El vino de las malas decisiones

ElenaPM

Miembro
Desde
23 Jun 2023
Mensajes
14
Reputación
66
Sábado, 21 de octubre de 2022


La sala de espera de la consulta hace gala de un estilo minimalista, y aunque no he sido nunca muy amiga de estas asépticas tendencias más allá de la moda, he de admitir que me resulta más acogedora que antes, cuando parecía uno de esos salones recargados con aroma a Cuéntame. Han laminado el suelo de un color beige arena que imita maravillosamente bien los matices de la madera natural, lo que dota de calidez a una estancia que ahora parece más amplia. Las paredes, sobre las que cuelgan algunas litografías y un par de lienzos muy coloridos que homenajean la emocionalidad cromática de Matisse, han sido bañadas de un blanco glacial tras ser alisadas. Adiós al gotelé y al viejo papel estampado. Un estor apaisado sobre el ventanal se encarga de contener a duras penas la luminosidad que la bahía vierte sin piedad sobre la cristalera. A ciertas horas, como esta, también se afana en impedir que la temperatura interior se dispare. Con pobres resultados, todo hay que decirlo. La consulta está ubicada en la duodécima planta de un edificio de doce alturas orientada al sureste, con vistas al paseo marítimo y al infinito horizonte mediterráneo, y si no fuese por la sutil caricia del aire acondicionado me estaría convirtiendo en «Elena al horno en su propia salsa», posible plato estrella de algún chef caníbal.

Me llama la atención la moderna mesa de centro que ha venido a jubilar a la de madera lacada. De cristal biselado, diseño oval y base de mármol sintético, sobre ella no descansan revistas de marujeo ni cuadernos de pasatiempos, sino un jarrón de cerámica del que asoman hojas de eucalipto artificial. Me gusta el cambio, aunque echo de menos las sopas de letras.

Lo único que no me termina de convencer de la nueva estancia son estas sillas de conferencia de cuerpo metálico y tela de malla. No son incómodas ni atentan contra mis principios estéticos, pero me quedo con los enormes sofás de la vieja sala de estar. Imagino que la pandemia y no solo el criterio estético han influido en la decisión de individualizar los espacios de espera.

En el iPhone, que ojeo a cada rato con la mente dispersa, son las dos de la tarde y la última paciente del sábado debe de estar al salir. En breve se hará la luz al otro lado de las vidrieras opacas de la puerta del pasillo y se escucharán voces charlando en tono distendido. Ya lo he vivido antes. Entonces, tras una cálida despedida entre profesional y paciente, llegará mi turno.

Va contra mi religión, pero negar que estoy nerviosa es engañarme a mí misma. Ni si siquiera el hecho de saberme en casa frena mi incipiente ansiedad. Me esfuerzo por detener el tiritar de mi pierna derecha, cruzada sobre la izquierda, y me tranquilizo diciéndome que todo está bien, que hago lo correcto y que no podría estar en mejores manos. Y no tengo dudas sobre ello, ciertamente. Aun así, y aunque consigo que mi pierna se relaje, a duras penas logro templar la agitación que crece en mi interior a medida que se acerca el momento de pisar el confesionario.

No es sólo el desconcierto que me asola tras «la gran metedura de pata» y la sorpresita que el destino me regaló después. Tampoco el cacao sentimental, por llamarlo de alguna manera, en que ando sumida. ¡Ni siquiera mis nuevas dudas existenciales! No, el epicentro de mi desasosiego es saber que la raíz de todo ello radica en lo acontecido en mi vida durante estos últimos ocho meses. Y abrirme a Marina y hablarle de todo lo que me ha pasado desde entonces, ya sea en busca de sabios consejos tras un largo desahogo o aguardando su criterio profesional, me pesa una tonelada más que los dolorosos motivos que me trajeron aquí a principios de diciembre, que ya es decir. Por mí, porque no me siento orgullosa de algunas de las decisiones que he tomado durante este tiempo ni de cómo he gestionado las consecuencias de las mismas, pero sobre todo por ella. Bueno, por ella y por su más que posible decepción.

¡Tres meses de duro trabajo para superar la ruptura con César y te adentras ahora en esta vorágine sin sentido, presa de instintos e influencias de dudosa moralidad! ¡Te dije que vinieras a las revisiones precisamente para evitar esto!

Vete tú a llevarle la contraria.

Porque hace poco más de ocho meses que dimos por concluida la terapia psicológica que precisé para superar una traumática ruptura; ocho meses desde que pisé por última vez esta misma consulta; ocho meses que han cambiado mi vida y que conforman una variopinta historia cuyo colofón ha desembocado en un nuevo conflicto interno que me ha devuelto, paradójicamente, al punto de partida.

He comenzado a bucear en un océano de sensaciones intensas, personas especiales y mundanas, aciertos y decepciones, lugares evocadores y experiencias singulares, cuando el sonido sordo de una puerta al abrirse me trae de regreso al presente. Un torrente de luz natural invade el pasillo que tengo enfrente. Voces informales, algunas risas y más puertas. Casi puedo seguir con la mirada sendas siluetas a través del tabique tras el que discurre el pasillo que lleva a la cocina del piso, donde otra puerta se abre al recibidor en que Marina despide gentilmente a una señora que de agradecida que es me resulta entrañable. Tras el segundo repicar de la campanilla de viento, sé que el portón de entrada se ha cerrado y me ha llegado la hora.

Marina abre las dos hojas de la sala de espera de par en par con un divertido gesto de hastío, brazos en jarra y cadera a un lado. Viste un conjunto sobrio que poco tiene que ver con la desenfadada sofisticación femenina de la que hace gala fuera del horario laboral: zapatos de tacón bajo, pantalón de traje que le sienta como un guante y una blusa a rayas parecida a una que tengo yo en alguna parte. Como es habitual, se sigue negando a enfundarse la bata blanca. En cualquier caso, lo que más dice de ella en este momento es la sonrisa de oreja a oreja que enseguida me contagia.

—Y tú debes de ser la adorable dama en apuros que se ha adueñado de mi sábado —dice teatralmente para conseguir que se realcen aún más mis mejillas.

—La misma que viste y calza, doctora Maldonado —afirmo dándole un especial énfasis a la palabra doctora, lo que le ensancha todavía más la sonrisa.

Me levanto dejando escapar un cariñoso ronroneo y en mitad de la sala nos fundimos en un intenso y terapéutico abrazo. Se me destensan los músculos y se alivia mi alma. Y casi se me escapa una lagrimilla. La he echado de menos. Me ha hecho falta. ¡Me hace falta! Y lamento una barbaridad no haberla visitado con la frecuencia que me recomendó el último día de diván. Al menos una vez al mes, Elena. Quizás todo hubiera sido diferente de haber llevado a cabo un seguimiento de mi evolución en lugar de forzar un anticipado cierre. Pero no pude más. Como parte de mi propia sanación, enterrar para siempre a César y sentirme liberada implicaba desprenderme de todo lo que me recordara a él. Incluida la última fase de una terapia cuyos resultados hasta la fecha habían sido plenamente satisfactorios: había logrado que asumiera como mío el mérito del cambio que se había producido en mi vida, reconducido mis conductas y pensamientos tóxicos, enfrentado a la realidad y salido victoriosa. El dolor ahora era indiferencia, y por fin me había reconciliado conmigo misma. ¿Para qué, pues, una supervisión que me hiciera revivir cada mes una etapa que podía dar por olvidada con las herramientas interiorizadas? Conocía el camino y me sobraban recursos para recorrerlo sin miedo a recaer. ¡Era el momento de batir las alas y volar! ¿Qué podía salir mal?

Pues ya lo digo yo: ¡todo! Sin la licencia de piloto en prácticas ni instructor al mando, pasó lo que tenía que pasar: que me estampé contra una inesperada realidad tras reencontrarme con mi soltería.

—¿Cómo estás, pequeña? —me susurra al oído. El fresco aroma a Carolina Herrera que desprende su cuello no tarda en impregnar mis fosas nasales.

—Muuuuy bien —contesto con los ojos cerrados sin sonar demasiado convincente—. Bueno, hecha un pequeño lío, pero en esencia estoy estupendísima... —matizo con menos convencimiento aún ahogando un intento de sonrisa amarga. Abro los ojos y nuestras miradas se encuentran—. ¿Qué tal usted, doctora?

Deja escapar una delicada mueca de cortesía. Creo que no tiene duda alguna de que ha sido mi hermano el que me ha puesto al día y por algún motivo evita hacer mención a su nuevo estatus profesional.

—Hasta el moño del doctorado y sobrepasada por la vida, en general. ¿Conoces a algún psicólogo de confianza que no sea muy caro? —contesta con naturalidad y salero arrancándome esa risa que se había quedado atascada en la bandeja de salida.

Deshacemos el abrazo y nos separamos un par de palmos. Son nuestras manos las que se encargan de prolongar el contacto físico, muestra de afecto con la que procura calmar mis temores e inseguridades. Como lo intenta su mirada, a medio camino entre lo comprensiva y lo compasiva. Es cuando me siento una absoluta egoísta, y también una desagradecida —¿tal vez hasta miserable?—. Un par de llamadas telefónicas, algunas notas de voz y un par de correos electrónicos ha sido todo el trato que hemos mantenido desde que salí de su consulta muchos meses atrás con la firme convicción de no volver jamás, el suficiente para hacerle saber que me mantenía alejada de César y que todo iba viento en popa sin la necesidad de más viernes de cháchara asertiva. Ni un cafelito tras una docena de tardes de terapia. Y a pesar de todo, aquí está, disponible, sonriente y dispuesta a echarme un cable. O a conectar el que se me ha soltado.

—Conozco a una psicóloga que es maravillosa —afirmo escondiendo infinidad de agradecimientos tras mis palabras.

Se me escapa una tierna mueca con la que trato de disfrazar los martillazos de mi conciencia y nos regalamos un brevísimo silencio. Su profunda mirada azul parece querer leer mis pensamientos a través de mis ojos —quizás lo logran— y me cuesta mantenerle el cara a cara.

—Estás preciosa, Elena. Realmente preciosa —dice finalmente con tono sincero, cercano, aunque no me lo termino de creer demasiado. Llevo días durmiendo poco y mal y necesito un frasquito de autoestima. Entre otras cosas—. Pareces sacada del anuncio de Narciso, hija mía —suelta para mi sorpresa.

