ElenaPM
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Sábado, 21 de octubre de 2022
La sala de espera de la consulta hace gala de un estilo minimalista, y aunque no he sido nunca muy amiga de estas asépticas tendencias más allá de la moda, he de admitir que me resulta más acogedora que antes, cuando parecía uno de esos salones recargados con aroma a Cuéntame. Han laminado el suelo de un color beige arena que imita maravillosamente bien los matices de la madera natural, lo que dota de calidez a una estancia que ahora parece más amplia. Las paredes, sobre las que cuelgan algunas litografías y un par de lienzos muy coloridos que homenajean la emocionalidad cromática de Matisse, han sido bañadas de un blanco glacial tras ser alisadas. Adiós al gotelé y al viejo papel estampado. Un estor apaisado sobre el ventanal se encarga de contener a duras penas la luminosidad que la bahía vierte sin piedad sobre la cristalera. A ciertas horas, como esta, también se afana en impedir que la temperatura interior se dispare. Con pobres resultados, todo hay que decirlo. La consulta está ubicada en la duodécima planta de un edificio de doce alturas orientada al sureste, con vistas al paseo marítimo y al infinito horizonte mediterráneo, y si no fuese por la sutil caricia del aire acondicionado me estaría convirtiendo en «Elena al horno en su propia salsa», posible plato estrella de algún chef caníbal.
Me llama la atención la moderna mesa de centro que ha venido a jubilar a la de madera lacada. De cristal biselado, diseño oval y base de mármol sintético, sobre ella no descansan revistas de marujeo ni cuadernos de pasatiempos, sino un jarrón de cerámica del que asoman hojas de eucalipto artificial. Me gusta el cambio, aunque echo de menos las sopas de letras.
Lo único que no me termina de convencer de la nueva estancia son estas sillas de conferencia de cuerpo metálico y tela de malla. No son incómodas ni atentan contra mis principios estéticos, pero me quedo con los enormes sofás de la vieja sala de estar. Imagino que la pandemia y no solo el criterio estético han influido en la decisión de individualizar los espacios de espera.
En el iPhone, que ojeo a cada rato con la mente dispersa, son las dos de la tarde y la última paciente del sábado debe de estar al salir. En breve se hará la luz al otro lado de las vidrieras opacas de la puerta del pasillo y se escucharán voces charlando en tono distendido. Ya lo he vivido antes. Entonces, tras una cálida despedida entre profesional y paciente, llegará mi turno.
Va contra mi religión, pero negar que estoy nerviosa es engañarme a mí misma. Ni si siquiera el hecho de saberme en casa frena mi incipiente ansiedad. Me esfuerzo por detener el tiritar de mi pierna derecha, cruzada sobre la izquierda, y me tranquilizo diciéndome que todo está bien, que hago lo correcto y que no podría estar en mejores manos. Y no tengo dudas sobre ello, ciertamente. Aun así, y aunque consigo que mi pierna se relaje, a duras penas logro templar la agitación que crece en mi interior a medida que se acerca el momento de pisar el confesionario.
No es sólo el desconcierto que me asola tras «la gran metedura de pata» y la sorpresita que el destino me regaló después. Tampoco el cacao sentimental, por llamarlo de alguna manera, en que ando sumida. ¡Ni siquiera mis nuevas dudas existenciales! No, el epicentro de mi desasosiego es saber que la raíz de todo ello radica en lo acontecido en mi vida durante estos últimos ocho meses. Y abrirme a Marina y hablarle de todo lo que me ha pasado desde entonces, ya sea en busca de sabios consejos tras un largo desahogo o aguardando su criterio profesional, me pesa una tonelada más que los dolorosos motivos que me trajeron aquí a principios de diciembre, que ya es decir. Por mí, porque no me siento orgullosa de algunas de las decisiones que he tomado durante este tiempo ni de cómo he gestionado las consecuencias de las mismas, pero sobre todo por ella. Bueno, por ella y por su más que posible decepción.
¡Tres meses de duro trabajo para superar la ruptura con César y te adentras ahora en esta vorágine sin sentido, presa de instintos e influencias de dudosa moralidad! ¡Te dije que vinieras a las revisiones precisamente para evitar esto!
Vete tú a llevarle la contraria.
