Capítulo 47 - Los secretos del Caribe: Cinco velas negras, un solo terror
En aquellos tiempos se decía que el Caribe era un paraíso, pero en realidad era un tablero de ajedrez manchado de sangre y oro. Las aguas azules, preciosas y hermosas, escondían tiburones hambrientos, las selvas densas, como las palabras de un predicador, eran el hogar de depredadores implacables; pero sin duda, los más voraces caminaban sobre dos piernas, enarbolando banderas de España, Francia, Inglaterra u Holanda.
La mayor parte de aquellas islas estaban bajo dominio español, protegidas por fortalezas de piedra y cañones que vigilaban los puertos. España había levantado un imperio gigantesco, y desde Cuba, Santo Domingo o Puerto Rico, controlaba las rutas que llevaban la plata de Potosí y el oro de México hasta Sevilla. Pero aquel poder era codiciado, y las demás potencias no pensaban quedarse atrás. Ingleses, franceses y holandeses se adueñaban de cayos y bahías, fundando colonias a escondidas, desafiando la autoridad de la Corona.
En medio de aquel pulso imperial y como respuesta natural a su despiadado poder, surgieron los piratas, corsarios y filibusteros. Algunos navegaban con patentes de corso firmadas por reyes, otros lo hacían por cuenta propia, todos unidos por el hambre de botín y libertad. El Caribe era su reino, y islas como Tortuga, Port Royal o Nassau, se convirtieron en sus guaridas. Allí no mandaban los reyes ni los virreyes, sino la pólvora, el ron y el filo del cuchillo.
La vida era dura y efímera. El azúcar, el tabaco y la trata de esclavos llenaban los bolsillos de los poderosos, mientras que los pueblos originarios y los africanos encadenados sufrían bajo el látigo colonial. El sol abrasaba las espaldas, la fiebre se llevaba a muchos antes de envejecer, y la ley solo alcanzaba hasta donde llegaba el mosquete del soldado.
Pero también era un mundo de leyendas: tesoros enterrados, barcos fantasmas, ciudades sumergidas. Para los piratas, el Caribe no era un infierno ni un paraíso, sino la promesa de vivir libres aunque fuera poco tiempo, de beber hasta el amanecer, y de desafiar a los imperios con cada abordaje.
La situación era inestable. En aquellas aguas no solo había que temer a los soldados de un rey lejano, sino también a corsarios traidores y piratas rivales que competían por hacerse ricos. Un mundo sin lealtades, donde cualquiera podía ser enemigo si había oro de por medio. Grace lo sabía bien; lo había aprendido de niña: el mejor lugar para empezar a comprender un puerto desconocido no era la iglesia ni la plaza del mercado. Era una taberna.
Como solía decir siempre, con media sonrisa y una copa en la mano:
- Hay solo dos maneras de sacarle información a un hombre… o emborracharlo, o apuntarle a las pelotas.
Las jarras golpearon la mesa dejando un rastro de espuma que enseguida manchó la madera húmeda y oscura. Grace levantó la suya, probó un trago largo y dejó escapar un suspiro satisfecho. La cerveza estaba caliente y áspera, pero sabía a puerto, a tierra firme, a ese respiro que tanto necesitaban. Se acomodó en un rincón apartado de la taberna, con buena vista a la sala y la espalda contra la pared, como todo capitán precavido.
Cortés ya había empezado su juego: con el brazo sobre los hombros de dos soldados de la Corona, reía a carcajadas mientras llenaba sus jarras sin medida. Yara, con la mirada encendida y el acento que se deslizaba como canto, se sumaba al engaño con naturalidad, arrancándoles confesiones entre risas y promesas de baile. Ellos, embrutecidos y con la lengua suelta, no sospechaban que cada palabra que dejaban caer era recogida con precisión por sus interlocutores.
En otro punto de la taberna, Snatch se movía entre mesas como una sombra. A su lado iba Caitlin, una mujer irlandesa de melena encrespada y ojos verdes que destellaban con la chispa del whisky. Jugaban al mismo oficio: seducir confidencias, robar secretos entre brindis, mover palabras sobre mesas ajenas.
El Perro, en cambio, se mantenía en silencio. Desde su rincón enfrente de la capitana, encendió la pipa y dejó que las brasas iluminaran su rostro curtido. El humo se enroscaba en espirales lentas mientras sus ojos lo registraban todo: las cartas que se repartían en la esquina, las manos que iban demasiado rápido hacia una daga bajo el cinturón, la risa nerviosa de un marinero que ocultaba traición. Escudriñaba como un perro que olfatea el aire, desconfiando de todos, incluso de aquellos que reían demasiado alto.
