10.
El ascenso no fue una decisión sencilla, pero finalmente acepté. No podía dejar pasar una oportunidad como esta, por mucho que me aterrara lo que implicaba. Diana fue un pilar en mi decisión. Su entusiasmo contagioso y sus palabras de apoyo me dieron la confianza que necesitaba.
—Esto es solo el comienzo, Diego. Lo mereces —había dicho abrazándome fuerte, con una sonrisa que parecía no caberle en el rostro.
Celebramos esa noche. No con muchos, no en un lugar ruidoso. Solo Diana y yo, en un restaurante con luz tenue y copas finas, donde el mesero se dirigía a mí como "señor" y se retiraba con una leve inclinación después de cada platillo. Diana había hecho la reservación sin decirme nada. Me lo soltó como un regalo apenas crucé la puerta del departamento.
—Vístete bien. Esta noche invito yo —dijo con una sonrisa que llevaba algo de travesura.
Lo hizo todo con ese aire suyo entre dulce y preciso. El vestido que eligió era ajustado, color vino, con un escote que rozaba el equilibrio perfecto entre lo provocador y lo elegante. Se había maquillado con cuidado, sin exagerar. Y caminaba como si supiera que todos la mirarían.
Durante la cena, hablaba sin pausa. De lo que venía, de lo que podía cambiar, del equipo, de las decisiones. Diana no me interrumpía, pero sus ojos seguían cada palabra. En algún momento, mientras yo le contaba cómo uno de los mandos medios se había puesto nervioso al enterarse de que ahora me reportaría directamente, ella sonrió y levantó la copa.
—Hoy te escuchaban distinto —dijo simplemente.
—Supongo que ya no me ven como el tipo que arregla lo que otros hacen mal. Ahora me toca mandar.
Brindamos. El vino era bueno. O tal vez era la noche. Me sentía ligero. Como si algo se hubiera destrabado por dentro.
Salimos a caminar. El aire de la noche tenía una frescura eléctrica. Diana se quitó los tacones y caminó descalza un tramo por el andador del parque, riendo como una niña, mientras yo la observaba con las manos en los bolsillos, sintiendo que el mundo me pertenecía por un rato. Me acerqué por detrás y la tomé de la cintura.
—¿Qué haces? —dijo, girando la cabeza apenas.
—Asegurándome de que no se te suba el vino —bromeé, y le mordí el lóbulo de la oreja.
Ella se rió. Me empujó suave. Luego se quedó quieta. Se volvió y me besó sin decir nada, larga y profundo, con la ciudad detrás.
El taxi de regreso fue silencioso. Su mano en mi pierna. La mía en su nuca, acariciándole el nacimiento del cabello. En los semáforos, nos mirábamos. No hacía falta hablar.
Ya en el departamento, no encendimos las luces. Diana dejó los tacones en la entrada, se deshizo del vestido en un solo movimiento. Se quedó solo con el sostén y la tanga, ambos negros. Su piel blanca, luminosa bajo la penumbra. Tenía la espalda erguida, los senos altos, el abdomen firme. Caminó hasta el sofá y se sentó con una rodilla doblada, dejándome verla.
—Ven —dijo simplemente.
Me acerqué sin apuro. Me sentía fuerte. No solo por el ascenso. Por cómo me miraba. Por cómo me esperaba. Me incliné sobre ella, la besé lento, como si la saboreara.
Nos desnudamos sin apuro pero sin pausas. Yo me encargué de quitarle el resto. Ella jadeaba suave mientras recorría su cuerpo con la boca. Luego me montó con decisión, sentándose sobre mí en el sofá. Se movía con ritmo, firme, como si marcara un compás. Su cabello le caía por la cara, y se lo apartaba con la mano para mirarme de frente. La sujeté de las caderas, guiándola. Nos entendíamos sin hablar.
En un momento se inclinó hacia mí, me mordió el cuello y dijo en un susurro casi juguetón:
—Me gustas así.
No respondí. Solo la empujé contra el respaldo, tomé el control y seguí.
Seguimos hasta que el cuerpo nos pidió pausa. Luego vino el silencio. Uno cómodo. Diana se quedó enredada en mí, con la cabeza sobre mi pecho, respirando aún agitada. Yo no podía dejar de mirar el techo. Algo se había afirmado adentro.
No dijimos nada más esa noche.
En la vida laboral, Dylan fue uno de los que más sintió el cambio. Nuestra amistad ya no era la misma, aunque él no lo dijo abiertamente. Antes solíamos salir juntos después del trabajo, hablar de todo sin restricciones. Ahora, las charlas eran más breves, más medidas. Nos cruzábamos en juntas o pasillos, y había algo en su forma de mirarme, como si todavía estuviera calibrando cómo debía tratarme. Una mezcla de respeto y cautela.
