12.
El ascensor olía a café rancio y estrés. Al abrirse las puertas en el cuarto piso, me golpeó el mismo caos de siempre: teléfonos sonando, teclados machacando sin pausa, y Roberto —con la camisa arrugada y los audífonos colgando del cuello— gritándole a la pantalla como si fuera un enemigo personal.
—¡Hostia, otra vez el servidor! ¡Carlos, reinicia esa mierda, joder!
Caminé entre los cubículos, esquivando cables, tazas vacías y las miradas fugaces de siempre. Tres meses con el nuevo cargo y aún sentía que me veían igual: el mismo Diego de antes, el que hacía chistes en la cocina, el que se quejaba de los de arriba. Solo que ahora, yo era los de arriba.
Me ajusté la corbata. La carpeta de presupuestos me sudaba en la mano.
—Roberto —dije, deteniéndome junto a su escritorio abarrotado—. ¿Para cuándo el informe de ventas?
—En cuanto salve este servidor, jefe. Cinco minutos —respondió sin mirarme, tipeando como si su vida dependiera de eso.
La misma respuesta de ayer. Y de antes de ayer.
Laura levantó la vista desde su monitor. Sus uñas tamborileaban contra el escritorio antes de hablar.
—Diego, ¿tenés un minuto hoy para hablar de los turnos rotativos? Dijiste que esta semana.
—Sí, luego lo vemos —dije, sin el tono que me habría gustado usar. Ni firme ni autoritario. Solo eso, una respuesta.
—Es que... ya vamos tarde con el nuevo calendario.
—Sí, Laura. Luego —repetí, más serio esta vez, pero sin detenerme.
No quise voltear a ver su cara. No porque temiera el reclamo, sino porque aún no sabía cómo equilibrar la cercanía de antes con la distancia que ahora se esperaba.
Avancé hacia el comedor para prepararme mi rutinario café matutino, donde encontré a Dylan sirviéndose uno también. Llevaba la camisa medio remangada, como siempre.
—¡Hey Dylan! —lo saludé, tratando de sonar casual.
—Hey Diego, qué me cuentas.
—Lo mismo de siempre últimamente: trabajo, trabajo y más trabajo. ¿Tú qué tal?
—No mucho, estoy cerrando un reporte. Ya sabes.
—Sí... oye, qué te parece si vamos a comer esta tarde a las Alitas Locas. Hace tiempo que no vamos.
—De hecho, hoy quedé en ir a Sam’s Burger —dijo, rascándose la cabeza.
—¿Ah, sí? ¿Con quién?
—Con Alan, Sergio y los demás.
—Vaya, no sabía que te llevabas bien con Sergio.
—Bueno, las cosas cambian —soltó, como restándole importancia.
—¿No hay problema si me les uno?
Dylan dudó. No disimuló demasiado.
—No te lo tomes personal, Diego, pero a los chicos no les va a encantar que vaya... alguién de tu posición. Tú me entiendes.
—Sí… claro —dije, mirando al suelo.
—Anda, que la próxima te acompaño sin falta —me dio una palmada en el hombro, con una sonrisa que intentaba ser solidaria—. Mucho éxito, jefe.
Me quedé ahí un momento, viendo cómo salía con su café. Luego terminé de servirme el mío y caminé hacia el fondo, a mi oficina. Cerré la puerta con calma, sin dramatismos. Dejé el café sobre la mesa y me quité el saco, colgándolo en el respaldo de la silla. Suspiré. Tomé el café, aún caliente, y abrí el informe trimestral. Lo leí por encima, sin retener nada.
Busqué el móvil en el bolsillo y le escribí a Diana.
—¿Todo bien por allá? Hoy va a ser largo…
—¿Qué tal dormiste?
Esperé un poco. Nada. Supuse que aún estaba ocupada.
Dejé el móvil a un lado y cerré los ojos unos segundos. Mi oficina, antes símbolo de ascenso, se sentía cada vez más como un cuarto de aislamiento.
El día apenas comenzaba.
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El sol entraba torcido por las persianas cuando levanté la vista del monitor. Me ardían los ojos. Llevaba más de una hora intentando concentrarme en el informe, pero la mente se me iba a otra parte. Revisé el celular. Diana seguía sin contestar. Sus mensajes pasaban de azules a grises y otra vez a nada. Pasé a los estados.
Evelyn había subido un estado. Era una foto de ella en la playa de unas vacaciones pasadas, medio cubierta con una pareo, riendo mientras el viento movía su cabello. La leyenda decía: “Cuando el estrés no puede contigo, toca desconectar


”.
