La sobri

Capítulo 13



El verano seguía su curso cálido, el calor pegajoso envolvía la ciudad como una manta sofocante. Era el lunes por la mañana, y Itziar, se preparaba en su habitación para su primer día como canguro de su primo pequeño. La luz del sol se colaba por las cortinas blancas, tiñendo el aire con un brillo dorado, y el zumbido del ventilador en la esquina apenas aliviaba el sudor pegajoso que perlaba su piel. Acababa de salir de la ducha, el agua tibia aún goteando de su cuerpo mientras se envolvía en una toalla, el aroma a gel de manzana que tanto le gustaba impregnaba el espacio. Se miró al espejo, el pelo húmedo le caía en mechones sobre los hombros, y decidió vestirse con cuidado. Escogió un tanga blanco de encaje que se ajustaba perfectamente a su culazo firme, y que sabia que a Ricardo le encantaba, de hecho es el que llevaba cuando le folló el culo, seguido de un sujetador a juego que realzaba sus tetas perfectas. Sobre ello, se puso un vestido veraniego rosa, ligero y de corte suelto, que dejaba entrever las curvas de su figura cada vez que el viento lo movía. Se calzó unas sandalias blancas, se aplicó un poco de gloss en los labios y, tras un último vistazo, salió hacia la casa de su tía Laura, con el corazón latiéndole con una mezcla de nervios y anticipación. Estaba nerviosa, no lo podía negar pero no era por el trabajo sencillo de cuidar de su primo, sino por Ricardo, porque sabía lo que iba a pasar y encima lo deseaba. Había decidido dejar atrás todo aquella tarde en la cafetería, pero ahora no paraba de pensar en ello, y estaba muy excitada y dispuesta ante la idea de poder volver a follar con su tío.

Mientras caminaba bajo el sol abrasador, el calor subiendo por sus piernas desnudas, Itziar reflexionaba. Tomaba la píldora desde hacía meses para regular su regla, porque últimamente se le estaba descontrolado y no era regular, y el ginecólogo se la había recetado, un secreto que guardaba con celo, y esa mañana había decidido dejar que Ricardo se lo hiciera sin condón si la situación lo permitía. La idea de sentir por primera vez cómo un hombre se corría dentro de su coño la llenaba de una excitación prohibida, un deseo crudo que la hacía apretar los muslos mientras cruzaba la calle. Y quería darle ese privilegio a su tío que tanto le había dado en todos los sentidos. Pero al acercarse a la casa de su tía, un remordimiento la golpeó como un latigazo. Quería follarse al marido de Laura, su propia tía, un acto que la avergonzaba y excitaba a partes iguales. Era su secreto, un peso que llevaba en silencio, y ella nunca lo sabría. La culpa se mezclaba con el deseo, un torbellino que la hacía dudar con cada paso, pero el recuerdo de Ricardo —su voz, sus manos, su polla, su carácter— la empujaba adelante.

Llegó a las dos, el sol en lo alto castigaba la calle mientras subía las escaleras del portal camino del ascensor. Laura la recibió en la puerta, con el crío en brazos y una sonrisa agotada. —¡Itzi cariño, qué guapa estás! Ese vestido te queda genial, de verdad —dijo, ajustando al pequeño en su cadera mientras la invitaba a pasar—. Gracias por venir, me salvas la vida hoy. Mira que te diga, el enano come puré a las cuatro, luego le puedes poner dibujos o el sonajero si se pone pesado. Yo salgo a las nueve, así que te dejo al mando. Si pasa algo, llámame, ¿vale? Ah, y Ricardo llega sobre las 5 más o menos, así que no estarás mucho rato sola. Y cuando llegue si quieres ya te puedes ir.

—Tranquila tía, lo tengo controlado. Puré a las cuatro, dibujos, sonajero… fácil —respondió Itziar, sonriendo mientras tomaba al crío, que gorgoteaba y le tiraba del pelo con sus manitas regordetas—. Vete sin preocupaciones, que aquí estamos bien.