Porque hace poco más de ocho meses que dimos por concluida la terapia psicológica que precisé para superar una traumática ruptura; ocho meses desde que pisé por última vez esta misma consulta; ocho meses que han cambiado mi vida y que conforman una variopinta historia cuyo colofón ha desembocado en un nuevo conflicto interno que me ha devuelto, paradójicamente, al punto de partida.
He comenzado a bucear en un océano de sensaciones intensas, personas especiales y mundanas, aciertos y decepciones, lugares evocadores y experiencias singulares, cuando el sonido sordo de una puerta al abrirse me trae de regreso al presente. Un torrente de luz natural invade el pasillo que tengo enfrente. Voces informales, algunas risas y más puertas. Casi puedo seguir con la mirada sendas siluetas a través del tabique tras el que discurre el pasillo que lleva a la cocina del piso, donde otra puerta se abre al recibidor en que Marina despide gentilmente a una señora que de agradecida que es me resulta entrañable. Tras el segundo repicar de la campanilla de viento, sé que el portón de entrada se ha cerrado y me ha llegado la hora.
Marina abre las dos hojas de la sala de espera de par en par con un divertido gesto de hastío, brazos en jarra y cadera a un lado. Viste un conjunto sobrio que poco tiene que ver con la desenfadada sofisticación femenina de la que hace gala fuera del horario laboral: zapatos de tacón bajo, pantalón de traje que le sienta como un guante y una blusa a rayas parecida a una que tengo yo en alguna parte. Como es habitual, se sigue negando a enfundarse la bata blanca. En cualquier caso, lo que más dice de ella en este momento es la sonrisa de oreja a oreja que enseguida me contagia.
—Y tú debes de ser la adorable dama en apuros que se ha adueñado de mi sábado —dice teatralmente para conseguir que se realcen aún más mis mejillas.
—La misma que viste y calza, doctora Maldonado —afirmo dándole un especial énfasis a la palabra doctora, lo que le ensancha todavía más la sonrisa.
Me levanto dejando escapar un cariñoso ronroneo y en mitad de la sala nos fundimos en un intenso y terapéutico abrazo. Se me destensan los músculos y se alivia mi alma. Y casi se me escapa una lagrimilla. La he echado de menos. Me ha hecho falta. ¡Me hace falta! Y lamento una barbaridad no haberla visitado con la frecuencia que me recomendó el último día de diván. Al menos una vez al mes, Elena. Quizás todo hubiera sido diferente de haber llevado a cabo un seguimiento de mi evolución en lugar de forzar un anticipado cierre. Pero no pude más. Como parte de mi propia sanación, enterrar para siempre a César y sentirme liberada implicaba desprenderme de todo lo que me recordara a él. Incluida la última fase de una terapia cuyos resultados hasta la fecha habían sido plenamente satisfactorios: había logrado que asumiera como mío el mérito del cambio que se había producido en mi vida, reconducido mis conductas y pensamientos tóxicos, enfrentado a la realidad y salido victoriosa. El dolor ahora era indiferencia, y por fin me había reconciliado conmigo misma. ¿Para qué, pues, una supervisión que me hiciera revivir cada mes una etapa que podía dar por olvidada con las herramientas interiorizadas? Conocía el camino y me sobraban recursos para recorrerlo sin miedo a recaer. ¡Era el momento de batir las alas y volar! ¿Qué podía salir mal?
Pues ya lo digo yo: ¡todo! Sin la licencia de piloto en prácticas ni instructor al mando, pasó lo que tenía que pasar: que me estampé contra una inesperada realidad tras reencontrarme con mi soltería.
—¿Cómo estás, pequeña? —me susurra al oído. El fresco aroma a Carolina Herrera que desprende su cuello no tarda en impregnar mis fosas nasales.
—Muuuuy bien —contesto con los ojos cerrados sin sonar demasiado convincente—. Bueno, hecha un pequeño lío, pero en esencia estoy estupendísima... —matizo con menos convencimiento aún ahogando un intento de sonrisa amarga. Abro los ojos y nuestras miradas se encuentran—. ¿Qué tal usted, doctora?
Deja escapar una delicada mueca de cortesía. Creo que no tiene duda alguna de que ha sido mi hermano el que me ha puesto al día y por algún motivo evita hacer mención a su nuevo estatus profesional.
—Hasta el moño del doctorado y sobrepasada por la vida, en general. ¿Conoces a algún psicólogo de confianza que no sea muy caro? —contesta con naturalidad y salero arrancándome esa risa que se había quedado atascada en la bandeja de salida.
