Vecino

xhinin

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25 Jun 2023
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Ya sabéis lo que es terminar de trabajar un día de verano y llegar a casa: todo un placer para el cuerpo y la mente. En aquella época el placer, para mi, era mayor, ya que al llegar al edificio solía coincidir con Daniel, uno de mis vecinos, de unos cuarenta y tantos años, pelo cano, alto y grandullón que me daba mucho morbo. No era el tipo de hombre con el que yo me hubiera enrollado, pero su elegancia, su caballerosidad y su sonrisa seductora, le convirtieron en el objeto de mis sueños y anhelos.
Solíamos coincidir al entrar al edificio. Aquel día llevaba en una bolsa con comida preparada, pero solo para uno. Imaginé que su mujer y sus hijas (dos, ya adolescentes) se habrían marchado de veraneo ya.
Se me pasó por la cabeza preguntarle por la comida, más que nada por si quería comer conmigo, pero no quise ser cotilla (era bastante reservado) y seguí caminando con él hasta llegar al ascensor. Era allí dentro, encerrados los dos, cuando intentaba escrutar con la mirada cada uno de los detalles de su cuerpo (su paquete, su vello, sus pezones…) a través de la fina ropa que llevaba, para después, con la imaginación, terminar de dar forma a su cuerpo en mis sueños.
Llevaba la camisa algo más abierta de lo habitual, lo que me permitió fijarme en su piel, sonrosada y tersa, no se podía decir que fuera muy peludo, sobre todo porque el vello que asomaba se veía rizado, corto y fino, se notaba que no necesitaba depilarse para no parecer un oso. El caso es que poseía un tronco bastante recio y redondo, acompañado de unas extremidades excesivamente delgadas para mi gusto, de hecho sus pectorales parecían poco desarrollados, gracias a lo cual su barriga parecía tomarles delantera, pero aún así me sentía fuertemente atraída por él.
Estando en esos pensamientos fue cuando llegamos a nuestra planta. Él salió primero, lo que me dio la oportunidad de admirar su trasero. Tenía poco culo, como la mayoría de los tíos que conocía, pero aquel día su pantalón permitía que se adivinara el calzoncillo (tipo slip) que llevaba puesto.
Un “¿no te bajas aquí?” grave y bromista, pícaro, quizá, al descubrirme abstraída (creo que sin notar que estaba pensando en su trasero), me sacó de mis pensamientos.
Cada uno entramos a nuestra casa y yo, en la misma entrada del piso, me quité los zapatos, con la intención de que no me oyera acercarme hasta la ventana de mi habitación, que había dejado con las lamas entreabiertas. Desde ella veía precisamente la habitación de Daniel y su mujer y, los días que, como aquel, nos encontrábamos en el edificio, tras esperar unos minutos, le veía quitarse la ropa para ponerse más fresco. La verdad es que no entendía por qué él solía ponerse tan cerca de la ventana a cambiarse de ropa, aunque imaginaba que la verdadera razón era salvaguardar su “intimidad”, aquella que yo intentaba apropiarme para mis sueños eróticos. Aquel día no se comportó de la forma habitual: se quitó la camisa y la tiró sobre la cama, y, a continuación se quitó el cinturón y se acercó a la cómoda, que estaba al otro lado de la habitación para guardarlo, fue cuando se acercaba a la ventana cuando se desabrochó el pantalón y, sin llegar a su habitual posición, se lo bajó, mostrando el slip que yo había intuido en el rellano del piso.
Como imaginaba, llevaba uno de esos calzoncillos blancos con dibujitos pequeños, de los que ya no se llevaban. Su paquete era mayor de lo que me había imaginado, aunque los pequeños huecos a través de los que miraba, no me dejaban encontrar claramente el lugar en que caía su pene. Mi corazón se aceleró cuando miró hacia mi ventana, sabía que no podría descubrirme, pero el instinto me hizo pararme como una estatua, incluso retirarme unos centímetros de la persiana. Sus brazos se levantaron para tocar su cabeza, mientras sonreía con picardía, quizá me hubiera descubierto, quizá aquella ventana le recordara a mi, sabiendo que me moría por sus huesos. Se quitó la ropa interior y, lentamente, recogió el montón de ropa sucia que había dejado encima de la cama y salió con ella de la habitación.
Aproveché entonces para respirar, pero no me retiré de la ventana lamentándome por haberme echado hacia atrás, esperando que regresara a ponerse el habitual pantaloncito corto y la camiseta que se solía colocar en verano para estar en casa, aunque estando solo era probable que disfrutara de su desnudez en casa, que era lo que yo hubiera hecho.
Entró de nuevo en la habitación cuando mi esperanza comenzaba a terminarse (demasiado tiempo después para mi corazón palpitante). Mi mirada a través de los huecos de la persiana difuminaba la imagen, pero no dejaba de ser excitante ver cómo buscaba su pantalón y se lo colocaba sin ropa interior (seguramente el único detalle que confirmaba su libertad en casa), para coger después su camiseta. La intención era, seguramente colocársela, como hacía habitualmente, pero cambió de idea al recordar que estaba solo (imagino) tirándola sobre la cama y se acercó a la ventana, acariciándose ligeramente el torso, buscando un fresco que aquel edificio no dejaba pasar.
Cuando volvió al interior de su piso, yo me tumbé sobre la cama, y me desnudé imaginando que era él quien lo hacía. Me quité la camiseta, y aproveché para acariciarme los pechos, seguro que a él le hubieran encantado, eran más pequeños que los de su mujer, pero yo era más joven y mis pechos eran más firmes. Siempre me habían gustado mis pezones, que estaban bastante excitados gracias a la situación. Así, en braguitas, sudorosa y caliente, decidí que tendría que masturbarme después de comer, tumbada en la cama, imaginándole sobre mi. Así que, con aquellas pintas, me fui a la cocina, preparé una ensalada y comí para marcharme tranquilamente a mi cama.
Me puse una camiseta de tirantes al volver a la habitación, para poder subir la ventana y dormir algo más fresca. Mantendría mi intimidad con las cortinas. Cuando me asomé de nuevo a la ventana, al subir la persiana, descubrí que estaba tendido en su cama, durmiendo, desnudo, aunque sus piernas no me permitieran admirar su sexo. Admiré el movimiento de su torso al respirar, sorprendida de la excitación que provocaba en mi. Al elevar la mirada observé como, reflejada en las ventanas superiores a la suya, se veía a la vecina de arriba, una mujer casi jubilada, solterona, escondida tras las cortinas, admirando excitada aquel hombre desnudo. A pesar de estar yo haciendo lo mismo, me sentí celosa, decidiendo si debía dejar abierta la ventana o si lo que tenía que hacer era bajarla haciendo ruido para proteger el sueño en que se había sumido de mironas desconsideradas como la vecina, o como yo misma. Estaba tan excitada ante la visión que hasta me era difícil pensar; pero al rato, decidí cerrar la persiana, no sin reservar un ligero hueco con el que poder verle.
Como esperaba, el ruido de la persiana retiró a la beata vecina de su “almena”, pero descubrí que él no se inmutó, cosa que, realmente me fastidió, ya que esperaba al menos ver su cuerpo desnudo en movimiento con algo más de claridad que anteriormente. Recordé entonces que su mujer se quejaba frecuentemente de su sueño pesado y, dejando la persiana entreabierta, me tendí, rezando porque Morfeo me llevara a soñar y gemir con él.
Desperté bastante descansada una hora más tarde, esperando encontrarle aún tendido, pero ya no estaba y no creía que volviera por la habitación hasta la noche. Toda la excitación anterior había pasado y decidí sentarme a ver la tele un rato.
 
Al llegar al salón e intentar abrir la persiana terminé de romperla (había olvidado que llevaba ya tiempo dando problemas, y, sinceramente, no tuve cuidado), así que aquel fresco que ansiaba, no lo tendría aquella tarde. Me di cuenta entonces que esa era la oportunidad perfecta: al no tener escalera podría acercarme a su casa para ver su torso desnudo de cerca.
Volví a la habitación, no sin mirar de nuevo a su ventana, intentando descubrir si estaba allí. Abrí un poco el escote de mi camiseta, me quité las braguitas, me puse un pantalón de licra bien ajustadito y, antes de salir a llamar a su puerta, excité un poco mis pezones para que se vieran erectos a través de la camiseta.
Daniel tardó un poquito en abrir, seguramente el tiempo justo para ponerse una camiseta, echando por tierra toda mi ilusión. Le expliqué lo ocurrido y, con una sonrisa, me preguntó si sabría apañármelas con la persiana. Lógicamente, viviendo sola, me arreglaba bastante bien apañando cosas, pero lo cierto era que nunca había tratado con una persiana, y tras mi contestación, y la afirmación de que la escalera estaba un poco destartalada, se ofreció a echar un vistacillo. Yo lo agradecí, sobre todo porque durante todo el rato observé como me miraba con picardía.
