Muñeca

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(Él)

No podría decir con certeza cuándo fue la primera vez que la vi. Tal vez fue en algún rincón del colegio, entre risas infantiles y cuadernos desordenados, o quizás en un día cualquiera, sin que yo lo supiera, su presencia ya había empezado a formar parte de mi mundo. Lo que sí sé es que, de alguna manera, ella siempre ha estado ahí, habitando mis recuerdos, dejando su huella en cada etapa de mi vida, como un eco constante que nunca terminó de desvanecerse.

Crecimos juntos, compartiendo los mismos pasillos del colegio, ocupando pupitres cercanos en aquellas aulas donde el tiempo parecía avanzar más lento. Entre libros, recreos y travesuras infantiles, forjamos una amistad que, para mí, siempre tuvo un brillo especial. Recuerdo nuestras risas cómplices, los juegos interminables en el patio, las miradas furtivas cuando el maestro explicaba algo que ninguno de los dos entendía del todo. Y, sin darme cuenta, en algún momento entre esas pequeñas rutinas, me enamoré de ella. No fue un amor repentino ni abrumador, sino algo sutil, como una semilla que germina en silencio hasta que un día te das cuenta de que ha echado raíces en lo más profundo de tu ser.

Desde aquel instante, sin siquiera pensarlo demasiado, comencé a llamarla "muñeca". No sé exactamente por qué elegí ese nombre, tal vez porque para mí representaba algo delicado, especial, único. Lo que sí sé es que, con cada vez que lo pronunciaba, con cada sonrisa que ella me devolvía al escucharlo, ese apodo se fue convirtiendo en algo más que una simple palabra: se transformó en un símbolo de lo que sentía por ella. Y así quedó grabado en mi corazón, como una marca imborrable, como un eco persistente que el paso del tiempo nunca logró silenciar.

El tiempo siguió su curso, implacable e inevitable, arrastrando consigo la inocencia de la infancia y transformando nuestros días de colegio en recuerdos lejanos. Los años pasaron sin que pudiéramos detenerlos, y con ellos llegaron los cambios, las decisiones, los caminos que poco a poco nos fueron separando. La vida nos empujó hacia destinos distintos, como si el lazo que nos unía estuviera condenado a aflojarse con cada nuevo amanecer.

Todos conocíamos la historia de Julia Gracia. Su nombre flotaba en el ambiente como un suspiro admirado, como una leyenda que se transmitía entre generaciones en el colegio y en las calles del pueblo. Julia brillaba con una luz propia, una mezcla de talento, belleza y carácter que la convertía en un ideal, casi inalcanzable. Y, por supuesto, mi Muñeca conocía muy bien su historia y sus logros.. La admiraba profundamente.

Recuerdo con claridad cómo sus ojos se encendían cuando hablaba de ella. Era como si en Julia hubiera encontrado un espejo hacia el que podía proyectar sus sueños más grandes. Quería ser como ella, con esa mezcla de elegancia y determinación, con esa fuerza tranquila que inspiraba respeto. Y yo, por mi parte, no podía hacer otra cosa que apoyarla con todo lo que tenía. La animaba cada vez que la duda asomaba en su voz, le decía que sí, que ella también tenía esa luz, aunque aún no se diera cuenta. Porque lo sabía. Sabía que en sus gestos, en su manera de mirar el mundo, había algo distinto, algo que merecía brillar igual o más que aquella mujer que tanto admiraba.

Nunca dejó de soñar en grande, y yo nunca dejé de creer que lo lograría. Porque si había alguien capaz de alcanzar el cielo, incluso superarlo, era ella.

Mientras yo dejaba atrás los libros para sumergirme en el mundo laboral, ella tomó un rumbo diferente, siguiendo su sueño de estudiar y convertirse en una nueva Julia Gracia. Yo me quedé, atrapado en la rutina del trabajo, viendo cómo su presencia se desdibujaba poco a poco en la distancia, hasta convertirse en un recuerdo que, aunque lejano, nunca dejó de ser importante para mí.

Al principio, nos prometimos que la distancia no cambiaría nada, que seguiríamos en contacto, que nuestras charlas telefónicas y mensajes mantendrían vivo lo que habíamos construido. Y así fue por un tiempo. Nos mensajeábamos con entusiasmo, compartiendo detalles de nuestras vidas, como si a través de las palabras pudiéramos acortar los kilómetros que nos separaban. Yo le hablaba de mi día a día en el trabajo, de cómo todo seguía igual en nuestro pueblo, mientras ella me contaba sobre su nueva vida, sus estudios, las calles distintas que ahora recorría.

Pero, poco a poco, la frecuencia de nuestras charlas se redujo. Los mensajes tardaban más en llegar, las respuestas se volvían más breves. Hasta que un día, sin que ninguno de los dos lo dijera en voz alta, comprendimos que la distancia había hecho su trabajo. La rutina, las nuevas experiencias, los rostros que ahora formaban parte de su mundo terminaron por alejarla de mí. Y yo, aunque nunca quise admitirlo, supe que la estaba perdiendo.