Deshacemos el abrazo y nos separamos un par de palmos. Son nuestras manos las que se encargan de prolongar el contacto físico, muestra de afecto con la que procura calmar mis temores e inseguridades. Como lo intenta su mirada, a medio camino entre lo comprensiva y lo compasiva. Es cuando me siento una absoluta egoísta, y también una desagradecida —¿tal vez hasta miserable?—. Un par de llamadas telefónicas, algunas notas de voz y un par de correos electrónicos ha sido todo el trato que hemos mantenido desde que salí de su consulta muchos meses atrás con la firme convicción de no volver jamás, el suficiente para hacerle saber que me mantenía alejada de César y que todo iba viento en popa sin la necesidad de más viernes de cháchara asertiva. Ni un cafelito tras una docena de tardes de terapia. Y a pesar de todo, aquí está, disponible, sonriente y dispuesta a echarme un cable. O a conectar el que se me ha soltado.
—Conozco a una psicóloga que es maravillosa —afirmo escondiendo infinidad de agradecimientos tras mis palabras.
Se me escapa una tierna mueca con la que trato de disfrazar los martillazos de mi conciencia y nos regalamos un brevísimo silencio. Su profunda mirada azul parece querer leer mis pensamientos a través de mis ojos —quizás lo logran— y me cuesta mantenerle el cara a cara.
—Estás preciosa, Elena. Realmente preciosa —dice finalmente con tono sincero, cercano, aunque no me lo termino de creer demasiado. Llevo días durmiendo poco y mal y necesito un frasquito de autoestima. Entre otras cosas—. Pareces sacada del anuncio de Narciso, hija mía —suelta para mi sorpresa.
Lucho por contener mi delatora cara de boba. Le ha salido de una manera tan natural y espontánea que no sé si se está mofando de mí como sólo ella sabe hacer o estoy ante una enorme casualidad. No voy a tardar en salir de dudas.
—Qué Narciso ni qué milongas, por favor. Tú sí que estás guapísima, cuñada —correspondo intentando echar balones fuera sin poder evitar sonrojarme. El atisbo de una sonrisa asoma a través de la comisura de mis labios.
Me mira con un ademán de escepticismo fingido, tuerce la boca y se señala el canalillo con el índice.
—¿Guapa? ¿Yo? ¿Con estas ojeras y a las puertas de los cuarenta? A mí no me cosificas, renacuajo, que no es mi jeta la que te encuentras en todas las paradas de autobús, reina de las marquesinas. ¡Pero si hasta me sales en la publicidad del maldito TikTok! —exclama con recochineo y un guiño cómplice, como si al igual que yo con mi «doctora» ella hubiera estado aguardando el momento de sorprenderme con algo que se supone que no sabemos de la otra—. Que sepas que eso me lo tienes que contar a la de ya, porque me he quedado loca al verte. ¡Loquísima! ¡Y yo no sé más de lo que he visto porque tu querido hermano a mí no me ha contado nada!
Al final no puedo aguantar la risa y me digo que tengo delante de mí a la Marina de siempre, esa entregada profesional que cuando se desprende de la careta de psicóloga es incapaz de contener su lengua y descaro. Y esa desvergonzada sinceridad me transmite más armonía que sus títulos universitarios.
—Uy, pues es una larga historia —digo avergonzada—, y tengo mucho que contarte. ¡No sé si habrá tanto sábado! —le advierto con la cara encendida como salsa de tomate.
—Lo habrá. Y si no, lo inventamos —me asegura con la intención de seguir rompiendo el hielo con su particular humor picón—. No todo va a ser escabroso esta tarde, ¿verdad?
Eso me hace sonreír de nuevo. Escabroso es el adjetivo que empleé en la conversación telefónica que mantuvimos unos días atrás, cuando no quise adelantarle nada sobre los problemas que justifican mi imperiosa necesidad de verla.
Prefiero no contarte nada concreto ahora mismo, Marina. Es mucho y viene de atrás. Además, es una historia un poco escabrosa. Necesito verte cuanto antes, de verdad, nadie mejor que tú para entender este sinvivir.
Irónicamente, lo que quiere saber esconde una historia de altísimo voltaje detrás, por lo que su petición me enrojece y divierte al mismo tiempo.
