Vestido rojo

King Crimson

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26 Sep 2025
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Cada mañana él bajaba al puerto con un libro nuevo que leer frente al agua. Cada tarde ella cruzaba el muelle con el mismo vestido mugriento y la misma prisa.

El puerto parecía una boca herrumbrosa que masticaba barcos muertos. Desde lejos, las grúas oxidadas se alzaban como esqueletos de animales prehistóricos, y el río, ancho y lento, se confundía con el cielo encapotado en un mismo tono parduzco, como si la ciudad entera estuviera sumergida en agua turbia. A esa hora —final de la tarde, cuando el sol no se animaba a morir del todo— los borrachos empezaban a ocupar los bancos de la costanera y las prostitutas a rotar de esquina, cansadas de esperar.

Él estaba ahí, como siempre. El estibador jubilado. Cincuenta y ocho años, aunque el cuerpo aparentaba más. Una espalda torcida por décadas de cargar sacos de harina y cajas de pescado. Manos enormes, callosas, que parecían todavía buscar un peso que levantar. Los vecinos decían que miraba el agua como si esperara a alguien, algún barco, un fantasma de otros tiempos. No hablaba mucho; apenas contestaba monosílabos a quien se atrevía a saludarlo. Pero cada tarde se sentaba en el mismo banco de cemento, frente al río, como si cuidara de un secreto, y leía libros gastados, amarillos de tan manoseados.

La ciudad había sido rica hacía medio siglo: puerto de entrada y salida de mercaderías, hoteles con alfombras rojas, clubes de baile, cantinas abiertas hasta el amanecer. Ahora quedaban sólo fachadas despintadas, prostíbulos baratos, almacenes con la mitad de las estanterías vacías. El aire olía a pescado podrido y a humo de motor viejo, y de tanto en tanto un silbato ferroviario recordaba que aún existía el mundo más allá de esa orilla.

Era en ese escenario que aparecía ella, cada tarde.

No caminaba con la cadencia nerviosa de las otras mujeres de la noche, ni con la mirada calculadora. Caminaba recto, como quien se acerca a cumplir una tarea. Tenía veintiún años, piel morena, un vestido gastado demasiado corto para el frío del río y un bolso de tela gastada que colgaba de un hombro. El viento le azotaba el cabello desordenado y ella no intentaba peinarlo: avanzaba como si ya no pudiera permitirse gestos de coquetería.

Aquella tarde de otoño se detuvo frente al estibador, y le miró sin hablar hasta que él levanto sus ojos del libro.

Él la reconoció de vista —sabía que trabajaba en la zona portuaria, que entraba y salía de la pensión de la esquina con clientes que apenas la miraban a los ojos—, pero nunca había cruzado palabra. Esperó un comentario, una oferta, un gesto. Nada.

Al fin, ella abrió la boca.

—Disculpe, ¿usted sabe escribir?

La pregunta sonó como un golpe en el aire húmedo. Él la miró con extrañeza, dudando si había escuchado bien. Ella insistió, sin titubear.

—Necesito que me ayude a escribir cartas.

No pidió cigarrillos, ni dinero, ni compañía. Pidió palabras.

Palabras que ella no sabía cómo ordenar.
Se sentó a su lado sin permiso. Abrió el bolso y sacó un cuaderno escolar de tapas azules, arrugado en las esquinas, y un bolígrafo mordido. Se lo entregó como si le ofreciera un cuchillo.

—Es para mi madre. Y para mi hermana —dijo, mirando el río—. Ellas creen que trabajo en una tienda de ropa. Que estoy bien. Que vivo en una pieza con ventana y flores en la mesa.

Hablaba rápido, con un castellano atravesado por un acento lejano, de más allá de las montañas y la selva. No levantaba la vista; era como si confesara un crimen. El estibador la escuchó en silencio. Sintió un calor extraño en la nuca. Hacía años que nadie le pedía nada, salvo monedas o favores menores.
Tomó el cuaderno con torpeza. La mano derecha le temblaba un poco, resabio de viejas lesiones. Pasó las páginas vacías y olió a papel húmedo. Se preguntó qué demonios iba a escribir ahí.

Ella se acomodó el vestido sobre las rodillas huesudas y añadió.

—No quiero que sepan la verdad. Quiero que lean otra vida. Una vida bonita.

El viento se llevó la última palabra y la disolvió en el rumor del río.

Él respiró hondo, como si tuviera que levantar un saco de harina otra vez, y clavó la mirada en el cuaderno. El puerto oxidado quedó atrás por un instante. El cuaderno en blanco era más pesado que cualquier carga.

*

Tomó el bolígrafo como si fuera un cincel. La mano le pesaba, pero la memoria todavía recordaba el pulso de cuando firmaba papeles de descarga y albaranes en la aduana. La punta chirrió un poco sobre la hoja húmeda.

—Dígame qué quiere poner —murmuró, con voz ronca, que parecía agarrotada de no usarse.

Ella cerró los ojos un momento, como si buscara dentro de sí una voz que no le pertenecía. Luego empezó a dictar:

—“Querida mamá…”

Él escribió, con letra grande, sorprendentemente recta, de hombre que nunca aprendió a adornar la caligrafía pero sí a dignificarla.

