Al día siguiente salimos a media mañana hacia la ciudad de destino. Rocío vestía con sencillez. Una falda muy de “maestra”, con zapatos de medio tacón negros, una blusa y una chaquetita de piel adecuada a la época otoñal.
Pero portaba también una de esas perchas con funda, para transportar vestidos y una maletín que más que maletín era maletón, en el que llevaba el resto de la ropa, zapatos, complementos y ves a saber qué más.
Por mi parte, unos tejanos, camisa y cazadora de tela, para el viaje, y un uniforme clásico de pantalón, camisa, americana y zapatos mocasín para la salida.
Hicimos el viaje comentando cosas de lo más común. El curso de nuestros hijos, apenas comenzado, el suyo mismo, en el colegio, con las nuevas alumnas y las monjas de siempre, las quejas de mi madre por lo poco que la visitamos, las quejas de nuestros hijos por lo mucho que deben visitar a la abuela… en fin, nada diferente a lo que cualquier matrimonio puede comentar en un viaje de algo menos de hora y media por tierras de Castilla.
Sólo una pequeña diferencia con la mayoría de parejas de nuestra edad, o de cualquier otra, que realicen ese viaje: nosotros íbamos a encontrarnos con un hombre bastante bien dotado sexualmente, no sólo en tamaño, para montar un trío.
Pudimos pasear en una mañana de domingo otoñal por la ciudad, contemplando sus parejas endomingadas, con sus niños y niñas de inmaculados atavíos, en una escena provinciana como la de nuestra propia ciudad, de visita a la iglesia a misa de doce (en la catedral si toca) y posterior aperitivo en los bares del centro.
Después de dejar el equipaje en el hotel, almorzamos y acudimos, para matar el tiempo, a una de las varias salas de cine que proyectaban películas del festival que se celebraba. Una buena forma de pasar las horas hasta el momento, la cena, en que habíamos quedado con Santi.
Pero antes tocaba llevar a cabo el ritual de preparación para la fiesta. El mismo que miles, millones de parejas, llevan a cabo con frecuencia para acudir a un evento, una celebración, una fiesta, un festival… el mismo proceso de cuidadosa preparación para presentar la parte más atractiva de uno mismo, para agradar al máximo posible a cualquiera de los asistentes, para sentir esa especie de seguridad que proporciona saberse en un buen momento y con una buena apariencia.
Pero para nosotros era algo más.
Especialmente para Rocío.
Nos facilitaba las cosas que la ciudad estaba inmersa en un acontecimiento que destaca por la belleza y cuidado de sus participantes, generalmente vestidos con ropas exclusivas, ellas con modelos expresamente diseñados para la ocasión, luciendo lujosos complementos y hasta atrevidos ropajes que más que vestir, en ocasiones, desnudan a sus portadoras.
Y tal como nos preparamos podíamos pasar sin problemas por cualquiera de aquellos partícipes de la industria del cine: actores, actrices, directores, productores, y resto de personajes protagonistas de ese singular mundillo.
-Juraría que anoche todavía tenías una mata de pelo preciosa ahí.
Mientras se duchaba la contemplé extasiado, admirando una vez más su cuerpo de moreno acanelado, terso y mucho más brillante con el agua y el jabón deslizándose por su piel. Lucía un cuidadoso depilado, que la noche anterior todavía no se había producido.
Siempre me sorprende la facilidad que tienen las mujeres para encontrar el tiempo necesario para adaptar su apariencia a la deseada en cada momento.
-¿Te gusta? Me lo he hecho esta mañana.
No se había depilado para mí. Era evidente. El destinatario del depilado era Santi.
Callé la respuesta que me brotaba de forma natural. Expresada así podía ser muy agresiva y no era ese el sentimiento que la motivaba, sino la mera constatación objetiva de un hecho real.
Incluso con un gorro de ducha, generalmente tan ridículo en todo el mundo, ella estaba cautivadora.
Desnudo también, notaba crecer poco a poco la tensión de mi verga, que se amorcillaba disfrutando la visión de aquel bello cuerpo.
Me invitó a entrar a la ducha con ella. El espacio lo permitía sobradamente. Una ducha inmensa, tras una mampara de cristal y una puerta del mismo material, un rectángulo de al menos dos metros y medio por otros dos daba cabida sobrada a una pareja y -pensé- a un trío también.
Me recibió enjabonada y cálida, frotándome el cuerpo mientras me colocaba bajo la cortina de agua que, en forma de lluvia intensa, caía desde una plataforma muy amplia colocada en el techo de aquel recinto.
-Se te está levantando- me dijo mientras me frotaba el vientre rozando mi sexo- anda, ven… dame bien el jabón por todo el cuerpo.
Y durante unos minutos, bajo aquella ducha tan agradable, recorrí todo su cuerpo, con especial énfasis en sus rincones más deseables, mientras ella se dejaba hacer, complacida y complaciente.
