La habitación estaba tranquila, apenas iluminada por la cálida luz de una lámpara al fondo. Ella estaba allí, apoyada contra el marco de la ventana, mirando hacia afuera, pero claramente absorta en sus pensamientos. En su vida cotidiana, esta mujer era un torbellino de responsabilidades: el desayuno de los niños, las tareas escolares, el trabajo y el cansancio acumulado que la abrazaba cada noche. Pero aquí, conmigo, había algo diferente.
—¿En qué piensas? —pregunté mientras llenaba su copa de vino, mi tono suave, sin prisa.
Se giró hacia mí y sonrió, esa sonrisa que guardaba para los momentos en que podía ser simplemente ella misma, sin etiquetas, sin títulos.
—En que a veces... me olvido de quién soy —dijo, casi en un susurro.
Me acerqué, dejando el vino sobre la mesa y posando una mano sobre su mejilla. No respondí de inmediato; quería que sintiera que su confesión no necesitaba ser defendida. Finalmente, hablé:
—Entonces esta noche, recordemos quién eres.
En este momento recuerdo una conversación que tuvimos hace tiempo...
La primera vez que hablamos de sus límites, estábamos en el sofá, compartiendo un café. La conversación surgió de forma inesperada, mientras reíamos por algo insignificante. Yo había hecho un comentario casual sobre lo fascinante que era el equilibrio entre control y confianza, y ella, entre risas, había respondido:
—¿Confianza? Con lo que veo a diario, eso es lo más complicado de entregar.
—Y sin embargo, aquí estamos —le respondí, con una mirada directa.
Se quedó pensativa, sus dedos jugueteando con el asa de la taza. Entonces habló, pero su tono había cambiado. Había seriedad, pero también curiosidad.
—¿Y si pierdo el control? ¿Si no me gusta lo que siento?
Respiré hondo antes de responder, asegurándome de que mis palabras reflejaran la seguridad que quería transmitirle.
—El control siempre será tuyo. Incluso cuando me lo cedas, será tu decisión. Y si alguna vez quieres detenerlo, lo haremos, sin preguntas.
Esa noche no hubo besos ni caricias más allá de nuestras palabras. Pero cuando nos despedimos, vi algo nuevo en sus ojos: una pequeña llama, una curiosidad que aún no había admitido por completo.
De vuelta al presente:
Ella estaba de pie frente a mí ahora, con la copa en la mano y la respiración un poco más rápida de lo habitual. Su mirada tenía algo que antes no había visto: una mezcla de vergüenza y desafío. Me acerqué, despacio, hasta que apenas un suspiro de espacio nos separaba.
—Si en algún momento te sientes incómoda, me lo dices —le recordé, mi voz baja, pero firme.
Ella asintió, pero no parecía querer hablar. Sus ojos me desafiaban, como si esperara que tomara la iniciativa, y a la vez, podía sentir la lucha interna en su interior. Era una mujer acostumbrada a tener el control, a ser la fuerza que sostenía a otros, y aquí estaba, tratando de entregarme ese poder por primera vez.
—Es extraño... —murmuró finalmente, rompiendo el silencio—. Parte de mí siente vergüenza, pero... —Se detuvo, como si las palabras fueran demasiado difíciles de admitir.
—Pero la otra parte quiere saber qué pasa si sigues adelante —completé por ella, con una sonrisa tranquila.
Ella asintió, mordiéndose el labio.
El primer nudo fue suave, casi simbólico, rodeando sus muñecas con una delicadeza que parecía más un abrazo que una atadura. Ella cerró los ojos, y su respiración se hizo más lenta, más profunda.
—¿Cómo te sientes? —pregunté, acercándome a su oído.
—Libre —susurró, sorprendida por su propia respuesta.
Le sonreí, aunque sabía que no podía verlo. Era la misma mujer que, horas antes, había estado corriendo entre tareas, revisando correos y preparando la cena, y ahora, en este momento, se permitía dejar todo atrás. La cuerda no la contenía, la liberaba del peso que cargaba cada día.
Cuando el siguiente nudo estuvo hecho, noté cómo su cuerpo se tensaba por un instante, un reflejo automático de su mente racional. Pero no tardó en relajarse, sus hombros bajando mientras se rendía a la sensación.
—¿Esto es lo que buscabas? —pregunté, mi tono lleno de curiosidad, no de juicio.
—No lo sabía hasta ahora —admitió, su voz cargada de honestidad.
El momento más poderoso no fue el de los nudos ni las palabras, sino el instante en que abrió los ojos y me miró, completamente entregada. No había rastro de vergüenza, solo un brillo en su mirada, una mezcla de agradecimiento y deseo.
—¿Y ahora qué sigue? —preguntó, con una sonrisa traviesa que ocultaba su vulnerabilidad.
Me acerqué y coloqué una mano en su rostro, sosteniéndola con firmeza y suavidad al mismo tiempo.
—Lo que tú decidas.
Su respuesta no llegó en palabras. Fue un suspiro, un asentimiento apenas perceptible, una rendición que llevaba consigo toda la fuerza de una mujer que finalmente había encontrado un espacio donde podía dejarse llevar.
Esa noche no era solo un juego de roles. Era un espacio donde ella podía ser libre de todo lo que la ataba en su día a día. Y yo, afortunado, tenía la responsabilidad de cuidar esa entrega, sabiendo que no era mía por derecho, sino por elección.