Grace lo observó por un instante, con esa seriedad impenetrable de lobo viejo, y luego regresó a su jarra. El ruido de la taberna la envolvía: canciones desafinadas, mesas volcadas, insultos que se transformaban en abrazos, abrazos que un segundo después se convertían en cuchilladas. Aquel caos tenía su propia armonía, y ella, lejos de sentirse extranjera, se reconocía en él. Sonrió, bebiendo de nuevo, relajada, como si aquel estrépito fuera el arrullo más cálido que conocía.
Allí, entre humo, ron y acero escondido, Grace estaba en casa. Una casa que siempre olía a peligro.
Las horas se deshicieron entre jarras vacías y risas entrecortadas. Poco a poco, como si el azar los devolviera a la misma órbita, los espías del Red Viper y del Madra Ifrinn fueron regresando a la mesa donde esperaban Grace y el Perro. Nadie se sentaba de golpe, ni todos a la vez: primero Cortés, limpiándose con disimulo la boca con la manga; luego Yara, fingiendo todavía una sonrisa de taberna; más tarde Snatch, que escondía bajo su chaleco un par de monedas recién ganadas en una partida; y por último Caitlin, que se dejó caer en la silla como quien no debe nada a nadie.
El bullicio de la taberna seguía siendo un escudo. Entre el estruendo de voces y golpes, podían hablar en susurros sin temor a ser escuchados.
- Bien - gruñó el Perro, lanzando una bocanada de humo que se perdió en la penumbra - ¿Qué habéis sacado?
Cortés intercambió una mirada con Yara, y fue Caitlin quien se inclinó hacia delante, los codos sobre la mesa, los ojos chispeantes por la mezcla de cerveza y secretos.
- He escuchado algo que os gustará - dijo con un tono casi divertido - Una historia que los soldados cuentan con más miedo que sorna… sobre un pirata al que llaman Bartholomew Drake, el Cuervo del Caribe.
Grace arqueó una ceja, interesada. Caitlin bajó la voz, disfrutando de cada palabra como si tejiera un conjuro.
- Dicen que es inglés, aunque nadie está seguro de dónde nació. Siempre viste un abrigo negro largo como una noche sin luna. Su bandera es un cuervo con las alas abiertas sobre un timón, y cada barco que saquea lo marca con una pluma negra. Un recordatorio de que estuvo allí… y de que puede volver en cualquier momento.
El Perro soltó un bufido incrédulo.
- Supersticiones para borrachos.
- No lo sé, capitán. Puede ser… - replicó Caitlin con media sonrisa torcida - Aunque los hombres juran que es verdad. Dicen que Drake nunca ha sido capturado. Que las veces que lo han tenido contra las cuerdas, el mar mismo lo ha tragado para devolverlo al día siguiente. Y cuentan - y aquí su voz se volvió más grave - que tiene un pacto con las brujas de Jamaica. Que ellas lo protegen, que alimentan a sus cuervos y que nadie puede darle muerte mientras conserve su pluma negra en su sombrero.
Grace, a la que le encantaban aquellas historias, escuchaba fascinada como El Ojo del Cuervo, el navío de Drake se enfrentó una vez a tres bergantines franceses y nadie sobrevivió para contar cómo. Solo encontraron las naves a la deriva, con las velas cubiertas de cuervos.
- Algunos afirman… - concluyó Caitlin - que Bartholomew puede ver a través de las aves. Otros que ni tan siquiera es humano, sino un mestizo entre cuervo y hombre.
Yara asintió despacio, sin quitarle la vista de encima.
- Yo también lo he oido nombrar una vez. No es cuento para asustar a niños… su nombre viaja por los puertos como una sombra.
El Perro masculló, apretando la pipa entre los dientes.
- Un brujo con abrigo negro… ¡Ja! Ya veremos si sangra como los demás.
Grace, sin embargo, dejó escapar una carcajada suave, paladeando la intriga.
- Un cuervo que sobrevuela el Caribe… suena como alguien con el que, tarde o temprano, me encantaría acabar cruzándome.
La mesa quedó en silencio un instante, las palabras de Caitlin calando entre ellos, mezclándose con el rumor de la taberna. Afuera, tras las ventanas, el puerto dormía; pero dentro, entre humo, cerveza y cuchicheos, la noche seguía viva.
Snatch, que hasta ese momento había permanecido con los brazos encima de la mesa y la jarra medio vacía, se inclinó hacia delante con una sonrisa socarrona. El brillo de sus ojos se confundía con la luz amarillenta de las velas que apenas vencían la penumbra de la taberna.
