¿Cuándo ha sido la última vez que habéis tenido sexo y con quién?. [Hilo para tratar sobre su temática y NO para contactar]

Ufff!! Vaya morbo !!! 🤤
Le he dicho a mi amiga que le comente a su marido un día que estén follando y el este muy cedo que si le gustaría ser un cornudo, creo que el le dira que si pero se lo tiene que decir cuando el este salido por completo
 
Últimamente tenemos sexo mi pareja y y yo solos bastante a menudo,desde primeros de año que hicimos con varias parejas ,esperamos este verano vernos con más gente para disfrutar,o quedar para trio o si surge a solas .
 
Le he dicho a mi amiga que le comente a su marido un día que estén follando y el este muy cedo que si le gustaría ser un cornudo, creo que el le dira que si pero se lo tiene que decir cuando el este salido por completo
Y yo creo que se lo debería comentar también en frío... En caliente decimos o hacemos barbaridades, pero si de verdad quiere ser cornudo se lo debe comentar en frío...
 
Anoche con mi mujer, empezó con que le apetecía solo comérmela y yo, claro, encantado! Pero mientras me la follaba le sobé tanto las tetas y de tal manera que se puso cachonda y no pudo resistirse a metérsela y acabamos echando un buen polvo en el que nos corrimos los 2 a la vez.
Quedó en que me debe una mamada, a ver si esta noche me la devuelve.
 
Ayer salí a correr en chanclas, para recordar lo que es ese sonido!!! Jajajaja
 
fcHace unos minutos que salimos a tirar la basura y mi mujer con su outfit mañanero le paró la polla a más de uno, lo que me pudo duro pero lo que me acabo de calentar fue ver a una vecina que aprovechando se puso a recojer la basura de los árboles y cada que se agachaba a recojer las hojas se ponía de cuatro,ufff un culo hermoso y de shorts? Sin sostén con los pezones marcados, con eso equilibre la situación con los tipos que morbosearon a mi mujer, pues nada más llegué a la casa y me fui directo a la recámara con mi esposa la senté en un sillón le abrí las piernas le hice a un lado el short y le empecé a dar una mamada de almeja que ya mero se desmaya, antes de que se viniera me dijo que ahora ella me la quería mamar a mi, la verga ya estaba bien parada y a la primera mamada me empezó a salir el precum, por ratitos me imaginaba a la vecina pegada a mi tranca o me acordaba de su culo también se detuvo mi mujer antes de que me viniera, me dijo que antes de que me la cogiera de perro m, se quería dar unos sentones, se puso frente a mi y empezó a cabalgar mientras yo le mamaba sus tetotas, se salió de puso de perro y ya sin más protocolo, le metí la verga de un solo golpe, a los tres minutos ya me empezó a decir que se iba a venir, comenzó a gemir muy fuerte y cuando sentí que se aflojaba le eche toda la leche
 
Ayer en hotel de Sevilla
Le hice oral y se corrió la primera vez
Después con aparatos otras 2 veces
Después me quito la jaula y mamada de campeonato
Retiro la boca al correrme yo
Recogió la leche y me obligó a limpiarle la mano
 
Ayer la tarde estaba tranquila en la piscina, con ese sol que pega justo cuando empieza a bajar y te adormece. Mi amiga y yo decidimos quitarnos los tirantes del bikini y quedarnos en topless, riéndonos como dos adolescentes traviesas. Sabíamos que llamábamos la atención, y quizás esa era parte de la gracia.

Ellos estaban allí, dos tumbonas más allá. Se hicieron los distraídos, pero pronto se acercaron con el bote de crema solar en la mano. Ni siquiera hacía falta hablar mucho; bastaba la sonrisa, la manera de alargar un “yes?” torpe, y nosotras asentir, haciéndonos las inocentes.

Sentí sus manos grandes, calientes, extendiendo la crema sobre mis hombros, bajando por mi espalda… demasiado despacio para ser un gesto casual. Yo tenía los ojos cerrados, pero notaba la mirada fija de mi amiga mientras le hacían lo mismo. Entre nosotras corría esa corriente silenciosa, como diciendo: “mira dónde estamos, mira lo que estamos dejando que pase”.

De pronto, escuchamos voces femeninas. Eran las esposas de ellos, bajando a la piscina con bolsas y toallas. Todo cambió en un segundo. Los dos alemanes se apartaron casi de golpe, como si nada hubiera ocurrido, volviendo a sus hamacas. Nosotras nos miramos conteniendo la risa, con el cuerpo aún húmedo de crema y la piel encendida.

