Decadencia Matrimonial

Aunque lo siguiente podría parecer un spoiler, no lo es. La historia gira en torno a una mujer que, atrapada en la rutina, se siente algo insatisfecha con su vida y su relación. Su pareja, un hombre inseguro, lucha por mantenerse a la altura de sus expectativas, mientras un tercer personaje, el típico "macho alfa", entra en escena con una actitud arrolladora que despierta en la protagonista deseos y emociones reprimidas.

Para añadir más tensión al cóctel, aparece la figura de la amiga incordiante, ese personaje secundario que nunca falta, cuya misión parece ser sembrar discordia entre la pareja con comentarios incisivos y actitudes provocadoras. En esencia, la trama se basa en un esquema ya conocido: un triángulo amoroso alimentado por inseguridades, pasiones y manipulaciones externas. Nada especialmente novedoso, pero quizá efectivo para quienes disfrutan de este tipo de relatos.
Pues a mí me cae infinitamente mejor la amiga incordiante que la mujer atrapada en la rutina y ya ni te cuento lo mal que me cae el Macho alfa Gilipollas de turno.
 
Pues a mí me cae infinitamente mejor la amiga incordiante que la mujer atrapada en la rutina y ya ni te cuento lo mal que me cae el Macho alfa Gilipollas de turno.

No tengo ninguna queja sobre la historia en sí: está muy bien escrita y logra captar la atención del lector desde el principio. Mi crítica va dirigida a la falta de originalidad por parte de los autores, quienes parecen optar siempre por las mismas fórmulas narrativas para asegurarse un público fiel.

Es como si, en lugar de arriesgarse con ideas frescas o explorar territorios creativos menos transitados, prefirieran apostar por tramas que ya saben que funcionan, esas que garantizan una audiencia, pero que terminan siendo predecibles para los lectores más exigentes. Resulta un poco frustrante encontrar una y otra vez las mismas historias disfrazadas con distintos nombres y escenarios. Es una pena, porque está claro que talento no les falta, pero parece que el miedo a innovar pesa más que las ganas de sorprender.
 
De la historia original ha cambiado un poco no?

Al prota lo veo un poco más cuerdo que el otro. El anterior se ponía más baboso con Evelyn creo, y la primera escena de celos que hizo en la fiesta fue más ruda.
Más ruda ahora o antes???
 
No tengo ninguna queja sobre la historia en sí: está muy bien escrita y logra captar la atención del lector desde el principio. Mi crítica va dirigida a la falta de originalidad por parte de los autores, quienes parecen optar siempre por las mismas fórmulas narrativas para asegurarse un público fiel.

Es como si, en lugar de arriesgarse con ideas frescas o explorar territorios creativos menos transitados, prefirieran apostar por tramas que ya saben que funcionan, esas que garantizan una audiencia, pero que terminan siendo predecibles para los lectores más exigentes. Resulta un poco frustrante encontrar una y otra vez las mismas historias disfrazadas con distintos nombres y escenarios. Es una pena, porque está claro que talento no les falta, pero parece que el miedo a innovar pesa más que las ganas de sorprender.
Gracias por tomarte el tiempo de leer y compartir tu opinión.

Entiendo que algunas narrativas puedan sentirse familiares en su forma, pero creo que, al final, lo que diferencia una historia de otra son las sutilezas en los personajes, los dilemas que enfrentan y las emociones que transmiten. El relato, en su esencia, busca explorar la complejidad de lo cotidiano: los dilemas que enfrentamos entre la tentación y la responsabilidad, la lucha por equilibrar el trabajo y las relaciones, y los pequeños detalles que, aunque parecen insignificantes, moldean nuestras decisiones. No persigue el camino de los grandes antagonistas ni los arquetipos clásicos como el "macho alfa".

A diferencia de la mayoría de relatos de infidelidad, Diego, por ejemplo, no es un "consentidor de clóset", tampoco es alguien que se deje humillar, o un héroe perfecto; es un ser humano lleno de contradicciones, como cualquiera de nosotros. Su historia no solo gira en torno a un triángulo amoroso o a una rivalidad con Leo. Es un cúmulo de factores.

Respecto a las figuras como Leo, creo que es importante señalar que su presencia no obedece al molde del “macho alfa”. No es imponente, ni pretende serlo. Más bien, es un elemento que refleja cómo los conflictos externos, sumados a las inseguridades internas, pueden poner en jaque nuestras decisiones.

Quiero también destacar que mi objetivo al escribir no está ligado a fórmulas predecibles para garantizar una audiencia fiel. Si revisas algunos de mis otros relatos bajo el perfil "Corelli" o mi otro relato en este perfil, "El Juego de la Universidad", notarás que siempre busco explorar diferentes enfoques y temas, desde perspectivas que me permitan mantenerme fiel a mi visión creativa.

Saludos cordiales.
 
Sea como sea, a mí el tal Leo me ha caído mal desde el minuto 1.
Está clase de imbéciles, tarde o temprano la vida los pone en su sitio.
 
Gracias por tomarte el tiempo de leer y compartir tu opinión.

Entiendo que algunas narrativas puedan sentirse familiares en su forma, pero creo que, al final, lo que diferencia una historia de otra son las sutilezas en los personajes, los dilemas que enfrentan y las emociones que transmiten. El relato, en su esencia, busca explorar la complejidad de lo cotidiano: los dilemas que enfrentamos entre la tentación y la responsabilidad, la lucha por equilibrar el trabajo y las relaciones, y los pequeños detalles que, aunque parecen insignificantes, moldean nuestras decisiones. No persigue el camino de los grandes antagonistas ni los arquetipos clásicos como el "macho alfa".

