La vieja me ¿violó?

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Invitado
La tienda de ropa olía a tela nueva y perfume barato, con perchas llenas de vestidos brillando bajo las luces fluorescentes. Yo a mis 15, paseaba entre los pasillos, mis dedos rozando una blusa de seda que sabía que no podía pagar. La tentación era fuerte, y cuando creí que nadie miraba, deslicé la prenda bajo mi chaqueta, mi corazón latiendo con adrenalina. Pero no conté con Claudia, la dueña. A sus 57 años, era una figura imponente, su cuerpo robusto desbordando el vestido que llevaba, la tela tensa sobre su figura algo obesa. Su rostro, surcado de arrugas profundas y con un brillo grasoso, me hizo estremecer cuando sus ojos, pequeños y hundidos, se clavaron en mí desde el mostrador. Su cabello gris, recogido en un moño desaliñado, y el olor agrio de su sudor me revolvieron el estómago. Intenté salir, pero su voz, áspera y cortante, me detuvo.

—Niña, ven aquí —ordenó, señalando una puerta al fondo de la tienda. Mi cuerpo se tensó, pero la seguí, mis pasos vacilantes. La puerta se cerró tras nosotras, atrapándome en una oficina pequeña y desordenada, con pilas de facturas sobre un escritorio y una bombilla tenue parpadeando y haciendo ruido en el techo.

—¿Crees que no vi lo que hiciste? —dijo, su tono cargado de desprecio. Se acercó, su cuerpo bloqueando la salida. El olor rancio de su perfume me golpeó, y retrocedí hasta que mi espalda chocó contra una pared cubierta de cajas. —Saca la blusa. Ahora.

Intenté mentir, mi voz temblorosa. —No sé de qué habla… —balbuceé, pero ella se acercó más, su presencia abrumadora. —¡No me toques! — exclamé, empujando con ambas manos contra su pecho. Mis palmas chocaron contra la tela áspera de su vestido, pero su cuerpo, pesado y sólido, apenas se movió. Era mucho más fuerte, su masa física una ventaja aplastante. Intenté forcejear, girando las caderas para deslizarme a un lado, pero ella me atrapó, presionando su cuerpo contra el mío. Sus pechos, voluminosos y blandos, aplastaron los míos, y el roce de su vestido, ligeramente húmedo de sudor, me hizo estremecer de asco. Empujé de nuevo, mis uñas clavándose en sus brazos, pero ella capturó mis muñecas con una mano, sus dedos gruesos apretando con fuerza mientras las levantaba sobre mi cabeza. Su muslo, ancho y pesado, se deslizó entre mis piernas, forzándolas a separarse bajo mi falda corta. Intenté cerrar los muslos, mis músculos temblando por el esfuerzo, pero su fuerza era implacable, y el contacto de su cadera contra la mía despertó un calor traicionero que me horrorizó.

Sus labios, finos y agrietados, se cernieron sobre los míos, su aliento cálido y ligeramente agrio rozándome. —¿Crees que puedes robarme y salirte con la tuya, niña? —susurró, y antes de que pudiera responder, su boca se estrelló contra la mía. El beso fue torpe, invasivo, su lengua forzando su camino con una urgencia que me hizo retroceder contra las cajas. Sus dientes rozaron mi labio, un mordisco que dolió más de lo que excitó. Intenté girar la cabeza, mis hombros forcejeando contra su agarre, pero su mano libre se enredó en mi cabello, tirando con brusquedad para mantenerme en mi lugar. Su lengua exploró mi boca, y un gemido involuntario se me escapó, un sonido que me avergonzó profundamente.

Se apartó lo justo para mirarme, sus ojos brillando con una satisfacción cruel. —Vaya, pequeña… parece que tu cuerpo no miente como tú —dijo, su tono burlón y viscoso. Sus manos, torpes pero decididas, atacaron mi chaqueta, arrancándola para revelar la blusa robada. La tiró al suelo y desabrochó mi camiseta con una rapidez que rasgó la tela. Intenté cubrirme, cruzando los brazos sobre mi pecho, pero ella los apartó con un manotazo, dejando mi piel expuesta. El aire frío de la oficina endureció mis pezones bajo el encaje de mi sujetador, y su mirada codiciosa me hizo sentir vulnerable, atrapada.

—¡Para! —grité, pero mi voz era un susurro débil bajo el zumbido de la bombilla. Claudia deslizó sus manos bajo mi sujetador, levantándolo con un tirón que me hizo jadear. Sus dedos, ásperos y cálidos, rozaron mis pechos, apretando con una rudeza que me arrancó un gemido. Mi cuerpo, traidor, respondió, un calor húmedo acumulándose entre mis piernas, y la vergüenza me quemó las mejillas.

—No me das órdenes —gruñó, empujándome contra el escritorio. El borde de madera se clavó en mis caderas mientras ella levantaba mi falda con una brusquedad que rasgó la costura. Sus dedos encontraron mi ropa interior, arrancándola con un movimiento que me dejó expuesta. El aire chocó contra mi piel, pero su mirada, hambrienta y dominante, era lo que realmente me consumía.

Intenté una última resistencia, empujando contra su pecho con las palmas abiertas, pero ella se inclinó más, su peso inmovilizándome. Sus manos separaron mis muslos con una autoridad implacable, y su aliento, cálido y pesado, rozó mi centro. Antes de que pudiera prepararme, su lengua me encontró. El primer contacto fue un choque, torpe pero intenso, que me arrancó un grito. Mis manos se aferraron al borde del escritorio, mis uñas clavándose en la madera mientras su boca exploraba, succionaba, reclamaba.

Su lengua, aunque carente de delicadeza, era insistente, trazando círculos alrededor de mi clítoris con una presión que me hacía temblar. Sus dedos, gruesos y ásperos, se deslizaron dentro de mí, moviéndose con una rudeza que mezclaba dolor y placer. Intenté contenerme, pero mi cuerpo se rindió, mis caderas moviéndose contra su boca en una danza que me avergonzaba. El placer crecía, una marea que me arrastraba sin piedad, amplificada por el crujido de las cajas y el olor a tela vieja que llenaba la oficina.

—Eres mía —murmuró contra mi piel, su voz vibrando contra mí, y esas palabras me empujaron al borde. El orgasmo me atravesó como una explosión, mi cuerpo convulsionando mientras un calor abrasador se expandía desde mi centro. Mis músculos se tensaron, mis piernas temblaron violentamente, y un pulso profundo y rítmico recorrió mi cuerpo, haciendo que mis caderas se arquearan contra su boca. Cada roce de su lengua intensificaba las oleadas, enviando espasmos que me hacían jadear y gritar, mi voz ahogada por el silencio opresivo de la oficina. Un calor líquido se deslizó por mis muslos, mi piel ardiendo mientras mi visión se nublaba, el placer tan intenso que casi dolía. Mis dedos se enredaron en su cabello, anclándome a ella mientras prolongaba cada sensación, extrayendo gemidos que resonaban en el espacio cerrado.

Cuando finalmente se apartó, mis piernas cedieron, y me desplomé contra el escritorio, jadeante, mi piel empapada de sudor. Claudia se puso de pie, ajustando su vestido con una calma que contrastaba con el caos que había desatado. Sus ojos me recorrieron, aún deshecha, y esbozó una sonrisa torcida, satisfecha.

—Vuelve cuando quieras comprar algo, niña. Pero paga la próxima vez —dijo, su voz áspera pero cargada de autoridad.

Asentí, sin palabras, mi mente un torbellino de confusión y deseo. Porque, aunque su presencia me repelía, algo en mí, algo oscuro y nuevo, anhelaba volver a caer bajo su dominio.
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La tienda de ropa olía a tela nueva y perfume barato, con perchas llenas de vestidos brillando bajo las luces fluorescentes. Yo a mis 15, paseaba entre los pasillos, mis dedos rozando una blusa de seda que sabía que no podía pagar. La tentación era fuerte, y cuando creí que nadie miraba, deslicé la prenda bajo mi chaqueta, mi corazón latiendo con adrenalina. Pero no conté con Claudia, la dueña. A sus 57 años, era una figura imponente, su cuerpo robusto desbordando el vestido que llevaba, la tela tensa sobre su figura algo obesa. Su rostro, surcado de arrugas profundas y con un brillo grasoso, me hizo estremecer cuando sus ojos, pequeños y hundidos, se clavaron en mí desde el mostrador. Su cabello gris, recogido en un moño desaliñado, y el olor agrio de su sudor me revolvieron el estómago. Intenté salir, pero su voz, áspera y cortante, me detuvo.

—Niña, ven aquí —ordenó, señalando una puerta al fondo de la tienda. Mi cuerpo se tensó, pero la seguí, mis pasos vacilantes. La puerta se cerró tras nosotras, atrapándome en una oficina pequeña y desordenada, con pilas de facturas sobre un escritorio y una bombilla tenue parpadeando y haciendo ruido en el techo.

—¿Crees que no vi lo que hiciste? —dijo, su tono cargado de desprecio. Se acercó, su cuerpo bloqueando la salida. El olor rancio de su perfume me golpeó, y retrocedí hasta que mi espalda chocó contra una pared cubierta de cajas. —Saca la blusa. Ahora.

Intenté mentir, mi voz temblorosa. —No sé de qué habla… —balbuceé, pero ella se acercó más, su presencia abrumadora. —¡No me toques! — exclamé, empujando con ambas manos contra su pecho. Mis palmas chocaron contra la tela áspera de su vestido, pero su cuerpo, pesado y sólido, apenas se movió. Era mucho más fuerte, su masa física una ventaja aplastante. Intenté forcejear, girando las caderas para deslizarme a un lado, pero ella me atrapó, presionando su cuerpo contra el mío. Sus pechos, voluminosos y blandos, aplastaron los míos, y el roce de su vestido, ligeramente húmedo de sudor, me hizo estremecer de asco. Empujé de nuevo, mis uñas clavándose en sus brazos, pero ella capturó mis muñecas con una mano, sus dedos gruesos apretando con fuerza mientras las levantaba sobre mi cabeza. Su muslo, ancho y pesado, se deslizó entre mis piernas, forzándolas a separarse bajo mi falda corta. Intenté cerrar los muslos, mis músculos temblando por el esfuerzo, pero su fuerza era implacable, y el contacto de su cadera contra la mía despertó un calor traicionero que me horrorizó.