Lo que antes eran bromas sin filtro, ahora eran correos con copia.
La rutina en la oficina también cambió con la llegada de Ana, una nueva practicante que Mauricio había asignado directamente a nuestro departamento. Era tímida, de esas personas que caminan con los codos pegados al cuerpo, como si pidieran permiso para ocupar espacio. Evitaba el contacto visual, hablaba poco, pero cuando lo hacía, sus observaciones eran certeras. Inteligente, disciplinada. Demasiado correcta. Tenía esos ojos grandes que, por momentos, daban la impresión de estar pidiendo algo que no sabía formular. Y aunque ella misma parecía ajena a ello, su cuerpo llamaba la atención, curvas firmes, piel clara, y una forma de moverse que sugería una sensualidad aún sin domesticar.
Se refugiaba en el trabajo. A menudo la veía sola frente a la computadora, con el cabello recogido y las mangas de la blusa mal enrolladas, tomando notas con una letra diminuta. No participaba en las conversaciones del grupo, se limitaba a asentir o sonreír si alguien le hablaba.
A veces creía que estaba incómoda; otras, que sólo quería pasar desapercibida.
Lo confirmé una mañana en la que Mauricio la llamó a su oficina. No alzó la voz, pero tampoco la necesitaba. Su tono seco, su forma de golpear con el dedo índice la carpeta sobre el escritorio bastaban. Desde donde yo estaba —una mesa frente a la impresora—, no podía oír con claridad, pero vi cómo Ana permanecía de pie, tiesa, con las manos entrelazadas frente al vientre. Mauricio le mostraba algo en unos papeles, y cada tanto giraba el monitor hacia ella con brusquedad. Señalaba la pantalla, luego volvía a mirarla como si esperara una confesión.
—¿Esto te parece aceptable? —le alcanzó a decir, ya en un tono apenas más alto.
Ana balbuceó una explicación, pero él la interrumpió con un gesto.
—No necesito excusas. Necesito resultados. Si no puedes con esto, me lo dices y buscamos a alguien que sí pueda.
Ella apenas asintió, conteniendo algo que no supe si era rabia o vergüenza. Salió de la oficina cabizbaja, con el rostro más pálido de lo habitual, y fue directo al baño. Nadie dijo nada. Mauricio cerró la puerta tras de sí como si nada hubiera pasado.
Mientras mi vida laboral tomaba un ritmo cada vez más exigente, en casa todo parecía fluir de otra forma. Diana estaba entusiasmada con el ascenso. Más que yo, incluso. Se había lanzado de lleno al plan de un futuro mejor: muebles nuevos, velas aromáticas, una cafetera automática con temporizador. Cada detalle parecía elegido para estar a la altura de la vida que estábamos construyendo.
—En unos meses podríamos empezar a ver opciones —decía mientras hojeaba catálogos de inmobiliarias en su celular—. Imagínalo, Diego: nuestra propia casa. Sin preocuparse por rentas, sin vecinos arriba escuchando reguetón a las tres de la mañana.
Asentía mientras bebía el café, pero en el fondo, algo no terminaba de encajar. Las largas horas, las nuevas responsabilidades, la sensación de estar rodeado de caras que ahora medían cada palabra frente a mí. ¿Era eso lo que había estado buscando?
Cada noche, cuando cruzaba la puerta del departamento y encontraba a Diana emocionada con algún nuevo plan, me repetía que sí. Que todo sacrificio tenía sentido. Pero a veces, justo antes de dormir, cuando la casa estaba en silencio y el cuerpo pedía rendirse, una duda punzante aparecía en la penumbra.
¿Y si todo esto no era exactamente lo que quería?
¿Y si lo descubría cuando ya fuera tarde?
La oficina zumbaba con el sonido constante de teclados, teléfonos y murmullos apagados. El ambiente era denso, como si todos caminaran con cuidado de no decir lo incorrecto. Ana apareció en la puerta con una taza de café que temblaba apenas en el platillo. Su blusa beis tenía una arruga marcada en el hombro, y una mancha de tinta desvanecida cerca del bolsillo.
—D-Disculpe, Diego. Mauricio pidió que le entregara esto —murmuró, extendiendo el informe de logística con ambas manos, como si ofreciera algo frágil.
—Gracias, Ana. ¿Tú lo revisaste?
Antes de que pudiera contestar, la figura de Mauricio llenó el marco de la puerta.