—“…espero que estés bien, y que la salud de la abuela también esté mejorando. Aquí todo va de maravilla.”

Él se detuvo. Levantó la cabeza y la miró, incrédulo.

—¿De maravilla?

Ella asintió con una mueca que era sonrisa y llanto al mismo tiempo.

—Sí. Ponga eso.

Él obedeció. El bolígrafo raspó la hoja: Aquí todo va de maravilla.

Ella siguió dictando, y la mentira empezó a tomar forma.

—“Conseguí trabajo en una boutique que vende vestidos elegantes. El dueño me trata bien y me paga puntual. Hasta me deja quedarme con la ropa que ya no se usa.”

El bolígrafo seguía su curso mientras, a pocos metros, un perro husmeaba restos de pescado podrido entre las piedras del malecón. El olor del río entraba en las narices de ambos, mezclado con humo de aceite quemado. El contraste era tan brutal que parecía una broma cruel del destino.

—“He hecho nuevas amigas. Una de ellas es peluquera, me arregla el pelo gratis. La otra estudia en la universidad y me enseña palabras difíciles.”

Él levantó la vista otra vez.

—¿No sospecharán? —preguntó—. ¿Si alguien se da cuenta de que inventa?

Ella encogió los hombros.

—Es mejor que sospechen de felicidad a que sepan la verdad.

La hoja iba llenándose de frases como si alguien soplara aire fresco dentro de un cuarto en ruinas. Cada mentira era un ladrillo nuevo en una casa imaginaria.
Ella pidió que cerrara la carta con algo sencillo.

—“No se preocupen por mí. Estoy ahorrando. Pronto podré volver a visitarlas. Las quiero mucho. Su hija.”

Él firmó obediente.

Dejó el bolígrafo sobre el cuaderno y miró el río. Sentía en los dedos una mezcla de alivio y rabia. Alivio porque había cumplido, rabia porque sabía que esa mentira era lo más hermoso que había escrito en su vida.

Ella tomó la hoja con cuidado, la dobló en cuatro y la guardó en un sobre arrugado.

Luego le dio las gracias con un murmullo casi inaudible.

El estibador la observó mientras se levantaba. No caminaba con la gracia de una muchacha de veintiún años, sino con la rigidez de alguien que carga más peso del que se ve. Antes de alejarse, se giró un instante y le volvió a preguntar.

—Mañana… ¿puede escribirme otra?

Él no contestó. Solo asintió con un movimiento brusco de la cabeza.

*

El estibador despertaba siempre antes del amanecer, aunque ya no tenía horario que cumplir. El cuerpo había quedado marcado como un reloj de carga y descarga: a las cinco de la mañana los ojos se le abrían solos, con el recuerdo fantasma de sirenas y silbatos que ya no sonaban.

Su cuarto olía a humedad vieja. Las paredes estaban pintadas de un amarillo apagado que se había descascarillado en mapas irregulares de países imaginarios. El colchón, hundido en el centro, le dejaba un dolor constante en la espalda. En un rincón, sobre una mesa coja, descansaban dos tazas desportilladas, una botella de ron de caña a medio terminar y el cuaderno azul que ella le había dejado después de la primera carta. No lo había vuelto a abrir. Lo miraba como si dentro hubiera una trampa.

Desayunaba pan con café aguado, cuando lo había. Luego bajaba hasta el puerto, sin otra razón que ver morir el día. Se quedaba sentado en el banco de siempre, observando el río marrón que arrastraba bolsas de plástico, ramas y de vez en cuando un perro muerto, leyendo sobre lugares y personas que ni le importaban.

Mientras tanto, ella se despertaba en una pieza de pensión que compartía con otras dos mujeres. El techo estaba tan bajo que al estirarse podía tocarlo con la palma. La ventana no abría; de noche, el aire se espesaba con los ronquidos de las vecinas y el olor a sudor mezclado con perfume a granel.

Se lavaba con agua fría en un lavabo común del pasillo. Su vestido, el único decente, lo colgaba de un clavo en la pared. En el fondo de su bolso guardaba tres sobres arrugados: cartas que había recibido, y cartas que esperaba enviar. A veces los sacaba y los alisaba con la mano, como si fueran piel de un animal extraño pero familiar.

Durante el día vagaba entre bares y almacenes ofreciendo compañía a hombres con olor a cerveza rancia, para saldar una deuda que nunca dejaba de crecer. La mayoría la llevaban a cuartos oscuros, a callejones sin nombre, a zaguanes abandonados. Otros, los menos, solo querían conversar un rato, llenarle el estómago con empanadas baratas, una farsa de compañía. Había aprendido a sonreír en los momentos justos, a callar cuando correspondía, a endurecer el cuerpo como madera cuando la ternura no era posible.

Por la noche regresaba caminando por calles encharcadas, cruzando casas coloniales que se caían a pedazos, y cada tanto veía al estibador en el mismo banco. No siempre se detenía. A veces le bastaba con saber que estaba ahí, inmóvil, como un faro sin luz.

Él la miraba de reojo, sin llamarla. Había comprendido que en esa muchacha había una grieta que no podía tocarse sin romperla.

*

Ella llegó otro día un poco antes del anochecer, con el bolso apretado contra el pecho. El viento traía olor de nafta mezclado con humedad de río, algas y podredumbre. El estibador estaba, como siempre, en el banco. No dijo nada cuando la vio. Tampoco ella. Se sentó a su lado mientras él sacaba el cuaderno azul.