- Yo también traigo un cuento - empezó, dejando que el silencio se hiciera alrededor suyo - Uno que no es leyenda de borrachos, sino carne y sangre. Hablan de Isandro Montoya, al que llaman el Lobo de las Antillas.
Los demás lo miraron en silencio. Snatch bajó un poco la voz, casi teatral.
- Nacido en Santo Domingo, mestizo, hijo de esclava y de un español. Sirvió como corsario de la Corona hasta que lo traicionaron. Lo dejaron pudrirse, sin paga ni honra. Y ese día juró que jamás volvería a obedecer a ningún rey. Se convirtió en pirata, y con su bergantín, la Sombra Roja, empezó a hacer justicia a su manera.
Dio un sorbo lento a la jarra y continuó.
- Su barco es temido en todo el Caribe, porque ataca de noche, sin aviso. Los hombres dicen que aparece como una sombra y desaparece igual, sin dejar rastro, como si el mar mismo lo tragara. Nunca perdona una traición. Y lleva al cuello un collar de dientes humanos… - sonrió de medio lado - Y no, no son de adorno.
Hubo un murmullo entre la mesa. Algunos apretaron los labios, otros se removieron en su asiento. Grace, sin embargo, sonrió divertida.
- Vaya, Perro - dijo con tono burlón, alzando la jarra en dirección a su compañero - Parece que ya no eres el único can surcando los mares.
El Perro ladeó la cabeza, echando humo de la pipa antes de replicar con su voz ronca.
- Y tú tampoco eres la única roja del Caribe, capitana.
Las carcajadas estallaron en la mesa, incluso en medio de la tensión que traían aquellas historias. La taberna rugía con el mismo eco: peligro, ron y muerte, pero allí, en esa esquina, los piratas encontraron por un momento algo más ligero que la carga de la mar.
Snatch seguía contando historias de la Sombra Roja y de su capitán. Nadie había visto jamás a Montoya abordar un barco, solo los cuerpos que quedaban después. Se decía que su navío no proyectaba sombra bajo la luna llena y que sus enemigos oían aullidos antes de morir. Las leyendas contaban que una vez fue herido por un mosquete inglés y cayó al agua. Decían que regresó al puerto tres días más tarde, con el barco enemigo remolcado por cadenas, lleno de cabezas clavadas en los cañones. Algunos marineros creían que vendía su alma por cada batalla ganada y que ya no le quedaba nada que vender.
Yara dio un trago lento a su jarra antes de hablar. Su voz era grave, cargada de ese acento suyo que volvía cada palabra más misteriosa. Se inclinó hacia delante, dejando que la llama de la vela iluminara apenas su rostro, y con calma empezó a hablar.
- Yo también conozco un nombre… Ambrose Leclair, al que llaman el Silencio de los Mares.
La taberna, ruidosa hasta hacía un instante, pareció apagarse un poco a los oídos de quienes estaban cerca. Nadie quiso interrumpirla.
- Dicen que fue monje, en algún monasterio de Bretaña - continuó - Vivía en paz, hasta que un ataque inglés arrasó las piedras sagradas que llamaba hogar. Vio a sus hermanos caer, uno tras otro, entre fuego y sangre. Y allí, entre ruinas, juró dos cosas: vengarse… y no volver a pronunciar jamás una palabra.
Hizo una pausa, dejando que todos imaginaran aquella escena.
- Desde entonces - prosiguió en un susurro áspero - comanda su navío, Le Fantôme Gris. Siempre en absoluto silencio. No se oyen cañonazos, ni gritos de guerra. Solo el crujir de la madera cuando su sombra se abalanza sobre ti. Sus hombres lo obedecen sin chistar, solo a base de señas… y de miedo.
Yara bajó la voz aún más, casi como si temiera que el propio espectro pudiera oírla.
- Se dice que si ves su barco al amanecer, tus días están contados. Que es inmortal, un alma maldita vagando por los mares, condenado a cobrarse vidas en pago por aquella masacre que destruyó su fe.
Un silencio helado quedó en la mesa, solo roto por el bullicio lejano de la taberna. Cortés se persignó, otros cruzaron miradas inquietas. Grace bebió un sorbo para romper la tensión y soltó un suspiro burlón.
El Perro, en cambio, echó humo de su pipa, y con una sonrisa torcida murmuró:
- Pues yo prefiero un enemigo que grite. Al menos así sabes cuándo viene la muerte en tu busca.
La mesa estalló en murmullos y alguna risa nerviosa, intentando alejar el frío que la historia de Yara había dejado en el aire. La leyenda de un hombre tan atormentado que llevaba más de veinte años sin hablar. Al mando de una tripulación tan muda como él, que no pisaban tierra firme más que para enterrar vivos a los traidores. Rumores que contaban que él mismo se había cortado su propia lengua y que aún la guardaba en un frasco, intacta.
