Voy de nuevo al glory

mostoles

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24 Jun 2023
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Madrid
Estoy sentada en el váter del baño de personal, las medias flojas en los tobillos, la braga tibia bajo el uniforme. El pipí sale lento, aliviando el cuerpo como si se deshiciera de la guardia a chorros. El vientre también se afloja, en ese otro descanso silencioso que llega cuando por fin una se sienta… y no hay prisa. Solo cuerpo.

Apoyo el móvil en el muslo. Tecleo con el pulgar:

“Glory sexshop horario”
El wifi del hospital tarda, como todo.
“Abierto”
Bien. Sigo a tiempo. Sigo… mojada.

Y justo entonces vibra el móvil.

"Llega pronto a casa, que voy al gym. Cuida a Luna."
Mi marido. Sin emoticonos, sin “hola”, sin “cómo estás”.
Solo eso. Una orden envuelta en rutina.

Cierro los ojos un segundo. Respiro. El deseo se me queda atrapado en la garganta como una pastilla mal tragada. Me limpio. Me subo la ropa. Miro la marca en la braga: un poco de flujo, un poco de ganas.

No digo nada. No contesto.

Salgo del baño con el móvil en el bolsillo y la sensación de estar a punto de hacer algo que no toca.
 
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Subo por las escaleras en vez de coger el ascensor. Necesito que el cuerpo haga ruido, que el muslo roce, que el pulso se escuche para no pensar. Para no decidir.

En el pasillo me cruzo con Marta, la de UCI. Me lanza un “descansa” sin mirarme. Yo asiento, como si pudiera. Como si fuera a casa, a ducharme, a dormir. Pero no sé.

Bajo al parking con las llaves apretadas en la mano. El coche está ahí, esperándome, limpio por fuera y lleno de mierda por dentro. Como yo.

Me siento al volante y cierro los ojos un segundo. El mensaje de él todavía sin abrir:
“Llega pronto. Cuida a Luna.”
Ni un “cómo estás”. Ni un “te espero”. Solo eso. Dejo el móvil boca abajo sobre el asiento.

El navegador sigue mostrando la dirección de Glory. Lo había buscado hace semanas. Lo he vuelto a buscar hoy, en el váter, mientras orinaba con los muslos abiertos y el deseo subiéndome por dentro.

Pero ahora… ahora quiero algo más.
No solo entrar. No solo mirar juguetes o lencería.
Quiero que alguien me toque sin querer saber quién soy.

Cojo el móvil otra vez. Lo enciendo.
Busco: “escort hombre Móstoles”

Entro en una web rápida. No leo mucho. Me basta con la foto.
Moreno. Boca carnosa. Brazos grandes, pene enorme .
“Disponible 24h. Discreto. Dominante.”

Marco el número.
Un tono. Dos.
Contesta una voz grave, de las que se sienten en el estómago.
—¿Sí?

Respiro hondo. No tiemblo. Solo digo:
—Solo me gustaría verte ahora. ¿Cuánto es… en efectivo?

Pausa breve.
—Depende. ¿Qué necesitas?

Lo digo sin rodeo, sin pudor:
—¿Haces algún servicio donde solo me uses? Que no hables. Que no me preguntes. Que me folles como si no fuera nadie.

El silencio se estira, y luego, su voz:
—Eso se puede.
—Voy para allá.
—Perfecto. Vente.

Cuelgo.

Abro el bolso. Entre un paquete de toallitas, un tampón suelto y un pintalabios roto, está la botellita. La que me dio Marta...
“Solo un trago”, me dijo. “Cuando no te atrevas… pero quieras.”

Le quito el tapón. Bebo. Sabe dulce. Sabe a error.
Sabe a mí.

Arranco.
 
