Mi hija, mi delirio

Cjbandolero

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Capítulo 1


Ramón empujó la puerta del baño con el hombro, los ojos fijos en el móvil. Un mensaje de trabajo, otro retraso en un pedido, la misma mierda de siempre. No oyó la música suave que emitía el altavoz portátil, ni notó el vapor que flotaba en el aire, ni escuchó los pasos suaves sobre el suelo. Solo levantó la vista cuando un jadeo corto, casi un grito, lo sacó de su burbuja. Celia estaba ahí, a dos pasos, con una toalla blanca a medio enrollar en la cintura. El pelo rubio, húmedo, le caía en mechones sobre los hombros. Sus pechos, grandes, naturales, talla 100 como él sabría después, estaban a la vista, brillando bajo la luz del baño, con gotas de agua deslizándose por la piel. Eran más grandes que los de Ana, su mujer, mucho más. Firmes, redondos, con unos pezones rosados que parecían gritarle algo que no quería escuchar. Ramón se quedó paralizado, el móvil casi se le cae de las manos.

—Joder, lo siento, Celia, yo… —balbuceó, dando un paso atrás, tropezando con el marco de la puerta.

Ella se cubrió rápido, subiendo la toalla con un movimiento torpe, pero no gritó ni se puso histérica. Solo lo miró, con esos ojos verdes que siempre parecían saber más de lo que decían.

—Tranquilo, papá, no pasa nada —dijo, con una calma que a Ramón le pareció fuera de lugar. Su voz era suave, casi divertida, como si él hubiera derramado café en la mesa y no como si acabara de verla medio desnuda.

Ramón cerró la puerta de un tirón, el corazón le latía en las sienes. Se apoyó contra la pared del pasillo, el móvil todavía en la mano, la pantalla ahora negra. “Mierda, mierda, mierda”, pensó. ¿Cómo no oyó la música? ¿Por qué no llamó antes de entrar? Pero, sobre todo, ¿por qué no podía quitarse de la cabeza la imagen de los pechos de su hija? Era como si se hubieran grabado a fuego en su retina, cada curva, cada gota de agua, cada detalle que no debería estar pensando. Bajó al salón, con las piernas temblándole un poco. La casa estaba en silencio, salvo por el murmullo lejano de la tele en la cocina, donde Ana, su mujer, preparaba algo para la cena. Ana, con su pelo castaño recogido en un moño descuidado, con la misma sudadera gris que usaba desde hace años, ya no era la mujer de la que se enamoró perdidamente. La chispa entre ellos se había apagado hacía tiempo, quizás después del nacimiento de Marcos, su hijo menor, o quizás antes, cuando las facturas y la rutina se comieron lo poco que quedaba de pasión. Hacían el amor de vez en cuando, como quien cumple un trámite, pero no era lo mismo, no había deseo, no había pasión, no había nada. Y ahora, esa imagen de Celia en el baño le quemaba por dentro.

Ramón se sentó en el sofá, fingiendo mirar el móvil, pero su cabeza estaba en otro lado. Intentó pensar en el trabajo, en el partido del fin de semana, en cualquier cosa. Pero no podía. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Celia, su piel húmeda, sus tetas, su mirada tranquila. “Es tu hija, imbécil”, se repetía, apretando los dientes. Pero no era de piedra. Nadie lo era.



La casa era un caos organizado, como siempre. En la cocina, Ana cortaba cebollas con un cuchillo que necesitaba afilarse desde hacía meses. El olor picante llenaba el aire, mezclado con el del aceite calentándose en la sartén. No había notado nada raro en Ramón, no aún. Estaba demasiado metida en su propio mundo: el trabajo en la oficina, las facturas que no dejaban de llegar, las discusiones con Marcos porque no estudiaba lo suficiente. A sus 47 años, Ana se sentía agotada, como si la vida le hubiera chupado la energía sin pedir permiso. No se daba cuenta de que Ramón apenas la miraba, de que sus conversaciones eran cada vez más cortas, más vacías.

Marcos, de 17 años, estaba en su habitación, con los auriculares puestos y el ordenador encendido. Jugaba a algo online, gritando de vez en cuando a sus amigos por el micrófono. Era un chico flaco, desgarbado, que todavía no sabía muy bien quién era ni qué quería. En cambio Celia siempre había sido la estrella de la familia, la que sacaba buenas notas, la que sonreía y hacía que todo pareciera fácil. Marcos, en cambio, era el que llegaba tarde, el que olvidaba las cosas, el que siempre estaba a la sombra de su hermana. La dinámica familiar tenía sus ritmos, sus rituales. Los viernes por la noche, cuando no había planes, cenaban juntos en el salón, viendo alguna serie que Ana elegía y que Marcos criticaba sin parar. Celia solía sentarse en el sillón, con las piernas cruzadas, haciendo comentarios ingeniosos que hacían reír a todos, incluso a Ramón, que a veces se sorprendía mirándola más de lo necesario. No era algo nuevo, esa admiración por su hija. Siempre había sido una niña especial, lista, carismática. Pero ahora, a sus 24 años, ya era toda una mujer y esa admiración empezaba a mezclarse con algo que lo incomodaba, algo que no quería nombrar.