Laura asintió, recogiendo su bolso con prisa. —Eres un sol, de verdad. Te dejo el número del curro por si acaso. ¡Nos vemos luego! —dijo, dándole un beso rápido en la mejilla antes de salir, la puerta se cerró con un clic que dejó a Itziar sola con el pequeño.


Las horas transcurrieron entre juegos y caos infantil. Itziar preparó el puré a las cuatro como le había dicho su tía, el olor a zanahoria y patata empezó a llenar la cocina mientras el crío manoseaba la cuchara, dejando manchas naranjas por la mesa. Lo entretuvo con dibujos animados en su propio móvil para que comiera sin dar guerra, y luego lo arrulló con el sonajero hasta que se durmió en su cuna. El apartamento quedó en un silencio solo roto por el zumbido del ventilador, y Itziar se sentó en el sofá del salón, el mismo donde Ricardo le había dado por el culo meses atrás. El recuerdo la golpeó como un relámpago: el lubricante frío goteando, la presión en su ojete, el gruñido de él mientras la llenaba. Sintió un escalofrío de excitación recorrerle la espalda, sus muslos apretándose instintivamente mientras el tejido del sofá crujía bajo su peso. Cerró los ojos un instante, imaginando sus manos ásperas en su piel, el placer mezclado con la culpa de estar en la casa de su tía, traicionando a Laura con cada pensamiento. Se levantó, caminando por el salón para distraerse, pero el sentimiento de traición a su tía aún en el aire y el silencio opresivo la mantenían atrapada en su deseo prohibido. Miró el reloj: las cuatro y media ya. Faltaba poco para que Ricardo llegara, y el tiempo parecía estirarse, cada minuto avivaba su mezcla de ansiedad y anhelo.

El reloj marcaba las cinco y cuarto de la tarde cuando el sonido de la llave girando en la cerradura resonó en el apartamento de Laura, haciendo que el corazón de Itziar se acelerara como un tambor desbocado. Estaba sentada en el sofá, el ventilador zumbando en la esquina, el aire cargado de un calor pegajoso que se adhería a su piel, dejando un brillo de sudor en su frente. Ricardo entró, dejando las llaves en la mesa con un golpe seco, con su figura llenando el marco de la puerta con la camiseta gris ajustada pegada al torso por el sudor y los vaqueros marcando sus muslos robustos. El crío dormía plácidamente en su cuna, y el silencio del salón solo se rompía por el zumbido del electrodoméstico y la respiración entrecortada de Itziar, que jugueteaba nerviosa con el borde de su vestido rosa.

—Hola, princesa, ¿qué tal ha ido todo con el pequeño? ¿Te ha dado guerra o qué? —preguntó Ricardo, acercándose con una sonrisa cansada pero cálida, inclinándose para darle dos besos en las mejillas, el aroma a sudor y trabajo se mezclaba con el calor del ambiente. Se dejó caer en el sofá junto a ella, y se pasó una mano por la frente, quitándose el sudor.

—Bien, se durmió hace un rato después de comer. Es un encanto, la verdad, ha sido un día tranquilo —respondió Itziar, cruzando las piernas, el vestido subiendo un poco por sus muslos mientras lo miraba de reojo, notando cómo el calor había dejado marcas en su ropa—. ¿Y tú, cómo te ha ido?

—Una mierda, con este calor trabajar es un suplicio. Sudando como cerdo todo el día, pero qué le vamos a hacer, es lo que hay —dijo Ricardo con una risa seca, levantándose ya del sofá—. Oye, voy a darme un duchazo rápido para quitarme este calor de encima, ahora vengo, ¿vale?

—Claro, te espero aquí —asintió ella, recostándose un poco, el ventilador moviendo un mechón de su pelo mientras lo veía desaparecer hacia el baño.

