La reunión estaba prevista a media mañana. Yo tenía todo el informe preparado y tenía claras las líneas de acción, después de haberme reunido con mis superiores, y, lógicamente, mis compañeras de equipo estaban informadas de ello.
Me extrañó que no me pasaran información concreta de la persona con la que tendría que encontrarme, pero, últimamente, era algo cada vez más habitual. Lo que no era tan habitual es que la reunión fuera presencial, ya que, desde la pandemia, el trabajo entre empresas de diferentes localidades era más frecuente online.
Me avisaron de que estaban ya en la sala de reuniones poco después de la hora prevista. Debió notarse algo cuando entre, incluso creo que llegué a echarme ligeramente atrás, porque mi propia compañera me pregunto si pasaba algo. Lógicamente, contesté que no y, tras las presentaciones ocupé mi lugar.
La reunión fue como la seda: parecía que ambas partes sabíamos a donde teníamos que llegar y estábamos de acuerdo con lo que la otra parte pedía y esperaba, por lo que terminamos antes de la hora prevista. Aquello dio lugar a una pequeña charla, distendida, de despedida.
Mara, la mujer que representaba a la otra empresa, comentó que se quedaría allí el fin de semana, pues tenía algo pendiente que solucionar. Yo, entendiendo su comentario, bajé la cabeza. Mientras, sus compañeras saldrían a su ciudad inmediatamente, con la intención de no tener mucho tráfico en su vuelta, así que las despedimos.
¿Puedes indicarme donde está el baño? -me preguntó Mara mientras salían sus compañeras-.
Mi respuesta no pudo ser otra que una afirmación y, señalándole la dirección, la seguí hasta el aseo. El baño de la oficina era amplio, con cabinas, pues compartíamos hombres y mujeres (cosa que, realmente, poco me gustaba). Intenté esperarla fuera, pero me cogió el cinturón y me introdujo dentro, hasta meterme en uno de los compartimentos.
Cerró el compartimiento y, a continuación, subió ligeramente la falda y bajó sus bragas, comenzando a mear sin dejar que su cuerpo se acercara a la taza del váter.
-Mucho tiempo sin vernos -dijo susurrando mientras orinaba-.
-Sí, mi ama, años.
Contesté intentando no mirar aquel coño que, tiempo atrás, había follado como un loco, totalmente enamorado de aquella chica (ahora mujer) que era la razón de que me hubiera trasladado de ciudad al convertir nuestra inocente relación en una historia con un futuro poco deseable.
Durante la reunión los sentimientos, encontrados, se habían apoderado de mí: la chica morena, bajita, de pechos pequeños pero turgentes, se había convertido en una mujer madura, con pelo cano y algo más gruesa de lo que la recordaba, haciendo que sus pechos parecieran algo más grandes, quizá habiendo sido madre.
-Límpiame -volvió a susurrar-.
Dirigí mi mano hacia el papel higiénico, pero ella, dejando claras sus intenciones, me la cogió y la llevó directamente a su entrepierna, haciendo que mis dedos secaran su vulva, rozando sus labios, incluso introduciéndose ligeramente al apretar mi mano contra su vulva mullida y depilada.
Retiré la mano en cuanto noté que ella intentaba algo más y, entonces, fue ella la que, subiéndose las bragas y vistiéndose, dio la siguiente indicación.
-Ahora mea tu.
Ella se apartó a un lateral y yo, poniéndome frente a la taza, desabroché el cinturón de mi pantalón, abrí la cintura y, bajándolo ligeramente junto al slip que llevaba puesto, saqué mi polla morcillona para empezar a mear.
Pese a la situación, su mirada no se apartó de la mía, mostrando de forma pícara que me tenía dominado de nuevo.
Cuando el chorro de orina terminó, fue cuando, de rodillas, se acercó a mi polla para lamer la cabeza y limpiarla, antes incluso de que me diera tiempo a coger el papel higiénico con el que habitualmente me la secaba antes de devolverla al calzoncillo.
No se deleitó en su limpieza y, tras hacerlo, poco antes de abrir la puerta del excusado, y tras hacer que me vistiera, me introdujo algo en el bolsillo a lo que, sinceramente, no hice mucho caso, pues entendía que serían las indicaciones para el encuentro en que pagaría mi osadía por haberme trasladado de ciudad con la intención de alejarme de ella.