Celia bajó al salón unos minutos después del incidente en el baño, con una camiseta holgada y unos leggings negros que marcaban cada curva de su cuerpo. Había pasado de ser la niña gordita casi insegura que se escondía en sudaderas grandes a una mujer que sabía exactamente cómo moverse, cómo mirar, cómo ocupar el espacio. No era delgada como las modelos de las revistas, pero tenía la carne donde debía estar: caderas anchas, muslos firmes, y esos pechos que parecían desafiar la gravedad. Se sentó en el sillón frente a Ramón, cruzando las piernas, y sacó el móvil.

—¿Qué tal el curro, papá? —preguntó, sin levantar la vista de la pantalla como si el incidente del baño fuera lo más normal del mundo.

Ramón se tensó, como si la voz de Celia fuera un cable eléctrico. La miró de reojo, intentando no fijarse en cómo la camiseta se le ajustaba al pecho, en cómo los leggings marcaban la curva de sus muslos.

—Bien, lo de siempre —respondió, con la voz un poco ronca. Carraspeó, tratando de sonar normal—. ¿Y tú? ¿Qué tal la uni?

Celia sonrió, una sonrisa que era a la vez inocente y peligrosa.

—Agobiante, pero ya sabes, me las apaño. Tengo un profe que es un pesado, pero bueno le sigo el rollo.

Ramón asintió, sin saber qué decir. Quería levantarse, irse a la cocina, hacer algo que lo sacara de ese sofá, pero no podía moverse. Era como si la presencia de Celia lo anclara, como si su cuerpo, su voz, su olor a champú de coco lo atraparan en una red invisible.

Celia siempre había visto a su padre de una manera diferente. De pequeña, cuando era una niña regordeta que se sentía fuera de lugar, Ramón era su héroe. La llevaba a hombros al parque, le enseñaba a montar en bici, le decía que era guapa aunque ella no se lo creyera. Con los años, esa admiración se transformó en algo más complejo. A los 16, empezó a fijarse en hombres mayores: profesores, amigos de su padre o de sus amigas, incluso algún actor de series que le recordaba a él. No era algo que analizara demasiado, pero estaba ahí, como un murmullo en el fondo de su cabeza. Ramón, con su pelo canoso en las sienes, sus manos grandes, su manera de hablar tranquila pero firme, era el modelo de todo lo que le atraía. No le molestó que la viera en el baño. Bueno, quizás un poco, por la sorpresa, pero no se sintió avergonzada. Al contrario, una parte de ella, una parte que no quería admitir del todo, se sintió… poderosa. La forma en que los ojos de Ramón se abrieron, la manera en que tartamudeó, le dio una especie de control que no esperaba. No era algo que hubiera planeado, pero ahora que había pasado, no podía evitar pensar en ello. Cuando bajó al salón, se sentó con intención. No es que quisiera provocarlo, no exactamente, pero tampoco iba a esconderse. La camiseta holgada dejaba ver el contorno de sus tetas, y los leggings eran los que sabía que le quedaban bien. No lo miró directamente, no quería que fuera obvio, pero notó cómo él evitaba sus ojos, cómo sus manos se movían nerviosas sobre el móvil. “Pobrecito”, pensó, con una mezcla de ternura y diversión. Pero también había algo más, algo que le aceleraba el pulso, algo que no estaba segura de querer explorar.



La cena esa noche fue como cualquier otra, pero para Ramón fue una tortura. Ana había hecho tortilla de patatas cn cebolla, la favorita de Marcos, y había una ensalada que nadie tocó. La tele estaba encendida, mostrando un reality que Ana seguía con atención mientras comentaba lo absurdos que eran los concursantes.

—Esa tía no tiene dos dedos de frente —dijo Ana, señalando la pantalla con el tenedor—. ¿Quién se mete en una casa con desconocidos para pelearse por un microondas?

Marcos, con la boca llena, soltó una risa.

—Pues tú lo ves, mamá, así que tan tonta no será.

Ana le dio un manotazo suave en el brazo.

—No es lo mismo, listillo. Yo no me meto en la tele a hacer el ridículo.

Celia, que estaba sentada al lado de Ramón, se rió, inclinándose un poco hacia él sin darse cuenta. Su brazo rozó el de él, un contacto breve, pero suficiente para que Ramón sintiera un escalofrío. Intentó concentrarse en la tortilla, en el comentario de Ana, en cualquier cosa que no fuera la imagen de Celia en el baño.