—Hoy quiero que pongamos más cosas —dijo en voz baja—. Que inventemos un novio.

Él frunció el ceño.

—¿Un novio?

—Sí. Mi mamá siempre pregunta si estoy de novia. Nunca sé qué responder. Mejor darle un nombre.

El estibador carraspeó, incómodo. Le dolía en el pecho inventar lo que sabía que nunca existiría. Pero abrió el cuaderno. La punta del bolígrafo arañó el papel.

Ella empezó a dictar:

—“Querida mamá: estoy muy feliz. Conocí a un hombre bueno. Se llama Gabriel. Trabaja en una librería. Es serio, me cuida. Dice que soy lo mejor que le ha pasado en la vida.”

El estibador escribió, tragando saliva con dificultad. La palabra librería le pareció absurda en esa ciudad donde la última había cerrado hacía más de diez años. Pero lo dejó correr.

—“Los domingos paseamos por la vereda del río. Tomamos helados de chocolate. Hablamos de cosas lindas, de planes. A veces me canta canciones antiguas que aprendió de su padre.”

El bolígrafo chirriaba. Afuera, un borracho vomitaba contra una pared descascarada. Ella se inclinó hacia él, con los ojos brillantes.

—Ponga también que me regaló un vestido rojo.

Él dudó. Miró su ropa gastada, el dobladillo deshilachado.

—¿Un vestido?

—Sí —dijo ella, tajante—. Rojo. Como los que se ven en las revistas.

El estibador obedeció. La palabra rojo quedó grande en la hoja, como una mancha de sangre.

La carta siguió creciendo: promesas de viajes, de fiestas y bailes, de una vida que no existía ni existiría. Cuando ella dijo escríbale que pronto voy a casarme, él levantó la vista, con una mezcla de furia y compasión.

—¿No es demasiado? —preguntó.

Ella lo miró fijo, sin pestañear.

—Nunca es demasiado para una mentira.

El silencio se cuajó entre los dos. Solo el río, con su vaivén, parecía acompañar la farsa.

Finalmente, cerraron la carta con un te extraño escrito en letra apretada. Ella dobló la hoja con cuidado, como si fuera un objeto frágil, y la guardó en otro sobre.
Después, por primera vez, no se levantó de inmediato. Se quedó ahí, al lado de él, con los brazos cruzados sobre el estómago.

—Tengo hambre —dijo, como quien lanza una piedra al agua.

El estibador tardó unos segundos en reaccionar. Luego se levantó con torpeza, lo invitó con un gesto de la cabeza.
Caminaron en silencio por calles húmedas, hasta una cantina de paredes enmohecidas donde todavía servían guisos espesos y pan recién salido del horno.

Pidieron un gran plato para compartir. El vapor del guiso les empañó la cara. Comieron con cucharas de aluminio, sin hablar, pasando de una mano a la otra los trozos de pan. Afuera, la ciudad se caía a pedazos. Adentro, durante un rato, hubo algo parecido a una amistad.

*

La tercera carta nació una tarde en que la humedad pesaba como un manto de plomo. El cielo estaba bajo, y el río parecía una sábana podrida que nadie quería tocar. Él la estaba esperando, aunque nunca lo admitiría. Ella llegó con el vestido arrugado, el cabello pegado a la frente, el bolso contra el cuerpo.

—Hoy necesito que sea larga —dijo apenas sentarse—. Una carta que haga llorar a mi hermana.

El estibador abrió el cuaderno. El bolígrafo ya dejaba manchas negras en sus dedos.

—Diga.

Ella se acomodó, respiró hondo, y empezó a dictar:

—“Querida mamá, querida hermana: aquí los días pasan hermosos. En las tardes, Gabriel y yo caminamos por la rambla y miramos el mar. Él dice que cuando ahorre suficiente me llevará a conocer otra ciudad, una grande, con teatros y cines por todas partes.”

El estibador escribió despacio. La palabra teatros le hizo pensar en el gran cine cerrado del centro, cubierto de pintadas, mugre y murciélagos.

—“He aprendido a cocinar. Preparo guisos y panes caseros. Gabriel siempre dice que tengo manos de ángel para la cocina.”

Ella sonrió al decirlo, con ironía amarga. Nunca había cocinado en su vida. Apenas calentaba agua para té en la pensión.

—“No me falta nada. La pieza donde vivimos tiene flores en la ventana, y una mesa blanca donde desayunamos. A veces nos reímos tanto que me duele la panza.”

El estibador levantó la vista. La vio apretando los labios, conteniendo un temblor.

—¿Está segura? —preguntó.

Ella asintió rápido, sin dejarle espacio para dudar.

—Ponga eso. Todo eso.

Escribió hasta que la hoja quedó completa, llena de frases como un mural inventado. Cuando terminó, dejó el bolígrafo sobre el cuaderno y suspiró, como quien carga un saco demasiado pesado.

Ella recogió la carta, la dobló con precisión, y la guardó en su bolso. Se quedó un momento mirando al suelo, sin hablar. Después, metió la mano en el bolso y sacó un par de billetes arrugados.