Lucho por contener mi delatora cara de boba. Le ha salido de una manera tan natural y espontánea que no sé si se está mofando de mí como sólo ella sabe hacer o estoy ante una enorme casualidad. No voy a tardar en salir de dudas.

—Qué Narciso ni qué milongas, por favor. Tú sí que estás guapísima, cuñada —correspondo intentando echar balones fuera sin poder evitar sonrojarme. El atisbo de una sonrisa asoma a través de la comisura de mis labios.

Me mira con un ademán de escepticismo fingido, tuerce la boca y se señala el canalillo con el índice.

—¿Guapa? ¿Yo? ¿Con estas ojeras y a las puertas de los cuarenta? A mí no me cosificas, renacuajo, que no es mi jeta la que te encuentras en todas las paradas de autobús, reina de las marquesinas. ¡Pero si hasta me sales en la publicidad del maldito TikTok! —exclama con recochineo y un guiño cómplice, como si al igual que yo con mi «doctora» ella hubiera estado aguardando el momento de sorprenderme con algo que se supone que no sabemos de la otra—. Que sepas que eso me lo tienes que contar a la de ya, porque me he quedado loca al verte. ¡Loquísima! ¡Y yo no sé más de lo que he visto porque tu querido hermano a mí no me ha contado nada!

Al final no puedo aguantar la risa y me digo que tengo delante de mí a la Marina de siempre, esa entregada profesional que cuando se desprende de la careta de psicóloga es incapaz de contener su lengua y descaro. Y esa desvergonzada sinceridad me transmite más armonía que sus títulos universitarios.

—Uy, pues es una larga historia —digo avergonzada—, y tengo mucho que contarte. ¡No sé si habrá tanto sábado! —le advierto con la cara encendida como salsa de tomate.

—Lo habrá. Y si no, lo inventamos —me asegura con la intención de seguir rompiendo el hielo con su particular humor picón—. No todo va a ser escabroso esta tarde, ¿verdad?

Eso me hace sonreír de nuevo. Escabroso es el adjetivo que empleé en la conversación telefónica que mantuvimos unos días atrás, cuando no quise adelantarle nada sobre los problemas que justifican mi imperiosa necesidad de verla.

Prefiero no contarte nada concreto ahora mismo, Marina. Es mucho y viene de atrás. Además, es una historia un poco escabrosa. Necesito verte cuanto antes, de verdad, nadie mejor que tú para entender este sinvivir.

Irónicamente, lo que quiere saber esconde una historia de altísimo voltaje detrás, por lo que su petición me enrojece y divierte al mismo tiempo.

—Lo cierto es que tras las marquesinas se oculta un relato bastante escabroso —por no calificarlo de una forma bastante más pornográfica—. Voy a necesitar algo más que café para llegar tan lejos.

El matiz de mi aclaración no le ofrece dudas: estoy haciendo referencia a una historia que incluye un galán o sucedáneo menos glamuroso, una historia alejada de lo cotidiano y el intercambio de fluidos corporales en una o varias ocasiones con Cuenca al fondo.

—¡Mejor me lo pones! Te tomas un carajillo y asunto arreglado, porque ahora tengo el doble de curiosidad por conocer esos intríngulis... —responde con picardía y una dosis de sana curiosidad. La misma curiosidad que ha nacido en las personas de mi entorno al descubrirme como parte de la campaña de publicidad de Tequila Sunglasses, aunque la suya con el añadido de la intrahistoria erótica que hay detrás—. Por cierto, ¿qué tal con Irene? Es maja, ¿verdad? —pregunta para cambiar de tercio y acaba con el embrujo de la cercanía. No tiene prisa por comenzar a desollar la cebolla y yo menos todavía.

Irene es la sobrina de su exmarido, y también la recepcionista, secretaria, mediadora y chica de los recados que han contratada recientemente a cambio de tres perras gordas en el gabinete. La misma que a los dos minutos de abrirme las puertas de la clínica se ha fugado con el novio y me ha dejado plantada en la sala de espera desde la una y media.

—Un encanto —contesto con la misma carga irónica.

—Tengo el cielo ganado —me asegura en tanto se aleja unos pasos de mí—. Anda, ven. Antes de que comiencen las escabrosidades que me tengas preparadas te voy a enseñar el lifting que le hemos hecho al piso. —Hemos hecho. En plural. Porque la consulta sigue siendo compartida. Ella se quedó con el despacho exterior, con unas vistas impresionantes, y Alfredito, su ex, se conformó con el que asoma al patio de luces—. Creo que ya conoces la nueva sala de espera... —dice girándose sobre sí misma con los brazos extendidos—. Vamos, te enseñaré el resto—. Regresa un par de pasos, me ofrece la mano y nos perdemos a través del pasillo.
 
Marina, a pesar de tres embarazos, un divorcio y el cansancio ese que dice acumular por sentirse a las puertas de una nueva década, luce y ha lucido siempre una figura exóticamente atractiva. Su metro ochenta y cuidado aspecto componen una silueta elegante y resuelta. Un denso ramo de largos rizos y tirabuzones negros, epítome de cómo ser curly y no morir en el intento, corona un rostro de rasgos afilados y prominentes pómulos que atrae la atención por donde pisa, aunque es su ancha y blanquísima sonrisa la que seduce en cuanto asoma. Si no lo ha hecho antes su escote, claro. Pero Marina no es solo estilismo y genética, también desprende una clase y un estilazo que alucinas en colores. Sin tener la menor duda de ello, podría definirla como la primera influencer que entró en mi vida lustros antes de que tal anglicismo se convirtiese en una dudosa profesión.

Porque la doctora Maldonado, antes de ser íntima, consejera y confidente, y aunque el tiempo y las circunstancias nos distanciasen, fue la novia de mi hermano Esteban. Y yo, siendo la pequeña tras un varón ya crecidito, y en una etapa de cambios y rebeldía como es la adolescencia, vi en mi flamante cuñada, once años mayor que yo, a la hermana guía que siempre deseé. Una mujer hecha y derecha que me consentía al tiempo que me regalaba consejos sobre maquillaje, moda, chicos y otros tantos asuntos personales como a una de sus iguales, honores que conservé tras romper la relación con mi hermano. Sirva como ejemplo que sigue siendo mi «cuñada» —aunque la oficial sea otra— o que estoy de pie en su pulcro, luminoso y sofisticado despacho por segunda vez en menos de un año.

—¿Qué te parece, bonita?

—¡Me encanta, de verdad! Qué acogedor, pura armonía... —afirmo dándole la razón: la tal Paola que han contratado como decoradora desborda talento—. Vaya cambiazo le habéis dado al gabinete, una inyección de alegría.

El escritorio ahora es blanco y enorme, y sobre las nuevas estanterías de diseño reposan decenas de libros y otros tantos recuerdos profesionales y personales. ¡Uno me resulta bastante familiar y sonrío al verlo! La alfombra de pelito corto en gris ceniza es nueva, y el perchero, del que pende una chaquetilla con cuello de solapa, ahora sí parece de este siglo. Pero lo mejor de todo es el maravilloso diván en terciopelo verde oliva con su silloncito a juego frente al ventanal. Un rincón precioso y confortable sobre el que una lámpara de suelo debe crear un ambiente íntimo entre ella y sus pacientes cuando la luz natural no está presente. No seré yo la que eche de menos al viejo Chesterfield de microfibra envejecida, desde luego.

Marina me sonríe desde el otro lado del escritorio. Apaga el iMac y guarda unos sobres, un manojo de llaves y una barra de cacao en una cartera del amigo Vuitton. Luego apaga el aire acondicionado y echa mano del teléfono.

—Tu amiguito lo ha pagado todo —dice con sorna haciendo referencia a Alfredo.

—Qué generoso se ha vuelto, oiga.

—Siempre lo ha sido, pero no compensa el resto de su carácter. Tendrías que ver cómo se sigue poniendo por negarme a usar la bata. ¡Esto no me parece profesional! —lo imita con voz de oso gruñón.

Me río, unos meses atrás ya me había hablado de ello durante el descanso de una de las sesiones y no puedo evitar recordar los problemas de aquella extraña convivencia —subsistencia— profesional. Problemas del primer mundo.

—A propósito de generosos —comenta mientras se dirige al perchero con una premura que me hace sospechar que tiene más hambre que yo—, dime que el nombre de deejay César —dice con sorna— no va a aparecer en la charla que vamos a tener, por favor.

Suspiro y la miro con un mohín que se ubica entre la pena y la vergüenza.

César aparece en mi historia, sí, y se manifiesta de distintas formas proactivas. Porque le entraron los arrepentimientos, y los remordimientos, y los cargos de conciencia, y porque tras experimentar lo que quiera que fuese no tardó en darse cuenta de que no iba a encontrar a otra tonta que le aguantara como yo. O, como me dijo el estúpido de su hermano, «una que estuviera más buena». Pero, sobre todo, aparece porque me vengué de él. Por duplicado, como debía ser. Por él y por la otra. Y eso sí que me resultó terapéutico y no el ir de drama queen por la vida.

—Es posible que aparezca una pizquita —confieso dejando asomar una tímida sonrisa. La sigo por el pasillo que cruza a la cocina, última pieza que le falta por mostrarme y la que menos ha mutado. Se gira sin cesar el paso y me mira con el ceño arrugado—. Pero te garantizo —matizo para que destense el rostro— que es un personaje totalmente secundario y que nada tiene que ver con mi presencia alterando tu plácida existencia. Lo cual no es necesariamente mejor que si tuviera más protagonismo en esta historia, te lo advierto —aclaro.

—Con advertencia y todo, oye... —contesta socarrona sin hacer mención de momento al sensible tema de César, porque estoy segura de que lo ha anotado mentalmente—. No me cabe duda de que estamos ante una de esas historias made in Elena que acabará robándome horas de sueño.

Río por alusión. Pero lo cierto es que si Marina conociese el pequeño porcentaje de culpa que tiene en todo este entuerto y la relevancia que iba a tener una de las sugerencias que me hizo en enero, menos dudas iba a tener sobre lo que le aguarda a sus próximas noches. Pero de eso, por ahora, no voy a decirle ni pío.

