Luka en el Closet

Luka Zendejas

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7 Ene 2024
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La primera fase de descubrir que probablemente eres joto/maricón/gay/mediohombre/puto/homosexual (como sea que lo quieran llamar), es la negación... dicen que luego viene la aceptación y finalmente la resignación.
 
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CAPÍTULO 1​

DESCUBRIÉNDOME COMO LO QUE SOY​



La primera fase de descubrir que probablemente eres joto/maricón/gay/mediohombre/puto/homosexual (como sea que lo quieran llamar), es la negación... dicen que luego viene la aceptación y finalmente la resignación.

Yo no sé muy bien en qué fase me encuentro exactamente, pues aunque sé que ahora mismo querría estar a cuatro patas, desnudo, abriendo mis redondas nalgas para que una buena verga me encule… Nadie sabe… (posiblemente ni siquiera yo) sobre mi verdadera orientación sexual. O tal vez sí lo sé pero no lo quiero admitir. ¿Qué más da?

Mi nombre es Luka Zendejas, soy un chico dentro del closet y esta es mi historia.



*​

No recuerdo bien cuándo fue que me di cuenta de que había algo diferente en mí respecto a mi orientación sexual que no correspondía a los valores que mis padres, (sobre todo papá), me habían inculcado toda la vida: tal vez fue en mi adolescencia cuando descubrí que me gustaba físicamente mi mejor amigo Adrián, o quizá cuando comencé a notar que no tenía erecciones al mirar en la tele escenas donde aparecían chicas guapas y voluptuosas en ropa interior o desnudas (como les pasaba a los chicos de mi edad), aunque sí podía reconocer lo hermosas que eran.

Lo cierto es que desde muy chico me di cuenta que algo raro pasaba con mis hormonas y mis reacciones físicas consecuentes a las reacciones eróticas que tenía y que no correspondían a la que se supone que tendría que ser mi sexualidad. Me pasaba, sobre todo, cuando veía en televisión y revistas a chicos guapos, especialmente rudos y varoniles, con facciones briosas y tamaños fuertes y de complexiones vigorosas.

Soy de los que todavía creció viendo desnudos eróticos a escondidas de sus padres en canales de televisión de paga a deshoras de la noche, cuando todos se iban a dormir y tú te quedabas en la sala sintonizando canales en los que de pronto aparecían escenas… un tanto perturbadoras y de alto voltaje.

Mi primer acercamiento con los desnudos masculinos sucedió en una escena que encontré por casualidad en mi adolescencia, en un canal llamado Golden Choice en el que apareció una mujer completamente desnuda (la verdad es que al vivir con puras hermanas a las que desde niño había visto, sin querer, desnudas, no le tomé tanta importancia) siendo cogida salvajemente por un hombre musculoso que la hacía gemir de placer. Aquellos desnudos no mostraban los genitales pudendos de ninguno de los dos, pero sí se veían sus nalgas y el pecho, y eso me perturbó.

Con aquella escena me pareció raro que me llamara mucho más la atención el desnudo de aquél apuesto hombre en lugar del de la preciosa chica, que es como se supone que tenía que ocurrir: pese a la voluptuosidad de la mujer, mi mente y mi cuerpo reaccionaron más fuerte a las deliciosas y consistentes nalgas del hombre musculoso, las cuales se tensaban en cada embestida, mientras su tonificado cuerpo lucía empapado de sudor.

El abdomen de aquel semental tenía perfectamente marcados sus músculos, con una geografía carnal de relieves en sus pectorales y en sus hinchados y perfectos bíceps que me la pusieron tan dura como un riel de tren. Me atrajo su varonil mandíbula al bufar mientras se cogía a la chica, y aquella inmensa y pétrea espalda que se contraía en cada penetración me dejó sin aliento.

Recuerdo haber gemido mientras me jalaba mi falo, sin perder de vista por ningún instante a ese varón de piel bronceada que brillaba por una especie de luminosidad que la fotografía de la película nos prodigaba a los espectadores. Su ancha espalda se arqueaba durante las embestidas. Con sus poderosas manos sujetaba las caderas de la hembra y se impulsaba una y otra vez hasta que sus robustos muslos azotaban contra las nalgas de la chica.