A diferencia de la mayoría de relatos de infidelidad, Diego, por ejemplo, no es un "consentidor de clóset", tampoco es alguien que se deje humillar, o un héroe perfecto; es un ser humano lleno de contradicciones, como cualquiera de nosotros. Su historia no solo gira en torno a un triángulo amoroso o a una rivalidad con Leo. Es un cúmulo de factores.

Respecto a las figuras como Leo, creo que es importante señalar que su presencia no obedece al molde del “macho alfa”. No es imponente, ni pretende serlo. Más bien, es un elemento que refleja cómo los conflictos externos, sumados a las inseguridades internas, pueden poner en jaque nuestras decisiones.

Quiero también destacar que mi objetivo al escribir no está ligado a fórmulas predecibles para garantizar una audiencia fiel. Si revisas algunos de mis otros relatos bajo el perfil "Corelli" o mi otro relato en este perfil, "El Juego de la Universidad", notarás que siempre busco explorar diferentes enfoques y temas, desde perspectivas que me permitan mantenerme fiel a mi visión creativa.

Saludos cordiales.
Me encanta que una historia cuente con personajes normales, en situaciones normales y con deseos normales. Gracias por tu relato.

Un beso.- Cristina
 
De la historia original ha cambiado un poco no?
La antigua se puede leer en algún lado?
Al prota lo veo un poco más cuerdo que el otro. El anterior se ponía más baboso con Evelyn creo, y la primera escena de celos que hizo en la fiesta fue más ruda.
Más ruda ahora o antes???
Más ruda fue la anterior reacción de celos
Hay forma de conseguir la anterior versión??? quizás al finalizar esta edición???
 
10.

El ascenso no fue una decisión sencilla, pero finalmente acepté. No podía dejar pasar una oportunidad como esta, por mucho que me aterrara lo que implicaba. Diana fue un pilar en mi decisión. Su entusiasmo contagioso y sus palabras de apoyo me dieron la confianza que necesitaba.

—Esto es solo el comienzo, Diego. Lo mereces —había dicho abrazándome fuerte, con una sonrisa que parecía no caberle en el rostro.

Celebramos esa noche. No con muchos, no en un lugar ruidoso. Solo Diana y yo, en un restaurante con luz tenue y copas finas, donde el mesero se dirigía a mí como "señor" y se retiraba con una leve inclinación después de cada platillo. Diana había hecho la reservación sin decirme nada. Me lo soltó como un regalo apenas crucé la puerta del departamento.

—Vístete bien. Esta noche invito yo —dijo con una sonrisa que llevaba algo de travesura.

Lo hizo todo con ese aire suyo entre dulce y preciso. El vestido que eligió era ajustado, color vino, con un escote que rozaba el equilibrio perfecto entre lo provocador y lo elegante. Se había maquillado con cuidado, sin exagerar. Y caminaba como si supiera que todos la mirarían.

Durante la cena, hablaba sin pausa. De lo que venía, de lo que podía cambiar, del equipo, de las decisiones. Diana no me interrumpía, pero sus ojos seguían cada palabra. En algún momento, mientras yo le contaba cómo uno de los mandos medios se había puesto nervioso al enterarse de que ahora me reportaría directamente, ella sonrió y levantó la copa.

—Hoy te escuchaban distinto —dijo simplemente.

—Supongo que ya no me ven como el tipo que arregla lo que otros hacen mal. Ahora me toca mandar.

Brindamos. El vino era bueno. O tal vez era la noche. Me sentía ligero. Como si algo se hubiera destrabado por dentro.

Salimos a caminar. El aire de la noche tenía una frescura eléctrica. Diana se quitó los tacones y caminó descalza un tramo por el andador del parque, riendo como una niña, mientras yo la observaba con las manos en los bolsillos, sintiendo que el mundo me pertenecía por un rato. Me acerqué por detrás y la tomé de la cintura.

—¿Qué haces? —dijo, girando la cabeza apenas.

—Asegurándome de que no se te suba el vino —bromeé, y le mordí el lóbulo de la oreja.

Ella se rió. Me empujó suave. Luego se quedó quieta. Se volvió y me besó sin decir nada, larga y profundo, con la ciudad detrás.

El taxi de regreso fue silencioso. Su mano en mi pierna. La mía en su nuca, acariciándole el nacimiento del cabello. En los semáforos, nos mirábamos. No hacía falta hablar.

Ya en el departamento, no encendimos las luces. Diana dejó los tacones en la entrada, se deshizo del vestido en un solo movimiento. Se quedó solo con el sostén y la tanga, ambos negros. Su piel blanca, luminosa bajo la penumbra. Tenía la espalda erguida, los senos altos, el abdomen firme. Caminó hasta el sofá y se sentó con una rodilla doblada, dejándome verla.

—Ven —dijo simplemente.

Me acerqué sin apuro. Me sentía fuerte. No solo por el ascenso. Por cómo me miraba. Por cómo me esperaba. Me incliné sobre ella, la besé lento, como si la saboreara.

Nos desnudamos sin apuro pero sin pausas. Yo me encargué de quitarle el resto. Ella jadeaba suave mientras recorría su cuerpo con la boca. Luego me montó con decisión, sentándose sobre mí en el sofá. Se movía con ritmo, firme, como si marcara un compás. Su cabello le caía por la cara, y se lo apartaba con la mano para mirarme de frente. La sujeté de las caderas, guiándola. Nos entendíamos sin hablar.

En un momento se inclinó hacia mí, me mordió el cuello y dijo en un susurro casi juguetón:

—Me gustas así.

No respondí. Solo la empujé contra el respaldo, tomé el control y seguí.

Seguimos hasta que el cuerpo nos pidió pausa. Luego vino el silencio. Uno cómodo. Diana se quedó enredada en mí, con la cabeza sobre mi pecho, respirando aún agitada. Yo no podía dejar de mirar el techo. Algo se había afirmado adentro.

No dijimos nada más esa noche.


