Salamandra

King Crimson

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26 Sep 2025
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Una rica mansión colonial blanca, situada en un valle de Sudamérica, un val_20250926_083217_0000.jpg




El día en que la niña Daniela llegó a La Salamandra, una lluvia extraña bañó el valle: no era agua, sino un polvo de ceniza blanca que caía de un cielo sin nubes, como si las montañas hubieran decidido despojarse de su piel antigua y cubrirlo todo con un velo mortuorio. Los campesinos, alzando la vista con el ceño fruncido, juraban que aquello era presagio de desgracias; las mujeres, en cambio, murmuraban que era el signo de una nueva fertilidad. En cualquier caso, todos callaron cuando el camión tosco que traía a la muchacha apareció en el camino, levantando un remolino de polvo dorado bajo el sol de primavera.

La hacienda se extendía como un océano de verdes espesos y brillantes, un valle ardiente entre montañas donde el calor parecía emanar no solo del sol, sino de la tierra misma. Plantaciones de caña y café respiraban al unísono, cargando el aire de un perfume dulce, casi embriagador, que lo impregnaba todo, la piel, la ropa, los pensamientos. La Salamandra no era solo una finca próspera, era un reino autónomo, una cápsula de tiempo atravesada por supersticiones, rezos y miedos ancestrales
.
La mansión colonial, erguida en medio de ese mar vegetal, parecía mirar a todos con sus balcones oscuros y sus corredores interminables. Blanca en la distancia, pero húmeda y somnolienta por dentro, la casa era un organismo vivo: sus maderas crujían como huesos viejos, sus paredes guardaban susurros y sus jardines ocultaban sombras que, según los peones, eran las almas de esclavos muertos siglos atrás.

Allí vivía Sebastián de Urcelay y Torres de Montiel, el patrón, un hombre de manos grandes y voz grave, que gobernaba la hacienda como un capitán gobierna un barco: con disciplina, pero también con una entrega total a su propio destino. Su hermana mayor Jimena, aún soltera y de mirada severa, administraba las cuentas y los vínculos con los campesinos; y Gabriela, la esposa de Sebastián, paseaba con vestidos claros por los corredores como si flotara en una neblina de perfume y tedio.

Fue en ese mundo cerrado donde apareció Daniela.

*​

Llegó una mañana de abril, cuando la humedad parecía colgar en gotas invisibles en el aire como un sudario, bajo un sol todavía tímido. Había cumplido apenas diecinueve años. Su figura era menuda, casi frágil, pero sus ojos oscuros guardaban una densidad que desmentía la juventud. Su piel morena brillaba con el sudor del viaje y sus labios, gruesos y serios, parecían incapaces de sonreír sin ironía. Llevaba un vestido simple, gastado en los bordes, y en la mano una maleta de cartón que se deshacía en las esquinas.

Los peones que la vieron descender del camión en la entrada de la hacienda guardaron silencio unos segundos, como si la joven hubiera traído consigo un viento distinto. Daniela no era como las demás criadas. Tenía un aire ensimismado, altivo incluso, como si supiera cosas que los demás ignoraban.
Gabriela la observó desde la galería, con una mezcla de curiosidad y recelo. Jimena torció la boca con disgusto —a ella nunca le gustaban las nuevas—. Y Sebastián, apoyado en la baranda, no apartó los ojos hasta que la muchacha cruzó el umbral de la casa, empapada por la luz tropical, como si hubiese sido arrastrada por la misma respiración de la finca.

La Salamandra había recibido un nuevo corazón palpitante. Y desde aquel día nada sería igual.

*​

La Salamandra, la hacienda, parecía esperar aquella irrupción. Eran días de calma húmeda: los cafetales reverdecían con una obstinación casi insultante, la caña se doblaba en oleadas verdes y dulces, y los corredores de la casona —amplios como catedrales— se mantenían frescos a pesar de la furia del sol. Las paredes olían a madera vieja, a miel fermentada, a sudor escondido en rincones sin nombre.

Fue entonces que Daniela entró en el patio, con la calma de quien llega al sitio que ya parece conocer de antemano, con una carta de madre abadesa del hospicio de Santa Cecilia de la Trinidad que la recomendaba para el servicio de una familia católica, intachable y caritativa.
Caminaba como si el aire mismo la obedeciera. Era pequeña, tan pequeña que a veces parecía que el mundo podía engullirla sin darse cuenta, y sin embargo había en ella una gravedad antigua, como si cargara sobre los hombros un centenar de secretos.

Su piel tenía el tono cálido de la tierra húmeda al amanecer; la claridad la acariciaba como si encontrara en ella su refugio natural. El cuerpo era esbelto, cada línea esculpida con una precisión caprichosa. Apenas insinuaba los pechos, breves, firmes, como frutos secretos que no buscan exhibirse; las caderas eran estrechas, y en ese despojamiento su trasero redondeado adquiría un peso inesperado, como un corazón invertido que latía bajo la tela, convocando miradas que nunca llegaban a rozarlo del todo.

Los ojos eran lo primero y lo último: enormes, oscuros, llenos de una humedad nocturna que brillaba incluso en pleno día. Quienes la conocieron juran que, al mirarlos, se veía uno mismo reducido a un niño perdido en un bosque. Los labios, pequeños y tensos, parecían guardar siempre una palabra sin pronunciar, la promesa de un beso que podía ser ternura o sentencia.

Su cuerpo, en el contraste entre la delgadez y las curvas mínimas, irradiaba un erotismo extraño, no obvio, hecho de silencios, de vacíos que invitaban a ser llenados. Daniela era como un poema escrito con la tinta del deseo y la melancolía: el deseo de tocar lo que se adivina, la melancolía de saber que nunca se podrá poseer del todo.

Los habitantes de la Salamandra la observaron de cerca, y tuvieron la impresión de que su piel emanaba un resplandor invisible, un fulgor que no quemaba pero sí consumía. Y así, más que una mujer, parecía un conjuro: una invocación nacida del polvo, del sudor y de la memoria de los cuerpos que sueñan incluso antes de tocarse.

Las criadas se quedaron en silencio, con los trapos colgando flojos en sus manos, como si la muchacha trajera consigo un aire que detenía el trabajo. Daniela no las miró; mantuvo la vista recorriendo las estancias y ventanas de la casona blanca.

Desde la galería, Gabriela —la señora de la casa— la observó primero, con esa languidez impregnada de aromas exóticos que arrastraba desde que se casó. Su vestido claro se mecía al compás de la brisa, y sus ojos, a medio camino entre la curiosidad y la desgana, siguieron cada paso de la recién llegada. Más atrás, en la penumbra de un corredor, Jimena, la hermana de Sebastián, frunció los labios en un gesto de desconfianza inmediata.

Y fue Sebastián quien, apoyado en el marco de la puerta, se dejó sorprender. A sus cuarenta años, conservaba su apostura. Era alto, de hombros firmes y andar tranquilo, con la calma de quien conoce la fuerza pero la guarda bajo llave. Su piel trigueña llevaba el sol como herencia, y en la barba, salpicada de unas pocas canas, se le leía la edad con una dignidad que no admitía disimulo.

*​

La mirada era lo más desconcertante: oscura, profunda, con un fulgor húmedo que parecía decirlo todo y callarlo al mismo tiempo. Había en ellos ternura, sí, pero también un cansancio antiguo, como si hubieran visto demasiados amaneceres y aprendido a no confiar en ninguno. Cuando fijaba la mirada, lo hacía sin prisa, dejando al descubierto una intensidad que incomodaba y fascinaba por igual, como si en ese instante el mundo entero se redujera a la persona frente a él.

Su voz, grave y templada, tenía la cadencia de una confesión dicha al oído. No necesitaba elevarla para imponer respeto: bastaba el roce de su timbre, cargado de una seriedad serena, para que los demás supieran que no convenía interrumpirlo.

El cuerpo de Sebastián conservaba la solidez de la recién estrenada madurez bien llevada: el pecho ancho, los brazos fuertes, las manos ásperas como tierra seca, capaces tanto de proteger como de quebrar. Y sin embargo, su manera de moverse revelaba un secreto distinto: no era la fuerza lo que lo definía, sino la contención, esa peligrosa calma que sólo poseen los hombres que conocen el filo del deseo y han aprendido a disimularlo.

Las mujeres del pueblo murmuraban que no había nada más peligroso que la calma de Sebastián de Urcelay. Porque debajo de ella habitaba un ardor callado, latente, más poderoso por lo que ocultaba que por lo que mostraba. Y quienes habían tenido el valor de sostenerle la mirada sabían bien que en su silencio había un llamado irresistible, como el de un río oscuro que arrastra hacia lo profundo sin remedio.

Y nadie en La Salamandra supo explicar nunca por qué, desde aquel día, la hacienda entera empezó a respirar distinto.
 
El primer amanecer de Daniela en La Salamandra la sorprendió con un coro de gallos que cantaban a destiempo, como si compitieran en una contienda sin sentido. La joven se levantó del camastro estrecho que le habían asignado en la parte trasera de la casa y cruzó el patio interior, aún húmedo del rocío nocturno. La hacienda amanecía con lentitud: los jornaleros comenzaban a reunirse bajo el algarrobo grande, esperando la distribución de las tareas, y en la cocina hervía ya la olla de café espeso que alimentaba la jornada entera.

Doña Jimena, sentada en el corredor con una libreta de cuentas en la mano, observaba todo con ojo escrutador. Jimena tenía cuarenta y dos años y cargaba su edad como quien lleva un secreto: sin ostentación, pero con un peso silencioso que la acompañaba a cada paso. La belleza seguía habitando en ella, intacta y palpitante, pero envuelta en una severidad adusta que funcionaba como muralla. Nadie lo decía en voz alta, pero todos sabían que bajo ese gesto contenido también se agitaba una corriente subterránea, un deseo firmemente reprimido que se negaba a morir y que, por eso mismo, se volvía más intenso.

Su cuerpo conservaba la armonía de la
juventud, aunque en sus formas había una madurez que lo volvía más enigmático: la curva de sus caderas, la firmeza discreta de su busto, la suavidad inevitable de una piel que había aprendido a ser tocada por el tiempo sin perder el fulgor. Era un cuerpo de mujer plena, pero también un cuerpo que parecía vivir en vilo, sostenido en la contradicción entre lo que anhelaba y lo que jamás se permitía.

Los ojos de Jimena, grandes y verdes, guardaban un brillo extraño: no era la inocencia, tampoco la calma. Era un destello de tormenta contenida, de insatisfacción amarga que la habitaba como un huésped indeseado. Cuando miraba, lo hacía con la firmeza de quien quiere imponerse al mundo, y sin embargo, en esa misma firmeza se filtraba una súplica muda, como si pidiera ser rescatada de sí misma.

La gente del pueblo la veía caminar erguida, con una disciplina que parecía militar, y comentaban en voz baja que en sus venas corría un fuego prohibido. Nadie podía asegurar de dónde provenía su severidad, pero todos intuían que no era falta de pasión, sino exceso de ella. Jimena contenía en su interior un deseo tan intenso que no podía permitirse liberarlo: lo domesticaba con rigidez, lo aplastaba con deberes, lo disfrazaba con silencios. Y en ese duelo íntimo nacía su amargura, como un vino fuerte que arde en la garganta.

Había quienes decían que la belleza a esa edad era más peligrosa que nunca: no la de la flor recién abierta, sino la de la fruta madura que guarda en su interior un dulzor impaciente, al borde de desbordarse. Mirarla era advertir un misterio doble: la ternura cálida de una mujer que podría abrazar el mundo, y la severidad distante de quien se ha prohibido demasiado. Y en ese contraste radicaba su magnetismo, un erotismo latente, sofocado, que se respiraba en el aire como perfume invisible. Jimena era, al mismo tiempo, deseo y negación; fuego y ceniza; promesa y renuncia. Y tal vez por eso, quienes la veían, sentían en la piel un escalofrío que no venía del presente, sino de lo imposible.

Su voz autoritaria interrumpía cada tanto el murmullo de la gente:

—A ver, Ciriaco, no se me quede con los sacos vacíos, que después jura usted que se los robaron los diablos. Y tú, Esteban, que no me falte en la molienda, que la caña no espera.

Los peones asentían en silencio, más por costumbre que por obediencia. El único que replicaba con descaro era Ciriaco, viejo capataz de la hacienda, cuya cara surcada por arrugas parecía hecha de cuero curtido:

—Diablos o no diablos, doña Jimena, los sacos siempre desaparecen. Si no se los llevan, se los traga la tierra. Aquí nada se pierde: todo se lo bebe La Salamandra —decía, levantando los hombros como si así dejara la última palabra en manos de la finca misma.

Aquella mañana Sebastián apareció más tarde de lo habitual. Había pasado la noche revisando unos papeles de compradores de la capital. Bajó las escaleras con el cabello aún revuelto y la camisa medio abierta, saludando con un gesto cansado a los trabajadores.

—¿Y esa cara de muerto, patrón? —le lanzó Ciriaco, con una sonrisa burlona.

—Es la cara de quien carga con sus vivos —respondió Sebastián, con voz ronca pero firme.

Los peones rieron quedo, con respeto y complicidad.

Mientras tanto, Daniela se mantenía apartada, observando. Gabriela, desde la galería alta, se inclinaba con delicadeza, casi como si su vestido claro flotara en el aire. Sus ojos seguían a la joven con atención discreta, como si buscara en ella una grieta que explicara su presencia allí.

*​

Esa misma tarde, en el pueblo cercano, comenzaron a circular rumores de una feria ambulante que se instalaría la semana siguiente en el descampado junto al ceibo grande. Una feria con juegos de azar, títeres obscenos y hasta un domador de serpientes que aseguraba ser capaz de hablar en lenguas desconocidas. La noticia llegó a la hacienda en boca de Jacinto, un niño descalzo que corría mensajes entre el caserío y la casa grande.

—Dicen que hasta viene una mujer barbuda que lee las cartas —anunció el chico, jadeando, mientras bebía de un jarro de agua que le alcanzó Daniela.

—Lo que nos faltaba —bufó Jimena—. Charlatanes y perdición para la gente ociosa.

—O diversión para los que trabajan como bestias —replicó Ciriaco, que parecía disfrutar provocándola.

El propio Sebastián sonrió al escuchar la discusión.

—Déjenlos venir —dijo—. Siempre es bueno que el valle recuerde que existe un mundo más allá de sus cafetales.