—Ana, el reporte de ventas de la región norte está incompleto —dijo sin saludar—. Necesito que lo rehagas antes del mediodía.
Ana palideció.
—Pero… ayer me dijo que…
—Las cosas cambian —la interrumpió él con una sonrisa que parecía cortada con navaja—. Diego, la practicante aquí parece creer que la precisión es opcional.
—Fue un error de cálculo… —dijo Ana en voz baja, bajando la mirada.
—En esta empresa, los errores cuestan dinero. Y la gente que me hace perder dinero… —dejó la frase flotando.
—Puedo quedarme horas extra —susurró ella, clavando los ojos en el suelo.
Mauricio soltó una risa seca, sin alegría.
—Qué ternura. No. Lo que vas a hacer es aprender —se giró hacia mí—. Diego, que rehaga el informe contigo. Cada número. Bajo tu supervisión.
—Entendido —dije, cruzando los brazos.
—Bien. Ahora, necesito hablar contigo en privado —añadió, mirando a Ana como si fuera parte del mobiliario. Ella se retiró con pasos rápidos, sin levantar la vista.
Cuando la puerta se cerró, Mauricio entró y sacudió la cabeza.
—¿No crees que estás exagerando con ella? —pregunté.
—¿Exagerar? Por favor, Diego. Lo que necesita es presión. Que sepa que no basta con ser linda para conservar un puesto.
—No creo que sea lo más apropiado hablar así de alguien que está aprendiendo —repliqué.
—Joder, Diego. No estamos en recursos humanos. Esa niña tiene que despertar, o se la va a tragar el sistema. Pero bueno, hablemos de cosas más importantes —dijo, acomodándose la corbata y bajando el tono—. El próximo viernes viene Holzmann. Necesito el reporte trimestral impecable. Con gráficos. Con proyecciones. Con todo.
—Ya estoy trabajando en eso —respondí.
—Y quiero que vayas con traje. No parezcas un técnico con poder. Quiero que parezcas un ejecutivo.
Mauricio se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo antes de salir.
—Ah, y otra cosa —agregó sin volverse—. Ana tiene talento, aunque no lo sepa. Úsala. Haz que valga la pena.
La puerta se cerró con un clic.
Me quedé solo, con el informe en la mano y el reloj marcando las 5:42 p.m. Ana seguía en su escritorio, tecleando sin parar.
El ventilador de la computadora llenaba el silencio de la oficina vacía. Las sombras de las persianas medio cerradas dibujaban rejas de luz sobre el informe desplegado en la pantalla. Ana se inclinaba sobre el teclado, los hombros rígidos, los dedos tecleando con precisión casi obsesiva. Cada pulsación parecía contener la respiración.
La blusa beige, ligeramente arrugada, caía de manera sencilla sobre sus hombros, sin destacar ni alterar su figura. La cadena dorada colgando de su cuello brillaba tenuemente bajo la luz del monitor, atrapando la atención por un segundo antes de que ella la acomodara distraídamente bajo la tela.
—El código fiscal en la página diecisiete —dije desde detrás de su silla, en voz baja. Señalé la pantalla con el bolígrafo—. Usaste el registro viejo.
Ella se sobresaltó.
—¡D-disculpe! No me di cuenta…
—Está bien —la interrumpí, midiendo el tono—. Es normal equivocarse con ese formulario. Yo también fallé la primera vez.
La vi relajar apenas los hombros. No era mucho, pero era algo. Me apoyé contra el escritorio, dejando espacio entre nosotros.
—La lógica es simple una vez que entiendes cómo piensa Mauricio. Él quiere ver consistencia, incluso más que precisión. Por eso lo revisamos tres veces antes de enviar —añadí, más suave—. No por miedo… por control.
Ella asintió, bajando la mirada. En el reflejo de la pantalla, sus ojos parecían más húmedos que antes. Cansancio, seguramente. Pero también esa mezcla incómoda de presión y deseo de no fallar.
—Estás aprendiendo rápido, Ana. No dejes que te convenzan de lo contrario.
Ella parpadeó, sorprendida, y por primera vez en la noche, esbozó una sonrisa leve. Apenas un gesto, pero genuino.
El reloj marcaba las 8:45 p.m. cuando guardamos el archivo. Cerré el documento y apagué la computadora. El click del botón pareció más fuerte en medio del silencio.
El edificio estaba casi vacío. El estacionamiento, iluminado por faroles cansados, parecía suspendido en una calma artificial. Caminábamos en silencio, los pasos resonando sobre el concreto húmedo.
Entonces el viento sopló, seco y repentino, levantando la falda de Ana por un segundo demasiado largo.
