La madrugada era espesa y ardía como un horno callado, con ese silencio húmedo que parece tener espinas. Daniela no podía dormir: los ruidos le llegaban como latidos sordos desde el patio. Descalza, avanzó por el corredor, rozando las paredes frías, hasta que el resplandor de la luna la detuvo en seco, al asomarse al patio de la alberca. Allí, Jimena, con la majestad de quien no necesita pedir permiso ni al viento, se acercó al agua acompañada de Inés, la sirvienta mulata, envueltas en un silencio cómplice. La patrona apenas mojó sus brazos, dejó correr el agua por su cuello y deslizó los dedos por el escote del corsé, en un gesto tan medido como sensual. Inés, atenta como siempre, la imitó con naturalidad, alzando las faldas lo justo para refrescar los muslos generosos. A cada gota, su piel morena brillaba como pulida por la luna.
El aire estaba quieto y caliente, pero alrededor de la alberca parecía flotar una frescura secreta, como si las plantas que la cercaban respiraran por ellas. Las luciérnagas revoloteaban con obstinación, y por un instante Daniela creyó ver desde el corredor que sus luces se posaban en el agua como estrellas, formando un cielo invertido donde ella misma se reflejaba.
La patrona pasó la mano sobre la superficie y el agua no se quebró como era de esperar: se onduló en círculos perfectos que tardaban demasiado en morir, como si la alberca fuera un espejo vivo que se resistía a perder la imagen de aquellas dos mujeres. Jimena, alzando la mano, dejó caer un hilo de agua desde su palma sobre el hombro desnudo de la criada.
Ese gesto, mínimo, fue el pacto silencioso. El roce del agua entre ambas, la risa que apenas escapó de sus bocas, las acercó más que cualquier palabra. Daniela, oculta tras los hibiscos, sentía que el aire mismo se había detenido para espiar con ella. Y en su nerviosismo creyó percibir que los arbustos respiraban, que el perfume de las flores se espesaba como un vino que embriagaba.
Sin palabras, las dos mujeres se encaminaron hacia los aposentos de Inés. Daniela las siguió, descalza, con el corazón golpeándole en el pecho como si fuera a delatarla.
*
En la habitación de la criada, el aire estaba impregnado de jabón, sudor y flores secas. Jimena se dejó caer sobre la cama baja, y fue Inés quien la desvistió, con movimientos lentos, ceremoniales.
La blancura de Jimena, al ser despojada de telas y corpiños, reveló su cuerpo de madurez espléndida. Su espalda, tersa aún, se arqueaba como una línea de agua, con la curva serena que desembocaba en unas nalgas firmes, redondeadas, donde la piel parecía guardar el secreto de todas las siestas y de todos los veranos. Inés, con las manos grandes, las acarició como si palpara un fruto recién entrado en sazón.
En contraste, las caderas de Inés eran anchas, generosas, como talladas por el exceso de la tierra fértil. Sus nalgas vastas, morenas y relucientes, parecían dos lunas gemelas que el sudor iluminaba; y al moverse, todo su cuerpo se ondulaba con la misma cadencia de los ríos lentos. Daniela, que miraba en penumbras, veía cómo el blanco y el oscuro se entrelazaban en un vaivén en que patrona y criada, desnudas, se hacían iguales en ese oleaje.
Las piernas de Jimena, largas y bien torneadas, se entreabrieron despacio al contacto de la otra, como si cedieran un secreto guardado. Inés, en cambio, las tenía fuertes y redondas, acostumbradas al trabajo, pero al mismo tiempo suaves y abundantes, como si la carne quisiera abrigar a quien la tocara. Entre ambas surgía un roce ardiente, donde las rodillas buscaban, se encajaban y se confundían con una naturalidad que parecía obra del destino.