Sus labios, finos y agrietados, se cernieron sobre los míos, su aliento cálido y ligeramente agrio rozándome. —¿Crees que puedes robarme y salirte con la tuya, niña? —susurró, y antes de que pudiera responder, su boca se estrelló contra la mía. El beso fue torpe, invasivo, su lengua forzando su camino con una urgencia que me hizo retroceder contra las cajas. Sus dientes rozaron mi labio, un mordisco que dolió más de lo que excitó. Intenté girar la cabeza, mis hombros forcejeando contra su agarre, pero su mano libre se enredó en mi cabello, tirando con brusquedad para mantenerme en mi lugar. Su lengua exploró mi boca, y un gemido involuntario se me escapó, un sonido que me avergonzó profundamente.

Se apartó lo justo para mirarme, sus ojos brillando con una satisfacción cruel. —Vaya, pequeña… parece que tu cuerpo no miente como tú —dijo, su tono burlón y viscoso. Sus manos, torpes pero decididas, atacaron mi chaqueta, arrancándola para revelar la blusa robada. La tiró al suelo y desabrochó mi camiseta con una rapidez que rasgó la tela. Intenté cubrirme, cruzando los brazos sobre mi pecho, pero ella los apartó con un manotazo, dejando mi piel expuesta. El aire frío de la oficina endureció mis pezones bajo el encaje de mi sujetador, y su mirada codiciosa me hizo sentir vulnerable, atrapada.

—¡Para! —grité, pero mi voz era un susurro débil bajo el zumbido de la bombilla. Claudia deslizó sus manos bajo mi sujetador, levantándolo con un tirón que me hizo jadear. Sus dedos, ásperos y cálidos, rozaron mis pechos, apretando con una rudeza que me arrancó un gemido. Mi cuerpo, traidor, respondió, un calor húmedo acumulándose entre mis piernas, y la vergüenza me quemó las mejillas.

—No me das órdenes —gruñó, empujándome contra el escritorio. El borde de madera se clavó en mis caderas mientras ella levantaba mi falda con una brusquedad que rasgó la costura. Sus dedos encontraron mi ropa interior, arrancándola con un movimiento que me dejó expuesta. El aire chocó contra mi piel, pero su mirada, hambrienta y dominante, era lo que realmente me consumía.

Intenté una última resistencia, empujando contra su pecho con las palmas abiertas, pero ella se inclinó más, su peso inmovilizándome. Sus manos separaron mis muslos con una autoridad implacable, y su aliento, cálido y pesado, rozó mi centro. Antes de que pudiera prepararme, su lengua me encontró. El primer contacto fue un choque, torpe pero intenso, que me arrancó un grito. Mis manos se aferraron al borde del escritorio, mis uñas clavándose en la madera mientras su boca exploraba, succionaba, reclamaba.

Su lengua, aunque carente de delicadeza, era insistente, trazando círculos alrededor de mi clítoris con una presión que me hacía temblar. Sus dedos, gruesos y ásperos, se deslizaron dentro de mí, moviéndose con una rudeza que mezclaba dolor y placer. Intenté contenerme, pero mi cuerpo se rindió, mis caderas moviéndose contra su boca en una danza que me avergonzaba. El placer crecía, una marea que me arrastraba sin piedad, amplificada por el crujido de las cajas y el olor a tela vieja que llenaba la oficina.

—Eres mía —murmuró contra mi piel, su voz vibrando contra mí, y esas palabras me empujaron al borde. El orgasmo me atravesó como una explosión, mi cuerpo convulsionando mientras un calor abrasador se expandía desde mi centro. Mis músculos se tensaron, mis piernas temblaron violentamente, y un pulso profundo y rítmico recorrió mi cuerpo, haciendo que mis caderas se arquearan contra su boca. Cada roce de su lengua intensificaba las oleadas, enviando espasmos que me hacían jadear y gritar, mi voz ahogada por el silencio opresivo de la oficina. Un calor líquido se deslizó por mis muslos, mi piel ardiendo mientras mi visión se nublaba, el placer tan intenso que casi dolía. Mis dedos se enredaron en su cabello, anclándome a ella mientras prolongaba cada sensación, extrayendo gemidos que resonaban en el espacio cerrado.

Cuando finalmente se apartó, mis piernas cedieron, y me desplomé contra el escritorio, jadeante, mi piel empapada de sudor. Claudia se puso de pie, ajustando su vestido con una calma que contrastaba con el caos que había desatado. Sus ojos me recorrieron, aún deshecha, y esbozó una sonrisa torcida, satisfecha.

—Vuelve cuando quieras comprar algo, niña. Pero paga la próxima vez —dijo, su voz áspera pero cargada de autoridad.

Asentí, sin palabras, mi mente un torbellino de confusión y deseo. Porque, aunque su presencia me repelía, algo en mí, algo oscuro y nuevo, anhelaba volver a caer bajo su dominio.
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😍🤤
 
Hice una segunda parte, espero les guste. Se aceptan comentarios de todo tipo

Parte 2

Salí de la tienda con las piernas temblando, el aire frío de la calle azotándome la cara que aún me ardía. Sentía sus jugos secándose en mi barbilla, su sabor pegado a la lengua. Cada paso era una tortura: el coño hinchado, los muslos resbaladizos, el culo apretado de puro nervio. Subí las escaleras de casa como si pesara cien kilos.

—¿Y la blusa para la fiesta de mañana? —preguntó mi madre desde la cocina en cuanto cerré la puerta.

—S-sí… la compré, pero… me la olvidé allí —mentí, la voz quebrada—. Voy a ducharme.

Corrí al baño, cerré con pestillo y me metí bajo el agua casi hirviendo. Me froté hasta sangrar, pero su olor no se iba. Se había metido debajo de mi piel.

Al día siguiente, al salir del instituto, las vi. Mi madre y Claudia, juntas, esperándome en la puerta. El corazón se me subió a la garganta. Me quedé paralizada. «Se lo contó. Me va a matar».

Pero Claudia sonrió con esa sonrisa ancha y podrida de poder. Sacó una bolsita de la tienda y me la entregó.

—Ten, preciosa. Te la tenía separada desde ayer —dijo con voz melosa, mirando a mi madre—. Cuando tu mamá vino a preguntar por ti, le dije que no se preocupaba, que había sido un malentendido y que yo misma te la traía.

Mi madre, emocionada:
—¡Es un sol esta mujer! Insistió en acompañarme para dártela en mano. ¡Qué buena gente hay todavía.

Claudia me guiñó un ojo apenas perceptible.
—Y metí un regalito sorpresa por el malentendido… para que no te enfades conmigo, ¿eh, bonita?

Sentí que me ardían las orejas. Nos despedimos. Claudia se fue contoneando ese culo enorme, y mi madre no paró de alabarla todo el camino a casa.

—Qué suerte conocer a alguien tan comprensiva, tan amable… Deberías ir más a su tienda, hija.

Llegué a mi cuarto, cerré la puerta y abrí la bolsa con manos temblorosas.
Debajo de la blusa estaba la tanga más diminuta que había visto: roja, de encaje transparente, y bordadas en la parte de delante, en letras doradas chiquitas pero clarísimas:
«para mi putita».

Me la puse esa misma noche delante del espejo. Se me clavaba entre los labios, apenas cubría nada. Me toqué mirando esas palabras y me corrí en menos de un minuto, llorando de rabia y de ganas.

Los días siguientes fueron un infierno delicioso. No podía concentrarme en clase. Me tocaba cada noche debajo de las sábanas, mordiendo la almohada para no gritar su nombre. Me odiaba por desearla. Me excitaba más todavía por odiarme.

Una tarde llegué del instituto y escuché risas en el comedor. Abrí la puerta y ahí estaban: mi madre y Claudia, sentadas a la mesa, tomando café como si fueran amigas de toda la vida. Me quedé completamente paralizada en el umbral, el corazón latiéndome tan fuerte que creí que se me iba a salir del pecho.

Claudia me miró por encima de la taza y sonrió como el demonio mientras me devoraba con los ojos, recreándose en cada detalle del uniforme sudado. La camisa blanca pegada a las tetas, los pezones marcados y duros, la falda tableada azul marino subida dos centímetros de más, la carrera en la media izquierda que terminaba justo donde empezaba mi muslo desnudo… todo.

—Ay, mira quién llegó —dijo mi madre, alegre—. Claudia vino a traer unas muestras de telas nuevas y se quedó a charlar. ¡Siéntate, hija, sírvete un cafecito!

Me senté enfrente de ellas con la cabeza gacha, muerta de vergüenza, las manos temblándome sobre las rodillas. Claudia estiró la pierna bajo la mesa. Su pie descalzo, caliente, sudoroso, con las uñas rojo oscuro, subió por mi pantorrilla, rodilla, muslo… hasta meterse bajo la falda. Encontró la tanga roja, la apartó con el dedo gordo y empezó a frotarme el clítoris despacio, sin prisa, mientras hablaba con mi madre como si nada.

Intenté cerrar las piernas. Ella las abrió más con el tobillo. Me metió el dedo gordo dentro, luego dos, luego tres, follándome bajo la mesa delante de mi propia madre. Yo apretaba los muslos, me mordía el labio hasta sangrar, los ojos llenos de lágrimas.