En la vida laboral, Dylan fue uno de los que más sintió el cambio. Nuestra amistad ya no era la misma, aunque él no lo dijo abiertamente. Antes solíamos salir juntos después del trabajo, hablar de todo sin restricciones. Ahora, las charlas eran más breves, más medidas. Nos cruzábamos en juntas o pasillos, y había algo en su forma de mirarme, como si todavía estuviera calibrando cómo debía tratarme. Una mezcla de respeto y cautela.

Lo que antes eran bromas sin filtro, ahora eran correos con copia.

La rutina en la oficina también cambió con la llegada de Ana, una nueva practicante que Mauricio había asignado directamente a nuestro departamento. Era tímida, de esas personas que caminan con los codos pegados al cuerpo, como si pidieran permiso para ocupar espacio. Evitaba el contacto visual, hablaba poco, pero cuando lo hacía, sus observaciones eran certeras. Inteligente, disciplinada. Demasiado correcta. Tenía esos ojos grandes que, por momentos, daban la impresión de estar pidiendo algo que no sabía formular. Y aunque ella misma parecía ajena a ello, su cuerpo llamaba la atención, curvas firmes, piel clara, y una forma de moverse que sugería una sensualidad aún sin domesticar.

Se refugiaba en el trabajo. A menudo la veía sola frente a la computadora, con el cabello recogido y las mangas de la blusa mal enrolladas, tomando notas con una letra diminuta. No participaba en las conversaciones del grupo, se limitaba a asentir o sonreír si alguien le hablaba.

A veces creía que estaba incómoda; otras, que sólo quería pasar desapercibida.

Lo confirmé una mañana en la que Mauricio la llamó a su oficina. No alzó la voz, pero tampoco la necesitaba. Su tono seco, su forma de golpear con el dedo índice la carpeta sobre el escritorio bastaban. Desde donde yo estaba —una mesa frente a la impresora—, no podía oír con claridad, pero vi cómo Ana permanecía de pie, tiesa, con las manos entrelazadas frente al vientre. Mauricio le mostraba algo en unos papeles, y cada tanto giraba el monitor hacia ella con brusquedad. Señalaba la pantalla, luego volvía a mirarla como si esperara una confesión.

—¿Esto te parece aceptable? —le alcanzó a decir, ya en un tono apenas más alto.

Ana balbuceó una explicación, pero él la interrumpió con un gesto.

—No necesito excusas. Necesito resultados. Si no puedes con esto, me lo dices y buscamos a alguien que sí pueda.

Ella apenas asintió, conteniendo algo que no supe si era rabia o vergüenza. Salió de la oficina cabizbaja, con el rostro más pálido de lo habitual, y fue directo al baño. Nadie dijo nada. Mauricio cerró la puerta tras de sí como si nada hubiera pasado.

Mientras mi vida laboral tomaba un ritmo cada vez más exigente, en casa todo parecía fluir de otra forma. Diana estaba entusiasmada con el ascenso. Más que yo, incluso. Se había lanzado de lleno al plan de un futuro mejor: muebles nuevos, velas aromáticas, una cafetera automática con temporizador. Cada detalle parecía elegido para estar a la altura de la vida que estábamos construyendo.

—En unos meses podríamos empezar a ver opciones —decía mientras hojeaba catálogos de inmobiliarias en su celular—. Imagínalo, Diego: nuestra propia casa. Sin preocuparse por rentas, sin vecinos arriba escuchando reguetón a las tres de la mañana.

Asentía mientras bebía el café, pero en el fondo, algo no terminaba de encajar. Las largas horas, las nuevas responsabilidades, la sensación de estar rodeado de caras que ahora medían cada palabra frente a mí. ¿Era eso lo que había estado buscando?

Cada noche, cuando cruzaba la puerta del departamento y encontraba a Diana emocionada con algún nuevo plan, me repetía que sí. Que todo sacrificio tenía sentido. Pero a veces, justo antes de dormir, cuando la casa estaba en silencio y el cuerpo pedía rendirse, una duda punzante aparecía en la penumbra.

¿Y si todo esto no era exactamente lo que quería?

¿Y si lo descubría cuando ya fuera tarde?


La oficina zumbaba con el sonido constante de teclados, teléfonos y murmullos apagados. El ambiente era denso, como si todos caminaran con cuidado de no decir lo incorrecto. Ana apareció en la puerta con una taza de café que temblaba apenas en el platillo. Su blusa beis tenía una arruga marcada en el hombro, y una mancha de tinta desvanecida cerca del bolsillo.

—D-Disculpe, Diego. Mauricio pidió que le entregara esto —murmuró, extendiendo el informe de logística con ambas manos, como si ofreciera algo frágil.

—Gracias, Ana. ¿Tú lo revisaste?

Antes de que pudiera contestar, la figura de Mauricio llenó el marco de la puerta.

—Ana, el reporte de ventas de la región norte está incompleto —dijo sin saludar—. Necesito que lo rehagas antes del mediodía.

Ana palideció.

—Pero… ayer me dijo que…

—Las cosas cambian —la interrumpió él con una sonrisa que parecía cortada con navaja—. Diego, la practicante aquí parece creer que la precisión es opcional.

—Fue un error de cálculo… —dijo Ana en voz baja, bajando la mirada.

—En esta empresa, los errores cuestan dinero. Y la gente que me hace perder dinero… —dejó la frase flotando.

—Puedo quedarme horas extra —susurró ella, clavando los ojos en el suelo.

Mauricio soltó una risa seca, sin alegría.

—Qué ternura. No. Lo que vas a hacer es aprender —se giró hacia mí—. Diego, que rehaga el informe contigo. Cada número. Bajo tu supervisión.

—Entendido —dije, cruzando los brazos.