Con el paso del tiempo, su vida tomó un rumbo completamente distinto. La universidad le abrió un mundo nuevo, lleno de oportunidades, de rostros desconocidos que pronto se volvieron familiares, de experiencias que poco a poco comenzaron a desplazar los recuerdos de nuestra infancia. Al principio, tal vez aún conservaba en su mente algunos instantes compartidos, algún poema guardado en un cajón, alguna risa perdida entre las páginas de su pasado. Pero la vorágine de su nueva realidad terminó por envolverla por completo. Sin darse cuenta, fue dejando atrás aquellos días en los que yo era parte de su historia, y mi recuerdo, que en otro tiempo pudo haber significado algo, se fue desdibujando hasta desaparecer por completo. Para cuando quiso darse cuenta, quizás ya ni siquiera pensaba en mí, porque su presente le ofrecía algo más real, más tangible. Y así, sin dramas ni despedidas, simplemente me olvidó.

Yo, en cambio, no pude. Mientras ella avanzaba, explorando nuevos horizontes, yo me quedé anclado en el pasado, atrapado en los recuerdos que compartimos. Cada rincón de nuestro pueblo me hablaba de ella: los pasillos del colegio, el parque donde solíamos jugar, incluso las tardes doradas en las que el sol parecía iluminar solo para nosotros. No importaba cuánto tiempo pasara ni cuántas veces intentara distraerme con la rutina del trabajo, ella seguía ahí, en mi mente, en mi corazón, como una historia inconclusa que me negaba a olvidar.

Desde que se fue, mi vida cambió drásticamente. El vacío que dejó se sintió como un eco persistente, resonando en cada aspecto de mi rutina diaria. Las mañanas, que solían estar llenas de risas y recuerdos compartidos, se convirtieron en momentos de soledad, y las tardes, que alguna vez se llenaron de sueños y planes juntos, se tornaron monótonas y vacías. Cada lugar que solíamos frecuentar se transformó en un recordatorio de lo que había sido, y la nostalgia se convirtió en una compañera constante. La falta de su presencia no solo afectó mis días, sino también mi forma de ver el mundo. Todo parecía menos brillante, menos lleno de vida, y aunque intenté seguir adelante, siempre sentí que una parte de mí se había quedado atrapada en aquellos momentos felices que compartimos.

Cada mañana, cuando el sol brilla con esa luz dorada que inunda el pueblo, me encuentro volviendo a aquel parque de nuestra infanzia, como si fuera un ritual al que no puedo renunciar. Me dirijo allí con la esperanza de que el tiempo se detenga y, de alguna manera, pueda encontrar un rastro de lo que un día compartimos. A menudo me siento en el mismo banco donde nuestros caminos se cruzaron por primera vez, rodeado de recuerdos que parecen cobrar vida con la calidez de los rayos del sol. En esos momentos, me pierdo en la nostalgia, recordando cada risa, cada mirada y cada palabra intercambiada. Es como si el lugar mismo respirara la esencia de nuestra conexión, y yo, al estar allí, pudiera tocar de nuevo la felicidad que un día fue nuestra. Aunque sé que es solo un eco del pasado, la esperanza de encontrarla, aunque sea en espíritu, me impulsa a regresar una y otra vez.

Aún conservo aquellos versos que le escribí en un trozo de papel durante la clase de filosofía, en uno de esos días en que el maestro hablaba de conceptos lejanos mientras yo estaba absorto en mis pensamientos, creando un mundo propio. En cada línea, plasmé mis sentimientos más profundos, mis sueños y anhelos, palabras que brotaron de mi corazón como un susurro dulce y sincero. Recuerdo cómo, con cada letra que trazaba, el papel se llenaba de la magia que ella despertaba en mí. Esos versos, aunque simples, capturaban la esencia de lo que sentía, una mezcla de admiración y amor que no sabía cómo expresar en voz alta. Hoy, cada vez que los leo, me transporto de nuevo a aquel aula, a la emoción de aquellos momentos, y me doy cuenta de que, a pesar del paso del tiempo, sus palabras aún resuenan en mi corazón.

Aún recuerdo vívidamente el primer beso que compartimos, un momento torpe e inocente que quedó grabado en mi memoria como si fuera ayer. Fue en ese banco del parque, rodeados de risas y juegos, donde el mundo parecía detenerse por un instante. Ninguno de nosotros sabía realmente lo que significaba el amor; éramos solo dos niños curiosos, llenos de emociones nuevas que nos desbordaban. Recuerdo la timidez que nos envolvía, el rubor en nuestras mejillas y la emoción palpable en el aire. Al acercarnos, hubo un instante de duda, como si el tiempo se alargara, y luego, con la fragilidad de nuestra inocencia, nuestros labios se encontraron por primera vez. Fue un beso suave, lleno de promesas y sueños sin entender, un dulce descubrimiento que, aunque breve, quedó grabado en lo más profundo de mi ser. Aquel beso marcó el inicio de algo especial, un primer paso en un camino que, aunque se desvaneció con el tiempo, siempre llevaré conmigo.