En cuanto me enseña los cambios hechos en la cocina salimos al recibidor. Mientras se cambia los zapatos por unas cómodas zapatillas blancas, conecta la alarma y se acicala frente al enorme espejo, aprovecho para salir al descansillo y llamo al ascensor. Un vacío conformado por los nervios ante lo que está por venir y el hambre se ha hecho con mi vientre.

—¿Dónde queda El Sotavento? —pregunto para ir abriendo boca mentalmente.

—Cerca, junto al teatro Merlín, en un callejoncito. Un paseo. Suficiente como para que me vayas mostrando los tráiler de la película antes de entrar en materia. Y no me refiero a la paellera que vamos a abrillantar.

Sonrío y salivo.

—Más que una película, creo que es mi propia serie de Netflix —contesto a sabiendas de que Marina está adentrándose en los terrenos de la comunicación emocional y la escucha activa. Porque a pesar de la familiaridad de su trato, Marina es psicóloga a tiempo completo y ha empezado a trabajar desde el momento en que abrió las puertas de la sala de espera—. No sabría por dónde empezar un tráiler de una serie que va por su tercera o cuarta temporada, la verdad.

Cierra la puerta y echa la llave. En una placa junto al marco se puede leer:

MARINA MALDONADO DE HARO
PSÍCOLOGA Y PSICOTERAPÉUTA
SEXÓLOGA
TERAPIA DE PAREJA

Nº COLEGIADA: C016383

—Tú eres más de culebrones turcos, mona. Miedito me das. Dame un segundo.

Sostiene la cartera bajo el brazo y comienza a trastear el teléfono con soltura. Le está escribiendo a alguien, sus pulgares viajan a la velocidad de la luz sobre la pantalla.

—No creo que sea para tanto, sabes que soy inofensiva —matizo. Aunque por su cara, que ha despegado de la pantalla para obsequiarme con una mirada de suspicacia, no creo que esté muy de acuerdo—. No me mires así. Solo que son tantas cosillas relacionadas que no sabría cómo enfocar un resumen que te dé una visión global de la novela turca.

—Es fácil. —Se desentiende del iPhone, que va a parar a la cartera, y su tono adquiere un matiz profesional—. El quid de la cuestión es hallar el punto exacto de inflexión, ¿vale? Empezar desde el momento en que algo cambió y tu realidad dejó de ser la de antes. Ese es el principio, el principio de todo. Y a partir de ahí montar el resto de la trama, por orden —me explica como si fuese más lerda de lo que soy—. Ya hemos pasado por esto y creo que nos fue muy bien, ¿verdad?

Arqueo una ceja con pose reflexiva, gesto que precisamente odiaba César, y pienso en voz alta.

—El punto exacto de inflexión...

Es mi voz interior la que continúa hablando y me retrotraigo unos meses atrás: «El punto exacto de inflexión dice esta, ¡como si hubiera solo uno! ¡Pero si he ido de punto de inflexión en punto de inflexión y tiro porque me toca desde antes de primavera! La primera noche con Yurena, la extraña pareja, la fiesta en la colina, el insistente, la despedida de soltera de Marta, la primera sesión de fotos, el insistente que insiste de nuevo y la casualidad que me salva, el ascensor... y también el club de escritura, el reto, la segunda sesión de fotos, la doble venganza, la cala lejana, la boda de Marta, más Yurena, la escapada a Madrid, el adulterio, el examen de despecho, la metedura de pata, el shock previo al ataque de ansiedad, el ataque de ansiedad... El punto exacto de inflexión es el comienzo de mi nueva vida tras la terapia, jopetas; el resto ha sido una jodida montaña rusa de inflexiones...», resuelvo confundida por una macedonia de recuerdos recientes.

Marina asiente y la luz que refulge al abrirse las puertas del ascensor nos dota de colores y matices.

—Sí. Dónde y cuándo empezó todo. Y lo más importante: qué sucedió.

Vuelvo a sonreír en tanto le echo un último un vistazo al rellano que estamos a punto de abandonar y mi respuesta parece una broma del destino. Pero no lo es, a pesar del mohín de confusión que esboza al escucharme decir:

—Aquí. Todo comienza justo aquí, en este descansillo. El punto de inflexión, el principio de todo. Hace ocho meses exactos —digo con absoluta seguridad—. ¿Y qué pasó? —Tuerzo la boca antes de adentrarme en el ascensor tras cederle el paso a Marina—. Pues que me llamaron por teléfono.
 
Viernes, 17 de febrero de 2022 (Unos meses atrás)


Las agujas del reloj marcaban las cinco menos cinco de la tarde cuando me despedí de Marina tras una última y, como venía siendo ya habitual, distendida sesión. Junto al ventanal, un abrazo cargado de sentimiento y un emotivo adiós repleto de buenos deseos, consejos y un recordatorio sobre la continuidad de las revisiones: «Al menos una vez al mes, Elena».

En su escritorio quedaron los regalos con los que a modo de agradecimiento, y muy a su pesar —¡Te has vuelto loca! ¡Te dije que no me compraras nada y mira la que has armado, renacuajo!—, la había obsequiado tras negarse a cobrarme un solo euro por aguantarme cada viernes a primera o a última hora de la tarde: un clutch de Purificación García, el Mission to Venus de Swatch que le había resultado imposible de conseguir hasta la fecha, el Funko de Derek Shepherd —que sacó de la cajita y colocó en la repisa tras saltar de la emoción muerta de risa— y un Vega Sicilia de buena añada al que acompañaba una nota de infinita gratitud y una exigencia: «Ábreme únicamente si crees que la situación de verdad lo merece».

No permití que me acompañara al recibidor —en la sala de espera aguardaban las dos primeras pacientes de una jornada que se le antojaba estresante— y abandoné el gabinete sin hacer el menor ruido. Tiré del pomo con suavidad y cerré la puerta principal tras mis pasos. Apoyé espalda y trasero sobre la hoja de madera y se me escapó un larguísimo suspiro cargado de alivio. Cien kilos de alivio, al menos.

Se acabó.

Último viernes de terapia.

¡Era libre!

Atrás quedaban tres meses de trabajo y disciplina que enterraban oficialmente una de las etapas más oscuras en mis veintiocho años de vida. Aquel viernes, tuve la certeza, se convertiría en el primer día del resto de mi vida, una oda a la plenitud y un augurio cuya magnitud ni en mil años hubiera podido prever.

Y para que este sentir se afianzase en mi interior y adquiriese consistencia, nada mejor que compartirlo con una de las personas que más me había apoyado desde lo de César: mi madre —que además me había obligado a llamarla en cuanto saliera de consulta, todo hay que decirlo—. Me disponía a buscar «Mamá» entre las llamadas recientes para dar juntas la bienvenida a esta nueva vida cuando, como una suerte de primer aviso ante lo que se me venía encima, Miley Cyrus y sus flores invadieron la pantalla y el nombre de otro de mis pilares vitales se materializó sobre ella. Me eché el teléfono a la oreja y llamé al ascensor.

—¿Dónde andas, mi niña?

Yurena y su encantador acento isleño. No sé cómo se las arreglaba para ser siempre tan oportuna.

—Dímelo tú, que parece que me espías desde tu bola de cristal.

—Acabas de salir de terapia. Vas bailando por la calle y acabas de enamorar con tus movimientos de cadera y culete a ese chico tan mono que se pone el casco junto a la Ducati.

—Es una Kawasaki —la vacilo—. Aunque has dado en el clavo en lo esencial: salgo de terapia.

—Tengo que limpiar mi bolita mágica —dijo después de chasquear la lengua—. ¿Qué tal ha ido? ¿Te ha dado el alta?

—Con alguna condición—contesté sin darle más explicaciones.

Las hojas metálicas se cerraron y la cabina comenzó su lento descenso.

—¿Eso quiere decir que ya no estás loca, amor?

—Qué estúpida eres los viernes.

Hubo risas al otro lado de la línea, yo tuve que contener la risotada que se me quería escapar.

—Un pisco de locura siempre resulta atractivo, tenlo presente —afirmó, y sabía bien de lo que hablaba.

—Depende del tipo de locura —repliqué sabiendo también muy bien de lo que hablaba—. ¿Cómo estás hoy, chacha? ¿Recuperada del jet lag? — Ni jet lag ni nada. Estaba genial, quinto día en su paraíso terrenal. Habíamos hablado la noche anterior y me había puesto los dientes largos. ¡Estamos a 27 grados en Tenerife, me piro a la playa!

—Estoy genial —me confirmó—, pero tengo una mala noticia que darte.

—No, no, espera. ¿Sabes que hace un minuto he empezado una nueva vida? No hay sitio para las malas noticias en ella, están prohibidas.

—Bueno, está bien. Entonces la convertiré en una buena noticia: ¡el viernes por fin te veo! ¡No me lo creo!

¡No! Eso sí que era una mala noticia.

—Yurena, no me digas eso... —Se me vino el mundo encima—. ¿No llegas el domingo? ¿Voy a tener que esperar cinco días más? ¿A cuento de qué?

—Solo quieres escuchar buenas noticias. Has empezado una nueva vida hace un minuto y medio.

—No te cachondees de mí. ¿Qué ha pasado? ¿Tu madre? —Eché mi aliento sobre el espejo del ascensor y dibujé una carita triste con el índice. Mi rostro dejó escapar un pucherito.

—Está tristecilla. Sigue diciéndome que una semana le sabe a poco. Es que han sido tres meses, nena. No puedo bajar a pasear a la perra sin que me eche de menos.

—Oh, vaya, pobrecilla mi Tere. Bueno, las madres son lo primero. Si llevo esperando tres meses, siete días y veinte horas para verte, qué importarán unos cuantos días más —le confesé apenada. Qué remedio.

Y es que mi chicharrera, por más que me pesara admitirlo en ocasiones, era mi persona favorita, piedra angular en mi vida. Porque aunque somos el día y la noche, la incondicionalidad con la que me adoptó en un momento complicadísimo me hizo ver que, a pesar de todo, existen lealtades que trascienden toda diferencia y condición. Identificada con mis circunstancias familiares a una edad complicada, no dudó en dar la cara por mí cuando mis fuerzas flaquearon. Y cuando ella cayó al pozo de las desgracias, allí estuve yo para devolverle, multiplicado, lo que había hecho por mí. Nuestra relación es tal, que cuando contamos nuestra historia, cómo el destino nos unió y qué hemos recorrido juntas desde entonces, no duda en remangarse la manguita y mostrar el tatuaje de trazo fino que lleva mi nombre en el interior de su antebrazo. Y eso no explica nada, pero muestra la magnitud de un sentir compartido.