—Bien. Ahora, necesito hablar contigo en privado —añadió, mirando a Ana como si fuera parte del mobiliario. Ella se retiró con pasos rápidos, sin levantar la vista.

Cuando la puerta se cerró, Mauricio entró y sacudió la cabeza.

—¿No crees que estás exagerando con ella? —pregunté.

—¿Exagerar? Por favor, Diego. Lo que necesita es presión. Que sepa que no basta con ser linda para conservar un puesto.

—No creo que sea lo más apropiado hablar así de alguien que está aprendiendo —repliqué.

—Joder, Diego. No estamos en recursos humanos. Esa niña tiene que despertar, o se la va a tragar el sistema. Pero bueno, hablemos de cosas más importantes —dijo, acomodándose la corbata y bajando el tono—. El próximo viernes viene Holzmann. Necesito el reporte trimestral impecable. Con gráficos. Con proyecciones. Con todo.

—Ya estoy trabajando en eso —respondí.

—Y quiero que vayas con traje. No parezcas un técnico con poder. Quiero que parezcas un ejecutivo.

Mauricio se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo antes de salir.

—Ah, y otra cosa —agregó sin volverse—. Ana tiene talento, aunque no lo sepa. Úsala. Haz que valga la pena.

La puerta se cerró con un clic.

Me quedé solo, con el informe en la mano y el reloj marcando las 5:42 p.m. Ana seguía en su escritorio, tecleando sin parar.


El ventilador de la computadora llenaba el silencio de la oficina vacía. Las sombras de las persianas medio cerradas dibujaban rejas de luz sobre el informe desplegado en la pantalla. Ana se inclinaba sobre el teclado, los hombros rígidos, los dedos tecleando con precisión casi obsesiva. Cada pulsación parecía contener la respiración.

La blusa beige, ligeramente arrugada, caía de manera sencilla sobre sus hombros, sin destacar ni alterar su figura. La cadena dorada colgando de su cuello brillaba tenuemente bajo la luz del monitor, atrapando la atención por un segundo antes de que ella la acomodara distraídamente bajo la tela.

—El código fiscal en la página diecisiete —dije desde detrás de su silla, en voz baja. Señalé la pantalla con el bolígrafo—. Usaste el registro viejo.

Ella se sobresaltó.

—¡D-disculpe! No me di cuenta…

—Está bien —la interrumpí, midiendo el tono—. Es normal equivocarse con ese formulario. Yo también fallé la primera vez.

La vi relajar apenas los hombros. No era mucho, pero era algo. Me apoyé contra el escritorio, dejando espacio entre nosotros.

—La lógica es simple una vez que entiendes cómo piensa Mauricio. Él quiere ver consistencia, incluso más que precisión. Por eso lo revisamos tres veces antes de enviar —añadí, más suave—. No por miedo… por control.

Ella asintió, bajando la mirada. En el reflejo de la pantalla, sus ojos parecían más húmedos que antes. Cansancio, seguramente. Pero también esa mezcla incómoda de presión y deseo de no fallar.

—Estás aprendiendo rápido, Ana. No dejes que te convenzan de lo contrario.

Ella parpadeó, sorprendida, y por primera vez en la noche, esbozó una sonrisa leve. Apenas un gesto, pero genuino.

El reloj marcaba las 8:45 p.m. cuando guardamos el archivo. Cerré el documento y apagué la computadora. El click del botón pareció más fuerte en medio del silencio.

El edificio estaba casi vacío. El estacionamiento, iluminado por faroles cansados, parecía suspendido en una calma artificial. Caminábamos en silencio, los pasos resonando sobre el concreto húmedo.

Entonces el viento sopló, seco y repentino, levantando la falda de Ana por un segundo demasiado largo.
Vi sus piernas. Apenas un destello. Piel clara bajo la tela que se agitó sin aviso. Ella soltó un jadeo ahogado y bajó la falda con manos rápidas, torpes, mientras sujetaba los papeles contra el pecho, como si intentara esconderse dentro de ellos.

Aparté la mirada, pero la imagen ya se había quedado.

No era sólo lo que había visto. Era lo que había sentido. Un tirón extraño en el estómago. Un latido torpe.

Culpable.

Volví a mirarla, intentando borrar lo anterior. La vi temblar ligeramente, ya no sólo por el frío.

—¿A qué hora pasa tu camión? —pregunté, con voz más baja.

—Vivo cerca —dijo, aún evitando mis ojos, señalando una parada vacía—. No quiero molestarlo.

—A esta hora sólo pasan borrachos y fantasmas —contesté, sacando las llaves del abrigo—. Vamos. Sube.

Ella dudó un segundo. Luego asintió y subió, acomodándose junto a la ventana. Apretaba el bolso contra sí como si aún necesitara protección. El cinturón tensó su blusa y luego volvió a relajarse al acomodarse. Se notaba el frío en su piel y en la forma en que sus manos se frotaban disimuladamente.

—¿Vives lejos? —pregunté, ajustando el retrovisor.

—En Las Acacias. Pero puede dejarme en la avenida.

—Te llevo hasta la entrada. Mauricio me despelleja si algo te pasa.

Ella soltó una risa apagada, breve.

—Lo dice como si le importara…

—¿No?

—No sé —dijo, bajando la voz—. A veces siento que le caigo mal sin saber por qué. Hoy me pidió rehacer el informe porque "mi precisión es opcional". Ni siquiera fue mi culpa… el reporte lo revisó él.

Giré la cabeza hacia ella, sin interrumpirla. Se notaba que no hablaba de esto con nadie.

—Y no es sólo eso. A veces me habla como si tuviera que disculparme por estar aquí. Como si cada error fuera una provocación.

—No lo es. Y lo sabes. No tienes que aguantar todo sin decir nada.

Ana se quedó en silencio. Se acomodó el cabello detrás de la oreja, como si ese gesto pudiera ordenar también lo que sentía.