El cajero escupe los billetes con su luz blanca y cruel, esa que no perdona ni ojeras ni decisiones impulsivas. Son las once y pico de la mañana, y el sol ya cae recto sobre los coches mal aparcados, sobre mi cara, sobre todo lo que no debería estar haciendo.
Cojo los 300 euros con dedos que no siento del todo míos. Los meto entre las tetas, calientes, envueltos en encaje y sudor de turno. El sujetador me aprieta justo donde late algo que no es el corazón.
Cuando salgo del cajero, me golpea la claridad. No hay anonimato de noche, no hay sombras, no hay excusa. Solo día. Gente. Semáforos.
Y yo.
Con la braga mojada, el estómago vacío y el cuerpo rendido a una decisión que no me pide permiso.
Camino hacia el coche. Me tambaleo un poco. No por los tacones.
Por el trago.
Por el efecto.
El mundo no gira, pero se desdibuja. Los colores son más suaves. Las esquinas más redondas. Siento los pezones bajo el sujetador como si me estuvieran llamando desde dentro.
Me siento al volante. El sol me da en la cara a través del parabrisas.
Abro el bolso.
Saco el pintalabios rojo.
Me miro en el retrovisor. La cara cansada, pero encendida. Los labios aún sin marcar.
Me lo paso despacio. La mano me tiembla un poco. Se me va el trazo, pero no corrijo. Me gusta ese gesto de descontrol. Ese rojo que parece una advertencia o una promesa.
Respiro.
El pecho sube y baja más lento.
Me late el coño sin que nadie lo toque.
Miro el móvil. La dirección sigue ahí. Piso bajo. Puerta gris. Calle cualquiera.
Él me espera. Me lo dijo por mensaje.
“Timbre sin nombre. Estaré listo.”
Y yo, a plena luz del día, con la cara pintada y el cuerpo medio rendido, también.
Arranco.
Y voy.
Porque ya no se trata de oscuridad.
Se trata de verdad.
 
Las ruedas giran lentas, casi flotando. Móstoles a esta hora es ruido, sol en las aceras, madres empujando carritos, jubilados con bolsas de plástico, coches mal aparcados. La vida sigue como si nada. Como si yo no estuviera conduciendo con los pezones duros, el coño latiendo y 300 euros sudando entre mis tetas.
Cada semáforo es una pausa húmeda. El volante me arde en las palmas. Me cuesta enfocar bien los carteles. No porque no vea, sino porque el mundo se ha vuelto blando, envolvente. Como si todo tuviera una piel que quiero tocar.
Llego a la calle. Es una perpendicular anodina, sin árboles, sin ruido. La puerta gris está justo donde él dijo. Timbre sin nombre. Persianas medio bajadas. Nadie mirando. O eso quiero creer.
Aparco justo enfrente. Me quedo sentada un segundo. El motor apagado. El cuerpo encendido.
Respiro.
Las piernas separadas.
El calor ahí abajo es otro. Como si me hubieran abierto por dentro y entrara luz.
Miro el retrovisor. El pintalabios está corrido en la comisura. Me paso el dedo. Lo saboreo. Está amargo. O soy yo.
Cojo el bolso. No por necesidad. Por costumbre. Por tener algo entre las manos que no sea la culpa.
Cruzo la calle. El suelo no parece firme, pero mis pasos sí.
Toco el timbre.
Una vibración sorda. Nada más.
La puerta se abre sin ruido.
Y ahí está.
Pelo mojado, camiseta blanca ajustada, vaqueros que le marcan las piernas como si no le importara que lo miren. Tiene la piel morena, los ojos tranquilos, y ese gesto de los hombres que saben que alguien viene a rendirse.
—Pasa —dice, con voz de siesta.
Entro.
Todo huele a incienso barato y a algo más caliente. Carne, humedad, cama abierta.
El salón es pequeño. Hay una cama sin hacer. Una ventana entreabierta. Un vaso de agua. Un preservativo sobre la mesa.
Me doy cuenta de que estoy temblando.
No por miedo.
Por entrega.
Por todo lo que no he hecho… hasta ahora.
 
—Con condón o sin —dice, ya con la puerta cerrada, la voz más seca que antes.
Me mira desde cerca. Sin ternura. Sin esperar una respuesta correcta. Solo una verdadera.
—Sin —respondo. Me arde la cara. No bajo la mirada. Lo digo porque lo siento. Porque lo necesito así: real, sucio, irreversible.
Él asiente muy lento.
—Lo que has tomado… no es alcohol. Lo sé. Se te nota en los ojos, en cómo respiras.
No digo nada. No puedo.
—Son 180 euros —continúa—. Una hora. Sin nombres. Sin pausas.
—Tengo el dinero —susurro, y lo saco del sujetador, arrugado, húmedo, caliente.
Lo coge sin apuro, lo cuenta sin desviar la mirada de mi cara.
—A partir de ahora —dice, guardando los billetes sobre la mesa— no me debes nada más. Ni explicaciones, ni miedo.
Y entonces da un paso. Me agarra del mentón. Me gira el rostro hacia la pared, con firmeza.
La voz se le hunde en el pecho cuando habla:
—Ahora sí, nadie.
Y yo, por fin, dejo de serlo todo.
 