—¿Estás bien, hija? Traes la cara como un tomate —preguntó mi madre.

—M-mucho calor… —susurré, casi sin voz.

Claudia sonrió, recogió mi néctar de sus dedos empapados, y se los llevó a la boca y los chupó mirándome fijo. Mi madre seguía hablando de telas.....

—Uy, voy al baño —dijo de pronto, levantándose—. ¿Me indicas dónde está, preciosa?

Mi madre señaló el pasillo.
—Segunda puerta a la izquierda.

Claudia me miró.
—¿Me acompañas un segundo? Se me atascó la cremallera del vestido.

Mi madre ni sospechó.
—Anda, hija, ayúdala.

Entramos al baño. Cerró con pestillo y me estampó contra la pared. Me levantó la falda, me arrancó la tanga hasta los tobillos y me metió cuatro dedos de golpe, tapándome la boca con la otra mano.

—Calladita, putita —susurró contra mi oído—. Que tu mamá está a cinco metros.

Me folló salvajemente, el pulgar en el clítoris, mordiéndome el cuello. Me corrí en silencio, mordiéndole la mano, temblando entera, llorando de terror y placer.

Claudia sonrió con esa sonrisa perra ganadora, sacó un rollo de billetes grueso y me lo metió dentro de la camisa, entre mis tetas sudadas.

—Las perritas obedientes tienen premio —dijo bajito, con autoridad—. Y las desobedientes… ya sabes lo que les pasa.

Salimos. Yo con la cara lavada, ella tranquila. Mi madre seguía hablando sola.

Claudia se despidió con dos besos a mi madre y uno a mí en la comisura de los labios.

—A ver cuándo pasan por la tienda. Quiero ver cómo te queda la blusa nueva… y lo demás.

Asentí sin voz.

Mi madre cerró la puerta suspirando.

—¡Qué mujer más encantadora, hija! Hay que ir a esa tienda más seguido.

Subí a mi cuarto, cerré la puerta, saqué los billetes del sujetador (olían a su perfume barato y a mi corrida) y me masturbé como una loca frotándomelos por todo el cuerpo, metiéndome uno arrugado dentro mientras me retorcía en la cama.

Era suya.
Completamente suya.
Y me encantaba.

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Hice una segunda parte, espero les guste. Se aceptan comentarios de todo tipo

Parte 2

Salí de la tienda con las piernas temblando, el aire frío de la calle azotándome la cara que aún me ardía. Sentía sus jugos secándose en mi barbilla, su sabor pegado a la lengua. Cada paso era una tortura: el coño hinchado, los muslos resbaladizos, el culo apretado de puro nervio. Subí las escaleras de casa como si pesara cien kilos.

—¿Y la blusa para la fiesta de mañana? —preguntó mi madre desde la cocina en cuanto cerré la puerta.

—S-sí… la compré, pero… me la olvidé allí —mentí, la voz quebrada—. Voy a ducharme.

Corrí al baño, cerré con pestillo y me metí bajo el agua casi hirviendo. Me froté hasta sangrar, pero su olor no se iba. Se había metido debajo de mi piel.

Al día siguiente, al salir del instituto, las vi. Mi madre y Claudia, juntas, esperándome en la puerta. El corazón se me subió a la garganta. Me quedé paralizada. «Se lo contó. Me va a matar».

Pero Claudia sonrió con esa sonrisa ancha y podrida de poder. Sacó una bolsita de la tienda y me la entregó.

—Ten, preciosa. Te la tenía separada desde ayer —dijo con voz melosa, mirando a mi madre—. Cuando tu mamá vino a preguntar por ti, le dije que no se preocupaba, que había sido un malentendido y que yo misma te la traía.

Mi madre, emocionada:
—¡Es un sol esta mujer! Insistió en acompañarme para dártela en mano. ¡Qué buena gente hay todavía.

Claudia me guiñó un ojo apenas perceptible.
—Y metí un regalito sorpresa por el malentendido… para que no te enfades conmigo, ¿eh, bonita?

Sentí que me ardían las orejas. Nos despedimos. Claudia se fue contoneando ese culo enorme, y mi madre no paró de alabarla todo el camino a casa.

—Qué suerte conocer a alguien tan comprensiva, tan amable… Deberías ir más a su tienda, hija.

Llegué a mi cuarto, cerré la puerta y abrí la bolsa con manos temblorosas.
Debajo de la blusa estaba la tanga más diminuta que había visto: roja, de encaje transparente, y bordadas en la parte de delante, en letras doradas chiquitas pero clarísimas:
«para mi putita».

Me la puse esa misma noche delante del espejo. Se me clavaba entre los labios, apenas cubría nada. Me toqué mirando esas palabras y me corrí en menos de un minuto, llorando de rabia y de ganas.

Los días siguientes fueron un infierno delicioso. No podía concentrarme en clase. Me tocaba cada noche debajo de las sábanas, mordiendo la almohada para no gritar su nombre. Me odiaba por desearla. Me excitaba más todavía por odiarme.

Una tarde llegué del instituto y escuché risas en el comedor. Abrí la puerta y ahí estaban: mi madre y Claudia, sentadas a la mesa, tomando café como si fueran amigas de toda la vida. Me quedé completamente paralizada en el umbral, el corazón latiéndome tan fuerte que creí que se me iba a salir del pecho.

Claudia me miró por encima de la taza y sonrió como el demonio mientras me devoraba con los ojos, recreándose en cada detalle del uniforme sudado. La camisa blanca pegada a las tetas, los pezones marcados y duros, la falda tableada azul marino subida dos centímetros de más, la carrera en la media izquierda que terminaba justo donde empezaba mi muslo desnudo… todo.

—Ay, mira quién llegó —dijo mi madre, alegre—. Claudia vino a traer unas muestras de telas nuevas y se quedó a charlar. ¡Siéntate, hija, sírvete un cafecito!

Me senté enfrente de ellas con la cabeza gacha, muerta de vergüenza, las manos temblándome sobre las rodillas. Claudia estiró la pierna bajo la mesa. Su pie descalzo, caliente, sudoroso, con las uñas rojo oscuro, subió por mi pantorrilla, rodilla, muslo… hasta meterse bajo la falda. Encontró la tanga roja, la apartó con el dedo gordo y empezó a frotarme el clítoris despacio, sin prisa, mientras hablaba con mi madre como si nada.

Intenté cerrar las piernas. Ella las abrió más con el tobillo. Me metió el dedo gordo dentro, luego dos, luego tres, follándome bajo la mesa delante de mi propia madre. Yo apretaba los muslos, me mordía el labio hasta sangrar, los ojos llenos de lágrimas.

—¿Estás bien, hija? Traes la cara como un tomate —preguntó mi madre.

—M-mucho calor… —susurré, casi sin voz.

Claudia sonrió, recogió mi néctar de sus dedos empapados, y se los llevó a la boca y los chupó mirándome fijo. Mi madre seguía hablando de telas.....

—Uy, voy al baño —dijo de pronto, levantándose—. ¿Me indicas dónde está, preciosa?

Mi madre señaló el pasillo.
—Segunda puerta a la izquierda.

Claudia me miró.
—¿Me acompañas un segundo? Se me atascó la cremallera del vestido.

Mi madre ni sospechó.
—Anda, hija, ayúdala.

Entramos al baño. Cerró con pestillo y me estampó contra la pared. Me levantó la falda, me arrancó la tanga hasta los tobillos y me metió cuatro dedos de golpe, tapándome la boca con la otra mano.

—Calladita, putita —susurró contra mi oído—. Que tu mamá está a cinco metros.

Me folló salvajemente, el pulgar en el clítoris, mordiéndome el cuello. Me corrí en silencio, mordiéndole la mano, temblando entera, llorando de terror y placer.

Claudia sonrió con esa sonrisa perra ganadora, sacó un rollo de billetes grueso y me lo metió dentro de la camisa, entre mis tetas sudadas.

—Las perritas obedientes tienen premio —dijo bajito, con autoridad—. Y las desobedientes… ya sabes lo que les pasa.

Salimos. Yo con la cara lavada, ella tranquila. Mi madre seguía hablando sola.

Claudia se despidió con dos besos a mi madre y uno a mí en la comisura de los labios.

—A ver cuándo pasan por la tienda. Quiero ver cómo te queda la blusa nueva… y lo demás.

Asentí sin voz.

Mi madre cerró la puerta suspirando.

—¡Qué mujer más encantadora, hija! Hay que ir a esa tienda más seguido.

Subí a mi cuarto, cerré la puerta, saqué los billetes del sujetador (olían a su perfume barato y a mi corrida) y me masturbé como una loca frotándomelos por todo el cuerpo, metiéndome uno arrugado dentro mientras me retorcía en la cama.

Era suya.
Completamente suya.
Y me encantaba.

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Que morboso.
 
Hice una segunda parte, espero les guste. Se aceptan comentarios de todo tipo

Parte 2

Salí de la tienda con las piernas temblando, el aire frío de la calle azotándome la cara que aún me ardía. Sentía sus jugos secándose en mi barbilla, su sabor pegado a la lengua. Cada paso era una tortura: el coño hinchado, los muslos resbaladizos, el culo apretado de puro nervio. Subí las escaleras de casa como si pesara cien kilos.

—¿Y la blusa para la fiesta de mañana? —preguntó mi madre desde la cocina en cuanto cerré la puerta.

—S-sí… la compré, pero… me la olvidé allí —mentí, la voz quebrada—. Voy a ducharme.

Corrí al baño, cerré con pestillo y me metí bajo el agua casi hirviendo. Me froté hasta sangrar, pero su olor no se iba. Se había metido debajo de mi piel.

Al día siguiente, al salir del instituto, las vi. Mi madre y Claudia, juntas, esperándome en la puerta. El corazón se me subió a la garganta. Me quedé paralizada. «Se lo contó. Me va a matar».