*

Un día, la noticia llegó a mí como un rayo en un cielo despejado: me enteré de que mi muñeca se iba a casar. La realidad me golpeó con fuerza, como un balde de agua fría que disipa cualquier ilusión que uno se haya construido. Era difícil de asimilar. La imagen de ella en un vestido blanco, rodeada de risas y felicidad, contrastaba con la nostalgia que invadía mi corazón. Pensé en cómo su vida había tomado un rumbo diferente, uno en el que ya no habría espacio para mí. Me sentí como un espectador en la historia de alguien que alguna vez fue mi mundo, atrapado en un torbellino de emociones que me dejaba sin aliento. A medida que la noticia se asentaba en mi mente, una profunda tristeza se apoderó de mí, mientras recordaba los momentos que compartimos y el amor que nunca llegué a expresar por completo. La certeza de que ella avanzaba hacia un nuevo capítulo de su vida, dejando atrás el nuestro, me llevó a cuestionar todo lo que habíamos sido y lo que pudo haber sido.

Supe que había dejado la universidad, que había abandonado sus estudios para comenzar una nueva vida, un camino que, por alguna razón, no incluía mi presencia. La noticia me impactó profundamente. La imagen de ella, tan decidida y llena de sueños, ahora renunciando a todo aquello por lo que había trabajado, me llenó de confusión y tristeza. ¿Qué había sucedido? ¿Qué la había llevado a tomar esa decisión? La idea de que sus aspiraciones y metas habían cambiado, de que ahora su futuro estaba trazado sin mí, me dejó un nudo en el estómago.

Cada día que pasaba, me preguntaba si alguna vez había pensado en mí mientras tomaba esas decisiones, si recordaba lo que habíamos compartido y cómo habíamos soñado juntos. La distancia se hacía cada vez más palpable, y con ella, la realidad de que nuestras vidas habían tomado rumbos opuestos. Mientras yo seguía lidiando con el eco de nuestro pasado, ella estaba construyendo un presente que no incluía los recuerdos que tanto significaban para mí. La sensación de pérdida se intensificó, como si una parte de mi propia historia se estuviera desvaneciendo, dejándome con una profunda melancolía y una sensación de vacío que no podía llenar.

Y, como un niño que ha perdido su juguete más querido, al enterarme, no pude contenerme. Una oleada de emociones me invadió, desbordando mi corazón y llenando mis ojos de lágrimas, sintiendo que el mundo a mi alrededor se desmoronaba, y la tristeza me atrapó en su abrazo. Recorrí mentalmente los momentos que habíamos compartido, las risas, los sueños, y me di cuenta de que todo eso se desvanecía ante mis ojos.

En ese instante de vulnerabilidad, el niño que aún vivía en mí se sintió herido y perdido, incapaz de comprender por qué las cosas habían cambiado tanto. Quería gritar, quería correr y buscarla, suplicarle que reconsiderara sus decisiones, que no me dejara atrás. Pero, en lugar de eso, simplemente me dejé llevar por la tristeza, llorando en silencio, sintiéndome impotente ante la realidad que se me escapaba de las manos. Era un dolor desgarrador, un recordatorio de que, a pesar de los años y de las distancias, una parte de mí siempre la llevaría dentro, anhelando lo que pudo haber sido.

Me senté en un banco del parque, el lugar donde tantas veces compartimos risas y sueños, y lloré. Las lágrimas brotaron sin control, como un torrente que no podía detener. Cada sollozo era una mezcla de tristeza y añoranza, una manifestación del dolor que sentía en lo más profundo de mi ser. Allí, rodeado de la naturaleza que continuaba su curso ajena a mi angustia, me dejé llevar por el peso de la realidad.

El banco, testigo silencioso de nuestra historia, parecía susurrarme recuerdos de aquellos momentos felices, de las veces que hablamos de futuro y de cómo todo parecía posible. Pero ahora, al ver la vida seguir su curso sin ella, sentía que cada lágrima que caía era un adiós a lo que habíamos sido. En esos instantes, el mundo a mi alrededor se desvanecía, y solo quedaba yo, atrapado entre la nostalgia y el dolor, deseando que la vida fuera diferente, que pudiera volver a sentir su risa cerca de mí, a escuchar su voz. El banco se convirtió en mi refugio, el lugar donde mis emociones encontraron un espacio para desahogarse, donde pude ser vulnerable y honesto conmigo mismo, aunque la tristeza me invadiera por completo.

*

Hace unos días la vi de nuevo. Después de tanto tiempo, después de tantas versiones de mí que ya no son, apareció como un destello en medio del ruido cotidiano, y el mundo, por un instante, se detuvo. Fue como si el tiempo se hubiera derretido a su alrededor, como si los años que se interpusieron entre nosotros se hubieran desvanecido con solo verla. La reconocí sin dudar, como se reconoce una melodía de infancia al primer acorde, como se reconoce un hogar en medio de la niebla.