—Gracias… por no regañarme como él —murmuró—. A veces siento que todo lo que hago está mal.

No supe bien qué decir. Evité mirarla por el retrovisor. La ciudad seguía avanzando, gris, anónima.

—No estás haciendo nada mal —dije al cabo—. Sólo estás empezando.

Ana asintió muy despacio, casi imperceptible, como si necesitara que se lo dijeran pero no terminara de creérselo.

La ciudad pasaba como una cinta muda a través del parabrisas. El semáforo cambió a verde. Ana seguía abrazando su bolso, pero respiraba más tranquila.

Las Acacias apareció entre banquetas agrietadas y luces que parpadeaban en los pasillos. Cuando señalé su edificio, asintió con un pequeño suspiro de alivio.

—Gracias, Diego… de verdad.

Tardé un segundo en responder.

—Cuídate, Ana. Y descansa un poco, te lo ganaste.

La vi bajar sin mirar atrás. Cruzó rápido el patio interior y entró al edificio. Cuando se encendió la luz de su departamento en el segundo piso, solo entonces encendí de nuevo el motor.

Avancé a casa, con el silencio del auto llenando el espacio entre nosotros. No lograba sacarme esa sonrisa frágil de Ana de la cabeza, ni su voz baja agradeciéndome sin esperanzas. Me preguntaba qué tan lejos llegaría, o si simplemente se dejaría consumir por el peso invisible que cargaba.

Entonces, como si fuera un latigazo en medio de la calma, la imagen volvió.

La falda alzándose por el viento.

Vi sus piernas, pálidas bajo la luz amarilla de los faroles, temblorosas por el frío y la sorpresa.

Ella soltó un pequeño jadeo y se apresuró a bajarla, sujetándola con manos torpes mientras apretaba los papeles contra el pecho.

Aparté la mirada, pero la imagen ya estaba grabada.

No supe bien qué sentí, sólo esa molestia extraña, una incomodidad sin nombre.

Avancé unos metros más y frené en el semáforo, dejando que el ruido de la calle me anclara un poco.

Al llegar nuestra calle, me detuve.

Un coche oscuro estaba estacionado frente al edificio. Luces apagadas, motor frío. No lo reconocía.

Una sombra cruzó frente al ventanal. No era ella.

Me quedé ahí, en silencio, sin ganas de moverme.

No estaba seguro de querer entrar a casa.​
 
Creo que se va a encontrar a Leo en su casa.
Y vamos a ver si con Ana no hay algo.
Sería muy torpe de parte de Diana meter a Leo en su casa, considerando que conoce el horario de su esposo, sólo en compañía de Evelyn tendría algo de sentido, con todo, las fisuras en este matrimonio no dejan de aparecer, ambos están siendo expuestos a todo tipo de tentaciones, y parecen no estar muy convencidos evitándolas, Leo y Evelyn parecen estar en un mismo juego de seducción con la finalidad de repartirse este matrimonio, y para complicarlo aún más, la aparición de Ana puede ser la distracción perfecta en la mente y corazón de Diego que termine por allanar el camino de Leo a su muy apetecida Diana. :eek:

Si no me equivoco, Diego nunca llegó a abrir el último mensaje de Evelyn, ese "...tengo algo interesante que contarte...Aunque tal vez prefieras verlo por ti mismo…", podría tener mucha relación con esa silueta en el ventanal de su casa. :unsure:
 
Última edición:
No termino de comprender al prota. Primero la amiga y ahora la practicante. Mañana será la vecina?, parece que cualquier mujer atractiva lo hacen reflexionar y fantasear como si fuera un adolescente.

Según el anterior capitulo y este, con Diana se estaba encaminando de nuevo, por eso no entiendo bien que pasa con él, porque antes estaba inseguro por el estancamiento de su matrimonio, y ahora está con dudas si realmente quiere esto.

Y sobre el cierre, pues ni le veo nada extraordinario, será alguna amistad o familiar, no entiendo ese derrotero qué tiene. Dudo mucho que Diana sea tan retrasada para meter justamente a Leo a su departamento, sabiendo que su esposo llega, ni se me pasa por la cabeza la verdad.

Si no me equivoco, Daniel nunca llegó a abrir el último mensaje de Evelyn, ese "...tengo algo interesante que contarte...Aunque tal vez prefieras verlo por ti mismo…", podría tener mucha relación con esa silueta en el ventanal de su casa. :unsure:
Cierto, yo también quedé con esa duda, y ya ha pasado mucho tiempo como para suponer que no lo ha leído.
 
11.

Me bajé del coche sin saber quién estaba dentro. Las luces del salón encendidas y una música baja saliendo por la ventana entreabierta. Ni un mensaje de Diana en horas, cosa rara. Metí la llave con cuidado, giré con esa resistencia que siempre tiene, y empujé.

Una carcajada me recibió desde el comedor. La voz ronca de José y la risa aguda de Evelyn. Me quedé un momento en el recibidor, dejando llaves y maletín como anclándome a algo que parecía resbalarse.

—¡Al fin, amor! Te estábamos esperando —dijo Diana, con una sonrisa amplia y los ojos algo brillantes, como si el vino ya le hiciera efecto.

La mesa era un caos de aperitivos, copas medio llenas y una botella de tinto casi vacía. José y Evelyn se levantaron al unísono. José, con su seguridad impostada, me dio una palmada en la espalda.

—¡Milagro, jefe! Pensábamos que te habías perdido en la oficina —dijo, riéndose más de la cuenta.

—Algo así —dije, esbozando una sonrisa cortés mientras cruzaba miradas con Evelyn.

Llevaba un vestido corto, medio caído de un hombro, que parecía a punto de resbalarse. Tenía las piernas cruzadas con esa elegancia estudiada. Me lanzó una mirada rápida, con una sonrisita que sabía demasiado.