Tuve un ataque de pánico cuando eyaculé fantaseando con estar en lugar de aquella mujer de la película, en esa misma postura, desnudo en una cama enorme, con el culo echado hacia atrás y sintiendo el tacto de las fuertes manos del macho apretándome las caderas. Al limpiarme con una toalla en el baño me sentí sucio, inmoral y pecador. Tuve miedo de mirarme en el espejo y reconocerme como esos «maricones» que papá tanto aborrecía y de los que mis primos se burlaban en la calle.

—¡Diosito, Diosito… no me puede estar pasando esto…! —me repetí en mi cuarto mil veces—. ¡No! ¡No!

Pero hay cosas que no se pueden evitar, y sentirte atraído por determinados sexos es uno de ellos.

*​

A veces culpo mis inclinaciones sexuales a que crecí en una familia donde tuve puras mujeres como hermanas (3 en concreto), siendo yo el único varón. No sé si fueron sus delicadas maneras las que se fueron adhiriendo a mí, o tal vez de lo que hablaban, cuando sus conversaciones iban sobre “hombres apuestos”, los que condicionaron mi sexualidad.

Lo cierto es que lo que se supone que me tenía que gustar, no me gustaba, y lo que tenía que rechazar… no lo rechazaba. No muy tarde me di cuenta que las aficiones de mis primos y de mis amigos no eran las mías. Mi fascinación por el futbol se limitaba a mirarles las piernas torneadas y velludas a los chicos que jugaban en los dos equipos en lugar del tipo de jugadas o las maniobras que hacían en equipo para ganar.

Las secreciones masculinas de los cuerpos de los chicos, sus calcetas sucias cuando se descalzaban, o sus pies sudorosos y largos cuando se metían a la ducha me excitaban a más no poder. No entendía por qué me ocurría esto, pero siempre tenía que simular muy bien mis miradas para nadie descubriera mis inspecciones lascivas que muchas veces me conducían al baño para masturbarme.

Nací en una familia tradicional mexicana de Arandas, en los altos de Jalisco, donde ser homosexual todavía implica tener una maldición en la familia y un rechazo social semejante a si fueras un asesino serial. Quizá por eso nunca tuve la confianza de preguntar ni siquiera a mis hermanas (cuanto menos a mi madre o a papá) sobre las dudas que tenía respecto a mi fascinación por los varones. Me habrían crucificado en la puerta de la iglesia o quizá quemado vivo en leña verde.

A pesar del rechazo que había hacia los homosexuales, en mi entorno veía cómo los hombres se agarraban las nalgas entre sí a modo de jugarreta, o los más extremos incluso apretándose sus miembros los unos contra los otros.

Desde adolescente tuve muchas ganas de estudiar enfermería: mi vocación por proveer de cuidados al paciente en sus diferentes afecciones me atraía sobremanera, pero papá se opuso terminantemente diciéndome que todos los hombres que entraban a esa carrera terminaban siendo maricones, así que vi frustradas mis aspiraciones y me vi obligado a elegir la facultad de arquitectura en la universidad: una carrera que más bien era el sueño frustrado de mi padre.

Por lo tanto, mientras estaba en la preparatoria, me contenté con estudiar en los veranos cursos de primeros auxilios, tras lo cual mi padre, de nombre Lucas Zendejas, me forzó a ofrecerme como voluntario como “para médico” en los partidos de futbol amateur de la colonia donde él hacía de “director técnico”.

Allí vi los primeros desnudos masculinos en vivo y en directo. Me sorprendió la forma en que los chicos, casi todos de mi edad, andaban desnudos delante de otros chicos con mucha facilidad en las regaderas, sin tabúes ni indiscretas miradas (como las mías). Ellos eran atléticos, altos y bien formados. Al terminar los partidos de fútbol era lo primero que hacían, ir a las regaderas y ducharse. Fue una fortuna que yo anduviera vestido, y cuando estaba en privado comencé a notar que mi pene no estaba tan desarrollado como el de ellos, pero sí lo estaban mis nalgas y mis caderas, que francamente eran bastante grandes en comparación del resto de mi cuerpo.