Los vientres se encontraron después, tibios y palpitantes. Daniela, escondida tras el quicio, alcanzó a ver cómo el ombligo de Jimena temblaba bajo el soplo de la mulata, y cómo en Inés el vello se espesaba, negro y rizado, custodiando un pubis exuberante como selva cerrada. El de Jimena, por el contrario, era fino, claro, ordenado, con el mismo aire señorial de su porte. Cuando ambas se rozaban en ese centro secreto, la alcoba vibraba en un murmullo de carne buscándose sin palabras.
Se besaban con lentitud, a veces en los labios, a veces en el cuello, y luego más abajo, en los pechos, donde la lengua de Jimena recorría la desnudez abundante de Inés como quien bebe un manantial, y la boca de Inés atrapaba los pezones rosados de la señora con la avidez de quien saborea un manjar prohibido. Las manos también vagaban, unas veces se hundían en la hondura de las espaldas, otras se demoraban en la curva de las nalgas, apretando y soltando.
Los gemidos eran breves, apagados, como si ambas temieran despertar la casa entera. Sin embargo, cada respiración ardía en la estancia, y Daniela percibía que el aire se espesaba como incienso invisible. Al contemplarlas, sintió que el mundo se agrandaba con la forma de esos cuerpos entrelazados: vientres contra vientres, muslos que se ceñían, pechos que se apretaban hasta doler y luego cedían al alivio de las caricias.
Poco a poco los muslos se abrieron, y allí donde el pubis moreno y espeso de Inés rozaba el pálido de Jimena, nació un calor invisible, un incendio secreto que no precisaba de llama. Los movimientos fueron primero tímidos, un vaivén leve, como olas que apenas acarician la arena. Pero pronto las caderas se acompasaron en un ritmo más firme, una danza antigua y callada que sacudía los pechos y hacía vibrar las nalgas apretadas una contra otra.
Daniela distinguía los espasmos en los vientres, el temblor en los muslos, y sobre todo el sonido húmedo y secreto que se deslizaba entre las caderas como un murmullo de río en la selva.
Jimena, con los ojos entornados y los labios entreabiertos, parecía en trance, como sacerdotisa poseída por algún dios invisible. Inés, más terrena, gemía con voz baja, grave, que llenaba la estancia como canto africano. Y entre ese oleaje de cuerpos y de sonidos, Daniela, que hasta entonces sólo había conocido la torpeza de sus manos, sintió que un calor imparable le recorría el vientre y que su propia palma buscaba, temblorosa, el hueco entre sus muslos.
Fue entonces cuando Jimena, en medio de la sacudida de placer, abrió de pronto los ojos y encontró los de la joven que espiaba en la penumbra, verdes contra negros, luz contra sombra. Daniela sintió que el tiempo se detenía, que la hacienda entera se hundía en silencio. La mirada de la patrona no la delató ni la rechazó: la sostuvo, grave y magnética, como si la invitara a compartir un secreto sin palabras. Daniela se sintió atrapada, ardiendo de vergüenza y de deseo a un tiempo, y apretó sus dedos contra sí misma con torpeza, casi llorando de la intensidad, abrasándose un calor espeso que le removía el vientre, un cosquilleo que no sabía nombrar.
Sin poder apartar la vista de Jimena perdiéndose otra vez en el cuerpo de Inés, sus propios dedos, temblorosos, buscaron debajo de la falda un roce brusco y apremiante, mientras su respiración se agitaba en sintonía con los gemidos de la alcoba.
Inés arqueó la espalda, las nalgas alzadas como dos lunas en su culminación, y lanzó un grito sordo, profundo, que llenó la habitación como si viniera de todas las mujeres del mundo. Jimena se contrajo al mismo tiempo, abrazando las caderas de la mulata, y juntas permanecieron en un temblor largo, suspendidas, hasta que el silencio volvió a la estancia.
Cuando al fin las dos mujeres quedaron tendidas, desnudas, rendidas una sobre la otra, Daniela apartó la mano de su falda, ruborizada hasta el alma. Retrocedió despacio, con el pulso desbocado, como si huyera de un sueño demasiado intenso. Pero al cruzar el umbral, la noche pareció cerrarse sobre ella con un velo de seda oscura, al tiempo que los árboles agitaban las hojas sin viento, yñ creía escuchar cómo los grillos repetían en coro su nombre.