Vi sus piernas. Apenas un destello. Piel clara bajo la tela que se agitó sin aviso. Ella soltó un jadeo ahogado y bajó la falda con manos rápidas, torpes, mientras sujetaba los papeles contra el pecho, como si intentara esconderse dentro de ellos.
Aparté la mirada, pero la imagen ya se había quedado.
No era sólo lo que había visto. Era lo que había sentido. Un tirón extraño en el estómago. Un latido torpe.
Culpable.
Volví a mirarla, intentando borrar lo anterior. La vi temblar ligeramente, ya no sólo por el frío.
—¿A qué hora pasa tu camión? —pregunté, con voz más baja.
—Vivo cerca —dijo, aún evitando mis ojos, señalando una parada vacía—. No quiero molestarlo.
—A esta hora sólo pasan borrachos y fantasmas —contesté, sacando las llaves del abrigo—. Vamos. Sube.
Ella dudó un segundo. Luego asintió y subió, acomodándose junto a la ventana. Apretaba el bolso contra sí como si aún necesitara protección. El cinturón tensó su blusa y luego volvió a relajarse al acomodarse. Se notaba el frío en su piel y en la forma en que sus manos se frotaban disimuladamente.
—¿Vives lejos? —pregunté, ajustando el retrovisor.
—En Las Acacias. Pero puede dejarme en la avenida.
—Te llevo hasta la entrada. Mauricio me despelleja si algo te pasa.
Ella soltó una risa apagada, breve.
—Lo dice como si le importara…
—¿No?
—No sé —dijo, bajando la voz—. A veces siento que le caigo mal sin saber por qué. Hoy me pidió rehacer el informe porque "mi precisión es opcional". Ni siquiera fue mi culpa… el reporte lo revisó él.
Giré la cabeza hacia ella, sin interrumpirla. Se notaba que no hablaba de esto con nadie.
—Y no es sólo eso. A veces me habla como si tuviera que disculparme por estar aquí. Como si cada error fuera una provocación.
—No lo es. Y lo sabes. No tienes que aguantar todo sin decir nada.
Ana se quedó en silencio. Se acomodó el cabello detrás de la oreja, como si ese gesto pudiera ordenar también lo que sentía.
—Gracias… por no regañarme como él —murmuró—. A veces siento que todo lo que hago está mal.
No supe bien qué decir. Evité mirarla por el retrovisor. La ciudad seguía avanzando, gris, anónima.
—No estás haciendo nada mal —dije al cabo—. Sólo estás empezando.
Ana asintió muy despacio, casi imperceptible, como si necesitara que se lo dijeran pero no terminara de creérselo.
La ciudad pasaba como una cinta muda a través del parabrisas. El semáforo cambió a verde. Ana seguía abrazando su bolso, pero respiraba más tranquila.
Las Acacias apareció entre banquetas agrietadas y luces que parpadeaban en los pasillos. Cuando señalé su edificio, asintió con un pequeño suspiro de alivio.
—Gracias, Diego… de verdad.
Tardé un segundo en responder.
—Cuídate, Ana. Y descansa un poco, te lo ganaste.
La vi bajar sin mirar atrás. Cruzó rápido el patio interior y entró al edificio. Cuando se encendió la luz de su departamento en el segundo piso, solo entonces encendí de nuevo el motor.
Avancé a casa, con el silencio del auto llenando el espacio entre nosotros. No lograba sacarme esa sonrisa frágil de Ana de la cabeza, ni su voz baja agradeciéndome sin esperanzas. Me preguntaba qué tan lejos llegaría, o si simplemente se dejaría consumir por el peso invisible que cargaba.
Entonces, como si fuera un latigazo en medio de la calma, la imagen volvió.
La falda alzándose por el viento.
Vi sus piernas, pálidas bajo la luz amarilla de los faroles, temblorosas por el frío y la sorpresa.
Ella soltó un pequeño jadeo y se apresuró a bajarla, sujetándola con manos torpes mientras apretaba los papeles contra el pecho.
Aparté la mirada, pero la imagen ya estaba grabada.
No supe bien qué sentí, sólo esa molestia extraña, una incomodidad sin nombre.
Avancé unos metros más y frené en el semáforo, dejando que el ruido de la calle me anclara un poco.
Al llegar nuestra calle, me detuve.
Un coche oscuro estaba estacionado frente al edificio. Luces apagadas, motor frío. No lo reconocía.
Una sombra cruzó frente al ventanal. No era ella.
Me quedé ahí, en silencio, sin ganas de moverme.
No estaba seguro de querer entrar a casa.