Llegó pasadas las diez de la noche.
Bajó del coche con varias bolsas, de esas de papel o cartón que acostumbran a entregar las tiendas de moda, ropa o complementos.
Era la imagen de una mujer de mediana edad que regresa de un día intenso de compras con su cochecito cuquín y moderno, como cualquier otra de nuestro barrio, de nuestra zona, clase media tirando a pija con pretensiones.
Sonrió al verme y pronunció un hola por todo saludo.
Confieso que estaba cabreado, mucho.
Y se notaba, claro.
Aunque reparó perfectamente en mi gesto adusto, no dijo nada y continuó el camino hacia la habitación, seguramente a colocar en el ropero las nuevas prendas adquiridas en ese día de compras… y ves a saber si de algo más.
Tuve un presentimiento repentino, así que esperé un momento, calculando el tiempo justo para que se pusiera cómoda quitándose los zapatos y comenzara a ordenar lo que había comprado. Calculé bien, porque entré justo cuando desenvolvía un conjunto de lencería compuesto por unas braguitas minúsculas y un sujetador no más grande que las bragas, un conjunto que la desnudaría más que vestirla, cuando se lo pusiera.
Con gran naturalidad se dirigió a mí, como si no hubiera advertido mi enfado.
-¿Te gusta?
Esperé unos segundos, seguramente pocos pero que en el contexto constituía una pausa dramática, antes de contestar.
-No lo sé. No los he visto puestos.
De nuevo sin inmutarse por mi tono huraño, respondió con presteza.
-Eso tiene arreglo.
Lo que hizo a continuación no contribuyó a tranquilizarme, antes al contrario multiplicó mi rabia.
Con parsimonia, mirándome con fijeza a los ojos, se despojó de la ropa que llevaba puesta. La falda, ceñida a las caderas y hasta un palmo por debajo de la rodilla, con una cremallera en el lateral de unos quince centímetros para facilitar la maniobra de vestir y desvestir y otra en la parte trasera, a lo largo de toda la falda hasta prácticamente el culo, que permite graduar la amplitud de los pasos porque totalmente cerrada apenas deja avanzar un palmo en cada paso, y una blusa de color azul celeste y cuello camisero, abotonada hasta arriba, que cuando se recoge el pelo en un moño le da un aspecto de institutriz decimonónica.
Muy recatada, salvo por un detalle: No llevaba puesta ninguna ropa interior.
Falda, blusa y zapatos, que ya se había quitado, eran sus únicas vestimentas.
Quise pensar, primero, que tal vez se las había quitado al entrar en la habitación… pero era harto improbable. No hubiera podido desprenderse del sujetador sin desabrochar toda la blusa, y cuando entré ésta permanecía abotonada totalmente… no hubiera sido normal despojarse de aquella prenda y volver a cerrar, botón a botón, hasta el del cuello, la que llevaba puesta.
Tampoco la parte inferior, porque cuando entré la cremallera del lateral estaba totalmente cerrada y la de la parte posterior tan sólo abierta menos de un palmo, de tal forma que hubiera sido complicado y engorroso despojarse de unas bragas en aquella posición.
Mi comentario fue triste, cargado de dolor.
-Supongo que me estás diciendo así que ya te has vengado. Si eso te hace feliz, pues nada, felicidades.
Su respuesta excedía de lo necesario, incluso de lo aceptable como burla.
-¿A qué te refieres? No te estoy diciendo nada… si quieres pensar algo es un problema tuyo… tú sabrás… sólo quería que me vieras puesto este conjunto… ¿Te gusta?
Ajustaba a su cuerpo aquellas tiras finísimas y delicadas del sujetador, contemplándose en el espejo para juzgar por sí misma su apariencia. El tanga era apenas unos hilos sobre su cintura y entre los glúteos, con un pequeñísimo -apenas nada- triángulo de tela transparente en el frente.
-No juegues conmigo, Rocío.
Mi voz sonó dura, grave, más amenazante por el tono que por la nula efusividad con la que pronuncié aquellas palabras. En realidad, las pronuncié con una lentitud que yo mismo no podía reconocer en mi forma habitual de expresarme.
Continuó con lo que estaba haciendo, ahora desnudándose de nuevo para ponerse la bata de tela que acostumbra a llevar por casa, doblar las prendas adquiridas para envolverlas con cuidado en el papel de seda de la tienda y depositarlas en el cajón de sus prendas delicadas.
-No juego. Te dije que la confianza es eso, confianza. Y si yo confió en ti, pese a las reiteradas ocasiones en que me has fallado, no veo nada extraordinario en exigirte que confíes en mí… o te resignes a aceptar que te falle.
Su respuesta dolía como bofetada en el rostro. Mi respuesta fue una vez más desafortunada.
-Bueno… yo nunca he vuelto a casa después de un día de cachondeo, ves a saber con quién, sin ropa interior.