Gabriela caminaba como si el aire la reconociera y se apartara para dejarla pasar. Su figura alta y delgada parecía dibujada con la misma tinta que usan los sueños cuando quieren dejar huella. La claridad de su piel no era de este mundo: tenía el resplandor pálido de las madrugadas que se resisten a convertirse en día, y cada vez que la luz del sol o de una lámpara la tocaba, parecía volverse traslúcida, como si su cuerpo guardara dentro un resplandor propio. Sus ojos, enormes y cambiantes, eran lagunas verdes donde a veces caía un relámpago gris; quien se atrevía a mirarlos quedaba atrapado en un silencio inquieto, como si escuchara un secreto que nunca se diría en voz alta. Sus labios, llenos y precisos, tenían la geometría de una tentación antigua, esa que no quema de golpe sino que enciende brasas lentas en la memoria.

El cuerpo de Gabriela estaba hecho de contrastes. Tenía la fragilidad aparente de una mariposa y, sin embargo, cada curva suya respiraba firmeza y certeza femenina: la cintura que se estrechaba como un susurro, las caderas insinuadas con la exactitud de una promesa, las piernas largas que parecían prolongarse más allá del horizonte de la mirada. Al moverse, nada era brusco: había en ella un ritmo secreto, un compás de agua y viento que obligaba a quienes la rodeaban a acompasarse sin darse cuenta.

Decían en el pueblo que Gabriela no era mujer del todo, que su madre había recibido un beso del río antes de parirla, y por eso traía en la sangre una humedad brillante, casi irreal. Nadie lo decía en voz alta, pero todos sabían que el simple roce de su sombra podía despertar en la piel un estremecimiento antiguo, mezcla de deseo y reverencia. No necesitaba hablar para ser recordada: bastaba su presencia, esa fragancia indefinible que no venía de ningún perfume, sino de la certeza de que la belleza, cuando se encarna, se vuelve destino.

Y fue Gabriela quien habló con un brillo extraño en los ojos.

—Las ferias traen espejos, Sebastián. Y en los espejos siempre se revelan cosas que uno preferiría no mirar.

Nadie respondió. Solo el zumbido denso de los insectos llenó el silencio, mientras la tarde comenzaba a cerrarse sobre el valle.
 
El segundo día de Daniela en La Salamandra comenzó con el alboroto de los gallos y terminó con el rumor del río al fondo del valle, como si todo en aquella tierra siguiera un ritmo propio, indiferente a la voluntad de quienes la habitaban.

Desde temprano, se mezcló en la cocina con las otras criadas: Inés, una mulata robusta de sonrisa fácil, que parecía saber cada secreto de los habitantes de la casa; Teresa, delgada como una vara de caña, con un carácter tan agrio que todo comentario suyo parecía un reproche; y Felisa, la mayor, que cocinaba en silencio, como si en cada hervor y en cada masa amasada se le fuera la vida. El aire allí era un espeso perfume de café recién colado, leña húmeda y maíz molido.

—Anda, muchachita, prueba este buñuelo, a ver si en tu pueblo los hacen mejores —dijo Inés, poniéndole uno en la mano, todavía ardiendo.

Daniela se lo llevó a la boca con cierta timidez, sintiendo cómo la masa dulce le quemaba los labios. Sonrió apenas.

—En mi pueblo casi no queda maíz —contestó.

No explicó nada más, y las otras tampoco preguntaron. A cada quien le bastaban sus propias miserias.

A media mañana la enviaron al caserío a llevar unas cuentas y a preguntar por un jornalero que no se había presentado en la molienda. Allí, entre las casas bajas de piedra de río, madera y barro, Daniela descubrió el otro corazón de La Salamandra. Los niños corriendo descalzos tras gallinas escandalosas; los hombres sentados a la sombra reparando machetes que parecían herencias de varias generaciones; las mujeres en corro, desgranando mazorcas como si al hacerlo conjuraran un rezo. El aire estaba lleno de humo de fogones, risas, peleas de perros, discusiones sobre la feria que pronto llegaría.

El abuelo Arístides, un anciano que todos respetaban porque juraba haber visto a la Virgen llorar sangre en una roca del monte, se detuvo a mirarla cuando pasó.

—Esa cara yo la conozco —dijo con voz cascada—. Tú traes en la frente la marca del agua.

Los niños rieron, acostumbrados a las rarezas del viejo. Daniela no respondió, pero aquel comentario le quedó latiendo en el pecho mientras volvía con paso lento hacia la casa grande.

La casona, vista desde la distancia, imponía un respeto extraño: blanca y erguida, con corredores interminables y ventanales que parecían ojos vigilantes. De cerca, sin embargo, la joven la sintió como un mausoleo. Los muebles oscuros, pesados como ataúdes; los retratos de los antepasados Urcelay, que la observaban desde las paredes con sus caras pétreas; el eco interminable de los pasos en el piso de madera, como si alguien más caminara detrás de uno siempre. Daniela pensó, no sin escalofrío, que la casa misma respiraba, con un aliento húmedo y mohoso.

Jimena la llevaba a menudo por esos pasillos, dándole órdenes secas, como si la estuviera midiendo a cada palabra. Gabriela, en cambio, aparecía en los corredores vestida de claro, como una aparición que sonriera sin convicción, preguntándole cosas triviales —“¿duermes bien?”, “¿te parece bonita la vista desde tu cuarto?”—, como si quisiera acercarse, aunque sus ojos nunca revelaban del todo qué buscaban.
El valle que rodeaba a La Salamandra era otro universo. Desde la galería alta, Daniela descubrió que la finca recibía su nombre por la forma tortuosa del río, que cruzaba la tierra con curvas sinuosas, como una serpiente de plata bajo el sol. Los peones aseguraban que, cuando llovía con furia, se veían salamandras de fuego cruzando el cauce, y que por eso el valle estaba bendito y maldito al mismo tiempo.

Las montañas cerraban el horizonte, altivas y desiguales. Cada una tenía un nombre, como si fueran viejas matriarcas de un linaje oculto: la más alta era el Cerro de las Siete Cruces, donde decían que en las noches de luna se escuchaban voces de muertos; al oriente estaba la Loma de la Viuda, envuelta siempre en niebla, donde, según la leyenda, una mujer blanca vagaba buscando a su marido perdido; y más allá se levantaba el Monte del Silbo, famoso porque en sus cañadas el viento producía un gemido agudo que los niños creían era la risa del diablo.

Daniela escuchaba estas historias en voz
baja, en las noches, cuando los trabajadores se reunían en torno al fogón. Ella permanecía callada, mirando cómo el fuego iluminaba las caras ajadas de los hombres, y cómo las mujeres se santiguaban en silencio cada vez que un relato se volvía demasiado oscuro. En esos momentos, la muchacha tenía la certeza de que había entrado en un mundo distinto, donde el tiempo no corría con relojes, sino con presagios.

Y así, poco a poco, fue entendiendo que La Salamandra no era una simple finca de café y caña. Era un organismo vivo, con un corazón oculto, y cada uno de sus habitantes —patrones y peones, mujeres y niños, viejos y jóvenes— era apenas una hebra en su tejido insondable.

*​

Arístides, el sabio viejo del caserío, pasaba las tardes sentado bajo el naranjo seco. Decía que las hojas que caían torcidas eran mensajes.

—Hoy la hacienda amaneció con pájaros mudos —comentó, sin levantar la vista.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó
Daniela, que le escuchaba desde el brocal del pozo.

—Que alguien guarda un secreto en la garganta, y hasta que no lo escupa, ni los pájaros cantarán.

Y efectivamente, aquel día los canarios callaron hasta el ocaso.

*​

Daniela pasó toda la mañana en la cocina por orden de Felisa, la cocinera, inclinada sobre la olla de cobre donde hervía la fruta con el azúcar. El vapor, espeso y dulzón, se pegaba a la piel como un sudor ajeno. Se quitó el pañuelo que le cubría el cabello y lo dejó en una silla, resignada a que los mechones oscuros se le pegaran a la frente. Con la cuchara de madera removía el hervor lento, mientras el olor a guayaba lo invadía todo: paredes, manos, vestidos, hasta el aire del corredor.

La falda simple se le había subido un poco al muslo, buscando aire fresco, y la blusa de algodón mostraba un círculo húmedo en la espalda. Daniela no lo pensaba: trataba de no quemarse, de no mancharse, de mantener un orden imposible en aquel caos viscoso. Pero quien pasaba por la cocina podía ver, sin más, la curva de su cadera tensando la tela y el movimiento constante de sus brazos, como un compás secreto.
F
ue en ese momento cuando Sebastián atravesó el corredor, seguido de Gabriela. Él hablaba con voz baja, casi ronca, de unas cuentas atrasadas; ella le interrumpía con comentarios suaves, apenas audibles, como si todo fuera un juego de intimidad sin testigos. Daniela no entendía las palabras, pero escuchaba la cadencia: una conversación que era más roce que discurso. Giró apenas el rostro y los vio pasar: la mano de Gabriela rozando el antebrazo de su esposo, el leve temblor en la comisura de la boca del patrón, como si se contuviera.
Daniela bajó de nuevo la vista hacia la olla, pero sintió que el calor ya no venía solo del hervor de la fruta. El azúcar pegajoso parecía extenderse a su piel, hasta que tuvo que morderse el labio para no dejar escapar un suspiro.

En la tarde, Jimena entró sin anunciarse. La hermana del patrón se quedó en el umbral un momento, observando. Daniela seguía en lo suyo, con la falda manchada, el torso apenas cubierto de gotas de sudor que resbalaban lentas entre los senos. No había artificio en esa exposición: era el cuerpo de una mujer trabajando, tenso, joven, sin defensas.

—Tienes manos firmes —dijo Jimena, de repente—. No todas saben mover así la cuchara sin derramarlo todo.

Daniela se volvió, sorprendida. Jimena sonreía, pero no era un gesto amable. Era una sonrisa que evaluaba, como si la estuviera pesando.

—Vendrás a mi cuarto más tarde —añadió, girándose sin esperar respuesta—. Necesito que me ayudes a bañarme.

*​

El cuarto de Jimena estaba en el ala más antigua de la casa. Al entrar, Daniela sintió el olor seco de las cortinas pesadas, de los retratos empolvados, de una soledad que no admitía visitas. Jimena esperaba junto a la bañera ya llena de agua tibia. Se había soltado el cabello y desabrochado el vestido hasta la cintura. Su piel era blanca, apenas salpicada de lunares; los senos caían suaves, con pezones oscuros y endurecidos por el fresco del aire.
La luz de la tarde se filtraba por los ventanales de la hacienda, cayendo en haces dorados que temblaban sobre los muebles de caoba y el suelo de piedra gastada. En el centro de la habitación, la bañera de cobre relucía como un sol atrapado, llena de agua tibia que emitía un vapor denso, casi vivo, que ascendía en espirales y se enredaba con las cortinas bordadas de hilo dorado, como si quisieran observar todo desde arriba.

Daniela, frágil y temblorosa, la fue desnudando con manos inseguras. El peso de la presencia de Jimena la hacía sentir ligera y pesada al mismo tiempo: cada gesto de la mujer era un mandato silencioso, y Daniela obedecía sin poder apartar los ojos. Jimena permanecía erguida, luminosa en la penumbra cálida, dejando que Daniela deslizara sus manos por los bordes de la tela, despojándola poco a poco de cada prenda, mientras su mirada firme la contenía y dirigía mientras se sumergía hasta las rodillas en el agua.

—Límpiame —ordenó, con voz baja.
Su figura conservaba una plenitud madura, espléndida y sin concesiones. La piel mostraba ya esa leve flacidez en ciertos rincones, como bajo los brazos o en el vientre, pero esa misma imperfección le daba un realismo contundente, la verdad de una carne que había vivido.

Los senos, grandes y firmes en su juventud, pendían ahora un poco más bajos, pesados, con los pezones oscuros y carnosos apuntando hacia delante. Daniela pasaba la esponja por allí con torpeza, evitando mirarlos de frente, pero sin dejar de sentir bajo sus dedos la textura densa, casi animal, de aquella piel húmeda.

El vientre, liso aún, guardaba la marca blanda de los años, con un pliegue apenas insinuado al inclinarse. Las caderas eran anchas, sólidas, y de ellas descendían unas nalgas redondas y poderosas, separadas apenas por el canal oscuro donde Daniela apretaba la esponja con cuidado, sin atreverse a demorarse demasiado.

Las piernas de Jimena eran largas y bien formadas, con los muslos macizos, salpicados de alguna telaraña azul leve como un copo de nieve, y las pantorrillas tensas como de animal en acecho.

Daniela las frotaba despacio, sintiendo el contraste entre la rugosidad de las rodillas y la tersura de la cara interna de los muslos.

La piel de la mujer madura, clara y húmeda con el calor de la habitación, parecía vibrar con cada contacto de la esponja. Daniela sentía en sus dedos el latido de la autoridad que ejercía sin palabras, la tensión de un deseo reprimido que se percibía en la forma en que su pecho se alzaba y caía, en la curva perfecta de su espalda y en la firmeza que aún sostenía cada gesto. Cada vez que Daniela tocaba su piel, el agua caliente producía un murmullo casi musical, y el vapor ondulante alrededor de la bañera hacía que los contornos de Jimena se desdibujaran como un sueño, como si el mundo entero se hubiera reducido a ese instante líquido y flotante.
El vapor parecía consciente de ellas, girando y ondulando como si dibujara figuras invisibles sobre la piel de Jimena, formando figuras que Daniela juraría haber visto moverse entre el cobre y el agua. Cada roce hacía que los contornos del cuerpo de Jimena brillaran con un resplandor casi onírico, como si la luz del sol y la sombra del cuarto la transformaran en un ser que no pertenecía a la tierra sino al mundo de los sueños y los secretos antiguos.

Jimena se mantenía en silencio, apenas respirando, mientras Daniela recorría cada rincón: el hueco de las axilas, la hendidura del sexo, la arruga del ano, todos expuestos bajo la espuma tibia, sin disimulo, como si fuesen simples zonas de un territorio que debía limpiarse con rigor. Y sin embargo, bajo esa crudeza cotidiana, la joven sentía que se agitaba un ardor difícil de nombrar, un peso en el pecho que la hacía tragar saliva cada vez que su mano resbalaba demasiado cerca de donde no debía.

—Enjuáguame la espalda —dijo entre dientes.

Daniela obedeció. El contacto fue inmediato: la piel tibia bajo la esponja áspera, el olor a jabón que se mezclaba con el vaho del agua. Sus manos recorrieron la espalda tensa de Jimena, bajaron por la curva de la cintura hasta las nalgas, amplias y blancas, que flotaban apenas bajo el agua.

—Más fuerte —pidió Jimena, sin abrir los ojos.

Daniela apretó la esponja, deslizando los dedos más allá de lo que era necesario. El silencio en la habitación era denso: solo el chapoteo del agua y la respiración de ambas. Por un momento, Daniela tuvo la impresión de que la casa entera escuchaba, como si las paredes mismas contuvieran la respiración.