Pero Claudia sonrió con esa sonrisa ancha y podrida de poder. Sacó una bolsita de la tienda y me la entregó.

—Ten, preciosa. Te la tenía separada desde ayer —dijo con voz melosa, mirando a mi madre—. Cuando tu mamá vino a preguntar por ti, le dije que no se preocupaba, que había sido un malentendido y que yo misma te la traía.

Mi madre, emocionada:
—¡Es un sol esta mujer! Insistió en acompañarme para dártela en mano. ¡Qué buena gente hay todavía.

Claudia me guiñó un ojo apenas perceptible.
—Y metí un regalito sorpresa por el malentendido… para que no te enfades conmigo, ¿eh, bonita?

Sentí que me ardían las orejas. Nos despedimos. Claudia se fue contoneando ese culo enorme, y mi madre no paró de alabarla todo el camino a casa.

—Qué suerte conocer a alguien tan comprensiva, tan amable… Deberías ir más a su tienda, hija.

Llegué a mi cuarto, cerré la puerta y abrí la bolsa con manos temblorosas.
Debajo de la blusa estaba la tanga más diminuta que había visto: roja, de encaje transparente, y bordadas en la parte de delante, en letras doradas chiquitas pero clarísimas:
«para mi putita».

Me la puse esa misma noche delante del espejo. Se me clavaba entre los labios, apenas cubría nada. Me toqué mirando esas palabras y me corrí en menos de un minuto, llorando de rabia y de ganas.

Los días siguientes fueron un infierno delicioso. No podía concentrarme en clase. Me tocaba cada noche debajo de las sábanas, mordiendo la almohada para no gritar su nombre. Me odiaba por desearla. Me excitaba más todavía por odiarme.

Una tarde llegué del instituto y escuché risas en el comedor. Abrí la puerta y ahí estaban: mi madre y Claudia, sentadas a la mesa, tomando café como si fueran amigas de toda la vida. Me quedé completamente paralizada en el umbral, el corazón latiéndome tan fuerte que creí que se me iba a salir del pecho.

Claudia me miró por encima de la taza y sonrió como el demonio mientras me devoraba con los ojos, recreándose en cada detalle del uniforme sudado. La camisa blanca pegada a las tetas, los pezones marcados y duros, la falda tableada azul marino subida dos centímetros de más, la carrera en la media izquierda que terminaba justo donde empezaba mi muslo desnudo… todo.

—Ay, mira quién llegó —dijo mi madre, alegre—. Claudia vino a traer unas muestras de telas nuevas y se quedó a charlar. ¡Siéntate, hija, sírvete un cafecito!

Me senté enfrente de ellas con la cabeza gacha, muerta de vergüenza, las manos temblándome sobre las rodillas. Claudia estiró la pierna bajo la mesa. Su pie descalzo, caliente, sudoroso, con las uñas rojo oscuro, subió por mi pantorrilla, rodilla, muslo… hasta meterse bajo la falda. Encontró la tanga roja, la apartó con el dedo gordo y empezó a frotarme el clítoris despacio, sin prisa, mientras hablaba con mi madre como si nada.

Intenté cerrar las piernas. Ella las abrió más con el tobillo. Me metió el dedo gordo dentro, luego dos, luego tres, follándome bajo la mesa delante de mi propia madre. Yo apretaba los muslos, me mordía el labio hasta sangrar, los ojos llenos de lágrimas.

—¿Estás bien, hija? Traes la cara como un tomate —preguntó mi madre.

—M-mucho calor… —susurré, casi sin voz.

Claudia sonrió, recogió mi néctar de sus dedos empapados, y se los llevó a la boca y los chupó mirándome fijo. Mi madre seguía hablando de telas.....

—Uy, voy al baño —dijo de pronto, levantándose—. ¿Me indicas dónde está, preciosa?

Mi madre señaló el pasillo.
—Segunda puerta a la izquierda.

Claudia me miró.
—¿Me acompañas un segundo? Se me atascó la cremallera del vestido.

Mi madre ni sospechó.
—Anda, hija, ayúdala.

Entramos al baño. Cerró con pestillo y me estampó contra la pared. Me levantó la falda, me arrancó la tanga hasta los tobillos y me metió cuatro dedos de golpe, tapándome la boca con la otra mano.

—Calladita, putita —susurró contra mi oído—. Que tu mamá está a cinco metros.

Me folló salvajemente, el pulgar en el clítoris, mordiéndome el cuello. Me corrí en silencio, mordiéndole la mano, temblando entera, llorando de terror y placer.

Claudia sonrió con esa sonrisa perra ganadora, sacó un rollo de billetes grueso y me lo metió dentro de la camisa, entre mis tetas sudadas.

—Las perritas obedientes tienen premio —dijo bajito, con autoridad—. Y las desobedientes… ya sabes lo que les pasa.

Salimos. Yo con la cara lavada, ella tranquila. Mi madre seguía hablando sola.

Claudia se despidió con dos besos a mi madre y uno a mí en la comisura de los labios.

—A ver cuándo pasan por la tienda. Quiero ver cómo te queda la blusa nueva… y lo demás.

Asentí sin voz.

Mi madre cerró la puerta suspirando.

—¡Qué mujer más encantadora, hija! Hay que ir a esa tienda más seguido.

Subí a mi cuarto, cerré la puerta, saqué los billetes del sujetador (olían a su perfume barato y a mi corrida) y me masturbé como una loca frotándomelos por todo el cuerpo, metiéndome uno arrugado dentro mientras me retorcía en la cama.

Era suya.
Completamente suya.
Y me encantaba.

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Me gustaaa
 
Parte 3

Al día siguiente no pude esperar a que terminaran las clases. Me pasé las ocho horas con la tanga roja empapada, frotándome disimuladamente contra el borde de la silla cada vez que la profesora se daba la vuelta. Cuando sonó el timbre final salí corriendo. Ni siquiera pasé por casa a cambiarme. El uniforme seguía sudado del día anterior (me había dormido con él puesto, oliendo a Claudia y a mis propios jugos), la camisa arrugada y transparente en las tetas, la falda con manchas húmedas en la parte interior que solo yo sentía a cada paso.

Llegué a la tienda a las 5:58. La persiana estaba a medio bajar, el cartel de “Cerrado” colgado. Golpeé el cristal. Claudia abrió solo lo justo y cerró con llave detrás de mí.

Me miró de arriba abajo, lenta, como si me estuviera desnudando con los ojos.

—Joder, putita… con el uniforme tal cual. Qué obediente eres ya.

Me agarró de la nuca y me llevó al probador grande, el del espejo triple. Encendió solo la luz cálida de dentro. Me puso de cara al espejo y se pegó a mi espalda, su cuerpo pesado envolviéndome, sus tetas enormes descansando sobre mis hombros.

—Desabróchate la camisa. Solo hasta aquí —dijo, marcando con el dedo justo debajo de mis tetas—. Quiero verte los pezones duros mientras te follo.

Obedecí temblando. La camisa se abrió, mis tetas pequeñas al aire, los pezones tiesos y rosados. Claudia metió las manos por delante y me las acarició despacio, apretando, retorciendo los pezones hasta que se me salió un gemido ahogado.

—Buena chica… tan obediente mereces premio.

Sacó un rollo de billetes grueso del bolsillo del vestido. Lo desenrolló un poco y me lo enseñó, sonriendo con esa boca ancha y cruel.

—Esto es tuyo, putita. Por ser tan buena perrita.

Empezó a metérmelos dentro de la camisa, entre las tetas sudadas, luego bajó la mano y me levantó la falda. Me bajó la tanga hasta las rodillas y, uno a uno, fue introduciendo los billetes arrugados dentro de mi coño, despacio, empujándolos con dos dedos hasta el fondo. Sentía el papel raspándome las paredes, frío y humillante, mientras mis jugos los empapaban.

—Te los llevas puestos a casa —susurró en mi oído—. Para que cada paso te recuerde quién manda aquí.

Me empujó contra el espejo. El cristal frío contra la cara. Me levantó la falda hasta la cintura, me abrió el culo con las manos gordas y escupió directo en el agujero. La saliva caliente resbaló. Metió un dedo, luego dos, luego tres, despacio pero firme, abriéndome mientras me frotaba el clítoris con el pulgar.

—Hoy te voy a estrenar este agujerito, mi niña…

Sacó un dildo negro normal, grueso pero no monstruoso, realista. Lo untó con mis propios jugos y lo apoyó en mi ano.

—Respira hondo.

Empujó. Dolió, pero era un dolor dulce, lleno. Centímetro a centímetro me fue entrando mientras me acariciaba las tetas y me mordisqueaba el cuello. Cuando llegó hasta el fondo, empezó a moverlo despacio, luego más rápido, mientras me metía dos dedos en el coño al mismo tiempo.

Me follaba los dos agujeros con calma pero sin pausa, mirándome en el espejo, obligándome a verme la cara roja, la boca abierta, la baba resbalando. El uniforme arrugado, la falda subida, la tanga colgando, las medias manchadas.

—Dime quién es tu dueña.

—Tú… Claudia… soy tu putita…

—Más alto, preciosa.

—¡SOY TU PUTA, CLAUDIA!

Me dio una nalgada sonora que me ardió. Luego me giró el dildo y me corrí con un grito silencioso, las piernas temblando, los billetes empapados dentro de mí.

Claudia me sacó el dildo despacio, mientras el ardor inundaba mi agujero, luego me giró y me puso de rodillas. Su coño estaba a la altura de mi cara, hinchado, húmedo, oliendo a mujer madura excitada.

—Ahora me limpias a mí.

Me agarró del pelo y me hundió la cara entre sus muslos. Lamí con hambre, tragándome sus jugos espesos, metiendo la lengua hasta el fondo mientras ella se frotaba contra mi nariz. Se corrió en mi boca con un gemido largo y bajo, inundándome.