Es como si la naturaleza por algún momento hubiera considerado que yo fuera mujer, y que por algún motivo, al final se hubiera arrepentido y me hubiera dejado como hombre... quitándome todas las características físicas femeninas, excepto mis nalgas y mis caderas… Y qué decir de mi apasionada atracción hacia los varones.

*​

Papá es constructor, así que antes solía viajar a grandes ciudades con la constructora que lo contrataba, lo que implicó que yo desde niño me quedara con mi madre y con mis hermanas pues tenía que ir a escuela, y esto se tradujo a que en lugar de hacer trabajos rudos «de hombres» aprendiera a cocinar, a hacer el aseo y las compras del hogar y hasta algo de costura, cuando tenía que coser algún pantalón con la máquina de mamá.

Aunque yo me sentía feliz y me consideraba un chico funcional, cuando papá descubrió mis nuevas aptitudes del hogar me tildó de “afeminado”, me prohibió terminantemente volver a entrar a la cocina y rompió a patadas la máquina de coser de mi madre, que para mayor tragedia había pertenecido a mi abuela.

—¡Pero qué has hecho, Lucas! —recuerdo el compungido grito de mi madre mientras recogía los pedazos de su máquina—. ¡Tenía un valor sentimental incalculable! ¡Eres un salvaje y un egoísta!

—¡Eso debiste de haber pensado antes de convertir a mi único hijo varón en un afeminado, Karina! ¿No ves que mis amigos comienzan a burlarse de mí por los ademanes de este cabrón?

Yo estaba replegado en la pared opuesta, temblando de miedo. No sería ni la primera ni la última vez que mi padre me diera una paliza, así que me sentía amenazado.

—¡Ese no es motivo suficiente para que hayas roto mi máquina de coser y mucho menos que tildes a Luka de afeminado!

—¡¿No lo estás viendo, mujer?! ¡Míralo ahí lloriqueando como niñita! ¡Pero yo lo voy a enmendar en el camino!

—¡Luka te tiene miedo, eso es lo que sucede!¡Nunca lo escuchas, siempre lo juzgas, jamás conversas con él! ¡Luka es un buen muchacho que merece tu consideración y no que lo trates así!

—¡Ninguna consideración, Karina! Es más, desde ahora Luka se vendrá a trabajar conmigo los fines de semana y este último verano que pasará con nosotros antes de irse a la facultad, a ver si así le quito esos gestos y movimientos amanerados que lo hacen parecer maricón!

Cuando papá se marchó de casa, milagrosamente sin golpearme, corrí hasta mamá, que se llama Karina, y la abracé muy fuerte, pues ella lloraba de impotencia.

—¡Lo siento tanto, mamá…! —sollocé con ella.

Dicen que me parezco a mamá demasiado. El color de mis ojos son como los suyos, lo mismo pasa con mi cabello rubio castaño. Es curioso, porque mis hermanas se parecen a mi papá.

—Tú no tienes la culpa de que tu padre sea un neandertal que no entiende maneras, mi Luka querido.

—¡De todos modos, mamá, mira lo que hizo con tu máquina! Pero te juro que cuando tenga dinero suficiente, lo primero que haré será comprarte tu máquina.

Allí apenas tenía 17 años… y lo que más deseaba era cumplir los dieciocho para largarme a Guadalajara a estudiar la Facultad.

*​

Admito que siempre le he tenido un miedo brutal a mi padre, y muchas veces me he preguntado por qué no saqué ni un poco de su carácter o masculinidad. Querría poder defenderme o por lo menos ser la mitad de varonil que él. Pero así son las cosas.

Trabajar de albañil a su lado fue lo peor que me pudo pasar ese verano. Eran jornadas extenuantes y agotadoras que no sé cómo pude soportar, sobre todo porque no tenía ni la experiencia ni la fuerza física para lograrlo.

