Ayer la tarde estaba tranquila en la piscina, con ese sol que pega justo cuando empieza a bajar y te adormece. Mi amiga y yo decidimos quitarnos los tirantes del bikini y quedarnos en topless, riéndonos como dos adolescentes traviesas. Sabíamos que llamábamos la atención, y quizás esa era parte de la gracia.
Ellos estaban allí, dos tumbonas más allá. Se hicieron los distraídos, pero pronto se acercaron con el bote de crema solar en la mano. Ni siquiera hacía falta hablar mucho; bastaba la sonrisa, la manera de alargar un “yes?” torpe, y nosotras asentir, haciéndonos las inocentes.
Sentí sus manos grandes, calientes, extendiendo la crema sobre mis hombros, bajando por mi espalda… demasiado despacio para ser un gesto casual. Yo tenía los ojos cerrados, pero notaba la mirada fija de mi amiga mientras le hacían lo mismo. Entre nosotras corría esa corriente silenciosa, como diciendo: “mira dónde estamos, mira lo que estamos dejando que pase”.
De pronto, escuchamos voces femeninas. Eran las esposas de ellos, bajando a la piscina con bolsas y toallas. Todo cambió en un segundo. Los dos alemanes se apartaron casi de golpe, como si nada hubiera ocurrido, volviendo a sus hamacas. Nosotras nos miramos conteniendo la risa, con el cuerpo aún húmedo de crema y la piel encendida.
Ver cómo ellas se acomodaban sin notar nada, mientras nosotros compartíamos esas miradas cómplices, fue lo más excitante. Era como si el peligro nos hubiera unido aún más, como si acabara de empezar un juego secreto en el que solo estábamos invitados los cuatro.
Las alemanas… sí, eran guapas, no te voy a mentir. Tenían ese aire nórdico de revista, piel muy clara, ojos claros y curvas marcadas bajo los bañadores de una pieza que parecían escogidos para resaltar aún más sus cuerpos voluptuosos. Se notaba que estaban acostumbradas a llamar la atención. Caminaban con seguridad, con esas sonrisas amplias, como si el sol también las estuviera mirando a ellas.
Justo por eso había tanto morbo en lo que pasaba. Ellas estaban allí, a pocos metros, sin imaginarse nada. Y mientras, nosotras con la piel aún brillante de la crema que sus maridos nos habían extendido minutos antes. Yo sentía la risa contenida en el pecho, un cosquilleo que no era solo de travesura… era pura adrenalina.
Ellos se levantaron poco después, con la excusa de ir hacia la recepción. Un gesto simple: ponerse las chanclas, recoger las gafas de sol y caminar tranquilamente como si nada. Pero nosotras lo entendimos al instante. Nos quedamos unos segundos más en las hamacas, intercambiando una mirada cómplice. Y luego nos incorporamos despacio, fingiendo indiferencia, pero siguiendo sus pasos hacia dentro del hotel.
El pasillo hacia la recepción estaba fresco, el aire acondicionado erizaba mi piel todavía húmeda. Podía escuchar las risas bajas de mi amiga, nerviosas, casi incrédulas. Ellos caminaban delante, altos, con la espalda recta, sin girarse… pero con ese aire de quien sabe que detrás le siguen dos chicas con las que está a punto de saltarse todas las reglas.
Era un juego silencioso. Ellas, las esposas, seguían en la piscina, despreocupadas, y nosotras avanzábamos detrás de ellos, sintiendo cómo cada paso nos acercaba a un secreto compartido que no tenía marcha atrás.
El ascensor… uff, todavía lo siento en la piel solo de pensarlo.
Entramos los cuatro casi de golpe, como si tuviéramos miedo de que alguien nos viera. La puerta se cerró con ese sonido metálico y, de repente, el silencio se hizo denso, cargado. Se escuchaba el zumbido del motor y, entre medias, nuestras respiraciones rápidas, nerviosas.
Ellos estaban frente a nosotras, altos, ocupando el espacio con una seguridad que nos desarmaba. Yo podía oler el cloro de la piscina todavía pegado a su piel, mezclado con un perfume masculino, fuerte. Mi amiga me rozó la mano sin querer, y ese simple contacto me puso la piel de gallina.
Nadie hablaba. Era como si el idioma ya no importara, como si todo lo que había que decir se estuviera transmitiendo en las miradas. Una de esas miradas fue hacia mí: intensa, fija, recorriéndome sin disimulo. Yo bajé los ojos, mordiéndome el labio, notando cómo el calor me subía por el cuello.
Cuando el ascensor se detuvo, antes incluso de que la puerta se abriera, uno de ellos alargó la mano y me rozó el brazo, muy despacio. Fue un gesto mínimo, pero cargado de electricidad. Sentí que mi amiga contenía la respiración justo a mi lado, y me entraron ganas de reír de los nervios.