Cuando Daniela finalmente se detuvo, el cuarto entero parecía latir con la tensión suspendida de ese instante, un espacio donde el deseo reprimido de Jimena y la fragilidad temblorosa de Daniela coexistían como espejos de un mismo misterio, iluminados por el vapor, el cobre y la luz dorada que los dioses antiguos parecían haber dejado caer solo para ellas.

Aquella noche, al prepararse para acostar en su camastro, el olor a guayaba y jabón todavía pegado a su piel, Daniela se descubrió tocando con los dedos el hueco de su clavícula, como si allí se hubiera depositado algo nuevo, invisible. Afuera, el río seguía su curso sinuoso bajo la luna, brillando como una salamandra viva.

*​

Daniela no podía dormir. Desde su catre, en el ala de servicio, escuchó cómo las maderas viejas de la casa vibraban con un ritmo distinto al de siempre. Primero fue un golpeteo sordo, luego un jadeo contenido que subía y bajaba como el gemido de las vigas cuando arrecia la tormenta. Comprendió, con un calor inesperado en el vientre, que eran Sebastián y Gabriela.

Las paredes no dejaban ver, pero sí dejaban oír: la voz grave de él, brusca, casi como un mandato; los gemidos de ella, primero entrecortados, después largos, casi un canto. Daniela permaneció quieta, los dedos crispados sobre la sábana áspera, escuchando cómo el matrimonio se buscaba con urgencia, con una pasión que parecía nacer tanto del deseo como del hartazgo. El golpe seco del cabecero contra la pared se confundía con el latido del río en la distancia, y el aire en su cuarto se volvió más denso, cargado del olor imaginado de sudor y piel.

Al amanecer, la casa parecía más silenciosa que de costumbre, como si hubiera gastado toda su energía en aquella noche. Daniela bajó temprano a la cocina, tratando de sacudirse la sensación de haber espiado un secreto.
 
A veces, los niños del caserío jugaban a esconderse en la acequia. Uno de ellos juraba que vio a la luna bajar a beber agua.

—No mientas, Cipriano —dijo Felisa, dándole un coscorrón.

—Yo la vi, con las trenzas mojadas, y me guiñó un ojo —insistió el niño.

Y al día siguiente, sobre el barro húmedo
de la acequia, quedaron unas huellas pequeñas, en forma de medias lunas.

*​

Daniela había sido enviada a limpiar un ala olvidada de la mansión, donde las cortinas dormían bajo capas de polvo y las telarañas parecían encajes tejidos por manos invisibles. El aire allí olía a madera húmeda, a encierro y a tiempo detenido. Cada paso levantaba un polvillo dorado que flotaba en los rayos de sol como si el aire mismo estuviera habitado de fantasmas.

Sobre una mesa de roble, bajo un paño que se deshizo apenas lo tocó, encontró un álbum encuadernado en cuero, con las esquinas corroídas. Lo abrió con la misma cautela con que se abre un libro sagrado, y de pronto la casa pareció inclinarse hacia ella, como si quisiera mirar también.

Las fotografías, sepia y rígidas,
mostraban escenas ceremoniosas: un hombre imponente de barba negra y traje de lana oscura, con mirada severa y ojos que parecían brillar aún desde la lejanía del tiempo. A sus pies, tres niños posaban muy serios, vestidos de blanco. Ninguno sonreía: parecían más estatuas que criaturas vivas.

Daniela pasó la yema de los dedos sobre la cartulina gastada, como si así pudiera tocarles la piel, escuchar su voz. Sentía que los retratados respiraban apenas, que estaban a punto de parpadear. Y de pronto, en el silencio de la sala, creyó escuchar risas infantiles apagadas, como ecos que provenían de un cuarto contiguo que ya no existía.

Una voz detrás de ella le sobresaltó.

—No hace falta limpiar aquí.

Era Jimena, de pie en la penumbra del umbral. Su porte llenaba la estancia, aunque hablaba con una calma extraña, casi afectuosa. Avanzó despacio, y sus botas crujieron sobre las baldosas como si despertaran a los retratados del sueño de décadas.

Daniela quiso disculparse, cerrar el álbum, pero Jimena puso una mano sobre la tapa y lo miró también. Sus ojos se posaron en la fotografía, y un destello de melancolía, casi de ternura, suavizó por un instante la dureza de su rostro.

—Somos nosotros —dijo al fin, con voz baja, como si hablara a las paredes y no a la muchacha—. Sebastián, yo… y mi hermana Elvira.

Daniela levantó la mirada, incrédula.

—¿Su hermana?

Jimena asintió. Su mano permanecía sobre la foto, acariciando apenas el perfil de una niña de cabello recogido, más pequeña que los otros dos, con ojos desmesurados para su cara.

—Elvira murió muy niña. La fiebre se la llevó una noche de verano. Desde entonces, esta ala quedó cerrada.
Un silencio espeso llenó la sala. Afuera, en el jardín, un ave soltó un graznido agudo, y Daniela sintió que ese sonido había sido un aviso. Jimena cerró el álbum de golpe, con gesto seco, aunque en su rostro aún permanecía la sombra de aquella tristeza.

—No vuelvas aquí, Daniela. Algunas puertas están cerradas por algo.

Dicho esto, se volvió con paso firme, llevándose consigo el aire pesado de la sala. Daniela se quedó sola, con las manos cubiertas de polvo y el corazón latiendo como si los tres niños del retrato la hubieran mirado directamente a los ojos.

En el silencio que siguió, le pareció sentir, muy cerca de su oído, un susurro infantil que dijo apenas: “quédate”.

*​

Ese mismo día llegó Rodrigo. Lo anunciaron los cascos de su caballo, un animal lustroso y bien cuidado que contrastaba con las bestias cansadas de los peones. Rodrigo era un hombre de ciudad: joven aún, de bigote finísimo, siempre con una sonrisa lista, vestido con lino claro y sombrero ancho. Traía consigo no solo equipaje, sino también historias: las huelgas de estudiantes en la capital, las nuevas canciones extranjeras que sonaban en la radio, los escándalos de políticos que mantenían amantes en hoteles de lujo.

—La ciudad es una tragicomedia —decía, sentado en la galería con un vaso de ron—. Pero aquí, en este valle, ustedes viven en un sueño. ¿No se dan cuenta?

Gabriela le escuchaba con los labios entreabiertos, como si la brisa que venía de los cafetales la arrullara. Sebastián asentía a medias, con una sonrisa seca, fumando despacio un habano. Jimena, desde el fondo, lo miraba con recelo, convencida de que los hombres de ciudad siempre traían más veneno que verdad.

*​

Mientras tanto, la hacienda seguía su pulso. Los peones, agachados entre las hileras de caña, trabajaban bajo el sol que partía la espalda. En el caserío, las mujeres tendían ropa en cuerdas largas, y los niños corrían tras las mulas cansadas. Desde la galería se veía el valle entero, con el río serpenteando como un espejo quebrado y las montañas cerrando el horizonte: el Cerro de las Siete Cruces velado en su neblina blanca, la Loma de la Viuda dormida en silencio, el Monte del Silbo lanzando a veces su quejido agudo cuando el viento corría fuerte.

Rodrigo, al contemplarlo, dijo con voz burlona.

—En la ciudad uno pierde la fe en todo. Pero aquí, hasta las montañas parecen rezar.

Daniela, que servía la mesa en ese instante, le miró de reojo. Pensó que tenía razón. La Salamandra no era solo una hacienda: era un mundo aparte, un cuerpo vivo que los contenía a todos, latiendo con un misterio que todavía no había terminado de comprender.

*​

La cena en la casa grande era siempre un teatro, aunque pocas veces hubiera público. Esa noche, con Rodrigo instalado como huésped, los candiles fueron encendidos más temprano, y los espejos dorados del comedor devolvían un brillo casi cruel. La mesa larga, vestida con mantel de lino, parecía demasiado extensa para tan pocos comensales: Sebastián en la cabecera, Gabriela a su derecha, Jimena en el extremo opuesto y Rodrigo de invitado, desparramado en su silla como si aquel salón le perteneciera desde siempre.

Daniela servía los platos con torpeza estudiada, intentando ser invisible, aunque sentía cada mirada recorrerla como una mano.

—La capital está llena de cínicos —decía Rodrigo con la boca llena—, pero ninguno tan original como los campesinos de aquí. Hoy un peón me dijo que si uno se acuesta bajo la Loma de la Viuda, la montaña le roba los sueños. ¡Figúrense! Y luego, en la capital, pretenden que le tema a los bancos y a los militares.

—Más respeto con las montañas —replicó Jimena, sirviéndose vino sin sonreír—. Ellas estaban aquí mucho antes de los bancos, y estarán mucho después de nosotros.

Rodrigo rio, encantado con la réplica.

—Señorita, si las montañas mandaran, quizás este país estaría mejor gobernado.
Sebastián, que había permanecido callado, alzó la copa.

—Lo está. Solo que no lo vemos.

La conversación giraba entre bromas y sentencias, como un duelo sin sangre. Gabriela, elegante y silenciosa, era el contrapeso: miraba a todos con una media sonrisa que no llegaba nunca a la risa completa. Daniela, mientras tanto, notaba cómo la tensión de la mesa era casi palpable, como si las palabras tuvieran peso y pudieran inclinar el mantel.

*​

La tarde caía sobre la hacienda como un manto rojo, y el aire ardía con ese silencio opresivo que antecede a las tormentas. Desde el corredor, se veía La Salamandra extendida en toda su majestad: potreros verdes hasta donde la vista alcanzaba, los mangos centenarios ardiendo en dorado, las casas de peones desperdigadas como casillas de un tablero antiguo.

Rodrigo acomodó su sombrero y habló casi en susurro, con la certeza de quien porta una noticia que pesa más que el aire.

—Te lo digo yo, Sebastián: este año ganan los colorados. Y cuando lo hagan, la reforma agraria caerá como un machete. No hay tierra intocable, ni siquiera ésta. La Salamandra puede cambiar de manos.

Sebastián no respondió de inmediato. Se quedó de pie, apoyado en la baranda de madera gastada, con la mirada fija en el horizonte. Sus ojos oscuros parecían leer no el paisaje, sino los siglos. Finalmente giró la cabeza, y en su voz resonó una gravedad antigua.

—La Salamandra no es tierra, Rodrigo. Es un legado. Está en mi familia desde antes de que Bolívar soñara con independencia de este continente. Tres siglos de sangre, sudor y entierros. Aquí nacieron mis abuelos y aquí murieron mis padres. ¿Cómo esperas que entregue todo eso como si fueran cuentas viejas?

Rodrigo suspiró, inquieto.

—Los tiempos cambian, compadre. El pueblo tiene hambre, y los que vienen al poder ya no creen en apellidos.

Sebastián se enderezó, con la postura de un hombre dispuesto a desafiar al mundo entero.

—Pues que cambien los tiempos. Pero La Salamandra no se negocia. Es raíz y es condena, y si alguien quiere arrancármela, que sepa que habrá de ensuciarse las manos con mi sangre.

El viento sopló entonces, levantando polvo en el corredor y agitando los retratos familiares que colgaban en la sala: rostros severos, congelados en óleo, que parecían observar la escena con aprobación silenciosa. Una bandada de garzas cruzó el cielo, y el resplandor rojizo del atardecer se reflejó en el cobre de la campana de la capilla, tiñéndola como si hubiera sangrado.

Rodrigo, incómodo, tragó saliva.

—Hablas como si fueran fantasmas los que te sostuvieran.

Sebastián sonrió apenas, con una dureza
que era más promesa que gesto.

—Lo son, Rodrigo. Y créeme: los fantasmas también saben empuñar un fusil.

El silencio regresó, denso y vibrante. A lo lejos, un trueno partió el cielo, y por un instante pareció que la tierra entera se estremecía bajo los pies de Sebastián de Urcelay.

*​

En la cocina, más tarde, las criadas se soltaron. Daniela recogía los platos junto a ellas, y el murmullo bajaba de tono como si cada frase fuera un secreto.

—No tienen hijos, ¿sabes? —dijo Tomasa, que olía siempre a comino—. Los han buscado. Tres veces vinieron, tres veces se fueron antes de nacer.

—Dicen que es cosa del río —añadió la mulata Inés, con los ojos brillantes de superstición—. Ese río se lleva más que peces. Se lleva lo que uno ama si no se le ofrece nada a cambio.

Daniela escuchaba sin pestañear. Felisa, la cocinera, bajó aún más la voz

—¿No has visto las cruces blancas detrás de la capilla? No son de peones. Son de ellos. De los hijos que no llegaron.

Un silencio incómodo se instaló en la
cocina, roto solo por el hervir de una olla olvidada.

—Bah, cuentos —dijo Inés, aunque se santiguó—. Pero dicen que en noches de tormenta se oye llorar. Que los niños que nunca fueron se pasean por la galería buscando madre.

Daniela apretó fuerte el plato que tenía entre manos. De pronto, la casa entera le pareció un cuerpo enorme y triste, lleno de pasillos por donde transitaban fantasmas invisibles. Recordó los gemidos escuchados la noche anterior, y por un instante pensó que quizás no eran solo de carne, sino también de memoria.
En la cocina, el hervor de las ollas era música. Las criadas se sentaban en rueda, pelando y pelando sin descanso, como si fueran tres brujas de almidón y cuchillo.

—Dicen que a la feria vendrá un mago que adivina la muerte en las manos —susurró Inés.

—¿Y para qué queremos que nos la adivine, si ya la tenemos encima desde que nacemos? —contestó Tomasa, levantando la cebolla como quien levanta un corazón.

Todas se rieron, y el humo del fogón tomó la forma de un rostro que se deshizo en el aire.

*​

En el comedor, mientras tanto, Rodrigo alzaba su copa.

—A esta hacienda le sobran misterios. Pero admito que uno puede volverse creyente entre estas montañas.
Sebastián le miró fijo, con una media sonrisa.

—No es cuestión de creer, Rodrigo. Es cuestión de rendirse. Aquí nadie se salva de las montañas, ni del río.

Daniela entró en ese momento con una fuente. El silencio cayó de golpe, como si todos supieran que ella había oído demasiado.

*​

Rodrigo se había aflojado el cuello de la camisa, y hablaba cada vez más animado, como si el vino le soltara la lengua más de lo conveniente. Su risa rebotaba en las paredes del comedor como un cuchillo de filo alegre, demasiado brillante para ser ignorado.

—No lo tomen a mal —decía, girando la copa en su mano—, pero ustedes aquí parecen vivir en una isla. Como si el mundo no existiera más allá de este valle. Y yo me pregunto… ¿no se aburren?