Yo soy más bien delgado, frágil y con la piel bastante blanca y sensible, por lo que ese verano terminé con quemaduras muy graves en la cara y con llagas profundas y ardorosas en mis manos y en mis pies.

En Arandas Jalisco predomina una población muy blanca, que es mi caso, los famosos “güeros de rancho”. Yo soy uno de ellos, blanco, rubio castaño de pelo y con unos ojos verdes que cualquiera podría juzgar bonitos, pero que para mí no lo son tanto, dado que parecen el resultado de un caldo de verduras verdes cuando se echa a perder.

De piel habría preferido ser más moreno, para que fuese más resistente a los inclementes embates del sol. Es cuestión de que me exponga unos minutos al medio día para terminar como jitomate maduro y con un ardor y quemaduras insoportables que sólo se me quitan poniéndome ungüentos o hielo.

Papá siempre consideró que yo exageraba al usar tantas cremas corporales «pareces vieja, usando esas chingaderas, cabrón. Como te vuelva a ver que te pones cremas en la cara te voy a dar una santa monda…»

Y ni qué decir de la sensibilidad de mis manos, las que en 17 años jamás habían estado expuestas a ningún trabajo de ese tipo. Juro que le echaba ganas, pero apenas podía cargar los botes repletos de mezcla de arena, cal y cemento. Veía con envidia cómo mis compañeros, algunos no más mayores que yo, se ponían las cubetas en los hombros con una facilidad ridícula.

Todos me miraban con desdén y burla. Yo no les agradaba en absoluto porque creían que era demasiado delicado y presumido. Y si encima era el hijo del líder de flotilla… todo empeoraba. Ellos disfrutaban de los regaños públicos que mi padre me prodigaba. Yo ni siquiera me sentía capaz de recordarle que no tenía experiencia en la construcción, y que me era muy difícil entender o hacer lo que me mandaban.

Aun así, traté de sobrevivir y trabajar como un campeón. Los únicos ratos de satisfacción, entre todo lo malo que había, era que muchos de mis compañeros eran demasiado atractivos y musculosos. Además que mirarlos sudados, con sus pechos desnudos y sus brazos poderosos repletos de músculos levantando ladrillos, cubetas con arena y grava, era un incentivo importante para mí que me daba ánimos y me recordaba que al menos tenía una razón para despertarme desde muy temprano todas las mañanas e ir a matarme a ese lugar.

Recuerdo que un día, mientras llenaba las carretillas de mis compañeros de arena, cal y cemento, me puse unas vendas en las manos dado lo sangrantes y masacradas que las tenía. También me puse en la cabeza un sombrero viejo de paja que me encontré por allí a fin de que me cubriera de los intempestivos rayos del sol que ya tenían mi rostro ardiendo y quemado, lo cual significó el peor error que pude cometer en mi vida, pues mi padre se puso furioso:

—¿Por qué chingados te has vendado las manos, Luka? ¿Y qué mierdas significa ese sombrero como si fueras arriero?

Todos mis compañeros a mi alrededor contuvieron la respiración mientras yo soltaba la pala y veía a papá delante de mí.

—Es… que yo… Mira mi cara… papá… la tengo quemada… me está ardiendo… Me duele mucho. Y de las manos… yo… Estoy sangrando, papá… los dedos se me agrietaron y me arden con la cal y el cemento…

—¡Ay, pues perdón! —exclamó, mientras mis compañeros se echaban a reír—, ¡que a la señorita se le arruinará el manicure!

Que se burlara de mí de esa manera y delante de mis compañeros fue sumamente vergonzoso y duro para mí.

—¡Te juro que estoy sangrando, papá… mira mis vendas… están estilando y…!

No podré olvidar jamás las tres horas de sordera que padecí después de la fuerte bofetada que me propinó por responderle, seguido de nuevas imprecaciones:

—¡Quítate ese ridículo sombrero de la cabeza y desde ya deshazte de esas putas vendas de las manos y aprende a trabajar como los hombres!