Al llegar a mi piso él se subió en la escalera, pidiéndome que la sujetara con fuerza. Primero tuvimos que descolgar las cortinas, para abrir el tambor de la persiana. Su paquete calló justo frente a mis ojos. Recordé entonces que no llevaba ropa interior. Su pene se desplazaba bajo su pantalón con cada movimiento. Se notaba que calzaba bien y, ayudado por el volumen de sus testículos, que también andaban libres ahí dentro, hacía que se notara perfectamente tras la tela.
De repente, su voz, me sacó de mi abstracción: “Tienes un pájaro enganchado en la persiana”. La idea de haber podido matar a un animal indefenso con la persiana me horrorizaba. “Tráeme unas tenazas, unos alicates o algo para poder desengancharlo de aquí”. Tardó más de veinte minutos en quitar al animalillo de allí, tuvo incluso que sacar algunas de las lamas de la persiana y volver a ponerlas más tarde, sudando como un pollo, debido al calor y al trabajo, y poniéndose perdido de suciedad. Yo, por supuesto, había aprovechado para volver a mi anterior posición, observando su pene moverse como si fuera el badajo de una campana. “No creo que la persiana se rompiera por el pájaro, pero desde luego, el pobre lo ha complicado todo. Aunque creo que esto ya está”. No me enteré de nada de lo que había dicho, pero, tras un rato, me di cuenta que había dejado de moverse. Me estaba mirando de una forma picarona, algo sonrojado, pero menos de lo que yo me puse tras darme cuenta de que me había pillado.
No hizo comentario sobre aquello y yo, tras terminar, agradecí su ayuda y le invité a cenar esa noche conmigo (bueno, a él y a su familia aunque supiera que no estaban). Aceptó, no sin explicar que tendría que ducharse antes de la cena. Buscó sus llaves: recordaba perfectamente haber cerrado la puerta de su casa, pero al parecer que era un tipo bastante despistado y eso era algo que no llevaba muy bien. Yo le propuse que se duchara allí mismo en casa, que buscaría algo de ropa de mi ex para que se la pusiera, pero, reconociendo que no tenia problema, siguió buscando hasta que, viendo que se estaba haciendo tarde, y casi sin ser consciente, le empujé al baño y lo metí en el pie de ducha intentando tranquilizarle, diciéndole que le lavaría la ropa y se podría ir a casa duchadito, cenadito y con la ropa bien limpia y que las llaves aparecerían cuando estuviéramos más tranquilos.
Un movimiento algo extraño en él me hizo darme cuenta de que le había desnudado. Él se había vuelto, tapando sus vergüenzas (de las que no tenía porqué avergonzarse, sinceramente), mientras yo, quizá más apurada que él, trataba de darle algo de normalidad a la situación. No se me ocurrió otra cosa que preguntarle si pensaba que no había visto un trasero de tío otras veces y darle una palmadita en la nalga derecha.
Aquello hizo que saliera de allí más avergonzada aún, sabiendo que había metido la pata hasta el fondo. Poco después oí el agua de la ducha y, aquel sonido, tornó mi apuro, primero en tranquilidad, y, posteriormente, en pura excitación sabiendo que estaba en mi casa, desnudo, en mi ducha.
Busqué en el armario algo de ropa que dejarle. Cogí unos boxer, unos pantalones cortos y una camiseta (la ropa más ancha que pude encontrar) y volví a la puerta del baño, justo en el momento en que el agua paraba y él buscaba una toalla. Le acerqué una y, encontrándole con las manos apoyadas en la pared, por encima de su cabeza, mientras las gotas de agua recorrían su espalda y sus nalgas redondeadas y prietas, dejé la ropa sobre el retrete. La verdad es que no tenía unos glúteos muy gordos, pero estaban muy bien formaditos, y, además, el hecho de tener adelantada ligeramente la rodilla izquierda hacía que su figura se arqueara y el glúteo derecho aguantara todo su peso, lo cual lo hacía permanecer tenso. Incluso, entre sus muslos, parecía verse ligeramente sus testículos. Podéis imaginar cómo me puso aquella imagen: su espalda arqueada, su piel sonrosada, húmeda, sus glúteos,… hubiera dado cualquier cosa por coger la toalla para recorrer su piel y secarla, sin dejar ni un milímetro, consiguiendo excitarle tanto o más de lo que yo estaba, despertando en su madurez al adolescente viril y deportista que su cuerpo me hacía intuir.
Estaba metiendo su ropa en la lavadora cuando se acercó, sonriendo ligeramente apurado y soltando un: “creo que es mejor que me deje solo los boxers, si no te importa”. La imagen era realmente ridícula, ya que la ropa le quedaba tan ajustada que, prácticamente, no le dejaba moverse. La camiseta, incluso, no le bajaba más allá de la mitad de la barriga y los pantalones paraban justo bajo sus pelotas.
No pude evitar soltar una gran carcajada que, aunque intentaba controlar, no consiguió más que hacer que él mismo se pusiera a reír como un descosido. Minutos más tarde tuvo que pedirme ayuda para poder quitarse la camiseta, así que ahí estaba yo, desnudándole de nuevo, siendo consciente de ello esta vez. Me fijé en su torso, que era mucho más excitante en la distancia corta de lo que yo hubiera esperado, ya que, sus pectorales, aunque no muy desarrollados, estaban perfectamente definidos. Su pecho estaba adornado por el vello rizado que ese mismo día había admirado en el ascensor, no estaba totalmente cubierto, pero le daba un aspecto suave que apetecía acariciar.
Una vez que pudimos quitarle la camiseta salió, dando pasos cortos, para bajarse los pantalones. Cuando regresó yo ya estaba preparando la cena y él me excitaba con aquella ropa interior, casi desnudo, observándome desde el quicio de la puerta. Le serví una cerveza y, cuando todo estuvo listo, entre los dos pusimos la mesa del salón y nos dispusimos a cenar.
La cena transcurrió con total armonía, charlando de cosas como el trabajo, la economía,… hasta llegar a nuestras propias vidas sentimentales. Yo hice un repaso por mis fracasos y él, me reconoció de una forma sincera y muy triste, pero a la vez con tranquilidad y resignación, que su mujer le había abandonado a principios de mes sin darle ningún tipo de explicaciones y sin que él pudiera entender qué podía haber pasado para que ella tomara esa decisión. Yo le observaba sin entender que un hombre así fuera abandonado, por su forma de ser, principalmente, sin que sus hechuras quedaran atrás.
Yo seguía observándole, cada vez más atraída por él: sus pezones, totalmente relajados y rodeados del rizado vello, invitaban a ser acariciados; su entrepierna, en mi imaginación, parecía invitar a que, en algún momento, algo saliera por las patas o por la abertura frontal, mientras le escuchaba...
-Se hace tarde y debería marcharme a dormir, pero no tengo ganas –dijo levantándose para buscar las llaves de nuevo-.
Le expliqué que entendía que se sintiera así y le invité a quedarse a dormir, en la habitación que tenía para los invitados. Él aceptó y se quedó viendo la tele conmigo, después de buscar las llaves sin éxito ninguno. Yo, que ya le había explicado que lo que más echaba de menos de la vida en pareja eran, más que nada, los abrazos, terminé colocándome sobre su pecho, tras comprobar que él me invitaba: su piel, calurosa, desprendía aún el olor de mi jabón, aunque yo esperaba sentir su masculinidad.
Miré de nuevo a su entrepierna, por la abertura del calzoncillo (al que yo misma le había quitado el botón con los dientes antes de dárselos) encontrando parte de lo que creí que era su pene. Se veía bastante redondo, nada arrugado, con la piel más blanca que el resto del cuerpo. Intenté adivinar dónde caía la cabeza, y creo que la ví, parecía más gorda que el resto del cuerpo de su polla, que ya era bastante gruesa. Aquella visión me puso demasiado caliente, así que me acerqué a su mejilla y le di un beso para más tarde irme a mi cama, pues no quería ponerme cachonda si no iba a poder acariciarle.
 
Le dije que le haría la cama, pero él me dijo que ni se me ocurriera, que dormiríamos juntos. La idea me puso muy nerviosa. No quise demostrar mis sentimientos delante de él, así que me dirigí a la habitación. Él me siguió, tras apagar la tele, y me sacó de la habitación de invitados dejando claro que él se acostaría a la misma vez que yo, invitándome a dormir abrazada a él.