Hizo una pausa dramática oportunísima para su propósito, me miró fijamente con gesto severo, pero sin ira, demoró la respuesta para que su mensaje me atravesara como un cuchillo.
-No… tú has vuelto siempre a casa con toda la ropa… incluso después de haber quedado con mi hermana para follar tranquilamente en tu despacho… Una tarde de sexo romántico y enamorado. Una vez más, porque no era la primera vez -¿recuerdas?- después de haber asegurado que no se repetiría un encuentro a mis espaldas. Pero eso sí, con mucho cuidado para después de hacerlo vestirte cuidadosamente, procurando que nada se note, sin olvidar la ropa interior e intentando acordar con ella que no es necesario que yo sepa lo sucedido… Dime ¿Con cuántas te has liado sin que yo me entere? ¿Cuántas veces has vuelto con tu ropa interior bien colocada pero con los huevos vaciados ves a saber por quién? ¿Cómo puedo confiar en ti si te descubro en una mentira así?
Rocío no es de grandes parrafadas, pero todo lo anterior le salió sin pausa, como un discurso profundamente interiorizado que por fin consigue aflorar.
-Después de tirártela volviste a casa con una sonrisita de no haber roto nunca un plato -prosiguió- y sin ningún remordimiento por estar ocultando lo que habías hecho. ¡Y mira que dejé tiempo para que pudieras sincerarte!... Pero no… al contrario… como un verraco en celo cuando el señor la volvió a ver, a pajearse a escondidas como un adolescente.
Siguió vaciando sus reproches.
-Dime… ¿Cuándo estábamos en la playa en Formentera, era yo o ella la que te ponía caliente?... Mira… en eso yo también he tenido que aprender confianza, aprender a confiar que no era la fantasía de la niña, sino mi presencia, mi cuerpo y mis caricias lo que te excitaba, que mi coño no era un sucedáneo de otro coño cuando follábamos.
Callé. La experiencia me dice que en esas muy escasas ocasiones en que vuelca de repente todo un sentimiento cocinado a lo largo de semanas, incluso meses, no sirve de nada razonar. Dejé que prosiguiera en aquella especie de vómito emocional, mirándola y escuchando lo que decía.
-Lo que más te interesa ahora es saber si hoy he sido una perra que ha perdido las bragas follando como una loca, o si no las llevaba puestas todo el día, o qué ha pasado. Tienes dos opciones, creer que no ha pasado nada, confiar, o suponer que ha pasado algo y resignarte, aceptarlo y digerir que tienes unos cuernos que no te caben por la puerta. Tú eliges… como yo también tengo que elegir y no me he muerto por eso.
Estaba roja, subía su enojo, vaciaba las palabras como hachas que me golpeaban en cada frase, se le hinchaban las venas del cuello a medida que desgranaba sus agravios.
-A partir de ahora, si quieres follar conmigo, tendrás que soportar las dudas que yo he soportado… no sabrás si estoy pensando en otro hombre, si me he enamorado de alguien que no conoces y al cerrar los ojos cuando me tocas te dejo sólo para irme con él… ¿Te parece duro? Pues eso es lo que he vivido yo desde que mi hermana y tú ¡mi hermana! ¿entiendes? ¡mi hermana! ¡Y tú! decidisteis comportaros como dos adolescentes enamorados…
No cejaba. Continuó el relato, cada vez más encendido.
-Más de dos años desde aquella noche de verano romántica en mi propia casa y en mi propia cama. Y desde entonces cada día la duda, intentando descubrir en cada gesto si se va a reproducir, si volverá a pasar… ¡celos! ¡celos! de mi hermana y de mi marido, procurando convencerme de que nada pasará, de que todo puede seguir igual, que no me la volverán a jugar, que aquello fue una equivocación y ya han aprendido que no puede ocurrir más… ¡una mierda!
-¡Una inmensa mierda! ¿Caldo? ¡Dos tazas!
Un monólogo que se prolongaba sin freno. De repente formuló una pregunta que parecía conciliadora por el contenido aunque no por la entonación.
-Juan… ¿confías en mí?
Procuré no demorar en exceso la respuesta, y respondí casi balbuceando.
-Sí… yo confío en ti, claro.
-¡Y una mierda!- fue la respuesta inmediata, arrastrando las palabras y continuando en aquella variante escatológica que desde hacía un momento transitaba.
-¡Una gran mierda confías tú en mí! Cuando he llegado estabas amorcillado, a punto de una apoplejía, subiéndote por las paredes y sintiéndote un buey.
-Bueno… estaba algo enfadado, sí- seguí farfullando.
Siguió preguntando por derroteros muy peligrosos, muy resbaladizos, me sentía en riesgo inminente de grave crisis.
-Y si después de confiar te fallara como tú me has fallado ¿qué harías? ¿qué pensarías? ¿Cuál sería tu actitud?