Lo que más me dolió y me dejó marcado de por vida, fue que aquella agresión recibida por su parte me la hiciera delante de todos mis compañeros de trabajo, los que de por sí ya sentían cierto rechazo hacia mí por ser hijo del jefe de cuadrilla, y al que consideraban un niñito «delicado» y «mimado» que no sabía hacer nada.

Los oí burlarse discretamente en mi delante mientras yo tenía ganas de llorar, ya no sé si por el dolor de mis heridas, por la bofetada, mi sordera o por la terrible vergüenza.

Alguien que estaba detrás de mí tuvo que largarse a otro lado porque no se aguantaba la risa. Yo estaba tan quieto, tan asustado y tan avergonzado, que tuve que bajar la mirada al suelo. Me forcé para no llorar delante de todos y para que mis piernas me siguieran sosteniendo a medida que me sentía expuesto y señalado en medio de aquella casona que se estaba construyendo.

—¡El hombre debe de sangrar, Luka, debe lastimarse y sentirse orgulloso de sus heridas!, ¿crees que a las mujeres les gustan los hombres con las manos suavecitas? —me señaló mi padre—. ¡Solo los maricones tienen las manos blandas y sedosas! ¡Vamos… quítate las vendas y el sombrero! Y los demás, ¡a trabajar cabrones!

Fue la peor humillación que había tenido en toda mi vida al tenerme que quitar mi sombrero ante la mirada burlona de los albañiles. Me sentía expuesto y señalado. A pesar de que papá les había ordenado volver a sus puestos, sentía las miradas de todos puestas en mí.

La peor parte fue cuando traté de retirarme las vendas de las manos y descubrí que éstas se me habían pegado en la carne viva de mis palmas. Era un dolor insoportable. Por más que intentaba arrancármelas, más dolor sentía. Pero entonces, rato después, apareció alguien que no había visto antes y que, para mi sorpresa, se compadeció de mí, diciéndome con voz fuerte:

—Échate agua para que se te despeguen las vendas de las manos.

*​

Me giré, todavía aturdido, y me encontré con un joven hombre alto y fibroso, de brazos fuertes y poderosos que rellenaban en exceso su camisa de cuadros. Tenía la piel morena, más bien bronceada, una mandíbula recta que estaba revestida por una barba arreglada por algún barbero, y me observaba con una expresión que no pude definir si era de asco o de lástima.

—Yo… gracias… —me escuché decirle al atractivo hombre en medio de mi sordera—… iré por agua.

—Acá, de este lado hay un aljibe. Ven —me dijo, y noté que su vozarrón era más gutural que la primera vez.

Cuando miré a mi alrededor ya todos mis compañeros se habían desperdigado. El recién llegado, que debía de medir algunos 1.90 metros contra mis 1.75, me dio la espalda y comenzó a caminar hacia la parte trasera de la finca en construcción. Sin saber por qué, yo lo seguí.

«¿Quién será este tipo?»

A juzgar por el redondo de su duro culo, que se insinuaba a través de sus vaqueros, y sus fuertes y trabajadas piernas que se apretaban a la mezclilla, me dije que el compasivo hombrezote se ejercitaba frecuentemente.

Levanté la vista para que no me descubriera viéndole las nalgas y las piernas, pero entonces me encontré con que su ancha y vigorosa espalda que parecía querer explotar dentro de su camisa fit Slim.

—Pfff —resoplé sintiendo un ligero calor en mi pelvis y continué andando detrás de él.

Cuando doblamos hacia la parte trasera de la construcción el hombrezote agarró una cubeta vacía que estaba por ahí y sacó agua del aljibe que yacía en el centro del lugar y me la puso delante de mis pies. Me pidió que me humedeciera las manos para que se despegara la tela de mis palmas y yo lo hice con torpeza, sintiéndome incómodamente observado.

Me puse a cuclillas y sin saber la razón casi puedo jurar que el hombre me estaba mirando el culo que, como ya he dicho antes, siempre ha sido bastante prominente.

—¿Eres nuevo? —me preguntó segundos después.