-¿Estás seguro? –mi cara, ruborizada, mostraba conformidad, por lo que ni siquiera me contestó-.
Me dirigió a la habitación, yo quité la colcha y él se tumbó en el centro del colchón.
-Ven, abrázame.
Apagué la luz y le pregunté si le importaba que me quitara la camiseta. No quise que lo entendiera como una provocación, y creo que así fue. Me volteé y, tras quitármela, me dirigí a la cama, tomando su cuerpo por almohada. Noté sus latidos y pronto se quedo dormido. A mí me costó algo más. Fue poco después cuando noté que se levantaba, yo me hice la dormida. Junto a mi cama, con cuidado y sin hacer ruido, se quitó la ropa interior para dejarla, totalmente doblada, sobre la mesilla. Yo aproveché para observarle totalmente desnudo con los ojos ligeramente entornados, ahora mucho más cerca y con más detalle que a través de la persiana. Colocó con cuidado mi cabeza de nuevo sobre su pecho y volvió a quedarse dormido. Yo, sin poder pegar ojo, maldije durante bastantes minutos su caballerosidad, sin ser consciente del momento en que volvía a dormirme.
Desperté poco después, algo excitada por un sueño, y no pude evitarlo: sentí su pezón bajo mi boca y lo lamí. Estaba blando y, poco a poco, se fue poniendo duro. Su pectoral era más recio de lo que parecía a simple vista. Recordé entonces que tenía un sueño muy profundo, y decidí aprovecharlo, eso sí, con cuidado, que no quería que me pillara. Acerqué mi mano hasta el otro pezón y comencé a acariciar alrededor, sintiendo el poco vello que le rodeaba, con las yemas de mis dedos, hasta que se endureció también, mientras seguía lamiendo el primero, haciéndome la dormida. Bajé entonces mi mano por su barriga, buscando su ombligo, del que había visto que nacía el vello rizado que cubría su pubis, para ir bajando hasta él, enredándolo en mis dedos. Me excitaba sentir su cuerpo sudoroso bajo mis manos.
Acerqué la otra mano hasta mi entrepierna, que se estaba abriendo lentamente, intentando enmudecer cada uno de los gemidos que mi cuerpo deseaba gritar. Cogí con los dedos su pene, evitando tocarlo de lleno, y levantándolo para apoyarlo en su barriga, dejando libres sus testículos para poder acariciarlos tranquilamente. Estaban totalmente relajados, colgando entre sus muslos. Los acaricié al principio con la punta de mis dedos, muy suavemente, ya que siempre me había gustado el tacto del escroto relajado, liso, fino, colgando entre las piernas. De vez en cuando bajaba algo más, hasta acariciar la piel pegada al tronco de su pene, entre los testículos y el ano.
Noté como, poco a poco, se iba encogiendo su escroto, por lo que decidí coger cada uno de sus testículos con cuidado, comprobando que eran mucho más gordos que los de mi ex. Me imaginé cabalgándole, mirando en el espejo que había frente a la cama como sus testículos subían y bajaban, sin poder evitar meter mi mano bajo mi pantalón. Mi raja estaba totalmente abierta. Me metí con cuidado dos dedos, sorprendida por el hecho de que mis movimientos no le despertaran, y, una vez empapados, los acerqué a sus finos labios, que acaricié totalmente cerrados. Lo hice varias veces, hasta que, con cuidado, abrí su boca y, con un acto reflejo, él lamió aquellos jugos recién salidos del interior de mis deseos.
Sentimientos opuestos hacían latir mi corazón de forma acelerada: por un lado el arrepentimiento, la inquietud ante el hecho de que me pudiera pillar, por otro la excitación, que convertía todos los gestos obscenos en algo prohibido pero inevitable.
Mis dedos húmedos por su saliva salieron para acariciar primero su mentón, después su cuello y su nuez y más tarde volver a su pecho. Desde allí volví hasta el pezón que estaba más alejado de mi cuerpo, que aún seguía erecto, volviendo a lamer el que caía bajo mi cara. Bajé la mano hasta el lateral de su cuerpo, y por ahí, hasta llegar a su muslo para pasarla hasta el interior de sus piernas y subir hasta su sexo de nuevo. Su pene había caído de nuevo sobre el escroto, que se había vuelto a relajar. Seguramente mis caricias anteriores se la habían puesto morcillona, porque la notaba más gorda, y, más tarde, la gravedad la había vuelto a su estado original. Se la cogí, ahora sin miramientos, para volver a colocarla sobre su pubis. Era una polla carnosa, totalmente redondeada, poderosa, cuya piel cubría totalmente su redondeada cabeza, algo más gruesa que el resto.
La dejé tal como estaba, sin descapullarla, sobre su cuerpo, y volví a acariciar sus testículos, totalmente sudados. Acerqué mi mano para acercar a mi nariz el olor de su sudor que, en esa parte del cuerpo, ya había perdido el olor al gel. Tenía un olor dulce, masculino, que hizo que me pusiera más cachonda de lo que ya estaba. Mi mano volvió a sus cojones, desprovistos de vello y suaves como antes, hasta que mis roces los volvieron a contraer. Notaba perfectamente los pliegues sobre ellos y, justo entre los dos testículos, dividiéndolos, un pliegue mucho más greso perpendicular a los demás. Posé la palma de mi mano sobre ellos y comencé a subir mis dedos por su pene.
Paré de repente, cuando noté que una de sus piernas se movía, abriéndose totalmente para mi. Dejé de moverme unos segundos, tomé aire y con la yema de los dedos indice y pulgar descapullé aquel falo morcillón que estaba encendiéndome en sueños desde hacía meses. He de reconocer que las expectativas que yo misma me había creado se superaban ampliamente.
Mojé mis dedos en mi saliva y comencé a acariciar su glande, con cuidado, como le hubiera gustado al cabrón de mi ex. Mojé con avaricia mis dedos para volver a su glande, a la corona, que acaricié con extrema delicadeza, para bajar al cuerpo de su pene y menear su piel arriba y abajo varias veces con la palma de mi mano completamente agarrándole, apretando ligeramente. No pude evitar volver a lamer su pezón, para después colocar de nuevo mi cabeza sobre su pecho, haciéndome la dormida (por si acaso) comprobando que su respiración se había acelerado.
Volví a mojar mis dedos con mi saliva, y busqué la cabeza de su pene de nuevo. La acaricié con cuidado, volviendo a repasar cada uno de los milímetros de su corona, deteniéndome en su frenillo, que estimulé con cuidado, pareciendo que su pene crecía algo más con cada uno de mis roces. Noté entonces como una gota de líquido preseminal caía sobre la yema de mi dedo índice y decidí recogerla, llevándola con cuidado hasta el orificio por el que había salido, repartiéndolo por todo el glande con la única ayuda de mi índice.
Un ligero espasmo de su cuerpo, acompañado por un gemido sordo, me hizo caer en la cuenta de que había llegado demasiado lejos, por lo que dejé de magrearle, levantándome de la cama con la única intención de alejarme de la tentación. El amanecer comenzaba a iluminar la habitación, lo que me permitió observarle durante un minuto, comprobando que estaba totalmente sudado, con el pene erecto, totalmente perpendicular a su cuerpo.
Salí de la habitación totalmente caliente, esperando que un vaso de agua fría hiciera bajar mi excitación, pensando que no debía volver de nuevo a la cama. Al beber una gota de agua cayó a mis pechos y desde ahí, a través de mi barriga, terminó perdiéndose en la cinturilla de mi pantalón.
Los bajé ligeramente, mi sexo agradeció sentirse libre, sentirse fresco. Encendí la luz de la campana y me vi reflejada en el cristal que separaba la cocina de la galería: yo también sudaba y mi piel se había sonrojado también. Las aureolas de mis pechos permanecían anchas, como siempre, sin que mis pezones hubieran llegado a endurecerse, pese a que, normalmente, era el primer signo de mi excitación.
Volví a echarme un vaso de agua, sin dejar de mirarme y bebí, dejando ahora adrede que se escapara algo más de una gota del vaso. El agua cayó ahora sobre uno de mis pechos, endureciéndose al sentirla fresca, desde allí pasó a mi canalillo y, rápidamente, bajó hasta mojar mi sexo, que aún permanecía abierto. Bajé mi mano rápidamente, con la intención de que el agua no cayera sobre el suelo. Aquel movimiento hizo que comenzara a masturbarme, introduciendo los dedos sin dificultad, acariciando los labios mientras mi piel se erizaba y observaba como, lentamente, debido al amanecer, mi imagen se iba difuminando en el cristal. Los flujos de mi vagina habían caído por mis piernas sin que yo me diera cuenta hasta que escuché los gemidos de un hombre por el patio de luces, recordando que en mi cama dormía Daniel. Cogí un trapo de cocina (lo primero que pillé) y traté de secarme, consiguiendo, al pasarlo por mi sexo, un orgasmo inesperado, dulce y rápido, que hizo que me retorciera de placer. Rápidamente quité mis pantalones, que también había mojado de flujos, y busqué en la ropa sucia que tenía preparada junto a la lavadora, otros con los que taparme, mientras caía en la cuenta de que los gemidos que periódicamente escuchaba por las mañanas ahora no solo procedían del patio de luces, sino también de mi habitación.