Las jarras chocaron, el bullicio de la taberna era constante, pero cuando Cortés apoyó los codos sobre la mesa y bajó la voz, los que escuchaban se inclinaron hacia él como si las paredes mismas pudieran espiar.
- Si creíais que los nombres de antes eran temibles - dijo con esa sonrisa socarrona - esperad a escuchar la historia de Silas Grimm.
Un silencio pesado rodeó la mesa.
- Dicen que era inglés… aunque algunos aseguran que nació en una prisión flotante.
Grace alzó una ceja, riendo entre dientes:
Cortés se encogió de hombros con teatralidad.
- No lo sé, capitana. Otros juran que lo ahorcaron y que volvió de entre los muertos. Es difícil saber que historia cuenta la verdad.
- Podría ser ninguna…
El Perro gruñó como si ya no soportara tanta superstición. Cortés lo ignoró y continuó.
- Lo llaman el Predicador de la Muerte. Capitán de un galeón negro llamado ‘El Lamento’. Dicen que su cubierta está marcada con símbolos tallados a cuchillo, y que navega sin faroles, como un espectro en la noche. Su vela principal… - bajó la voz aún más - está hecha de piel humana.
Grace se atragantó con su cerveza, cubriéndose la boca con la mano mientras reía nerviosa.
- ¡Eso sí que es imaginación!
Cortés, impasible, prosiguió:
- Cuentan que no grita órdenes, susurra salmos, como si rezara por las almas que va a arrebatar. Tiene la voz calmada de un sacerdote… y la mirada vacía de un cadáver. Dicen que fue torturado durante la Inquisición. Ahora lleva un libro encadenado al pecho, el Último Evangelio, y en él escribe los nombres de todos los que mata. Dicen que los que han intentado leerlo han perdido la vista al instante. Y que cuando el libro se llene, el infierno vendrá a reclamarlo… y a todos los que estén escritos allí. Un soldado me ha dicho que entonces Grimm morirá y el mar… morirá con él. Su bandera es una guadaña, hecha de huesos reales. Sus velas no ondean con el viento, sino con el aliento del demonio…
Un silencio escalofriante recorrió la mesa. Incluso Grace, divertida al principio, notó un nudo extraño en la garganta. El relato tenía algo demasiado preciso, demasiado oscuro.
Cortés remató.
- Grimm nunca ríe, nunca corre… nunca perdona.
Se inclinó un poco más.
- Dicen que se unió al rey de los piratas como su ejecutor personal. Nadie sabe si le es leal… o si solo espera el momento de reclamar su alma. El Rey Negro lo mantiene cerca porque no puede matarlo, y al mismo tiempo lejos porque teme que sea él quien lo mate.
De repente, el Perro que parecía distraído con la mirada fija en la oscuridad de la taberna, golpeó con su puño contra la mesa, haciendo saltar las jarras.
- ¿¡Quién has dicho, español!?
Cortés lo miró, sorprendido.
- El Rey Negro. ¿Lo conocéis?
El Perro masculló con rabia contenida.
Grace se inclinó hacia él, desconcertada.
Seamus soltó el humo de su pipa con un bufido, los ojos clavados en la madera de la mesa.
Se hizo un silencio solemne antes de que empezara a hablar.
- Gregor Malvaric. El Rey Negro…
Yara había escuchado aquel nombre, en realidad todos lo hicieron. El nombre del Rey Negro salía en todas las conversaciones habidas y por haber.
- Croata de nacimiento, criado entre esclavos liberados en las costas de Jamaica - dijo la Yoruba - Aunque nadie sabe de dónde vino, con certeza. Algunos dicen que era hijo de un verdugo otomano… otros, que nació en la bodega de un barco. Se auto proclamó Rey de los Piratas, y nadie lo ha desafiado jamás. Gobierna Tortuga, no con coronas… sino con fuego, oro y miedo.
El Perro apoyó los puños sobre la mesa mientras la cubana hablaba, la mirada cargada de gravedad. Cortés continuó la historia.
- Su barco es La Corona Rota, un galeón español robado y reforzado con hierro negro forjado en Port Royal. Su mascarón es un trono ardiente, su bandera, una calavera coronada que sangra por los ojos. Se dice que quemó flotas enteras por un insulto… que enterró almirantes vivos. Y que una vez ejecutó a un traidor con una sonrisa, bebiendo después de su cráneo frente a los capitanes reunidos.
Grace tragó saliva, sintiendo que la taberna se había estrechado alrededor de ellos.