—Te lo recompensaré con creces, pequeña. Tengo infinitas ganas de verte... —soltó con un halo enigmático que no pasé por alto pero que no activó ninguna de mis alarmas.

—Y yo a ti. La espera se está haciendo eterna.

—En breve el universo recuperará su orden natural —afirmó de nuevo con ese toque místico que mis neuronas, enfrascadas aún en la digestión de última sesión de terapia, no descifraron—. En fin, voy a ir preparando unas cosillas, solo quería saber qué tal había ido todo con tu cuñadísima —prosiguió, y tampoco capté la omisión: ¿no me había llamado para decirme que cambiaba el vuelo?—. Hablamos esta noche tranquilamente, a falta de otra cosa.

El portón del edificio se cerró a mis espaldas y llamé a mi madre bajo la gélida atmósfera de la primera tarde del resto de mi vida. El cielo era un lienzo pintado en tonos violáceos que se desdibujaba en matices escarlatas donde el horizonte devoraba al sol. En la marquesina de la línea 15 Mariano Di Vaio me observaba con el ceño fruncido, su pronunciada mandíbula y una barbilla la mar de mordisqueable. No tan inalcanzables —todo lo contrario, de hecho—, vinieron a mi mente las mandíbulas, barbillas y sonrisas de la media docena de chicos que, cada cual a su modo, habían mostrado la primera mano de una partida que ansiaban iniciar. Aún no estaba yo para corresponder, ni siquiera con intención de darle un chute de estima a mi ego, pero tras cinco meses de una inapetencia sexual impropia de mí y superada la fase de aceptación de un duelo que no resultó tan dramático como parecía al principio, no desdeñaba ya la presencia de pretendientes a mi alrededor.



Sábado, 21 de octubre



—Qué casualidad, me cachis en la mar. Te libras de una loca y al momento caes en las redes de otra. Ya me parecía raro que Yurena no tuviera un papel protagonista en tus escabrosidades.

—No te adelantes tanto, anda —le respondo y le cedo el paso al salir del portal—. Ni tú estás loca ni la pobre no tuvo culpa de nada —miento.

—No, si ya imagino yo que la culpable de que necesites una camisa de fuerza es esa —dice burlona.

Su dedo señala la marquesina de la línea 15 de autobús. Mi careto sonriente y el sol reflectando en los cristales rosados de las Tequila Audrey Rose Gold. Lo guapa e irreconocible que se ve una con un par de capas de Photoshop, oye.



Viernes, 17 de febrero de 2022



La noche se antojaba apacible. El madrugón del viernes y el cansancio acumulado de la semana nos habían obligado a cancelar el tapeo y salsa y habíamos optado por un plan hogareño. Paula y Sonia, promotoras del cambio, venían a mi casa. Pizzas artesanales para la primera cena trampa tras haber empezado la operación bikini en el fitness club de nuestro querido Ricky y La ley de Lidia Poët en Netflix, serie de la que nos habían hablado bien. Me pasé por el súper para comprar harina de fuerza e inmediatamente después a recoger unas diademas y cintas de raso que había encargado en la mercería.

Todo bien, podría haber sido un viernes genial, redondo, pero la sombra de la prolongada ausencia de Yurena me entristeció el ánimo toda la tarde. Mala pasada del destino, se había largado a su «gira americana», como la habíamos denominado, unos días antes de que se descubriera la infidelidad de César y me había encontrado con el dramón encima sin mi principal apoyo en la localidad. Físicamente, al menos, porque a base de teléfono, videollamada y ***** había estado soportándome como una campeona, y a pesar de que nos separaba un océano de distancia, su presencia virtual había resultado vital para mi pronta recuperación. ¡Pero, jolín, una semana es una eternidad!

Aparqué el Fiat cerca del polideportivo y enfilé mi calle a paso lento. Hasta llegar al portal tuve tiempo de escribirle a las dos maris—«No os presentéis más tarde de las ocho, que tenemos que hacer la masa»—, quedarme sin respuesta y de leer los últimos mensajes del grupo de la academia. Se me quedaron las manos heladitas. En el rellano, un rápido vistazo al buzón y un encontronazo con la mujer del policía. Como venía siendo habitual, me regaló una mirada de suspicacia, la misma con la que me obsequiaba desde que se había enterado de que estaba soltera. Qué tía más rara.

Llegué al descansillo del segundo y no tuve tiempo ni de soltar las bolsas para rebuscar las llaves en el bolso cuando la puerta de casa se abrió de par en par. El susto dio paso a la alegría en una milésima de segundo. A buenas horas le encomendé la custodia de un juego de llaves. ¡Me la había dado en toda la frente!

—No... —negué con la cabeza. Me mordí el labio inferior y dejé escapar un sollozo—. No... No... ¡Nooo! ¡Muero de amor!

Las bolsas, como no podía ser de otra forma, cayeron al suelo y mis brazos rodearon el cuerpo de Yurena, que hizo lo propio conmigo. Más que abrazarnos, nos estrujamos vivas. No pude evitar llorar, y me importó un pimiento haber picado como una tonta.

—¡Embustera!

—Por una buena causa.

La había visto llorar en mil ocasiones, pero esta era la primera vez que lo hacía por una emoción positiva. Sus lágrimas se unieron a la fiesta de las mías y no supe si el rímel en su cara era mío o suyo. Qué más daba, estaba guapísima. Y vaya tono de piel, a su lado yo parecía albina. Lo bien que había aprovechado los días en casa de su madre, en su Tenerife natal, aunque estaba convencido de que bajo su dermis había horas de sol de al menos siete países.

Deshicimos el sentido abrazo —no volvería a dar ni recibir uno igual hasta ocho meses después— y nos colmamos de halagos. Estás guapísima, extranjera. Te veo más delgada, la cámara del móvil te hace cara de mollete antequerano. Qué colorcito de cubana sabrosona me traes. ¿Hasta dónde piensas dejar que te lleguen las puntas? Oye, ¿y esos labios? Cuéntame dónde y cuánto. A ti no te hacen falta labios, Elena. De ninguna clase. Estás hoy muy estúpida.

Risas justificadamente pavas y otro estallido de alegría antes de entrar en casa con la sensación de que el universo había adoptado su orden natural.



Sábado, 21 de octubre



—O sea, que se quedó en tu casa el fin de semana porque le había alquilado su famoso dúplex a unos conocidos de por ahí lejos. ¿Por qué, simplemente, no llegó el domingo como había planeado desde un primer momento? ¿Qué importaban dos días si había estado en América tres meses? —quiso saber Marina tras el resumen que le hice. Parecía más detective que psicóloga, pero dio en el clavo.

—Buena pregunta. Porque el domingo hubiera sido tarde.

—¿Tarde para qué?

—Para llevar a cabo su truculento plan secreto.

El rótulo del teatro Merlín se vislumbraba al final de la calle. Hambre.



Viernes, 17 de febrero de 2022



—¿Cómo me habéis engañado de esta manera? De ti me lo esperaba, pero que conspirasen también Paula y Sonia... ¡Ya me parecía raro que hubieran cancelado de improviso la noche de salseo!

Entre tema y tema, sus viajes y mis tres oscuros meses, todos tocados de manera superficial por el ansía viva de recuperar el tiempo perdido a pesar de estar al día la una con la otra, era la quinta vez que lanzaba la pregunta al aire lamentándome por haber picado de forma tan burda. Me parecía irreal tener a Yurena en casa. Pero ahí estaba, sentada a mi lado, divertida y risueña. Después de prepararle la habitación y deshecha la maleta, nos habíamos puesto cómodas y charlábamos en el sofá con la televisión de fondo desde hacía una hora. Sostenía con la yema de los dedos el tallo de la segunda copa de vino que nos habíamos servido y fumaba de un suave cigarrito de maría con la otra mano.

—Tan espabilada para unas cosas y tan inocente para otras... —soltó distraída—. Por cierto, ahora que me fijo, tienes el apartamento reluciente, ¿de verdad que no has tenido visita últimamente?

—Ni última ni anteriormente. El apartamento siempre lo tengo así. Vas a ser la primera en hacer uso de la habitación de invitados en mucho tiempo.

Habitación que era más mi sala de costura que un dormitorio al uso, pero ahí estaba para cuando se presentaban ocasiones como esta.

—Hablaba del tipo de visita que no se queda a dormir en la habitación de invitados. Aunque dormir es lo que menos haríais.

Volvía a las andadas. No sé desde cuántos países me hizo la misma pregunta, como si cruzar una frontera fuese a cambiar mis respuestas. Yurena conocía perfectamente mi realidad sexual, pero tenía la sensación de que incidía en los asuntos de cama con la intención de motivarme a romper definitivamente con el pasado, como si dejarme follar por algún maromo fuese a apagar los posibles rescoldos humeantes de mi reciente trauma sentimental, una manera de reiniciarme.

Yurena sabía que no había tíos en mi vida y así se lo hice saber de nuevo con cierta inflexión de impaciencia. Porque del par de cafés que me había tomado últimamente con algún que otro chico no le había dicho ni le iba a decir ni pío. Es peligroso alimentar la imaginación de la bestia, máxime cuando no existían intenciones ocultas en un acto de mera cordialidad o compañerismo.

—¿Ni en el clásico polvete por despecho has pensado? No me lo creo.

Sí, en el polvete por despecho sí había pensado, especialmente al principio, cuando confirmé el engaño y todo el mundo se hizo eco de la noticia. En más de un polvete y con más de un empotrador, para ser sincera. Aunque fue un pensamiento que no tardó en diluirse. Supongo que la ira y la posterior frustración tuvieron la culpa de ideas que ahora consideraba bastante negativas, inmaduras y casi delirantes. El sexo por despecho, fruto de los celos, la confusión o el rencor, no iba a ayudarme a aliviar el dolor del desengaño, a lo sumo a echar más leña al fuego de mi desazón. Por eso, y porque no tardé en sentir aversión por el género masculino hasta que Marina lo solucionó, tal arreglo quedó descartado como remedio parcial a mis males.

—No he tenido cuerpo...

—¿Cómo que no? Tienes un cuerpazo. Quién pudiera, mi niña —dijo con guiño incluido—. ¿Y ahora cómo se encuentran esos... ánimos?