Allí estaba, avanzando de frente por la misma calle que alguna vez compartimos, aquella que tantas veces recorrimos de la mano, entre risas, juegos y promesas susurradas. Me quedé inmóvil, casi sin aliento, preguntándome si era real o apenas una ilusión caprichosa de mi memoria. Pero era ella. Sin lugar a dudas. Con esa forma suya de caminar, con esa presencia que, aun en la distancia, llenaba todo el espacio como lo hacía antes.

Empujaba un cochecito con una delicadeza que partía el alma. Dentro, un bebé dormía o reía, no lo supe al principio. Pero lo que me atrapó no fue el niño, sino la manera en que ella lo miraba. Hablaba con él, suave, con una ternura que jamás había presenciado en ella, y su voz —aún reconocible, pero ahora más serena, más templada— me llegó como un eco lejano de lo que fue. Ya no era la chica que yo conocí: era madre. Y en ese rol nuevo y sagrado, vi nacer una versión suya que jamás imaginé, pero que me pareció natural, inevitable, casi perfecta.

Esa escena me desgarró y me conmovió en partes iguales. Era como ver un cuadro hermoso pintado con los colores de una vida que ya no me pertenecía. Su rostro seguía siendo el mismo, aunque el tiempo, con su trazo invisible, había dejado nuevas sombras y luces. Seguía siendo bella, pero no era la misma belleza juvenil de antes; era otra, más honda, más real. Había en sus ojos una paz que nunca llegó a conocer conmigo. Una paz que tal vez siempre buscó y que ahora, al fin, parecía haber encontrado.

Y entonces, como si el destino quisiera completar la escena, vi al hombre que la acompañaba. Caminaba junto a ella, con naturalidad, con esa familiaridad que sólo otorga el tiempo compartido. Iba de su brazo, como si ambos encajaran perfectamente en el ritmo del otro, como si cada paso dijera: estoy donde debo estar. Y lo estaba. No era solo su pareja. Era su compañero de vida. Su ahora. Y eso me dolió más que cualquier distancia.

No fue rabia. No fue odio. Fue un dolor suave, pero profundo, como el de una herida vieja que vuelve a doler cuando cambia el clima. Me sentí desplazado, como un recuerdo que se queda atrapado entre las páginas de un álbum que ya nadie abre. Observé sus gestos, sus risas, su complicidad, y supe que él había llegado donde yo jamás pude. Que fue él quien se quedó cuando yo me fui. Que fue él quien supo cuidarla, hacerla reír, darle raíces.

La escena era hermosa, como salida de un sueño ajeno. Y yo me encontraba ahí, congelado en la acera, mirando desde fuera, sin poder tocar esa felicidad. Me invadió una nostalgia profunda, una especie de luto silencioso por aquello que una vez pudo ser y no fue. Recordé nuestros juegos, nuestras conversaciones hasta la madrugada, los besos torpes y las despedidas sin dramatismo, convencidos de que el mundo aún nos daría otra oportunidad. Pero el mundo no espera. El mundo sigue. Y ella también lo hizo.

La vi alejarse entre la gente, envuelta en esa luz dorada del atardecer que hace que todo parezca una postal. Cada paso suyo era una despedida muda para mí. Y aunque una parte de mí quería correr, detenerla, pronunciar su nombre como lo hacía antes —como quien invoca algo sagrado—, no lo hice. Me quedé ahí, plantado en mi nostalgia, dejando que el presente me pasara por encima.

Porque entendí, en ese preciso momento, que el pasado no se recupera. Que las personas no esperan eternamente. Que hay amores que solo viven en un tiempo determinado, como fuegos artificiales: brillantes, breves, inolvidables. Y que está bien. Porque haberla amado ya fue un privilegio. Porque haber compartido un fragmento de su historia es algo que atesoro, aunque el final no me pertenezca.

Así que la dejé ir, sin lágrimas, sin rencores. Con gratitud. Con ese amor silencioso que ya no pide nada. Porque la vida le había dado su lugar, y yo, por fin, debía buscar el mío.

*

Y yo sigo aquí. Como siempre. Volviendo una y otra vez a ese rincón sagrado donde todo comenzó. Es casi un ritual, un acto silencioso que repito sin saber muy bien por qué, como si mis pasos supieran el camino incluso cuando mi voluntad flaquea. Cada regreso es un viaje íntimo al pasado, una travesía que no se hace con los pies, sino con el alma. Porque en este lugar, cada piedra, cada sombra, cada soplo de viento lleva su nombre grabado con la delicadeza de una cicatriz.

Nada ha cambiado demasiado, y sin embargo, todo es distinto. El parque donde solíamos correr, riendo como si la vida nunca pudiera tocarnos, sigue ahí, pero ahora sus bancos parecen más viejos, los columpios crujen como si sus risas también los echaran de menos. El eco de nuestras voces sigue suspendido entre los árboles, escondido en algún rincón del aire. Me siento, cierro los ojos, y todo vuelve: los juegos inocentes, las promesas hechas con la fe ciega de los niños, y aquel primer beso torpe que, sin saberlo, selló el inicio de un amor que nunca me abandonó del todo.