 
Me acerqué a la puerta con cautela, observando ahora con total claridad que Daniel, dormido y aún erecto, tenía el escroto totalmente contraído. Su eyaculación no se hizo esperar: su pene, ahora totalmente endurecido y con la piel totalmente retraída, comenzó a disparar lechazos densos de semen que llegaron a su pecho, a su barriga e incluso a la cara al contraerse todo su cuerpo de forma imprevisible.
Tuve que poner la mano entre mis piernas, pues pensaba que llegaría a correrme ante aquella visión, pero mis instintos obedecieron a mi mente (y a mi mano) y pude observarle tendido, sudoroso, jadeante, totalmente rebozado en sus propios fluidos. Miré el reloj que había en la mesilla y pensé que, quizá, era demasiado tarde para que marchara al trabajo. Decidí despertarlo, su respiración se había vuelto mucho más relajada tras la corrida. Traté de ser suave y me acerqué tocando su brazo.
El momento del despertar fue quizá el más vergonzoso. Su polla, aún erecta, con la cabeza totalmente brillante y apuntando al techo, volvió a soltar semen, ahora menos denso y sin que saliera disparado. Cayó desde la cabeza por todo su pene hasta llegar a sus testículos, cuya piel ahora estaba algo más relajada.
Solo pude asombrarme cuando miré allí abajo, y, en el momento en que abrió sus ojos, solamente acerté a decir, mirándole aún sorprendida:
-Te has corrido.
Se sonrojó al palpar su cuerpo y comprobar que era cierto. Su mirada, sus gestos desorientados, me hacían entender que no comprendía nada, que se avergonzaba de la situación, lo que me hizo sentir lástima, por lo que decidí dejarle, pues imaginaba que querría darse una ducha.
Encendí el calentador, y allí, sobre la lavadora, ví las llaves de su casa. Aproveché entonces y, mientras oía caer el agua de la ducha, entré en el baño para dejársela. La casualidad hizo que, en el preciso momento en que yo entraba, él cerrara el grifo del agua y se volviera, abriendo la cortina del baño, para coger la toalla. Ahora, aunque seguía bastante apurado, no hizo ningún ademán de taparse: me dio la impresión de que aún no se le había terminado de bajar toda la erección.
Se vistió, me dio las gracias por todo y salió.
Nos volvimos a encontrar de vuelta de nuestros trabajos al día siguiente. Seguía bastante avergonzado, aunque como era costumbre que no hablara conmigo, no le di importancia. Cuando salimos del ascensor se acercó a mi oído y me susurró:
- Anoche soñaba contigo.
Bajó la mirada. Yo, que había vuelto a dejar la persiana entreabierta, deseando que en algún momento me hiciera suya, aunque ya lo era, desde hacía tiempo, en espíritu, esperaba que se dirigiera a su puerta, pero no lo hizo, seguramente esperando un reproche.
Cogí su barbilla y, haciendo que me mirara, también hice mi confesión.
-Yo estuve acariciándote mientras te observaba dormido.
Sonrió ligeramente, pero, aunque anhelaba que me cogiera y me llevara a su casa, que me pusiera sobre su cama para desnudarme y amarme, no lo hizo. Simplemente se dirigió a su puerta y, sin más que hablar, entró dejando mis ganas intactas.
Quedé algo turbada, pero entré en mi casa, me acerqué a ver cómo se desnudaba a través de los minúsculos agujeros de la persiana, y, tras observar cómo salía de su cuarto, me acerqué a la cocina para comenzar a preparar la comida. Escuché el timbre de casa poco después.
Abrí sin revisar la mirilla para encontrarlo en la puerta. Mi mirada, sorprendida, comprobó todo su cuerpo. Él, desnudo, tapando con sus manos sus genitales, esperó a que yo diera el siguiente paso, pero, al rato, comprobando que no reaccionaba, se acercó y dijo:
-Quiero que follemos.
Cogió mi mano y la puso sobre sus genitales. Su pene mostraba claramente sus intenciones, pero yo retiré mi mano de él. Había estado pensando en su familia, en cómo lo que hiciéramos podía afectar en su vida, y no quería ser un estorbo. Me giré mientras se lo explicaba.
-Mi mujer hace años que abrió nuestra relación: siempre le dio mucho morbo acostarse con conocidos y, sobre todo, con desconocidos. Yo para eso he sido más tradicional, pero acepté puesto que la quiero. Simplemente pedí que fuera discreta y así ha sido. Estamos distanciados, precisamente, porque quiere que yo me acueste con otras, pero… -cogió mi brazo para girarme, para seguir hablando directamente a mi cara-. Hoy la he llamado y sabe cuáles son mis intenciones.
Su cuerpo, cálido y masculino, me atraía cada vez más.
-Quiero follar contigo.
No tardé en posar mi mano de nuevo en su entrepierna, acariciando sus genitales con delicadeza, dejando claro que estaba dispuesta a todo. Su polla, que se había relajado ligeramente, volvía a endurecerse, sobre todo al sentir como mi mano, agarrándola con suavidad, la encapullaba y descapullaba lentamente.
Se acercó con intención de morrearme, pero paré sus intenciones.
-Nada de besos si sólo vamos a joder.
Afirmó ligeramente con la cabeza, justo en el momento en que, en la escalera, escuchamos pasos, siendo conscientes de que la puerta de casa seguía abierta. Cerramos sin ser conscientes de si nos habían visto o no.
 
Me acerqué a la puerta con cautela, observando ahora con total claridad que Daniel, dormido y aún erecto, tenía el escroto totalmente contraído. Su eyaculación no se hizo esperar: su pene, ahora totalmente endurecido y con la piel totalmente retraída, comenzó a disparar lechazos densos de semen que llegaron a su pecho, a su barriga e incluso a la cara al contraerse todo su cuerpo de forma imprevisible.
Tuve que poner la mano entre mis piernas, pues pensaba que llegaría a correrme ante aquella visión, pero mis instintos obedecieron a mi mente (y a mi mano) y pude observarle tendido, sudoroso, jadeante, totalmente rebozado en sus propios fluidos. Miré el reloj que había en la mesilla y pensé que, quizá, era demasiado tarde para que marchara al trabajo. Decidí despertarlo, su respiración se había vuelto mucho más relajada tras la corrida. Traté de ser suave y me acerqué tocando su brazo.
El momento del despertar fue quizá el más vergonzoso. Su polla, aún erecta, con la cabeza totalmente brillante y apuntando al techo, volvió a soltar semen, ahora menos denso y sin que saliera disparado. Cayó desde la cabeza por todo su pene hasta llegar a sus testículos, cuya piel ahora estaba algo más relajada.
Solo pude asombrarme cuando miré allí abajo, y, en el momento en que abrió sus ojos, solamente acerté a decir, mirándole aún sorprendida:
-Te has corrido.
Se sonrojó al palpar su cuerpo y comprobar que era cierto. Su mirada, sus gestos desorientados, me hacían entender que no comprendía nada, que se avergonzaba de la situación, lo que me hizo sentir lástima, por lo que decidí dejarle, pues imaginaba que querría darse una ducha.
Encendí el calentador, y allí, sobre la lavadora, ví las llaves de su casa. Aproveché entonces y, mientras oía caer el agua de la ducha, entré en el baño para dejársela. La casualidad hizo que, en el preciso momento en que yo entraba, él cerrara el grifo del agua y se volviera, abriendo la cortina del baño, para coger la toalla. Ahora, aunque seguía bastante apurado, no hizo ningún ademán de taparse: me dio la impresión de que aún no se le había terminado de bajar toda la erección.
Se vistió, me dio las gracias por todo y salió.
Nos volvimos a encontrar de vuelta de nuestros trabajos al día siguiente. Seguía bastante avergonzado, aunque como era costumbre que no hablara conmigo, no le di importancia. Cuando salimos del ascensor se acercó a mi oído y me susurró:
- Anoche soñaba contigo.
Bajó la mirada. Yo, que había vuelto a dejar la persiana entreabierta, deseando que en algún momento me hiciera suya, aunque ya lo era, desde hacía tiempo, en espíritu, esperaba que se dirigiera a su puerta, pero no lo hizo, seguramente esperando un reproche.