Gabriela ladeó la cabeza, dejando que un mechón le rozara la mejilla.

—Aburrirse es asunto de quien no sabe mirar, Rodrigo. Aquí, cada día es distinto: los colores del café, los ruidos del río, los silencios de la noche. ¿De verdad cree que es menos que los bares o los teatros o lo cabarés de su ciudad?

Rodrigo sonrió con descaro.

—Los cabarés no me dan miedo. Este silencio sí. Parece que alguien le estuviera escuchando todo el tiempo.

Daniela sintió un escalofrío, aunque era ella la que servía de sombra muda en ese momento, depositando los platos, apartando migas con un paño. Quiso hacerse invisible, pero lo que percibía era lo contrario: el silencio pesado, las miradas que la seguían sin nombrarla.
Sebastián rompió la tensión con una frase seca.

—Aquí todo se escucha. La hacienda oye. Y devuelve.

Nadie contestó, y fue entonces cuando Rodrigo dejó caer la vista sobre Daniela, como quien descubre un detalle en un cuadro.

—Y ella… —dijo despacio, apuntando con un gesto de la copa—. Ella parece ser la que más escucha. ¿No es así?

Daniela, sorprendida, se quedó quieta con la fuente en las manos. Jimena carraspeó con desagrado, y Gabriela lanzó una risa leve, más para cortar el aire que por diversión.

—Los criados no opinan en esta mesa —dijo Jimena.

Pero la frase flotó sin fuerza, porque Rodrigo ya había vuelto a mirar a Daniela, y ella lo sabía. El calor del vino, el sudor del verano, la luz áspera de los candiles: todo se mezclaba en una especie de vibración que no pertenecía solo a la conversación.

*​

Más tarde, cuando retiraba las copas vacías, Daniela sintió que el aire del comedor estaba cargado, espeso, como si no se pudiera respirar sin tragar al mismo tiempo algo de deseo ajeno. Rodrigo le rozó la mano al devolverle una servilleta; un roce breve, casi accidental, pero cargado de intención.

Gabriela lo notó. Su sonrisa se alargó apenas un instante, entre la diversión y el desafío. Sebastián, por su parte, callaba, observando todo con la quietud de un hombre que sabe esperar el momento justo.

Daniela salió con la bandeja apretada contra el pecho, con el corazón golpeando como si hubiese cruzado un campo minado. Y aún pudo escuchar la risa de Rodrigo, clara y peligrosa, resonando tras ella.
 
La madrugada era espesa y ardía como un horno callado, con ese silencio húmedo que parece tener espinas. Daniela no podía dormir: los ruidos le llegaban como latidos sordos desde el patio. Descalza, avanzó por el corredor, rozando las paredes frías, hasta que el resplandor de la luna la detuvo en seco, al asomarse al patio de la alberca. Allí, Jimena, con la majestad de quien no necesita pedir permiso ni al viento, se acercó al agua acompañada de Inés, la sirvienta mulata, envueltas en un silencio cómplice. La patrona apenas mojó sus brazos, dejó correr el agua por su cuello y deslizó los dedos por el escote del corsé, en un gesto tan medido como sensual. Inés, atenta como siempre, la imitó con naturalidad, alzando las faldas lo justo para refrescar los muslos generosos. A cada gota, su piel morena brillaba como pulida por la luna.
El aire estaba quieto y caliente, pero alrededor de la alberca parecía flotar una frescura secreta, como si las plantas que la cercaban respiraran por ellas. Las luciérnagas revoloteaban con obstinación, y por un instante Daniela creyó ver desde el corredor que sus luces se posaban en el agua como estrellas, formando un cielo invertido donde ella misma se reflejaba.
La patrona pasó la mano sobre la superficie y el agua no se quebró como era de esperar: se onduló en círculos perfectos que tardaban demasiado en morir, como si la alberca fuera un espejo vivo que se resistía a perder la imagen de aquellas dos mujeres. Jimena, alzando la mano, dejó caer un hilo de agua desde su palma sobre el hombro desnudo de la criada.
Ese gesto, mínimo, fue el pacto silencioso. El roce del agua entre ambas, la risa que apenas escapó de sus bocas, las acercó más que cualquier palabra. Daniela, oculta tras los hibiscos, sentía que el aire mismo se había detenido para espiar con ella. Y en su nerviosismo creyó percibir que los arbustos respiraban, que el perfume de las flores se espesaba como un vino que embriagaba.
Sin palabras, las dos mujeres se encaminaron hacia los aposentos de Inés. Daniela las siguió, descalza, con el corazón golpeándole en el pecho como si fuera a delatarla.
*​
En la habitación de la criada, el aire estaba impregnado de jabón, sudor y flores secas. Jimena se dejó caer sobre la cama baja, y fue Inés quien la desvistió, con movimientos lentos, ceremoniales.
La blancura de Jimena, al ser despojada de telas y corpiños, reveló su cuerpo de madurez espléndida. Su espalda, tersa aún, se arqueaba como una línea de agua, con la curva serena que desembocaba en unas nalgas firmes, redondeadas, donde la piel parecía guardar el secreto de todas las siestas y de todos los veranos. Inés, con las manos grandes, las acarició como si palpara un fruto recién entrado en sazón.
En contraste, las caderas de Inés eran anchas, generosas, como talladas por el exceso de la tierra fértil. Sus nalgas vastas, morenas y relucientes, parecían dos lunas gemelas que el sudor iluminaba; y al moverse, todo su cuerpo se ondulaba con la misma cadencia de los ríos lentos. Daniela, que miraba en penumbras, veía cómo el blanco y el oscuro se entrelazaban en un vaivén en que patrona y criada, desnudas, se hacían iguales en ese oleaje.
Las piernas de Jimena, largas y bien torneadas, se entreabrieron despacio al contacto de la otra, como si cedieran un secreto guardado. Inés, en cambio, las tenía fuertes y redondas, acostumbradas al trabajo, pero al mismo tiempo suaves y abundantes, como si la carne quisiera abrigar a quien la tocara. Entre ambas surgía un roce ardiente, donde las rodillas buscaban, se encajaban y se confundían con una naturalidad que parecía obra del destino.
Los vientres se encontraron después, tibios y palpitantes. Daniela, escondida tras el quicio, alcanzó a ver cómo el ombligo de Jimena temblaba bajo el soplo de la mulata, y cómo en Inés el vello se espesaba, negro y rizado, custodiando un pubis exuberante como selva cerrada. El de Jimena, por el contrario, era fino, claro, ordenado, con el mismo aire señorial de su porte. Cuando ambas se rozaban en ese centro secreto, la alcoba vibraba en un murmullo de carne buscándose sin palabras.
Se besaban con lentitud, a veces en los labios, a veces en el cuello, y luego más abajo, en los pechos, donde la lengua de Jimena recorría la desnudez abundante de Inés como quien bebe un manantial, y la boca de Inés atrapaba los pezones rosados de la señora con la avidez de quien saborea un manjar prohibido. Las manos también vagaban, unas veces se hundían en la hondura de las espaldas, otras se demoraban en la curva de las nalgas, apretando y soltando.
Los gemidos eran breves, apagados, como si ambas temieran despertar la casa entera. Sin embargo, cada respiración ardía en la estancia, y Daniela percibía que el aire se espesaba como incienso invisible. Al contemplarlas, sintió que el mundo se agrandaba con la forma de esos cuerpos entrelazados: vientres contra vientres, muslos que se ceñían, pechos que se apretaban hasta doler y luego cedían al alivio de las caricias.
Poco a poco los muslos se abrieron, y allí donde el pubis moreno y espeso de Inés rozaba el pálido de Jimena, nació un calor invisible, un incendio secreto que no precisaba de llama. Los movimientos fueron primero tímidos, un vaivén leve, como olas que apenas acarician la arena. Pero pronto las caderas se acompasaron en un ritmo más firme, una danza antigua y callada que sacudía los pechos y hacía vibrar las nalgas apretadas una contra otra.
Daniela distinguía los espasmos en los vientres, el temblor en los muslos, y sobre todo el sonido húmedo y secreto que se deslizaba entre las caderas como un murmullo de río en la selva.
Jimena, con los ojos entornados y los labios entreabiertos, parecía en trance, como sacerdotisa poseída por algún dios invisible. Inés, más terrena, gemía con voz baja, grave, que llenaba la estancia como canto africano. Y entre ese oleaje de cuerpos y de sonidos, Daniela, que hasta entonces sólo había conocido la torpeza de sus manos, sintió que un calor imparable le recorría el vientre y que su propia palma buscaba, temblorosa, el hueco entre sus muslos.
Fue entonces cuando Jimena, en medio de la sacudida de placer, abrió de pronto los ojos y encontró los de la joven que espiaba en la penumbra, verdes contra negros, luz contra sombra. Daniela sintió que el tiempo se detenía, que la hacienda entera se hundía en silencio. La mirada de la patrona no la delató ni la rechazó: la sostuvo, grave y magnética, como si la invitara a compartir un secreto sin palabras. Daniela se sintió atrapada, ardiendo de vergüenza y de deseo a un tiempo, y apretó sus dedos contra sí misma con torpeza, casi llorando de la intensidad, abrasándose un calor espeso que le removía el vientre, un cosquilleo que no sabía nombrar.
Sin poder apartar la vista de Jimena perdiéndose otra vez en el cuerpo de Inés, sus propios dedos, temblorosos, buscaron debajo de la falda un roce brusco y apremiante, mientras su respiración se agitaba en sintonía con los gemidos de la alcoba.
Inés arqueó la espalda, las nalgas alzadas como dos lunas en su culminación, y lanzó un grito sordo, profundo, que llenó la habitación como si viniera de todas las mujeres del mundo. Jimena se contrajo al mismo tiempo, abrazando las caderas de la mulata, y juntas permanecieron en un temblor largo, suspendidas, hasta que el silencio volvió a la estancia.
Cuando al fin las dos mujeres quedaron tendidas, desnudas, rendidas una sobre la otra, Daniela apartó la mano de su falda, ruborizada hasta el alma. Retrocedió despacio, con el pulso desbocado, como si huyera de un sueño demasiado intenso. Pero al cruzar el umbral, la noche pareció cerrarse sobre ella con un velo de seda oscura, al tiempo que los árboles agitaban las hojas sin viento, yñ creía escuchar cómo los grillos repetían en coro su nombre.
Escapó bajo la sombra de los flamboyanes, sin atreverse a volver la vista atrás, con las piernas húmedas y temblorosas, sintiendo que en su huida la seguían los ecos de sus propios jadeos. Y mientras corría por el corredor oscuro, le pareció que de las paredes caía un polvo dorado, como si las estrellas mismas hubieran descendido a presenciar aquel encuentro
.​
*​

La habitación de Daniela era un ataúd caliente. El aire no corría, y cada ruido de la casa —el chasquido de las maderas, el ladrido lejano de un perro— parecía acentuar el silencio. Había vuelto corriendo, con el corazón desbocado y las piernas flojas, como si hubiese huido de un incendio.


Se tumbó en el catre, incapaz de cerrar los ojos. Cada vez que lo intentaba, la escena regresaba: los cuerpos enredados, la piel brillando en la penumbra, la mirada de Jimena clavándose en ella como una daga lenta. Y en su propio pecho, algo palpitaba, un calor extraño, húmedo, que no sabía cómo acallar.


Daniela apretó las rodillas contra el vientre. El sudor le corría por la frente, por las ingles, hasta humedecer las sábanas ásperas. No era un sudor de trabajo, ni de fiebre, sino de otra cosa que no quería nombrar. Se descubría latiendo en partes de su cuerpo que apenas había mirado con atención.


Se pasó las manos por los muslos, con torpeza, como quien tantea un territorio prohibido. El contacto era mínimo, casi accidental, y aun así el cuerpo reaccionó como si algo ardiera bajo la piel. El aire se volvió más espeso, la respiración más corta. Daniela entrecerró los ojos, no para soñar, sino para intentar soportar lo que sentía: una mezcla de vergüenza y necesidad, de miedo y hambre.

Era un descubrimiento brutal, sin dulzura, sin promesas: su propio cuerpo reclamándola, sacudiéndola desde adentro. Se movió inquieta sobre el colchón, sintiendo cómo la tela áspera de la sábana se volvía cómplice y enemiga. No había ternura en aquello: solo un pulso animal que la empujaba a seguir, aunque no supiera hacia dónde.
En la penumbra de su cuarto, Daniela se sentó sobre la cama con las piernas abiertas. El sudor del día aún le perlaba la frente, pero era otro calor el que la abrasaba. No podía apartar de su mente la imagen de las dos mujeres devorándose, la blancura crispada sobre la carne oscura de un uróboro lascivo, ni el cuerpo ubérrimo de Jimena en la bañera.

Sin pensarlo demasiado, bajó la mano entre sus muslos. El roce inicial fue torpe, dedos fríos sobre piel húmeda. Se corrió la tela de la camisa de dormir y dejó expuesto el sexo, negro de vello apretado y ya húmedo. Sus dedos tantearon primero los labios externos, blandos y tibios, y después hundieron la yema en la hendidura. El clítoris se le hinchó como una espina, duro y doloroso, y al rozarlo sintió un escalofrío eléctrico que la hizo apretar los dientes para no gemir.

La otra mano, nerviosa, se fue al pecho, donde los pezones estaban rígidos, casi punzantes. Apretó uno, y el dolor leve se mezcló con el ardor entre las piernas. Su respiración se aceleraba; el vientre le subía y bajaba con violencia.


No pensaba en nada y pensaba en todo: en la piel traslúcida de su patrona, en los sexos rozándose con frenesí antiguo, en la lengua de Jimena recorriéndole el cuerpo de bronce de Inés. Cada recuerdo era un golpe, cada escena imaginaria un latigazo que le arrancaba humedad.

Metió dos dedos dentro de sí, con torpeza, sintiendo la carne caliente y estrecha cerrarse sobre ellos. El sonido húmedo le pareció obsceno, pero le encendió aún más.

El orgasmo le llegó de golpe, brutal, como si se le soltara un nudo en lo profundo del vientre. La atravesó un espasmo que le arqueó la espalda y la hizo morder la almohada para contener un grito. Sintió cómo su sexo se contraía en oleadas alrededor de sus dedos, húmedo, palpitante, casi doloroso.

Quedó tendida, jadeante, con los muslos aún temblando y la mano mojada pegada al vientre. En la penumbra, le pareció que la casa respiraba con ella, como si los muros blancos hubiesen sido testigos y compartieran su estremecimiento. Sintió una punzada de vergüenza feroz. Como si toda la hacienda hubiera escuchado, como si las paredes hubiesen retenido sus sonidos para devolvérselos al día siguiente.