A pesar de los años, a pesar de la distancia que su nueva vida ha impuesto entre nosotros, hay algo de ella que permanece aquí. Como si el lugar la hubiera absorbido, como si la tierra aún guardara la huella de sus pasos. A veces, creo sentirla a mi lado, caminando conmigo en silencio, como antes. Otras, la imagino sentada en la hierba, con esa risa suya que podía iluminar cualquier tarde nublada. No es un recuerdo lo que me acompaña, es una presencia. Etérea, pero insistente. Dulce, pero punzante.

Me aferro a todo esto como quien sostiene entre las manos una fotografía desgastada. Con cuidado. Con devoción. Con miedo de que el tiempo borre lo poco que me queda. Porque aunque ella haya seguido adelante, aunque haya formado una nueva historia en la que ya no figuro, yo no puedo —o tal vez no quiero— soltar del todo aquello que fuimos. Este lugar es mi ancla, mi refugio contra el olvido. Aquí puedo seguir siendo aquel niño que la miraba como si fuera el centro del universo, como si el mundo entero cupiera en sus ojos.

En este rincón del mundo, mientras las estaciones pasan y la vida cambia allá afuera, yo sigo sosteniendo los recuerdos de mi muñeca. No como una carga, sino como un tesoro. Porque en ellos aún vive una parte de mí que se niega a morir, una parte que aún cree en los amores que trascienden el tiempo. No sé si algún día dejaré de volver, si algún día podré cerrar del todo este capítulo. Pero por ahora, mientras me quede aliento, seguiré viniendo aquí. A recordarla. A recordarme.
 
Ah, que también la has subido aquí.
A ver a mí Julia Gracia me suena mucho, así que el está claro que es Ángel.
Aquí el que se duerme, se lo lleva la corriente. Así que perdió su oportunidad porque creo que el hombre con el que está Julia es Liam.
 
Ah, que también la has subido aquí.
A ver a mí Julia Gracia me suena mucho, así que el está claro que es Ángel.
Aquí el que se duerme, se lo lleva la corriente. Así que perdió su oportunidad porque creo que el hombre con el que está Julia es Liam.

Esta narración no guarda relación alguna con la historia de Julia. En este contexto, Julia Gracia es solo una figura inspiradora para la protagonista, un modelo a seguir que representa ciertos valores o aspiraciones. Su presencia es simbólica, casi como un faro, pero no interviene ni influye directamente en los acontecimientos relatados.
 
Lo cierto es que por no atreverse ha perdido la oportunidad de estar con ella, cuando es probable que ella sintiera lo mismo.
 
(ELLA)


A veces me cuesta recordar exactamente cuánto tiempo ha pasado desde que di la espalda a mi antigua vida. Los días se confunden, como si fueran ecos de otra existencia, difuminándose entre lo que fui y lo que soy ahora. El tiempo parece avanzar sin pedir permiso, llevándose consigo certezas, borrando contornos, mientras yo intento reconstruirme con los trozos de una historia que aún susurra desde algún rincón de mi memoria.

Desde que tengo memoria, hubo un nombre que brillaba con una luz especial entre las historias que nos contaban en el colegio: Julia Gracia. No era una figura lejana ni un personaje de libros de historia; era real, tangible, alguien que alguna vez había pisado los mismos pasillos que nosotras, ocupado los mismos pupitres, mirado por las mismas ventanas en los días de lluvia. Su historia nos la contaban con una mezcla de orgullo y reverencia: la de una adolescente que había soportado el peso del acoso escolar, que había resistido cuando todo parecía en su contra, y que, años después, se había convertido en una referente internacional en el mundo de los negocios, sin perder jamás la humanidad, la empatía ni la generosidad.

El colegio llevaba su nombre como una bandera. "Colegio Público Julia Gracia". Y más que una institución, se sentía como una promesa: la de que también nosotras, si luchábamos con firmeza, si creíamos en nosotras mismas, podríamos dejar huella. Con el tiempo, su historia se fue mezclando con las nuestras, incrustándose en la identidad del colegio y en la nuestra, como si cada una lleváramos un pedacito de Julia en el pecho, escondido entre libros, libretas y sueños.

En los momentos más duros —cuando los exámenes se volvían una montaña, cuando las inseguridades se colaban en el aula como sombras, cuando alguna compañera lloraba en silencio en el baño—, siempre aparecía Julia. Bastaba con pensar en ella, en todo lo que había superado, para no rendirse. Y entonces, como un conjuro silencioso, murmurábamos entre nosotras: "Si Julia pudo, yo también". Esa frase se convirtió en un mantra, un hilo invisible que nos unía sin importar la edad o la clase, una suerte de escudo que nos protegía de la derrota. La repetíamos en voz baja, como un secreto compartido, en los rincones del colegio: en los pasillos vacíos, en los lavabos, en la escalera que nadie usaba, justo antes de entrar a clase o al salir de una mala nota.