Minutos después, Ricardo regresó con el pelo húmedo y una camiseta limpia, el aroma a jabón reemplazando el sudor. Se sentó de nuevo en el sofá, más cerca esta vez, y la conversación fluyó con naturalidad, saltando entre anécdotas del día y recuerdos compartidos. Itziar habló de la universidad, de cómo las clases de verano la estaban agotando, de las risas con Lucía y Sara planeando una escapada a la playa, y de un examen que había suspendido por llegar tarde. Ricardo la escuchaba, asintiendo y riendo cuando ella imitó a su profesora con un tono gruñón, pero sus ojos no podían despegarse de ella. Recorrían el contorno de su vestido rosa, la curva suave de sus tetas, el brillo tentador de sus labios con gloss, y el leve aroma que desprendía su piel. El deseo crecía en su interior como un incendio, mezclado con un nerviosismo que no podía controlar, haciendo que sus manos temblaran ligeramente sobre sus rodillas.

El silencio se instaló por un momento, y Ricardo carraspeó, mirando al suelo como si buscara las palabras adecuadas. Su corazón latía con fuerza, la excitación lo consumía, pero también lo paralizaba. Se pasó una mano por la barba canosa, nervioso, y finalmente giró la cabeza hacia ella, los ojos brillaban con una mezcla de anhelo y torpeza. —Itzi, yo… a ver, no sé ni cómo decirte esto —murmuró, la voz temblorosa, casi un susurro—. Estás… estás increíble hoy, y no dejo de pensar en ti. En nosotros. Me pones hasta nervioso, ¿sabes? Pero… mierda, quiero volver a estar contigo, a follarte otra vez. No sé cómo pedírtelo, pero lo deseo tanto que me quema. ¿Qué… qué piensas tú?

Itziar lo miró, sorprendida por su vulnerabilidad, pero en su interior el deseo también ardía, sabía a que había ido a su casa realmente y lo deseaba. El recuerdo de sus encuentros previos, el sexo tabú, el placer prohibido, la hizo morderse el labio. Sentía el pulso acelerado, una necesidad que coincidía con la de él, y asintió lentamente, su voz suave pero decidida. —Yo… también lo he estado pensando, Ricardo. Lo deseo. Vamos a hacerlo, anda ven y fóllame otra vez tío —susurró, inclinándose hacia él, los ojos brillantes de emoción y una calidez que la hacía sentirse expuesta pero receptiva.

Sus miradas se encontraron, y el aire entre ellos se cargó de una tensión eléctrica. Ricardo tragó saliva, acercándose más, mientras Itziar dejó que sus manos buscaran las de él, sellando con ese gesto su mutuo acuerdo. El ventilador seguía zumbando, pero ahora el sonido parecía un fondo lejano frente al latido de sus corazones, listos para dejarse llevar una vez más.

Sus bocas se encontraron con ternura al principio, un roce suave de labios que sabía al aroma a fresa de su gloss, un contacto tímido que pronto se volvió profundo. Los labios de Ricardo se movieron con lentitud, explorando los de ella, abriéndose para dejar que sus lenguas se encontraran en un baile húmedo y cálido. Itziar gimió bajito, un “mmmh” escapando mientras inclinaba la cabeza, profundizando el beso, sus manos subieron a la nuca de él para después acariciar su barba canosa. Él respondió con un gemido bajo, “joder, qué bien sabes”, sus manos subían por su torso, acariciando sus tetas por encima del vestido, sintiendo los pezones endurecerse bajo la tela fina. El beso se volvió más urgente, más guarro, sus respiraciones se mezclaban, la saliva compartida brillaba en sus labios mientras se devoraban con una pasión contenida.