Ver cómo ellas se acomodaban sin notar nada, mientras nosotros compartíamos esas miradas cómplices, fue lo más excitante. Era como si el peligro nos hubiera unido aún más, como si acabara de empezar un juego secreto en el que solo estábamos invitados los cuatro.
Las alemanas… sí, eran guapas, no te voy a mentir. Tenían ese aire nórdico de revista, piel muy clara, ojos claros y curvas marcadas bajo los bañadores de una pieza que parecían escogidos para resaltar aún más sus cuerpos voluptuosos. Se notaba que estaban acostumbradas a llamar la atención. Caminaban con seguridad, con esas sonrisas amplias, como si el sol también las estuviera mirando a ellas.

Justo por eso había tanto morbo en lo que pasaba. Ellas estaban allí, a pocos metros, sin imaginarse nada. Y mientras, nosotras con la piel aún brillante de la crema que sus maridos nos habían extendido minutos antes. Yo sentía la risa contenida en el pecho, un cosquilleo que no era solo de travesura… era pura adrenalina.

Ellos se levantaron poco después, con la excusa de ir hacia la recepción. Un gesto simple: ponerse las chanclas, recoger las gafas de sol y caminar tranquilamente como si nada. Pero nosotras lo entendimos al instante. Nos quedamos unos segundos más en las hamacas, intercambiando una mirada cómplice. Y luego nos incorporamos despacio, fingiendo indiferencia, pero siguiendo sus pasos hacia dentro del hotel.

El pasillo hacia la recepción estaba fresco, el aire acondicionado erizaba mi piel todavía húmeda. Podía escuchar las risas bajas de mi amiga, nerviosas, casi incrédulas. Ellos caminaban delante, altos, con la espalda recta, sin girarse… pero con ese aire de quien sabe que detrás le siguen dos chicas con las que está a punto de saltarse todas las reglas.

Era un juego silencioso. Ellas, las esposas, seguían en la piscina, despreocupadas, y nosotras avanzábamos detrás de ellos, sintiendo cómo cada paso nos acercaba a un secreto compartido que no tenía marcha atrás.
El ascensor… uff, todavía lo siento en la piel solo de pensarlo.

Entramos los cuatro casi de golpe, como si tuviéramos miedo de que alguien nos viera. La puerta se cerró con ese sonido metálico y, de repente, el silencio se hizo denso, cargado. Se escuchaba el zumbido del motor y, entre medias, nuestras respiraciones rápidas, nerviosas.

Ellos estaban frente a nosotras, altos, ocupando el espacio con una seguridad que nos desarmaba. Yo podía oler el cloro de la piscina todavía pegado a su piel, mezclado con un perfume masculino, fuerte. Mi amiga me rozó la mano sin querer, y ese simple contacto me puso la piel de gallina.

Nadie hablaba. Era como si el idioma ya no importara, como si todo lo que había que decir se estuviera transmitiendo en las miradas. Una de esas miradas fue hacia mí: intensa, fija, recorriéndome sin disimulo. Yo bajé los ojos, mordiéndome el labio, notando cómo el calor me subía por el cuello.

Cuando el ascensor se detuvo, antes incluso de que la puerta se abriera, uno de ellos alargó la mano y me rozó el brazo, muy despacio. Fue un gesto mínimo, pero cargado de electricidad. Sentí que mi amiga contenía la respiración justo a mi lado, y me entraron ganas de reír de los nervios.

La puerta se abrió con un ding y el pasillo del hotel se desplegó delante de nosotros, largo, silencioso. Ellos salieron primero, caminando con esa calma fingida, y nosotras detrás, todavía con el corazón desbocado. Cada paso hacia la habitación era como un secreto que se hacía más grande, más peligroso, más irresistible.
La tarjeta abrió la puerta con un clic que me pareció atronador en medio de aquel pasillo en silencio. Entramos los cuatro casi de puntillas, como si todo el hotel pudiera escucharnos. La habitación estaba fresca por el aire acondicionado, con las cortinas medio corridas dejando entrar una línea de sol anaranjado que caía sobre la cama grande, perfectamente hecha.

Ellos dejaron las chanclas a un lado y cerraron la puerta con calma, pero la tensión era brutal. Yo sentía el pecho agitado, como si hubiera corrido. Mi amiga se dejó caer en la esquina de la cama, nerviosa, riéndose flojito, como quien sabe que no hay marcha atrás.