Salí del habitáculo tras ella, limpiando mis manos con agua y jabón, para descubrir, al volver a salir, que ya se marchaba. Fue entonces el momento de dar el aviso en casa.
Me extrañó que no me pasaran información concreta de la persona con la que tendría que encontrarme, pero, últimamente, era algo cada vez más habitual. Lo que no era tan habitual es que la reunión fuera presencial, ya que, desde la pandemia, el trabajo entre empresas de diferentes localidades era más frecuente online.
Me avisaron de que estaban ya en la sala de reuniones poco después de la hora prevista. Debió notarse algo cuando entre, incluso creo que llegué a echarme ligeramente atrás, porque mi propia compañera me pregunto si pasaba algo. Lógicamente, contesté que no y, tras las presentaciones ocupé mi lugar.
La reunión fue como la seda: parecía que ambas partes sabíamos a donde teníamos que llegar y estábamos de acuerdo con lo que la otra parte pedía y esperaba, por lo que terminamos antes de la hora prevista. Aquello dio lugar a una pequeña charla, distendida, de despedida.
Mara, la mujer que representaba a la otra empresa, comentó que se quedaría allí el fin de semana, pues tenía algo pendiente que solucionar. Yo, entendiendo su comentario, bajé la cabeza. Mientras, sus compañeras saldrían a su ciudad inmediatamente, con la intención de no tener mucho tráfico en su vuelta, así que las despedimos.
¿Puedes indicarme donde está el baño? -me preguntó Mara mientras salían sus compañeras-.
Mi respuesta no pudo ser otra que una afirmación y, señalándole la dirección, la seguí hasta el aseo. El baño de la oficina era amplio, con cabinas, pues compartíamos hombres y mujeres (cosa que, realmente, poco me gustaba). Intenté esperarla fuera, pero me cogió el cinturón y me introdujo dentro, hasta meterme en uno de los compartimentos.
Cerró el compartimiento y, a continuación, subió ligeramente la falda y bajó sus bragas, comenzando a mear sin dejar que su cuerpo se acercara a la taza del váter.
-Mucho tiempo sin vernos -dijo susurrando mientras orinaba-.
-Sí, mi ama, años.
Contesté intentando no mirar aquel coño que, tiempo atrás, había follado como un loco, totalmente enamorado de aquella chica (ahora mujer) que era la razón de que me hubiera trasladado de ciudad al convertir nuestra inocente relación en una historia con un futuro poco deseable.
Durante la reunión los sentimientos, encontrados, se habían apoderado de mí: la chica morena, bajita, de pechos pequeños pero turgentes, se había convertido en una mujer madura, con pelo cano y algo más gruesa de lo que la recordaba, haciendo que sus pechos parecieran algo más grandes, quizá habiendo sido madre.
-Límpiame -volvió a susurrar-.
Dirigí mi mano hacia el papel higiénico, pero ella, dejando claras sus intenciones, me la cogió y la llevó directamente a su entrepierna, haciendo que mis dedos secaran su vulva, rozando sus labios, incluso introduciéndose ligeramente al apretar mi mano contra su vulva mullida y depilada.
Retiré la mano en cuanto noté que ella intentaba algo más y, entonces, fue ella la que, subiéndose las bragas y vistiéndose, dio la siguiente indicación.
-Ahora mea tu.
Ella se apartó a un lateral y yo, poniéndome frente a la taza, desabroché el cinturón de mi pantalón, abrí la cintura y, bajándolo ligeramente junto al slip que llevaba puesto, saqué mi polla morcillona para empezar a mear.
Pese a la situación, su mirada no se apartó de la mía, mostrando de forma pícara que me tenía dominado de nuevo.
Cuando el chorro de orina terminó, fue cuando, de rodillas, se acercó a mi polla para lamer la cabeza y limpiarla, antes incluso de que me diera tiempo a coger el papel higiénico con el que habitualmente me la secaba antes de devolverla al calzoncillo.
No se deleitó en su limpieza y, tras hacerlo, poco antes de abrir la puerta del excusado, y tras hacer que me vistiera, me introdujo algo en el bolsillo a lo que, sinceramente, no hice mucho caso, pues entendía que serían las indicaciones para el encuentro en que pagaría mi osadía por haberme trasladado de ciudad con la intención de alejarme de ella.
Salí del habitáculo tras ella, limpiando mis manos con agua y jabón, para descubrir, al volver a salir, que ya se marchaba. Fue entonces el momento de dar el aviso en casa.