—¿Te pongo algo? —preguntó Diana desde la cocina, levantándose con un leve balanceo, copa en mano.

—Agua está bien —contesté.

Me senté frente a ellos. Diana se desplomó a mi lado, dejando su mano sobre la mía como un peso familiar. Se había arreglado: maquillaje marcado, vestido ceñido que le marcaba la cintura... y yo llegaba con olor a jornada larga.

—Estábamos hablando de ti —soltó Evelyn, apoyando el codo en la mesa, la barbilla en la mano—. Diana nos contó lo del ascenso. Enhorabuena, Diego.

—Gracias —dije sin mirarla a los ojos.

—Diana dice que tenéis mil planes —siguió Evelyn, haciendo girar su copa—. Casa, vacaciones, trabajo... A veces el éxito trae tantas cosas encima que no sabes si es tu vida o si estás viviendo la de otro.

—¡Lo importante es que lo hacemos juntos! —dijo Diana entusiasta, apretándome la mano—. Diego da el callo, ¿sabes?

—Me imagino —murmuró Evelyn, mirando el fondo de su copa.

José pidió otra copa, miró el móvil y frunció el ceño al ver una notificación. Se levantó como resignado.

—La oficina, otra vez. Voy fuera un momento.

—No tardes —dijo Evelyn con esa voz cansada de quien ya no espera mucho.

José ni contestó. Salió al jardín con el teléfono pegado a la oreja.

—¿Tanto joden a estas horas? —dijo Diana, con la ceja levantada.

—Siempre pasa —respondió Evelyn, rodando los ojos—. Justo cuando por fin logramos cenar tranquilos… Y luego ni regresa. Se queda hablando hasta que me duermo.

—Vaya plan —comenté, mientras Diana apuraba un trago.

Evelyn se encogió de hombros. Sostenía la copa como si le pesara más de lo normal.

Diana la miró, ladeando la cabeza, con esa mezcla de curiosidad y lentitud que le daba el alcohol.

—¿Y no le dices nada? —preguntó, sin disimular el asombro.

—Ya lo hice. Varias veces. Pero él insiste en que no puede dejarlo pasar, que todo es urgente —dijo Evelyn, con un tono resignado, como quien repite un mantra que ha dejado de creer.

Diana resopló.

—Pfff… qué flojera —dijo, tamborileando los dedos en el borde de su copa—. Por eso yo sí valoro cuando alguien le sabe poner un alto a todo eso.

—¿Y ustedes cómo lo hacen? ¿Para no acabar... consumidos por todo eso? —Evelyn me miró como dándome paso. Pero fue Diana quien habló primero.

—Bueno, a Diego le ha tocado pesado últimamente. No siempre hay tiempo para nada. Pero estos meses, lo ha estado intentando —dijo, sin mirarme—. Y eso lo valoro.

Me sorprendió su tono. No era un elogio ruidoso, ni un reproche disfrazado. Era algo honesto. Medio arrastrado por el vino, pero honesto.

—Aunque llegue con cara de muerto —siguió—, siempre tiene un momento para mí —dijo, apoyando el brazo en mi pierna, dándome un golpecito—. ¿Verdad?

—Hago lo que puedo —respondí, con una media sonrisa.

—Y no es poco —añadió Evelyn, bajando la mirada a mi mano antes de desviar la vista hacia el vino.

—¡Y lo regaño, eh! —soltó Diana, ya más suelta, riendo con esa risa desacompasada que le salía cuando el alcohol le empezaba a hacer efecto—. Si lo veo muy encerrado con la compu, lo jalo a la cama. Literal.

Evelyn soltó una risa breve, casi automática, mientras bajaba la vista a la copa. Luego, más seria, dijo:

—No es tan común como parece… Que alguien esté sin que se lo pidas. Que simplemente… esté.

Diana la miró con ternura borracha, los ojos brillosos, la sonrisa tibia.

—Tú también te mereces eso, ¿eh? No te conformes con menos.

Evelyn parpadeó un par de veces, conteniendo algo, y luego sonrió bajando la cabeza.

—Gracias.

Un silencio suave se acomodó entre los tres. Yo seguí en segundo plano, viendo cómo Diana se sonrojaba poco a poco, el vino haciéndole efecto como una manta tibia.

De pronto, Diana se reclinó y soltó una risita solitaria.

—Uf… creo que ya me está subiendo el vinito —dijo, llevándose una mano a la frente—. O el día fue más largo de lo que pensé. Voy un segundo al baño.

—¿Estás bien? —preguntó Evelyn.

—Sí, sí… sólo necesito mojarme un poquito la cara. Ya vuelvo.

—Si tardas más de cinco, empezamos el postre sin ti —dije, en tono ligero.

—¡Y si no bajas, subimos con café! —añadió Evelyn, medio bromeando.

Diana se rió otra vez, nos lanzó un beso al aire que salió medio torcido y se levantó con cierta torpeza. Caminó hasta la escalera con paso lento y subió sin mirar atrás.

Me quedé a solas con la persona con la que había roto todo contacto sin aviso, como si dejar de contestar bastara para deshacer lo que alguna vez hubo. Ella también había dejado de insistir. En algún punto, el silencio se volvió mutuo.

Removía los restos de comida en el plato, más por hacer algo con las manos que por hambre.

—Debe ser agotador. Mantener todo en orden. Ser el héroe en el trabajo y llegar a casa con pilas para seguir rindiendo.

—A veces sí —respondí a secas.

Evelyn miró su copa. La hizo girar entre los dedos. Cuando alzó la vista, habló más bajo, como confesando un secreto.

—Oye... lo sé, sé que la cagué. Con lo que te mandé. Fue... una gilipollez.

No respondí. Esperé.