Intenté llevar la conversación por otros derroteros, cambiar de tercio procurando introducir otras reflexiones.
-Bueno… tú has tenido también ocasión de algún encuentro a solas con alguien… no es un reproche, ni mucho menos… pero yo también he vivido esos momentos de duda y malestar, de inseguridad incluso, de celos tal vez…
Pensé que le daba algo.
-¿Cómo te atreves? ¡Ni se te ocurra comparar! Me acosté con Ernesto porque tú ¡tú! ¡sí! ¡tú! quisiste que lo hiciera. Había tenido mil oportunidades y jamás se me hubiera ocurrido… No he hecho nada que no supieras, que no estuvieras al corriente o que no quisieras… ¿Cómo puedes tener la poca vergüenza de comparar?
Para calmarla contesté en la forma que mejor creí a la pregunta que formulaba.
-Creo que me tendría que aguantar… que, como dices, me resignaría.
-¿Seguro?- la pregunta era un punto irónica.
-Supongo, no sé…
Estamos en marzo de 2024 y estos hechos sucedieron en septiembre del año pasado. He tardado bastante en asimilar lo sucedido, reflexionar sobre ello y extraer algunas conclusiones.
Ahora, más de cuatro meses después, creo tener la certeza de que todo lo anterior conducía al escenario que justamente se presentaba ante mí en ese punto. Como si un guion inexorable se hubiera escrito para conducir al clímax de nuestra tragicomedia.
Sonriendo con expresión cínica, continuó su perorata.
-Pues vas a tener que decidir sobre dos posibilidades… la primera, que hemos estado de compras y nada más. La segunda, que hoy te he puesto los cuernos bien puestos. Para que tengas una película completa con sus detalles, podría ser que Elena y yo hayamos comido con su amigo en el reservado del restaurante y esta vez no haya sido una espectadora.
Lo relataba con el tono de una lectora de novelas, sin ponerle especial entonación a las frases, como si fuera un relato construido y no vivido.
-Imagina que me he mantenido apartada al principio, pero poco a poco Elena me ha ido metiendo en el ajo hasta estar de lleno. Y que al final he cedido a la situación y nos hemos hecho de todo entre los tres. Imagínate que lo mismo que tú babeabas con la niña follándotela a tu gusto, así babeaba yo con la polla de un buen macho bien clavada dentro. Esta vez no se ha limpiado la corrida en una servilleta, porque lo ha hecho en mis bragas, y al sostén se le ha roto un tirante en medio del “fregao” cuando estaba siendo la más puta de las putas que haya en la Tierra. Ahora ya puedes darle una explicación posible a que no llevara nada debajo de la ropa. Igual es porque nos ha dado a las dos todo lo que ha querido, más de dos horas sin parar, con la tranca dura como una piedra repartiéndonos leña hasta dejarnos el coño para el arrastre.
Me miró con esa actitud desafiante que tan bien conozco, mientras pronunciaba con acento choni aquellas últimas palabras. Después, abrió la puerta de la habitación para salir al tiempo que me dirigía dos últimas frases.
-Esta noche dormiré en la habitación de invitados, quiero estar tranquila. Tú puedes aprovechar para trabajar en decidir qué quieres creer que ha pasado y, en su caso, trabajar en eso de la resignación.
Hizo una breve pausa y dejó ir la última.
-Y relee el poema de Sor Juana Inés de la Cruz en el que hace 350 años te retrató bien retratado, como si te conociera.
Me descolocó momentáneamente. Tiene Rocío esa habilidad, con salidas inesperadas que te dejan sin respuesta inmediata, que en medio de una discusión te obligan a pensar y, con ello, a hacer una pausa en la respuesta que puede utilizarse para diferentes finalidades, en este caso para hacer un mutis por el foro y poner fin a la discusión.
Conozco el poema que refería. He de reconocer que la cita era bastante adecuada.
Os dejo aquí ahora parte de los versos que me arrojaba a la cara, con la sorna, más bien recochineo, que lo hizo.
Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis:
Si con ansia sin igual
solicitáis su desdén
¿por qué queréis que obren bien
si las incitáis al mal?
Combatís su resistencia
y luego, con gravedad,
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.
Parecer quiere el denuedo
de vuestro parecer loco
al niño que pone el coco
y luego le tiene miedo.
Queréis, con presunción necia,
hallar a la que buscáis,
para pretendida, Thais,
y en la posesión, Lucrecia.
¿Qué humor puede ser más raro
que el que, falto de consejo,
él mismo empaña el espejo
y siente que no esté claro?
Dan vuestras amantes penas
a sus libertades alas,
y después de hacerlas malas
las queréis hallar muy buenas.
¿Cuál mayor culpa ha tenido
en una pasión errada:
la que cae de rogada,
o el que ruega de caído?
Pues ¿para qué os espantáis
de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis
o hacedlas cual las buscáis.