Mi vida puede resumirse en pocas líneas: me enamoré joven, de una mujer maravillosa, con la que descubrí lo que era realmente el amor, poco después (cerca de los veinte años) nos casamos y trajimos al mundo dos hijos tan maravillosos como su madre. Por desgracia, siendo ellos adolescentes, una enfermedad pudo con ella, dedicando yo el resto del tiempo a ser padre y madre a jornada continua, viendo como todo lo que su madre y yo les habíamos inculcado de pequeños iba dando su fruto: Federico terminó sus estudios de enfermería y marchó a trabajar a Inglaterra, y Maca, que era la viva imagen de su madre, también me dejó para estudiar una carrera que sólo se impartía en una universidad alejada de casa.
Andaría yo a finales de los cuarenta cuando comencé a disfrutar de una soledad que nunca hubiera deseado, pero que, en realidad, no era tan mala como muchos pintan: dedicaba mi tiempo a las aficiones que más me gustaban como la lectura o el deporte, salía y entraba en casa cuando me daba la gana, sin dar explicaciones a nadie, incluso me hice con un círculo de amigos, y sobre todo, amigas, con los que salir y que me embarcaban en días románticos con algunas mujeres que, por desgracia, no tenían mucho interés para mi realmente, teniendo que explicarles que las veía más como amigas que como otra cosa. Lo bueno de todo es que la mayoría de ellas intentaba repetir la situación, por si después cambiaba de idea, pero ninguna lo lograba.
Como podéis imaginar, durante unos años mi vida sexual se limitó a admirar a alguna que otra mujer que veía por la calle, a algún magreo que otro, y a bastantes poluciones nocturnas que, seguramente vosotros no habréis experimentado muchas veces. He de reconocer que la sensación de calor en mis partes que me desvelaba en medio de un agradable sueño para que mi pene erecto evacuara todo el semen retenido durante el último mes, sin que yo pudiera controlar el haber manchando todo lo que tenía cerca (cuerpo, sábanas, pijamas,…), dejaba una sensación de descanso que no me permitía levantarme inmediatamente para limpiarlo todo, y que me hacía sentir bastante “machote”, la verdad. Imaginaos mi sonrisa y bienestar al amanecer cada vez que me pasaba algo así…
Una de esas mañanas, justo cuando estaba a punto de meterme en la ducha, recibí la llamada de un viejo amigo: habíamos pasado la adolescencia como buenos amigos, pero un trabajo de su padre en otra ciudad hizo que nos distanciáramos, aunque seguimos manteniendo el contacto con los años. Después de repasar un poco los últimos acontecimientos vividos por uno y otro, me comentó que quería pedirme un favor. Al parecer su sobrina tenía una entrevista de trabajo en mi ciudad y no había encontrado hotel donde alojarse, así que me pedía permiso para que le diera mi teléfono a ver qué podía hacer yo. Lógicamente, le propuse que se quedara en mi casa el tiempo que necesitara y, pocos días después, recibí la llamada de la chica agradecida por el ofrecimiento y dándome los detalles exactos de su llegada a la ciudad.
Fui a recogerla a la estación de tren teniendo en mi memoria la imagen de una chiquilla bastante activa, pecosa, con aparato y gafas. Estaba esperando que bajara aquella niña del tren cuando una joven se plantó frente a mí. Me había reconocido al instante y yo, la verdad, no daba crédito a que esa mujer explicita y “ajustada”, aunque no poco elegante, fuera ella, Silvia, la sobrina de mi amigo. He de reconocer que siempre me sentí atraído por mujeres algo más jóvenes que yo, pero hacía muchísimo tiempo que una no me hacía sentir tanto morbo. Ella debió notar algo:
-¿Sorprendido?
-La verdad es que sí, pero gratamente. Esperaba a una mujer delgada, llena de pecas, con gafas y aparato, no algo como… tú.
-Agradezco el ¿cumplido? –dijo mostrando cierta duda, y sin apartar en ningún momento la mirada, ni dejar de sonreír con picardía-, pero creo que la que ha salido ganando de los dos soy yo: estás mucho mejor de lo que te recordaba y mi recuerdo era ya bastante bueno.
Los dos besos de rigor fueron acompañados con un fuerte abrazo por su parte, después del cual cogí la maleta que llevaba en la mano. Ella me rodeó por la cintura, para comenzar a andar conmigo fuera de la estación con su cabeza apoyada en mi hombro.
-Llévame a tomar algo, tenemos que “reconocernos”, ¿no crees?