Cuando terminó, me levantó, me arregló la falda, me abrochó la camisa a medias y me acompañó a la puerta. Me metió un billete más en la boca.

—Para el autobús, putita. Mañana a la misma hora. Y esta vez… dile a tu mamá que vienes a probarte ropa para la fiesta. Quiero follarte sabiendo que ella está afuera esperando.

Cerró la puerta.

Caminé a casa con el coño lleno de billetes empapados rozándome a cada paso, el culo dolorido y dulce, la cara todavía oliendo a ella.

Ya no era solo suya.

Era su puta premiada.

Y nunca había estado tan mojada.
 
Parte 4
Al día siguiente le dije a mi mamá, casi sin mirarla a los ojos:
—Claudia me pidió que pase a las seis para ajustar unas cosas… y dijo que si venías tú te
enseñaba unos vestidos nuevos que te iban a encantar.
Mi mamá se miró de reojo en el espejo del recibidor, se acomodó el pelo y sonrió.
—Pues vamos, no sea cosa que se arrepienta.
Llegamos a la tienda a las seis y cinco. Claudia ya había echado la persiana hasta la mitad y
puesto el cartel de “Cerrado por reformas”. Nos abrió con esa sonrisa lenta que ya me ponía
nerviosa.
—Pasad, pasad… ¡qué alegría verte, Laura!
A mí apenas me miró, solo un destello rápido en los ojos.
—Tú, preciosa, ve al depósito del fondo y busca el vestido rojo de terciopelo talla S que está en
la caja de arriba. Tardarás un ratito, ¿vale? Así tu mamá y yo charlamos tranquilas.
Obedecí sin rechistar. Entré al depósito, un cuarto oscuro y polvoriento lleno de cajas apiladas.
Busqué la que me había dicho Claudia, la corrí a un lado y ahí estaba: un monitor pequeño,
encendido, escondido detrás. Mostraba varias cámaras en tiempo real, enfocando todos los
vestidores de la tienda desde diferentes ángulos. Cámaras ocultas, probablemente detrás de
los espejos, capturando cada detalle: el probador grande donde estaba mi mamá, otros más
pequeños vacíos, incluso uno que enfocaba el mostrador. Me quedé helada. Claudia espiaba a
todas sus clientas. A todas. El morbo me golpeó como un puñetazo; esa mujer era más
perversa de lo que imaginaba, grabando o mirando a escondidas a quien quisiera. Me arrodillé
frente al monitor, temblando, y enfoqué la vista en el probador grande. Veía todo: ángulos
desde arriba, desde el espejo frontal, incluso uno bajo que capturaba las piernas y el suelo.
Claudia llevó a mi mamá al probador grande y cerró la cortina a medias.
—Mira esto que te guardé, Laura… es pecado que una mujer como tú no lo luzca.
Sacó un vestido negro satinado, muy ceñido, con escote profundo y abertura lateral hasta
medio muslo.
Mi mamá se rio, algo cohibida.
—¿Yo? Ay, no sé…
—Pruébatelo, mujer. Aquí estamos solas.
Claudia salió un momento del probador, fingiendo buscar unas perchas, y vino directamente al
depósito. Cerró la puerta detrás de ella, me miró con esos ojos hundidos y grasosos, y se
acercó despacio, su cuerpo pesado llenando el espacio reducido. Me levantó la falda del
uniforme con una mano lenta, rozándome los muslos internos con los dedos ásperos, subiendo
centímetro a centímetro hasta encontrar la tanga roja empapada. Me pellizcó el clítoris con
fuerza, girándolo entre el pulgar y el índice como si quisiera arrancármelo, mientras su aliento
caliente y agrio me golpeaba la cara.
—Quieta y calladita, putita —susurró, metiendo el dedo medio dentro de mí sin aviso, despacio,
sintiendo cómo mis paredes se contraían—. Vas a ver cómo se moja tu mamá… y ahora sabes
que veo a todas.
Me dio un beso invasivo, su lengua torpe forzando mi boca, antes de salir.
Volvió con mi mamá y le ayudó a quitarse la blusa muy despacio, rozándole los hombros, “sin
querer”, los brazos, la espalda, el cierre del sujetador. Cada vez que pasaba por detrás le
acomodaba el pelo, le tocaba el cuello.
—Qué piel tan suave tienes, Laura…
Mi mamá se estremeció, pero no dijo nada.
Después la falda. Claudia se agachó, le bajó la cremallera centímetro a centímetro, y al subir le
rozó con los nudillos la cara interna del muslo. Muy leve. Muy largo.
—¿Ves? Ya estás temblando… esto te queda grande, ¿no?
Claudia salió otra vez, vino al depósito, cerró la puerta y me empujó contra la pared de cajas.
Me levantó la falda de un tirón, me bajó la tanga hasta las rodillas y me metió dos dedos rápido,
pero los movió despacio, curvándolos dentro de mí para golpear ese punto que me hacía ver
estrellas, mientras me apretaba una teta por encima de la camisa con la otra mano, retorciendo
el pezón hasta que dolió dulce.
—Mira cómo te pones solo de ver a tu mamá en bragas… —gruñó, follándome los dedos más
profundo, sintiendo mis jugos resbalando por su mano.
Me mordió el lóbulo de la oreja antes de sacar los dedos chorreando y salir.
Volvió al probador.
Mi mamá ya estaba en sujetador y bragas beiges. Claudia le desabrochó el sujetador “para que
no se marque” y, al quitárselo, le rozó los pezones con el dorso de los dedos. Los tenía ya
duritos.
—Dios, Laura… qué tetas más bonitas.
Mi mamá se mordió el labio, miró hacia la cortina.
—¿Y mi hija? ¿Dónde está mi hija?
Claudia, con toda la calma del mundo:
—La mandé al depósito a buscar un vestido rojo que es muy difícil de encontrar… tardará un
buen rato. Así las adultas podemos estar tranquilas, ¿no?
Mi mamá se rio nerviosa, pero asintió.

Claudia le ayudó a ponerse el vestido. Desde atrás, le subió la cremallera muy despacio,
pegando su barriga a la espalda de mi mamá, sus tetas aplastadas contra sus omóplatos. Le
ajustó el escote, metiendo los dedos un poco más de lo necesario, rozando los pezones duros.
—Tienes que verte entera…
La giró hacia el espejo. Mi mamá se miró, colorada, respirando agitada. Claudia se puso detrás,
le puso las manos en la cintura.
—Mira qué cintura… qué culo…
Le subió un poco la abertura lateral, dejando al aire casi toda la pierna. La mano quedó
apoyada en el muslo desnudo. Subió dos centímetros. Tres. Rozó el borde de las bragas.
Mi mamá soltó un suspiro tembloroso.
Claudia salió otra vez, vino al depósito, me levantó la falda de nuevo, me metió tres dedos
despacio, uno por uno, estirándome mientras me tapaba la boca con la otra mano sudorosa,
ahogando mis gemidos. Los movió en círculos lentos, frotando las paredes internas, mientras
me susurraba al oído cosas sucias sobre lo que le iba a hacer a mi mamá.
—Ahora mira bien —me dijo, sacando los dedos con un pop húmedo y lamiéndoselos delante
de mí.
Volvió al probador y cerró la cortina del todo.
—Quítate las bragas, Laura. Este vestido pide no llevar nada debajo.
Mi mamá dudó dos segundos. Luego, mirando al espejo (mirándome a mí sin saberlo), se las
bajó despacio y las dejó caer al suelo.
Se quedó desnuda de cintura para abajo, el coño depilado ya brillando. Se miró las tetas, se las
apretó, se pellizcó los pezones. Bajó una mano temblorosa hasta entre las piernas y empezó a
frotarse despacio, en círculos, mordiéndose el labio para no gemir.
Claudia se había quedado fuera del probador, pero vino al depósito otra vez, se arrodilló a mi
lado frente al monitor y me metió la mano entre las piernas, follándome al mismo ritmo que mi
mamá se tocaba en la pantalla, sincronizando cada movimiento con los de ella.
Mi mamá aceleró, metió dos dedos, los sacó chorreando, se los chupó, volvió a meterlos. Se
apoyó en el espejo con la frente, las caderas moviéndose solas.
—Ay, Dios… ay, Dios…
Se corrió en silencio, las piernas temblando, un chorrito resbalando por el interior del muslo. Se
quedó jadeando, mirando su reflejo con los ojos vidriosos.
Claudia me sacó los dedos, me los metió en la boca para que los chupara y susurró:
—Mañana la traes otra vez. Y esta vez entramos las dos a “ayudarla”.
Salimos del depósito como si nada. Mi mamá ya se había vestido, coloradísima, intentando
disimular.
—¿Qué tal os fue? —pregunté con voz inocente.
Mi mamá sonrió, nerviosa.
—Precioso… me lo llevo.
Claudia me guiñó un ojo y miró a mi mamá.
—Ay, Laura, ya cerré la caja por hoy… no te cobro nada. Dáselo a tu hija, que hizo un buen
trabajo en el depósito.
Mi mamá sacó el dinero, me lo dio con una sonrisa confusa. Yo lo tomé, lo enrollé despacio en
un cilindro grueso mirando fijo a Claudia, y lo metí dentro de mi uniforme, por el escote de la
camisa, entre mis tetas sudadas, sintiendo cómo el papel raspaba mi piel. Claudia sonrió con
esa boca ancha y cruel, sabiendo exactamente lo que estaba haciendo.
Claudia nos despidió.
En la calle, mi mamá iba callada, las mejillas ardiendo.
Yo también.
Pero las dos sabíamos que íbamos a volver.
Y la próxima vez no iba a mirar desde el monitor.
Iba a estar dentro con ellas.