—¿Y tú, papá? ¿Qué harías si te metieran en un reality? —preguntó Celia, girándose hacia él con una sonrisa juguetona.

Ramón tragó saliva, sintiendo que todos los ojos estaban sobre él, aunque Ana seguía mirando la tele.

—No sé, supongo que me aburriría y me iría a dormir —dijo, intentando sonar casual. Pero su voz salió más tensa de lo que quería.

Celia se rió, y el sonido fue como un latigazo en su pecho.

—Qué soso eres, papá. Seguro que ganarías, con lo tranquilo que eres. Todo el mundo te votaría.

Ana levantó la vista, sonriendo por primera vez en la cena.

—Tu padre, tranquilo, dice. Si lo vieras en el trabajo, siempre gritando por el teléfono.

—No grito, Ana, hablo alto porque no me escuchan —respondió Ramón, agradecido por el cambio de tema.

La conversación siguió, con Marcos contando una anécdota del instituto y Ana quejándose de una compañera de trabajo. Pero Ramón apenas participaba. Cada vez que Celia hablaba, cada vez que se movía en su silla, él sentía su presencia como una corriente eléctrica. Intentaba no mirarla, pero sus ojos lo traicionaban. Un vistazo rápido a su camiseta, a la forma en que se ajustaba a sus pechos. Un vistazo a sus manos, que jugaban con el tenedor. Un vistazo a su boca, que sonreía mientras hablaba. “Para, joder”, se decía, pero no podía. Después de la cena, Marcos se encerró en su habitación, como siempre, y Ana se quedó fregando los platos. Ramón se ofreció a ayudar, pero ella lo despachó con un gesto.

—Ve a descansar, que tienes cara de muerto —dijo, sin mirarlo.

Ramón no discutió. Subió al baño, no porque necesitara ducharse, sino porque necesitaba estar solo. Cerró la puerta con pestillo, se quitó la camiseta y los vaqueros, y se metió bajo el chorro de agua caliente. El vapor llenó el aire, empañando el espejo, y por un momento, se sintió a salvo, como si el agua pudiera lavar no solo el sudor, sino también los pensamientos que lo atormentaban. Pero no fue así. Mientras el agua le caía por la espalda, cerró los ojos, y ahí estaba Celia. No podía evitarlo. La veía en el baño, con la toalla a medio subir, las tetas… joder que tetas, la piel brillante por el agua. Veía su sonrisa en el salón, la forma en que lo miraba, como si supiera algo que él no quería admitir. Veía sus curvas, su cuerpo, todo lo que no debería estar pensando. “Es tu hija”, se repetía, apoyando las manos contra los azulejos, dejando que el agua le golpeara la nuca. Pero no era de piedra. Nadie lo es.

Intentó pensar en Ana, en los primeros años, cuando todavía se reían juntos, cuando hacían el amor en el sofá del piso viejo sin preocuparse de si los vecinos oían. Pero la imagen de Ana se desvanecía, reemplazada por Celia, por su piel, por su voz. Se sentía como un traidor, como un monstruo, pero también sentía algo más, algo que lo hacía sentirse vivo por primera vez en años. Era deseo, puro, crudo, incontrolable. Abrió los ojos, jadeando, y cerró el grifo. Se quedó ahí, desnudo con la polla morcillona, con el agua goteando por su cuerpo, mirando su reflejo en el espejo empañado. “¿Qué coño te pasa?”, se preguntó. Era su hija. Su niña. La que había llevado al cole, la que había consolado cuando se caía de la bici. Pero ahora no era una niña. Era una mujer, una mujer que lo miraba de una manera que lo desarmaba, que lo hacía sentir cosas que no quería sentir. Esa noche, Ramón no durmió bien. Se quedó en el lado izquierdo de la cama, con Ana roncando suavemente a su lado. Intentó pensar en ella, en los buenos tiempos, pero no funcionó. Intentó pensar en el trabajo, en el partido del domingo, en cualquier cosa. Pero su cabeza volvía una y otra vez al baño, a Celia, a esas tetas que no tenían derecho a ser tan perfectas y que no sabía de quien las hubiera heredado, porque su mujer tenía el pecho muy pequeño. Se dio la vuelta, apretando los ojos, como si así pudiera borrar la imagen. Pero no podía.

A la mañana siguiente, el desayuno fue como siempre: Ana sirviendo café, Marcos comiendo cereales con la cabeza metida en el móvil con el tiktok de los cojones, Celia entrando tarde con una camiseta de tirantes que dejaba poco a la imaginación. Ramón intentó no mirarla, pero sus ojos lo traicionaron. Un vistazo rápido, suficiente para notar cómo la tela se ajustaba a su cuerpo, cómo sus pechos se movían ligeramente al sentarse. “Para, joder”, se dijo, clavando la vista en su taza de café.