—Arruiné algo que sí valía. Antes... hablábamos sin tanto filtro. Nos quejábamos del trabajo, nos reíamos. Nada más. Y después... no sé. Se volvió raro. Por mi culpa. Yo empecé con los comentarios, las insinuaciones. Y cuando mandé esa foto... —hizo una mueca leve—, entendí que había cruzado una línea. Pero ya no supe cómo volver atrás.

Me quedé en silencio. No por enojo. Sino porque algo en mi pecho se tensaba distinto. Recordé esa noche. La foto. El impulso de no abrirla... y el momento en que lo hice igual. Recordé también lo que hice después, solo, sin pensar. Y cómo, al día siguiente, decidí borrarla sin responder.

—Lo que hiciste no estuvo bien —dije al fin, despacio—. Sobre todo porque... eras amiga de Diana.

Evelyn bajó la mirada, pero no para fingir vergüenza. Parecía más bien un gesto medido, casi estudiado.

—Lo sé —dijo, apenas audible—. Y me siento como una mierda por eso. No intento justificarlo. Solo… necesitaba sentirme vista. Aunque fuera de la forma equivocada.

Hizo una pausa. Su respiración era suave, pero cargada.

—José ya no me escucha. Llega, cena en cinco minutos y se encierra. Y si me quejo, soy la exagerada. Que tengo todo. Pero a veces me pregunto si vale la pena tenerlo todo si nadie te mira.

La sinceridad, si era eso, me desconcertó. No había intención oculta, ni rencor, ni dramatismo. Solo una tristeza mansa.

—No te escribo porque no quiero incomodar —añadió—. Pero si algún día necesitás hablar... de lo que sea... podés escribirme. En serio. Como antes. Sin vueltas.

Asentí, sin mirar demasiado.

—Gracias —dije.

Ella sonrió, pero sin dientes. Con la mirada algo ida, como quien recuerda algo que no va a decir en voz alta.

—Eso era todo —murmuró—. A veces... solo hace falta saber que todavía hay alguien con quien hablar sin fingir.

El silencio que siguió no fue incómodo. Fue raro. Familiar. Y por eso mismo, un poco peligroso.

Evelyn se incorporó para estirar las piernas. Tomó la botella, la levantó hacia mí sin preguntar y me sirvió un poco más de vino. Luego se sirvió ella.

—Salud —dijo bajito, chocando apenas el borde de su copa contra la mía.

Bebimos. El vino ya estaba tibio.

Un par de minutos pasaron sin que ninguno hablara. Escuchamos el rumor lejano de José hablando aún por teléfono en el jardín. Un perro ladró a lo lejos. La casa se sentía como suspendida.

Fue entonces, tras ese espacio medio muerto, cuando escuchamos los pasos bajando.

Diana regresaba con el cabello algo suelto en la frente y una expresión más fresca. Llevaba el celular en la mano.

—¿Y ustedes qué tanto platicaban? —dijo, dejándose caer en su silla con un suspiro suave.

—De todo un poco —respondió Evelyn, con una risita.

Diana me miró de reojo, notando algo. No preguntó directamente, pero su ceja se alzó apenas.

—¿Todo bien? —me dijo, dándome un toquecito con el dedo en el brazo.

—Sí. Estábamos hablando del trabajo… y de los días pesados.

—¿Y de lo mucho que ayuda tener con quién quejarse, no? —agregó Evelyn, ya sirviéndose el último trago de su copa.

El ambiente bajó una marcha. Por unos minutos, simplemente nos quedamos ahí, comiendo lo que quedaba del postre, sin prisa, sin necesidad de hablar. Diana y Evelyn comentaban algo ligero sobre una serie absurda que ambas veían, y yo asentía, escuchando más que participando.

Afuera, el aire se sentía más fresco. Un viento leve entraba por la puerta del jardín entreabierta. El zumbido de la conversación se había asentado como un fondo cómodo. Diana tenía las mejillas algo sonrojadas por el vino, pero se le notaba de buen humor.

—Esto no pasa todos los días, ¿eh? —dijo de repente, levantando la copa una vez más—. Tranquilos, cenando sin prisas. Casi se siente como si el mundo allá afuera estuviera en pausa.

—Sí —dijo Evelyn—. Ojalá durara un poco más.

Justo entonces se escuchó la puerta del jardín cerrarse con suavidad.

José volvía, guardándose el móvil en el bolsillo mientras cruzaba hacia la mesa con una expresión neutra, como si no hubiera pasado tanto tiempo fuera.

—Perdón por la eternidad. Era del trabajo. Ya sabéis… cosas que no pueden esperar.

—O que no se quieren dejar pasar —dijo Evelyn, casi como al aire, sin levantar mucho la voz.

José la miró de reojo, pero no dijo nada. Luego se giró hacia mí.

—Tú me entiendes, ¿no? O lo vas a empezar a entender en esta etapa. Cuando te toca estar arriba, el precio es otro.

—Supongo —dije, sin ganas de entrar en debate.

José sonrió, como si no notara la distancia en mi respuesta.

—Ya verás. Lo peor no son las decisiones, es el sacrificio. Saber cuándo ceder. Cuánto tiempo vale la pena perder por algo más grande. Y cuándo no te queda otra.

Cogió su copa, la alzó ligeramente.

—Yo me tomaría otra —murmuró, mirando la botella vacía.

—Pero ya es tarde —dijo Evelyn, sin mirarlo—. Mañana toca madrugar.

—Cierto, cierto —respondió José, dejando la copa sin insistir.

—¿Y su coche? —preguntó Diana.

—Aquí afuera, estacionado —respondió Evelyn, levantándose despacio.

Nos despedimos en la entrada. José me dio una palmada en la espalda. Evelyn, en cambio, me sostuvo la mirada un poco más de lo necesario antes de sonreír.