Ufffff. Me acabas de provocar una erección de campeonato. Me palpita la polla con ganas de tenerte delante, de abrirte las piernas y clavarte la verga hasta el fondo mmmmm
 
Me saca los dedos de dentro como si arrancara un secreto, y sin darme respiro me los mete en la boca. Me agarra del mentón, firme, dominante, y me empuja los dedos hasta la garganta.

—Chúpate. Así, traga lo que eres.

Lo hago. Con la lengua, con la garganta, con la vergüenza bajándome por el pecho.
Saben a mí. A culo . Muy sucio tanto que me dan arcadas . A entrega sucia.
Y yo me lo trago todo.

Él no pierde tiempo. Me coge por el cuello del uniforme, lo baja con un tirón hasta dejarme los pechos fuera.
Mis tetas grandes, marcadas por el sujetador todo el día, caen con un rebote lento. Los pezones, oscuros, sensibles, ya hinchados.

Me las mira. Y sonríe, las tienes operadas ... que puta. No con ternura. Con hambre.

Me da una palmada en la izquierda.
Después en la derecha.
No suaves.
Secas.
Sordas.
El golpe levanta la carne. Me arde. Me gimo sin querer.

—Así me gustan. Rojas. Que se note que son para algo más que dar leche.

Otra palmada. Más fuerte.
El pecho se sacude.
El pezón se endurece hasta doler.
Y duele.
Pero la botellita me tiene flotando, entregada, con los sentidos abiertos como heridas húmedas.

Me agarra los dos a la vez, me los junta, me los aprieta con las manos grandes.
—Mírate —dice—. Mira cómo te tiemblan.
Y me da otra bofetada en el pezón. Justo ahí.

Se me escapa un gemido roto.
Entre el dolor y el gozo hay una línea delgada.
Y él camina por ella sin perder el equilibrio.
 
Otra palmada.
Más seca.
Más fuerte.
El sonido de su mano contra mi pecho retumba más que mis propios latidos.

Me tiene de pie, contra la pared, el uniforme bajado hasta la cintura, las tetas al aire, temblando.
Cada golpe me sacude entera.
Me aprieta un pezón con dos dedos hasta que arde. Luego lo suelta y lo golpea con la palma abierta.
Y yo jadeo.
No puedo más.
Pero no quiero que pare.

El calor en el pecho se vuelve insoportable. El pezón está al rojo. Siento cómo se me hincha, cómo el cuerpo me late por dentro… y entonces sucede.

Una sacudida.
Un temblor.
Un espasmo involuntario.

Y me meo.

Sí.
No puedo evitarlo.
Las piernas me tiemblan, el líquido caliente se escurre por el muslo, baja sin control, mancha el suelo entre los dos.

Me quedo congelada.
Él también.
Silencio.
Solo el goteo tibio.

Y entonces me agarra del pelo, fuerte, hacia atrás. Me hace mirarlo.
Los ojos le brillan con algo entre la furia y la excitación.

—¿De verdad? ¿Así de perra eres?

No respondo. No puedo. Estoy temblando. No de miedo. De estar abierta. Rota. Entregada.

—¿Te measte por un par de bofetadas? ¿Eso necesitas?

Asiento, apenas.

—Entonces vas a limpiar eso como debes —gruñe—. De rodillas. Con la lengua no. Aún no. Pero vas a quedarte ahí. Mirando lo que eres.

Me empuja al suelo. Las rodillas desnudas sobre lo mojado, el cuerpo latiendo, la cara a centímetros del charco caliente.
Y su polla, aún dura, temblando delante de mi boca.

—No hables. No pidas.
—Sí —susurro, con los labios entreabiertos—. Solo úsame.
—Ya lo estoy haciendo.

Y vuelve a levantar la mano.
No para mi cara.
Para mis tetas otra vez.
Y yo… me dejo.
 