Con coquetería, Itziar se apartó un segundo, mirándolo con ojos brillantes poniendo esa carita de niña mala que tan bien sabía hacer. Deslizó las tiras del vestido por sus hombros con movimientos lentos, dejando que la tela cayera poco a poco por su pecho, revelando el encaje blanco del sujetador. Ricardo la admiraba, los ojos oscurecidos por el deseo, siguiendo cada centímetro de piel que se exponía, el valle entre sus pechos, la curva de sus caderas, su ombliguito. Ella dejó que el vestido bajara hasta la cintura, luego lo empujó al suelo con un movimiento de cadera, quedándose solo con el tanga y el sujetador. Él gruñó de placer al verla, —eres jodidamente perfecta princesita—, y con dedos ansiosos, acarició sus tetas, pasando los dedos por los pezones, después sacó las tetas de las copas sin quitárselo, dejando los pezones rosados expuestos, con las areolas hinchadas muestra de sus tetas veinteañeras. Los chupó con deseo, la boca se cerraba sobre uno mientras su lengua lo lamía en círculos húmedos, succionando con fuerza hasta que ella jadeó, —ohhh… sí, tío. Cómetelas bien cabronazo, disfruta de tu sobri—. Pasó al otro, mordiendo suavemente, lamiendo la piel salada por el sudor, sus manos apretando la carne firme mientras ella se arqueaba con un escalofrío gimiendo “¡joder, qué bueno!”. Se quitó el sujetador para estar más cómoda.

—Quiero comerme tu ojete otra vez cariño, sabes que me tiene obsesionado ese agujerito que tienes—murmuró Ricardo, la voz ronca de excitación. La giró con suavidad, poniéndola a cuatro patas en el sofá, el tejido crujía bajo sus rodillas. El sudor del verano había dejado un aroma fuerte en su piel, un olor terroso y cálido que subía desde su coño, pero a Ricardo le encantaba, un afrodisíaco crudo que lo volvía loco. Separó sus nalgas con las manos, y apartó la fina tela de su tanga exponiendo el ojete rosado y apretado, y se inclinó, lamiendo con avidez. Su lengua trazó círculos alrededor de la rugosa entrada, presionando con firmeza, saboreando el sabor salado y almizclado mientras ella gemía alto, —¡ay, joder, sí. Me encanta que te comas el ojete, que cerda me pone eso tío!—. La sensación la atravesó, un placer intenso mezclado con la vergüenza del olor, pero el deseo de Ricardo la hacía rendirse. Él gruñó contra su piel, —me vuelves loco así putita, me tiene loco tu culito—, la lengua iba entrando un poco más, explorando la textura cálida y apretada, sus manos apretando sus nalgas mientras ella se retorcía, gimiendo “¡ohhh, no pares, chúpame bien, cerdo!”. Oírla así solo hacia que aumentar su deseo, y empezó a pasar la lengua desde abajo, desde el chochito. Recogía con la lengua sus flujos e iba subiendo pasando toda la lengua por la raja, hasta llegar al ojete que lamía lascivamente saboreando su íntimo sabor. Itziar estaba cachondísima al notar como se mezclaba el roce de la barba en el interior de sus nalgas con la lengua acariciando su rincón más íntimo.

Tras unos minutos, Ricardo se apartó, jadeando, el rostro enrojecido y empapado en su propia saliva y flujo. —Voy a por un condón nena, me muero por metértela cariño—dijo, levantándose con esfuerzo, la polla marcando sus vaqueros.

Itziar se giró y lo miró con picardía, y lo sujetó de la mano intensificando su mirada, el cuerpo temblaba de excitación. —No hace falta la gomita tío, tomo la píldora para regular la regla. Quiero que te corras dentro de mí… por primera vez. Vas a ser el primero que lo haga. Es una sorpresa que te tenía reservada—susurró, abriendo las piernas en una invitación descarada, el tanga blanco desplazado dejando su coño húmedo y rosado perfectamente depilado a la vista.