El primero en romper el silencio fue uno de ellos: no con palabras, sino con una mirada directa y un gesto de la mano, llamándonos hacia él. No hacía falta entender alemán; esa invitación era universal. Mi amiga se levantó y caminó despacio, y yo detrás, como si nos estuviera arrastrando la misma corriente.

Recuerdo la sensación de estar de pie tan cerca de ellos, tan altos, tan seguros, mientras nosotras apenas disimulábamos el temblor de las manos. Uno me rozó el hombro, bajando con los dedos por mi brazo. Yo tragué saliva y desvié la mirada hacia mi amiga, que ya estaba a centímetros del otro, con la sonrisa nerviosa y los labios entreabiertos.

La cama estaba ahí, blanca, enorme, como si nos estuviera esperando. El aire olía a mezcla de crema solar, cloro y algo más… adrenalina pura. El silencio se fue llenando de respiraciones, de pequeñas risas contenidas, del crujido de las sábanas cuando alguien se sentó.
Él me empujó hacia la cama con un gesto firme, como si no necesitara pedir permiso. Sentí el colchón bajo mí y, al alzar la vista, lo vi ya desabrochándose el bañador con esa calma de quien sabe que lo van a mirar. Mi amiga, al otro lado, ya estaba tumbada, con el bikini a medio quitar, riéndose nerviosa mientras el otro alemán le apartaba las manos y le desnudaba el pecho sin rodeos.

El calor me subió de golpe. El que estaba conmigo se inclinó, me besó con esa torpeza deliciosa de alguien que mezcla deseo y prisa, y sus manos bajaron sin perder tiempo. Noté cómo me desataba el nudo del bikini y lo apartaba de un tirón, dejándome los pechos al aire. Su respiración se aceleró en mi cuello, y antes de que pudiera reaccionar ya me tenía tumbada del todo, con su cuerpo encima del mío.

Al lado, mi amiga gemía bajito, con la voz entrecortada, mientras el otro le apartaba la braguita a un lado y se la metía con una fuerza contenida que la hizo soltar un jadeo. La cama crujía, los cuerpos chocaban, y las risas iniciales se habían convertido en respiraciones descontroladas.

El mío me abrió las piernas con una facilidad brutal, se agachó y me lamió sin avisar, lento al principio, luego más profundo, hasta arrancarme un gemido que intenté ahogar mordiéndome la mano. Yo me retorcía, con la piel encendida, consciente de que a escasos metros las esposas seguían tomando el sol sin saber nada.

Mi amiga me miraba de reojo, con los ojos entrecerrados, mientras el alemán la follaba contra el colchón, agarrándola de la cintura. Yo apenas podía sostener la mirada: tenía a su amigo entre mis piernas, chupándome con una hambre salvaje, y cada movimiento suyo me hacía arquearme más contra la cama.

El morbo era insoportable. El peligro, la cercanía, el hecho de estar las dos amigas allí, al mismo tiempo, compartiendo la cama y el secreto… era un cóctel que nos estaba haciendo perder la cabeza.
Él levantó la cabeza de entre mis piernas, con la boca húmeda y los labios brillantes, mirándome con esa mezcla de hambre y triunfo. Se deshizo del bañador sin prisa, dejando a la vista un cuerpo fuerte, marcado, y una erección que me hizo tragar saliva al instante. Me sujetó de las caderas y me giró con un movimiento brusco, dejándome a cuatro patas frente a él, mientras su amigo seguía clavándose en mi amiga con fuerza, hundiéndose en ella sin pausa.

El colchón se hundía, la cama crujía bajo el peso de los cuatro. Yo miraba de reojo cómo mi amiga se aferraba a las sábanas, con el alemán bombeando sobre ella con un ritmo animal, y el simple hecho de verlo me hacía jadear más fuerte.

El mío me abrió con una mano, recorriendo mi sexo con el glande, frotándome despacio para hacerme suplicar. Y cuando lo sentí entrar, de golpe, profundo, me arqueé con un gemido que resonó en la habitación. Sus embestidas eran secas, contundentes, me hacían chocar contra la cama una y otra vez, y cada empujón se mezclaba con los jadeos de mi amiga a mi lado.

El olor era mezcla de sudor, crema solar y sexo. El sonido, una sinfonía de gemidos, respiraciones y golpes sordos contra el colchón. Me agarró del pelo, tirando hacia atrás, obligándome a mirarle, mientras me follaba con una fuerza que me hacía perder el control. Yo apenas podía sostenerme con los brazos, temblando, sintiendo cómo me llenaba entera en cada embestida.