Me quedé viendo la pantalla un momento más y, sin querer, me deslicé hacia la conversación con ella. Habían pasado tiempo sin que contestara sus mensajes, y no era que no los hubiera leído; algunos sí los había visto, pero opté por no responder.
Recordé esos mensajes.
Evelyn: "No podía evitar notar cómo me mirabas esta noche."
Y luego la foto, en la que aparecía frente al espejo con el vestido que llevaba esa noche, pero con la parte superior ligeramente desabrochada, dejando ver un escote que no dejaba lugar a dudas. Sus ojos en el reflejo me miraban con un desafío silencioso, una invitación que jamás contesté.
Evelyn: "Espero que te haya gustado lo que viste. Buenas noches, Diego

"
Más abajo encontré otros mensajes:
Evelyn: "¿Ya dormido?

"
Evelyn: "Espero que no, porque tengo algo interesante que contarte..."
Evelyn: "Aunque tal vez prefieras verlo por ti mismo…"
Me pregunté qué podría ser, pero no le di más vueltas. Preferí dejarlo pasar. Desde entonces, supe que había seguido enviando mensajes, preguntando por qué no respondía, tratando de entender si me había molestado o simplemente me había olvidado. Pero esos mensajes no los abrí, ni siquiera los toqué.
Guardé el teléfono y me recosté en la silla, tratando de ordenar mis pensamientos. La puerta se abrió despacio y asomó Ana, con una carpeta en la mano.
—¿Te interrumpo? —preguntó desde el marco.
—No, pasa.
Caminó hasta mi escritorio y dejó la carpeta encima.
—Es el informe de inventario. Lo terminé antes de lo previsto.
—Gracias —dije, hojeando las hojas sin mucha atención—. Siempre cumpliendo.
—Pues intento —respondió con una media sonrisa.
Hubo un breve silencio. Ana se quedó frente al escritorio, acomodándose un mechón detrás de la oreja.
—¿Y cómo lo llevas tú? —le pregunté, buscando estirar la charla.
—Con tropiezos —admitió, bajando un poco la voz—. Pero creo que voy entendiendo mejor el ritmo. Aunque hay momentos en los que siento que hablan otro idioma.
—Eso nunca se quita —dije, intentando sonar ligero—. Yo también sigo fingiendo que entiendo todo.
Ana rió, bajito, y me miró como esperando que continuara.
—¿Y tú? —soltó después, con un tono más directo—. ¿De verdad te está gustando estar en ese puesto?
Me acomodé en la silla.
—No sé si “gustando” es la palabra. Se siente como si no acabara de encajar.
—¿Por ellos? —preguntó.
—Sí, por ellos… y por mí. Antes era el que se quejaba a su lado, ahora esperan que sea otra cosa. Y cuando intento marcar distancia, no sale bien.
Ana inclinó la cabeza, como procesando lo que dije.
—Debe ser raro tener que cambiar de lugar sin haber cambiado de lugar.
—Exacto. —Solté una risa breve, cansada—. Termino el día sintiendo que no estoy ni de un lado ni del otro.
Ana asintió, con una seriedad tranquila que me hizo sentir escuchado.
—Va a tomar tiempo —dijo simplemente.
Yo iba a responder, pero los pasos pesados en el pasillo nos interrumpieron. La puerta se abrió sin tocar.
—¿Listo para la reunión, Diego? —Mauricio apareció con la corbata floja y esa mirada que atravesaba la sala sin pedir permiso.
Ana recogió la carpeta y dio un paso atrás.
—Con permiso —dijo antes de salir, sin esperar respuesta.
Mauricio se dejó caer en la silla frente a mí, como si fuera su oficina.
—Dieguito. ¿En qué mundo vives? —preguntó, su voz era calmada, pero con ese filo que siempre la hacía sonar a amenaza. Se acercó a mi escritorio y apoyó las manos con fuerza sobre la superficie, inclinándose hacia mí. Su sombra me cubrió—. Tu equipo de logística está más perdido que un pacifista en una guerra. Y es tu culpa. Carla, la encargada, es inteligente, pero se ahoga en un vaso de agua si no le marcas el ritmo con el látigo. Hay que apretarle las tuercas todos los días, o se le suben los humos.
Me enderecé en la silla, tratando de no parecer tan afectado como me sentía.
—Mauricio, están ajustándose a los nuevos procedimientos. Es cuestión de tiempo.