Ricardo bufó de placer, un sonido gutural escapó de su garganta mientras se desabrochaba los vaqueros, con la polla dura y gruesa saltando libre. —Joder, Itzi, eso es lo que quería oír. Te voy a llenar de leche calentita el chochito—dijo, sentándose en el sofá, guiándola con las manos para que se subiera. Ella se subió encima, alineándose con él, cogió la polla y restregando el capullo en sus labios húmedos lo guió dentro de ella poco a poco. La sensación de su polla entrando sin barreras la hizo gemir fuerte, un “¡ohhh, Ricardo, qué rico, que dura la tienes!” llenando el aire mientras sentía cada centímetro abriéndola, el calor y la presión llenándola por completo. Sus paredes internas se ajustaron a él, un placer ardiente que la hizo temblar y ponerse su piel de gallina, sus manos apoyadas en sus hombros.

Hicieron el amor con dulzura y cariño, esta vez no había sexo salvaje, esta vez era algo parecido al amor, sus caderas iban moviéndose en un ritmo lento al principio, frotando así su clitoris contra el pubis de Ricardo, luego más rápido, un vaivén sensual que hacía que el sofá crujiera. Ella se inclinaba para besarlo, sus lenguas entrelazándose en un beso húmedo, mientras él acariciaba sus tetas, pellizcando los pezones con dedos expertos, y bajaba a su culo, apretando las nalgas suaves y firmes, deslizando los dedos por la raja hasta rozar su ojete. Itziar gemía sin parar, un “¡sí, sí, más, joder. Me encanta tío como me follas, estoy deseando de que me llenes de leche calentita!” escapando entre jadeos, sus caderas se movían sincronizadas para tomar más de él, el sudor goteándole por la espalda. Ricardo gruñía, “eres mía, Itzi, me encantas princesa”, sus manos la adoraban, el placer creciendo con cada embestida.

El ritmo se volvió frenético, sus cuerpos se fundían en un vaivén húmedo y carnal, hasta que Ricardo, con un gemido ronco sintió que iba a explotar, “¡joder, Itzi cariño, me corro!”, se tensó, y apretando sus caderas contra él para llegar mas profundo se corrió dentro de ella con una intensidad que casi le hizo marearse. El calor de su semen la llenó, un torrente cálido en varias pulsaciones que la hizo gemir alto, “¡ohhh, sí tío, dame tu leche bien dentro! Me encantaaaaa”, ella al sentir como su tío se corría dentro de su coño sin barreras estalló en un orgasmo intenso y prohibido, sus paredes contrayéndose alrededor de él mientras temblaban juntos. Se quedaron así un rato, besándose con ternura mientras el acariciaba su espalda y ella su pelo, las respiraciones entrecortadas, el sudor uniéndolos. Luego, Itziar se salió despacio y se tumbó en el sofá, abriendo las piernas, y el semen de Ricardo empezó a salir despacio de su coño en un rastro blanco y espeso que brillaba bajo la luz. Una imagen perfecta para Ricardo el ver su coño rosita y húmedo con el contraste blanco de su semen que escurría lento hasta su ojete. Él, con una sonrisa satisfecha, recogía el líquido con los dedos y lo volvía a meter dentro jugando con sus labios y su rosado diamante, deslizándolos con cuidado para no desperdiciar ni una sola gota de su semilla fuera de su coño, mientras ella gemía bajito, “mmmh… qué rico tío, que gustito”.

Tras un momento de silencio, Itziar se levantó, con el cuerpo aún tembloroso y sensible, y se dirigió a la ducha. El agua caliente lavó el sudor y el semen, dejándola con una mezcla de satisfacción y culpa. Cuando salió, con el vestido rosa de nuevo puesto y el pelo húmedo, se acercó a Ricardo, que la esperaba en la puerta. —Me voy a casa tío —dijo, dándole un beso suave en los labios.

—Si cielo, antes de que venga tu tía. Cuídate, Itzi. Esto… gracias cariño por haberme dejado ser el primero —respondió él, con una sonrisa tensa sin saber muy bien qué más decir, abriendo la puerta para dejarla salir.