Giré la cabeza, buscando a mi amiga, y nuestras miradas se cruzaron en medio del caos. Ella tenía las piernas abiertas, con el alemán sujetándola de los tobillos, empujando sin descanso. Sus pechos rebotaban con cada golpe y sus labios entreabiertos dejaban escapar gemidos que me excitaban todavía más. Fue como si en esa mirada nos dijéramos: “míranos, estamos haciéndolo de verdad, juntas, aquí”.

El mío me empujó hacia abajo, aplastándome contra el colchón, y empezó a darme más rápido, con una brutalidad que me arrancaba gritos ahogados. Sentí cómo me llenaba, cómo me hacía perder la noción de dónde acababa yo y empezaba él. Cada embestida era un choque eléctrico que me recorría el cuerpo.

A un lado, escuché a mi amiga suplicar en voz baja, entre jadeos, y luego el gemido ahogado del alemán clavándose más profundo en ella. El ambiente era tan intenso que no sabía si estaba excitada por lo que me hacía él o por lo que veía en la cama a mi lado.

La habitación entera parecía latir al ritmo de nuestros cuerpos.
La cama ya era un caos de cuerpos, sábanas arrugadas y respiraciones entrecortadas. El alemán que me follaba me soltó de golpe, salió de mí con un gruñido áspero y, sin decir palabra, se cruzó con su amigo. Fue un gesto seco, decidido: un intercambio.

De pronto lo tuve frente a mí, con el torso sudado, jadeando, la polla dura y brillando todavía de mi amiga. Me agarró de la mandíbula y me obligó a abrir la boca, entrando sin avisar. El sabor era intenso, salado, mezclado con el cuerpo de ella. Yo lo recibí entre gemidos ahogados, mientras sus embestidas me hacían lagrimear los ojos.

Sentí manos en mis caderas, otras distintas: el otro alemán había dejado a mi amiga para colocarse detrás de mí. Sin darme tiempo, me abrió de piernas y me clavó dentro con un golpe brutal, profundo, que me arrancó un grito contra la polla que me llenaba la boca. Me sentía partida en dos, usada sin piedad, atrapada entre los dos.

La cama temblaba. Podía escuchar a mi amiga riendo entre jadeos, con la voz rota, mientras recuperaba el aire y miraba la escena, excitada, tocándose el pecho y el clítoris como si no pudiera parar de mirarnos. No tardó en volver a ser tomada: el que me llenaba la boca salió de mí de un tirón y se lanzó sobre ella, la levantó de los brazos y la puso contra la pared, follándosela de pie con golpes secos que la hacían chocar la espalda contra el yeso.

Yo, mientras tanto, gemía como loca, con el otro clavándose en mí a un ritmo salvaje, sujetándome del pelo y tirándome hacia atrás mientras me abría más y más. Su respiración me golpeaba la nuca, su piel mojada resbalaba contra la mía.

El morbo era insoportable: escuchar cómo ella gritaba en alemán roto, mezclando risas y súplicas; sentir cómo mi cuerpo era usado con una brutalidad que no me dejaba pensar; oír la cama crujir, la pared golpear, los gemidos resonar en esa habitación cerrada como un secreto prohibido.

En un momento, nos giraron sin pedir permiso: a mí me levantaron de la cama y me pusieron contra el ventanal, el cristal frío contra mis pechos, mientras me embestían por detrás con toda la fuerza. Podía ver mi reflejo en el cristal, el pelo despeinado, el sudor bajando por mi espalda, los ojos cerrados de puro placer. A mi lado, mi amiga estaba de rodillas, con el otro agarrándola del pelo y follándola en la boca, haciéndola atragantarse mientras ella no paraba de tocarse entre gemido y gemido.

Era un frenesí, un torbellino de sexo crudo, sin pausas. Nos giraban, nos abrían, nos usaban en la cama, en el suelo, contra la pared. Y lo más excitante era saber que abajo, junto a la piscina, sus esposas seguían charlando, ajenas a que en ese momento sus maridos nos estaban follando como si fuéramos sucias amantes de hotel.

Yo no sabía si estaba excitada por lo que me hacían, por lo que veía a mi amiga sufrir y disfrutar, o por el secreto que nos envolvía. Pero lo único que quería era que no parara.
 