—Quiero pagarle —dijo, sin mirarlo.

Él se quedó helado.

—¿Pagarme?

—Sí. Por escribir. Por prestarme las palabras.

El estibador sintió un nudo en el estómago. El dinero temblaba en su mano morena, como una ofensa, como un espejo sucio. Se le vinieron a la cabeza los años de cargar cajas, de cobrar al final de la semana, de vender su espalda por monedas. Pero esto era distinto.

Empujó despacio la mano de ella de vuelta hacia el bolso.

—No quiero plata.

Ella lo miró, desconfiada.

—Todo se paga.

Él negó con la cabeza, torpe, obstinado.

—Esto no.

Se quedaron en silencio, rodeados por el ruido del puerto: gaviotas, motores viejos, voces de parranderos tristes. Entre ellos, un vacío denso, como si acabaran de firmar un pacto que ninguno entendía del todo.

Ella guardó el dinero, pero no sonrió. Solo bajó la vista, y en su cara había algo parecido al miedo.

*

Aquella tarde, días después, la ciudad parecía aún más gastada que de costumbre. El viento levantaba polvo de los adoquines y la humedad tenía olor a óxido. El estibador esperaba en el banco, con el cuaderno azul en las rodillas. No la vio venir; la escuchó antes: un paso irregular, un arrastre de sandalia contra el suelo.

Cuando levantó la mirada, se le endureció el pecho. Ella estaba parada frente a él, los labios partidos, un moretón fresco bajo el ojo derecho, el vestido arrugado y con manchas que no quiso imaginar de qué eran.

—Tenemos que escribir —dijo con la voz ronca, como si nada.

Él se quedó mudo. Quiso preguntar, quiso gritar, pero solo abrió el cuaderno. El bolígrafo temblaba en sus dedos.

Ella dictó en un hilo de voz.

—“Querida mamá: sigo feliz. Gabriel me cuida como siempre. Esta semana fuimos al teatro. La obra fue tan bonita que lloré. Después, caminamos de la mano bajo las luces de la ciudad.”

El estibador apretaba los dientes al escribir. La vio llevarse una mano al costado del cuerpo, como si allí también ardiera un golpe
.
—¿Por qué me hace escribir esto? —preguntó al fin.

Ella lo miró con rabia y vergüenza mezcladas.

—Porque si no lo escribe para ellas, me muero.

El silencio se rompió con un ruido seco en el puerto: cadenas golpeando metal, alguien insultando a gritos. El estibador cerró el cuaderno de golpe.

—Ya basta.

Ella lo sostuvo con la mirada un segundo más, y luego bajó los ojos. Temblaba, pero no lloraba.

Él se levantó, la tomó del brazo con cuidado, y la hizo caminar. No hacia la pensión, no hacia la cantina, sino hacia su cuarto. Subieron por una escalera estrecha, la madera crujía como huesos viejos.

El cuarto estaba en penumbras. Había olor a humedad y tabaco apagado. En la mesa había una botella vacía, un vaso sucio y un par de camisas colgadas de un clavo.

La sentó en la cama, con torpeza. Ella se quejó apenas, un suspiro ahogado. Él buscó un paño en un balde de agua, lo exprimió y empezó a limpiar el rastro seco de sangre en su ceja.

Ella no se movió, solo lo miró fijamente. Los ojos oscuros, enormes, con un brillo febril.

—No estoy rota —dijo de pronto—. No se asuste.

Él no respondió. Se limitó a limpiar la herida, con movimientos lentos, obstinados. Después apoyó el paño en el moretón de su mejilla, y ella cerró los ojos.

El cuarto quedó en silencio, salvo por su respiración entrecortada. Afuera, el puerto seguía rugiendo. Adentro, por primera vez, había un contacto que no era de letras ni de papel.
 
El estibador nunca había sentido tanto peso en el aire como esa noche. El cuarto parecía más chico, como si las paredes se hubieran cerrado sobre ellos. Ella estaba sentada en la cama, con el vestido pegado al cuerpo por el sudor y las manchas, respirando a tirones.

Cuando intentó incorporarse, soltó un gemido breve, seco, como un perro herido. Él le puso la mano en el hombro para que se quedara quieta.

—¿Dónde más? —preguntó.

Ella dudó. Luego llevó la mano al costado del muslo, bajando un poco el vestido. Había un morado que se extendía hasta el borde de la cadera.

Él apartó la tela con cuidado, con torpeza de hombre que no sabe si debe mirar o no. La piel estaba caliente, tensa, con ese color violeta oscuro que habla de un golpe reciente. Mojó otra vez el paño y lo apoyó despacio.

Ella cerró los ojos. No dijo nada. Luego, en voz baja, casi un susurro.

—Más abajo también.

El estibador se quedó quieto. El corazón le golpeaba en el pecho. No quería malinterpretar. No quería. Pero ella levantó el vestido hasta la cintura y lo dejó caer a un lado, quedándose en ropa interior. El algodón estaba sucio, húmedo, desgarrado en un borde.

Había marcas en la ingle, en la parte alta del muslo, incluso un raspón que se perdía entre el vello espeso del pubis. Nada en su expresión era provocación: era la necesidad de ser atendida, de no quedar sola en el dolor.