Escapó bajo la sombra de los flamboyanes, sin atreverse a volver la vista atrás, con las piernas húmedas y temblorosas, sintiendo que en su huida la seguían los ecos de sus propios jadeos. Y mientras corría por el corredor oscuro, le pareció que de las paredes caía un polvo dorado, como si las estrellas mismas hubieran descendido a presenciar aquel encuentro
.
*
La habitación de Daniela era un ataúd caliente. El aire no corría, y cada ruido de la casa —el chasquido de las maderas, el ladrido lejano de un perro— parecía acentuar el silencio. Había vuelto corriendo, con el corazón desbocado y las piernas flojas, como si hubiese huido de un incendio.
Se tumbó en el catre, incapaz de cerrar los ojos. Cada vez que lo intentaba, la escena regresaba: los cuerpos enredados, la piel brillando en la penumbra, la mirada de Jimena clavándose en ella como una daga lenta. Y en su propio pecho, algo palpitaba, un calor extraño, húmedo, que no sabía cómo acallar.
Daniela apretó las rodillas contra el vientre. El sudor le corría por la frente, por las ingles, hasta humedecer las sábanas ásperas. No era un sudor de trabajo, ni de fiebre, sino de otra cosa que no quería nombrar. Se descubría latiendo en partes de su cuerpo que apenas había mirado con atención.
Se pasó las manos por los muslos, con torpeza, como quien tantea un territorio prohibido. El contacto era mínimo, casi accidental, y aun así el cuerpo reaccionó como si algo ardiera bajo la piel. El aire se volvió más espeso, la respiración más corta. Daniela entrecerró los ojos, no para soñar, sino para intentar soportar lo que sentía: una mezcla de vergüenza y necesidad, de miedo y hambre.
Era un descubrimiento brutal, sin dulzura, sin promesas: su propio cuerpo reclamándola, sacudiéndola desde adentro. Se movió inquieta sobre el colchón, sintiendo cómo la tela áspera de la sábana se volvía cómplice y enemiga. No había ternura en aquello: solo un pulso animal que la empujaba a seguir, aunque no supiera hacia dónde.
En la penumbra de su cuarto, Daniela se sentó sobre la cama con las piernas abiertas. El sudor del día aún le perlaba la frente, pero era otro calor el que la abrasaba. No podía apartar de su mente la imagen de las dos mujeres devorándose, la blancura crispada sobre la carne oscura de un uróboro lascivo, ni el cuerpo ubérrimo de Jimena en la bañera.
Sin pensarlo demasiado, bajó la mano entre sus muslos. El roce inicial fue torpe, dedos fríos sobre piel húmeda. Se corrió la tela de la camisa de dormir y dejó expuesto el sexo, negro de vello apretado y ya húmedo. Sus dedos tantearon primero los labios externos, blandos y tibios, y después hundieron la yema en la hendidura. El clítoris se le hinchó como una espina, duro y doloroso, y al rozarlo sintió un escalofrío eléctrico que la hizo apretar los dientes para no gemir.
La otra mano, nerviosa, se fue al pecho, donde los pezones estaban rígidos, casi punzantes. Apretó uno, y el dolor leve se mezcló con el ardor entre las piernas. Su respiración se aceleraba; el vientre le subía y bajaba con violencia.
No pensaba en nada y pensaba en todo: en la piel traslúcida de su patrona, en los sexos rozándose con frenesí antiguo, en la lengua de Jimena recorriéndole el cuerpo de bronce de Inés. Cada recuerdo era un golpe, cada escena imaginaria un latigazo que le arrancaba humedad.
Metió dos dedos dentro de sí, con torpeza, sintiendo la carne caliente y estrecha cerrarse sobre ellos. El sonido húmedo le pareció obsceno, pero le encendió aún más.