Cogí su barbilla y, haciendo que me mirara, también hice mi confesión.
-Yo estuve acariciándote mientras te observaba dormido.
Sonrió ligeramente, pero, aunque anhelaba que me cogiera y me llevara a su casa, que me pusiera sobre su cama para desnudarme y amarme, no lo hizo. Simplemente se dirigió a su puerta y, sin más que hablar, entró dejando mis ganas intactas.
Quedé algo turbada, pero entré en mi casa, me acerqué a ver cómo se desnudaba a través de los minúsculos agujeros de la persiana, y, tras observar cómo salía de su cuarto, me acerqué a la cocina para comenzar a preparar la comida. Escuché el timbre de casa poco después.
Abrí sin revisar la mirilla para encontrarlo en la puerta. Mi mirada, sorprendida, comprobó todo su cuerpo. Él, desnudo, tapando con sus manos sus genitales, esperó a que yo diera el siguiente paso, pero, al rato, comprobando que no reaccionaba, se acercó y dijo:
-Quiero que follemos.
Cogió mi mano y la puso sobre sus genitales. Su pene mostraba claramente sus intenciones, pero yo retiré mi mano de él. Había estado pensando en su familia, en cómo lo que hiciéramos podía afectar en su vida, y no quería ser un estorbo. Me giré mientras se lo explicaba.
-Mi mujer hace años que abrió nuestra relación: siempre le dio mucho morbo acostarse con conocidos y, sobre todo, con desconocidos. Yo para eso he sido más tradicional, pero acepté puesto que la quiero. Simplemente pedí que fuera discreta y así ha sido. Estamos distanciados, precisamente, porque quiere que yo me acueste con otras, pero… -cogió mi brazo para girarme, para seguir hablando directamente a mi cara-. Hoy la he llamado y sabe cuáles son mis intenciones.
Su cuerpo, cálido y masculino, me atraía cada vez más.
-Quiero follar contigo.
No tardé en posar mi mano de nuevo en su entrepierna, acariciando sus genitales con delicadeza, dejando claro que estaba dispuesta a todo. Su polla, que se había relajado ligeramente, volvía a endurecerse, sobre todo al sentir como mi mano, agarrándola con suavidad, la encapullaba y descapullaba lentamente.
Se acercó con intención de morrearme, pero paré sus intenciones.
-Nada de besos si sólo vamos a joder.
Afirmó ligeramente con la cabeza, justo en el momento en que, en la escalera, escuchamos pasos, siendo conscientes de que la puerta de casa seguía abierta. Cerramos sin ser conscientes de si nos habían visto o no.
Deseando que siga la historia
 
Me situé frente a él, ya envuelta en la privacidad que necesitábamos, para despojarme de la ropa que había llevado durante todo el día. Acaricié mis pechos, logrando que la excitación se hiciera presente en mis pezones, consiguiendo que sus ganas le hicieran acercarse a mi, buscar con sus manos acariciarlos para posteriormente lamerlos con su boca, inclinándose ligeramente (su altura era un hándicap para nosotros). Su lengua, experta, logró excitarme mucho más que la visión de su cuerpo, de sus ganas, mientras una de sus manos acariciaba ligeramente mi pubis.
Tras hacerme gemir durante unos minutos se levantó. La cabeza de su polla, ahora totalmente dura, apuntaba hacia arriba, dejando claro su deseo, haciendo que fuera consciente de que, pese a ser un cincuentón, aún mantenía una fuerza viril importante.
Era consciente de que, pese a su excitación, se había centrado en mí y, aquello, hizo que me pusiera aún más cachonda, sintiendo mi vagina cada vez más preparada.
Me miró a los ojos unos segundos, desarmándome, sin más, para después comenzar a andar hasta mi habitación, hasta la cama que la noche anterior habíamos compartido abrazados. Yo posé mi mirada en su recia espalda, en sus pequeños y redondos glúteos que se acompasaban al caminar. Le seguí más excitada de lo que hubiera podido esperar.
Al llegar a la habitación me recreé de nuevo en su cuerpo. Su torso sonrosado, de pectorales fibrosos, se veía brillante por el sudor. El poco vello que poseía, rizado y fino, rodeaba sus pequeños pezones y nacía desde su ombligo, coronando una incipiente barriga, para ocupar todo su pubis y su escroto, del que, como cuerno de unicornio, totalmente endurecido, surgía su pene, totalmente descapullado, mostrando una cabeza brillante y gruesa que anhelaba sentir dentro.
Me acerqué a él, tocando mi entrepierna con lujuria. El vecino apartó mis manos para ocuparse él, con las suyas, de excitarme: eran unas manos expertas, masculinas, de dedos largos, que supieron lograr que mi interior siguiera lubricándose. Movía sus dedos conociendo cada una de mis necesidades, introduciéndose hasta el punto exacto para que yo misma deseara más, mientras yo dejaba mi cuerpo sólo preocupado de no alejarme de él.
Tras un rato, con sus manos totalmente cubiertas por mis flujos, me tumbó en la cama, separando mis muslos, para posar su boca en los labios de mi vagina, abriéndome ligeramente con sus manos en mis ingles. Su lengua, sus labios, lamieron mi sexo con una maestría con la que me hizo gemir como nunca, mientras mis manos, posadas en su cabeza, trataban de acompasar todo mi cuerpo a sus deliciosas acciones.
Ninguno de mis anteriores amantes me había tratado así, ninguno se había preocupado de prepararme para que mi cuerpo le recibiera como él lo estaba haciendo. Fue entre gemido y gemido, atrapada por la excitación que producía, cuando pensé en que, si fuera su mujer, no le dejaría escapar, no follaría con extraños teniendo a tal portento a mi lado, cuando la duda de que la follada pudiera ser comparable, si su esposa buscaba refugio en otros penes.
Desde mi posición solo alcanzaba a ver sus hombros, su espalda que se acompasaba a sus movimientos, imaginando aquella polla que tantas veces había deseado escondida, observándole, desde mi habitación, sin ser consciente de la fuerza que poseía totalmente erecta, sin conocer sus verdaderas dimensiones que, pensándolo ligeramente, hacían que le respetara aún más.
Sentí que sus manos dejaban de abrir los labios de mi entrepierna para, junto con sus labios, comenzar a excitar mi clítoris: ningún hombre había pensado jamás en hacer algo parecido, por lo que la sorpresa, la excitación, me hizo llegar a un estado de éxtasis jamás experimentado.
Mi cuerpo comenzó a retorcerse de placer, mientras mi garganta gemía como nunca lo había hecho. Mis manos, posadas en su cabeza, trataban de que no dejara de realizar su trabajo, mientras un calor interior, desde el centro de mi excitación, me atrapaba sin que yo pudiera hacer nada por controlarme. Pese a su complexión, él se movía en la misma dirección en que mi cuerpo necesitaba, sin dejar de excitarme, sin dejar de acariciar con la punta de sus dedos o de su lengua, según iba trabajando, mi clítoris, cada vez más erecto.
Sentí cómo me corría tras unos minutos, imagino, pues el disfrute hizo que aquello me pareciera una eternidad, sin que te pueda confirmar si fue una sola corrida o varias las que lancé. Recuerdo mis gritos apagados en con la sabana que cogí en algún momento dejando su cabeza libre.
Los temblores que la corrida produjeron en mí hicieron que él levantara su cuerpo, que se pusiera sobre mí, con su cara totalmente perlada por mis flujos, apoyando una de sus manos en la cama, a la altura de mi cabeza, mientras la otra, aún entre mis piernas, seguía acariciando, a veces, mi sexo. Me miraba sonriendo, disfrutando de mi propio disfrute.
Tardé tiempo en ser capaz de contener mi excitación para buscar con mis manos su pene que, pese a que podía haberse relajado, seguía duro como una piedra. Con delicadeza lo acerqué a mi vagina abierta y, tras hacer claras mis intenciones, busqué sus glúteos para acompañarlos en su movimiento, para que me lo introdujera como tantas veces había deseado.
La sentí entrar ligeramente, para comprobar que la sacaba, sin llegar nunca a clavármela entera, pero entrando cada vez más, hasta que sentí cómo sus pelotas rozaban mi piel. Sentí sus caricias en mi clítoris, cada vez que la sacaba, hasta que entró totalmente, hasta que paró para comprobar que se había metido entera, hasta que colocó su otra mano sobre el colchón, procurando mayor estabilidad.