Ayer la tarde estaba tranquila en la piscina, con ese sol que pega justo cuando empieza a bajar y te adormece. Mi amiga y yo decidimos quitarnos los tirantes del bikini y quedarnos en topless, riéndonos como dos adolescentes traviesas. Sabíamos que llamábamos la atención, y quizás esa era parte de la gracia.

Ellos estaban allí, dos tumbonas más allá. Se hicieron los distraídos, pero pronto se acercaron con el bote de crema solar en la mano. Ni siquiera hacía falta hablar mucho; bastaba la sonrisa, la manera de alargar un “yes?” torpe, y nosotras asentir, haciéndonos las inocentes.

Sentí sus manos grandes, calientes, extendiendo la crema sobre mis hombros, bajando por mi espalda… demasiado despacio para ser un gesto casual. Yo tenía los ojos cerrados, pero notaba la mirada fija de mi amiga mientras le hacían lo mismo. Entre nosotras corría esa corriente silenciosa, como diciendo: “mira dónde estamos, mira lo que estamos dejando que pase”.

De pronto, escuchamos voces femeninas. Eran las esposas de ellos, bajando a la piscina con bolsas y toallas. Todo cambió en un segundo. Los dos alemanes se apartaron casi de golpe, como si nada hubiera ocurrido, volviendo a sus hamacas. Nosotras nos miramos conteniendo la risa, con el cuerpo aún húmedo de crema y la piel encendida.

Ver cómo ellas se acomodaban sin notar nada, mientras nosotros compartíamos esas miradas cómplices, fue lo más excitante. Era como si el peligro nos hubiera unido aún más, como si acabara de empezar un juego secreto en el que solo estábamos invitados los cuatro.
Las alemanas… sí, eran guapas, no te voy a mentir. Tenían ese aire nórdico de revista, piel muy clara, ojos claros y curvas marcadas bajo los bañadores de una pieza que parecían escogidos para resaltar aún más sus cuerpos voluptuosos. Se notaba que estaban acostumbradas a llamar la atención. Caminaban con seguridad, con esas sonrisas amplias, como si el sol también las estuviera mirando a ellas.

Justo por eso había tanto morbo en lo que pasaba. Ellas estaban allí, a pocos metros, sin imaginarse nada. Y mientras, nosotras con la piel aún brillante de la crema que sus maridos nos habían extendido minutos antes. Yo sentía la risa contenida en el pecho, un cosquilleo que no era solo de travesura… era pura adrenalina.

Ellos se levantaron poco después, con la excusa de ir hacia la recepción. Un gesto simple: ponerse las chanclas, recoger las gafas de sol y caminar tranquilamente como si nada. Pero nosotras lo entendimos al instante. Nos quedamos unos segundos más en las hamacas, intercambiando una mirada cómplice. Y luego nos incorporamos despacio, fingiendo indiferencia, pero siguiendo sus pasos hacia dentro del hotel.

El pasillo hacia la recepción estaba fresco, el aire acondicionado erizaba mi piel todavía húmeda. Podía escuchar las risas bajas de mi amiga, nerviosas, casi incrédulas. Ellos caminaban delante, altos, con la espalda recta, sin girarse… pero con ese aire de quien sabe que detrás le siguen dos chicas con las que está a punto de saltarse todas las reglas.

Era un juego silencioso. Ellas, las esposas, seguían en la piscina, despreocupadas, y nosotras avanzábamos detrás de ellos, sintiendo cómo cada paso nos acercaba a un secreto compartido que no tenía marcha atrás.
El ascensor… uff, todavía lo siento en la piel solo de pensarlo.

Entramos los cuatro casi de golpe, como si tuviéramos miedo de que alguien nos viera. La puerta se cerró con ese sonido metálico y, de repente, el silencio se hizo denso, cargado. Se escuchaba el zumbido del motor y, entre medias, nuestras respiraciones rápidas, nerviosas.

Ellos estaban frente a nosotras, altos, ocupando el espacio con una seguridad que nos desarmaba. Yo podía oler el cloro de la piscina todavía pegado a su piel, mezclado con un perfume masculino, fuerte. Mi amiga me rozó la mano sin querer, y ese simple contacto me puso la piel de gallina.

Nadie hablaba. Era como si el idioma ya no importara, como si todo lo que había que decir se estuviera transmitiendo en las miradas. Una de esas miradas fue hacia mí: intensa, fija, recorriéndome sin disimulo. Yo bajé los ojos, mordiéndome el labio, notando cómo el calor me subía por el cuello.