¿Y ahora... ? ¿Qué les gustaría qué pase...?
 
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Parte 4
Al día siguiente le dije a mi mamá, casi sin mirarla a los ojos:
—Claudia me pidió que pase a las seis para ajustar unas cosas… y dijo que si venías tú te
enseñaba unos vestidos nuevos que te iban a encantar.
Mi mamá se miró de reojo en el espejo del recibidor, se acomodó el pelo y sonrió.
—Pues vamos, no sea cosa que se arrepienta.
Llegamos a la tienda a las seis y cinco. Claudia ya había echado la persiana hasta la mitad y
puesto el cartel de “Cerrado por reformas”. Nos abrió con esa sonrisa lenta que ya me ponía
nerviosa.
—Pasad, pasad… ¡qué alegría verte, Laura!
A mí apenas me miró, solo un destello rápido en los ojos.
—Tú, preciosa, ve al depósito del fondo y busca el vestido rojo de terciopelo talla S que está en
la caja de arriba. Tardarás un ratito, ¿vale? Así tu mamá y yo charlamos tranquilas.
Obedecí sin rechistar. Entré al depósito, un cuarto oscuro y polvoriento lleno de cajas apiladas.
Busqué la que me había dicho Claudia, la corrí a un lado y ahí estaba: un monitor pequeño,
encendido, escondido detrás. Mostraba varias cámaras en tiempo real, enfocando todos los
vestidores de la tienda desde diferentes ángulos. Cámaras ocultas, probablemente detrás de
los espejos, capturando cada detalle: el probador grande donde estaba mi mamá, otros más
pequeños vacíos, incluso uno que enfocaba el mostrador. Me quedé helada. Claudia espiaba a
todas sus clientas. A todas. El morbo me golpeó como un puñetazo; esa mujer era más
perversa de lo que imaginaba, grabando o mirando a escondidas a quien quisiera. Me arrodillé
frente al monitor, temblando, y enfoqué la vista en el probador grande. Veía todo: ángulos
desde arriba, desde el espejo frontal, incluso uno bajo que capturaba las piernas y el suelo.
Claudia llevó a mi mamá al probador grande y cerró la cortina a medias.
—Mira esto que te guardé, Laura… es pecado que una mujer como tú no lo luzca.
Sacó un vestido negro satinado, muy ceñido, con escote profundo y abertura lateral hasta
medio muslo.
Mi mamá se rio, algo cohibida.
—¿Yo? Ay, no sé…
—Pruébatelo, mujer. Aquí estamos solas.
Claudia salió un momento del probador, fingiendo buscar unas perchas, y vino directamente al
depósito. Cerró la puerta detrás de ella, me miró con esos ojos hundidos y grasosos, y se
acercó despacio, su cuerpo pesado llenando el espacio reducido. Me levantó la falda del
uniforme con una mano lenta, rozándome los muslos internos con los dedos ásperos, subiendo
centímetro a centímetro hasta encontrar la tanga roja empapada. Me pellizcó el clítoris con
fuerza, girándolo entre el pulgar y el índice como si quisiera arrancármelo, mientras su aliento
caliente y agrio me golpeaba la cara.
—Quieta y calladita, putita —susurró, metiendo el dedo medio dentro de mí sin aviso, despacio,
sintiendo cómo mis paredes se contraían—. Vas a ver cómo se moja tu mamá… y ahora sabes
que veo a todas.
Me dio un beso invasivo, su lengua torpe forzando mi boca, antes de salir.
Volvió con mi mamá y le ayudó a quitarse la blusa muy despacio, rozándole los hombros, “sin
querer”, los brazos, la espalda, el cierre del sujetador. Cada vez que pasaba por detrás le
acomodaba el pelo, le tocaba el cuello.
—Qué piel tan suave tienes, Laura…
Mi mamá se estremeció, pero no dijo nada.
Después la falda. Claudia se agachó, le bajó la cremallera centímetro a centímetro, y al subir le
rozó con los nudillos la cara interna del muslo. Muy leve. Muy largo.
—¿Ves? Ya estás temblando… esto te queda grande, ¿no?
Claudia salió otra vez, vino al depósito, cerró la puerta y me empujó contra la pared de cajas.
Me levantó la falda de un tirón, me bajó la tanga hasta las rodillas y me metió dos dedos rápido,
pero los movió despacio, curvándolos dentro de mí para golpear ese punto que me hacía ver
estrellas, mientras me apretaba una teta por encima de la camisa con la otra mano, retorciendo
el pezón hasta que dolió dulce.
—Mira cómo te pones solo de ver a tu mamá en bragas… —gruñó, follándome los dedos más
profundo, sintiendo mis jugos resbalando por su mano.
Me mordió el lóbulo de la oreja antes de sacar los dedos chorreando y salir.
Volvió al probador.
Mi mamá ya estaba en sujetador y bragas beiges. Claudia le desabrochó el sujetador “para que
no se marque” y, al quitárselo, le rozó los pezones con el dorso de los dedos. Los tenía ya
duritos.
—Dios, Laura… qué tetas más bonitas.
Mi mamá se mordió el labio, miró hacia la cortina.
—¿Y mi hija? ¿Dónde está mi hija?
Claudia, con toda la calma del mundo:
—La mandé al depósito a buscar un vestido rojo que es muy difícil de encontrar… tardará un
buen rato. Así las adultas podemos estar tranquilas, ¿no?
Mi mamá se rio nerviosa, pero asintió.

Claudia le ayudó a ponerse el vestido. Desde atrás, le subió la cremallera muy despacio,
pegando su barriga a la espalda de mi mamá, sus tetas aplastadas contra sus omóplatos. Le
ajustó el escote, metiendo los dedos un poco más de lo necesario, rozando los pezones duros.
—Tienes que verte entera…
La giró hacia el espejo. Mi mamá se miró, colorada, respirando agitada. Claudia se puso detrás,
le puso las manos en la cintura.
—Mira qué cintura… qué culo…
Le subió un poco la abertura lateral, dejando al aire casi toda la pierna. La mano quedó
apoyada en el muslo desnudo. Subió dos centímetros. Tres. Rozó el borde de las bragas.
Mi mamá soltó un suspiro tembloroso.
Claudia salió otra vez, vino al depósito, me levantó la falda de nuevo, me metió tres dedos
despacio, uno por uno, estirándome mientras me tapaba la boca con la otra mano sudorosa,
ahogando mis gemidos. Los movió en círculos lentos, frotando las paredes internas, mientras
me susurraba al oído cosas sucias sobre lo que le iba a hacer a mi mamá.
—Ahora mira bien —me dijo, sacando los dedos con un pop húmedo y lamiéndoselos delante
de mí.
Volvió al probador y cerró la cortina del todo.
—Quítate las bragas, Laura. Este vestido pide no llevar nada debajo.
Mi mamá dudó dos segundos. Luego, mirando al espejo (mirándome a mí sin saberlo), se las
bajó despacio y las dejó caer al suelo.
Se quedó desnuda de cintura para abajo, el coño depilado ya brillando. Se miró las tetas, se las
apretó, se pellizcó los pezones. Bajó una mano temblorosa hasta entre las piernas y empezó a
frotarse despacio, en círculos, mordiéndose el labio para no gemir.
Claudia se había quedado fuera del probador, pero vino al depósito otra vez, se arrodilló a mi
lado frente al monitor y me metió la mano entre las piernas, follándome al mismo ritmo que mi
mamá se tocaba en la pantalla, sincronizando cada movimiento con los de ella.
Mi mamá aceleró, metió dos dedos, los sacó chorreando, se los chupó, volvió a meterlos. Se
apoyó en el espejo con la frente, las caderas moviéndose solas.
—Ay, Dios… ay, Dios…
Se corrió en silencio, las piernas temblando, un chorrito resbalando por el interior del muslo. Se
quedó jadeando, mirando su reflejo con los ojos vidriosos.
Claudia me sacó los dedos, me los metió en la boca para que los chupara y susurró:
—Mañana la traes otra vez. Y esta vez entramos las dos a “ayudarla”.
Salimos del depósito como si nada. Mi mamá ya se había vestido, coloradísima, intentando
disimular.
—¿Qué tal os fue? —pregunté con voz inocente.
Mi mamá sonrió, nerviosa.
—Precioso… me lo llevo.
Claudia me guiñó un ojo y miró a mi mamá.
—Ay, Laura, ya cerré la caja por hoy… no te cobro nada. Dáselo a tu hija, que hizo un buen
trabajo en el depósito.
Mi mamá sacó el dinero, me lo dio con una sonrisa confusa. Yo lo tomé, lo enrollé despacio en
un cilindro grueso mirando fijo a Claudia, y lo metí dentro de mi uniforme, por el escote de la
camisa, entre mis tetas sudadas, sintiendo cómo el papel raspaba mi piel. Claudia sonrió con
esa boca ancha y cruel, sabiendo exactamente lo que estaba haciendo.
Claudia nos despidió.
En la calle, mi mamá iba callada, las mejillas ardiendo.
Yo también.
Pero las dos sabíamos que íbamos a volver.
Y la próxima vez no iba a mirar desde el monitor.
Iba a estar dentro con ellas.


¿Y ahora... ? ¿Qué les gustaría qué pase...?
Bufff, vas muy bien sigue así y pase lo que pase conseguíras ponerme burrisimo
 
Parte 5

Al día siguiente no pude ni desayunar. Me desperté con el coño palpitando, los billetes del día anterior todavía arrugados dentro del cajón, manchados de mis jugos secos. Me los metí en la boca un rato, chupándolos como si fueran su polla, imaginando que era ella quien me los daba otra vez. Mi mamá bajó a la cocina tarareando, con una sonrisa tonta que no le cabía en la cara, el vestido negro guardado en su armario como un secreto sucio.