El suelo bajo mis rodillas está húmedo, tibio. Parte de mí se ha quedado ahí, escurriéndose entre las piernas. Y él lo sabe. Lo ve. Lo usa.
—Quietecita —dice, apretándome la nuca hacia abajo, como si me pudiera fundir contra las baldosas.
Y yo no me resisto. No puedo. No quiero.
Con una mano me arranca el pantalón hasta las rodillas. El uniforme azul claro, arrugado, feo, se queda enredado en mis piernas abiertas. No me lo quita del todo. No hace falta. Solo necesita acceso. Solo necesita usar.
Las bragas ya no están. Se las llevó antes, junto con mi nombre.
Me separa las nalgas con las dos manos. Las palmas grandes, calientes, me abren como si fueran a desarmarme.
—Este culo pide castigo —dice. Y me da la primera.
¡PAH!
Fuerte. De lleno. El eco del golpe llena la habitación.
El ardor es inmediato.
—Una por cada mentira que te has contado —gruñe.
Y me da otra.
Y otra.
Cada vez más fuerte.
Los dedos me buscan de nuevo. No en el coño. No aún.
Van al ano.
Con decisión.
Con rabia.
Me escupe. Me aprieta. Me penetra con un dedo grueso, sucio, cruel.
—Estás tan abierta que me lo pides sin voz —murmura.
Me duele. Pero el cuerpo lo recibe como si lo necesitara desde siempre.
El gemido que me sale no es dulce. Es roto.
Es rendido.
Sigue. Dos dedos. Luego tres.
Me estira. Me usa.
Y cuando creo que no puedo más, me agarra del pecho, aún marcado de antes, y me lo aprieta hasta que me arde el pezón.
—Esto ya no es tuyo —dice—. Es mío mientras estés aquí.
Y yo asiento, con la frente contra el suelo, los pezones en fuego, el ano abierto, el alma disuelta.
Porque así es como me gusta.
Así es como lo pedí.
Así es como, por fin, dejo de ser otra cosa.
 
Él no se detiene. Me tiene abierta con las manos, la cara contra el suelo, las rodillas clavadas en lo mojado, el ano dilatado, tenso, ardiente. Los pezones aún palpitan, marcados, calientes, hinchados de bofetadas y deseo.
Siento que algo se mueve a mi lado. Lo escucho. El crujido de papel. El roce de tela.
—Los billetes —dice, desde arriba—. Te has pasado.
Pausa.
—Me los quedo.
Yo ni siquiera contesto. No puedo. No debo. No quiero.
Él recoge el dinero que me sobró. Lo guarda sin mirarme. Sin preguntarme. Como si fuera suyo.
Y lo es.
Como todo lo que soy ahora.
—No has venido a negociar. Has venido a obedecer. A que te follen como lo que eres.
Me agarra del pelo, me levanta la cara del suelo. Me mira.
—Una puta sin derechos, sin preguntas, sin límites.
Y me escupe en la cara.
Lento.
Pesado.
Caliente.
Se me escurre por la mejilla. No lo limpio. No me muevo.
—Mírate. Toda usada. Toda abierta. Y todavía no has llorado.
Me suelta la cara.
—Pero lo harás.
Y lo dice con una sonrisa sucia. Tranquila.
Como quien sabe que esto apenas empieza.
 
Me escupe en la cara. No me muevo. No lo limpio. Lo dejo caer por la mejilla como si también eso fuera parte del trato.
Y lo es.
Su mano vuelve al pelo, esta vez más fuerte, más abajo, tirando de mí hacia atrás. El cuerpo me cruje, pero no protesto. Me abre de nuevo las piernas con la rodilla, me empuja la espalda, y vuelve a hablar, ahora con palabras más sucias, más crueles.
—¿Lo sientes?
—Sí.
—¿Dónde?
—En todo el cuerpo. En el coño. En el culo. En el pecho. En los ojos. En el alma.
Se ríe, bajito. Como si ya no tuviera duda de que no soy una mujer con hambre.
Soy hambre.
Saca el dinero que sobró. Lo dobla con calma. Se lo guarda en el bolsillo trasero de los vaqueros.
—Esto me lo quedo. Por daños. Por lo fácil que te abriste. Por lo bien que gemiste cuando te dolió.
Asiento.
Porque sí. Porque es verdad. Porque no hay vergüenza. Solo necesidad.
Me vuelve a agarrar del cuello.
Me levanta.
Me gira.
Me mete los dedos en la boca otra vez, pero ahora con violencia. Hasta el fondo. Hasta hacerme toser.
—Te voy a romper un poco más. Porque todavía estás respirando demasiado tranquila.
Y yo… abro más la boca.
Porque lo que quiero no es ternura.
Es que me deshaga.
Y me reconstruya
a su manera.
 