Me follaba con cuidado, mientras yo trataba de acompasar sus movimientos con mi pelvis, contrayendo y relajando la musculatura de mi sexo según iba intuyendo que se movía. Disfrutaba de cada penetración, mientras yo me deleitaba de su aroma masculino, que, como anteriormente había comprobado, recogía la esencia del jabón con que se había lavado antes de venir a verme.
Sus músculos mostraban la fuerza que poseía, su complexión me rodeaba, y su cuidado hacía que me sintiera cada vez más entregada, más suya, mientras acariciaba sus pezones, su espalda, sus glúteos que se contraían y relajaban haciendo subir y bajar su pelvis.
En ese momento, mientras retozábamos en el coito perfecto, sí era capaz de controlar mi mente, sí era consciente totalmente del momento. De hecho, pude comprobar, tras ver la hora en el reloj de mi mesilla, que estuvo 10 minutos follándome antes de sacarla de mí, antes de que yo supiera que se iba a correr, antes de que se la cogiera y se la meneara para que terminara, esparciendo su leche por mis pechos y mi barriga.
Fue él quien, tras vaciarse, comenzó a lamer mis pechos de nuevo, a pesar de que su lefa estuviera en ellos, a pesar de que su torso se estuviera manchando con su propio líquido blanco y denso, recogiendo en su boca lo que pudo para, tras acercarla a la mía, hacerme abrirla, dejando su semilla caer en ella.
Su esperma, el primero que comía en mi vida, era dulce, de textura gelatinosa y densa.
Le mostré que me lo había tragado justo cuando, aún jadeante, se tumbó a mi lado. Ambos, en silencio, tratamos de recuperar la calma, disfrutando del momento vivido, de la experiencia compartida. Incluso comprobé que se quedaba dormido durante un rato, mientras yo, alucinada, observaba su pene aún erecto, apuntando al techo de mi habitación, entre sus piernas ligeramente abiertas, elevando ligeramente sus pelotas duras y redondas.
 
Lo he leído del tirón. Me encantan los detalles y lo bien que describes las situaciones. Muy muy excitante. Espero que haya nuevas entregas.
:):);)
 
Llevábamos unas dos horas juntos, entre follada y descanso, cuando, tras comprobar que me había dejado atrapar por un sueño ligero, él seguía allí. Ahora, desnudo, me observaba con la cabeza apoyada sobre su mano, girado ligeramente de lado hacía mi.
-¿Nadie? -dijo casi susurrando-.
Tardé un tiempo en entender qué preguntaba, de hecho, no tengo claro que le contestara realmente a la pregunta que me hacía, por lo que contesté un minuto o dos más tarde.
-Nadie. Nunca.
-Espero que alguna vez más -dijo sin dejar de mirarme-.
Fue entonces cuando su mujer volvió a mi recuerdo. Aparté mi mirada y me incorporé ligeramente, apoyando mi espalda en el cabecero de la cama.
-¿Y ella?
-Ella tampoco, nunca, con nadie -contestó, seguramente sin entender tampoco qué preguntaba-.
-Pero…
Había dicho la palabra señalando directamente a su pene con la mirada, observándolo relajado (aunque, sinceramente, creo que la tenía algo morcillona, comparando con el estado en que estaba cuando le pillé en mi baño).
-No te puedo contestar. Yo tampoco he llegado a entenderlo -dijo, confirmando que le había dado más de una vuelta al hecho de que su mujer follara con otros-. Simplemente lo respeto. De hecho, es ella quien comenzó con esto, es ella quien ahora quiere que yo también lo haga.
-¿Y tú cómo te sientes?
Se movió, poniéndose frente a mi, de rodillas, mirándome a la cara.
-Yo muero de celos y de excitación a partes iguales: ella me envía vídeos que ellos le graban, justo cuando voy a volver a casa, o cuando hemos quedado en algún sitio. Nunca siente lo mismo con ellos que conmigo, quizá quiere corroborar que nadie se lo hace como yo. Es así como me indica que vamos a tener sexo, sin tener claro cuándo, dónde y de qué forma, y, sinceramente, cada vez que pasa el polvo es de campeonato.
Supuse, por sus palabras, que no era algo muy habitual, que no estaba poniéndole los cuernos continuamente.
-¿Y ahora? -pregunté de nuevo, sin dejar de mirarle a la cara-.
-Ahora, tras mucho pensar, tras mucho curar mi alma, soy yo quien se empieza a compartir con otras, soy yo quien da el paso, para que ella permanezca a mi lado: siempre han sido sus condiciones y yo, cobarde, rendido ante mis propios sentimientos, sigo sus reglas. Me ha costado mucho.
Le miré con tristeza, viéndolo rendido ante su dueña.
-Me ha costado dar el paso, pero contigo ha sido fácil follar. Tú has sido la primera -dijo pensando que mi tristeza escondía el deseo de algo más-.
Le sonreí, halagada, observándole de nuevo frente a mí, ahora, de nuevo, como individuo sexual. Bajo su barriga, su chorra colgaba entre sus piernas, ligeramente levantada por el volumen de sus espléndidos testículos, gruesa, totalmente cubierta por el pellejo, apreciándose una cabeza aún más gruesa que el resto de su picha, la que me había ido abriendo el interior y que, ahora, de nuevo, ansiaba que se hundiera en mí.
Descrucé mis piernas para mostrar mi vulva, totalmente depilada, sonrosada, mullida, que comenzaba a abrirse, mientras me comenzaba a acariciar los pezones, sin dejar de mirársela, observando como comenzaba a empinarse de nuevo, como se empezaba a descapullar para apuntar directamente a mis ganas.
Fue entonces cuando cogí el móvil y, tras mirarle, pidiendo permiso con la mirada, tal como él me había pedido permiso anteriormente para metérmela, le dejé empecé a grabar.
Sujetaba el móvil con una mano, poniendo la otra entre mis piernas, acariciándome. Él, tras un rato, se la cogió, empezando a meneársela, despacio, descapullándola y cubriendo la cabeza con su propia piel, lentamente, mientras echaba para adelante sus caderas ligeramente, apoyando tras su espalda su mano en la cama, ofreciendo su sexo totalmente al vídeo.
A la vez que mi mano hacía que mi interior se fuera lubricando, su polla comenzaba a soltar líquido que, cubriendo la punta, daba un aspecto delicioso, haciendo que mi propia boca la ansiara.
No tardé mucho en parar el vídeo y, dejando el móvil a un lado, acercar mis labios a su falo erecto, cogiéndola desde la base, acariciando la cabeza con mi lengua, buscando su frenillo para conseguir que gimiera. Soy consciente de que no soy muy buena mamando, pero seguí su ejemplo: nadie me había comido el coño como él, con dulzura, con relajación, excitando cada uno de los milímetros de mi sexo.
Él gemía, dejándose hacer. No sé en qué momento terminó por tumbarse totalmente en la cama, acompasando sus movimientos, pausados, a mi chupada. Yo, totalmente concentrada en lamerle el nabo, no podía, pese a que lo intentara, observarle. Solo chupaba, sólo lamía, acariciando sus ingles, sus pelotas.
Sentí cómo la cama temblaba, acompañando su estremecimiento, su placer, en varias ocasiones, para sentir cómo sus manos me apartaban de su sexo, cómo acercaban mi cara a la suya, para sentir su mano entre mis piernas, comprobando que estaba lista, que le deseaba.
-Cabálgame -lo dijo mirándome con lujuria, con picardía y yo, rendida a sus palabras, colocando mis caderas sobre las suyas, coloqué la cabeza de su miembro en mi agujero, sintiendo sus manos en mi cintura, tras haber buscado de nuevo el móvil-.
Comencé a grabarle poco antes de dejar que su polla entrara en mí. Lo hizo sin dificultad, suavemente, aunque no llegó al final hasta la tercera o cuarta bajada. Sus caderas comenzaron a acompasarse conmigo y yo, presa del deseo, me centraba en sentirle dentro, en observarle a través del teléfono, en el que un vídeo recogía nuestra follada.
Su piel sonrosada, sudada, me excitaba como nunca. Sus pectorales, en aquella postura, dejaban que disfrutara de su musculatura, de sus pezones totalmente erectos. Deseaba su vello, rizado, poco denso. Su mirada, lujuriosa, me encendía, sabiendo que no era a mí a quien miraba, llenándome de celos.
Comencé a acelerar mis movimientos con la esperanza de que ella se marchara de entre nosotros, deseando que la olvidara, al menos, unos minutos, y, sinceramente, no sé si lo conseguí.