El orgasmo le llegó de golpe, brutal, como si se le soltara un nudo en lo profundo del vientre. La atravesó un espasmo que le arqueó la espalda y la hizo morder la almohada para contener un grito. Sintió cómo su sexo se contraía en oleadas alrededor de sus dedos, húmedo, palpitante, casi doloroso.
Quedó tendida, jadeante, con los muslos aún temblando y la mano mojada pegada al vientre. En la penumbra, le pareció que la casa respiraba con ella, como si los muros blancos hubiesen sido testigos y compartieran su estremecimiento. Sintió una punzada de vergüenza feroz. Como si toda la hacienda hubiera escuchado, como si las paredes hubiesen retenido sus sonidos para devolvérselos al día siguiente.
Cerró los ojos, agotada, con la certeza de que algo se había roto, o quizá abierto, dentro de ella. Y supo, en lo más hondo, que ya no volvería a ser la misma.
*
La casa amaneció envuelta en un aire denso, como si durante la noche se hubiera llenado de susurros. En el patio, los gallos cantaban demasiado tarde, y los peones pasaban frente a la galería como sombras cansadas. El olor de la caña recién cortada se mezclaba con el humo de leña, y Daniela, mientras fregaba una vasija, sentía que todo tenía un ritmo extraño, ajeno a la lógica de los relojes.
Jimena apareció en silencio, como solía, con la voz baja pero imperiosa
—Ven conmigo. Necesito un baño y quiero que me ayudes.
No hubo explicación, ni gesto amable. Solo la orden seca, la certeza de que se obedecería. Daniela dejó la vasija y la siguió, atravesando corredores largos, húmedos, donde las paredes rezumaban un olor a lavanda y a pasado
.
El baño era un cuarto alto, con azulejos antiguos y una bañera que parecía un sarcófago blanco. La luz entraba desde lo alto, recortando el vapor como si fuera humo de incienso. Jimena dejó caer la bata sin miramientos. Su cuerpo se volvió a revelar desnudo. La piel clara, tersa en algunos lugares, marcada por el tiempo en otros; los pechos firmes, de pezones oscuros; el vello negro y tupido entre las piernas, húmedo por el sudor.
Daniela tragó saliva. Sus manos temblaban al acercarse con la jarra de agua. Vertió el primer chorro sobre los hombros de Jimena, y el líquido resbaló lento, dibujando líneas sobre la espalda y las nalgas amplias. El agua tibia desprendía un olor terroso, mezclado con el del jabón que Daniela frotaba torpemente entre sus dedos.
Jimena no hablaba. Cerraba los ojos, se abandonaba al agua, y en ese abandono había algo más que confianza: había un mandato. Daniela frotó con la esponja, primero en los hombros, después en los brazos, hasta que se encontró acariciando más que lavando. Su respiración se agitó, y sus manos ya no obedecían del todo.
—Más abajo —dijo Jimena, sin abrir los ojos.
Daniela obedeció. La esponja descendió por la espalda, acariciando el surco húmedo, hasta que sus dedos se encontraron con la curva de las nalgas, firmes, redondas, abiertas por la postura. El pudor desapareció como una tela arrancada. Daniela dejó la esponja y siguió con la mano desnuda, rozando, explorando. La piel de Jimena se erizaba bajo sus dedos.
La tensión creció, pesada, inevitable. Daniela sintió que el calor le subía desde el vientre, que su propio cuerpo reclamaba. No era ternura lo que transmitían sus manos, sino un hambre nueva, desordenada. Jimena abrió las piernas apenas, invitando sin mirarla, y la orden muda era más fuerte que cualquier palabra.
Daniela la tocó entonces con torpeza febril, con una mezcla de miedo y deseo. Jimena exhaló un gemido breve, grave, que retumbó en las paredes como un rezo invertido. Daniela continuó, guiada por el ritmo húmedo, hasta que el cuerpo de Jimena comenzó a tensarse, a convulsionar suavemente bajo sus manos.