Ella se metió en el ascensor, el corazón aún acelerado, y el secreto de su deseo guardado como un tesoro prohibido.





El verano se desvaneció como un suspiro bajo el sol abrasador, dejando tras de sí un rastro de días calurosos y días cargados de secretos que ahora parecían pertenecer a otra vida. Era el 20 de septiembre ya, y el aire en la ciudad había adquirido un matiz fresco, de un otoño adelantado, un susurro de otoño que traía consigo el regreso a la rutina. Itziar, había dejado atrás su papel de canguro de su primo pequeño, retomando las clases universitarias que marcaban el inicio de un nuevo semestre. Las mañanas se llenaban ahora con el sonido de libros abriéndose, el murmullo de sus compañeras en los pasillos y el aroma a café recién molido de la máquina expendedora del campus. Pero bajo esa superficie de normalidad, el verano habían tejido una red de encuentros clandestinos con Ricardo, su tío político, que aún resonaban en su mente como ecos prohibidos, dulces y amargos a la vez.

Durante aquellos cálidos días, Itziar y Ricardo habían sucumbido al deseo en múltiples ocasiones, habían follado cerca de diez veces o más y cada encuentro quedaba grabado en su memoria con una intensidad que oscilaba entre la pasión desenfrenada y la ternura inesperada. Las tardes en el apartamento de Laura, mientras el crío dormía y el ventilador zumbaba, se convirtieron en su refugio secreto. Hubo momentos de fuego salvaje, como cuando Ricardo se la folló contra la pared del salón embistiéndola con fuerza mientras ella gemía desatada, sus manos ásperas arrancándole gemidos de placer al apretarle las tetas y mientras el sudor les corría por la piel, o en el sofá donde la ponía a cuatro patas, para lamer su ojete que era su fetiche preferido, con una avidez que la hacía gritar de placer. Había mamadas, comidas de coño, le volvió a follar el culo un par de veces, especialmente una tarde que en el sofá, donde la tumbó boca arriba y sujetándola por los tobillos para abrirla bien se la metió por el culo mientras veía su cara de placer al ser penetrada por su apretado ojete mientras ella se masturbaba, follaron incluso en la cama de matrimonio de Ricardo, en la ducha… Otras veces, el acto fue más suave, con besos lentos que sabían a deseo y ternura, sus cuerpos entrelazados en un ritmo cariñoso que los dejaba temblando de vulnerabilidad y conexión. Siempre lo hacían sin preservativo para tener más intimidad. Otras en cambio solo se masturbaban mutuamente mientras se besaban. Él jugueteaba con los labios y clitoris mientras ella lo pajeaba hasta correrse ambos. Cada encuentro estaba marcado por el riesgo de que cualquier día su tía volviera antes del trabajo y los pillara, la culpa y el placer, eran un juego peligroso y adictivo que ambos sabían que no podía durar eternamente.

Sin embargo, el verano trajo un cambio. A finales de agosto, Itziar conoció a Javi, un chico de su clase de anatomía, de ojos negros como el carbón y sonrisa tímida que la conquistó con su forma espontánea de ser, su voz suave envolviéndola como una caricia cada vez que hablaba. Sus citas comenzaron con cafés compartidos en una cafetería moderna de la ciudad, con mesas de madera pulida y plantas colgantes, caminatas por el parque al atardecer y conversaciones que fluían con una facilidad que la sorprendía. Javi era diferente: atento, respetuoso, sin la carga de secretos que la unía a Ricardo. A medida que su relación se formalizó, con un primer beso que la dejó sin aliento y planes para un fin de semana juntos, Itziar sintió que una nueva puerta se abría. Pero esa puerta también cerraba otra, la que la llevaba al mundo prohibido con Ricardo.