Noté que una de sus manos se alejaba de mi cintura y, de repente, noté las yemas de sus dedos acariciando mi clítoris, llevándome a mayor excitación, mientras mi vagina intentaba aferrarse a su verga, sintiéndola más dura y grande que nunca, sin poder comprobar si el vídeo le grababa o no, terminando por dejarlo y cabalgar como una posesa, mientras me corría, una, dos o más veces sobre él, temblando de excitación, notando como todo su cuerpo se contraía, procurando alargar la excitación y la corrida que yo ansiaba en mi interior y que no conseguiría.
Me aparté de él, sacando de mi su miembro, cuando y como pude, luchando contra mi deseo de seguir sintiendo el placer que me daba, deseando que me llenara con su semilla, sabiendo que mi cuerpo no aguantaría más y caería rendida en un desmayo si seguía cabalgándole. Tardé tiempo en recuperar mi respiración, para observarle tendido en la cama, con las piernas abiertas, con su escroto totalmente encogido, deseando disparar leche, mientras se acariciaba la polla ayudado por los flujos que ambos habíamos soltado.
Temblé al moverme, rozando con mis piernas mi sexo, al buscar el móvil y comenzar a grabarle de nuevo, totalmente concentrado en sí mismo, gimiendo y disfrutando, olvidándose tanto de ella como de mí, mientras mi sexo goteaba de excitación.
Paró de repente, acercando sus manos a su cara, para comenzar a contraerse a la vez que su polla comenzaba a soltar su semen, que, despacio, bajaba por su picha y sus huevos hasta la cama, tan denso como la primera vez, tan blanco que no dejaba dudas sobre su dulzura.
Creo que soltó 5 ó 6 veces su corrida para, exhausto, rendirse al descanso merecido tras un polvo tan fantástico. Yo, también necesitada de aire, me apoyé de nuevo sobre la cama para, tras unos minutos, acercarme de nuevo a su entrepierna y, con delicadeza, cogérsela de nuevo, acariciándosela ayudada por su propio semen, haciendo que su cuerpo reviviera y se contrajera de nuevo, debido a la mayor sensibilidad en su miembro tras la corrida, y haciendo que, una nueva tanda de leche saliera de su interior de nuevo.
Paré cuando entendí que ya no podría más, metiendo mi mano entre mis piernas, manchando mi sexo con su lefa y llevándola, después a mi boca, para volver a saborear su masculino dulzor.
No sé cuánto tiempo estuvimos tratando de recomponer nuestras fuerzas. Fue él quien, saliendo de la cama, puso el punto final a aquel encuentro.
-Me voy a casa o seguiremos follando sin descanso -dijo sonriéndome, mientras de su polla caían ligeras gotas de leche, algo más transparente que antes-.
Ni siquiera le acompañé, tras verle salir de la habitación, sudoroso, con aquel movimiento de glúteos que tantas veces me había deleitado bajo sus pantalones y que, ahora, podía disfrutar totalmente desnudo, imaginando su salida hacia la puerta, totalmente desnudo, pudiendo ser descubierto en su salida, rozando la exhibición y pudiendo poner al descubierto nuestro pecado, aunque nos hubiera llevado a la gloria.
Aproveché para ver los vídeos y, tras sentir mi vulva palpitante, tras acariciarla mientras le veía deleitarse, se los envié, sabiendo que él se los haría llegar a ella, sintiendo de nuevo celos al pensar que su polvo sería mejor que el nuestro.
 
Recibí, poco después, su contestación, aún tendida en la cama: una fotopolla preciosa en la que se le podía ver morcillona, caída, con la cabeza gruesa cubierta por su pellejo, tras la ducha. Yo no me hice de rogar y, abriendo mis piernas, apunté con la cámara a mi vulva, disparando varias veces para elegir la foto más excitante y enviársela sabiendo que, por primera vez, un hombre había conseguido aquel premio, que por primera vez compartía una foto de mi intimidad.
Su contestación no se hizo de rogar: otra foto, esta vez con su miembro erecto, viéndose perfectamente sus pelotas bajo él, hizo que volviera a excitarme. Tras pensarlo mucho decidí no contestarle y, tras una ducha reconfortante, pasé el resto de la tarde viendo la tele y me acosté temprano, cansada por la actividad que habíamos tenido.
No nos volvimos a cruzar los días siguientes. Ni siquiera llegué a pillarle desnudo en la habitación, aunque mis espionajes, teniéndolo guardado en el móvil, eran cada vez menos frecuentes.
De lo que si estaba segura era de que su mujer había vuelto, cosa que, por un lado, me ponía celosa y, por otro, me alegraba, ya que era lo que él pretendía acostándose conmigo. De hecho, no me sorprendí al cruzarme con ella aquel día. Me puse ligeramente nerviosa, pensando que conocía nuestro secreto, que ella podía intuir que su marido me había llevado al mayor de los placeres de mi vida sexual, pero ella, lejos de hacer ningún comentario al respecto, me saludó y me trató con la cortesía habitual.
Un “da recuerdos”, mientras ambas salíamos del ascensor, que era la forma de terminar con el encuentro de forma cortes, llevó al siguiente capítulo.
-No, si te tenemos muy presente -dijo como si nada, mientras entraba a su casa, haciendo que me pusiera aún más nerviosa-.
Pasé a casa y no pude más que tocar mi entrepierna, que comenzaba a demostrar mi excitación. Me animé a espiar de nuevo su habitación, descubriéndole totalmente desnudo sobre la cama. Ella no tardó en aparecer y, tras desvestirse, se abrazó a él comenzando a acariciarle.
Debo reconocer que los celos hicieron que me sintiera tan sumamente mal que decidí, en ese mismo momento, no volverles a espiar nunca más, marchando al salón.
Me quité la ropa del trabajo en el baño y, ya allí, me puse una camiseta de tirantes, sin sujetador y sin tapar de cintura para abajo más que con mis bragas, nada eróticas ese día.
No tenía ganas de comer, pero me hice un bocadillo que tomé viendo las fotos y vídeos que tenía de él, pensando que nunca más volvería a sentirlo dentro de mí.
Me extrañó que llamaran a la puerta, así que, tras coger un pantalón corto, por si acaso, me acerqué sigilosamente a la mirilla, para descubrirle esperando allí. No me había llegado a poner el pantalón cuando abrí para encontrarle en mi puerta, totalmente desnudo, con la polla firme como una espada, dejándome sin respiración.
Coge las llaves y ven, te estamos esperando.
Hubiera querido negarme, pero no pude reaccionar aturdida por la sorpresa y por su mirada, así que, cuando me cogió de la mano y la puso en su polla, haciendo que se la meneara ligeramente y susurrándome un “mira cómo me has puesto”. No pude más que dejarme llevar.
Él mismo cogió mis llaves, cerró la puerta de mi casa y me llevó a la suya, dirigiéndome directamente a su dormitorio, donde su mujer, desnuda, esperaba con las manos puestas sobre su sexo. Era una mujer robusta, parecida a las de las pinturas de Rubens, pero de carnes mucho más prietas. Sus pechos, pequeños, estaban erectos.
Fue ella quien, una vez que entré, se acercó a mi, mientras su marido, desde la misma puerta, se masturbaba, haciendo que sus pelotas se movieran con la majestuosidad que siempre mostraban. Me desnudó totalmente y, tras sentarse en la cabecera de la cama, hizo que me pusiera entre sus piernas, abriendo las mías, ofreciendo mi sexo a su marido.
- Quiero que te lo coma delante de mí.
Mi excitación creció, mi vulva palpitaba, caliente, comenzando a lubricarse, y mis caderas, deseosas, se colocaron elevando ligeramente la pelvis. Él, a los pies de la cama, seguía tocando su pene, cada vez más lubricado, cada vez más erecto, cada vez más brillante.
Se acercó lentamente, mientras su mujer, con sus manos, abría mis muslos, sin dejar libertad a mis brazos para poder coger o guiar la cabeza plateada de su marido. Su cara se acercó a mi sexo, haciendo que sintiera su aliento durante unos segundos, para comenzar a acariciar con sus finos labios los míos, que se fueron abriendo poco a poco.
Yo le deseaba y me movía intentando que su contacto con mi sexo fuera más intenso, pero se hizo de rogar antes de sacar su lengua y comenzar a lamerme, a excitarme aún más. Yo me sentía cada vez más mojada, no sólo por sus lametones, mientras él me comía, con el culo en pompa, dejando que en el espejo que había frente a su cama se vieran perfectamente sus pelotas colgando y se adivinara su polla totalmente dura y chorreando líquido preseminal.
Era un experto lamiendo coño, y sabía llegar al clítoris en el momento justo. Fue entonces cuando mi cuerpo, totalmente sudado, totalmente enrojecido por el calor que su boca estaba produciendo en mi interior, comenzó a estremecerse, atrapado por las manos de su mujer.