Caitlin prosiguió con las historias que había escuchado.
- Los suyos lo aman… o lo temen. A veces ambas cosas. Un marinero escuchó, hace tiempo, que había desapareció con toda su flota en una tormenta frente a La Española. Pero otros me han dicho… que sigue vivo y que vende su alma al mar cada cien años para seguir navegando. Siempre buscando un trono más grande.
El Perro alzó la vista, y por un momento no parecía el hombre desconfiado y racional, sino un viejo lobo que había visto demasiado.
- Pareces preocupado, Perro… - sonrió Grace - ¿Acaso no decías que solo eran cuentos?
- Sea cierto o no, capitana… Oír hablar del Rey Negro nunca es presagio de nada bueno.
Grace se recostó en la silla, tamborileando los dedos contra la jarra de cerveza. Una sonrisa irónica se dibujó en su rostro mientras repasaba lo que acababa de escuchar.
- Así que tenemos a un Rey Negro que domina el Caribe, un francés silencioso que es medio fantasma, un español que ataca como un lobo, un cuervo inglés que deja plumas en los navíos saqueados y un predicador que ejecuta la ley divina sin piedad…
Se detuvo un instante, dejando que el silencio pesara sobre la mesa, y alzó la jarra a medio camino de sus labios.
- Creo que no nos vamos a aburrir…
La carcajada de Grace estalló entre el ruido de la taberna, desarmando la tensión que aún flotaba tras las historias. El Perro resopló por la nariz, entre fastidio y complicidad, mientras los demás se miraban unos a otros, dudando si reír o persignarse.
De repente, el Perro movió su bastón con un gesto seco, haciendo tropezar a un hombre que cruzaba por detrás de él en ese momento. Antes de que nadie pudiera reaccionar, lo levantó del suelo con fuerza y lo sentó a su lado, entre él y Snatch. La taberna siguió su bullicio, pero en aquella mesa el aire se volvió denso.
El filo del cuchillo de la Hiena ya descansaba contra el cuello del desconocido. El Perro, con la pipa colgando de un extremo de sus labios, clavó sus ojos en los del hombre como si pudiera desollarlo con la mirada.
- Habla, maldito… - susurró con voz ronca, dejando escapar una nube de humo.
El hombre abrió los ojos de par en par, tragando saliva.
- ¿Q-qué sucede? ¡Yo no he hecho nada! - balbuceó, temblando.
El Perro lo sujetó por la pechera y acercó su rostro al suyo.
- Llevas toda la noche observándonos, con las orejas alzadas como un conejo. ¡Habla!
- ¡Os equivocáis, lo juro! - replicó el hombre con voz rota - Solo estaba tomando unas cervezas… nada más…
Grace, que había mantenido la calma mientras alzaba su jarra, deslizó la mano hacia debajo de la mesa. Un chasquido metálico bastó para que el cañón de su pistola descansara contra las costillas del supuesto bebedor.
- ¿Qué sucede, Perro? - preguntó con un tono bajo y peligroso.
El capitán giró apenas la cabeza hacia ella, el humo escapando por su nariz.
- Sucede… que este hijo de puta lleva toda la noche vigilándonos… y anotando cosas en una libreta.
Los ojos del desconocido se abrieron aún más, como si lo hubieran desnudado de golpe.
Con un leve gesto de cabeza, Seamus ordenó a Caitlin que lo registrara. La irlandesa disimuladamente se levantó del banco y lo cacheó.
La libreta cayó sobre la mesa como una sentencia. Caitlin volvió a su sitio sin prisa, con las manos aún oliendo a papeles y alcohol. El Perro la cogió en un gesto seco y comenzó a pasar las hojas con los dedos como quien hojea un códice maldito.
Grace, con el pulso contenido, fue contemplando las páginas. Los dibujos estaban allí: trazos limpios, exactos, como si quien los hubiera hecho hubiera pasado horas observando cada pliegue de una cara. Había bocetos de Yara, de Cortés, del Perro, de todos; con anotaciones al lado: edad aproximada, color de piel, acento, marcas distintivas, gestos… pequeños detalles que sólo alguien que había vigilado detenidamente podría saber.
- ¿Quién demonios eres? ¿Por qué nos espías? - escupió Grace, clavándole la voz. Bajo la mesa, el cañón no dejó de apoyarle en las costillas al hombre.
Durante un instante el miedo volvió a anegar el rostro del detenido. Pero la expresión se le torció de golpe; de la máscara del pánico emergió una sonrisa fría, sin humor. Fue una sonrisa de advertencia, de quien comparte una verdad que corta.