Julia Gracia no era solo un nombre en una placa dorada a la entrada. Era un faro. Una presencia constante que nos enseñó que la verdadera fuerza nace en los lugares más oscuros, y que resistir también es una forma de victoria.

Yo, en mi inocencia temprana, deseaba ser como ella. No solo por su inteligencia o por su éxito, sino por la huella que dejó, por el significado que su nombre adquirió. Anhelaba que mi vida también contara, que alguien alguna vez pensara en mí con admiración, que dejara un rastro que no se borrara con los años.

Cuando recibí la beca M&J —heredera de la antigua beca Villalba— sentí que ese sueño podía comenzar a tomar forma. Mi corazón apuntaba a Harvard, como Julia, pero no logré superar sus exigentes pruebas de ingreso. Durante un tiempo lo viví como un fracaso, pero luego entendí que el destino, a veces, solo está trazando rutas diferentes. Así llegué a Oxford, con la misma ilusión, dispuesta a hacer de ese nuevo comienzo mi propia versión de una historia digna de ser contada.

A diferencia de Julia, no me escondí del mundo. Me abrí a él. Me entregué a la experiencia universitaria con todo mi ser. Mis compañeras de piso —cada una de un rincón distinto del mundo— se convirtieron en hermanas del alma. Compartíamos más que un espacio: compartíamos vida, risas, confesiones y sueños. Descubrí el valor de la diversidad, del intercambio, del aprendizaje constante no solo en las aulas, sino también en el corazón humano.

Y en ese torbellino de descubrimientos, llegó él. Español, de Zaragoza como yo. Su presencia fue como un ancla familiar en medio de un mar de novedades. Primero fue amistad, complicidad, largas conversaciones… y luego, amor. Un amor que sentí profundo, absoluto. Me entregué a él con la intensidad de quien cree haber encontrado su destino. Mi primera vez fue con él, convencida de que aquello que estábamos construyendo era para siempre.

Pero la vida, otra vez, cambió los planes.

Cuando descubrí que estaba embarazada, el mundo pareció detenerse. El aire se volvió denso, y por un instante, todo a mi alrededor quedó en suspenso. Sentí una oleada de vértigo, una mezcla de miedo y vértigo que me revolvía por dentro. ¿Qué haría ahora? ¿Qué pasaría con mis sueños, mis planes, mi libertad?

Pero entonces, él me tomó de la mano. Con una voz firme y serena, me prometió que todo saldría bien. Que nada me faltaría, que me cuidaría, que se casaría conmigo. Que su amor y su posición harían posible un futuro seguro para los tres. Su familia, acomodada y dueña de varios negocios en Zaragoza, era respetada en la comunidad, y eso me dio cierta paz, como si sus palabras estuvieran respaldadas por algo más grande que él.

Me pintó un porvenir sin preocupaciones. Una vida donde no tendría que trabajar ni estudiar, solo cuidar de nuestro hogar y de los hijos que vinieran. Y yo, cegada por la ilusión y por ese amor que creía eterno, le creí. Cambié mis propios sueños por los suyos. Me aferré a esa imagen de familia perfecta que tanto me había seducido desde niña. La maternidad me parecía un destino dulce, lleno de sentido.

Nos casamos con la emoción de quienes aún no conocen los naufragios. La ceremonia fue sencilla, pero cargada de esperanza. Pronto, me mudé con él y su familia a Zaragoza. Me recibieron con sonrisas y brazos abiertos. Me sentí querida, protegida. Mientras él terminaba la universidad, yo me dedicaba al embarazo, a imaginar el futuro, a aprender a cuidar. Por un tiempo, creí estar viviendo dentro de un cuento de hadas. El hogar que no era mío se volvió mi refugio. Su madre me mimaba, su padre me trataba con amabilidad. Todo parecía encajar.

Pero los cuentos, lo aprendí demasiado tarde, no siempre tienen finales felices.

Cuando él terminó sus estudios y comenzamos a convivir realmente, la fachada se agrietó. Poco a poco, fue revelándose el verdadero rostro del hombre con el que me había casado. Atrás quedaron las caricias y las palabras dulces; en su lugar, llegaron los celos, el control, las exigencias. Me convirtió en su posesión. Quería saber dónde estaba a cada momento, qué hacía, con quién hablaba. Me aisló de mis amigas, de mi familia. Mi voz empezó a apagarse.

Los reproches reemplazaron al amor. La desconfianza se volvió rutina. Al principio fueron palabras duras, luego gritos, después empujones. Y más tarde, golpes. Y yo, paralizada por el miedo, intentaba justificarlo. Me decía que era el estrés, que cambiaría, que lo hacía por amor. Pero en el fondo, sabía que aquello no era amor, que ese hombre que dormía a mi lado era un extraño peligroso.

Cinco años viví atrapada en ese infierno, caminando sobre un suelo de cristales, sabiendo que cualquier gesto podía encender su furia. Pero no era por mí que más temía. Era por mi hija. No podía permitir que creciera en un entorno donde los gritos eran más comunes que las risas, donde el miedo se confundía con la rutina.