La mirada de Daniela se alzó un segundo: Jimena la observaba ahora, los ojos abiertos, fijos, con una intensidad que la atravesaba. No era gratitud ni ternura lo que brillaba en ellos, sino dominio. El gozo de ser mirada mientras gozaba.
Cuando el cuerpo de Jimena se arqueó en un estremecimiento final, Daniela apartó la mano, empapada, temblorosa.
El silencio que quedó fue tan denso como el vapor. Jimena se incorporó, con calma, como si nada hubiera sucedido.
—Sécame —ordenó simplemente.
Daniela obedeció, secando con una toalla el cuerpo desnudo de su señora, con las piernas temblando y el corazón golpeando como un tambor.
Y todo el tiempo, en su cabeza, seguía resonando aquel gemido.
*
Las mañanas en La Salamandra amanecían siempre envueltas en un velo de misterio. A veces era neblina, otras polvo fino que el viento arrastraba desde la caña, otras un zumbido de insectos que parecía preludio de algo por ocurrir.
Para Daniela, cada día era un descubrimiento: el chillido áspero de las guacamayas en el campanario, el olor dulzón del café recién molido, las sombras largas de los trabajadores cruzando el patio con el amanecer aún fresco.
El caserío bullía desde temprano. Niños descalzos corrían entre gallinas; mujeres reían a carcajadas mientras lavaban ropa en pilas de piedra, golpeando con fuerza las telas; los hombres discutían sobre el precio del maíz y la posibilidad de una tormenta. Daniela iba y venía, siempre observada, siempre algo aparte, como si aún cargara consigo la marca de la recién llegada.
La casa principal, en contraste, parecía un templo en perpetua vigilia. Sus pasillos eran largos y resonaban huecos; las puertas altas se abrían como bocas oscuras; los retratos de los antepasados seguían con la mirada a quien osara pasar. Daniela caminaba allí con pasos cortos, obedientes, temiendo despertar a los ecos que parecían dormitar en los muros.
Jimena aparecía y desaparecía en ese escenario con la elegancia de un espectro. Nunca alzaba la voz; apenas un gesto de su mano bastaba para que Daniela comprendiera la orden. Y sin embargo, cada vez que Jimena se inclinaba a murmurar algo, el calor de su aliento en la nuca la dejaba sin aire. En el silencio de las habitaciones, los vestidos de Jimena olían a gardenia marchita y a humedad, y ese aroma se impregnaba en la memoria de Daniela como un tatuaje invisible.
La rutina era inagotable: limpiar las baldosas con agua y cal, preparar confituras de guayaba, coser sábanas rasgadas, llevar bandejas al comedor donde los patrones almorzaban bajo el sonido constante de las moscas contra los ventanales. Afuera, las montañas seguían vigilantes.
Esa mañana, sin embargo, corrían rumores distintos: la feria ambulante llegaría al valle. Campesinos hablaban de músicos, trapecistas, bestias amaestradas. Había en sus palabras un nerviosismo festivo, como si la feria trajera consigo no solo entretenimiento, sino también un desequilibrio secreto que todo el pueblo necesitaba.
Daniela escuchaba, pero no participaba. Ella tenía otra inquietud: la presencia constante de Jimena. Era imposible ignorarla. En el baño, en los corredores, en el patio de las buganvillas. A veces Daniela sentía una mirada clavada en su espalda mientras fregaba, y al volverse encontraba a Jimena de pie, inmóvil, con una sonrisa apenas insinuada, como quien conoce un secreto.
*
Daniela salió del zaguán con la falda todavía húmeda en el dobladillo, pues había estado fregando desde temprano. El sol del mediodía caía pesado, pero el aire traía un respiro fresco desde el río. Decidió caminar un poco, tomar la vereda que bordeaba los cafetales y dejarse llevar por la curiosidad.
El caserío bullía a esa hora: los niños corrían tras un perro famélico que llevaba un hueso entre los dientes, las gallinas picoteaban cerca del corral, y en medio de todas, una más vieja que las otras daba vueltas en círculo, como extraviada.