Él buscó aire, lo encontró apenas. Se arrodilló frente a ella y apoyó el paño sobre esas marcas, con una delicadeza que contrastaba con la rudeza de sus manos. Ella apretó los dientes, se inclinó un poco hacia atrás, y por primera vez gimió, pero no de dolor puro: había algo más.

El estibador retiró la tela y la miró. Ella tenía los ojos abiertos ahora, fijos en los suyos, con una mezcla brutal de desafío y rendición.

—No tenga miedo —dijo.

Él sintió que todo el cuerpo se le tensaba. La mano, todavía húmeda, resbaló más adentro, hacia el centro, donde el calor no era del golpe sino de carne latiendo. Ella abrió apenas las piernas, un gesto mínimo pero definitivo.

Lo que siguió no fue dulce ni planeado.

Fue hambre. Fue un cuerpo buscando otro para olvidarse, aunque fuera un rato, de la herida. Él la tomó con torpeza primero, con furia después. Ella lo recibió sin reservas, con un ansia feroz, como si en cada embestida se le fuera la rabia acumulada.

No hubo palabras. Solo el ruido áspero de la cama contra la pared, la respiración entrecortada, el sudor mezclándose, el olor a humedad y sexo llenando el cuarto. Ninguno buscaba ternura. Se buscaban carne contra carne, hasta que el cuerpo no pudiera más.

Cuando todo terminó, quedaron tendidos uno al lado del otro, jadeando, mirando el techo desconchado. Afuera, el puerto seguía rugiendo, indiferente. Adentro, habían cruzado una frontera de la que ya no podían volver.

*

La mañana siguiente fue lenta. El sol entraba por la rendija de la persiana rota, dibujando rayas en la pared húmeda. Ella todavía estaba en la cama, con el vestido arrugado a los pies, y él sentado en la silla, dando vueltas a un vaso medio lleno que no terminó de apurar . No hablaban. Había un silencio denso, como si la habitación no quisiera revelar lo que había pasado en la noche.

Después de un rato, ella se incorporó, cubriéndose apenas con la sábana. -

—Sigo queriendo esa carta —dijo, con voz ronca.

Él asintió. Abrió el cuaderno sobre la mesa. El bolígrafo ya no era un instrumento inocente: estaba cargado con lo que habían hecho, como si las letras fueran a mancharse de sudor.
Ella comenzó a dictar, pausada, con la mirada clavada en algún punto invisible de la pared:

—“Querida mamá: sigo feliz con Gabriel. Anoche me llevó a cenar a un restaurante nuevo. Comimos pescado fresco, bebimos vino, y después bailamos hasta tarde. Nunca me había sentido tan viva. Él me abraza como nadie en el mundo. Dice que soy su único amor.”

El estibador escribía y sentía el peso de cada palabra.

—“A veces pienso que mi vida se volvió un milagro, que la suerte me cambió de repente. Tengo un hombre que me cuida, un lugar seguro, un futuro que se abre delante de mí.”

Cuando terminó de dictar, ella se levantó de la cama, todavía envuelta en la sábana, y se acercó despacio. Le arrebató el cuaderno de las manos, arrancó la hoja recién escrita, la dobló y la metió en un sobre, dejándolo a un lado.

—Ahora sí —murmuró—. Ahora quiero que me abrace de verdad.

Él la miró un instante, como si quisiera resistirse, pero ya no podía. La sábana cayó al suelo, dejando su cuerpo desnudo a la luz irregular. No había en ella ni pudor ni artificio: solo soledad.

La tomó en sus brazos y la tumbó sobre la mesa, apartando el cuaderno y el vaso vacío. Esta vez no hubo lentitud. La besó con violencia, como si quisiera arrancarle de la boca todas las mentiras escritas.

Ella lo mordió, se arqueó contra él, clavando las uñas en su espalda.
Se desnudaron entre tirones, con brusquedad, hasta que no quedó más que piel contra piel. El cuarto se llenó del ruido de los dos chocando, resoplando, maldiciendo entre jadeos. Ella lo empujaba con las piernas, lo apretaba contra su vientre, lo recibía sin respiro.

El estibador gruñía como una bestia vieja, y ella respondía con gritos ahogados, con un ritmo desesperado, como si el cuerpo fuese el único idioma que les quedaba. No había ternura, había choque, había sudor resbalando en ríos por sus espaldas, había olor fuerte a sexo y a miedo.

En un momento ella lo volteó, montándolo con una furia que no parecía caber en su cuerpo joven. Se movía con violencia, los pechos golpeándole contra el pecho, el cabello desordenado cubriéndole la cara. Le miró de frente, con los ojos brillantes de rabia y deseo.

—Siéntalo todo. No me deje escapar.

Él la sujetó por las caderas, clavando los dedos hasta casi hacerle daño. Se fundieron en un ritmo brutal, sin medir, hasta que la cama golpeó contra la pared con cada embestida, como si la habitación entera fuera un tambor de guerra.

Cuando finalmente estallaron, lo hicieron
al mismo tiempo, con un grito compartido que se mezcló con el rugido distante de un barco en el puerto. Cayeron sudados, exhaustos, temblando, como si hubieran peleado una batalla y apenas hubieran sobrevivido.

Ella quedó sobre él, respirando fuerte, con la frente pegada a su cuello. Murmuró, todavía jadeando.