Cerró los ojos, agotada, con la certeza de que algo se había roto, o quizá abierto, dentro de ella. Y supo, en lo más hondo, que ya no volvería a ser la misma.

*​
La casa amaneció envuelta en un aire denso, como si durante la noche se hubiera llenado de susurros. En el patio, los gallos cantaban demasiado tarde, y los peones pasaban frente a la galería como sombras cansadas. El olor de la caña recién cortada se mezclaba con el humo de leña, y Daniela, mientras fregaba una vasija, sentía que todo tenía un ritmo extraño, ajeno a la lógica de los relojes.
Jimena apareció en silencio, como solía, con la voz baja pero imperiosa

—Ven conmigo. Necesito un baño y quiero que me ayudes.


No hubo explicación, ni gesto amable. Solo la orden seca, la certeza de que se obedecería. Daniela dejó la vasija y la siguió, atravesando corredores largos, húmedos, donde las paredes rezumaban un olor a lavanda y a pasado
.

El baño era un cuarto alto, con azulejos antiguos y una bañera que parecía un sarcófago blanco. La luz entraba desde lo alto, recortando el vapor como si fuera humo de incienso. Jimena dejó caer la bata sin miramientos. Su cuerpo se volvió a revelar desnudo. La piel clara, tersa en algunos lugares, marcada por el tiempo en otros; los pechos firmes, de pezones oscuros; el vello negro y tupido entre las piernas, húmedo por el sudor.

Daniela tragó saliva. Sus manos temblaban al acercarse con la jarra de agua. Vertió el primer chorro sobre los hombros de Jimena, y el líquido resbaló lento, dibujando líneas sobre la espalda y las nalgas amplias. El agua tibia desprendía un olor terroso, mezclado con el del jabón que Daniela frotaba torpemente entre sus dedos.

Jimena no hablaba. Cerraba los ojos, se abandonaba al agua, y en ese abandono había algo más que confianza: había un mandato. Daniela frotó con la esponja, primero en los hombros, después en los brazos, hasta que se encontró acariciando más que lavando. Su respiración se agitó, y sus manos ya no obedecían del todo.

—Más abajo —dijo Jimena, sin abrir los ojos.

Daniela obedeció. La esponja descendió por la espalda, acariciando el surco húmedo, hasta que sus dedos se encontraron con la curva de las nalgas, firmes, redondas, abiertas por la postura. El pudor desapareció como una tela arrancada. Daniela dejó la esponja y siguió con la mano desnuda, rozando, explorando. La piel de Jimena se erizaba bajo sus dedos.

La tensión creció, pesada, inevitable. Daniela sintió que el calor le subía desde el vientre, que su propio cuerpo reclamaba. No era ternura lo que transmitían sus manos, sino un hambre nueva, desordenada. Jimena abrió las piernas apenas, invitando sin mirarla, y la orden muda era más fuerte que cualquier palabra.

Daniela la tocó entonces con torpeza febril, con una mezcla de miedo y deseo. Jimena exhaló un gemido breve, grave, que retumbó en las paredes como un rezo invertido. Daniela continuó, guiada por el ritmo húmedo, hasta que el cuerpo de Jimena comenzó a tensarse, a convulsionar suavemente bajo sus manos.

La mirada de Daniela se alzó un segundo: Jimena la observaba ahora, los ojos abiertos, fijos, con una intensidad que la atravesaba. No era gratitud ni ternura lo que brillaba en ellos, sino dominio. El gozo de ser mirada mientras gozaba.
Cuando el cuerpo de Jimena se arqueó en un estremecimiento final, Daniela apartó la mano, empapada, temblorosa.

El silencio que quedó fue tan denso como el vapor. Jimena se incorporó, con calma, como si nada hubiera sucedido.


—Sécame —ordenó simplemente.

Daniela obedeció, secando con una toalla el cuerpo desnudo de su señora, con las piernas temblando y el corazón golpeando como un tambor.

Y todo el tiempo, en su cabeza, seguía resonando aquel gemido.

*​

Las mañanas en La Salamandra amanecían siempre envueltas en un velo de misterio. A veces era neblina, otras polvo fino que el viento arrastraba desde la caña, otras un zumbido de insectos que parecía preludio de algo por ocurrir.

Para Daniela, cada día era un descubrimiento: el chillido áspero de las guacamayas en el campanario, el olor dulzón del café recién molido, las sombras largas de los trabajadores cruzando el patio con el amanecer aún fresco.

El caserío bullía desde temprano. Niños descalzos corrían entre gallinas; mujeres reían a carcajadas mientras lavaban ropa en pilas de piedra, golpeando con fuerza las telas; los hombres discutían sobre el precio del maíz y la posibilidad de una tormenta. Daniela iba y venía, siempre observada, siempre algo aparte, como si aún cargara consigo la marca de la recién llegada.

La casa principal, en contraste, parecía un templo en perpetua vigilia. Sus pasillos eran largos y resonaban huecos; las puertas altas se abrían como bocas oscuras; los retratos de los antepasados seguían con la mirada a quien osara pasar. Daniela caminaba allí con pasos cortos, obedientes, temiendo despertar a los ecos que parecían dormitar en los muros.

Jimena aparecía y desaparecía en ese escenario con la elegancia de un espectro. Nunca alzaba la voz; apenas un gesto de su mano bastaba para que Daniela comprendiera la orden. Y sin embargo, cada vez que Jimena se inclinaba a murmurar algo, el calor de su aliento en la nuca la dejaba sin aire. En el silencio de las habitaciones, los vestidos de Jimena olían a gardenia marchita y a humedad, y ese aroma se impregnaba en la memoria de Daniela como un tatuaje invisible.

La rutina era inagotable: limpiar las baldosas con agua y cal, preparar confituras de guayaba, coser sábanas rasgadas, llevar bandejas al comedor donde los patrones almorzaban bajo el sonido constante de las moscas contra los ventanales. Afuera, las montañas seguían vigilantes.

Esa mañana, sin embargo, corrían rumores distintos: la feria ambulante llegaría al valle. Campesinos hablaban de músicos, trapecistas, bestias amaestradas. Había en sus palabras un nerviosismo festivo, como si la feria trajera consigo no solo entretenimiento, sino también un desequilibrio secreto que todo el pueblo necesitaba.

Daniela escuchaba, pero no participaba. Ella tenía otra inquietud: la presencia constante de Jimena. Era imposible ignorarla. En el baño, en los corredores, en el patio de las buganvillas. A veces Daniela sentía una mirada clavada en su espalda mientras fregaba, y al volverse encontraba a Jimena de pie, inmóvil, con una sonrisa apenas insinuada, como quien conoce un secreto.

*​

Daniela salió del zaguán con la falda todavía húmeda en el dobladillo, pues había estado fregando desde temprano. El sol del mediodía caía pesado, pero el aire traía un respiro fresco desde el río. Decidió caminar un poco, tomar la vereda que bordeaba los cafetales y dejarse llevar por la curiosidad.

El caserío bullía a esa hora: los niños corrían tras un perro famélico que llevaba un hueso entre los dientes, las gallinas picoteaban cerca del corral, y en medio de todas, una más vieja que las otras daba vueltas en círculo, como extraviada.

—Es la gallina ciega —le murmuró una criada a Daniela, al verla detenerse—. Pone huevo justo a la hora del primer repique.

Otra, que pelaba habichuelas en un banquillo, se echó a reír.

—Ciega, pero no tonta. Ve lo que nosotras no.

Daniela se alejó con una sonrisa que no supo si era nerviosa o incrédula. Cruzó el patio donde un ceibo viejo levantaba su copa inmensa. Había escuchado que, en las tormentas, ese árbol repetía las palabras de quienes habían hablado a su sombra. Cerró los ojos y se atrevió a susurrar: madre. El silencio le devolvió sólo un zumbido de insectos, pero un escalofrío le recorrió la espalda, como si alguien hubiese respondido demasiado bajo para ser oído.

Más abajo, hacia el cauce, el cielo se fue cubriendo de nubes plomizas. Los primeros truenos sonaron como tambores y pronto una lluvia gorda se desató sobre los sembradíos. Daniela se cubrió la cabeza con el delantal y echó a correr, pero se detuvo al sentir chapoteos a su alrededor. Eran peces diminutos, plateados, que caían junto a las gotas y se agitaban en el barro, abriendo y cerrando la boca como si pidieran socorro. Los niños del caserío los recogían a puñados para lanzarlos de nuevo al agua.

En la orilla se encontró con el abuelo Arístides, el anciano, sentado bajo un toldo improvisado.

—Hasta los peces se equivocan de cielo, niña —dijo con voz ronca—. Pero lo del río es más viejo. Aquí rezan las culebras cuando la siesta aprieta.

Daniela, incrédula, se inclinó a escuchar. El fragor de la lluvia parecía cubrirlo todo, y sin embargo un silbido largo, profundo, se deslizó entre los matorrales. Ella juraría que aquel silbido arrastraba sílabas, como si alguien estuviera en efecto rezando muy despacio, o llamándola por su nombre.

Cuando el aguacero amainó, el río corría crecido y espumoso. Allí, flotando sobre la corriente, bajaban velas encendidas, docenas, quizá cientos, que nadie parecía haber soltado. Sus llamitas permanecían firmes a pesar del vaivén del agua.

Daniela las siguió con la vista, hipnotizada, hasta que desaparecieron entre los meandros del valle. Sintió una tristeza ajena y antigua, como si hubiera asistido a un entierro sin comprender de quién.

Regresó a la casa empapada, con los zapatos llenos de barro, y con el corazón aún alterado por aquello que había visto y oído: la gallina que sabía la hora, el ceibo que escuchaba secretos, los peces perdidos en la tormenta, las culebras murmurantes, las velas sin dueño. Todo ello le pareció parte de un mismo idioma, misterioso y cerrado, que La Salamandra le enseñaba a cuentagotas, como una iniciación lenta e inevitable
.
*​

La tarde de San Juan comenzó a llenarse de guitarras y voces mucho antes de que el sol se hundiera tras las colinas. La hacienda entera parecía haberse sacudido la piel de polvo y cansancio para vestirse de fiesta. En el corral mayor, los peones encendían hogueras con ramas de guayabo, cuyo humo azulado perfumaba el aire con un olor dulce. Una ternera entera giraba lentamente sobre un asador improvisado, chisporroteando su grasa que caía como lluvia ardiente sobre las brasas, levantando llamaradas que bailaban al compás de los cantos.

Daniela, ataviada con un vestido sencillo
que apenas realzaba su figura, ayudaba a las mujeres en los preparativos. Repartía pan casero en cestas de mimbre, llenaba jarras de vino tinto, y escuchaba a las muchachas del caserío entremezclar chismes con risas nerviosas. Le fascinaba aquella sensación de que la hacienda, tan solemne y cargada de sombras durante el día, se transformaba en la noche en un escenario palpitante, donde las paredes parecían latir como un corazón gigante.

Los campesinos, curtidos por el sol y la tierra, iban llegando en grupos, con sus familias, los niños descalzos corriendo entre los perros, las mujeres con trenzas brillantes y pañuelos de colores. Los músicos afinaban violines y guitarras bajo una parra que parecía más frondosa de lo habitual, como si la misma naturaleza quisiera ser parte de la fiesta.

Cuando el reloj de pared de la mansión marcó las nueve, aparecieron los dueños. Sebastián, impecable con su chaqueta oscura, saludó con la formalidad de siempre, pero era Gabriela la que atraía todas las miradas. Llevaba un vestido verde que parecía hecho de hojas frescas, y el cabello suelto, ondulado, como si el viento lo hubiera peinado. Avanzaba con un aire casi infantil, saludando a todos, riendo con espontaneidad, regalando palabras amables que sorprendían por su calidez.

—¡Que todos coman bien! —dijo alzando su copa de vino—. Esta noche La Salamandra abre sus puertas

Un aplauso y un coro de vivas retumbaron en el patio. Daniela, observándola, sintió algo extraño: una mezcla de ternura y fascinación, como si Gabriela se encendiera por dentro al contacto con la multitud, mostrando una generosidad que pocas veces asomaba en los días rutinarios de la hacienda.

*​

El primer acorde de guitarra dio inicio al baile. Los hombres zapateaban fuerte sobre las losas del patio, levantando polvo que se mezclaba con el humo de las hogueras. Las mujeres giraban con faldas de colores, y los niños formaban ruedas, gritando canciones inventadas.
Gabriela tomó a Daniela de la mano y la arrastró hacia el centro.

—Vamos, muchacha, nadie escapa al baile esta noche.

Daniela intentó resistirse, pero la risa de Gabriela era contagiosa. Giraron entre los campesinos, y por un instante la criada sintió que flotaba, que no había diferencia entre señora y servidumbre, que ambas eran dos mujeres en medio de una fiesta de verano, envueltas en música y risas.

—Tienes pies ligeros —dijo Gabriela, acercándose a su oído—. No como yo, que tropiezo hasta con la sombra.

Daniela sonrió, aunque sintió el roce cálido de su aliento como un secreto compartido. La música se aceleró, y ambas giraron hasta quedar sin aliento, apoyándose una en la otra, riendo con la complicidad de quien se reconoce por primera vez.
*​

La ternera estaba lista, y el olor inundaba el patio. Los hombres la cortaban en grandes trozos que repartían en platos de barro. Había vino derramándose en vasos de lata, pan partido con las manos, quesos frescos y frutas dulces de pulpa tersa. Todo se comía con un apetito ancestral, como si la abundancia fuera también una forma de honrar a la tierra.
Daniela, con la boca aún impregnada del sabor ahumado de la carne, miró a Gabriela repartir pedazos de asado con a misma dedicación que una campesina más. La señora se ensuciaba las manos, reía cuando el jugo le manchaba el vestido, y alzaba la copa de vino con naturalidad, brindando con peones y muchachas por igual.

—Esta noche todos somos familia —dijo con una sonrisa amplia, y hubo un murmullo de aprobación entre los trabajadores.

Pero en medio de aquella generosidad, Daniela notó también un destello errático en Gabriela: bebía con avidez, reía demasiado alto, y en un momento, abrazó a un niño campesino tan fuerte que lo asustó. Después lo soltó y rompió a llorar, para acto seguido volver a brindar con carcajadas. Había en ella una fragilidad galvánica, como si dentro de su cuerpo ardiera una chispa peligrosa.
*​

La música continuó hasta entrada la madrugada. Hubo un instante en que todos callaron: una bandada de luciérnagas cruzó el patio como una procesión luminosa, y los campesinos se santiguaron murmurando augurios. Gabriela levantó la mano hacia las luces, como queriendo atraparlas.

—Son almas viejas que vienen a mirar la fiesta —dijo con solemnidad repentina, y por un instante nadie se atrevió a contradecirla.