—Lo cierto es que tras las marquesinas se oculta un relato bastante escabroso —por no calificarlo de una forma bastante más pornográfica—. Voy a necesitar algo más que café para llegar tan lejos.
El matiz de mi aclaración no le ofrece dudas: estoy haciendo referencia a una historia que incluye un galán o sucedáneo menos glamuroso, una historia alejada de lo cotidiano y el intercambio de fluidos corporales en una o varias ocasiones con Cuenca al fondo.
—¡Mejor me lo pones! Te tomas un carajillo y asunto arreglado, porque ahora tengo el doble de curiosidad por conocer esos intríngulis... —responde con picardía y una dosis de sana curiosidad. La misma curiosidad que ha nacido en las personas de mi entorno al descubrirme como parte de la campaña de publicidad de Tequila Sunglasses, aunque la suya con el añadido de la intrahistoria erótica que hay detrás—. Por cierto, ¿qué tal con Irene? Es maja, ¿verdad? —pregunta para cambiar de tercio y acaba con el embrujo de la cercanía. No tiene prisa por comenzar a desollar la cebolla y yo menos todavía.
Irene es la sobrina de su exmarido, y también la recepcionista, secretaria, mediadora y chica de los recados que han contratada recientemente a cambio de tres perras gordas en el gabinete. La misma que a los dos minutos de abrirme las puertas de la clínica se ha fugado con el novio y me ha dejado plantada en la sala de espera desde la una y media.
—Un encanto —contesto con la misma carga irónica.
—Tengo el cielo ganado —me asegura en tanto se aleja unos pasos de mí—. Anda, ven. Antes de que comiencen las escabrosidades que me tengas preparadas te voy a enseñar el lifting que le hemos hecho al piso. —Hemos hecho. En plural. Porque la consulta sigue siendo compartida. Ella se quedó con el despacho exterior, con unas vistas impresionantes, y Alfredito, su ex, se conformó con el que asoma al patio de luces—. Creo que ya conoces la nueva sala de espera... —dice girándose sobre sí misma con los brazos extendidos—. Vamos, te enseñaré el resto—. Regresa un par de pasos, me ofrece la mano y nos perdemos a través del pasillo.
La sala de espera de la consulta hace gala de un estilo minimalista, y aunque no he sido nunca muy amiga de estas asépticas tendencias más allá de la moda, he de admitir que me resulta más acogedora que antes, cuando parecía uno de esos salones recargados con aroma a Cuéntame. Han laminado el suelo de un color beige arena que imita maravillosamente bien los matices de la madera natural, lo que dota de calidez a una estancia que ahora parece más amplia. Las paredes, sobre las que cuelgan algunas litografías y un par de lienzos muy coloridos que homenajean la emocionalidad cromática de Matisse, han sido bañadas de un blanco glacial tras ser alisadas. Adiós al gotelé y al viejo papel estampado. Un estor apaisado sobre el ventanal se encarga de contener a duras penas la luminosidad que la bahía vierte sin piedad sobre la cristalera. A ciertas horas, como esta, también se afana en impedir que la temperatura interior se dispare. Con pobres resultados, todo hay que decirlo. La consulta está ubicada en la duodécima planta de un edificio de doce alturas orientada al sureste, con vistas al paseo marítimo y al infinito horizonte mediterráneo, y si no fuese por la sutil caricia del aire acondicionado me estaría convirtiendo en «Elena al horno en su propia salsa», posible plato estrella de algún chef caníbal.
Me llama la atención la moderna mesa de centro que ha venido a jubilar a la de madera lacada. De cristal biselado, diseño oval y base de mármol sintético, sobre ella no descansan revistas de marujeo ni cuadernos de pasatiempos, sino un jarrón de cerámica del que asoman hojas de eucalipto artificial. Me gusta el cambio, aunque echo de menos las sopas de letras.
Lo único que no me termina de convencer de la nueva estancia son estas sillas de conferencia de cuerpo metálico y tela de malla. No son incómodas ni atentan contra mis principios estéticos, pero me quedo con los enormes sofás de la vieja sala de estar. Imagino que la pandemia y no solo el criterio estético han influido en la decisión de individualizar los espacios de espera.