—Esto también debería estar en la carta.

Él la abrazó con fuerza, como si quisiera romperla y protegerla al mismo tiempo, sabiendo que ninguna palabra escrita podría contener lo que acababa de suceder.

*

Tres días enteros estuvo el banco vacío. El estibador lo ocupaba igual, como si la madera guardara su sombra. Leía en silencio, respirando el vaho del río marrón que se tragaba toda esperanza. Pensaba en ella, en la carta última, en el cuerpo que todavía le ardía en la memoria. Dos noches sin verla eran como dos semanas en esa ciudad que olía a podrido.

La tercera tarde, cuando el sol se apagaba detrás de los galpones oxidados, la vio llegar. Venía encorvada, el vestido desordenado, los pasos lentos como si cada movimiento doliera. Llevaba el bolso contra el pecho como un escudo.

Se sentó a su lado sin saludar. No le miró.

—Necesito otra carta —dijo apenas, con la voz quebrada.

Él abrió el cuaderno, resignado. El bolígrafo temblaba en sus dedos.

—Diga.

Ella tragó saliva, cerró los ojos un momento.

—“Querida mamá: estoy mejor que nunca. Gabriel y yo pensamos viajar pronto. Todos los días me regala flores, y anoche me tocó una canción con la guitarra. Nunca había sido tan feliz.”

La mentira se escribía con letras negras y pesadas. El estibador la anotaba, sintiendo cada palabra como un clavo. Cuando terminó, arrancó la hoja,.se la alargó, y cerró el cuaderno de golpe.

Ella no protestó. Se abrazó las rodillas, respirando hondo.

Él la miró, vio la rigidez de su cuerpo.

Había algo que escondía.

—¿Dónde? —preguntó con voz grave.

Ella le ignoró.

—No es nada.

—¿Dónde? —repitió.

Ella lo miró al fin, con un destello de rabia y vergüenza. No respondió. Se levantó bruscamente, empezó a caminar. Él fue detrás, hasta su cuarto. Subieron la escalera en silencio.

Adentro, la penumbra los envolvió. Ella dejó caer el bolso al suelo y se quedó de pie, temblando, con el vestido aún puesto.

—No quiero que me vea —dijo con un hilo de voz.

Él se acercó despacio.

—Si no lo veo, no puedo ayudarte.

Hubo un largo silencio. Ella se dio vuelta, de espaldas a él, y bajó despacio el vestido. Primero los hombros, luego la espalda. La tela cayó desde la cintura al suelo. El aire del cuarto se espesó. Ella se inclinó, y separó sus glúteos escuetos, flacos, pálidos.

Entre sus nalgas de niña hambrienta había una herida brutal: el ano presentaba desgarros visibles, la piel enrojecida, inflamada, con pequeños rastros de sangre seca.

El estibador contuvo el aire. No había erotismo, solo violencia marcada en la carne. La visión lo sacudió con rabia y ternura mezcladas.

Ella habló sin volverse.

—No puedo sentarme bien. No puedo dormir. Solo quiero que me alivie un poco.

Él asintió, aunque ella no pudiera verlo. Fue a buscar el balde con agua limpia. Mojó un paño, lo torció bien, y regresó a su lado. Se arrodilló detrás de ella, con una delicadeza que parecía ajena a su cuerpo enorme.

Apoyó el paño húmedo sobre la piel lastimada, apenas rozando, como si temiera quebrarla. Ella apretó los dientes, soltó un gemido breve, se inclinó hacia adelante apoyando las manos en la mesa.

Él trabajaba lento: limpiaba la sangre seca, retiraba la suciedad de los bordes, refrescaba la piel inflamada. Cada vez que ella se estremecía, él detenía la mano, esperaba, y luego continuaba.
Pasaba el paño alrededor, en círculos pequeños, hasta que la zona fue quedando limpia y húmeda, menos tensa.
Ella respiraba fuerte, el cuerpo rígido al principio, pero poco a poco se abandonó al contacto. La tela mojada recorría los pliegues con paciencia, calmando, enfriando, devolviendo un mínimo de alivio.

Cuando terminó, él enjuagó otra vez el paño y lo apoyó, doblado, como una compresa.

—Déjelo ahí un rato —dijo, con voz ronca.

Ella obedeció. Quedó inclinada, la espalda desnuda, el cabello enmarañado cayéndole al frente. El silencio se llenó con su respiración agitada y el goteo del agua en el balde.

El estibador se sentó a su lado, agotado, mirando la línea de su cuerpo, esa frontera entre herida y deseo. Sabía que estaba al borde de algo peligroso, algo que podía arrastrarlos a los dos.

*

El paño seguía en su sitio, empapado, enfriando la herida. Ella estaba inclinada sobre la mesa, respirando con dificultad, la espalda desnuda, la piel marcada de golpes viejos y nuevos. El estibador la miraba en silencio, con la mandíbula apretada, como si cada segundo lo estuviera desgarrando por dentro.

De pronto, ella habló, con la voz apenas audible.

—No pare.

Él pensó que se refería al paño, pero cuando intentó retirarlo, ella lo sujetó con una mano, y con la otra buscó la suya, la apretó con fuerza.

—No pare —repitió, y esta vez sonó a ruego, pero también a orden.