- Si me hacéis algo, mujer - dijo despacio, la voz arrastrada pero firme - deberéis responder ante la Mano Negra.
La mesa se congeló. La frase cayó como una piedra en el agua: de pronto todos sintieron un frío que no venía de la cerveza ni del viento. El nombre, la Mano Negra, tenía un peso propio, como si fuera la marca de algo oscuro y organizado. Pero sin duda lo más tenebroso fue cuando el hombre mostró la palma de su mano.
En cada yema de sus dedos tenía tatuado un símbolo. Y los mostró con cierto orgullo, la mirada un desafío feroz. Todos contemplaron en silencio.
En el dedo pulgar se dibujaba una corona. Malvaric, el Rey Negro. Símbolo del poder absoluto, del dominio, el mando y la traición real. Una promesa de piratería, un mal augurio para quien oyera hablar de él.
En el dedo índice una pluma negra. Drake, el Cuervo del Caribe. Una pluma curvada, como si estuviera cayendo lentamente. Símbolo de la muerte silenciosa y la señal de que has sido marcado por la mano.
En el dedo corazón un colmillo ensangrentado. Montoya, el Lobo de las Antillas. El dedo que representa el alma marcado con la furia salvaje y la venganza viva. La sangre parecía casi real, como si ese tatuaje siguiera doliendo después de muchos años.
En el dedo anular una boca cerrada. Lecrair, el Silencio de los Mares. El voto de silencio del francés, la vigilancia eterna y la muerte sin ruido. El dedo donde reposan los anillos de compromiso eterno, el compromiso eterno de la ausencia de palabra.
Y por último, en el meñique, el evangelio de Grimm, el Predicador de la Muerte. Justo en el dedo más pequeño y el más peligroso a la vez. El dedo del juramento como lo llaman, una firma final de su condena carente de piedad.
El Perro dejó la libreta y acercó la pipa a la boca, mirándolo durante unos segundos que se hicieron eternos. Luego, con un movimiento tan lento como decidido, golpeó la mesa con el bastón. Las jarras brincaron; algunos parroquianos clavaron la mirada en ellos, notando el cambio de aire.
- ¿La Mano Negra? - gruñó, más para sí que para el hombre - ¿Quién demonios es la Mano Negra y por qué os manda espiarnos?
El detenido tragó saliva. Por primera vez la sonrisa vaciló. La pierna le temblaba bajo la mesa y las manos le sudaban. Miró al Perro. Miró a Grace. Sintió el frio del acero en su garganta y el cañón clavado en sus costillas. Y por fin habló, voceando lo justo.
- Los cinco de Tortuga - Dijo el nombre como si apretara un puñal entre los dientes - Por ellos sirvo y por el hombre que manda desde la oscuridad. Nos pagan para marcar a los forasteros. No soy más que… un ojo.
El Perro apretó los labios. Un hilo de humo salió y se perdió en la penumbra.
- ¿El hombre que manda? - replicó Cortés, siempre en guardia - ¿Quién?
El espía negó con la cabeza.
- Yo no… no sé su nombre verdadero. Nadie lo sabe. Sólo sé… que la Mano Negra no son simples piratas: son ejecución y desaparición. No son gente con la que negociar.
Grace miró la libreta otra vez, los dibujos, las anotaciones. Algo en los márgenes le llamó la atención: siglas repetidas, pequeños símbolos que no había leído antes. Los ojos del Perro las siguieron y se estrecharon sobre los malditos símbolos chinos. Un escalofrío le recorrió la espalda.
- Atadlo - ordenó el capitán en voz baja, afilada - Caitlin, revisa el resto de sus cosas. Snatch, entrégame un candil: quiero ver esas marcas a la luz.
La Hiena le acercó el candil y aferró el cuchillo, con un gesto seco, sobre la garganta del espía mientras Cortés y Yara lo desarmaban y le ataban las manos con cuerda gitana. Caitlin, eficiente, sacó del interior del abrigo una pequeña colección de papeles, sobres cerrados y, al fondo, otra libreta aún más pequeña.
El Perro deslizó la libreta sobre la mesa y, muy despacio, dijo en voz baja para que sólo los sentados lo oyeran.
- Si esto sale de la Ciudad Flotante - susurró señalando los pequeños símbolos - entonces la Mano Negra es su brazo. Pensábamos que lo habíamos abatido, que nos habíamos librado de ese bastardo, pero seguimos estando en el horno…
- No sabemos lo que dicen, Perro. - dijo Grace observando los símbolos - No nos alarmemos tan pronto…
- Entonces… - Yara miró al preso - Nos interesa ver quién tira de los hilos.
- Bishnu… - susurró Cortés.