En el iPhone, que ojeo a cada rato con la mente dispersa, son las dos de la tarde y la última paciente del sábado debe de estar al salir. En breve se hará la luz al otro lado de las vidrieras opacas de la puerta del pasillo y se escucharán voces charlando en tono distendido. Ya lo he vivido antes. Entonces, tras una cálida despedida entre profesional y paciente, llegará mi turno.
Va contra mi religión, pero negar que estoy nerviosa es engañarme a mí misma. Ni si siquiera el hecho de saberme en casa frena mi incipiente ansiedad. Me esfuerzo por detener el tiritar de mi pierna derecha, cruzada sobre la izquierda, y me tranquilizo diciéndome que todo está bien, que hago lo correcto y que no podría estar en mejores manos. Y no tengo dudas sobre ello, ciertamente. Aun así, y aunque consigo que mi pierna se relaje, a duras penas logro templar la agitación que crece en mi interior a medida que se acerca el momento de pisar el confesionario.
No es sólo el desconcierto que me asola tras «la gran metedura de pata» y la sorpresita que el destino me regaló después. Tampoco el cacao sentimental, por llamarlo de alguna manera, en que ando sumida. ¡Ni siquiera mis nuevas dudas existenciales! No, el epicentro de mi desasosiego es saber que la raíz de todo ello radica en lo acontecido en mi vida durante estos últimos ocho meses. Y abrirme a Marina y hablarle de todo lo que me ha pasado desde entonces, ya sea en busca de sabios consejos tras un largo desahogo o aguardando su criterio profesional, me pesa una tonelada más que los dolorosos motivos que me trajeron aquí a principios de diciembre, que ya es decir. Por mí, porque no me siento orgullosa de algunas de las decisiones que he tomado durante este tiempo ni de cómo he gestionado las consecuencias de las mismas, pero sobre todo por ella. Bueno, por ella y por su más que posible decepción.
¡Tres meses de duro trabajo para superar la ruptura con César y te adentras ahora en esta vorágine sin sentido, presa de instintos e influencias de dudosa moralidad! ¡Te dije que vinieras a las revisiones precisamente para evitar esto!
Vete tú a llevarle la contraria.
Porque hace poco más de ocho meses que dimos por concluida la terapia psicológica que precisé para superar una traumática ruptura; ocho meses desde que pisé por última vez esta misma consulta; ocho meses que han cambiado mi vida y que conforman una variopinta historia cuyo colofón ha desembocado en un nuevo conflicto interno que me ha devuelto, paradójicamente, al punto de partida.
He comenzado a bucear en un océano de sensaciones intensas, personas especiales y mundanas, aciertos y decepciones, lugares evocadores y experiencias singulares, cuando el sonido sordo de una puerta al abrirse me trae de regreso al presente. Un torrente de luz natural invade el pasillo que tengo enfrente. Voces informales, algunas risas y más puertas. Casi puedo seguir con la mirada sendas siluetas a través del tabique tras el que discurre el pasillo que lleva a la cocina del piso, donde otra puerta se abre al recibidor en que Marina despide gentilmente a una señora que de agradecida que es me resulta entrañable. Tras el segundo repicar de la campanilla de viento, sé que el portón de entrada se ha cerrado y me ha llegado la hora.
Marina abre las dos hojas de la sala de espera de par en par con un divertido gesto de hastío, brazos en jarra y cadera a un lado. Viste un conjunto sobrio que poco tiene que ver con la desenfadada sofisticación femenina de la que hace gala fuera del horario laboral: zapatos de tacón bajo, pantalón de traje que le sienta como un guante y una blusa a rayas parecida a una que tengo yo en alguna parte. Como es habitual, se sigue negando a enfundarse la bata blanca. En cualquier caso, lo que más dice de ella en este momento es la sonrisa de oreja a oreja que enseguida me contagia.
—Y tú debes de ser la adorable dama en apuros que se ha adueñado de mi sábado —dice teatralmente para conseguir que se realcen aún más mis mejillas.
—La misma que viste y calza, doctora Maldonado —afirmo dándole un especial énfasis a la palabra doctora, lo que le ensancha todavía más la sonrisa.