Fue por ella que reuní el valor. Durante meses, en silencio, recopilé pruebas: audios, fotos, mensajes. Me armé de coraje y encontré una abogada que creyó en mí, que supo traducir mi dolor en un caso sólido ante la justicia. Gracias a ella, obtuve la custodia total de mi hija y una orden de alejamiento.

El día que salí de esa casa no miré atrás. Solo tenía un destino en mente: mi pueblo. Villalba del Conde. El lugar donde alguna vez fui feliz.

Volver fue como abrir un álbum de fotos olvidado. Cada calle, cada esquina, susurraba un recuerdo. La fuente en la plaza, la vieja panadería. Todo parecía igual, pero también distinto. El pueblo seguía allí, esperando, como si nunca me hubiera ido.

Volví al seno de mi familia, huyendo del infierno, buscando cobijo, silencio, un lugar donde reconstruirme. Mi hija, siempre a mi lado, caminaba agarrada de mi mano. Su inocencia intacta era un bálsamo. No comprendía por qué a veces su madre callaba mirando el horizonte, ni por qué despertaba algunas noches con lágrimas silenciosas. No sabía que, detrás de mis ojos perdidos, se escondían nombres que un día fueron hogar.

Y fue entonces, entre esos paseos cargados de nostalgia por las calles polvorientas del pueblo, que su imagen volvió a mí con una nitidez abrumadora. Él. Mi primer amor. Aquel chico que fue todo lo que una adolescente podía soñar: alegría sin medida, ternura desbordante, complicidad sin condiciones. El que me llamaba “Muñeca” con una dulzura que jamás volví a escuchar en labios de nadie. Cada vez que lo decía, parecía envolverme en un abrazo invisible, uno que me hacía sentir segura, vista, especial.

Con él no existía el miedo, ni el juicio, ni los silencios cargados de reproche. Solo risas francas, confidencias a media voz y la sensación de que, mientras estuviéramos juntos, nada malo podía suceder. Era mi lugar seguro, mucho antes de entender siquiera lo que significaba necesitar uno.

Durante años lo olvidé. Su recuerdo se había disuelto entre los pliegues del tiempo. Pero al regresar, al pisar de nuevo esta tierra donde un día fui feliz, su presencia latía en cada rincón, como si nunca se hubiera marchado del todo. Comprendí entonces que su recuerdo no se había ido; solo había estado dormido, esperando el momento oportuno para despertar con fuerza.

Y despertó.

Impulsada por una mezcla de añoranza y esperanza, por esa necesidad casi infantil de recuperar algo que creía perdido, decidí buscarlo. No fue fácil dar el primer paso. El miedo al rechazo, al desengaño, a la posibilidad de que él ya no fuera el mismo —o peor aún, que ya no me recordara— me atenazaba el pecho. Aun así, con la voz temblorosa y el corazón latiendo demasiado fuerte, comencé a preguntar. Con disimulo, con una sonrisa tímida, como quien no quiere remover demasiado el pasado.

Me acerqué a algunos de sus viejos amigos, sin saber bien qué esperaba oír. Me preparé para lo peor: que se hubiera marchado, que hubiera rehecho su vida lejos de aquí, que el recuerdo que yo guardaba de él no fuera más que una ilusión infantil.

Pero sus respuestas fueron como un susurro del destino, una caricia inesperada en medio del miedo.

Nunca se fue —me dijeron—. Aún vive aquí. Se pasa las tardes en el parque, en ese banco de siempre… como si estuviera esperando a alguien.

Aquellas palabras me dejaron sin aliento. Como si el tiempo, caprichoso y sabio, hubiera guardado un rincón donde todo seguía intacto. Como si él hubiese sabido, de algún modo, que un día yo regresaría.

No necesité más.

Esa misma tarde, con el corazón palpitando desbocado y las manos temblorosas, fui a buscarlo. Caminé despacio, reconociendo cada árbol, cada sombra, cada piedra del sendero que tantas veces compartimos. Y entonces lo vi.

Allí estaba, sentado en el mismo banco donde solíamos inventar el mundo. El tiempo había dejado huellas en su rostro —pequeñas arrugas en las comisuras, una expresión más serena— pero su esencia… su esencia seguía intacta. Sus ojos, aquellos ojos que un día me hicieron sentir la única persona en el universo, brillaban con la misma chispa cálida de siempre. Y en ese instante, supe que él también me recordaba. Que algo en nosotros, a pesar de los años y las ausencias, había sobrevivido.

Me quedé allí, a unos pasos de distancia, observándolo en silencio. El viento acariciaba suavemente las hojas de los árboles, y el murmullo del parque parecía detenerse, como si todo el universo contuviera la respiración esperando a que yo diera ese primer paso.

Él no me había visto todavía. Estaba absorto en sus pensamientos, con la mirada fija en algún punto indefinido, como quien lleva dentro una conversación antigua, inacabada. Su postura, tranquila, tenía algo melancólico, como si aquel banco no fuera solo un lugar, sino una especie de altar donde rendía homenaje a algo perdido. O a alguien.