- Exacto, el anciano podría traducirlos - murmuró Grace.
Grace hundió la mirada en el hombre atado, luego en los rostros alrededor de la mesa. Respiró hondo, clavó los dedos en la brújula del Vorial Shardeth que llevaba en el bolsillo y decidió.
- Lo mantendremos vivo - sentenció - Le sacaremos lo que sabe, trozo a trozo, y con cuidado.
El Perro asintió, la mandíbula apretada. Se levantó, dio un paso y, con la pipa colgando, inclinó la cabeza sobre el hombre.
- Cantarás como un coro de niños en una misa de domingo, Mano Negra. Lo harás si quieres seguir viviendo un día más. Y no te preocupes, pues sabemos escarbar. Si finges ser más listo de lo que eres… - apretó un poco más su bastón en su pecho - lo pagarás muy caro.
Las palabras fueron una promesa y una amenaza a la vez. La taberna recuperó su ruido a trompicones, pero en la mesa pequeña el volcán seguía activo: información, espionaje, peligro. Grace apuró la cerveza, notando cómo la marea en la que habían entrado adquiría cada vez más profundidad.
- Bien - dijo finalmente, en voz que no admitía réplica - Preparad el Red Viper: salimos al amanecer. Perro, avisad al Madra Ifrinn. Esta noche no dormimos.
Todos, incluso los más escépticos, sintieron el vértigo de la decisión. Ataron al espía con más firmeza, escondieron la libreta bajo un paño, y se fueron dispersando como sombras que debían volver a la luz, cada cual con su misión. En el aire quedó el eco de una advertencia: ahora la caza tenía nombre, y el juego había subido varios peldaños de peligro.
La noche tragó la isla en un ancho manto negro cuando volvían hacia el muelle, las tabernas cerradas y las farolas escupiendo círculos amarillos sobre la piedra húmeda. Llevaban al preso a la fuerza. Grace con su mano dura en el antebrazo, la pistola escondida a la altura de sus costillas, un contacto frío que le recordaba al hombre que una respiración equivocada bastaría para apretar el gatillo; el Perro, a su lado, vigilando cada sombra; los demás detrás, cerca, clavados como espinas.
Las calles estaban casi vacías: solo los soldados de la Corona patrullaban, rostros endurecidos bajo ojos amenazantes, mosquetes apoyados al hombro en medio de la calurosa noche. Al pasar junto a dos centinelas que se levantaron de repente al verlos pasar con gesto de detenerlos, la tensión se tensó como una cuerda. Uno alzó la mano para exigir documentos. El Perro tragó saliva, la mandíbula huesuda marcando cada palabra que no quería pronunciar.
Yara, sin prisa, se adelantó dos pasos. Sacó de su faltriquera esas “armas de mujer” que había aprendido a usar en la inocencia: una ristra de sonrisas y un par de collares que tintinearon con un sonido dulce, y con una mirada profunda que olía a sexo y a peligro se dejó caer sobre la mesa que habían montado en el puesto de guardia. Los soldados, hombres acostumbrados a órdenes y sobornos, sintieron la distracción como un resbalón en la mente: la risa cálida de la mujer, sus manos que juraban más caricias que la primavera, su cuerpo bronceado y curvilíneo.
Al instante uno de ellos desvió la mirada, el otro sonrió sin pensar. Yara les habló en voz baja, suave como una brisa, ofreciéndoles una historia, un guiño, un recuerdo que intercambiar; los dedos de los centinelas se relajaron, la amenaza se disolvió. Con un movimiento limpio, Grace pasó junto a ellos sin que los mosquetes se fijaran en ella.
El Perro inclinó la cabeza hacia la capitana, la voz un hilo.
- ¿Y cómo pensáis sacarle lo que sabe? ¿Con amenazas o con cuchillas?
Grace esbozó una media sonrisa, fría y afilada como un filo.
- Conozco a dos gemelas que harían hablar a un muerto, si se lo propusieran.
Se detuvo un instante, la sombra de la sonrisa cambiando a un brillo más oscuro, y rectificó en un guiño ronco.
- Bueno… tres gemelas, si contamos a la bestia que no se separa de sus sombras.
Cortés escupió en la noche, más sudado por la presencia de los uniformes que por la misma calor y susurró, adusto.
- Necesitamos que hable, capitana. No que muera .
Grace apretó los dientes, la luz de las farolas recogida en sus ojos como acero.
- Eso… va a ser más difícil, Cortés.