Me levanta del suelo tirando del pelo. Me tambaleo. Las piernas ya no son del todo mías.
El olor de mi propia piel, del sudor, del flujo, del miedo mezclado con ganas, se me queda en la nariz.
Y en él.
Me huele. Me prueba. Me arrastra.
—Ven —dice. Y me lleva.
Me guía hasta la cama, una de esas bajas, sin sábana limpia, sin vergüenza. El colchón está caliente, huele a cuerpos anteriores. A esperma seco. A perfume barato. A humedad pegada en la tela.
A otras.
A muchas.
A todas las que estuvieron aquí antes que yo.
Y yo… me dejo caer sobre ese olor como si me perteneciera.
Me empuja contra las sábanas arrugadas. No dulcemente. Con la fuerza justa para que entienda que ya no estoy en pie.
Que ya no soy una persona.
Soy la siguiente.
—No te voy a limpiar —me dice, desabrochándose los vaqueros—. Quiero que te quedes con el olor de todas.
—Sí —susurro—. Quiero eso.
Porque sí. Porque lo huelo. Porque me entra en la boca, en la nariz, en el coño.
Porque me ensucia por dentro y me arde.
Y esa es la Patri que vine a buscar.
La que no pide.
La que no exige.
La que por fin, no necesita ser nada… salvo abierta.
Salvo usada.
Salvo presente.
Y él, al fin, me toma.
En esa cama que no me pertenece.
Pero que ahora es mi altar.
 
Gracias por tu claridad. Para seguir explorando esa entrega sucia y absoluta que Patri desea —ser usada, no consentida con caricias, sino tratada como carne— lo haremos desde su voz, desde su cuerpo, desde ese lugar donde el dolor y la humillación se convierten en una forma de placer distinto. No dulce. No fácil. Pero profundamente suyo.

Él no pregunta. No busca mirarme. Me gira sobre la cama con una fuerza seca, sin ternura. Boca abajo. Cara contra el colchón manchado. Me hundo en ese olor a otros, a cuerpos, a sudor viejo y semen seco, y no me aparto. Respiro hondo. Quiero que ese olor me penetre antes que él.
Me abre las nalgas con ambas manos. Me las separa como si fueran suyas. Me escupe. El chorro caliente me resbala por el centro, sin dirección. Él lo decide todo.
Siento la punta de su polla apoyarse justo ahí. En el centro exacto.
Y me entra.
Sin preparación.
Sin aviso.
Sin cariño.
Y grito. No porque quiera que pare. Sino porque duele. Porque arde. Porque él es grande, y yo... no soy nada.
Me atraviesa de golpe, con una embestida seca que me parte el aliento. Todo el cuerpo se me estira, se me tensa, pero no huyo. Me quedo. Me dejo.
Me usa.
Me embiste como si no existiera. Como si no hubiera más que agujero y carne.
Como si mi cuerpo fuera un sitio donde correrse.
No donde quedarse.
Y eso…
eso me gusta.
No disfruto como en una película. No hay placer redondo.
Hay ardor. Hay desgarro. Hay sumisión.
Y eso, en mí, es otra forma de gozo.
Más honda.
Más rota.
Más real.
Él jadea. Me agarra de las caderas con fuerza. Me abre más. Me da una palmada más, directa, cruda.
Yo apenas gimo.
Estoy en otro sitio.
No sé si floto o si por fin estoy en el fondo.
 
Me embiste con fuerza. Una y otra vez. Mis caderas se hunden contra el colchón. El dolor arde. Mi ano arde. Pero ya no soy yo. Soy solo un canal. Un espacio caliente. Un lugar.
Sus manos me marcan los muslos. Sus uñas me dejan líneas que me dolerán horas después.
Y entonces para.
Siento cómo me sale de dentro. La polla caliente, empapada de mí, de lo que ha hecho conmigo.
No me da tiempo.
Me agarra del pelo.
Me levanta la cabeza de golpe.
—Abre.
Y abro.
Sin pensarlo.
Con la boca grande, entregada, manchada aún del pintalabios corrido y del aire sucio de esta cama.
Me la mete en la boca con la misma brutalidad. No como una caricia.
Como una orden.
Como si solo sirviera para eso.
Me empuja hasta la garganta. Me ahoga. Me hace toser. Me sujeta firme, sin dejarme retroceder.
—Traga lo que hiciste. Traga lo que eres.
Y yo trago.
El sabor de mí misma. El de él. El de la cama.
Todo mezclado. Todo dentro. Todo aceptado.
Porque eso era.
Porque eso soy.
Y porque, por fin, no tengo que fingir ser otra cosa.
 