—¡El tiempo es dinero, muchacho! —exclamó, elevando la voz solo para bajarla de inmediato a un susurro áspero y confidencial—. No se les pide, se les dice. No se les explica, se les ordena. A Carla, a los hombres del almacén, a todos. ¿Crees que a los leones les importa la opinión de las gacelas? Mandas o te mandan. Es así de simple.
Se paseó por la oficina, con las manos en los bolsillos de su impecable traje. Su mirada se detuvo en la foto de Diana y yo que tengo en el estante. Una foto antigua, de cuando todo era más simple. La observó un instante demasiado largo, como si estuviera descifrando un enigma, pero no comentó nada. Volvió su atención a mí.
—Mira, yo te veo. Batallas. Quieres que te quieran, que te vean como el jefe buenito. Eso no funciona. Ellos huelen la debilidad, es instintivo. —Hizo una pausa y se acercó de nuevo. Su mirada se perdió un momento hacia la ventana que daba al área de contabilidad—. Y hablando de debilidades… ¿Ves a Ana, la practicante?
El cambio de tema me desconcertó. Asentí, con un nudo en el estómago.
—Sí, claro.
—Lista, la niña. Tiene potencial, pero le falta… carácter. Firmeza. —Señaló con la cabeza hacia su escritorio—. Se nota en cómo trabaja. Dudosa. Siempre buscando la aprobación de los demás antes de actuar. Eso se corrige. O se aprovecha.
Me quedé callado, esperando. Sabía que había más.
—Una joven así —continuó, bajando la voz hasta convertirla en algo áspero y confidencial— necesita disciplina. Límites claros. Alguien que le marque el camino con autoridad, porque si no, se pierde. Se vuelve blanda. Y en este negocio, la blandura es un lujo que no nos podemos permitir. —Hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran. Sus ojos volvieron a posarse en ella, y su expresión se volvió abiertamente lasciva—. Fíjate cómo se esconde. Esa ropa holgada grita inseguridad. Pero el cuerpo no miente, Dieguito. —Una sonrisa obscena se dibujó en sus labios—. Esas blusas oversize que se pone... por más que quiera disimular, cuando se agacha o se estira, la tela se le pega y delata el volumen que tiene adelante. Son generosas, amigo. Muy generosas.
Sentí que el aire se me escapaba. Mauricio no disimulaba su vulgaridad.
—Y esas faldas largas —prosiguió, disfrutando cada palabra—. Piensa que engañan a alguien, pero cuando camina se le marcan esas caderas que tiene. Un cuerpo así pide a gritos que alguien le preste la atención adecuada. Que le enseñe para qué sirve realmente.
—Se acercó más, y su voz se convirtió en un susurro áspero—. Esa niña está esperando a que un hombre le diga qué hacer. Que la moldee. Y tú podrías ser ese hombre. He visto cómo te mira. Hay una sumisión ahí, esperando a ser reclamada. Solo tienes que estirar la mano y tomarla.
Una oleada de calor me recorrió. Mi mirada se fue irremediablemente hacia Ana, buscando confirmar cada uno de los detalles que Mauricio acababa de enumerar.
—El juego es simple —concluyó Mauricio, recobrando su tono habitual pero con una chispa perversa en los ojos—. Exiges excelencia. Cuando te la da, la premias con una migaja de atención, un halago que le dé calor ahí abajo. La haces trabajar por tu aprobación. Y así, poco a poco, la vas moldeando a tu imagen y semejanza. Para el trabajo… y para lo que tú quieras.
Sus palabras se mezclaban en mi cabeza con las imágenes de Evelyn. La necesidad de agradar. El juego del poder.
Mauricio debió ver la confusión y el interés creciendo en mi rostro. Soltó una risa breve y seca.
—Piensa en eso. Y deja de mirar el maldito teléfono con cara de perrito apaleado. Las mujeres, en el trabajo o en la cama, necesitan mano firme. Al final, es todo lo mismo.
Golpeó el escritorio con la palma de la mano, una palmada seca que resonó como un disparo.
—Mañana quiero ver resultados. Con Carla, con tu equipo, con todo. Y especialmente, quiero ver que estás tomando las riendas con esa practicante. No excusas. Resultados.
Se dio la vuelta y salió de mi oficina con la misma brusquedad con la que entró, dejando tras de sí un silencio cargado de sus ideas tóxicas.
Me quedé allí, solo. La oficina parecía más grande y más vacía. Mis ojos se desviaron inevitablemente hacia el celular. Evelyn. Luego, casi sin poder evitarlo, hacia la ventana, buscando entre las mesas de contabilidad la figura de Ana.
La necesidad de agradar. De ser moldeada.