La puerta se abrió con un ding y el pasillo del hotel se desplegó delante de nosotros, largo, silencioso. Ellos salieron primero, caminando con esa calma fingida, y nosotras detrás, todavía con el corazón desbocado. Cada paso hacia la habitación era como un secreto que se hacía más grande, más peligroso, más irresistible.
La tarjeta abrió la puerta con un clic que me pareció atronador en medio de aquel pasillo en silencio. Entramos los cuatro casi de puntillas, como si todo el hotel pudiera escucharnos. La habitación estaba fresca por el aire acondicionado, con las cortinas medio corridas dejando entrar una línea de sol anaranjado que caía sobre la cama grande, perfectamente hecha.
Ellos dejaron las chanclas a un lado y cerraron la puerta con calma, pero la tensión era brutal. Yo sentía el pecho agitado, como si hubiera corrido. Mi amiga se dejó caer en la esquina de la cama, nerviosa, riéndose flojito, como quien sabe que no hay marcha atrás.
El primero en romper el silencio fue uno de ellos: no con palabras, sino con una mirada directa y un gesto de la mano, llamándonos hacia él. No hacía falta entender alemán; esa invitación era universal. Mi amiga se levantó y caminó despacio, y yo detrás, como si nos estuviera arrastrando la misma corriente.
Recuerdo la sensación de estar de pie tan cerca de ellos, tan altos, tan seguros, mientras nosotras apenas disimulábamos el temblor de las manos. Uno me rozó el hombro, bajando con los dedos por mi brazo. Yo tragué saliva y desvié la mirada hacia mi amiga, que ya estaba a centímetros del otro, con la sonrisa nerviosa y los labios entreabiertos.
La cama estaba ahí, blanca, enorme, como si nos estuviera esperando. El aire olía a mezcla de crema solar, cloro y algo más… adrenalina pura. El silencio se fue llenando de respiraciones, de pequeñas risas contenidas, del crujido de las sábanas cuando alguien se sentó.
Él me empujó hacia la cama con un gesto firme, como si no necesitara pedir permiso. Sentí el colchón bajo mí y, al alzar la vista, lo vi ya desabrochándose el bañador con esa calma de quien sabe que lo van a mirar. Mi amiga, al otro lado, ya estaba tumbada, con el bikini a medio quitar, riéndose nerviosa mientras el otro alemán le apartaba las manos y le desnudaba el pecho sin rodeos.
El calor me subió de golpe. El que estaba conmigo se inclinó, me besó con esa torpeza deliciosa de alguien que mezcla deseo y prisa, y sus manos bajaron sin perder tiempo. Noté cómo me desataba el nudo del bikini y lo apartaba de un tirón, dejándome los pechos al aire. Su respiración se aceleró en mi cuello, y antes de que pudiera reaccionar ya me tenía tumbada del todo, con su cuerpo encima del mío.
Al lado, mi amiga gemía bajito, con la voz entrecortada, mientras el otro le apartaba la braguita a un lado y se la metía con una fuerza contenida que la hizo soltar un jadeo. La cama crujía, los cuerpos chocaban, y las risas iniciales se habían convertido en respiraciones descontroladas.
El mío me abrió las piernas con una facilidad brutal, se agachó y me lamió sin avisar, lento al principio, luego más profundo, hasta arrancarme un gemido que intenté ahogar mordiéndome la mano. Yo me retorcía, con la piel encendida, consciente de que a escasos metros las esposas seguían tomando el sol sin saber nada.
Mi amiga me miraba de reojo, con los ojos entrecerrados, mientras el alemán la follaba contra el colchón, agarrándola de la cintura. Yo apenas podía sostener la mirada: tenía a su amigo entre mis piernas, chupándome con una hambre salvaje, y cada movimiento suyo me hacía arquearme más contra la cama.
El morbo era insoportable. El peligro, la cercanía, el hecho de estar las dos amigas allí, al mismo tiempo, compartiendo la cama y el secreto… era un cóctel que nos estaba haciendo perder la cabeza.
Él levantó la cabeza de entre mis piernas, con la boca húmeda y los labios brillantes, mirándome con esa mezcla de hambre y triunfo. Se deshizo del bañador sin prisa, dejando a la vista un cuerpo fuerte, marcado, y una erección que me hizo tragar saliva al instante. Me sujetó de las caderas y me giró con un movimiento brusco, dejándome a cuatro patas frente a él, mientras su amigo seguía clavándose en mi amiga con fuerza, hundiéndose en ella sin pausa.
El colchón se hundía, la cama crujía bajo el peso de los cuatro. Yo miraba de reojo cómo mi amiga se aferraba a las sábanas, con el alemán bombeando sobre ella con un ritmo animal, y el simple hecho de verlo me hacía jadear más fuerte.