Cuando el ascensor se detuvo, antes incluso de que la puerta se abriera, uno de ellos alargó la mano y me rozó el brazo, muy despacio. Fue un gesto mínimo, pero cargado de electricidad. Sentí que mi amiga contenía la respiración justo a mi lado, y me entraron ganas de reír de los nervios.

La puerta se abrió con un ding y el pasillo del hotel se desplegó delante de nosotros, largo, silencioso. Ellos salieron primero, caminando con esa calma fingida, y nosotras detrás, todavía con el corazón desbocado. Cada paso hacia la habitación era como un secreto que se hacía más grande, más peligroso, más irresistible.
La tarjeta abrió la puerta con un clic que me pareció atronador en medio de aquel pasillo en silencio. Entramos los cuatro casi de puntillas, como si todo el hotel pudiera escucharnos. La habitación estaba fresca por el aire acondicionado, con las cortinas medio corridas dejando entrar una línea de sol anaranjado que caía sobre la cama grande, perfectamente hecha.

Ellos dejaron las chanclas a un lado y cerraron la puerta con calma, pero la tensión era brutal. Yo sentía el pecho agitado, como si hubiera corrido. Mi amiga se dejó caer en la esquina de la cama, nerviosa, riéndose flojito, como quien sabe que no hay marcha atrás.

El primero en romper el silencio fue uno de ellos: no con palabras, sino con una mirada directa y un gesto de la mano, llamándonos hacia él. No hacía falta entender alemán; esa invitación era universal. Mi amiga se levantó y caminó despacio, y yo detrás, como si nos estuviera arrastrando la misma corriente.

Recuerdo la sensación de estar de pie tan cerca de ellos, tan altos, tan seguros, mientras nosotras apenas disimulábamos el temblor de las manos. Uno me rozó el hombro, bajando con los dedos por mi brazo. Yo tragué saliva y desvié la mirada hacia mi amiga, que ya estaba a centímetros del otro, con la sonrisa nerviosa y los labios entreabiertos.

La cama estaba ahí, blanca, enorme, como si nos estuviera esperando. El aire olía a mezcla de crema solar, cloro y algo más… adrenalina pura. El silencio se fue llenando de respiraciones, de pequeñas risas contenidas, del crujido de las sábanas cuando alguien se sentó.
Él me empujó hacia la cama con un gesto firme, como si no necesitara pedir permiso. Sentí el colchón bajo mí y, al alzar la vista, lo vi ya desabrochándose el bañador con esa calma de quien sabe que lo van a mirar. Mi amiga, al otro lado, ya estaba tumbada, con el bikini a medio quitar, riéndose nerviosa mientras el otro alemán le apartaba las manos y le desnudaba el pecho sin rodeos.

El calor me subió de golpe. El que estaba conmigo se inclinó, me besó con esa torpeza deliciosa de alguien que mezcla deseo y prisa, y sus manos bajaron sin perder tiempo. Noté cómo me desataba el nudo del bikini y lo apartaba de un tirón, dejándome los pechos al aire. Su respiración se aceleró en mi cuello, y antes de que pudiera reaccionar ya me tenía tumbada del todo, con su cuerpo encima del mío.

Al lado, mi amiga gemía bajito, con la voz entrecortada, mientras el otro le apartaba la braguita a un lado y se la metía con una fuerza contenida que la hizo soltar un jadeo. La cama crujía, los cuerpos chocaban, y las risas iniciales se habían convertido en respiraciones descontroladas.

El mío me abrió las piernas con una facilidad brutal, se agachó y me lamió sin avisar, lento al principio, luego más profundo, hasta arrancarme un gemido que intenté ahogar mordiéndome la mano. Yo me retorcía, con la piel encendida, consciente de que a escasos metros las esposas seguían tomando el sol sin saber nada.

Mi amiga me miraba de reojo, con los ojos entrecerrados, mientras el alemán la follaba contra el colchón, agarrándola de la cintura. Yo apenas podía sostener la mirada: tenía a su amigo entre mis piernas, chupándome con una hambre salvaje, y cada movimiento suyo me hacía arquearme más contra la cama.