—Es la gallina ciega —le murmuró una criada a Daniela, al verla detenerse—. Pone huevo justo a la hora del primer repique.
Otra, que pelaba habichuelas en un banquillo, se echó a reír.
—Ciega, pero no tonta. Ve lo que nosotras no.
Daniela se alejó con una sonrisa que no supo si era nerviosa o incrédula. Cruzó el patio donde un ceibo viejo levantaba su copa inmensa. Había escuchado que, en las tormentas, ese árbol repetía las palabras de quienes habían hablado a su sombra. Cerró los ojos y se atrevió a susurrar: madre. El silencio le devolvió sólo un zumbido de insectos, pero un escalofrío le recorrió la espalda, como si alguien hubiese respondido demasiado bajo para ser oído.
Más abajo, hacia el cauce, el cielo se fue cubriendo de nubes plomizas. Los primeros truenos sonaron como tambores y pronto una lluvia gorda se desató sobre los sembradíos. Daniela se cubrió la cabeza con el delantal y echó a correr, pero se detuvo al sentir chapoteos a su alrededor. Eran peces diminutos, plateados, que caían junto a las gotas y se agitaban en el barro, abriendo y cerrando la boca como si pidieran socorro. Los niños del caserío los recogían a puñados para lanzarlos de nuevo al agua.
En la orilla se encontró con el abuelo Arístides, el anciano, sentado bajo un toldo improvisado.
—Hasta los peces se equivocan de cielo, niña —dijo con voz ronca—. Pero lo del río es más viejo. Aquí rezan las culebras cuando la siesta aprieta.
Daniela, incrédula, se inclinó a escuchar. El fragor de la lluvia parecía cubrirlo todo, y sin embargo un silbido largo, profundo, se deslizó entre los matorrales. Ella juraría que aquel silbido arrastraba sílabas, como si alguien estuviera en efecto rezando muy despacio, o llamándola por su nombre.
Cuando el aguacero amainó, el río corría crecido y espumoso. Allí, flotando sobre la corriente, bajaban velas encendidas, docenas, quizá cientos, que nadie parecía haber soltado. Sus llamitas permanecían firmes a pesar del vaivén del agua.
Daniela las siguió con la vista, hipnotizada, hasta que desaparecieron entre los meandros del valle. Sintió una tristeza ajena y antigua, como si hubiera asistido a un entierro sin comprender de quién.
Regresó a la casa empapada, con los zapatos llenos de barro, y con el corazón aún alterado por aquello que había visto y oído: la gallina que sabía la hora, el ceibo que escuchaba secretos, los peces perdidos en la tormenta, las culebras murmurantes, las velas sin dueño. Todo ello le pareció parte de un mismo idioma, misterioso y cerrado, que La Salamandra le enseñaba a cuentagotas, como una iniciación lenta e inevitable
.
*
La tarde de San Juan comenzó a llenarse de guitarras y voces mucho antes de que el sol se hundiera tras las colinas. La hacienda entera parecía haberse sacudido la piel de polvo y cansancio para vestirse de fiesta. En el corral mayor, los peones encendían hogueras con ramas de guayabo, cuyo humo azulado perfumaba el aire con un olor dulce. Una ternera entera giraba lentamente sobre un asador improvisado, chisporroteando su grasa que caía como lluvia ardiente sobre las brasas, levantando llamaradas que bailaban al compás de los cantos.
Daniela, ataviada con un vestido sencillo
que apenas realzaba su figura, ayudaba a las mujeres en los preparativos. Repartía pan casero en cestas de mimbre, llenaba jarras de vino tinto, y escuchaba a las muchachas del caserío entremezclar chismes con risas nerviosas. Le fascinaba aquella sensación de que la hacienda, tan solemne y cargada de sombras durante el día, se transformaba en la noche en un escenario palpitante, donde las paredes parecían latir como un corazón gigante.