Bueno, no podía decir ni por asomo que mi estado fuese el de receptividad absoluta, pero sí que ofrecía cierta permisibilidad. De no ser así, no me habría tomado el café con Rubén después de la sesión de spinning de la semana anterior ni desayunado un par de veces con Álvaro, jefe de estudios de la academia de inglés en la que trabajo. Además, ya había comenzado a consentirme íntimamente y no eran raros los momentos en que la ducha se alargaba cinco minutitos más.

—Apenas salgo. ¿Dónde voy a conocer chicos? Igualmente, creo que este es un proceso que lleva su tiempo.

—¿En el trabajo? ¿En el grupito ese de Ricky que debe de estar plagado de chorbos? ¿En la cola del Mercadona? ¡Donde te dé la real gana! Total, no se trata de buscarle un sustituto a César, si no de ver mercado. Que todavía no estés de humor es diferente, y te entiendo. Todas hemos pasado por esto. Y por eso te he traído una ayudita. Para que vayas haciéndote el cuerpo.

—¿Una ayudita para...? —pregunté extrañada.

—Un regalito, calla ya —ordenó misteriosa—. Ahora no es el momento. Hay algo de lo que te quiero hablar. —Sus palabras adquirieron un tono más serio y toda mi atención se centró en sus labios—. ¿Recuerdas el tipo del que te hablé?

No pude evitar reírme antes de sorber de mi copa. Me había hablado de muchos tíos en tres meses, tiempo en el que había recorrido un montón de países de América Latina y tenido más de un encuentro fugaz. Porque ser coolhunter para una firma puntera de moda es lo que tiene, que viajas mucho y te pagan que flipas. Y también que conoces y te relacionas con muchísima gente de todos los lugares del mundo.

—No puedo recordarlos a todos.

—Vaya, no soy la única que anda de estúpida los viernes.

Nos reímos, sí, pero se la devolví.

—El medio catalán medio francés —me aclaró después de darle al vino.

—Ah, sí, el publicista fashion —contesté haciéndome la despistada. Intuía que se refería a él, monopolizador de sus instintos más básicos últimamente.

—Llega esta noche y se va el domingo. Visita formal a su fotógrafo de cabecera, que expone la próxima semana. —Esta vez la calada que le da al canuto es más profunda.

Se me hizo la luz y el puzle de dos piezas encajó.

Suspiré y dejé caer mis hombros con desesperanza.

—Oh, Yurena. No me jodas. —La conocía metida en un saco—. ¡Has cambiado el vuelo porque has quedado con el tal Julien mañana!

Hemos quedado. Con Julien y con Stefan —me aclara—. Y he cambiado el vuelo por ti.
 
Viernes, 17 de febrero de 2022 (Unos meses atrás)


Las agujas del reloj marcaban las cinco menos cinco de la tarde cuando me despedí de Marina tras una última y, como venía siendo ya habitual, distendida sesión. Junto al ventanal, un abrazo cargado de sentimiento y un emotivo adiós repleto de buenos deseos, consejos y un recordatorio sobre la continuidad de las revisiones: «Al menos una vez al mes, Elena».

En su escritorio quedaron los regalos con los que a modo de agradecimiento, y muy a su pesar —¡Te has vuelto loca! ¡Te dije que no me compraras nada y mira la que has armado, renacuajo!—, la había obsequiado tras negarse a cobrarme un solo euro por aguantarme cada viernes a primera o a última hora de la tarde: un clutch de Purificación García, el Mission to Venus de Swatch que le había resultado imposible de conseguir hasta la fecha, el Funko de Derek Shepherd —que sacó de la cajita y colocó en la repisa tras saltar de la emoción muerta de risa— y un Vega Sicilia de buena añada al que acompañaba una nota de infinita gratitud y una exigencia: «Ábreme únicamente si crees que la situación de verdad lo merece».

No permití que me acompañara al recibidor —en la sala de espera aguardaban las dos primeras pacientes de una jornada que se le antojaba estresante— y abandoné el gabinete sin hacer el menor ruido. Tiré del pomo con suavidad y cerré la puerta principal tras mis pasos. Apoyé espalda y trasero sobre la hoja de madera y se me escapó un larguísimo suspiro cargado de alivio. Cien kilos de alivio, al menos.

Se acabó.

Último viernes de terapia.

¡Era libre!

Atrás quedaban tres meses de trabajo y disciplina que enterraban oficialmente una de las etapas más oscuras en mis veintiocho años de vida. Aquel viernes, tuve la certeza, se convertiría en el primer día del resto de mi vida, una oda a la plenitud y un augurio cuya magnitud ni en mil años hubiera podido prever.

Y para que este sentir se afianzase en mi interior y adquiriese consistencia, nada mejor que compartirlo con una de las personas que más me había apoyado desde lo de César: mi madre —que además me había obligado a llamarla en cuanto saliera de consulta, todo hay que decirlo—. Me disponía a buscar «Mamá» entre las llamadas recientes para dar juntas la bienvenida a esta nueva vida cuando, como una suerte de primer aviso ante lo que se me venía encima, Miley Cyrus y sus flores invadieron la pantalla y el nombre de otro de mis pilares vitales se materializó sobre ella. Me eché el teléfono a la oreja y llamé al ascensor.

—¿Dónde andas, mi niña?

Yurena y su encantador acento isleño. No sé cómo se las arreglaba para ser siempre tan oportuna.

—Dímelo tú, que parece que me espías desde tu bola de cristal.

—Acabas de salir de terapia. Vas bailando por la calle y acabas de enamorar con tus movimientos de cadera y culete a ese chico tan mono que se pone el casco junto a la Ducati.

—Es una Kawasaki —la vacilo—. Aunque has dado en el clavo en lo esencial: salgo de terapia.

—Tengo que limpiar mi bolita mágica —dijo después de chasquear la lengua—. ¿Qué tal ha ido? ¿Te ha dado el alta?

—Con alguna condición—contesté sin darle más explicaciones.

Las hojas metálicas se cerraron y la cabina comenzó su lento descenso.

—¿Eso quiere decir que ya no estás loca, amor?

—Qué estúpida eres los viernes.

Hubo risas al otro lado de la línea, yo tuve que contener la risotada que se me quería escapar.

—Un pisco de locura siempre resulta atractivo, tenlo presente —afirmó, y sabía bien de lo que hablaba.

—Depende del tipo de locura —repliqué sabiendo también muy bien de lo que hablaba—. ¿Cómo estás hoy, chacha? ¿Recuperada del jet lag? — Ni jet lag ni nada. Estaba genial, quinto día en su paraíso terrenal. Habíamos hablado la noche anterior y me había puesto los dientes largos. ¡Estamos a 27 grados en Tenerife, me piro a la playa!

—Estoy genial —me confirmó—, pero tengo una mala noticia que darte.

—No, no, espera. ¿Sabes que hace un minuto he empezado una nueva vida? No hay sitio para las malas noticias en ella, están prohibidas.

—Bueno, está bien. Entonces la convertiré en una buena noticia: ¡el viernes por fin te veo! ¡No me lo creo!

¡No! Eso sí que era una mala noticia.

—Yurena, no me digas eso... —Se me vino el mundo encima—. ¿No llegas el domingo? ¿Voy a tener que esperar cinco días más? ¿A cuento de qué?

—Solo quieres escuchar buenas noticias. Has empezado una nueva vida hace un minuto y medio.

—No te cachondees de mí. ¿Qué ha pasado? ¿Tu madre? —Eché mi aliento sobre el espejo del ascensor y dibujé una carita triste con el índice. Mi rostro dejó escapar un pucherito.

—Está tristecilla. Sigue diciéndome que una semana le sabe a poco. Es que han sido tres meses, nena. No puedo bajar a pasear a la perra sin que me eche de menos.

—Oh, vaya, pobrecilla mi Tere. Bueno, las madres son lo primero. Si llevo esperando tres meses, siete días y veinte horas para verte, qué importarán unos cuantos días más —le confesé apenada. Qué remedio.

Y es que mi chicharrera, por más que me pesara admitirlo en ocasiones, era mi persona favorita, piedra angular en mi vida. Porque aunque somos el día y la noche, la incondicionalidad con la que me adoptó en un momento complicadísimo me hizo ver que, a pesar de todo, existen lealtades que trascienden toda diferencia y condición. Identificada con mis circunstancias familiares a una edad complicada, no dudó en dar la cara por mí cuando mis fuerzas flaquearon. Y cuando ella cayó al pozo de las desgracias, allí estuve yo para devolverle, multiplicado, lo que había hecho por mí. Nuestra relación es tal, que cuando contamos nuestra historia, cómo el destino nos unió y qué hemos recorrido juntas desde entonces, no duda en remangarse la manguita y mostrar el tatuaje de trazo fino que lleva mi nombre en el interior de su antebrazo. Y eso no explica nada, pero muestra la magnitud de un sentir compartido.

—Te lo recompensaré con creces, pequeña. Tengo infinitas ganas de verte... —soltó con un halo enigmático que no pasé por alto pero que no activó ninguna de mis alarmas.

—Y yo a ti. La espera se está haciendo eterna.

—En breve el universo recuperará su orden natural —afirmó de nuevo con ese toque místico que mis neuronas, enfrascadas aún en la digestión de última sesión de terapia, no descifraron—. En fin, voy a ir preparando unas cosillas, solo quería saber qué tal había ido todo con tu cuñadísima —prosiguió, y tampoco capté la omisión: ¿no me había llamado para decirme que cambiaba el vuelo?—. Hablamos esta noche tranquilamente, a falta de otra cosa.

El portón del edificio se cerró a mis espaldas y llamé a mi madre bajo la gélida atmósfera de la primera tarde del resto de mi vida. El cielo era un lienzo pintado en tonos violáceos que se desdibujaba en matices escarlatas donde el horizonte devoraba al sol. En la marquesina de la línea 15 Mariano Di Vaio me observaba con el ceño fruncido, su pronunciada mandíbula y una barbilla la mar de mordisqueable. No tan inalcanzables —todo lo contrario, de hecho—, vinieron a mi mente las mandíbulas, barbillas y sonrisas de la media docena de chicos que, cada cual a su modo, habían mostrado la primera mano de una partida que ansiaban iniciar. Aún no estaba yo para corresponder, ni siquiera con intención de darle un chute de estima a mi ego, pero tras cinco meses de una inapetencia sexual impropia de mí y superada la fase de aceptación de un duelo que no resultó tan dramático como parecía al principio, no desdeñaba ya la presencia de pretendientes a mi alrededor.