Con las manos en la cubeta levanté mi rostro y lo miré. Sus ojos negros ya estaban puestos en mi rostro, escudriñándome. Su perfil era muy varonil y sexy.

—¿Perdone?

—Que si eres nuevo —enarcó una ceja, lo que lo hizo parecer más sensual—. No te había visto por aquí.

—S…í… bueno… tengo un par de semanas, apenas.

Lo observé de nuevo, sintiéndome pequeñito delante de su enorme figura. ¿Él era el dueño de la casa?

—He venido a supervisar la obra y nunca te había visto por aquí —Con su respuesta casi pude concretizar que se trataba del dueño de esa finca—, ¿quién te contrató?

¡Madre mía! Temí que mi padre me hubiera llevado a trabajar a ese lugar sin el consentimiento de aquél hombre, y ante el temor de que pudiera meterlo en problemas sólo pude responder:

—No, no, no, bueno sí. Quiero decir… en realidad… yo solo vengo de aprendiz… nadie me está pagando nada… Quiero decir que a lo mejor cuando usted viene yo estoy en algún otro lugar de aquí ayudando… por eso no habíamos coincidido.

—¿Aprendiz? —El hombrezote miró la construcción de la parte trasera y luego me preguntó—, ¿y dices que no te pagan?

Mierda… Creí haber metido la pata, así que me hice el desentendido y ya no respondí, hasta que él me hizo una nueva pregunta que por lo menos sí pude contestar:

—Oye, aprendiz, ¿entonces ya no estudias?

—Oh, sí, acabo de terminar la preparatoria. En verano me iré a Guadalajara a estudiar arquitectura.

—¿En serio? —pareció sorprendido—. Pues qué casualidad, ¿eh? Porque yo soy arquitecto… El arquitecto de esta obra.

¡Santa madre de Dios! Así que no era el dueño, sino el arquitecto. Aunque debí de imaginarlo, de todos modos me sorprendí. Sobre todo porque el hombre estaba enterándose de que el chico que estudiaría arquitectura era un pobre diablo que ni siquiera sabía agarrar una pala. Así que ya no supe qué más responder.

—Oye, aprendiz, ¿y cómo te llamas?

—Yo… me llamo… Luka —respondí nervioso.

—Está bien, Lucas.

Debí de preguntarle por educación que cuál era el suyo, pero en verdad que me sentía muy nervioso. Cuando entro en pánico me pongo más estúpido que de costumbre. Todo era bastante bochornoso para mí. Sobre todo porque yo estaba muy mugroso, seguramente hediondo de sudor y con el pantalón roto de una pierna, sin pasar por alto el pelo enredado de mi cabeza que debía de parecer un nido de pichón.

En cambio el joven y atractivo arquitecto estaba perfecto. Lucía limpio, olía exquisito, y su ropa y botas permanecían inmaculadas. Y qué decir de su corte de pelo tipo militar y esa barba recortada que cubría sensualmente su perfecta mandíbula y que lo hacía lucir muy varonil y hasta dominante.

—Deja esas manos un poco más en el agua, hasta que se ablanden las costras —me ordenó cuando vio que en mi primer intento no pude despegarme las vendas.

—Sí… lo haré —asentí, mirándolo de nuevo.

—Tienes la cara muy roja… aprendiz —me dijo sin decir mi nombre, aun si ya se lo había dicho—, más bien me atrevería a decir que tienes la cara quemada.

—Oh, sí —suspiré—, lo siento… es por el sol.

—Ponte una gorra o un sombrero, entonces —me lo dijo casi como una orden, creyendo, quizá, que yo era lo bastante idiota para no haberlo considerado antes.

No sé hasta qué punto aquél hombrezote de brazos musculosos y espalda ancha habría escuchado la reprimenda que yo había recibido de papá, así que evité ser imprudente, diciendo:

—Tenía uno puesto… pero… decidí ya no usarlo.

—¿Por qué?

«Porque, según mi padre, un hombre, para ser hombre, debe de experimentar dolor y las penurias del ambiente…»

—Porque… me quedaba un poco ajustado.