Los campesinos, curtidos por el sol y la tierra, iban llegando en grupos, con sus familias, los niños descalzos corriendo entre los perros, las mujeres con trenzas brillantes y pañuelos de colores. Los músicos afinaban violines y guitarras bajo una parra que parecía más frondosa de lo habitual, como si la misma naturaleza quisiera ser parte de la fiesta.
Cuando el reloj de pared de la mansión marcó las nueve, aparecieron los dueños. Sebastián, impecable con su chaqueta oscura, saludó con la formalidad de siempre, pero era Gabriela la que atraía todas las miradas. Llevaba un vestido verde que parecía hecho de hojas frescas, y el cabello suelto, ondulado, como si el viento lo hubiera peinado. Avanzaba con un aire casi infantil, saludando a todos, riendo con espontaneidad, regalando palabras amables que sorprendían por su calidez.
—¡Que todos coman bien! —dijo alzando su copa de vino—. Esta noche La Salamandra abre sus puertas
Un aplauso y un coro de vivas retumbaron en el patio. Daniela, observándola, sintió algo extraño: una mezcla de ternura y fascinación, como si Gabriela se encendiera por dentro al contacto con la multitud, mostrando una generosidad que pocas veces asomaba en los días rutinarios de la hacienda.
*
El primer acorde de guitarra dio inicio al baile. Los hombres zapateaban fuerte sobre las losas del patio, levantando polvo que se mezclaba con el humo de las hogueras. Las mujeres giraban con faldas de colores, y los niños formaban ruedas, gritando canciones inventadas.
Gabriela tomó a Daniela de la mano y la arrastró hacia el centro.
—Vamos, muchacha, nadie escapa al baile esta noche.
Daniela intentó resistirse, pero la risa de Gabriela era contagiosa. Giraron entre los campesinos, y por un instante la criada sintió que flotaba, que no había diferencia entre señora y servidumbre, que ambas eran dos mujeres en medio de una fiesta de verano, envueltas en música y risas.
—Tienes pies ligeros —dijo Gabriela, acercándose a su oído—. No como yo, que tropiezo hasta con la sombra.
Daniela sonrió, aunque sintió el roce cálido de su aliento como un secreto compartido. La música se aceleró, y ambas giraron hasta quedar sin aliento, apoyándose una en la otra, riendo con la complicidad de quien se reconoce por primera vez.
*
La ternera estaba lista, y el olor inundaba el patio. Los hombres la cortaban en grandes trozos que repartían en platos de barro. Había vino derramándose en vasos de lata, pan partido con las manos, quesos frescos y frutas dulces de pulpa tersa. Todo se comía con un apetito ancestral, como si la abundancia fuera también una forma de honrar a la tierra.
Daniela, con la boca aún impregnada del sabor ahumado de la carne, miró a Gabriela repartir pedazos de asado con a misma dedicación que una campesina más. La señora se ensuciaba las manos, reía cuando el jugo le manchaba el vestido, y alzaba la copa de vino con naturalidad, brindando con peones y muchachas por igual.
—Esta noche todos somos familia —dijo con una sonrisa amplia, y hubo un murmullo de aprobación entre los trabajadores.
Pero en medio de aquella generosidad, Daniela notó también un destello errático en Gabriela: bebía con avidez, reía demasiado alto, y en un momento, abrazó a un niño campesino tan fuerte que lo asustó. Después lo soltó y rompió a llorar, para acto seguido volver a brindar con carcajadas. Había en ella una fragilidad galvánica, como si dentro de su cuerpo ardiera una chispa peligrosa.
*
La música continuó hasta entrada la madrugada. Hubo un instante en que todos callaron: una bandada de luciérnagas cruzó el patio como una procesión luminosa, y los campesinos se santiguaron murmurando augurios. Gabriela levantó la mano hacia las luces, como queriendo atraparlas.
—Son almas viejas que vienen a mirar la fiesta —dijo con solemnidad repentina, y por un instante nadie se atrevió a contradecirla.
Daniela sintió un escalofrío: el aire estaba espeso de humo, sudor y música, pero en el centro de la noche había algo más, algo que parecía despertar entre los muros de la hacienda.