Siguieron caminando, la madera del muelle crujiendo bajo sus pasos, el Red Viper y el Madra Ifrinn aguardando como bestias amarradas. Allí, entre el viento salado y el rumor del agua, cada uno ajustó su papel: piratas que vigilaban, cachorros que los imitaban, y una capitana que sabía que la verdad, cuando no se entrega, se inventa o se compra con dolor. La noche los tragó de nuevo; la promesa de palabras arrancadas en la bodega pesaba sobre sus hombros como una losa fría.
El Perro dejó a Snatch al mando del
Madra Ifrinn para que preparara la partida al amanecer. Grace dio las mismas órdenes a Macfarlane; las tripulaciones se movían como latidos sincronizados: cuerdas tensándose, nudos apretándose, hombres organizando pertrechos. Cuando todo estuvo encaminado, los dos capitanes descendieron con Bishnu hasta el camarote de la capitana. No hizo falta avisar a las dos asesinas; aparecerían en el momento indicado.
Avanzaban por la cubierta en silencio, apenas roto por el crujir de la madera bajo sus botas. El Perro iba delante, arrastrando al prisionero con los brazos atados y sujeto con firmeza, como si lo llevase colgado de una cadena invisible. Sus ojos encendidos tras la nube de humo de su pipa no se apartaban de su presa.
Grace caminaba detrás, observándolo. En su mirada había desconfianza, pero también un destello de lástima, porque sabía muy bien lo que le aguardaba a aquel desgraciado en el camarote. Aquella mezcla de compasión y dureza le tensaba los labios en un gesto ambiguo.
A su lado marchaba Bishnu, con la libreta encontrada aún entre sus manos. La hojeaba con calma, como si cada trazo fuese un enigma digno de descifrar. Los dibujos y las notas se mecían a la luz de los fanales, proyectando sombras extrañas.
- ¿Entiendes esos símbolos al margen de la página? - preguntó Grace en voz baja, señalando con un dedo una línea de signos apretados, curvos y elegantes.
Bishnu inclinó la cabeza, el brillo de la inteligencia iluminándole los ojos.
- Son caracteres del chino clásico, una caligrafía llamada kaishu. Surgió en la dinastía Han tardía, hace más de mil años. Es una lengua muerta, ya nadie la usa más que en textos antiguos. Su gramática es distinta de la nuestra: no depende tanto del orden de las palabras, sino de los tonos y del contexto. Una misma figura puede significar “agua”, “río” o “corriente”, según cómo se lea. Es un idioma que encierra significados ocultos, como si quisiera obligar al lector a pensar más allá de lo escrito.
Grace entrecerró los ojos.
- ¿Crees que Hong Long está detrás de esto?
Bishnu negó con firmeza, sin apartar la vista de los signos.
- Lo dudo mucho. El Dragón Rojo sabrá hacer muchas cosas, pero creo que este conocimiento se le escapa. No creo que pueda leer estos caracteres, y mucho menos escribirlos.
Grace arqueó una ceja, intrigada, y volvió la vista hacia el prisionero. El hombre parecía cada vez más pequeño entre las sombras que lo devoraban. Arqueó una ceja, sorprendida.
- ¿Y qué hace ese lenguaje tan antiguo en la libreta de un espía que nos dibuja las caras?
Bishnu cerró un momento el cuaderno con la palma de la mano, como si quisiera sentir su peso.
- Eso es lo que tenemos que averiguar.
Mientras unos pocos atravesaban la puerta del camarote de la capitana, preparándose para el interrogatorio que aguardaba en la penumbra, otra historia se estaba escribiendo sobre las cubiertas de ambos navíos. Como pólvora encendida, los rumores corrían de boca en boca entre cachorros y víboras.
Las tripulaciones compartían el mismo fuego en la mirada al escuchar las leyendas de los Cinco de Tortuga, los pactos oscuros de la Mano Negra y los secretos que se escondían bajo las ardientes y turquesas aguas del Caribe.
No eran hombres ni mujeres nuevos en la senda del peligro. Habían sobrevivido a gigantes de piedra, a dioses cansados de su propio poder, a monstruos que emergían del abismo y al infierno viviente de la ciudad del Dragón Rojo. Cada una de esas pruebas los había marcado, endurecido, transformado.
Pero aquella noche, cuando el nombre del Rey Negro resonó en cubierta, un silencio reverente recorrió el aire como un presagio. En los corazones de todos ardió un temor distinto, más frío y más hondo, como si la propia sombra del mar se hubiera cernido sobre ellos.
La tenebrosa leyenda de Gregor Malvaric, el pirata que se había proclamado rey, dejaba de ser un cuento de taberna para mostrarse como una amenaza real. Y en ese instante, hasta los más valientes supieron que el miedo a su nombre era tan poderoso como el filo de su espada.
Continuará…