Sábado, 21 de octubre



—Qué casualidad, me cachis en la mar. Te libras de una loca y al momento caes en las redes de otra. Ya me parecía raro que Yurena no tuviera un papel protagonista en tus escabrosidades.

—No te adelantes tanto, anda —le respondo y le cedo el paso al salir del portal—. Ni tú estás loca ni la pobre no tuvo culpa de nada —miento.

—No, si ya imagino yo que la culpable de que necesites una camisa de fuerza es esa —dice burlona.

Su dedo señala la marquesina de la línea 15 de autobús. Mi careto sonriente y el sol reflectando en los cristales rosados de las Tequila Audrey Rose Gold. Lo guapa e irreconocible que se ve una con un par de capas de Photoshop, oye.



Viernes, 17 de febrero de 2022



La noche se antojaba apacible. El madrugón del viernes y el cansancio acumulado de la semana nos habían obligado a cancelar el tapeo y salsa y habíamos optado por un plan hogareño. Paula y Sonia, promotoras del cambio, venían a mi casa. Pizzas artesanales para la primera cena trampa tras haber empezado la operación bikini en el fitness club de nuestro querido Ricky y La ley de Lidia Poët en Netflix, serie de la que nos habían hablado bien. Me pasé por el súper para comprar harina de fuerza e inmediatamente después a recoger unas diademas y cintas de raso que había encargado en la mercería.

Todo bien, podría haber sido un viernes genial, redondo, pero la sombra de la prolongada ausencia de Yurena me entristeció el ánimo toda la tarde. Mala pasada del destino, se había largado a su «gira americana», como la habíamos denominado, unos días antes de que se descubriera la infidelidad de César y me había encontrado con el dramón encima sin mi principal apoyo en la localidad. Físicamente, al menos, porque a base de teléfono, videollamada y ***** había estado soportándome como una campeona, y a pesar de que nos separaba un océano de distancia, su presencia virtual había resultado vital para mi pronta recuperación. ¡Pero, jolín, una semana es una eternidad!

Aparqué el Fiat cerca del polideportivo y enfilé mi calle a paso lento. Hasta llegar al portal tuve tiempo de escribirle a las dos maris—«No os presentéis más tarde de las ocho, que tenemos que hacer la masa»—, quedarme sin respuesta y de leer los últimos mensajes del grupo de la academia. Se me quedaron las manos heladitas. En el rellano, un rápido vistazo al buzón y un encontronazo con la mujer del policía. Como venía siendo habitual, me regaló una mirada de suspicacia, la misma con la que me obsequiaba desde que se había enterado de que estaba soltera. Qué tía más rara.

Llegué al descansillo del segundo y no tuve tiempo ni de soltar las bolsas para rebuscar las llaves en el bolso cuando la puerta de casa se abrió de par en par. El susto dio paso a la alegría en una milésima de segundo. A buenas horas le encomendé la custodia de un juego de llaves. ¡Me la había dado en toda la frente!

—No... —negué con la cabeza. Me mordí el labio inferior y dejé escapar un sollozo—. No... No... ¡Nooo! ¡Muero de amor!

Las bolsas, como no podía ser de otra forma, cayeron al suelo y mis brazos rodearon el cuerpo de Yurena, que hizo lo propio conmigo. Más que abrazarnos, nos estrujamos vivas. No pude evitar llorar, y me importó un pimiento haber picado como una tonta.

—¡Embustera!

—Por una buena causa.

La había visto llorar en mil ocasiones, pero esta era la primera vez que lo hacía por una emoción positiva. Sus lágrimas se unieron a la fiesta de las mías y no supe si el rímel en su cara era mío o suyo. Qué más daba, estaba guapísima. Y vaya tono de piel, a su lado yo parecía albina. Lo bien que había aprovechado los días en casa de su madre, en su Tenerife natal, aunque estaba convencido de que bajo su dermis había horas de sol de al menos siete países.

Deshicimos el sentido abrazo —no volvería a dar ni recibir uno igual hasta ocho meses después— y nos colmamos de halagos. Estás guapísima, extranjera. Te veo más delgada, la cámara del móvil te hace cara de mollete antequerano. Qué colorcito de cubana sabrosona me traes. ¿Hasta dónde piensas dejar que te lleguen las puntas? Oye, ¿y esos labios? Cuéntame dónde y cuánto. A ti no te hacen falta labios, Elena. De ninguna clase. Estás hoy muy estúpida.

Risas justificadamente pavas y otro estallido de alegría antes de entrar en casa con la sensación de que el universo había adoptado su orden natural.



Sábado, 21 de octubre



—O sea, que se quedó en tu casa el fin de semana porque le había alquilado su famoso dúplex a unos conocidos de por ahí lejos. ¿Por qué, simplemente, no llegó el domingo como había planeado desde un primer momento? ¿Qué importaban dos días si había estado en América tres meses? —quiso saber Marina tras el resumen que le hice. Parecía más detective que psicóloga, pero dio en el clavo.

—Buena pregunta. Porque el domingo hubiera sido tarde.

—¿Tarde para qué?

—Para llevar a cabo su truculento plan secreto.

El rótulo del teatro Merlín se vislumbraba al final de la calle. Hambre.



Viernes, 17 de febrero de 2022



—¿Cómo me habéis engañado de esta manera? De ti me lo esperaba, pero que conspirasen también Paula y Sonia... ¡Ya me parecía raro que hubieran cancelado de improviso la noche de salseo!

Entre tema y tema, sus viajes y mis tres oscuros meses, todos tocados de manera superficial por el ansía viva de recuperar el tiempo perdido a pesar de estar al día la una con la otra, era la quinta vez que lanzaba la pregunta al aire lamentándome por haber picado de forma tan burda. Me parecía irreal tener a Yurena en casa. Pero ahí estaba, sentada a mi lado, divertida y risueña. Después de prepararle la habitación y deshecha la maleta, nos habíamos puesto cómodas y charlábamos en el sofá con la televisión de fondo desde hacía una hora. Sostenía con la yema de los dedos el tallo de la segunda copa de vino que nos habíamos servido y fumaba de un suave cigarrito de maría con la otra mano.

—Tan espabilada para unas cosas y tan inocente para otras... —soltó distraída—. Por cierto, ahora que me fijo, tienes el apartamento reluciente, ¿de verdad que no has tenido visita últimamente?

—Ni última ni anteriormente. El apartamento siempre lo tengo así. Vas a ser la primera en hacer uso de la habitación de invitados en mucho tiempo.

Habitación que era más mi sala de costura que un dormitorio al uso, pero ahí estaba para cuando se presentaban ocasiones como esta.

—Hablaba del tipo de visita que no se queda a dormir en la habitación de invitados. Aunque dormir es lo que menos haríais.

Volvía a las andadas. No sé desde cuántos países me hizo la misma pregunta, como si cruzar una frontera fuese a cambiar mis respuestas. Yurena conocía perfectamente mi realidad sexual, pero tenía la sensación de que incidía en los asuntos de cama con la intención de motivarme a romper definitivamente con el pasado, como si dejarme follar por algún maromo fuese a apagar los posibles rescoldos humeantes de mi reciente trauma sentimental, una manera de reiniciarme.

Yurena sabía que no había tíos en mi vida y así se lo hice saber de nuevo con cierta inflexión de impaciencia. Porque del par de cafés que me había tomado últimamente con algún que otro chico no le había dicho ni le iba a decir ni pío. Es peligroso alimentar la imaginación de la bestia, máxime cuando no existían intenciones ocultas en un acto de mera cordialidad o compañerismo.

—¿Ni en el clásico polvete por despecho has pensado? No me lo creo.

Sí, en el polvete por despecho sí había pensado, especialmente al principio, cuando confirmé el engaño y todo el mundo se hizo eco de la noticia. En más de un polvete y con más de un empotrador, para ser sincera. Aunque fue un pensamiento que no tardó en diluirse. Supongo que la ira y la posterior frustración tuvieron la culpa de ideas que ahora consideraba bastante negativas, inmaduras y casi delirantes. El sexo por despecho, fruto de los celos, la confusión o el rencor, no iba a ayudarme a aliviar el dolor del desengaño, a lo sumo a echar más leña al fuego de mi desazón. Por eso, y porque no tardé en sentir aversión por el género masculino hasta que Marina lo solucionó, tal arreglo quedó descartado como remedio parcial a mis males.

—No he tenido cuerpo...

—¿Cómo que no? Tienes un cuerpazo. Quién pudiera, mi niña —dijo con guiño incluido—. ¿Y ahora cómo se encuentran esos... ánimos?

Bueno, no podía decir ni por asomo que mi estado fuese el de receptividad absoluta, pero sí que ofrecía cierta permisibilidad. De no ser así, no me habría tomado el café con Rubén después de la sesión de spinning de la semana anterior ni desayunado un par de veces con Álvaro, jefe de estudios de la academia de inglés en la que trabajo. Además, ya había comenzado a consentirme íntimamente y no eran raros los momentos en que la ducha se alargaba cinco minutitos más.

—Apenas salgo. ¿Dónde voy a conocer chicos? Igualmente, creo que este es un proceso que lleva su tiempo.

—¿En el trabajo? ¿En el grupito ese de Ricky que debe de estar plagado de chorbos? ¿En la cola del Mercadona? ¡Donde te dé la real gana! Total, no se trata de buscarle un sustituto a César, si no de ver mercado. Que todavía no estés de humor es diferente, y te entiendo. Todas hemos pasado por esto. Y por eso te he traído una ayudita. Para que vayas haciéndote el cuerpo.

—¿Una ayudita para...? —pregunté extrañada.

—Un regalito, calla ya —ordenó misteriosa—. Ahora no es el momento. Hay algo de lo que te quiero hablar. —Sus palabras adquirieron un tono más serio y toda mi atención se centró en sus labios—. ¿Recuerdas el tipo del que te hablé?

No pude evitar reírme antes de sorber de mi copa. Me había hablado de muchos tíos en tres meses, tiempo en el que había recorrido un montón de países de América Latina y tenido más de un encuentro fugaz. Porque ser coolhunter para una firma puntera de moda es lo que tiene, que viajas mucho y te pagan que flipas. Y también que conoces y te relacionas con muchísima gente de todos los lugares del mundo.