El baile continuó, pero ya con otro aire: más lento, más pesado, como si todos bailaran acompañados por los fantasmas de los antiguos.
Cuando la fiesta se apagó y las últimas brasas se consumían, Daniela acompañó a Gabriela hasta la entrada de la mansión. La señora, con el rostro iluminado por la luna, la miró con una mezcla de dulzura y extravío.
—Gracias por bailar conmigo, Daniela.
La joven no supo qué responder. Pero en lo profundo de su pecho, entendió que había visto algo esencial: que Gabriela era un torbellino de generosidad y locura, de ternura y oscuridad, y que ese torbellino la había elegido a ella como confidente, aunque fuese apenas por una noche.
*
La fiesta había terminado. En el patio sólo quedaban rescoldos que titilaban como ojos cansados, y algún perro husmeando huesos olvidados. La música se había apagado hacía rato, y las risas se habían disuelto en el silencio de la madrugada.
Daniela recogía vasos vacíos en el corredor cuando sintió una voz suave detrás de ella.
—Ven conmigo.
Era Gabriela. Llevaba el vestido verde
arrugado, con manchas de vino y grasa, y el cabello suelto y enmarañado. Pero sus ojos, oscuros y húmedos, parecían más despiertos que nunca. La condujo hacia el balcón que daba al huerto, donde la brisa de la madrugada olía a tierra y a heno.
Se quedaron en silencio unos instantes, mirando la luna redonda que parecía posada sobre las colinas.
—¿Sabes, Daniela? —dijo al fin Gabriela, apoyándose en la barandilla de hierro—. A veces pienso que esta casa es un animal vivo, que nos devora poco a poco.
Daniela la miró, sin atreverse a responder.
—Míralos —continuó Gabriela, señalando hacia el caserío apagado—. Todos ha bailado, comido, reído, … Pero cuando se apaga la música, vuelven a ser sombras. Y yo me quedo aquí, atrapada en estas paredes.
Su voz temblaba, aunque sonreía como si quisiera disimularlo. Daniela, movida por una compasión inesperada, se acercó un poco más.
—Esta noche todos parecían felices gracias a usted, señora.
Gabriela se volvió hacia ella, riendo bajito.
—No me llames señora cuando estamos solas. Hazlo como en el baile.
Daniela tragó saliva.
—Gabriela.
El nombre sonó extraño en sus labios, como si nunca antes lo hubiera pronunciado con tanta intimidad. Gabriela la sostuvo con la mirada, y por un instante pareció más niña que mujer, como si ocultara un desamparo antiguo.
—Siento que me estoy volviendo loca, Daniela. Que la casa me habla, que las paredes respiran. Y lo peor es que… no me asusta.
Daniela bajó la mirada, pero la brisa le llevó el perfume de su cabello, un aroma dulce mezclado con humo y vino. Había algo magnético en aquella confesión, como si Gabriela le hubiera entregado una llave invisible.
De pronto, Gabriela le tomó la mano. Sus dedos eran fríos, pero su apretón firme, casi desesperado.
—Prométeme que si un día me hundo en esa locura, tú no me dejarás sola.
Daniela asintió sin pensar, con un nudo en la garganta. Gabriela sonrió, aliviada, y miró de nuevo la luna.
—Mira qué redonda está. Mi madre decía que cuando la luna está así, las mujeres de la casa no duermen… porque los sueños vienen a reclamar lo suyo.
Daniela sintió un estremecimiento, y alzó la vista: la luna brillaba enorme, como un ojo blanco que vigilaba todo. En el silencio de la madrugada, se sintió atrapada en una intimidad que no entendía, entre el deseo de huir y la necesidad de quedarse.
Cuando Gabriela soltó su mano y entró en la mansión tambaleando, Daniela permaneció en el balcón, mirando la luna hasta que las primeras luces del amanecer comenzaron a borrar su fulgor.
Y en su pecho, como un secreto recién nacido, algo ardía en silencio.