Daniela sintió un escalofrío: el aire estaba espeso de humo, sudor y música, pero en el centro de la noche había algo más, algo que parecía despertar entre los muros de la hacienda.

El baile continuó, pero ya con otro aire: más lento, más pesado, como si todos bailaran acompañados por los fantasmas de los antiguos.

Cuando la fiesta se apagó y las últimas brasas se consumían, Daniela acompañó a Gabriela hasta la entrada de la mansión. La señora, con el rostro iluminado por la luna, la miró con una mezcla de dulzura y extravío.

—Gracias por bailar conmigo, Daniela.

La joven no supo qué responder. Pero en lo profundo de su pecho, entendió que había visto algo esencial: que Gabriela era un torbellino de generosidad y locura, de ternura y oscuridad, y que ese torbellino la había elegido a ella como confidente, aunque fuese apenas por una noche.
*​

La fiesta había terminado. En el patio sólo quedaban rescoldos que titilaban como ojos cansados, y algún perro husmeando huesos olvidados. La música se había apagado hacía rato, y las risas se habían disuelto en el silencio de la madrugada.

Daniela recogía vasos vacíos en el corredor cuando sintió una voz suave detrás de ella.

—Ven conmigo.

Era Gabriela. Llevaba el vestido verde
arrugado, con manchas de vino y grasa, y el cabello suelto y enmarañado. Pero sus ojos, oscuros y húmedos, parecían más despiertos que nunca. La condujo hacia el balcón que daba al huerto, donde la brisa de la madrugada olía a tierra y a heno.

Se quedaron en silencio unos instantes, mirando la luna redonda que parecía posada sobre las colinas.

—¿Sabes, Daniela? —dijo al fin Gabriela, apoyándose en la barandilla de hierro—. A veces pienso que esta casa es un animal vivo, que nos devora poco a poco.
Daniela la miró, sin atreverse a responder.

—Míralos —continuó Gabriela, señalando hacia el caserío apagado—. Todos ha bailado, comido, reído, … Pero cuando se apaga la música, vuelven a ser sombras. Y yo me quedo aquí, atrapada en estas paredes.

Su voz temblaba, aunque sonreía como si quisiera disimularlo. Daniela, movida por una compasión inesperada, se acercó un poco más.

—Esta noche todos parecían felices gracias a usted, señora.

Gabriela se volvió hacia ella, riendo bajito.

—No me llames señora cuando estamos solas. Hazlo como en el baile.

Daniela tragó saliva.

—Gabriela.

El nombre sonó extraño en sus labios, como si nunca antes lo hubiera pronunciado con tanta intimidad. Gabriela la sostuvo con la mirada, y por un instante pareció más niña que mujer, como si ocultara un desamparo antiguo.

—Siento que me estoy volviendo loca, Daniela. Que la casa me habla, que las paredes respiran. Y lo peor es que… no me asusta.

Daniela bajó la mirada, pero la brisa le llevó el perfume de su cabello, un aroma dulce mezclado con humo y vino. Había algo magnético en aquella confesión, como si Gabriela le hubiera entregado una llave invisible.

De pronto, Gabriela le tomó la mano. Sus dedos eran fríos, pero su apretón firme, casi desesperado.

—Prométeme que si un día me hundo en esa locura, tú no me dejarás sola.

Daniela asintió sin pensar, con un nudo en la garganta. Gabriela sonrió, aliviada, y miró de nuevo la luna.

—Mira qué redonda está. Mi madre decía que cuando la luna está así, las mujeres de la casa no duermen… porque los sueños vienen a reclamar lo suyo.

Daniela sintió un estremecimiento, y alzó la vista: la luna brillaba enorme, como un ojo blanco que vigilaba todo. En el silencio de la madrugada, se sintió atrapada en una intimidad que no entendía, entre el deseo de huir y la necesidad de quedarse.

Cuando Gabriela soltó su mano y entró en la mansión tambaleando, Daniela permaneció en el balcón, mirando la luna hasta que las primeras luces del amanecer comenzaron a borrar su fulgor.

Y en su pecho, como un secreto recién nacido, algo ardía en silencio.
 
Esa tarde, el calor era insoportable. Daniela llevaba la ropa pegada a la piel, el cabello húmedo, la garganta reseca. Fue al lavadero, buscando refrescarse con el agua fría que caía de la cañería de hierro. Arremangó la falda, se inclinó sobre la pila, dejó que el chorro le corriera por los brazos. Cerró los ojos un instante, disfrutando de la soledad.. porque creía estar sola, con el zumbido de los insectos y el chorro constante de la cañería como único ruido. Entonces sintió la sombra y, de inmediato, el contacto: dos manos que se posaban con firmeza sobre su cintura.

No hubo palabras. Solo la respiración de Jimena, contenida, como un fuego que por fin se desata. Daniela quiso erguirse, pero el peso de esas manos la mantuvo arqueada, los brazos tensos apoyados en la piedra. La tela áspera de la falda se alzó más, hasta descubrir la ropa interior, que Jimena bajó con una lentitud calculada, dejando al aire la piel clara de las nalgas y el sexo húmedo por el calor del día.

La mirada de Jimena devoraba cada pliegue, cada sombra, cada imperfección. Vio la hendidura marcada en la carne blanda por la tela, la piel enrojecida por el roce, el temblor nervioso de los muslos. Daniela se sintió desnuda incluso antes de estarlo del todo, sentida hasta el hueso bajo esos ojos que no pestañeaban.

El primer contacto de la lengua fue abrupto, directo, entre las piernas. Daniela se aferró al borde de la pila, sorprendida por la humedad tibia, por la violencia súbita de ese gesto. No hubo cortesía, solo hambre. Jimena separaba con los dedos la carne tierna, la abría con una frialdad meticulosa, y Daniela sentía cómo cada nervio de su cuerpo respondía con espasmos que no podía controlar.
El olor del sexo llenó el aire, mezclado con el de la ropa enjabonada y el sudor. Jimena lo aspiraba como quien huele un fruto demasiado maduro, a punto de estallar. Su lengua no pedía permiso: recorría, presionaba, lamía con una determinación febril, como si quisiera arrancar el alma de Daniela desde el centro mismo de su carne.

Daniela, al principio rígida, empezó a dejarse caer sobre la pila. Las piedras ásperas se le clavaban en el vientre, pero el molesto roce quedaba opacado por esa corriente brutal que le recorría desde las caderas hasta la nuca. Los muslos le temblaban, y un jadeo bajo, casi animal, se le escapó de la garganta.

El mundo se redujo a sensaciones concretas: el frío de la cañería contra su antebrazo, el calor pegajoso en la nuca, el aire cargado que olía a sexo abierto, y la lengua incansable de Jimena que la sometía sin palabras. Cuando llegó el orgasmo fue como una descarga eléctrica: rápido, devastador, con espasmos que le sacudieron las piernas y le hicieron morderse la mano para no gritar.

En ese instante, mientras Daniela jadeaba, medio derrumbada sobre la piedra, las trompetas sonaron a lo lejos. Era la feria que entraba al valle, fanfarrias de otro mundo que parecían celebrar y ridiculizar a la vez la intimidad del lavadero. Daniela, con las piernas aún abiertas, sintió que la música le atravesaba el cuerpo como un eco grotesco de su propio temblor. Los tambores retumbaban como un anuncio divino, y los colores de las banderas asomaban tras las lomas. Daniela, jadeando, sintió que todo —el deseo, la vergüenza, la culpa, la violencia y la belleza— se mezclaban con esa fanfarria carnavalesca que estallaba en el aire. Y supo que algo había terminado y algo había comenzado.
 
La feria descendió al valle como una tormenta con tambores. Primero se oyó la música lejana, un soplo de trompetas oxidadas que parecía confundirse con el graznido de los cuervos. Luego llegaron los carros: carromatos pintados con colores descascarados, jaulas de monos flacos que chillaban como almas perdidas, mujeres con labios pintados de un rojo violento y faldas manchadas de polvo. Había gigantes encorvados, un enano que repartía volantes con manos de niño y voz de anciano, y una adivina ciega que movía sus ojos en blanco como si mirara un horizonte secreto.

La feria entró a las hacienda como un vendaval de polvo y música descompuesta. Desde temprano se escucharon por el camino grande las campanas oxidadas de las carretas, el rechinar de los ejes y los gritos desentonados de los feriantes, que anunciaban su llegada con cuernos de carnero y cencerros atados a los caballos flacos. El aire olía a melaza, a caramelo, a especias, a pólvora, a carbón, como si la procesión arrastrara consigo los restos de todas las fiestas del mundo.

Daniela, subida a la tapia del corral, fue la primera en verlos pasar junto a la mansión, una comparsa de hombres y mujeres envueltos en harapos de colores, con rostros tiznados, algunos con máscaras que imitaban bestias, otros con cicatrices verdaderas que parecían pintadas. Una mujer barbuda agitaba un abanico roto; un niño cojo hacía sonar un tambor de lata; detrás, un perro sin cola corría como si dirigiera el desfile.
En la casa el eco de la feria se filtró como una amenaza. Sebastián interrumpió el desayuno para asomarse al corredor. Fruncía el ceño, desconfiado de los forasteros que iban a revolver la calma de su valle. Gabriela, en cambio, sintió un estremecimiento secreto. Había en aquella música vulgar y en esas voces rotas algo que la arrancaba de su estupor lánguido, como un llamado oscuro. Jimena sonrió apenas, con los labios apretados, como si reconociera en la feria una fuerza gemela a la suya, un desorden fecundo, un apetito sin nombre.

La música, los gritos y el retumbar de los tambores se mezclaron con los recuerdos de Daniela, que aún llevaba en la piel el ardor del lavadero. Cada carcajada que venía del camino le parecía un susurro obsceno de Jimena; cada redoble, un eco de su propio cuerpo temblando en silencio.

Esa tarde, cuando la feria esparció sus telas y maderas de colores en medio del campo junto al ceibo grande, La Salamandra quedó sitiada por un resplandor extraño, como si el mundo de afuera hubiese invadido el recóndito valle. Nadie quería dormir temprano. Los campesinos bajaron en fila a probar suerte en las primeras rifas; los niños se escabulleron con monedas robadas; las mujeres se santiguaban al ver a los charlatanes que recorrían el caserío prometíendo adivinar el futuro en las manos o en el humo.

Y en la casa grande, cada cual sintió que algo se había abierto.

*​

Al atardecer, los niños del caserío corrieron alrededor de los carromatos, gritando, tocando los caballos famélicos, oliendo el azúcar quemada que ya comenzaba a hervir en los calderos. Los campesinos hablaban de malos augurios. “Las ferias siempre traen sombra”, murmuraban, recordando huracanes y muertes pasadas.

En la hacienda, Gabriela se asomó desde el balcón con un gesto expectante. El ruido de la feria llegaba como una bofetada a la quietud de los corredores. Sebastián, sentado en su sillón de cuero, se removió inquieto, mascando un puro sin encenderlo. “Ese gentío no trae más que desgracia”, dijo, sin mirar a nadie.
Daniela, en cambio, sintió que el mundo entero se abría de golpe, como un cofre. Tenía en la piel aún la memoria ardiente de Jimena: las manos fuertes, el olor a jabón rancio del lavadero, el temblor de su propio cuerpo rendido. Miró hacia el polvo levantado por los carromatos y le pareció que todo aquello era una prolongación de lo ocurrido, un carnaval oscuro que venía a burlarse de su vergüenza.

Jimena apareció en la galería, con un vestido claro que dejaba ver, a contraluz, las líneas secretas de su cuerpo. Sonrió apenas, viendo a Daniela, y la muchacha bajó la cabeza con un estremecimiento.
La música de feria, chirriante y brutal, se metió entre ambas como una lengua sucia.

—Parece que nos traerán diversión —dijo Gabriela, con voz perezosa.

—Diversión para los pobres —respondió Jimena, seca, apretando el abanico contra su falda, pero con los ojos encendidos.

*​

Esa noche, la feria prendió sus bombillas en guirnaldas multicolores y sus fuegos artificiales improvisados. Desde La Salamandra se veían los destellos verdes y violetas reflejados en las ventanas, como si espíritus invisibles rondaran la mansión. Los perros aullaron, las gallinas se agitaron en sus gallineros, y en los establos los caballos pateaban el suelo como presintiendo un desastre.

Daniela, después de la cena, Salió al patio a contemplar la lejana barahúnda.Cada estallido de cohete le devolvía, en la penumbra, la imagen del cuerpo de Jimena sobre el suyo, ese jadeo brutal mezclado ahora con la risa grotesca de los feriantes. Cuando se giró para entrar en la casa, vio algo imposible. Una mariposa negra del tamaño de una mano revoloteando en medio de la noche, como si viniera a posarse en su pecho.

*​

Gabriela, incapaz de resistirse, se vistió con un vestido ligero de algodón y pidió a Sebastián bajar a la feria. Él se negó.

—No quiero que te mezcles con esa gentuza.

—Hace meses que no salgo de aquí —replicó ella, con un temblor en la voz que no era solo rabia.

El silencio que siguió fue espeso. Jimena, que hasta entonces había permanecido recostada en el sofá del corredor, intervino con voz untuosa:

—Déjala ir, hermano. Tal vez la feria le devuelva el color. Yo la acompaño.

Sebastián la fulminó con la mirada, pero no dijo más.

Daniela, mientras tanto, se escabulló a la cocina. El eco de la discusión le había hecho latir el corazón con fuerza, como si ella misma hubiera sido descubierta en falta. Mientras encendía la lámpara de queroseno, escuchó pasos detrás. No necesitó volverse para saber que era Jimena.

La señora se acercó sin decir palabra, demasiado cerca, hasta que el roce de su falda tocó la piel desnuda de la criada. Daniela apretó los dientes, el cuerpo rígido.

—¿También tú quieres ir a la feria? —susurró Jimena, rozándole el cuello con la voz.

Daniela asintió sin hablar.

—Pues yo te llevaré. Pero con la boca
callada.

*​

Las tres salieron al camino. El aire estaba espeso, cargado de humo de leña y pólvora, y el murmullo del caserío se confundía con risas agudas y chillidos de animales. A lo lejos, la feria era un círculo ardiente en medio del valle.

Daniela caminaba unos pasos detrás, con los ojos abiertos como un animal asustado. La música de acordeón y tamboril se mezclaba con voces que ofrecían milagros.

—¡Aquí verán al hombre que resucita gallinas!

—¡Pasen, pasen, a la carpa del sueño eterno!

Gabriela se detuvo ante un puesto donde una adivina de piel ceniza agitaba un mazo de cartas grasientas. Sus ojos parecían vidriosos, pero se clavaron en ella como cuchillos.