Me levanto dejando escapar un cariñoso ronroneo y en mitad de la sala nos fundimos en un intenso y terapéutico abrazo. Se me destensan los músculos y se alivia mi alma. Y casi se me escapa una lagrimilla. La he echado de menos. Me ha hecho falta. ¡Me hace falta! Y lamento una barbaridad no haberla visitado con la frecuencia que me recomendó el último día de diván. Al menos una vez al mes, Elena. Quizás todo hubiera sido diferente de haber llevado a cabo un seguimiento de mi evolución en lugar de forzar un anticipado cierre. Pero no pude más. Como parte de mi propia sanación, enterrar para siempre a César y sentirme liberada implicaba desprenderme de todo lo que me recordara a él. Incluida la última fase de una terapia cuyos resultados hasta la fecha habían sido plenamente satisfactorios: había logrado que asumiera como mío el mérito del cambio que se había producido en mi vida, reconducido mis conductas y pensamientos tóxicos, enfrentado a la realidad y salido victoriosa. El dolor ahora era indiferencia, y por fin me había reconciliado conmigo misma. ¿Para qué, pues, una supervisión que me hiciera revivir cada mes una etapa que podía dar por olvidada con las herramientas interiorizadas? Conocía el camino y me sobraban recursos para recorrerlo sin miedo a recaer. ¡Era el momento de batir las alas y volar! ¿Qué podía salir mal?
Pues ya lo digo yo: ¡todo! Sin la licencia de piloto en prácticas ni instructor al mando, pasó lo que tenía que pasar: que me estampé contra una inesperada realidad tras reencontrarme con mi soltería.
—¿Cómo estás, pequeña? —me susurra al oído. El fresco aroma a Carolina Herrera que desprende su cuello no tarda en impregnar mis fosas nasales.
—Muuuuy bien —contesto con los ojos cerrados sin sonar demasiado convincente—. Bueno, hecha un pequeño lío, pero en esencia estoy estupendísima... —matizo con menos convencimiento aún ahogando un intento de sonrisa amarga. Abro los ojos y nuestras miradas se encuentran—. ¿Qué tal usted, doctora?
Deja escapar una delicada mueca de cortesía. Creo que no tiene duda alguna de que ha sido mi hermano el que me ha puesto al día y por algún motivo evita hacer mención a su nuevo estatus profesional.
—Hasta el moño del doctorado y sobrepasada por la vida, en general. ¿Conoces a algún psicólogo de confianza que no sea muy caro? —contesta con naturalidad y salero arrancándome esa risa que se había quedado atascada en la bandeja de salida.
Deshacemos el abrazo y nos separamos un par de palmos. Son nuestras manos las que se encargan de prolongar el contacto físico, muestra de afecto con la que procura calmar mis temores e inseguridades. Como lo intenta su mirada, a medio camino entre lo comprensiva y lo compasiva. Es cuando me siento una absoluta egoísta, y también una desagradecida —¿tal vez hasta miserable?—. Un par de llamadas telefónicas, algunas notas de voz y un par de correos electrónicos ha sido todo el trato que hemos mantenido desde que salí de su consulta muchos meses atrás con la firme convicción de no volver jamás, el suficiente para hacerle saber que me mantenía alejada de César y que todo iba viento en popa sin la necesidad de más viernes de cháchara asertiva. Ni un cafelito tras una docena de tardes de terapia. Y a pesar de todo, aquí está, disponible, sonriente y dispuesta a echarme un cable. O a conectar el que se me ha soltado.
—Conozco a una psicóloga que es maravillosa —afirmo escondiendo infinidad de agradecimientos tras mis palabras.
Se me escapa una tierna mueca con la que trato de disfrazar los martillazos de mi conciencia y nos regalamos un brevísimo silencio. Su profunda mirada azul parece querer leer mis pensamientos a través de mis ojos —quizás lo logran— y me cuesta mantenerle el cara a cara.
—Estás preciosa, Elena. Realmente preciosa —dice finalmente con tono sincero, cercano, aunque no me lo termino de creer demasiado. Llevo días durmiendo poco y mal y necesito un frasquito de autoestima. Entre otras cosas—. Pareces sacada del anuncio de Narciso, hija mía —suelta para mi sorpresa.
Lucho por contener mi delatora cara de boba. Le ha salido de una manera tan natural y espontánea que no sé si se está mofando de mí como sólo ella sabe hacer o estoy ante una enorme casualidad. No voy a tardar en salir de dudas.
—Qué Narciso ni qué milongas, por favor. Tú sí que estás guapísima, cuñada —correspondo intentando echar balones fuera sin poder evitar sonrojarme. El atisbo de una sonrisa asoma a través de la comisura de mis labios.