Pasamos la noche en un bar cerca de casa. Yo me sentía halagado por estar con una mujer como ella, y ella, conocedora de ello, se sentía cada vez más en su salsa. Hablamos de todo lo habido y por haber, por supuesto, comenzando por su entrevista, mientras yo desplegaba mis antiguas armas dialécticas de seducción, realmente emocionado, cautivado por ella y por unos pechos turgentes en los que descubrí las pecas de antaño, manchando su blanca piel. Esa misma noche, delante de ella, llamé a mi jefe y le pedí unos días libres para acompañarla, aludiendo tener un asunto importante entre manos. No pensaba perder la oportunidad de volver a sentirme en el mercado de la seducción, sobre todo viendo que ella respondía a cada una de las tretas que yo utilizaba. Poco duró aquella velada, ya que ella, cansada por el viaje, me pidió que la llevara a casa.
Al día siguiente fui el primero en despertar, así que, para no molestar, decidí salir a correr, como estaba haciendo últimamente siguiendo las recomendaciones de mi médico. Cuando volví a casa, como podréis imaginar, decidí darme una ducha, mientras Silvia dormía aún. No pude evitar mirar a su cama antes de entrar en el baño, observando su rostro angelical, llenando de más esperanzas mi ilusión.
Dejé la ropa sudada en el suelo del baño, acostumbrado a estar solo y recogerla cuando me diera la gana, y me duché, volví a ponerme algo de ropa deportiva, para estar cómodo en casa hasta que ella se levantara. Ya que no tenía la entrevista hasta la tarde.
Bajé a mi despacho, para adelantar ciertos documentos pendientes que había dejado para la semana siguiente, con la idea de no molestarla. De repente oí algo de ruido arriba y recordé la ropa tirada en el suelo, así que subí para recogerla, pero llegaba tarde: en el baño, empezando a desnudarse y dispuesta a darse una buena ducha encontré a Silvia. No tuve que terminar de subir las escaleras, pues ella, seguramente sin darse cuenta, había dejado la puerta entreabierta y sin llegar a subir a la planta de arriba se veía todo lo que pasaba en el baño.
Ni siquiera intenté echarme hacia atrás, siempre me había fascinado el cuerpo femenino, mucho más el de ella que me había embrujado en la noche anterior. Me acordé de esos “inocentes” espionajes que hacíamos de adolescentes y sentí la misma excitación. De hecho, noté cómo mi pene empezaba a despertarse, pero intenté no acariciarlo: no me hubiera gustado nada que Silvia lo viera.
Al quitar su pijama observé que llevaba un conjunto de ropa interior negra con algo de transparencias que la hacían estar muy atractiva, insinuando más que enseñando, algo que siempre me había excitado muchísimo. Llegado ese punto, intenté que mis piernas comenzaran a bajar las escaleras para volver a esconderme en el despacho, animado por una moral caballerosa que siempre me había guiado, pero las pobres, con toda la sangre en la cabeza de mi pene, no respondían.
Andaría yo a finales de los cuarenta cuando comencé a disfrutar de una soledad que nunca hubiera deseado, pero que, en realidad, no era tan mala como muchos pintan: dedicaba mi tiempo a las aficiones que más me gustaban como la lectura o el deporte, salía y entraba en casa cuando me daba la gana, sin dar explicaciones a nadie, incluso me hice con un círculo de amigos, y sobre todo, amigas, con los que salir y que me embarcaban en días románticos con algunas mujeres que, por desgracia, no tenían mucho interés para mi realmente, teniendo que explicarles que las veía más como amigas que como otra cosa. Lo bueno de todo es que la mayoría de ellas intentaba repetir la situación, por si después cambiaba de idea, pero ninguna lo lograba.
Como podéis imaginar, durante unos años mi vida sexual se limitó a admirar a alguna que otra mujer que veía por la calle, a algún magreo que otro, y a bastantes poluciones nocturnas que, seguramente vosotros no habréis experimentado muchas veces. He de reconocer que la sensación de calor en mis partes que me desvelaba en medio de un agradable sueño para que mi pene erecto evacuara todo el semen retenido durante el último mes, sin que yo pudiera controlar el haber manchando todo lo que tenía cerca (cuerpo, sábanas, pijamas,…), dejaba una sensación de descanso que no me permitía levantarme inmediatamente para limpiarlo todo, y que me hacía sentir bastante “machote”, la verdad. Imaginaos mi sonrisa y bienestar al amanecer cada vez que me pasaba algo así…
Una de esas mañanas, justo cuando estaba a punto de meterme en la ducha, recibí la llamada de un viejo amigo: habíamos pasado la adolescencia como buenos amigos, pero un trabajo de su padre en otra ciudad hizo que nos distanciáramos, aunque seguimos manteniendo el contacto con los años. Después de repasar un poco los últimos acontecimientos vividos por uno y otro, me comentó que quería pedirme un favor. Al parecer su sobrina tenía una entrevista de trabajo en mi ciudad y no había encontrado hotel donde alojarse, así que me pedía permiso para que le diera mi teléfono a ver qué podía hacer yo. Lógicamente, le propuse que se quedara en mi casa el tiempo que necesitara y, pocos días después, recibí la llamada de la chica agradecida por el ofrecimiento y dándome los detalles exactos de su llegada a la ciudad.