—La señora carga sombras —dijo la gitana, sin que Gabriela hubiese abierto la boca—. Tres sombras la rondan, pero solo una la sigue fiel.

Gabriela se estremeció y quiso marcharse, pero Jimena, divertida, mostró unas monedas.

—Léeme a mí, bruja.

La mujer barajó con lentitud, volteó una carta que mostraba una torre ardiendo y luego otra con un diablo cornudo.

—La tuya es hambre. Hambre que no se sacia.

Jimena se inclinó, carcajeó de un modo que incomodó a todos alrededor, y le posó las monedas en la mano de la bruja con gesto alegre.

—Al menos no mientes.

Siguieron andando entre barracas. Un charlatán mostraba una serpiente enrollada en su cuello; una mujer barbuda se peinaba ante un espejo, indiferente al público; un perro sin patas delanteras saltaba sobre ruedas de madera. La gente reía, gritaba, se empujaba.
Gabriela, sofocada, se aferraba al brazo de su cuñada. Daniela iba detrás, atrapada entre el bullicio y la cercanía de Jimena. Cada vez que el gentío las apretaba, sentía las manos de la señora buscarla bajo la excusa de apartarla del tropel. Un roce en la cintura, un apretón en la cadera. Daniela enrojecía, sin osar siquiera a hacer ademán de apartarse.
Frente a una barraca de espejos deformantes, Gabriela se quedó mirando
su figura multiplicada y torcida.

—Mírame… ya ni sé quién soy —dijo con un hilo de voz.

Jimena, a su lado, la abrazó con falsa ternura, aunque sus ojos estaban puestos en Daniela.

—Eres todas y ninguna. Eso es lo que no entiendes.

Daniela, al borde del llanto y el temblor, bajó la vista, intentando concentrarse en los reflejos absurdos de los espejos: su cuerpo alargado, su cara reducida a un óvalo grotesco, su sombra fragmentada en diez. La feria seguía rugiendo a su alrededor, pero para ella todo se había reducido a ese triángulo sofocante: la fragilidad dolida de Gabriela, la sonrisa posesiva de Jimena y su propio cuerpo atrapado en medio.

*​

El gentío comenzó a agruparse en torno a una carpa mayor, adornada con banderines descoloridos. Un pregonero con sombrero raído gritaba hasta enronquecer.

—¡Vengan, vengan! ¡La mujer que duerme sobre cuchillas! ¡El hombre que escupe fuego! ¡El milagro de lo imposible!

Jimena arrastró a Gabriela y a Daniela hacia adentro, sin preguntar. El aire olía a sudor agrio y a parafina. Sobre el escenario, una mujer semidesnuda se tendía sobre un lecho de machetes relucientes. El público aplaudía, silbaba, gritaba obscenidades. La mujer, con los brazos extendidos, parecía entregada a un sacrificio.

Gabriela llevó las manos al rostro, horrorizada. Daniela, en cambio, no podía apartar los ojos. La piel de la acróbata parecía intacta, aunque bajo ella brillara el filo metálico. Jimena, notando el temblor en la criada, inclinó la cabeza hasta rozarle la oreja.

—¿Ves? Así se entrega una mujer de verdad. Sin miedo al corte.

Daniela tragó saliva, los ojos clavados en aquella carne que no sangraba. Una sensación de vértigo la invadió, mezcla de deseo y de espanto.

Después salió un hombre con antorchas encendidas. Tragó fuego y lo devolvió convertido en llamarada que iluminó la carpa. El público rugió. Gabriela se apretó contra el brazo de su cuñada, desfalleciente. Jimena la sostuvo con frialdad, como si sujetara una muñeca frágil, mientras con la otra mano buscaba el contacto furtivo de Daniela en la penumbra. La yema de sus dedos le apretó la palma, un gesto breve pero incendiario.

Cuando salieron al aire libre, las tres llevaban en el cuerpo la misma tensión, aunque cada una la cargaba de modo distinto: Gabriela con el pulso acelerado y los labios secos; Daniela con el estómago revuelto y un calor secreto entre las piernas; Jimena con una serenidad venenosa, como quien ha probado un triunfo íntimo.

El camino de regreso a La Salamandra fue silencioso. La feria seguía brillando a lo lejos, como un enjambre de luciérnagas endiabladas. Los cascos de los caballos resonaban huecos, y el polvo levantado parecía seguirlas como un espectro.

Gabriela, agotada, se apoyó en el hombro de Jimena durante el trayecto. Daniela caminaba detrás, cargando un canasto vacío, sintiendo que cada paso la acercaba a un abismo invisible. Jimena se volvió una vez, buscó sus ojos en la penumbra y le regaló una sonrisa.

Al llegar, la casa les recibió oscura, enmudecida. Los hombres dormían ya, pero en los corredores quedaba el eco de la música, filtrándose por las rendijas como un embrujo. Daniela encendió la lámpara de la cocina con manos temblorosas. Jimena pasó detrás de ella y, sin testigos, la rozó apenas en la espalda baja con la palma abierta, como quien marca a una posesión.

—Descansa, niña. Mañana la feria seguirá, y aún tenemos mucho que ver —murmuró con voz suave.

Daniela cerró los ojos. El resplandor de los cuchillos seguía ardiendo en su memoria.
 
El sol del día siguiente caía a plomo sobre los cafetales, y la hacienda olía a tierra húmeda y bagazo fermentado. Daniela estaba inclinada en el patio, refregando con jabón la ropa de los señores en una batea de madera. El agua se enturbiaba con espuma amarillenta, y cada golpe contra la piedra resonaba como un latido seco.

No oyó los pasos hasta que ya fue tarde. Jimena estaba detrás de ella, con el vestido claro pegado al cuerpo por el calor. Su sombra se proyectaba sobre el agua jabonosa.

—Trabajas mucho para tan poca paga, muchacha —dijo con voz suave, casi distraída.

Daniela no contestó. Siguió restregando, aunque las manos le temblaban dentro del agua. De pronto sintió la mano de Jimena, fría, abrirse paso por debajo de su falda, firme, descarada, hasta posarse en la curva de las nalgas húmedas por el sudor. Daniela se arqueó, un jadeo breve escapó de su garganta.

—Shhh… —murmuró Jimena contra su oído, inclinándose—. Hoy no habrá testigos. Esta noche iremos a la feria tú y yo solas. Quiero que veas cosas que no se muestran a cualquiera.

Sus dedos apretaron, demandantes, posesivos, dejando en la piel de Daniela una marca invisible. La joven cerró los ojos, entre la vergüenza y un estremecimiento que la desarmaba.
Jimena rio bajo, rozándole la mejilla con los labios, como si sellara un pacto secreto. Luego retiró la mano, dejándola con el temblor en las piernas y la respiración rota.

—Lava bien esas sábanas, niña. Esta noche déjalas limpias para que los santos duerman tranquilos.

Y se alejó, caminando despacio, con el mismo compás seguro con que una fiera se retira del agua después de beber. Daniela quedó sola, arrodillada frente a la batea, con el cuerpo aún encendido y el eco de aquella promesa ardiéndole por dentro.

*​

La feria olía a aguardiente y frituras rancias. Bajo los farolillos los cuerpos se mezclaban en una penumbra viscosa. Hombres con sombreros grasientos empujaban a sus mujeres hacia las carpas, riéndose con dientes amarillos; niñas con vestidos de encaje sucio perseguían a un oso encadenado que avanzaba cojo, sacudiendo un cascabel oxidado.

Un charlatán de voz nasal gritaba desde lo alto de una tarima
.
—¡Vengan, vengan a ver al hombre con cabeza de perro, nacido de un pecado mortal! ¡Una criatura de la frontera entre los mundos!

Dentro, tras un telón mugroso, no había monstruo, sino un adolescente famélico con una máscara de cuero mal cosida. Sus ojos, sin embargo, brillaban de un modo antinatural, como brasas húmedas, y Daniela, que había seguido al grupo con disimulo, sintió un escalofrío recorrerle el espinazo. Esos ojos parecían mirarla a ella sola, atravesándola, como si la reconocieran de antes.

Más allá, en la carpa de los espejos, Jimena se reflejaba multiplicada, cuerpos alargados, torsos deformados, bocas que se reían en todas direcciones. Daniela entró tras ella, atraída por un impulso que no pudo detener. El aire olía a hierro y a canela. Jimena, sin girar, dijo en voz baja.

—Todos tus rostros están marcados.

Daniela tembló; en el espejo, su reflejo tenía sangre en la boca.

En otra esquina de la feria, un anciano con un loro desplumado lanzaba profecías que decía leer en unos huesitos mohosos. La gente reía de sus augurios, pero cuando Daniela pasó, el loro chilló de repente en un castellano ronco.

—¡Hermana! ¡Hermana!

El anciano se persignó, la miró fijo y bajó
la voz.

—No le haga caso, patroncita. Los loros repiten lo que escuchan en sueños.

La música de la banda, hecha de trompetas desafinadas y tambores agujereados, se mezclaba con los gritos de los borrachos. Una mujer gorda, de pechos colgantes y falda corta, bailaba sobre una tarima de madera, girando con un erotismo grotesco, mientras hombres se peleaban por tocarle los tobillos. La risa de ella era como un chillido de cerdo.
Daniela sintió que el aire se espesaba, que cada sonido y cada gesto eran demasiado intensos, como en un sueño febril. Jimena la tomó del brazo sin preguntar y la condujo a la sombra de una carpa cerrada. Dentro, en la penumbra, había un olor a animales y a carne cruda. Daniela oyó un susurro: era un jaguar enjaulado, de ojos dorados, que la observaba inmóvil, con un silencio terrible.

Cuando Jimena posó su mano en la nuca de Daniela, el jaguar gruñó, bajo y grave, como si reconociera un parentesco secreto.

El jaguar respiraba con un ritmo grave, como un tambor oculto. Sus ojos, amarillos y húmedos, se clavaban en Daniela, que apenas podía moverse. Jimena la sostuvo del brazo con la firmeza de una dueña que conduce a su animal hacia el sacrificio.

—Míralo —dijo, con voz ronca—. Te ve por dentro. Sabe lo que eres.

Daniela no respondió. El calor de la carpa era sofocante, un hedor de paja podrida, sangre seca y humo de lámpara de sebo. El rugido del felino coincidía con el temblor que aún llevaba en las piernas. Jimena se inclinó hasta rozarle el cuello con los labios, un gesto breve pero devastador.

Afuera estallaron cohetes, la feria rugía como un demonio desatado. Dentro, la muchacha se arqueó, atrapada entre el miedo del animal y la presión de la mujer. Cuando Jimena la mordió apenas en el hombro, el jaguar lanzó un bramido tan fuerte que la lona entera de la carpa se sacudió. Daniela se dobló de golpe, con un gemido ahogado, mientras la feria entera parecía estallar con ella.

Afuera, las luces de bengala pintaban el cielo de rojo y verde. En ese instante, Daniela creyó que el jaguar hablaba.

—No escaparás de ella.

Se apartó bruscamente, jadeando, y vio que Jimena sonreía, tranquila, como si lo hubiera previsto todo.

*​

Al salir de la carpa, la feria continuaba en un delirio creciente. En el centro de la plaza de tierra, un fakir atravesaba su lengua con agujas, mientras los campesinos lo vitoreaban con horror y fascinación. Un borracho se desplomó en el barro, convulsionando entre risas y gritos, y algunos juraron que de su boca salió un pájaro negro.

Daniela caminaba tambaleante, todavía impregnada del contacto de Jimena, sintiendo la mirada invisible del jaguar en la nuca. De pronto, entre los puestos de comida, la adivina ciega la detuvo, como si hubiera estado esperándola. La mujer levantó sus ojos blancos hacia el cielo y pronunció:

—Tres veces serás marcada. La primera ya fue. La segunda vendrá con sangre. La tercera será con fuego.

Daniela retrocedió, helada. La música subió de golpe, un acorde disonante de trompetas que parecía la carcajada de un diablo. Los campesinos bailaban en una orgía torpe de cuerpos sudorosos, los niños corrían con máscaras de papel maché que lloraban y reían al mismo tiempo, y las luces parpadeaban como si se apagaran y encendieran solas.

La noche de feria se prolongó hasta el amanecer, pero para Daniela todo quedó suspendido en un único vértigo: el jaguar, Jimena, la profecía. Un hilo invisible la ataba ya al corazón oscuro de La Salamandra, y el aire mismo parecía anunciar que lo peor estaba por llegar.

*​

La feria se marchó como había llegado: sin aviso, como un sueño que se deshace con la primera claridad. Al amanecer, las carretas comenzaron a rodar entre la bruma baja del valle. Los caballos flacos resoplaban con un cansancio antiguo, las ruedas chirriaban, y las telas de colores ondeaban en jirones, deslucidas por la lluvia de la madrugada.

Los campesinos que habían bajado en procesión las noches anteriores miraban en silencio, con la misma fascinación de quien contempla un entierro. Nadie se atrevía a despedirlos en voz alta, pero algunos niños corrían detrás de las carretas recogiendo clavos torcidos, papeles de colores, un zapato sin dueño.
Daniela, desde la ventana de la cocina, vio cómo la comparsa se alejaba. La mujer barbuda arrancándose los alfileres del moño y arrojándolos a la cuneta; el violinista ciego que seguía tocando, aunque nadie lo escuchaba ya; el perro sin cola que trotaba cojo detrás del último carro.

En el aire quedó un olor agrio a pólvora mojada y azúcar quemada, como la resaca de un festín demasiado largo. El valle parecía más grande y más vacío, como si los cerros hubieran crecido en una noche para tapar el paso de lo que nunca debió entrar.

Gabriela, en el corredor, suspiró con aire melancólico. Sebastián fingió indiferencia, pero mascaba silencio con los labios apretados. Solo Jimena sonreía, siguiendo con los ojos las carretas que se perdían entre los cañaverales, como quien guarda un secreto compartido con los fantasmas.
Cuando el último acordeón se apagó en la distancia, el valle recuperó su rumor habitual: los machetes en el cafetal, las gallinas en el corral, el viento entre las cañas de azúcar. Pero nada era igual.
Daniela se quedó un buen rato mirando el camino vacío, con el presentimiento de que aquello no era una despedida, sino un embrujo que seguiría latiendo bajo tierra, esperando el momento de volver a salir.

*​

El día siguiente amaneció con un aire turbio. El caserío entero estaba revuelto: niños con fiebre, hombres que juraban haber soñado con caballos de fuego, mujeres murmurando que el loro de la adivina había anunciado muertes.
En la cocina de La Salamandra, las criadas cuchicheaban sobre lo visto.

—Dicen que un campesino se fue al monte y no volvió.