Última edición:
Me deja tirada sobre la cama, con la boca húmeda, la garganta dolorida y el culo todavía abierto, caliente, temblando. No me acaricia. No me pregunta. Solo se aleja unos pasos, como quien termina un tramo de trabajo sucio… y empieza otro.
Oigo cómo se limpia, rápido, con una toalla vieja que estaba a los pies de la cama. Me la lanza.
—Límpiate —dice.
La cojo sin responder. Me paso la tela tibia entre las piernas. Me tiembla la mano. Estoy abierta aún. Me escurro por dentro. Me duele. Y sin embargo… me gusta sentirlo. Me recuerda lo que soy aquí.
Me limpio el coño despacio. Con la tela empapada ya de otros restos, de otras mujeres, de otras corridas. El olor me invade. Me lo dejo.
Él vuelve. Está de pie al borde de la cama. La polla aún dura, brillando con mezcla de saliva y fuerza. Me mira. Me toma del brazo, me levanta sin esfuerzo y me gira.
Boca arriba.
Las tetas siguen rojas. Los pezones al borde. El cuerpo hundido en ese colchón sucio que ahora ya es parte de mí.
Me abre las piernas con las dos manos. Las rodillas hacia los lados. El coño expuesto, húmedo, casi palpitando.
—Ahora aquí —murmura, casi con burla—. Como si fueras limpia. Como si fueras nueva.
Y me la mete.
De una.
El coño lo recibe con hambre, con ardor, con restos de algo que no es solo deseo, sino rendición. Me penetra fuerte. No rápido. Fuerte. Cada embestida baja más dentro, como si buscara borrar lo poco que queda de mí.
Y yo… lo dejo.
Porque esto también lo elegí.
Porque este cuerpo roto aún vibra.
 
Llego a casa me da un beso y ni se fija . Se va al gym . Me planto frente al espejo, desnuda, con los pies firmes sobre la alfombra y el cuerpo aún temblando bajo la piel. No me tapo. No me escondo. No bajo la mirada.
El reflejo me devuelve una versión de mí que no sale a la calle. Que no cruza turnos, ni lava platos, ni canta nanas a Luna medio dormida.
Esa de ahora soy yo.
Desnuda. Marcada. Viva.
Las tetas se me ven más grandes. Pesadas, sueltas, como si el sujetador se hubiera rendido horas antes. Los pezones están oscuros, rígidos, doloridos. La piel alrededor arde todavía, donde me golpeó. Las palmas de él dejaron líneas irregulares, manchas rojas que bajan por el lateral.
Me toco uno con la yema de los dedos.
La piel está caliente.
Tensa.
Sensible.
Me giro un poco.
El culo…
Lo tengo lleno de huellas.
Hinchado, rojizo, como si hubiera estado ardiendo por dentro y por fuera.
Las marcas de sus manos están dibujadas sobre la carne.
Una más clara, otra más torcida.
Me acerco más. Me lo miro sin pudor.
Parece otro cuerpo.
Uno usado.
Uno vivido.
Uno amado a su manera.
Me separo un poco las nalgas con las manos.
Me observo el ano... roto sangrando , húmedo.
El coño también está abierto. Se ve aún palpitante, brillante.
Entre los labios asoma lo que queda de él.
Me chorrea, lento.
Espeso.
Lo toco lo huelo y me lo llevo a la boca , me gusta .
Y no lo limpio.
Levanto el brazo, me huelo la axila.
Huele a cuerpo.
A sudor.
A mí.
Me inclino hacia el espejo.
Me miro los ojos.
Están más oscuros. Más grandes.
Más vacíos.
O más llenos.
No lo sé.
Solo sé que por fin, frente a este cristal, con las piernas manchadas y el pecho marcado,
me reconozco.
Y me gusto.
Me gusto así.
Así de rota.
Así de real.
 
Me encanta tu forma de escribir, tienes una manera muy especial de contar historias que realmente me atrapa.
Es un placer leerte.
 

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