El estibador la sostuvo por la cintura, con cuidado primero, con hambre después. Sintió su cuerpo temblar bajo las manos. No había ternura: había urgencia, rabia, carne pidiendo carne.

Ella se arqueó hacia atrás, abrió las piernas apenas, lo suficiente. El estibador no pensó más: la tomó con brutal franqueza, empujando contra ella. Ella gritó, un gemido que venía mezclado, una súplica que se transformaba en deseo.

Él se movía con furia contenida, las manos hundidas en sus caderas, los dedos marcándole la piel. Ella lo acompañaba con espasmos de rabia y placer, golpeando la mesa con las manos, empujando hacia atrás como si quisiera que él la atravesara hasta hacerle olvidar las cicatrices.

No había belleza, solo crudeza. El sexo era violento, pero en esa violencia había algo que los redimía a ambos, un instante de vida en medio de tanta ruina.

*

El día siguiente la vio alejarse, temprano, con el vestido mal acomodado y la piel todavía marcada por la noche. No hubo despedida, apenas un cruce de miradas en el umbral. El estibador se quedó solo en el cuarto, recogiendo el balde y el paño sucio.

Ella volvió a su trabajo como si nada. Las luces del burdel la tragaron de nuevo: risas falsas, música gastada, hombres con la cara llena de sombra. En cada gesto repetía el oficio aprendido: sonreír, dejarse tocar, aguantar. Nadie notaba que caminaba un poco torcida, que había en su piel un rastro de guerra secreta.

Pasaron dos noches antes de que regresara. Era tarde, el puerto estaba dormido bajo el rumor del río. Lo encontró en el mismo banco, como si no se hubiera movido nunca de ahí. Se sentó a su lado, y esta vez habló sin rodeos:

—Necesito otra carta.

Él sacó el cuaderno. El lápiz estaba romo, el papel manchado de humedad. Ella dictó, mirando fijo hacia el agua oscura.

—“Querida mamá: el verano aquí es luminoso. Paseamos por la alameda, y Gabriel me regaló un sombrero nuevo, color celeste. Dice que pronto conoceré a su familia. Trabajo un poco, pero más que nada disfruto de la calma, del aire limpio. No te preocupes, todo está bien.”

El estibador escribía cada palabra como si lo atravesara un cuchillo. Ella lo miró por fin, con los ojos hundidos de cansancio.

—Si me muero allá adentro, que quede escrito que fui feliz. Aunque sea mentira.

Él quiso decir algo, pero no encontró palabras. Lo único que hizo fue tenderle un bocadillo envuelto en papel encerado que sacó de su bolsillo. Ella lo aceptó, lo mordió despacio, masticando en silencio.

Compartieron el aire y el tiempo sin hablar, mientras el río seguía moviéndose como si nada pasara.
 
La ciudad se iba apagando como un carbón viejo. El puerto olía a pescado podrido y aceite rancio, y las ratas corrían entre las sogas húmedas sin miedo a los hombres. El estibador seguía fiel al banco, el cuaderno guardado en el bolsillo de la chaqueta, esperando. Había aprendido a reconocer el sonido de sus pasos: un arrastre cansado, como si cada pierna pesara el doble.

Esa noche volvió a verla. Estaba más delgada, la piel aún más pálida, los ojos con un brillo febril que no era vida, sino desgaste. Tenía las manos agrietadas, las uñas mordidas hasta la carne. Se dejó caer a su lado sin saludar, como si el cuerpo apenas le alcanzara para sostenerse.

—Otra carta —dijo con voz ronca.

El estibador sacó el cuaderno. Ella respiró hondo, como quien se prepara para una mentira necesaria.

—“Querida mamá: cada día descubro cosas nuevas. Gabriel me lleva al teatro, y después caminamos bajo las estrellas. He hecho amistades, mujeres que me cuidan como hermanas. El trabajo es fácil, apenas unas horas, y el resto lo paso descansando. Estoy más fuerte que nunca, con la certeza de que aquí puedo
construir un futuro.”

Él anotaba, y cada palabra parecía arder en el aire antes de tocar el papel. Cuando terminó, cerró el cuaderno de golpe.

—No puede seguir así —dijo, con la voz cargada.

Ella lo miró de reojo, cansada, sin curiosidad.

—¿Así cómo?

—Marchitándose. Mintiendo hasta pudrirse por dentro.

Ella sonrió apenas, una mueca torcida.

—Las cartas no son para mí. Son para ellas. Si les digo la verdad, las mato.

Él apretó los puños. La rabia y la impotencia lo llenaban como un vino agrio.

—Quédese esta noche. No vuelva allá.
Aquí yo puedo cuidarla.

Ella le observó en silencio. Había ternura en su mirada, pero también una distancia imposible de salvar. Se inclinó despacio hacia él y le rozó la mejilla con los labios.
Fue un beso mínimo, seco, que sin embargo lo atravesó más hondo que cualquier caricia.

—Gracias —murmuró, y se levantó con dificultad.

Él quiso detenerla, pero se quedó quieto, con el calor del beso todavía marcándole la piel. La vio alejarse hacia la calle oscura, el vestido colgándole flojo, el bolso golpeando contra la pierna.

El banco quedó vacío otra vez. Solo el río, eterno y marrón, siguió moviéndose bajo el cielo sin estrellas.