El mío me abrió con una mano, recorriendo mi sexo con el glande, frotándome despacio para hacerme suplicar. Y cuando lo sentí entrar, de golpe, profundo, me arqueé con un gemido que resonó en la habitación. Sus embestidas eran secas, contundentes, me hacían chocar contra la cama una y otra vez, y cada empujón se mezclaba con los jadeos de mi amiga a mi lado.
El olor era mezcla de sudor, crema solar y sexo. El sonido, una sinfonía de gemidos, respiraciones y golpes sordos contra el colchón. Me agarró del pelo, tirando hacia atrás, obligándome a mirarle, mientras me follaba con una fuerza que me hacía perder el control. Yo apenas podía sostenerme con los brazos, temblando, sintiendo cómo me llenaba entera en cada embestida.
Giré la cabeza, buscando a mi amiga, y nuestras miradas se cruzaron en medio del caos. Ella tenía las piernas abiertas, con el alemán sujetándola de los tobillos, empujando sin descanso. Sus pechos rebotaban con cada golpe y sus labios entreabiertos dejaban escapar gemidos que me excitaban todavía más. Fue como si en esa mirada nos dijéramos: “míranos, estamos haciéndolo de verdad, juntas, aquí”.
El mío me empujó hacia abajo, aplastándome contra el colchón, y empezó a darme más rápido, con una brutalidad que me arrancaba gritos ahogados. Sentí cómo me llenaba, cómo me hacía perder la noción de dónde acababa yo y empezaba él. Cada embestida era un choque eléctrico que me recorría el cuerpo.
A un lado, escuché a mi amiga suplicar en voz baja, entre jadeos, y luego el gemido ahogado del alemán clavándose más profundo en ella. El ambiente era tan intenso que no sabía si estaba excitada por lo que me hacía él o por lo que veía en la cama a mi lado.
La habitación entera parecía latir al ritmo de nuestros cuerpos.
La cama ya era un caos de cuerpos, sábanas arrugadas y respiraciones entrecortadas. El alemán que me follaba me soltó de golpe, salió de mí con un gruñido áspero y, sin decir palabra, se cruzó con su amigo. Fue un gesto seco, decidido: un intercambio.
De pronto lo tuve frente a mí, con el torso sudado, jadeando, la polla dura y brillando todavía de mi amiga. Me agarró de la mandíbula y me obligó a abrir la boca, entrando sin avisar. El sabor era intenso, salado, mezclado con el cuerpo de ella. Yo lo recibí entre gemidos ahogados, mientras sus embestidas me hacían lagrimear los ojos.
Sentí manos en mis caderas, otras distintas: el otro alemán había dejado a mi amiga para colocarse detrás de mí. Sin darme tiempo, me abrió de piernas y me clavó dentro con un golpe brutal, profundo, que me arrancó un grito contra la polla que me llenaba la boca. Me sentía partida en dos, usada sin piedad, atrapada entre los dos.
La cama temblaba. Podía escuchar a mi amiga riendo entre jadeos, con la voz rota, mientras recuperaba el aire y miraba la escena, excitada, tocándose el pecho y el clítoris como si no pudiera parar de mirarnos. No tardó en volver a ser tomada: el que me llenaba la boca salió de mí de un tirón y se lanzó sobre ella, la levantó de los brazos y la puso contra la pared, follándosela de pie con golpes secos que la hacían chocar la espalda contra el yeso.
Yo, mientras tanto, gemía como loca, con el otro clavándose en mí a un ritmo salvaje, sujetándome del pelo y tirándome hacia atrás mientras me abría más y más. Su respiración me golpeaba la nuca, su piel mojada resbalaba contra la mía.
El morbo era insoportable: escuchar cómo ella gritaba en alemán roto, mezclando risas y súplicas; sentir cómo mi cuerpo era usado con una brutalidad que no me dejaba pensar; oír la cama crujir, la pared golpear, los gemidos resonar en esa habitación cerrada como un secreto prohibido.
En un momento, nos giraron sin pedir permiso: a mí me levantaron de la cama y me pusieron contra el ventanal, el cristal frío contra mis pechos, mientras me embestían por detrás con toda la fuerza. Podía ver mi reflejo en el cristal, el pelo despeinado, el sudor bajando por mi espalda, los ojos cerrados de puro placer. A mi lado, mi amiga estaba de rodillas, con el otro agarrándola del pelo y follándola en la boca, haciéndola atragantarse mientras ella no paraba de tocarse entre gemido y gemido.
Era un frenesí, un torbellino de sexo crudo, sin pausas. Nos giraban, nos abrían, nos usaban en la cama, en el suelo, contra la pared. Y lo más excitante era saber que abajo, junto a la piscina, sus esposas seguían charlando, ajenas a que en ese momento sus maridos nos estaban follando como si fuéramos sucias amantes de hotel.
Yo no sabía si estaba excitada por lo que me hacían, por lo que veía a mi amiga sufrir y disfrutar, o por el secreto que nos envolvía. Pero lo único que quería era que no parara.