El morbo era insoportable. El peligro, la cercanía, el hecho de estar las dos amigas allí, al mismo tiempo, compartiendo la cama y el secreto… era un cóctel que nos estaba haciendo perder la cabeza.
Él levantó la cabeza de entre mis piernas, con la boca húmeda y los labios brillantes, mirándome con esa mezcla de hambre y triunfo. Se deshizo del bañador sin prisa, dejando a la vista un cuerpo fuerte, marcado, y una erección que me hizo tragar saliva al instante. Me sujetó de las caderas y me giró con un movimiento brusco, dejándome a cuatro patas frente a él, mientras su amigo seguía clavándose en mi amiga con fuerza, hundiéndose en ella sin pausa.

El colchón se hundía, la cama crujía bajo el peso de los cuatro. Yo miraba de reojo cómo mi amiga se aferraba a las sábanas, con el alemán bombeando sobre ella con un ritmo animal, y el simple hecho de verlo me hacía jadear más fuerte.

El mío me abrió con una mano, recorriendo mi sexo con el glande, frotándome despacio para hacerme suplicar. Y cuando lo sentí entrar, de golpe, profundo, me arqueé con un gemido que resonó en la habitación. Sus embestidas eran secas, contundentes, me hacían chocar contra la cama una y otra vez, y cada empujón se mezclaba con los jadeos de mi amiga a mi lado.

El olor era mezcla de sudor, crema solar y sexo. El sonido, una sinfonía de gemidos, respiraciones y golpes sordos contra el colchón. Me agarró del pelo, tirando hacia atrás, obligándome a mirarle, mientras me follaba con una fuerza que me hacía perder el control. Yo apenas podía sostenerme con los brazos, temblando, sintiendo cómo me llenaba entera en cada embestida.

Giré la cabeza, buscando a mi amiga, y nuestras miradas se cruzaron en medio del caos. Ella tenía las piernas abiertas, con el alemán sujetándola de los tobillos, empujando sin descanso. Sus pechos rebotaban con cada golpe y sus labios entreabiertos dejaban escapar gemidos que me excitaban todavía más. Fue como si en esa mirada nos dijéramos: “míranos, estamos haciéndolo de verdad, juntas, aquí”.

El mío me empujó hacia abajo, aplastándome contra el colchón, y empezó a darme más rápido, con una brutalidad que me arrancaba gritos ahogados. Sentí cómo me llenaba, cómo me hacía perder la noción de dónde acababa yo y empezaba él. Cada embestida era un choque eléctrico que me recorría el cuerpo.

A un lado, escuché a mi amiga suplicar en voz baja, entre jadeos, y luego el gemido ahogado del alemán clavándose más profundo en ella. El ambiente era tan intenso que no sabía si estaba excitada por lo que me hacía él o por lo que veía en la cama a mi lado.

La habitación entera parecía latir al ritmo de nuestros cuerpos.
La cama ya era un caos de cuerpos, sábanas arrugadas y respiraciones entrecortadas. El alemán que me follaba me soltó de golpe, salió de mí con un gruñido áspero y, sin decir palabra, se cruzó con su amigo. Fue un gesto seco, decidido: un intercambio.

De pronto lo tuve frente a mí, con el torso sudado, jadeando, la polla dura y brillando todavía de mi amiga. Me agarró de la mandíbula y me obligó a abrir la boca, entrando sin avisar. El sabor era intenso, salado, mezclado con el cuerpo de ella. Yo lo recibí entre gemidos ahogados, mientras sus embestidas me hacían lagrimear los ojos.

Sentí manos en mis caderas, otras distintas: el otro alemán había dejado a mi amiga para colocarse detrás de mí. Sin darme tiempo, me abrió de piernas y me clavó dentro con un golpe brutal, profundo, que me arrancó un grito contra la polla que me llenaba la boca. Me sentía partida en dos, usada sin piedad, atrapada entre los dos.

La cama temblaba. Podía escuchar a mi amiga riendo entre jadeos, con la voz rota, mientras recuperaba el aire y miraba la escena, excitada, tocándose el pecho y el clítoris como si no pudiera parar de mirarnos. No tardó en volver a ser tomada: el que me llenaba la boca salió de mí de un tirón y se lanzó sobre ella, la levantó de los brazos y la puso contra la pared, follándosela de pie con golpes secos que la hacían chocar la espalda contra el yeso.

Yo, mientras tanto, gemía como loca, con el otro clavándose en mí a un ritmo salvaje, sujetándome del pelo y tirándome hacia atrás mientras me abría más y más. Su respiración me golpeaba la nuca, su piel mojada resbalaba contra la mía.

