente editada de su madrastra. Varias veces, Adrián la sorprendió mirando discretamente el reloj de la sala, y una tensión casi imperceptible pareció acumularse en ella a medida que se acercaban las cinco de la tarde.
Él recordaba sus propias tardes en casa de Gustavo, la forma en que aprendió a leer las micro expresiones, la tensión subyacente en las mujeres que su padrino manipulaba. Un escalofrío incómodo le recorrió la espalda…
Poco antes de las cinco, Mónica se levantó del sofá donde habían estado conversando.
—Bueno, Adri, me tengo que ir. Hoy tengo mi club de lectura sobre psicología. Ya sabes, con Gustavo.
Adrián frunció el ceño. ¿Club de lectura? Recordaba vagamente que Mónica había mencionado algo así muy por encima en sus conversaciones por teléfono, pero no le había dado importancia porque en ese momento su mente estaba en la recuperación de su madre.
—Ah, cierto. ¿Y qué tal eso? ¿Interesante?
—Mucho —respondió Mónica, y por primera vez en toda la tarde, un brillo genuino pareció encenderse en sus ojos, aunque era una luz fría, casi fanática—. Gustavo es un guía excepcional. Me está ayudando a entenderme mucho mejor.
Se dirigió al vestíbulo a por su bolso. Adrián la siguió, una inquietud indefinida creciendo en su pecho.
—¿Vas seguido?
—Todos los martes y jueves —dijo ella, ya con la mano en el picaporte—. Es mi espacio, Adri. Algo que hago por mí.
Y con una sonrisa que no llegó a sus ojos, salió, dejando a Adrián solo en la casa silenciosa, con la sensación de que una pieza fundamental del rompecabezas de su hogar se había descolocado.
Mientras tanto, Gustavo aguardaba en su estudio. Mónica le había informado la noche anterior, durante su llamada de "buenas noches" programada, sobre la hora exacta de la llegada de Adrián. La presencia del muchacho en la ecuación no lo perturbaba; al contrario, añadía un nuevo matiz de excitación al juego. Adrián, el catalizador original, ahora se convertía en un espectador inconsciente, quizás incluso en un futuro peón en una etapa más avanzada del plan.
Hoy, la sesión con Mónica tendría un componente adicional. No solo reforzaría su sumisión y exploraría nuevas avenidas de placer programado, sino que también se dedicaría a blindarla contra cualquier influencia residual de Adrián. Quería asegurarse de que el antiguo lazo entre ellos estuviera completamente roto, o mejor dicho, transformado en algo inocuo, bajo su entero control.
Mónica llegó puntual, como siempre. Cruzó el umbral y la transformación fue casi instantánea.
—Mi bella flor del desierto…
La frase la sumergió de inmediato en ese estado de receptividad absoluta. Sus hombros se relajaron, su rostro adquirió esa expresión de beata sumisión que tanto complacía a Gustavo.
La guio al dormitorio. La ceremonia de desvestirse, la adoración oral, el primer encuentro sexual, todo transcurrió según el ritual establecido. Pero hoy, Gustavo fue más incisivo en sus susurros hipnóticos durante el acto.
—Adrián está en casa, ¿verdad, mi flor? —murmuró mientras la poseía con un ritmo lento y profundo—. Lo viste hoy. Hablaste con él.
—Sí, mi amo. Está en casa.
—Y dime, ¿sentiste algo por él? ¿Alguna chispa de lo que alguna vez creíste sentir?
Mónica, bajo el influjo de las directrices previas y las actuales, respondió con la voz entrecortada por el placer programado:
—No, mi amo. Solo afecto familiar. Distante. Usted me enseñó que mi verdadero ser, mi verdadero deseo, solo le pertenece a usted. Adrián… es solo el hijo de Mateo.
—Excelente —siseó Gustavo, aumentando la intensidad de sus embestidas—. Porque eso es lo que es. Un muchacho. Un recuerdo. Yo soy tu presente, tu futuro, tu única realidad. Y cualquier intento que él haga por acercarse demasiado, por revivir cualquier intimidad pasada, te causará…rechazo. Una leve repulsión, incluso. ¿Entiendes? Buscarás mi protección, mi guía, si él intenta cruzar esa línea.
—Entiendo, mi amo. Solo usted. Su contacto es placer. El de otros… es indiferencia… o incomodidad.
Gustavo sonrió contra su cuello. Estaba forjando un escudo invisible alrededor de ella, un campo de fuerza psicológico que la aislaría por completo.