*

La noche era pesada, con un aire espeso que parecía bajar del río como un aliento enfermo. El estibador ya no leía cuando la esperaba. Solo tenía el cuaderno en la mano, abierto en una página en blanco, como si para hacer que volviera bastara con invocarla.

Y volvió.

Era un espectro de sí misma. Caminaba encorvada, arrastrando los pies. El vestido colgaba como un trapo, la tela manchada en los bordes, el cabello pegado a la frente por el sudor. La piel tenía un tono amarillento, los labios partidos con alguna llaga. Al verla, el estibador sintió un frío en la espalda, como si estuviera presenciando a alguien que ya había cruzado una frontera invisible.

Se dejó caer a su lado, sin fuerza, y apoyó la cabeza en su hombro.

—Una más —susurró, casi sin voz—. Una carta más.

Él tragó saliva, le temblaban las manos al sostener el bolígrafo.

—Diga.

Ella cerró los ojos y dictó muy despacio, como si cada palabra le costara un esfuerzo enorme.

—“Querida mamá: estoy tranquila. Gabriel y yo hablamos de tener hijos algún día. No sé cuándo, pero lo soñamos juntos. Estoy rodeada de gente buena, que me acompaña. No me falta nada, estoy completa. Si algo me pasa, no llores… porque soy feliz. Muy feliz.”

La última frase quedó suspendida en el aire como una campana rota. El estibador dudó en escribirla, pero lo hizo, con la punta del lápiz casi perforando el papel. Cuando levantó la vista, ella lo observaba, con una calma extraña en los ojos.

—Eso no es para ella —dijo él, con la voz áspera—. Eso es para mí.

Ella sonrió débilmente.

—Es para los dos.

Hubo un silencio espeso. El estibador quiso hablar, decirle que no volviera más, que se quedara, que no importaba nada salvo su cuerpo ahí, respirando. Pero las palabras se le murieron en la garganta. Lo único que hizo fue arrancar la hoja, doblarla con cuidado, y al pasarsela en silencio tomarle la mano, grande y dura sobre la suya, frágil y temblorosa.

Ella apretó apenas, con la poca fuerza que le quedaba. Luego retiró la mano, guardó la carta y se levantó con un esfuerzo que parecía sobrehumano. Antes de irse, le miró largo rato, como si quisiera grabar su cara en la memoria.

Después se perdió en la oscuridad de la calle, absorbida por la ciudad podrida que parecía querer devorarla del todo.

El estibador se quedó mirando el cuaderno en blanco, la última frase temblando en la memoria. “Si algo me pasa, no llores.” Y pensó, con una congoja insoportable, que una carta así no debería enviarse nunca.

*

Pasaron noches enteras sin que ella regresara. El banco permanecía vacío, el cuaderno intacto, la página en blanco como una herida que no cicatrizaba. El estibador esperó, bebió, maldijo, pero ella no volvió.

Una madrugada, incapaz de soportar la incertidumbre, cruzó las calles hasta el burdel. El aire estaba pesado de alcohol barato y perfume rancio. Preguntó por ella. Las miradas se le clavaron como agujas: unos encogieron los hombros, otros rieron con un gesto torcido. Nadie dio respuesta. Solo unas frases sueltas, de una mujer mayor con dientes manchados de nicotina y amargura.

—Aquí ya no está. Era una de las chicas de Gabriel el Tuerto. La ciudad… se la tragó.

Regresó al muelle con la cabeza llena de niebla. Se dejó caer en el banco, frente al río marrón, mirando el horizonte sin forma. El agua golpeaba contra las maderas podridas como un corazón enfermo. Pensó que su recuerdo se desharía igual que las estelas de los barcos que antaño zarpaban hacía tierras lejanas.

Pero al amanecer, algo extraño sucedió.
Un barco apareció entre la niebla, deslizándose sobre las aguas junto al muelle en ruinas. Las planchas de hierro estaban corroídas, cubiertas de musgo y salitre, como si un viejo pecio se hubiera alzado del lecho del río y hubiera decidido dejarse arrastrar por la corriente hacia el mar. Una figura se movía en la cubierta.

Era ella.

Llevaba un vestido de revista, de color rojo encendido, tan brillante que parecía imposible, como si la tela se alimentara de la luz débil del alba. Su cabello estaba limpio, su piel luminosa. Ninguna herida, ninguna sombra: parecía entera, renacida.

Le miró desde lo alto, y levantó la mano en un saludo lento. La sonrisa que le regaló era radiante, desbordante, una que nunca le había visto antes.

El estibador se puso de pie, el corazón golpeándole las costillas. Dio un paso hacia adelante, pero solo puedo quedarse mirando como el barco se iba alejando despacio, en silencio sobre las aguas quietas.

Ella se quedó saludando, el vestido rojo flameando con un viento que él no sentía. Y cuando la niebla cayó otra vez sobre el río, el barco desapareció como si nunca hubiera existido.

Él se quedó en el muelle, los ojos vacíos, el cuaderno apretado contra el pecho, y supo que al fin navegaba tranquila hacía el lugar al que nunca llegan las cartas.
 
Precioso relato, mis felicitaciones.
Muchas gracias por compartir esta desgarradora historia.
 
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