Conozco su ritual. Se que tras la ducha y un secado concienzudo, la liturgia de preparación continúa con la extensión de cremas de diferentes clases por la piel. Es un momento sublime, en el que mi presencia me premia con unos minutos de caricias viscosas, con las manos deslizándose por su espalda, por las piernas y brazos, por el vientre y, a veces, sólo a veces, por sus pechos.
La cara, el cuello y las manos son, en cambio, su dominio exclusivo.
En esas partes, la aplicación de crema le corresponde en exclusiva. Ignoro las razones para ello, pero así es desde siempre.
Después comienza el ritual del maquillaje.
Mi Rocío es una hábil especialista en eso. Poco, pero exquisito. El justo y necesario para destacar las sombras allí donde quiere, para resaltar brillo en el lugar exacto, para crear la apariencia de una forma diferente en donde cree que es necesaria la corrección de un ángulo excesivo o de una redondez inadecuada… ves a saber qué, porque es una ciencia inalcanzable para mí, capaz sólo de apreciar el magnífico resultado, nunca de captar la técnica que lo hace posible.
Y finalmente el vestido.
Esta vez, un vestido de noche largo hasta los pies, negro, ajustado, abierto por delante, en el lado izquierdo, por el que en cada paso su pierna aparecía, desnuda, bella, sugerente, provocativa, desde el inicio del muslo hasta el pie, enfundado en un zapato de tacón de aguja clásico, sin adornos, negro, sobrio y elegante, perfectamente adecuado para resaltar la línea estilizada de su pierna.
En la parte superior, ceñido al cuerpo como un guante, con un solo hombro y una sola manga larga hasta la muñeca, en la parte derecha, al lado contrario de la abertura en la pierna, para dejar desnudo el hombro izquierdo, todo ese brazo y la espalda, bordeando desde el centro del torso, por delante, su pecho izquierdo, para cubrirlo pero dejando una buena exposición superior, como en un balcón, de su piel desnuda.
Unos pendientes de Swarovsky, largos, de tonos malva, a juego con la pulsera en su muñeca izquierda desnuda y un collarín vistoso, del mismo tono y material, eran todo el complemento de su vestido.
No llevaba sujetador, prenda imposible en aquella ropa, pero también innecesaria, ajustado como un guante el vestido y firmes como de costumbre sus pechos.
Un tanga mínimo era toda su ropa interior, de forma que en la parte trasera su culito prieto y respingón resaltaba en la tela, sin dejar ninguna marca de prenda alguna, dando la apariencia de completa desnudez bajo el vestido, pero sin arriesgarse a que un movimiento produjera una exposición excesiva de su intimidad a través de aquella abertura delantera porque tapaba apenas un triangulito mínimo por delante, aquel que unas horas antes ocupaban sus rizos más naturales.
Mi vestimenta era más sencilla y normal. Un pantalón negro de raya perfecta y tela suave, zapatos negros de vestir, de cordones, clásicos, estilo Oxford, camisa de color azul y americana de color granate oscuro, con un pañuelo al cuello de tonos variados.
Eran las ocho y cuarenta y cinco minutos cuando salíamos del hotel en dirección al restaurante, y muchas las miradas que en el hall del hotel contemplaron aquella pareja, de mujer deslumbrante y hombre a su lado, seguramente interrogándose sobre qué personajes eran y de que película sería protagonista aquella diva, que podía sin problemas pisar cualquier alfombra de festival y ser centro de atención de fans y fotógrafos.
No estaba demasiado lejos el restaurante al que nos dirigíamos, pero aun así usamos el servicio de un coche de los que esperaban a la puerta del hotel, pues en aquella época del año tampoco es conveniente, en dónde estábamos, circular con tan poco abrigo como el que llevaba mi hembra, y por añadidura sus tacones no eran el mejor calzado para un paseo por las calles.
Sonreía Rocío en el coche, sabiéndose hermosa, deseable y brillante. Sonreía yo, sabiéndome un privilegiado por poder lucir a mi lado aquella diosa de perfecta imagen.
La conozco tan bien que sé que en ese momento no debo hacer nada que perjudique la imagen perfecta que presenta, y muy especialmente que no debo intentar besarla, para que el rojo de sus labios no sufra la más mínima alteración. Pese a ello, siempre hago el amago de hacerlo, en una especie de juego compartido en el que acaba por hacer una de esas cobras que las mujeres saben hacer.
No la hizo en esta ocasión, para mi sorpresa, limitándose después del beso a limpiarme delicadamente los labios, para borrar cualquier rastro de carmín, y a sacar de un minúsculo estuche de mano una barra de pintalabios, con un pequeño espejito, para retocarse y volver a dejar inmaculadamente perfecta aquella composición de belleza sin igual.
En esas actividades entretenidas llegamos al restaurante y entramos, a la hora exacta, las nueve, a la que habíamos quedado con Santi.