Mi corazón latía con fuerza, y por un momento dudé. ¿Y si no me reconocía? ¿Si el tiempo había borrado de su memoria lo que en la mía aún era tan vívido? Pero entonces, él giró la cabeza. Me miró.

Y su rostro cambió.

Primero fue una leve sorpresa, como si creyera estar viendo una aparición. Luego, poco a poco, su expresión se transformó. Una sonrisa, tenue al principio, fue creciendo hasta iluminarle el rostro. Y en sus ojos, esa chispa. La misma que un día me hizo sentir invencible.

Di un paso. Luego otro. Mis piernas temblaban, pero mi corazón sabía el camino.

—Hola —dije, apenas un susurro.

—Muñeca… —fue lo único que dijo. Su voz era más grave, más pausada, pero al oír mi viejo apodo, algo dentro de mí se quebró con dulzura. Era como si el tiempo no hubiera pasado, como si esas sílabas tejieran un puente invisible entre quienes fuimos y quienes éramos ahora.

Hablamos por horas. De la vida, de lo que habíamos sido, de lo que nos había pasado. Él también había tenido su parte de batallas. Compartimos silencios que decían más que las palabras. Le hablé de mi hija, y su mirada se enterneció. “Me encantaría conocerla”, me dijo. Y supe que hablaba en serio.

Ese deseo, tan simple, tan humano, me devolvió la esperanza. La posibilidad de un nuevo comienzo no era una fantasía. Era real.

Y fue justo allí, en ese mismo banco que había sido testigo de nuestro primer beso adolescente, donde nuestros labios volvieron a encontrarse después de tantos años. Fue un segundo primer beso, distinto, más lento, más cargado de historia. Ya no éramos los mismos, pero algo en ese instante nos devolvió la pureza de aquel amor primero. No fue solo un gesto de afecto: fue la promesa silenciosa de un nuevo comienzo, el cierre de un círculo que, por mucho tiempo, creímos roto.

Nos quedamos unos segundos mirándonos, conmovidos por la intensidad de ese reencuentro que parecía escrito desde antes, como si el tiempo hubiera estado aguardando ese momento exacto para unir de nuevo nuestros caminos.

Cuando nos levantamos, lo hicimos tomados de la mano, como cuando éramos jóvenes y creíamos que el mundo era nuestro. Pero esta vez no caminábamos hacia el futuro con la ingenuidad de entonces, sino con la certeza de que, a pesar de todo, aún era posible construir algo hermoso. Salimos del parque en silencio, con el corazón lleno de una nueva esperanza. No sabíamos con certeza qué nos esperaba, pero por primera vez en mucho tiempo, ambos queríamos descubrirlo juntos.

Volví a Villalba en busca de respuestas, pero encontré más de lo que esperaba. Encontré mi voz, mi fortaleza, y quizá, también, el amor que creí haber perdido.

Julia Gracia siguió su sueño, y durante años yo creí que estaba siguiendo el mío. Me repetí una y mil veces que debía ser fuerte, independiente, ambiciosa… como Julia. Caminé por senderos que creí que me llevarían al éxito, convencida de que aquel era el único modo de honrar lo que habíamos aprendido entre las paredes del colegio. Pero con el tiempo —demasiado tarde, quizás— entendí que mi sueño no era el mismo que el de Julia.

Ella aspiraba a conquistar el mundo; yo solo quería volver a aquel rincón donde el mundo se detenía. Donde no existían los aplausos ni los logros visibles, sino el calor de una mirada, el roce de una mano, la certeza de un amor que no necesitaba más escenario que un banco al sol.

No una carrera brillante, ni una vida marcada por reconocimientos. Mi sueño era su voz, su presencia tranquila, el modo en que me miraba cuando nadie más lo hacía.

Y me costó entenderlo. Porque crecimos creyendo que los sueños debían ser grandes, espectaculares, medibles. Pero hay sueños pequeños, casi invisibles, que laten con más fuerza que cualquier triunfo. Y el mío, tan sencillo y profundo como eso, siempre había sido ÉL.


FIN
 
Vaya giro de guión más sorprendente.
En la versión de el, pensaba que ella había rehecho su vida y era Feliz y no podía hacer nada.
Pero ahora la realidad es que el era un monstruo y terminan juntos.
Lo que no entiendo es porque ella estaba allí con el monstruo si se supone que se habían separado.
Tendré que volver a leerlo.
 
A ver. Lo que entiendo releyendo el relato es que aquella vez que la vio, todavia eran felices y por eso pensaba que estaba todo perdido, la clave es que la vio con un carrito de niño.
Ahora creo que fue unos años después, no muchos y la cosa ha cambiado y se ha divorciado.
 
Así es Carlos, cuando la vio con su bebé , su marido aún no había mostrado su verdadera cara. Por eso él pensaba que seguía feliz en su nueva vida con su marido y su hija.
 

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