Fui a recogerla a la estación de tren teniendo en mi memoria la imagen de una chiquilla bastante activa, pecosa, con aparato y gafas. Estaba esperando que bajara aquella niña del tren cuando una joven se plantó frente a mí. Me había reconocido al instante y yo, la verdad, no daba crédito a que esa mujer explicita y “ajustada”, aunque no poco elegante, fuera ella, Silvia, la sobrina de mi amigo. He de reconocer que siempre me sentí atraído por mujeres algo más jóvenes que yo, pero hacía muchísimo tiempo que una no me hacía sentir tanto morbo. Ella debió notar algo:
-¿Sorprendido?
-La verdad es que sí, pero gratamente. Esperaba a una mujer delgada, llena de pecas, con gafas y aparato, no algo como… tú.
-Agradezco el ¿cumplido? –dijo mostrando cierta duda, y sin apartar en ningún momento la mirada, ni dejar de sonreír con picardía-, pero creo que la que ha salido ganando de los dos soy yo: estás mucho mejor de lo que te recordaba y mi recuerdo era ya bastante bueno.
Los dos besos de rigor fueron acompañados con un fuerte abrazo por su parte, después del cual cogí la maleta que llevaba en la mano. Ella me rodeó por la cintura, para comenzar a andar conmigo fuera de la estación con su cabeza apoyada en mi hombro.
-Llévame a tomar algo, tenemos que “reconocernos”, ¿no crees?
Pasamos la noche en un bar cerca de casa. Yo me sentía halagado por estar con una mujer como ella, y ella, conocedora de ello, se sentía cada vez más en su salsa. Hablamos de todo lo habido y por haber, por supuesto, comenzando por su entrevista, mientras yo desplegaba mis antiguas armas dialécticas de seducción, realmente emocionado, cautivado por ella y por unos pechos turgentes en los que descubrí las pecas de antaño, manchando su blanca piel. Esa misma noche, delante de ella, llamé a mi jefe y le pedí unos días libres para acompañarla, aludiendo tener un asunto importante entre manos. No pensaba perder la oportunidad de volver a sentirme en el mercado de la seducción, sobre todo viendo que ella respondía a cada una de las tretas que yo utilizaba. Poco duró aquella velada, ya que ella, cansada por el viaje, me pidió que la llevara a casa.
Al día siguiente fui el primero en despertar, así que, para no molestar, decidí salir a correr, como estaba haciendo últimamente siguiendo las recomendaciones de mi médico. Cuando volví a casa, como podréis imaginar, decidí darme una ducha, mientras Silvia dormía aún. No pude evitar mirar a su cama antes de entrar en el baño, observando su rostro angelical, llenando de más esperanzas mi ilusión.
Dejé la ropa sudada en el suelo del baño, acostumbrado a estar solo y recogerla cuando me diera la gana, y me duché, volví a ponerme algo de ropa deportiva, para estar cómodo en casa hasta que ella se levantara. Ya que no tenía la entrevista hasta la tarde.
Bajé a mi despacho, para adelantar ciertos documentos pendientes que había dejado para la semana siguiente, con la idea de no molestarla. De repente oí algo de ruido arriba y recordé la ropa tirada en el suelo, así que subí para recogerla, pero llegaba tarde: en el baño, empezando a desnudarse y dispuesta a darse una buena ducha encontré a Silvia. No tuve que terminar de subir las escaleras, pues ella, seguramente sin darse cuenta, había dejado la puerta entreabierta y sin llegar a subir a la planta de arriba se veía todo lo que pasaba en el baño.
Ni siquiera intenté echarme hacia atrás, siempre me había fascinado el cuerpo femenino, mucho más el de ella que me había embrujado en la noche anterior. Me acordé de esos “inocentes” espionajes que hacíamos de adolescentes y sentí la misma excitación. De hecho, noté cómo mi pene empezaba a despertarse, pero intenté no acariciarlo: no me hubiera gustado nada que Silvia lo viera.
Al quitar su pijama observé que llevaba un conjunto de ropa interior negra con algo de transparencias que la hacían estar muy atractiva, insinuando más que enseñando, algo que siempre me había excitado muchísimo. Llegado ese punto, intenté que mis piernas comenzaran a bajar las escaleras para volver a esconderme en el despacho, animado por una moral caballerosa que siempre me había guiado, pero las pobres, con toda la sangre en la cabeza de mi pene, no respondían.