Me mira con un ademán de escepticismo fingido, tuerce la boca y se señala el canalillo con el índice.
—¿Guapa? ¿Yo? ¿Con estas ojeras y a las puertas de los cuarenta? A mí no me cosificas, renacuajo, que no es mi jeta la que te encuentras en todas las paradas de autobús, reina de las marquesinas. ¡Pero si hasta me sales en la publicidad del maldito TikTok! —exclama con recochineo y un guiño cómplice, como si al igual que yo con mi «doctora» ella hubiera estado aguardando el momento de sorprenderme con algo que se supone que no sabemos de la otra—. Que sepas que eso me lo tienes que contar a la de ya, porque me he quedado loca al verte. ¡Loquísima! ¡Y yo no sé más de lo que he visto porque tu querido hermano a mí no me ha contado nada!
Al final no puedo aguantar la risa y me digo que tengo delante de mí a la Marina de siempre, esa entregada profesional que cuando se desprende de la careta de psicóloga es incapaz de contener su lengua y descaro. Y esa desvergonzada sinceridad me transmite más armonía que sus títulos universitarios.
—Uy, pues es una larga historia —digo avergonzada—, y tengo mucho que contarte. ¡No sé si habrá tanto sábado! —le advierto con la cara encendida como salsa de tomate.
—Lo habrá. Y si no, lo inventamos —me asegura con la intención de seguir rompiendo el hielo con su particular humor picón—. No todo va a ser escabroso esta tarde, ¿verdad?
Eso me hace sonreír de nuevo. Escabroso es el adjetivo que empleé en la conversación telefónica que mantuvimos unos días atrás, cuando no quise adelantarle nada sobre los problemas que justifican mi imperiosa necesidad de verla.
Prefiero no contarte nada concreto ahora mismo, Marina. Es mucho y viene de atrás. Además, es una historia un poco escabrosa. Necesito verte cuanto antes, de verdad, nadie mejor que tú para entender este sinvivir.
Irónicamente, lo que quiere saber esconde una historia de altísimo voltaje detrás, por lo que su petición me enrojece y divierte al mismo tiempo.
—Lo cierto es que tras las marquesinas se oculta un relato bastante escabroso —por no calificarlo de una forma bastante más pornográfica—. Voy a necesitar algo más que café para llegar tan lejos.
El matiz de mi aclaración no le ofrece dudas: estoy haciendo referencia a una historia que incluye un galán o sucedáneo menos glamuroso, una historia alejada de lo cotidiano y el intercambio de fluidos corporales en una o varias ocasiones con Cuenca al fondo.
—¡Mejor me lo pones! Te tomas un carajillo y asunto arreglado, porque ahora tengo el doble de curiosidad por conocer esos intríngulis... —responde con picardía y una dosis de sana curiosidad. La misma curiosidad que ha nacido en las personas de mi entorno al descubrirme como parte de la campaña de publicidad de Tequila Sunglasses, aunque la suya con el añadido de la intrahistoria erótica que hay detrás—. Por cierto, ¿qué tal con Irene? Es maja, ¿verdad? —pregunta para cambiar de tercio y acaba con el embrujo de la cercanía. No tiene prisa por comenzar a desollar la cebolla y yo menos todavía.
Irene es la sobrina de su exmarido, y también la recepcionista, secretaria, mediadora y chica de los recados que han contratada recientemente a cambio de tres perras gordas en el gabinete. La misma que a los dos minutos de abrirme las puertas de la clínica se ha fugado con el novio y me ha dejado plantada en la sala de espera desde la una y media.
—Un encanto —contesto con la misma carga irónica.
—Tengo el cielo ganado —me asegura en tanto se aleja unos pasos de mí—. Anda, ven. Antes de que comiencen las escabrosidades que me tengas preparadas te voy a enseñar el lifting que le hemos hecho al piso. —Hemos hecho. En plural. Porque la consulta sigue siendo compartida. Ella se quedó con el despacho exterior, con unas vistas impresionantes, y Alfredito, su ex, se conformó con el que asoma al patio de luces—. Creo que ya conoces la nueva sala de espera... —dice girándose sobre sí misma con los brazos extendidos—. Vamos, te enseñaré el resto—. Regresa un par de pasos, me ofrece la mano y nos perdemos a través del pasillo.