—¿Estás bien, papá? —preguntó Celia, untando mantequilla en una tostada. Había un brillo en sus ojos, como si supiera algo que él no quería admitir.

—Si, sí, solo… cansado, no he dormido muy allá—murmuró Ramón, sintiendo que el calor le subía por el cuello.

Ana levantó la vista, frunciendo el ceño.

—Pues duerme más, que luego te quejas de que te duele la espalda —dijo, sin malicia, pero con ese tono de esposa que ya no se molesta en disimular la rutina.

Celia sonrió, solo un poco, y siguió comiendo. Ramón sintió que el aire en la cocina se volvía más denso, como si cada palabra, cada mirada, tuviera un peso que no podía ignorar.



El resto del día fue un infierno. En el trabajo, revisando facturas en la oficina de la fábrica, Ramón se sorprendía pensando en Celia. No solo en el baño, sino en cosas pequeñas: la forma en que se recogía el pelo, cómo se reía con los chistes malos de Marcos, cómo se sentaba en el sofá con las piernas cruzadas. Intentó distraerse, hablar con los compañeros, concentrarse en los números. Pero cada rato libre, su mente volvía a ella. En la pausa para el café, se sentó en la sala de descanso con Juan, un compañero que siempre tenía una historia que contar. Juan estaba hablando de su hijo pequeña, que había ganado un concurso de dibujo en el cole. Ramón asintió, sonriendo por cortesía, pero su cabeza estaba en otro lado.

—Oye, ¿tú qué tal con los tuyos? —preguntó Juan, dándole un codazo—. Celia ya es toda una mujer, ¿no? Debe de tener a los tíos haciendo cola.

Ramón se atragantó con el café, tosiendo para disimular.

—Si, bueno, ya sabes cómo es —dijo, con una risa forzada—. Siempre ocupada con la uni. Es muy responsable y toda una mujer, no como su hermano, que no tiene más mundo que los dichosos videojuegos.

Juan se rió, sin notar nada raro.

—Normal, con lo guapa que es. Pero cuidado, que luego te la roban y te quedas sin hija. Tu chico es un crio hombre, ya cambiará. —Dijo dándole una palmadita en el hombro—.

Ramón sonrió, pero por dentro se sentía como si le hubieran dado un puñetazo. “Guapa”. Claro que lo era. Demasiado. Y ese era el problema.



De vuelta en casa, la rutina siguió su curso. Ana estaba en el sofá, viendo una serie, con un cuaderno en el regazo donde apuntaba cosas del trabajo. Marcos estaba en su habitación, probablemente jugando. Celia llegó tarde, con una bolsa del súper en la mano.

—He traído helado —anunció, entrando en el salón con una sonrisa—. De chocolate, para variar.

Ana levantó la vista, agradecida.

—Eres un sol, Celia. Pero no comas mucho, que luego te quejas de que no te cabe la ropa.

Celia puso los ojos en blanco, riéndose.

—Mamá, relájate. Si me queda todo perfecto.

Ramón, que estaba en la cocina llenando un vaso de agua, sintió que el comentario le pegaba como un latigazo. “Perfecto”. Sí, todo en ella lo era. Demasiado perfecto. Se obligó a quedarse en la cocina, a no mirarla, a no pensar en cómo la ropa le marcaba las curvas.

Pero Celia entró, descalza, con la bolsa del helado todavía en la mano.

—¿Quieres un poco, papá? —preguntó, abriendo el congelador.

Ramón negó con la cabeza, sin mirarla.

—No, gracias cariño. Estoy lleno.

Ella se acercó, apoyándose en la encimera, tan cerca que él podía oler su perfume, una mezcla de coco y algo más dulce.

—Venga, no seas aburrido. Un poquito de helado no te va a matar.

Ramón la miró, solo un segundo, y fue un error. Sus ojos verdes, su sonrisa, la forma en que la camiseta se le pegaba al cuerpo. Todo en ella era una trampa, una que no sabía si quería evitar.

—Estoy bien, de verdad —dijo, dando un paso atrás, como si la encimera fuera un campo de minas.

Celia se encogió de hombros, pero no se movió.

—Tú te lo pierdes —dijo, y salió de la cocina con un balanceo de caderas que Ramón no pudo ignorar.

Esa noche, mientras Ana dormía a su lado, Ramón se quedó despierto, mirando el techo. La culpa lo carcomía, pero también había algo más, algo que lo hacía sentirse vivo, algo que no sentía desde hacía años. Era Celia. Su hija. Su niña. Pero también una mujer que lo miraba de una manera que lo desarmaba, que lo hacía cuestionarse todo. No sabía cuánto tiempo podría seguir así, luchando contra sí mismo, contra lo que sentía. No era de piedra. Y eso, precisamente, era el problema.

Continuará…
 
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