—No puedo recordarlos a todos.

—Vaya, no soy la única que anda de estúpida los viernes.

Nos reímos, sí, pero se la devolví.

—El medio catalán medio francés —me aclaró después de darle al vino.

—Ah, sí, el publicista fashion —contesté haciéndome la despistada. Intuía que se refería a él, monopolizador de sus instintos más básicos últimamente.

—Llega esta noche y se va el domingo. Visita formal a su fotógrafo de cabecera, que expone la próxima semana. —Esta vez la calada que le da al canuto es más profunda.

Se me hizo la luz y el puzle de dos piezas encajó.

Suspiré y dejé caer mis hombros con desesperanza.

—Oh, Yurena. No me jodas. —La conocía metida en un saco—. ¡Has cambiado el vuelo porque has quedado con el tal Julien mañana!

Hemos quedado. Con Julien y con Stefan —me aclara—. Y he cambiado el vuelo por ti.
Se va poniendo interesante, jejejejej
 
Me ha encantado Elena. A mí también me gusta escribir relatos, y me he animado ayer a hacerme un perfil y subir uno (basado en una experiencia..)

Me molaría que siguieras pronto el relato jeje
 
Viernes, 17 de febrero de 2022 (Unos meses atrás)


Las agujas del reloj marcaban las cinco menos cinco de la tarde cuando me despedí de Marina tras una última y, como venía siendo ya habitual, distendida sesión. Junto al ventanal, un abrazo cargado de sentimiento y un emotivo adiós repleto de buenos deseos, consejos y un recordatorio sobre la continuidad de las revisiones: «Al menos una vez al mes, Elena».

En su escritorio quedaron los regalos con los que a modo de agradecimiento, y muy a su pesar —¡Te has vuelto loca! ¡Te dije que no me compraras nada y mira la que has armado, renacuajo!—, la había obsequiado tras negarse a cobrarme un solo euro por aguantarme cada viernes a primera o a última hora de la tarde: un clutch de Purificación García, el Mission to Venus de Swatch que le había resultado imposible de conseguir hasta la fecha, el Funko de Derek Shepherd —que sacó de la cajita y colocó en la repisa tras saltar de la emoción muerta de risa— y un Vega Sicilia de buena añada al que acompañaba una nota de infinita gratitud y una exigencia: «Ábreme únicamente si crees que la situación de verdad lo merece».

No permití que me acompañara al recibidor —en la sala de espera aguardaban las dos primeras pacientes de una jornada que se le antojaba estresante— y abandoné el gabinete sin hacer el menor ruido. Tiré del pomo con suavidad y cerré la puerta principal tras mis pasos. Apoyé espalda y trasero sobre la hoja de madera y se me escapó un larguísimo suspiro cargado de alivio. Cien kilos de alivio, al menos.

Se acabó.

Último viernes de terapia.

¡Era libre!

Atrás quedaban tres meses de trabajo y disciplina que enterraban oficialmente una de las etapas más oscuras en mis veintiocho años de vida. Aquel viernes, tuve la certeza, se convertiría en el primer día del resto de mi vida, una oda a la plenitud y un augurio cuya magnitud ni en mil años hubiera podido prever.

Y para que este sentir se afianzase en mi interior y adquiriese consistencia, nada mejor que compartirlo con una de las personas que más me había apoyado desde lo de César: mi madre —que además me había obligado a llamarla en cuanto saliera de consulta, todo hay que decirlo—. Me disponía a buscar «Mamá» entre las llamadas recientes para dar juntas la bienvenida a esta nueva vida cuando, como una suerte de primer aviso ante lo que se me venía encima, Miley Cyrus y sus flores invadieron la pantalla y el nombre de otro de mis pilares vitales se materializó sobre ella. Me eché el teléfono a la oreja y llamé al ascensor.

—¿Dónde andas, mi niña?

Yurena y su encantador acento isleño. No sé cómo se las arreglaba para ser siempre tan oportuna.

—Dímelo tú, que parece que me espías desde tu bola de cristal.

—Acabas de salir de terapia. Vas bailando por la calle y acabas de enamorar con tus movimientos de cadera y culete a ese chico tan mono que se pone el casco junto a la Ducati.

—Es una Kawasaki —la vacilo—. Aunque has dado en el clavo en lo esencial: salgo de terapia.

—Tengo que limpiar mi bolita mágica —dijo después de chasquear la lengua—. ¿Qué tal ha ido? ¿Te ha dado el alta?

—Con alguna condición—contesté sin darle más explicaciones.

Las hojas metálicas se cerraron y la cabina comenzó su lento descenso.

—¿Eso quiere decir que ya no estás loca, amor?

—Qué estúpida eres los viernes.

Hubo risas al otro lado de la línea, yo tuve que contener la risotada que se me quería escapar.

—Un pisco de locura siempre resulta atractivo, tenlo presente —afirmó, y sabía bien de lo que hablaba.

—Depende del tipo de locura —repliqué sabiendo también muy bien de lo que hablaba—. ¿Cómo estás hoy, chacha? ¿Recuperada del jet lag? — Ni jet lag ni nada. Estaba genial, quinto día en su paraíso terrenal. Habíamos hablado la noche anterior y me había puesto los dientes largos. ¡Estamos a 27 grados en Tenerife, me piro a la playa!

—Estoy genial —me confirmó—, pero tengo una mala noticia que darte.

—No, no, espera. ¿Sabes que hace un minuto he empezado una nueva vida? No hay sitio para las malas noticias en ella, están prohibidas.

—Bueno, está bien. Entonces la convertiré en una buena noticia: ¡el viernes por fin te veo! ¡No me lo creo!

¡No! Eso sí que era una mala noticia.

—Yurena, no me digas eso... —Se me vino el mundo encima—. ¿No llegas el domingo? ¿Voy a tener que esperar cinco días más? ¿A cuento de qué?

—Solo quieres escuchar buenas noticias. Has empezado una nueva vida hace un minuto y medio.

—No te cachondees de mí. ¿Qué ha pasado? ¿Tu madre? —Eché mi aliento sobre el espejo del ascensor y dibujé una carita triste con el índice. Mi rostro dejó escapar un pucherito.

—Está tristecilla. Sigue diciéndome que una semana le sabe a poco. Es que han sido tres meses, nena. No puedo bajar a pasear a la perra sin que me eche de menos.

—Oh, vaya, pobrecilla mi Tere. Bueno, las madres son lo primero. Si llevo esperando tres meses, siete días y veinte horas para verte, qué importarán unos cuantos días más —le confesé apenada. Qué remedio.

Y es que mi chicharrera, por más que me pesara admitirlo en ocasiones, era mi persona favorita, piedra angular en mi vida. Porque aunque somos el día y la noche, la incondicionalidad con la que me adoptó en un momento complicadísimo me hizo ver que, a pesar de todo, existen lealtades que trascienden toda diferencia y condición. Identificada con mis circunstancias familiares a una edad complicada, no dudó en dar la cara por mí cuando mis fuerzas flaquearon. Y cuando ella cayó al pozo de las desgracias, allí estuve yo para devolverle, multiplicado, lo que había hecho por mí. Nuestra relación es tal, que cuando contamos nuestra historia, cómo el destino nos unió y qué hemos recorrido juntas desde entonces, no duda en remangarse la manguita y mostrar el tatuaje de trazo fino que lleva mi nombre en el interior de su antebrazo. Y eso no explica nada, pero muestra la magnitud de un sentir compartido.

—Te lo recompensaré con creces, pequeña. Tengo infinitas ganas de verte... —soltó con un halo enigmático que no pasé por alto pero que no activó ninguna de mis alarmas.

—Y yo a ti. La espera se está haciendo eterna.

—En breve el universo recuperará su orden natural —afirmó de nuevo con ese toque místico que mis neuronas, enfrascadas aún en la digestión de última sesión de terapia, no descifraron—. En fin, voy a ir preparando unas cosillas, solo quería saber qué tal había ido todo con tu cuñadísima —prosiguió, y tampoco capté la omisión: ¿no me había llamado para decirme que cambiaba el vuelo?—. Hablamos esta noche tranquilamente, a falta de otra cosa.

El portón del edificio se cerró a mis espaldas y llamé a mi madre bajo la gélida atmósfera de la primera tarde del resto de mi vida. El cielo era un lienzo pintado en tonos violáceos que se desdibujaba en matices escarlatas donde el horizonte devoraba al sol. En la marquesina de la línea 15 Mariano Di Vaio me observaba con el ceño fruncido, su pronunciada mandíbula y una barbilla la mar de mordisqueable. No tan inalcanzables —todo lo contrario, de hecho—, vinieron a mi mente las mandíbulas, barbillas y sonrisas de la media docena de chicos que, cada cual a su modo, habían mostrado la primera mano de una partida que ansiaban iniciar. Aún no estaba yo para corresponder, ni siquiera con intención de darle un chute de estima a mi ego, pero tras cinco meses de una inapetencia sexual impropia de mí y superada la fase de aceptación de un duelo que no resultó tan dramático como parecía al principio, no desdeñaba ya la presencia de pretendientes a mi alrededor.



Sábado, 21 de octubre



—Qué casualidad, me cachis en la mar. Te libras de una loca y al momento caes en las redes de otra. Ya me parecía raro que Yurena no tuviera un papel protagonista en tus escabrosidades.

—No te adelantes tanto, anda —le respondo y le cedo el paso al salir del portal—. Ni tú estás loca ni la pobre no tuvo culpa de nada —miento.

—No, si ya imagino yo que la culpable de que necesites una camisa de fuerza es esa —dice burlona.

Su dedo señala la marquesina de la línea 15 de autobús. Mi careto sonriente y el sol reflectando en los cristales rosados de las Tequila Audrey Rose Gold. Lo guapa e irreconocible que se ve una con un par de capas de Photoshop, oye.



Viernes, 17 de febrero de 2022



La noche se antojaba apacible. El madrugón del viernes y el cansancio acumulado de la semana nos habían obligado a cancelar el tapeo y salsa y habíamos optado por un plan hogareño. Paula y Sonia, promotoras del cambio, venían a mi casa. Pizzas artesanales para la primera cena trampa tras haber empezado la operación bikini en el fitness club de nuestro querido Ricky y La ley de Lidia Poët en Netflix, serie de la que nos habían hablado bien. Me pasé por el súper para comprar harina de fuerza e inmediatamente después a recoger unas diademas y cintas de raso que había encargado en la mercería.