—Hija, ¿le digo a Claudia que pasamos hoy otra vez? Me dijo que tenía unos conjuntos de lencería francesa que me iban a volver loca…

La miré fijo, sintiendo cómo se me humedecía la tanga roja al instante.

—Sí, mamá… dile que vamos a las seis. Que… que yo también quiero probarme algo.

Llegamos a la tienda a las seis en punto. Claudia ya había cerrado todo, la persiana bajada del todo esta vez. Abrió con esa cara de gata satisfecha, el vestido floreado pegado al cuerpo por el sudor del día, las tetas casi desbordándose, el escote húmedo y brillante.

—Pasad, mis niñas… hoy vamos a estar muy cómodas.

Nos llevó directo al probador grande, el de los espejos triples y las cámaras que yo ya sabía que estaban grabando cada puto segundo. Cerró la cortina del todo y encendió solo las luces cálidas, esas que hacen que todo parezca más sucio, más íntimo.

Mi mamá se quedó parada en medio, nerviosa, mordiéndose el labio. Yo me pegué a la pared, temblando de anticipación, la falda del uniforme subida otra vez por el calor y los nervios, la tanga roja marcándose debajo.

Claudia se acercó a mi mamá por detrás, despacio, como una araña. Le puso las manos en la cintura, grandes y gordas, apretando la carne suave.

—Ayer te vi, Laura… —susurró contra su oído, lo bastante alto para que yo lo oyera todo—. Te vi tocarte pensando en mí. Te corriste tan rico mirando tu reflejo… pero hoy vas a correrte mirando a tu hija.

Mi mamá se tensó, abrió la boca para negar, pero Claudia ya le estaba subiendo la falda del vestido veraniego, metiendo la mano por debajo sin pedir permiso. Le agarró el coño por encima de las bragas, apretando, y mi mamá soltó un gemido ahogado que me puso la piel de gallina.

—Y tú, putita… —me miró a mí, los ojos brillando de pura maldad—. Ven aquí. Enséñale a tu mamá lo que aprendiste.

Me acerqué temblando. Claudia me agarró del pelo y me puso de rodillas delante de mi mamá. Le levantó la falda del todo, dejando al aire las bragas beiges ya empapadas, con una mancha oscura en el centro.

—Quítaselas con la boca.

Obedecí. Agarré el elástico con los dientes, tiré hacia abajo despacio, oliendo el aroma dulce y fuerte de mi propia madre excitada. Las bragas bajaron por sus muslos, se engancharon un segundo en las rodillas y cayeron al suelo. Su coño estaba hinchado, los labios mayores abiertos, brillando. Nunca lo había visto tan de cerca.

Claudia se agachó detrás de mí, me levantó la falda del uniforme y me arrancó la tanga roja de un tirón. La olió fuerte, delante de mi mamá, y se la metió en la boca un segundo antes de sacarla chorreando y restregármela por la cara.

—Ahora come, perrita. Come a tu mamá como me comes a mí.

Empujó mi cara contra el coño de mi madre. El primer lametón fue eléctrico. Sabía diferente a Claudia: más dulce, más limpio, pero igual de caliente. Mi mamá gritó bajito, se agarró a mis hombros, las uñas clavándose. Lamí más fuerte, metiendo la lengua entre los labios, chupando el clítoris que ya estaba durísimo. Ella temblaba entera, las piernas abiertas, empujando las caderas contra mi boca.

Claudia se desnudó detrás de nosotras. Se quitó el vestido con calma, dejando caer las tetas enormes, pesadas, con pezones oscuros y grandes como monedas. Se bajó las bragas brutales, llenas de manchas de flujo seco, y las tiró al suelo. Se acercó, se puso detrás de mi mamá y le agarró las tetas por encima del vestido, apretando fuerte.

—Mírala, Laura… mira cómo tu niña te come el coño como una puta profesional. Porque lo es. Es mi puta. Y ahora tú también vas a serlo.

Le bajó la cremallera del vestido a mi mamá, se lo quitó despacio, dejándola en sujetador. Se lo desabrochó y las tetas de mi madre saltaron libres, más firmes de lo que imaginaba, los pezones rosados y tiesos. Claudia se las metió a la boca una por una, chupando fuerte mientras yo seguía lamiendo abajo.

Mi mamá ya no podía más. Me agarró del pelo y me apretó contra su coño, follándome la cara.

—Ayyy… Dios… hija… no pares…

Se corrió en mi boca con un grito ahogado, un chorro caliente que me llenó la lengua, resbalando por la barbilla. Las piernas le fallaron y casi se cae, pero Claudia la sostuvo, riéndose bajito.

—Buena chica… las dos sois unas buenas chicas.

Me levantó del pelo, me puso de pie y me besó delante de mi mamá, metiéndome la lengua hasta el fondo para que probara los jugos de las dos. Mi madre nos miraba con los ojos vidriosos, jadeando.

Claudia sacó otro rollo de billetes, más grueso que nunca. Nos miró a las dos, sonriendo con esa boca ancha y cruel.

—Ahora os voy a pagar a las dos… pero os lo vais a ganar.

Nos puso a las dos de rodillas, una al lado de la otra. Sacó el dildo negro del otro día, más otro más grande, y nos los metió en la boca a la vez para que los chupáramos. Luego nos folló a las dos contra el espejo, primero a mí, luego a mi mamá, alternando, metiéndonos los billetes dentro del coño mientras gemíamos como putas.

Cuando terminamos, las tres sudadas, temblando, empapadas, Claudia nos arregló la ropa con calma, nos metió un billete en la boca a cada una.

—Mañana venís otra vez. Y esta vez… traéis pijamas. Vamos a cerrar la tienda toda la noche.

Salimos a la calle cuando ya era de noche. Mi mamá iba callada, las mejillas ardiendo, los muslos resbaladizos. Yo también.

Éramos suyas.

Las dos.
 
Capítulo 7

Una semana después, el mensaje de Claudia llegó al grupo:

«Esta noche a las 10. Cerrado total. Traed ganas y nada más. Tengo una sorpresa muy especial.»

Llegamos temblando. El local estaba en penumbra, solo la luz del probador grande encendida. Manolo ya estaba allí, sentado en la silla como un rey gordo y viejo, la polla monstruosa marcándose en los calzoncillos sucios. El olor a tabaco rancio y a hombre sin duchar llenaba el aire.

Claudia sirvió anís puro en tres vasos grandes para mi madre y uno pequeño para ella.

—Laura, tú te tomas los tres. Que te relajes, preciosa… hoy vas a necesitarlo todo flojito.

Mi madre, nerviosa, obedeció. Bebió rápido. En diez minutos ya se le aflojaba la lengua, los ojos vidriosos, la risa tonta. Claudia la llevó al colchón, la sentó y empezó a desnudarla despacio: tirantes bajados, tetas al aire, shorts quitados… hasta dejarla completamente desnuda y abierta de piernas.

Manolo se levantó, se quitó la camiseta dejando caer la barriga peluda y se bajó los calzoncillos. La polla saltó libre: gruesa como mi antebrazo, venosa, el glande morado enorme goteando ya un hilo largo de precum espeso.

Claudia me agarró del brazo y me llevó al depósito. Cerró la puerta hasta dejar solo una rendija y el monitor encendido.

—Tú miras desde aquí, putita… y te callas. Pero no te vas a quedar quieta.

Me levantó la falda del pijama, me bajó la tanga hasta los tobillos y empezó a masturbarme con una lentitud diabólica: dos dedos apenas rozando el clítoris, subiendo y bajando sin prisa, sin entrar, solo humedeciendo, torturando. Su aliento caliente en mi oreja, su voz ronca susurrando perversiones:

—Mira cómo mi hermano va a destrozar a tu mamá… mira esa polla vieja y gorda abriéndole el coño como nunca lo ha tenido…
¿Te imaginas esa misma verga dentro de ti, putita? Rompiéndote en dos, llenándote de leche caliente mientras tu madre mira…

Yo gemía bajito, las piernas temblando, el coño chorreando sobre sus dedos. Ella nunca aceleraba, solo círculos lentos, insoportables, que me tenían al borde sin dejarme caer.

En la pantalla, Manolo se puso encima de mi madre. Le abrió las piernas en V, le escupió en el coño y empezó a rozar el glande enorme arriba y abajo, abriendo los labios poco a poco. Mi madre gemía confusa, borracha, las caderas moviéndose solas buscando más.

Claudia me pellizcó el clítoris suave, girándolo, y susurró:

—Cuando esté a punto de correrse dentro de ella… vas a elegir dónde acaba Manolo. Tú decides, putita… ¿en el coño de tu madre… o en otro sitio más apretadito?

Yo negué con la cabeza, lloriqueando de placer y vergüenza.

—No… no sé…

Claudia sonrió contra mi oreja, metió un dedo solo hasta la primera falange y lo sacó, luego volvió a rozar el clítoris sin parar, lento, enloquecedor.

—Dilo… o no te dejo correrte nunca.

En la pantalla, Manolo ya había metido media polla. Mi madre gritaba, las uñas clavándose en su espalda gorda, las tetas aplastadas bajo la barriga de él. Embestidas profundas, lentas, cada una abriendo más su coño.

Claudia aceleró apenas un milímetro sus dedos, lo justo para volverme loca.

—Dilo, putita… ¿dónde quieres que Manolo acabe?

Yo ya no podía más. Entre sollozos y gemidos rotos, grité hacia la rendija:

—¡QUE LE DÉ POR EL CULO! ¡QUE LE LLENE EL CULO A MI MAMÁ!

Mi madre, al oírme, abrió los ojos como platos, aterrorizada, pero ya estaba borracha perdida. Intentó girarse, balbuceando “no… por favor…”, pero Manolo la agarró de las caderas con sus manos gordas y la puso boca abajo de un tirón. Le abrió el culo con los pulgares, escupió fuerte en el agujero y apoyó el glande morado en la entrada.