Sentí su respiración cerca de mi cara, mientras las yemas de los dedos de una de sus manos jugaban con mi clítoris. Mi consciencia se perdía ante las sensaciones que producía en mí, por lo que no te sé decir si me corrí más o menos veces, pero lo hice, perdiendo incluso el sentido, bañándole con mis flujos.
Terminó de excitarme y se colocó tumbado junto a mí, apuntando con su pene hacia el techo de la habitación, mientras yo, tras haber sido liberada por los brazos de su mujer, trataba de comprobar que mi vagina estuviera bien, comprobando que cualquier roce me producía una excitación que rozaba lo insoportable.
- No la vas a poder penetrar -dijo ella mirándome-.
- No, ahora mismo no.
Él me sonrió, dejando claro que no había terminado aún conmigo, aunque se dirigiera directamente a ella para comenzar a comerle la boca, metiendo su mano entre sus piernas. Se notaba que ya tenía su interior excitado, húmedo, por lo que, en poco tiempo, le introdujo el miembro, al principio lentamente, después con pasión, pero con cuidado.
Yo no era capaz de tocarme, no era capaz de moverme, pero no podía dejar de mirarlos, de admirar su calentón, que ojalá hubiera sido también el mío. Retozaban como adolescentes, follaban acompasando sus cuerpos embadurnados en sudor, jadeantes, hasta que él se estremeció corriéndose dentro de ella que, por la edad, supuse, ya no corría peligro de quedar preñada.
Cuando se apartó de ella se tumbó junto a mí, boca abajo, mirándome, como si fuera yo la circunstancia a la que dar las gracias.
Ella, mientras, se siguió acariciando, hasta lograr otro orgasmo, manchando sus manos con su semen y los flujos que su propia vagina había soltado. Yo, sinceramente, le hubiera comido el chocho para volver a probar su dulce leche, pero, tras todo aquello, quedé profundamente dormida.
Cuando desperté los oí lejos de la habitación, me levanté, sintiendo ya mejor mi vagina, aunque tenía la impresión de que me había quedado, a pesar de las corridas, a medias. Seguí por la casa las voces de sus propietarios, hasta encontrarlos en el baño, desnudos, hablando de sus cosas.
Ambos se volvieron a mí en cuanto notaron mi presencia, sonriéndome y diciéndome si necesitaba algo. Negué con la cabeza, algo aturdida aún, pero aclarando que me encontraba bien.
Ella se acercó a mi y puso su mano entre mis piernas, acariciando mi vulva, mientras él, volviéndose hacia mí, me mostraba cómo su picha se empinaba, haciendo que el pellejo fuera dejando de ocultar la cabeza de su minga que, apuntando hacia mí, mostraba sus ganas por entrar donde su esposa estaba poniendo sus manos. Los dedos me entraron en cuanto notó que comenzaba a humedecerme, haciéndome gemir, mientras él, sin acercarse, me miraba sonriendo pícaramente.
Ella no tardó en coger mi mano, dirigirme de nuevo al dormitorio y tumbarme boca arriba, abriéndome las piernas, disponiéndome a su marido. Sentí cómo él nos seguía y, una vez ya preparada en la cama, vi cómo se colocaba un condón y, poniéndose sobre mí, se preparaba para penetrarme.
- Vamos, machote -dijo su mujer-, termina lo que dejaste a medio.
Él, mientras mantenía su cuerpo paralelamente al mío, mantenido sólo por un brazo, acercó su mano a mi cara y, acariciándome, esperó a que yo le diera permiso para meterme el nabo. Yo asentí y, poco después, sentí la cabeza de su miembro en vagina, abierta y deseosa. Apretó sus caderas contra mí con delicadeza, haciendo que fuera entrando poco a poco, cada vez más, hasta que sentí sus gruesas pelotas contra mi piel, haciéndome gemir, mientras su mujer, a un lado de la cama, con las piernas abiertas, nos observaba con lujuria.
Fue conforme aumentaba la velocidad del coito, cuando empecé a acariciarle, apretando mi cuerpo contra el suyo, cogiendo su espalda sudorosa, sobando sus glúteos que se contraían en cada embestida. No soy capaz de recordar cuando ella comenzó a follarse con una polla de goma que se introducía gimiendo poseída por la pasión, sin dejar de mirarnos.
Sentí, de repente, cómo el cuerpo de mi vecino se contraía, cómo su polla lanzaba su fruto en mi interior, guardándose en el látex que se había colocado antes de follarme, mientras yo contraía, con la intención de ayudarle, mis músculos pélvicos.
Había terminado, pero, sorprendida, noté cómo comenzaba a moverse de nuevo, volviendo a meter y sacar su pene que, aún no había perdido fuerza, acercando, mientras se apoyaba en un brazo y sobre mí, una de sus manos hasta lograr alcanzar mi clítoris, acariciándolo con delicadeza, haciendo que tuviera que coger las sábanas para morder mis gemidos, haciendo que mi cuerpo dejara de ser mío, de responderme, logrando que tuviera un nuevo orgasmo que, además, se acompañó de nuevos disparos de leche en mi interior.
Nos quedamos aún enganchados, aún abrazados, tumbados de lado, respirando jadeantes tras el ejercicio que habíamos hecho, tras el éxtasis al que habíamos llegado, quedándose el tiempo parado durante un rato indeterminado.
Fue ella quien, tirando ligeramente de sus caderas, nos separó, rompiendo la pausa que se había generado para retirar el preservativo que él aún llevaba puesto. La leche se había acumulado en la punta del plástico, bastante tras las corridas anteriores, aunque había que tener en cuenta que ahora también habían sido dos. Con delicadeza limpió con su mano la leche que había quedado en su miembro aún erecto, haciéndole que se estremeciera, que su cuerpo se contrajera varias veces por la excitación, para llevarla después a su boca.
Yo me incorporé, mirándola, deseando ser yo quien se alimentara con la leche que ya había degustado días antes, observando cómo se sentaba en la cama, con las piernas abiertas, para escurrir el condón sobre su chochete.
Con la mirada me invitó a poner mi cara entre sus piernas, a acercarme a lamer el semen, a besar y lamer su entrepierna, guiándome con delicadeza, entre gemidos, con sus manos, hasta que conseguí que se corriera sobre mi cara, hasta limpiar el semen que yo misma había sacado a su marido, sin tener muy claro si había sido ella la maestra para convertirle en un experto en comer chochos o era la aprendiz.
Los tres terminamos exhaustos: ella tendida de espaldas sobre la cama, con las piernas abiertas; él, ya dormido, aún en la posición en que ella le había dejado tras nuestro polvo; y yo, tras haber conseguido que él se corriera en mi interior, tras haberle comido el chocho a ella para alimentarme con el líquido de su hombre, trataba de coger aire, sabiendo que era hora de volver a casa.
Tras unos segundos, sin encontrar lugar en que quedarme para recuperarme, salí de la habitación intentando no molestar. Cogí mi ropa y mis llaves con una mano, mientras con la otra, al salir al rellano, me tapaba el coño, en una mezcla de vergüenza ante la posibilidad de que algún vecino me pillara en aquella guisa y la necesidad de que las sensaciones vividas no se escaparan de mi interior.
Los nervios hicieron que, sudorosa y cubierta por los flujos que, tras un rato, comenzaban a pegarse al cuerpo, tardara algo en conseguir abrir la puerta y llegar a mi refugio, tirándome a la cama, tal como iba, para conseguir dejarme abrazar por Morfeo durante un buen rato.
Al despertar, en el móvil, descubrí varias fotos que ellos, al parecer ya recuperados, me enviaron, haciendo que mi lívido volviera a encenderse.
Necesitada de una ducha me dirigí al baño, observándome desnuda durante un rato, sin terminar de creer que me hubiera convertido en la tercera persona incluida en una relación que, en realidad, era de dos, sintiéndome un objeto de placer que, deseoso de repetir la situación, sólo podía quedar a su disposición para lo que ellos pudieran imaginar, sintiéndome celosa por no tener yo misma una relación como la suya.
En esos pensamientos estaba cuando, unos gemidos quedos, suaves, me hicieron espiar de nuevo su habitación, descubriéndoles disfrutando de nuevo, sobre la cama, haciendo que les deseara con una sonrisa pícara y sintiendo que debía dejarles en intimidad mientras volvían a follar como adolescentes.
Fue entonces cuando, sin querer, descubrí de nuevo a la vecina beata del piso de arriba, espiándoles, metiéndose mano como espectadora furtiva, reflejada en la ventana de la habitación de mis vecinos amantes. Quizá ella también se uniera en breve a sus aventuras.
Yo, cansada, dejándoles hacer y observar, me metí en la ducha anhelando un nuevo capítulo caliente.
 

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