—Okey —Sus «Okey» eran bastante duros y golpeados.

Volví mis ojos a la cubeta y cuando decidí que las costras ya se habían ablandado, con todo el dolor de mi corazón, decidí sacarme primero las vendas de la mano derecha. Apreté los dientes, muy fuerte, para disimular el dolor que sentía al desprenderme las telas de las heridas vivas de mis palmas.

—¿Dónde están? —me preguntó el hombrezote cuando vio las brutales heridas de mi mano sin vendas.

—¿Qué cosa?

—Las vendas limpias.

—¿Vendas limpias? No, señor, no hay vendas limpias, sólo me las quiero quitar.

—Primero —me dijo el arquitecto farfullando—, nada de señor, que apenas tengo 31 años, me llamo Fabián Ruelas. Y segundo, ¿por qué te estás retirando el vendaje si no tienes vendas nuevas?

Entendí, entonces, que el arquitecto Ruelas no había atestiguado del todo la discusión que acababa de tener con mi padre, y que su solicitud para que yo me quitara las vendas con agua fue porque al acercarse notó que se me habían pegado a mis heridas y presumió que pretendía cambiarlas por otras.

—Porque… ya no las necesito —intenté sonar convincente, para evitar señalar a papá y que luego éste me volviera a pegar por chismoso.

—¿No las necesitas? —El arquitecto se cruzó de brazos, los cuales brotaron sugerentemente en su camisa ajustada—… Si tienes las manos destrozadas.

Tragué saliva cuando me saqué la otra venda y la sangre de ambas manos comenzó a teñir el agua de la cubeta de rojo. El hermoso semental tenía razón. Tenía mis manos destrozadas.

—No… importa, en verdad, arquitecto.

—Le pediré a Lucas que traiga vendas nuevas para ti —dijo en un tono fuerte.

—Ay, no, no, ¿cómo cree?, no es necesario, señ… quiero decir, arquitecto Fabián Ruelas, yo así estoy bien, gracias.

Apenas me puse de pie cuando el musculoso arquitecto echó un grito a quién sabe dónde, diciendo:

—Hey, Lucas, venga aquí, por favor.

Las piernas se me hicieron gelatinas cuando el arquitecto mandó llamar a mi padre. Todavía estaba temblando cuando papá se próximo a él y le dijo:

—Qué tal, arqui, ¿hace cuánto que anda por aquí? Ah, veo que ya conoce a mi hijo.

Por primera vez en la vida, noté que mi padre me presentaba a un conocido suyo con orgullo. El arquitecto, por su parte, me observó con una ceja enarcada.

—Se llama Luka Zendejas, es mi único hijo varón.

Tragué saliva cuando papá echó su brazo en mi hombro y me presentó como “su único hijo varón”

—Qué sorpresa —respondió el arquitecto mirándome acusadoramente, aunque no entendí por qué—. No sabía que Luka era su hijo, pero justo nos estábamos conociendo.

—Sí, sí, arqui —respondió papá, palmeándome muy fuerte la espalda—. De hecho mi muchacho estudiará en Guadalajara la carrera de arquitectura. Hace dos semanas hizo el examen de admisión.

—Una sabia decisión —sonrió el perfecto hombre luciendo una blanca dentadura y unos hermosos hoyuelos que enternecieron su severa mirada—. También me lo estaba diciendo, ¿pero por qué nunca me lo dijo, hombre? Que su hijo estudiaría arquitectura en Guadalajara. Yo tengo mis propios contactos allá.

—Será que no se presentó la oportunidad, arquitecto.

Por un momento me sentí ofendido de que estuvieran hablando de mí como si no estuviera presente. Por fortuna el arquitecto Fabián me involucró en la conversación cuando me preguntó:

—¿Y en qué universidad vas a estudiar, Luka?

—En la UDG, señor… Quiero decir, arquitecto.

—¿No me digas que en el campus de Huentitán?

—Sí, justo ahí, que es donde ofrecen la carrera.

—¿Sabes que cerca de allí tengo mi casa?

—¿De veras? No lo sabía…

¿Cómo habría de saberlo si apenas lo conocía?