Todo bien, podría haber sido un viernes genial, redondo, pero la sombra de la prolongada ausencia de Yurena me entristeció el ánimo toda la tarde. Mala pasada del destino, se había largado a su «gira americana», como la habíamos denominado, unos días antes de que se descubriera la infidelidad de César y me había encontrado con el dramón encima sin mi principal apoyo en la localidad. Físicamente, al menos, porque a base de teléfono, videollamada y ***** había estado soportándome como una campeona, y a pesar de que nos separaba un océano de distancia, su presencia virtual había resultado vital para mi pronta recuperación. ¡Pero, jolín, una semana es una eternidad!

Aparqué el Fiat cerca del polideportivo y enfilé mi calle a paso lento. Hasta llegar al portal tuve tiempo de escribirle a las dos maris—«No os presentéis más tarde de las ocho, que tenemos que hacer la masa»—, quedarme sin respuesta y de leer los últimos mensajes del grupo de la academia. Se me quedaron las manos heladitas. En el rellano, un rápido vistazo al buzón y un encontronazo con la mujer del policía. Como venía siendo habitual, me regaló una mirada de suspicacia, la misma con la que me obsequiaba desde que se había enterado de que estaba soltera. Qué tía más rara.

Llegué al descansillo del segundo y no tuve tiempo ni de soltar las bolsas para rebuscar las llaves en el bolso cuando la puerta de casa se abrió de par en par. El susto dio paso a la alegría en una milésima de segundo. A buenas horas le encomendé la custodia de un juego de llaves. ¡Me la había dado en toda la frente!

—No... —negué con la cabeza. Me mordí el labio inferior y dejé escapar un sollozo—. No... No... ¡Nooo! ¡Muero de amor!

Las bolsas, como no podía ser de otra forma, cayeron al suelo y mis brazos rodearon el cuerpo de Yurena, que hizo lo propio conmigo. Más que abrazarnos, nos estrujamos vivas. No pude evitar llorar, y me importó un pimiento haber picado como una tonta.

—¡Embustera!

—Por una buena causa.

La había visto llorar en mil ocasiones, pero esta era la primera vez que lo hacía por una emoción positiva. Sus lágrimas se unieron a la fiesta de las mías y no supe si el rímel en su cara era mío o suyo. Qué más daba, estaba guapísima. Y vaya tono de piel, a su lado yo parecía albina. Lo bien que había aprovechado los días en casa de su madre, en su Tenerife natal, aunque estaba convencido de que bajo su dermis había horas de sol de al menos siete países.

Deshicimos el sentido abrazo —no volvería a dar ni recibir uno igual hasta ocho meses después— y nos colmamos de halagos. Estás guapísima, extranjera. Te veo más delgada, la cámara del móvil te hace cara de mollete antequerano. Qué colorcito de cubana sabrosona me traes. ¿Hasta dónde piensas dejar que te lleguen las puntas? Oye, ¿y esos labios? Cuéntame dónde y cuánto. A ti no te hacen falta labios, Elena. De ninguna clase. Estás hoy muy estúpida.

Risas justificadamente pavas y otro estallido de alegría antes de entrar en casa con la sensación de que el universo había adoptado su orden natural.



Sábado, 21 de octubre



—O sea, que se quedó en tu casa el fin de semana porque le había alquilado su famoso dúplex a unos conocidos de por ahí lejos. ¿Por qué, simplemente, no llegó el domingo como había planeado desde un primer momento? ¿Qué importaban dos días si había estado en América tres meses? —quiso saber Marina tras el resumen que le hice. Parecía más detective que psicóloga, pero dio en el clavo.

—Buena pregunta. Porque el domingo hubiera sido tarde.

—¿Tarde para qué?

—Para llevar a cabo su truculento plan secreto.

El rótulo del teatro Merlín se vislumbraba al final de la calle. Hambre.



Viernes, 17 de febrero de 2022



—¿Cómo me habéis engañado de esta manera? De ti me lo esperaba, pero que conspirasen también Paula y Sonia... ¡Ya me parecía raro que hubieran cancelado de improviso la noche de salseo!

Entre tema y tema, sus viajes y mis tres oscuros meses, todos tocados de manera superficial por el ansía viva de recuperar el tiempo perdido a pesar de estar al día la una con la otra, era la quinta vez que lanzaba la pregunta al aire lamentándome por haber picado de forma tan burda. Me parecía irreal tener a Yurena en casa. Pero ahí estaba, sentada a mi lado, divertida y risueña. Después de prepararle la habitación y deshecha la maleta, nos habíamos puesto cómodas y charlábamos en el sofá con la televisión de fondo desde hacía una hora. Sostenía con la yema de los dedos el tallo de la segunda copa de vino que nos habíamos servido y fumaba de un suave cigarrito de maría con la otra mano.

—Tan espabilada para unas cosas y tan inocente para otras... —soltó distraída—. Por cierto, ahora que me fijo, tienes el apartamento reluciente, ¿de verdad que no has tenido visita últimamente?

—Ni última ni anteriormente. El apartamento siempre lo tengo así. Vas a ser la primera en hacer uso de la habitación de invitados en mucho tiempo.

Habitación que era más mi sala de costura que un dormitorio al uso, pero ahí estaba para cuando se presentaban ocasiones como esta.

—Hablaba del tipo de visita que no se queda a dormir en la habitación de invitados. Aunque dormir es lo que menos haríais.

Volvía a las andadas. No sé desde cuántos países me hizo la misma pregunta, como si cruzar una frontera fuese a cambiar mis respuestas. Yurena conocía perfectamente mi realidad sexual, pero tenía la sensación de que incidía en los asuntos de cama con la intención de motivarme a romper definitivamente con el pasado, como si dejarme follar por algún maromo fuese a apagar los posibles rescoldos humeantes de mi reciente trauma sentimental, una manera de reiniciarme.

Yurena sabía que no había tíos en mi vida y así se lo hice saber de nuevo con cierta inflexión de impaciencia. Porque del par de cafés que me había tomado últimamente con algún que otro chico no le había dicho ni le iba a decir ni pío. Es peligroso alimentar la imaginación de la bestia, máxime cuando no existían intenciones ocultas en un acto de mera cordialidad o compañerismo.

—¿Ni en el clásico polvete por despecho has pensado? No me lo creo.

Sí, en el polvete por despecho sí había pensado, especialmente al principio, cuando confirmé el engaño y todo el mundo se hizo eco de la noticia. En más de un polvete y con más de un empotrador, para ser sincera. Aunque fue un pensamiento que no tardó en diluirse. Supongo que la ira y la posterior frustración tuvieron la culpa de ideas que ahora consideraba bastante negativas, inmaduras y casi delirantes. El sexo por despecho, fruto de los celos, la confusión o el rencor, no iba a ayudarme a aliviar el dolor del desengaño, a lo sumo a echar más leña al fuego de mi desazón. Por eso, y porque no tardé en sentir aversión por el género masculino hasta que Marina lo solucionó, tal arreglo quedó descartado como remedio parcial a mis males.

—No he tenido cuerpo...

—¿Cómo que no? Tienes un cuerpazo. Quién pudiera, mi niña —dijo con guiño incluido—. ¿Y ahora cómo se encuentran esos... ánimos?

Bueno, no podía decir ni por asomo que mi estado fuese el de receptividad absoluta, pero sí que ofrecía cierta permisibilidad. De no ser así, no me habría tomado el café con Rubén después de la sesión de spinning de la semana anterior ni desayunado un par de veces con Álvaro, jefe de estudios de la academia de inglés en la que trabajo. Además, ya había comenzado a consentirme íntimamente y no eran raros los momentos en que la ducha se alargaba cinco minutitos más.

—Apenas salgo. ¿Dónde voy a conocer chicos? Igualmente, creo que este es un proceso que lleva su tiempo.

—¿En el trabajo? ¿En el grupito ese de Ricky que debe de estar plagado de chorbos? ¿En la cola del Mercadona? ¡Donde te dé la real gana! Total, no se trata de buscarle un sustituto a César, si no de ver mercado. Que todavía no estés de humor es diferente, y te entiendo. Todas hemos pasado por esto. Y por eso te he traído una ayudita. Para que vayas haciéndote el cuerpo.

—¿Una ayudita para...? —pregunté extrañada.

—Un regalito, calla ya —ordenó misteriosa—. Ahora no es el momento. Hay algo de lo que te quiero hablar. —Sus palabras adquirieron un tono más serio y toda mi atención se centró en sus labios—. ¿Recuerdas el tipo del que te hablé?

No pude evitar reírme antes de sorber de mi copa. Me había hablado de muchos tíos en tres meses, tiempo en el que había recorrido un montón de países de América Latina y tenido más de un encuentro fugaz. Porque ser coolhunter para una firma puntera de moda es lo que tiene, que viajas mucho y te pagan que flipas. Y también que conoces y te relacionas con muchísima gente de todos los lugares del mundo.

—No puedo recordarlos a todos.

—Vaya, no soy la única que anda de estúpida los viernes.

Nos reímos, sí, pero se la devolví.

—El medio catalán medio francés —me aclaró después de darle al vino.

—Ah, sí, el publicista fashion —contesté haciéndome la despistada. Intuía que se refería a él, monopolizador de sus instintos más básicos últimamente.

—Llega esta noche y se va el domingo. Visita formal a su fotógrafo de cabecera, que expone la próxima semana. —Esta vez la calada que le da al canuto es más profunda.

Se me hizo la luz y el puzle de dos piezas encajó.

Suspiré y dejé caer mis hombros con desesperanza.

—Oh, Yurena. No me jodas. —La conocía metida en un saco—. ¡Has cambiado el vuelo porque has quedado con el tal Julien mañana!

Hemos quedado. Con Julien y con Stefan —me aclara—. Y he cambiado el vuelo por ti.
Estoy fascinado con tus palabras…..están realmente muy bien unidas, bellamente unidas y entrelazadas….y el argumento….muy bien enfocado….el relato me clava al asiento….y eres una escritora con mucho talento, se nota…..es un 10….y espero mucho más de ti….gracias
 

📢 Webcam con más espectadores ahora 🔥

Atrás
Top Abajo