El morbo era insoportable: escuchar cómo ella gritaba en alemán roto, mezclando risas y súplicas; sentir cómo mi cuerpo era usado con una brutalidad que no me dejaba pensar; oír la cama crujir, la pared golpear, los gemidos resonar en esa habitación cerrada como un secreto prohibido.

En un momento, nos giraron sin pedir permiso: a mí me levantaron de la cama y me pusieron contra el ventanal, el cristal frío contra mis pechos, mientras me embestían por detrás con toda la fuerza. Podía ver mi reflejo en el cristal, el pelo despeinado, el sudor bajando por mi espalda, los ojos cerrados de puro placer. A mi lado, mi amiga estaba de rodillas, con el otro agarrándola del pelo y follándola en la boca, haciéndola atragantarse mientras ella no paraba de tocarse entre gemido y gemido.

Era un frenesí, un torbellino de sexo crudo, sin pausas. Nos giraban, nos abrían, nos usaban en la cama, en el suelo, contra la pared. Y lo más excitante era saber que abajo, junto a la piscina, sus esposas seguían charlando, ajenas a que en ese momento sus maridos nos estaban follando como si fuéramos sucias amantes de hotel.

Yo no sabía si estaba excitada por lo que me hacían, por lo que veía a mi amiga sufrir y disfrutar, o por el secreto que nos envolvía. Pero lo único que quería era que no parara.
 
El aire acondicionado ya no servía de nada: la habitación ardía como un horno. El ventanal estaba lleno de marcas de manos y sudor, la cama completamente deshecha, y nuestros cuerpos temblaban, exhaustos pero hambrientos.

Uno de ellos me cogió en brazos como si no pesara nada y me dejó caer de espaldas contra la mesa baja del rincón. El golpe me arrancó un gemido, y antes de que pudiera moverme ya me estaba abriendo las piernas de par en par, follándome con una fuerza tan brutal que la mesa crujía bajo nosotros, como si fuera a partirse. Me agarraba del cuello con una mano, apretando lo justo para que me costara respirar, y esa mezcla de asfixia y placer me hizo perder el control.

Al mismo tiempo, el otro agarró a mi amiga de la cintura y la levantó en vilo, poniéndola boca abajo sobre la cama, con la cara hundida en las sábanas. Le entró de golpe, hundiéndose hasta el fondo mientras le tiraba del pelo y la azotaba con una fuerza que resonaba en la habitación. Ella gritaba, se retorcía, y cada grito solo parecía excitarlo más.

Yo veía la escena entre mis propios espasmos de placer: la mesa golpeando contra el suelo, su polla entrando hasta el fondo sin tregua, sus gruñidos en mi oído. Me sujetó de la mandíbula y me obligó a mirarle a los ojos mientras me follaba salvajemente, con embestidas tan duras que pensé que se me iba a partir el cuerpo en dos.

De repente, se detuvo, salió de mí y me puso de rodillas en el suelo, sujetándome del pelo. Mi amiga, jadeando, fue empujada también hacia mí, hasta quedar las dos arrodilladas frente a ellos. Fue el momento más sucio y excitante: los dos de pie, con las pollas brillantes y duras, y nosotras con la boca abierta, mirándonos entre risas nerviosas, sabiendo lo que iba a pasar.

Nos agarraron de la cabeza, nos la hicieron echar hacia atrás y nos follaron la boca como si fueran a destrozarnos la garganta. Gemíamos, nos atragantábamos, las lágrimas bajaban por nuestras mejillas, y sin embargo no paramos de chupar y lamer, excitadas por vernos ahí, lado a lado, convertidas en dos muñecas para ellos.

El primero gruñó, clavándome más hondo, y sentí la corrida caliente llenar mi boca, chorreando por mis labios hasta mi pecho. No me dio tiempo a tragar todo, me escurría por la barbilla mientras él me obligaba a mirarle, todavía jadeando.

El otro agarró a mi amiga y terminó sobre su cara, corriéndose a borbotones, manchándole la boca, las mejillas, el pelo. Ella reía con los labios empapados, chupando lo que podía, con los ojos brillando de lujuria.

Nos miramos las dos, llenas, sucias, con las corridas chorreando entre risas cómplices, y supimos que ese secreto quedaría grabado para siempre.

En la cama, las sábanas destrozadas. En el suelo, nuestras bikinis olvidadas. Y allá abajo, junto a la piscina, las esposas seguían tomando el sol, sin imaginar que en ese mismo instante, sus maridos acababan de dejar toda su semilla dentro y fuera de nosotras.
 

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