Mi padre volvió a palmear mi espalda y el arquitecto continuó con su sorpresivo interrogatorio:

—¿Ya tienes dónde vivir, Luka?

—No, yo… —¿Cómo carajos iba tener dónde vivir si ni siquiera tenía la certeza de que me admitirían?

—Pues ya está, señor Zendejas —se dirigió ahora a mi padre—. Mi casa es enorme, de hecho ahí mismo tengo mi oficina. No me importaría darle hospedaje a su hijo si usted tiene dificultades para…

—¡Pero cómo se va usted a molestar, arquitecto! —se enorgulleció mi padre indisimuladamente.

—No tengo problema, Lucas.

—¿Lo dice en serio? —continuó mi papá.

—Por supuesto, Lucas. No me importaría darle alojo a un estudiante de arquitectura, al cual, podría venirle bien vivir con alguien como yo que tiene experiencia en el ramo. Se ve que su hijo es un muchacho bien criado y con buenos valores.

Cuando el perfecto machote me observó a la cara, volví a sentirme pequeñito. Qué ridículo me vería.

—Oh, sí, arquitecto, de eso no tenga la menor duda. Yo personalmente me he encargado de darle una educación irreprochable, para hacerlo un hombre de bien. Mírelo usted con sus propios ojos, aun sin experiencia, Luka se encuentra aquí en la obra, aprendiendo.

—Siempre he dicho que un arquitecto se debe forjar desde la obra, desde sus cimientos —coincidió el «arqui».

—Es justo lo que le digo a Luka.

—Pues no se hable más, señor Zendejas. Tan pronto le confirmen a su hijo que fue admitido en la universidad, no dude en hacérmelo saber.

—¡No tenga la menor duda, arquitecto! Y por favor, tenga la seguridad de que le pagaré el alojo mensualmente según como usted…

—¿Quién habló de pagar nada? —dijo el arquitecto, observándome de repente con una mirada animalesca y hambreada que me asustó—. Tengo pensado cobrarme el alojo con especie…

No sé si fue mi impresión o el arquitecto se relamió los labios mientras miraba mi culo.

—¿Cómo ha dicho, arqui? —preguntó papá un tanto confundido.

—Quiero decir, Lucas, que su hijo podría servirme de asistente en sus tiempos libres. Si Luka se va empapando de mi experiencia, mejor para él, ¿no cree?

—¡Oh, tanto mejor, arquitecto! No sé cómo agradecerle tanta generosidad. Luka estará complacido de ser su asistente y de servirle como usted mande.

La amplitud de lo que mi padre estaba prometiéndole al arquitecto Fabián Ruelas por mí me dejaba en una atemorizante desventaja.

—Eso es justo lo que espero —comentó el arquitecto sonriendo diabólicamente—, que su hijo… me obedezca y me complazca en absolutamente todo.

—Así será, arqui —dijo papá, satisfecho con el trato.

—Por cierto, don Lucas, haga que su hijo use un sombrero de ahora en adelante y que no vuelva a la obra hasta que se le hayan curado sus heridas.

—Como usted dig…

—Y… por favor, Lucas… que no sepa otra vez que su muchacho está aquí trabajando sin recibir ningún sueldo.

Cuando el arquitecto Ruelas se marchó, creí que mi padre me reprendería por las indicaciones que éste le había dado. No obstante, parecía bastante entusiasmado:

—¿Ves, cabrón? Tú que estabas renegando por venir a trabajar a la obra, y ahora mismo te acabas de ganar el favor de uno de los arquitectos más famosos, prestigiados y jóvenes de Jalisco.

Todo había pasado tan rápido y de forma tan casual, que apenas podía creer que sin siquiera conocernos, un atractivo y sensual arquitecto… me hubiera ofrecido su mansión para vivir con él en tanto durara en la facultad de arquitectura… Siendo mis servicios, y no sabía qué clase de servicios, con lo que abnegadamente pagaría su exquisita generosidad.

Mi i n s t a g r a m de autor: /lukazendejas
 
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