Los vimos subir al coche y alejarse calle abajo. Diana, al cerrar la puerta, dejó escapar un suspiro largo y se quitó los tacones con un quejido.

—Ay, estoy mareada… y feliz —dijo, recostándose de lado en el sofá—. ¿Sabes qué? No estuvo nada mal la noche.

Me senté a su lado. Ella se acomodó contra mi brazo, sus dedos trazando líneas distraídas en mi muslo.

—¿Y tú? —preguntó, con voz baja—. ¿Te la pasaste bien?

—Sí. Estuvo bien.

—¿Segura? —pregunté, sintiendo su aliento a vino en el cuello.

—Mmm... sí —respondió, cerrando los ojos—. Aunque a Evelyn la noté medio rara.

No dije nada.

—Pero da igual —añadió—. Ahora estamos tú y yo.

Me quedé mirando la forma en que sus ojos se suavizaban un poco, cómo la copa casi vacía se balanceaba entre sus manos.

Me levanté del sillón y me quité la camisa, dejándola caer sin cuidado sobre el respaldo.

—Voy a bañarme —dije, sin mirar atrás—. No tardo.

Ella asintió, con una sonrisa tranquila, como si en ese momento todo pudiera quedarse ahí.

El baño estaba tibio cuando entré. El vapor comenzó a llenarlo todo y el agua cayó sobre mi piel, una sensación simple y necesaria después de un día que parecía no tener fin. Cerré los ojos y dejé que el calor me fuera deshaciendo poco a poco: los músculos tensos, la mandíbula apretada, el peso de las horas.

Cuando salí del baño, el cuarto estaba en penumbra, solo con una lamparita de noche encendida. Diana estaba tirada boca abajo en medio de la cama, como si se hubiera caído ahí. El encaje negro de su ropa interior le cubría apenas el culo, metiéndose entre esas nalgas redondas y pálidas que parecían hechas para mis manos. Tenía una pierna doblada sobre la otra, el pie levantado como esperando algo. Al escucharme, giró la cabeza medio atontada y me sonrió con esa mirada vidriosa de quien ha bebido de más.

—Hola, guapo... —murmuró, arrastrando las palabras—. ¿Qué tal el baño? Frío, ¿no?

Me acerqué sin apuro, dejando la toalla caer al suelo. Ella se rió bajito, como si fuera un chiste privado.

Al subir a la cama, el colchón se hundió bajo mi rodilla. Le pasé la mano por la espalda desnuda, sintiendo el calor de su piel hasta que mis dedos cerraron alrededor de su culo. Ella gimió como un gatito.

—Qué suave estás... —le dije al oído, notando cómo olía a vino y perfume de vainilla.

—Y tú... tú con esas manos —farfulló, enterrando la cara en la almohada—. Siempre tocando...

Le bajé la tanga de un tirón. Se la quité por completo mientras ella levantaba las caderas, ofreciéndose con un movimiento torpe. Empecé a besarla desde la espalda baja hasta el muslo, y sentí cómo temblaba. Mis dedos se metieron entre sus piernas, encontrándola ya mojada.

—Diego... —jadeó, empujando contra mi mano—. Así...

Al darle la vuelta, la tela negra de su sostén apenas tapaba sus tetas. Sus pezones duros marcaban la tela. Le arranqué la prenda de un tirón y ella soltó una risita ahogada.

—Qué bruto... —protestó sin convicción, mientras mis manos agarraban sus pechos.

Mi polla ya estaba dura como una piedra contra su muslo. Ella la tocó con dedos temblorosos, guiándome hacia su entrepierna.

—Aquí... ponla aquí... —murmuró con la voz espesa.

Cuando se la metí, fue despacio, sintiendo cómo su interior caliente me apretaba. Ella gritó, clavándome las uñas en los brazos.

—¡Sí! Así... duro... —gemía, moviendo las caderas con torpeza.

La embestí con fuerza, agarrándola de las nalgas mientras sus tetas rebotaban con cada movimiento. El olor a sexo y sudor llenaba el cuarto. Ella no dejaba de hablar, borracha y excitada:

—Más adentro... ah, sí... ahí...

Al montarme, casi se cae de lo mareada que estaba. Se movía lenta, descoordinada, con el pelo pegado a la cara sudorosa.

—Mírame —le ordené, agarrando sus caderas para guiarla—. Así...

—No pares... —suplicó, cayendo sobre mi pecho—. Que ya... ya voy...

Se vino con un gemido largo y tembloroso, apretándome como un puño. Yo la seguí enseguida, llenándola mientras ella murmuraba incoherencias contra mi cuello.

Después, quedamos jadeando. Ella roncaba levemente antes de que yo terminara de salir de ella.

—¿Viste? —masculló medio dormida—. Te extrañé...

Y antes de que respondiera, ya se había quedado frita, con una sonrisa boba en los labios.​
 
Bueno. De momento es verdad que el está rodeado de mujeres que pueden representar un peligro, pero mientras no haga nada malo, no será peligroso.
 
Bueno. De momento es verdad que el está rodeado de mujeres que pueden representar un peligro, pero mientras no haga nada malo, no será peligroso.
El peligro siempre es él, los demás sólo son tentaciones.
Ambos juegan con fuego, y viendo como reaccionan ante cada tentación, más que preguntarse quién de los dos se quemará, lo es preguntarse quién será el primero. :cool:
 
Última edición:
Me encanta como comentáis los avances de la historia y es genial el tema de la interacción con el escritor. Mi opinión es que Diego y Diana estan inmersos en una mar de posibilidades, pero si me dejo llevar, pienso que Evelyn esta buscando un juguete, que es esa pareja y la quiere llevar a su juego, incluso creo que su esposo tiene un papel muy relevante, a Leo le veo de secundario Bob.
 
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