—Dicen que el jaguar de la feria se soltó.

—Dicen que el río bajó rojo, como si hubiera sangrado.

Sebastián, más taciturno que nunca, había bajado a revisar los cafetales, pero volvió temprano, con el sombrero en la mano y los ojos enrojecidos. “Esa feria es un mal presagio”, dijo apenas, como si hablara consigo mismo. Nadie le respondió.

Jimena, en cambio, parecía revivir. Caminaba ligera, como si la feria hubiera alimentado un fuego secreto en ella. Cada vez que cruzaba a Daniela en los corredores, le lanzaba una mirada cargada de insinuaciones mudas. Daniela evitaba sostenerle los ojos, pero el temblor volvía a recorrerle el cuerpo.
Al caer la tarde, la música todavía resonaba en la distancia, un tambor suelto, un chillido de flauta, como si no terminara de extinguirse. Daniela, buscando alivio, se dirigió a la alberca. El agua quieta reflejaba el cielo púrpura, y el olor del jazmín se mezclaba con el frescor del anochecer.

Daniela se despojó de la ropa en el borde de la alberca, con una torpeza que no era pudor, sino la incomodidad de sentirse expuesta incluso ante el silencio de los árboles. Su cuerpo apareció menudo, de proporciones contenidas, como si aún guardara en los huesos la adolescencia reciente. La piel, clara y tensa, se veía frágil bajo la última luz del día, pero en esa fragilidad había una fuerza callada, un resplandor animal que se insinuaba en cada línea.

Tenía los hombros estrechos, huesudos, que se redondeaban en unos brazos finos, nerviosos. El pecho, pequeño y firme, se erguía apenas sobre la superficie del agua cuando entró de golpe, estremeciéndose; los pezones se endurecieron al contacto con el frío, como dos signos oscuros en la palidez. El vientre era liso, con una ligera hendidura que marcaba la delgadez de su talle, y que descendía hacia el pubis cubierto por un vello ralo y oscuro, casi infantil en su forma de insinuarse más que de esconder.

Las caderas, poco marcadas, le daban un aire de criatura no del todo formada, y sin embargo el movimiento del agua sobre sus muslos revelaba una sensualidad innata, inconsciente. Sus piernas, largas en proporción al resto del cuerpo, delgadas y tensas, se movían bajo la superficie con la lentitud de peces tímidos.

El agua estaba fría y la piel se le erizó de inmediato, pero en esa soledad sintió un instante de alivio: el cuerpo flotaba ligero, sin el peso de Jimena, sin la risa de los feriantes, sin el rugido del jaguar.

Daniela flotaba un instante, los cabellos mojados pegados al rostro, los labios entreabiertos como si bebiera el aire tibio de la tarde. En su desnudez no había artificio ni cálculo: era el cuerpo entero de una joven atrapada en el tránsito incierto entre la inocencia y la posesión, entre la timidez y el vértigo del deseo.

Fue entonces cuando sintió la mirada. Sebastián estaba allí, inmóvil en el corredor, y la fijaba con unos ojos tan pesados que parecían doblarle el cuerpo desde la distancia. El agua la cubría, sí, pero al mismo tiempo la traicionaba, porque cada ondulación delineaba con mayor crudeza el secreto de sus formas. Daniela se cubrió con los brazos, inútilmente: el silencio ya estaba roto por esa mirada que la desnudaba más que el propio baño..

Sebastián no se movió. Su sombra se alargaba sobre la pared como un árbol seco. Daniela sintió que algo irrevocable se abría en ese instante. Un nuevo deseo, un nuevo peligro, otro círculo oscuro que la atrapaba en La Salamandra.

*​

Partieron temprano, antes de que el sol cayera de lleno sobre los cafetales. Sebastián a la cabeza, serio en su montura oscura; Gabriela erguida, con gesto de señora, resguardada bajo un sombrero de ala ancha; Daniela detrás, sobre una yegua dócil, llevando las alforjas con fruta, agua y mantas; y al costado, Jimena, que parecía cabalgar como si perteneciera al paisaje, con una ligereza peligrosa en la mirada.

El sendero ascendía entre cañaverales y bosques húmedos. El aire se espesaba con olor a tierra mojada, y las cigarras lanzaban su zumbido interminable, como un hechizo. Daniela sentía el sudor corriéndole por la espalda y las piernas adoloridas por la silla; a ratos levantaba la vista y encontraba a Jimena observándola, con media sonrisa que era amenaza y promesa.

Al llegar al Mirador de la Viuda, el valle se abrió de golpe: un anfiteatro inmenso de colinas verdes y cañadas profundas, el río centelleando al sol como una serpiente herida que cruzaba la tierra de norte a sur. Los cafetales extendidos parecían escamas esmeralda, y la hacienda, al fondo, una criatura dormida, reptando en silencio.

Jimena alzó un brazo, solemne, y señaló hacia abajo, dirigiéndose a Daniela.

—Aquí fue donde todo empezó. Javier de Urcelay, nuestro antepasado, llegó desde Navarra, tras cruzar el océano en un barco de velas blancas. Subió hasta este punto y, al mirar el valle, dijo que era suyo. Aquí clavó la cruz y aquí invocó a los santos y a los demonios, porque ambos le respondieron. De ese gesto nació La Salamandra, con su poder y sus maldiciones.

Daniela escuchaba con un estremecimiento. El viento soplaba tibio, cargado de polen y cenizas invisibles. La voz de Jimena parecía un conjuro.

—Dicen que el valle se dejó domar, pero nunca fue de nadie. Míralo bien, niña. Es un reptil que se arrastra bajo nuestros pies. El río es su herida abierta. Y quienes vivimos aquí, apenas somos huéspedes en sus entrañas.

Sebastián mascaba en silencio una rama de caña, ajeno a las palabras de su hermana. Gabriela, exhausta por el calor, buscó sombra bajo un ceibo, y al poco tiempo se dejó vencer por el sopor. Sebastián también recostó la cabeza en el tronco y cerró los ojos, respirando pesado.

El calor de la siesta cayó sobre todos como un velo espeso. El aire parecía hervir, y la selva murmuraba con voces ocultas: hojas que se agitaban sin viento, insectos que zumbaban como si recitaran un rezo, ramas que crujían con un lamento animal.

*​

La sopor les atrapó como un peso de
plomo. Sebastián y Gabriela dormían bajo el ceibo, los sombreros cubriéndoles la cara, los cuerpos inmóviles en el abrazo del calor. Solo la selva parecía despierta, palpitando alrededor como un corazón vivo.

Jimena condujo a Daniela entre los árboles, sin pedirle permiso, arrastrándola con una mano firme en la nuca. La manta fue arrojada al suelo húmedo, y de inmediato las ropas comenzaron a caer.

Daniela sintió que no había escapatoria. Cada prenda arrancada era un desgarro de pudor, pero también un alivio insoportable. El aire le lamía la piel caliente, y el temblor de su cuerpo parecía un lenguaje sin dueño.
Jimena la empujó contra la tierra, y sus bocas se encontraron en un choque que fue más mordida que beso. Los labios ardían, se buscaban como si quisieran devorarse; las lenguas se entrelazaban con violencia, húmedas, urgentes, dejando un hilo salado entre las dos cuando se apartaban apenas para respirar.

Las manos de Jimena recorrían el cuerpo menudo de Daniela con una avidez de cazadora: apretaban sus pechos pequeños, los retorcían, hacían arder los pezones bajo la fricción. Daniela gemía, primero en protesta, luego en abandono, mientras las uñas dejaban trazos rojos en su espalda.

El vientre y los muslos de la criada temblaban bajo la presión del cuerpo mayor, y cada roce era un golpe eléctrico que la partía en dos. La selva acompañaba, insectos zumbando como un coro, ramas que se agitaban como brazos enloquecidos, pájaros que estallaban en gritos estridentes.

Jimena la abrió con brusquedad, como quien invade un territorio prohibido, y se lanzó sobre ella con la furia de un animal sediento. La lengua buscaba, lamía, bebía; Daniela se arqueaba hasta perder la noción de dónde terminaba su piel y comenzaba la tierra. Sus jadeos se mezclaban con los rugidos bajos de Jimena, que eran casi gruñidos.

No había ternura, solo carne contra carne, saliva, sudor, el olor agrio de la pasión mezclado con la humedad vegetal. Daniela sentía que su cuerpo era desgarrado y creado de nuevo al mismo tiempo. El placer la mordía como un veneno dulce, subiéndole por la columna, haciéndole gritar en un idioma desconocido.

El valle, abajo, parecía agitarse bajo un velo ardiente. El río brillaba como una cicatriz de mercurio. En la copa de los árboles, un enjambre de mariposas color hueso giraba en círculos, como si celebrara un rito.

El orgasmo llegó como un terremoto. Daniela gritó, con el rostro hundido en la manta húmeda, mientras Jimena la sujetaba con todo su peso, sin dejar de lamer y chupar, arañándole las caderas, devorándola. Fue un clímax salvaje, brutal, que pareció sacudir la selva entera.

Cuando el temblor pasó, Daniela quedó tendida, rota, con el sudor pegándole los cabellos a la frente y las piernas todavía crispadas. Jimena la miró desde arriba, con una sonrisa que era triunfo y amenaza.

Entonces, en medio del silencio, se oyó un crujido profundo, como un lamento de la tierra. Del follaje cayó un ave muerta, que se deshizo en polvo al tocar el suelo. Daniela abrió los ojos y supo que no había escapatoria. La hacienda, el valle, la selva, todo había sido testigo de su entrega, y la marca quedaba en su carne como una condena.
 
Días después, el crepúsculo había dejado la mansión envuelta en un silencio espeso, apenas roto por el lejano canto de las cigarras. Daniela se ocupaba de repasar las cortinas del salón principal, cuando Gabriela irrumpió ligera, con un chal blanco sobre los hombros. Sonreía con un aire caprichoso, como si acabara de salir de un sueño.

—Deja eso, muchacha, ven a sentarte con nosotras un momento. No todo va a ser fregar y sacudir —dijo con una dulzura que desarmaba, mientras se dejaba caer en un diván bordado.

Jimena ya estaba allí, recostada con la elegancia severa de quien manda sin hablar. Sus ojos oscuros la escrutaron de arriba abajo cuando Daniela obedeció, tímida, sentándose en el borde de una silla.

El aire olía a café recién hecho y a jazmines que Inés, la sirvienta mulata, había dejado en un jarrón. Durante un rato hablaron de cosas triviales, del tiempo, de los estragos de una pasada tormenta, de los animales en los corrales. Gabriela contaba pequeñas anécdotas con un entusiasmo infantil, y hasta Jimena, rígida y mordaz, parecía suavizarse bajo esa luz cálida.

—Eres una chica aplicada, Daniela —dijo Gabriela, tocándole la mano de pronto—. Cuando sonríes, hasta las paredes parecen menos sombrías.

Daniela bajó la vista, turbada. Jimena, desde el otro extremo, no apartó los ojos. Había en su mirada algo duro, pero también una intensidad que quemaba.

*​

Con el correr de la charla, las tres mujeres fueron desnudando recuerdos. Gabriela hablaba de una infancia entre muros fríos y pasillos interminables, de la soledad que la había acompañado como una hermana muda. Jimena recordaba, con un dejo de ironía, las exigencias del apellido, las lecciones que había recibido de niña sobre cómo ser dueña y guardiana de una herencia que parecía más un peso que un privilegio.

Daniela escuchaba con respeto, sin atreverse a interrumpir. Ellas, sin embargo, la arrastraban una y otra vez a la conversación, preguntándole por su pueblo, por su madre difunta, por su padre desconocido, por el hospicio, por las canciones que había aprendido en la infancia.

En algún momento, Gabriela se levantó, riendo, y fue a buscar una botella de licor dulce. Sirvió copas generosas, y la conversación se volvió más ligera, salpicada de confidencias femenina sobre los hombres, sobre la tristeza de no poder elegir, sobre los cuerpos que cambian con los años y los secretos que una mujer guarda en la piel.

Daniela sintió algo extraño. Por primera vez, no era una criada, sino parte de un círculo íntimo y secreto.

*​

La velada se fue oscureciendo, y Gabriela, fatigada de tanto hablar, se excusó con un bostezo y se retiró a sus habitaciones. Quedaron solas Daniela y Jimena.
El silencio entre ambas era espeso, pero no hostil. Jimena se acercó lentamente, como si la gravedad de la sala la arrastrara hacia ella. Se sentó a su lado, tan cerca que Daniela pudo sentir el roce de su falda y el calor de su muslo firme.

—No les hagas demasiado caso a sus palabras —murmuró Jimena—. Gabriela vive en su mundo, yo en el mío… Tú eres distinta. Tú ves las cosas como son.

Daniela no respondió, pero sus manos nerviosas retorcían el borde de su delantal. Jimena lo notó. Se inclinó más, hasta que su aliento tibio rozó su mejilla.

—Eres demasiado hermosa para perderte entre trapos y jabón —susurró, y su mano, lenta, segura, descendió por el brazo de Daniela hasta encontrar sus dedos.

Daniela quiso apartarse, pero el gesto fue débil, vacilante. Jimena la sostuvo con firmeza, con una dulzura inquietante. Luego, casi sin darle tiempo a reaccionar, deslizó sus dedos hasta la cintura de la muchacha, amasando con descaro la tela que la cubría, hasta encontrar las formas de su cuerpo.

Daniela jadeó, sorprendida, y cerró los ojos.

*​

La escena se volvió sofocante: el cuarto parecía encogerse, las paredes latir como un corazón inmenso. Jimena la arrastró hacia sí, besándole la boca con hambre contenida, una posesión feroz disfrazada de ternura.

Sus manos ya no conocieron freno: recorrieron los pechos de Daniela, los apretaron, jugaron con ellos hasta arrancarle un gemido que se le escapó como un secreto. Daniela se tensaba entre el pudor y la entrega, atrapada por una sensación nueva, húmeda y ardiente.
Jimena se apartó un instante para mirarla a los ojos, y en su sonrisa se mezclaban el triunfo y el deseo.

—Eres mía, niña… —le susurró, y volvió a besarla, mientras sus dedos la acariciaban con crudeza creciente, hasta dejarla al borde del orgasmo.

Daniela temblaba, con el alma dividida entre el espanto y el vértigo de un placer prohibido. Cuando creyó que no podría resistir más, Jimena se retiró bruscamente, como quien apaga una lámpara de golpe.

—Vuelve a tus quehaceres —ordenó, recuperando la voz fría, como si nada hubiera pasado.

Daniela quedó paralizada, con el cuerpo ardiendo y el corazón golpeándole en el pecho, incapaz de saber si había sido humillada o iniciada en un secreto imposible.
 
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