Durante la sesión, la hizo verbalizar repetidamente su devoción exclusiva, su desprecio (cuidadosamente inducido) por la monotonía de su vida matrimonial con Mateo, y su anhelo constante por los encuentros con él, su verdadero y único amo. Le hizo describir con detalle su breve interacción con Adrián esa tarde, y luego él "corrigió" sus percepciones, insertando sus propias interpretaciones, asegurándose de que ella viera a Adrián a través del filtro que él había diseñado: un joven inofensivo, ligeramente patético en sus afectos no correspondidos, indigno de cualquier consideración emocional profunda.
El sexo fue intenso, casi febril. Gustavo se sentía particularmente poderoso esa tarde, con la conciencia de Adrián al otro lado de la ciudad, ignorante del drama que se desarrollaba, del destino de la mujer que ambos, de diferentes maneras, habían deseado. Cada embestida era una afirmación de su victoria, cada gemido de Mónica una prueba de su arte.
En la casa de los Saldaña, Adrián deambulaba como un fantasma. La quietud se había vuelto opresiva. Intentó leer, ver televisión, pero una desazón persistente lo mantenía inquieto. Subió a su antigua habitación, luego, impulsado por una curiosidad malsana, se asomó al dormitorio de Mónica y Mateo. Estaba impecable, impersonal. Abrió el armario de Mónica. Sus vestidos, sus blusas, sus zapatos. El leve aroma de su perfume flotaba en el aire, un aroma que antes le aceleraba el pulso y que ahora solo le traía una extraña melancolía.
Recordó los primeros días, su obsesión con ella, las fantasías, el descubrimiento de los audios de Gustavo, el inicio de su propia "formación". Una oleada de culpabilidad lo golpeó. Él había sido parte de esto, de la manipulación de mujeres, aunque nunca con la maestría fría y calculadora de su padrino. ¿Y si Gustavo…? No, era impensable, no lo podía traicionar.
Pero la imagen de la mirada vacía de Mónica esa tarde, su afecto programado, no lo abandonaba. Intentó llamar a Mateo, necesitaba escuchar una voz familiar, romper el hechizo de silencio y duda que lo envolvía. Pero el teléfono de su padre sonó varias veces antes de saltar al buzón de voz. Como siempre, Mateo estaba ocupado, distante, ausente.
La soledad lo golpeó con fuerza. Se sintió como un extraño en su propia casa, un actor secundario en una obra cuyo argumento se le escapaba. La Mónica que había empezado a conocer, la mujer con la que había compartido secretos incipientes y una tensión erótica palpable, parecía haber sido borrada, reemplazada por una autómata sonriente.
Cuando Mónica regresó, pasadas las ocho y media, la serenidad en su rostro era casi insultante para el torbellino de emociones de Adrián. Entró con esa calma beatífica que él empezaba a reconocer como la marca de sus "sesiones".
—Hola, Adri. ¿Todo bien por aquí? —su voz era suave, meliflua.
—Sí, todo tranquilo, Moni —mintió él—. ¿Y tu club? ¿Esclarecedor como siempre?
Había un deje de sarcasmo en su voz que ella no pareció notar, o que eligió ignorar.
—Maravilloso —respondió, sus ojos brillando con esa luz extraña—. Cada día aprendo más sobre mí misma. Gustavo es… un verdadero maestro.
Subió las escaleras, dejando a Adrián en el vestíbulo con un nudo en el estómago. Un maestro. Sí, Gustavo era un maestro, pero Adrián empezaba a temer qué era exactamente lo que estaba enseñando, y a quién.
Se retiró a su habitación, la cabeza llena de dudas y una creciente sensación de alarma. El espejo de su realidad familiar se había roto, y en los fragmentos dispersos, comenzaba a vislumbrar una imagen distorsionada y aterradora. Decidió que no podía quedarse de brazos cruzados. Tenía que entender qué estaba pasando. Quizás, solo quizás, una charla con Gustavo, su padrino, su mentor, podría arrojar algo de luz. O quizás, solo lo hundiría más en la oscuridad. Por primera vez en mucho tiempo, Adrián sintió miedo, un miedo frío y visceral que nada tenía que ver con el tamaño de su miembro o su timidez social. Era el miedo a lo desconocido, a la maldad que podía anidar bajo la superficie de lo cotidiano. Y juró que observaría, que escucharía, que descubriría la verdad, por más terrible que esta pudiera ser.