Claudia me sacó del depósito en ese preciso instante, me llevó arrastrando hasta el colchón y me puso de rodillas al lado.

Manolo empujó.
El grito de mi madre fue animal. El glande entró de golpe, luego el tronco gordo, centímetro a centímetro, estirando su ano virgen hasta el límite. Ella lloraba y gemía a la vez, la cara hundida en la sábana, las manos arañando el colchón.

Manolo la follaba despacio pero sin piedad, cada embestida haciendo temblar su barriga contra la espalda de mi madre. Claudia se sentó en el borde del colchón, abrió las piernas y se puso a mi madre la cara entre los muslos.

—Come, Laura… come mientras mi hermano te revienta el culo.

Mi madre, rota, empezó a lamer obediente.

Yo miraba hipnotizada cómo esa polla monstruosa entraba y salía del ano de mi madre, ahora rojo e hinchado, cada vez más rápido.

Manolo rugió:

—¡Me corro… me corro en el culo de esta puta!

Se clavó hasta el fondo y descargó.
Se veía perfectamente cómo la base de la polla latía, bombeando chorros y chorros de semen espeso y caliente dentro del culo de mi madre. Tanta leche que empezó a desbordar, blanco y viscoso, resbalando por sus muslos y goteando al colchón.

Cuando Manolo salió, el ano de mi madre quedó abierto como un túnel, rojo, palpitante, chorreando semen.

Claudia me agarró del pelo y me puso delante de esa polla todavía dura, brillante de jugos y semen.

—Limpia, putita. Limpia la polla que acaba de destrozar a tu mamá.

La metí en la boca despacio, saboreando la mezcla salada y amarga, la lengua recorriendo cada vena mientras Manolo gemía y me acariciaba la cabeza. No aguanté más y me masturbé frenética mientras el viejo acariciaba mi rostro de niña y bombeaba mi boca suave, seguro de poseerme cuando quisiera...El orgasmo me llegó en avalancha mientras el viejo reía asquerosamente "hermana, esta putita la chupa mucho mejor que tú"

Al mismo tiempo, Claudia se sentó encima de la cara de mi madre, aplastándola con su coño gordo y húmedo.

—Ahora tú, Laura… hazme correr mientras tu hija limpia la polla de mi hermano con su boquita de puta.

Mi madre lamió obediente, desesperada, hasta que Claudia se corrió con un gemido largo y bajo, inundándole la cara.

Cuando terminó, Claudia nos miró a las dos, destrozadas, temblando, llenas de semen y jugos.

—Buenas perras… la semana que viene repetimos. Y esta vez… la putita pequeña va a probar lo que es tener treinta centímetros de polla vieja en el culo mientras su mamá mira.

Y yo, con la boca todavía llena del sabor de Manolo, solo pude asentir.

Porque ya no quedaba ni una gota de vergüenza.

Solo ganas.
 
Capítulo 7

Una semana después, el mensaje de Claudia llegó al grupo:

«Esta noche a las 10. Cerrado total. Traed ganas y nada más. Tengo una sorpresa muy especial.»

Llegamos temblando. El local estaba en penumbra, solo la luz del probador grande encendida. Manolo ya estaba allí, sentado en la silla como un rey gordo y viejo, la polla monstruosa marcándose en los calzoncillos sucios. El olor a tabaco rancio y a hombre sin duchar llenaba el aire.

Claudia sirvió anís puro en tres vasos grandes para mi madre y uno pequeño para ella.

—Laura, tú te tomas los tres. Que te relajes, preciosa… hoy vas a necesitarlo todo flojito.

Mi madre, nerviosa, obedeció. Bebió rápido. En diez minutos ya se le aflojaba la lengua, los ojos vidriosos, la risa tonta. Claudia la llevó al colchón, la sentó y empezó a desnudarla despacio: tirantes bajados, tetas al aire, shorts quitados… hasta dejarla completamente desnuda y abierta de piernas.

Manolo se levantó, se quitó la camiseta dejando caer la barriga peluda y se bajó los calzoncillos. La polla saltó libre: gruesa como mi antebrazo, venosa, el glande morado enorme goteando ya un hilo largo de precum espeso.

Claudia me agarró del brazo y me llevó al depósito. Cerró la puerta hasta dejar solo una rendija y el monitor encendido.

—Tú miras desde aquí, putita… y te callas. Pero no te vas a quedar quieta.

Me levantó la falda del pijama, me bajó la tanga hasta los tobillos y empezó a masturbarme con una lentitud diabólica: dos dedos apenas rozando el clítoris, subiendo y bajando sin prisa, sin entrar, solo humedeciendo, torturando. Su aliento caliente en mi oreja, su voz ronca susurrando perversiones:

—Mira cómo mi hermano va a destrozar a tu mamá… mira esa polla vieja y gorda abriéndole el coño como nunca lo ha tenido…
¿Te imaginas esa misma verga dentro de ti, putita? Rompiéndote en dos, llenándote de leche caliente mientras tu madre mira…

Yo gemía bajito, las piernas temblando, el coño chorreando sobre sus dedos. Ella nunca aceleraba, solo círculos lentos, insoportables, que me tenían al borde sin dejarme caer.

En la pantalla, Manolo se puso encima de mi madre. Le abrió las piernas en V, le escupió en el coño y empezó a rozar el glande enorme arriba y abajo, abriendo los labios poco a poco. Mi madre gemía confusa, borracha, las caderas moviéndose solas buscando más.

Claudia me pellizcó el clítoris suave, girándolo, y susurró:

—Cuando esté a punto de correrse dentro de ella… vas a elegir dónde acaba Manolo. Tú decides, putita… ¿en el coño de tu madre… o en otro sitio más apretadito?

Yo negué con la cabeza, lloriqueando de placer y vergüenza.

—No… no sé…

Claudia sonrió contra mi oreja, metió un dedo solo hasta la primera falange y lo sacó, luego volvió a rozar el clítoris sin parar, lento, enloquecedor.

—Dilo… o no te dejo correrte nunca.

En la pantalla, Manolo ya había metido media polla. Mi madre gritaba, las uñas clavándose en su espalda gorda, las tetas aplastadas bajo la barriga de él. Embestidas profundas, lentas, cada una abriendo más su coño.

Claudia aceleró apenas un milímetro sus dedos, lo justo para volverme loca.

—Dilo, putita… ¿dónde quieres que Manolo acabe?

Yo ya no podía más. Entre sollozos y gemidos rotos, grité hacia la rendija:

—¡QUE LE DÉ POR EL CULO! ¡QUE LE LLENE EL CULO A MI MAMÁ!

Mi madre, al oírme, abrió los ojos como platos, aterrorizada, pero ya estaba borracha perdida. Intentó girarse, balbuceando “no… por favor…”, pero Manolo la agarró de las caderas con sus manos gordas y la puso boca abajo de un tirón. Le abrió el culo con los pulgares, escupió fuerte en el agujero y apoyó el glande morado en la entrada.

Claudia me sacó del depósito en ese preciso instante, me llevó arrastrando hasta el colchón y me puso de rodillas al lado.

Manolo empujó.
El grito de mi madre fue animal. El glande entró de golpe, luego el tronco gordo, centímetro a centímetro, estirando su ano virgen hasta el límite. Ella lloraba y gemía a la vez, la cara hundida en la sábana, las manos arañando el colchón.

Manolo la follaba despacio pero sin piedad, cada embestida haciendo temblar su barriga contra la espalda de mi madre. Claudia se sentó en el borde del colchón, abrió las piernas y se puso a mi madre la cara entre los muslos.

—Come, Laura… come mientras mi hermano te revienta el culo.

Mi madre, rota, empezó a lamer obediente.

Yo miraba hipnotizada cómo esa polla monstruosa entraba y salía del ano de mi madre, ahora rojo e hinchado, cada vez más rápido.

Manolo rugió:

—¡Me corro… me corro en el culo de esta puta!

Se clavó hasta el fondo y descargó.
Se veía perfectamente cómo la base de la polla latía, bombeando chorros y chorros de semen espeso y caliente dentro del culo de mi madre. Tanta leche que empezó a desbordar, blanco y viscoso, resbalando por sus muslos y goteando al colchón.

Cuando Manolo salió, el ano de mi madre quedó abierto como un túnel, rojo, palpitante, chorreando semen.

Claudia me agarró del pelo y me puso delante de esa polla todavía dura, brillante de jugos y semen.

—Limpia, putita. Limpia la polla que acaba de destrozar a tu mamá.

La metí en la boca despacio, saboreando la mezcla salada y amarga, la lengua recorriendo cada vena mientras Manolo gemía y me acariciaba la cabeza. No aguanté más y me masturbé frenética mientras el viejo acariciaba mi rostro de niña y bombeaba mi boca suave, seguro de poseerme cuando quisiera...El orgasmo me llegó en avalancha mientras el viejo reía asquerosamente "hermana, esta putita la chupa mucho mejor que tú"

Al mismo tiempo, Claudia se sentó encima de la cara de mi madre, aplastándola con su coño gordo y húmedo.

—Ahora tú, Laura… hazme correr mientras tu hija limpia la polla de mi hermano con su boquita de puta.

Mi madre lamió obediente, desesperada, hasta que Claudia se corrió con un gemido largo y bajo, inundándole la cara.

Cuando terminó, Claudia nos miró a las dos, destrozadas, temblando, llenas de semen y jugos.

—Buenas perras… la semana que viene repetimos. Y esta vez… la putita pequeña va a probar lo que es tener treinta centímetros de polla vieja en el culo mientras su mamá mira.

Y yo, con la boca todavía llena del sabor de Manolo, solo pude asentir.

Porque ya no quedaba ni una gota de vergüenza.

Solo ganas.
¿Hasta donde las llevara?
 
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