Ese día de septiembre, tras una sesión de estudio con Javi en la biblioteca, Itziar decidió que era hora de poner fin a su aventura definitivamente. Quedó con Ricardo en una cafetería moderna del centro que acababa de abrir, un lugar con paredes de ladrillo visto, luces cálidas colgando de una cuerda y el aroma a espresso flotando en el aire. Se sentaron en una mesa junto a la ventana, el sol de la tarde otoñal iba filtrándose a través de las cristaleras, proyectando rayos dorados sobre la mesa de madera. Ricardo llegó con las manos en los bolsillos, la barba canosa más desaliñada de lo habitual, y una expresión que mezclaba resignación y un dejo de tristeza. Itziar, con una taza de capuchino entre las manos, lo miró con ojos brillantes pero decididos.

—Hola tío —dijo dándole un beso en la mejilla— tenemos que hablar —dijo suavemente, removiendo la espuma con la cucharilla, el tintineo rompiendo el silencio entre ellos—. Bueno, me imagino que ya sabes de qué ¿verdad?. Esto… esto tiene que parar. Pero de verdad, no como la otra vez. He conocido a alguien, Javi, un chico de la uni. Estamos saliendo en serio, y siento que es lo que quiero ahora. No puedo seguir con esto contigo. Algún día nos van a pillar, y no quiero hacerle daño a Laura, ni a Javi, ni a mí misma. Me pesa demasiado.

Ricardo la miró en silencio, los ojos nublados por un remordimiento que no podía ocultar. Pasó una mano por la barba, suspirando mientras el aroma a café llenaba sus pulmones. —Princesita, tienes toda la razón. Este verano… ha sido una locura inesperada, ¿verdad? Algo que no deberíamos haber hecho, pero que no puedo borrar de mi cabeza. Tienes razón, el riesgo era una bomba a punto de estallar. Me arrepiento de haberte metido en esto, de haber traicionado a Laura otra vez. Pero… también lo recuerdo con cariño, esos momentos contigo… eran únicos —confesó, la voz quebrándose ligeramente mientras miraba la taza frente a él. Aunque había algo que nunca le contaría, y era que había podido disfrutar por fin de las tetas de su madre. — Al principio, el año pasado, en la comunión de tu primo, donde comenzó todo, cuando te propuse la primera vez lo de follar por dinero, no era más que deseo crudo por follar contigo, me ponías muy cerdo al ser tan pija, me decía a mí mismo, “niñata pija como te follaría el ojete” pero ahora es… es… cariño verdadero.

Itziar sintió un nudo en la garganta, se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y los recuerdos de sus encuentros la abordaban: el calor de su piel, la sensación de la primera vez teniendo sexo anal, los gemidos en el sofá, el polvazo en su propia cama, la ternura y fuego de sus besos. —Yo también lo recuerdo con cariño, Ricardo. Fue una locura, sí, pero algo especial a su manera. Me dabas asco antes, no te creas, me parecías un cerdo baboso, pero fíjate lo que son las cosas, luego era yo la que te buscaba. Me daba un subidón prohibido el conseguir mis caprichos con solo follar. Fíjate si te he cogido cariño, que he dejado que seas tú el primero en correrte dentro de mi coño sin condón, has sido un privilegiado. —Ricardo sonreía al oírla decir eso— Realmente solo me arrepiento de haberle fallado a mi tía, de haber jugado con fuego sabiendo que podía quemarnos a todos. Pero ahora… necesito dejarlo atrás. Esta despedida tiene que ser real —dijo, las lágrimas asomando a sus ojos y un ligero temblor en su barbilla mientras apretaba la taza con fuerza.

Él asintió lentamente, extendiendo una mano para rozar la de ella con suavidad, un gesto tierno que contrastaba con la intensidad de su pasado. —Lo entiendo, Itzi. Mereces algo limpio, algo con Javi que no tenga esta sombra. Nadie sabrá nada, te lo prometo. Gracias por estos meses, por haber sido… tú. Ojalá seas feliz con él, de verdad. Cuida de Javi, y cuídate tú también —murmuró, su voz estaba cargada de afecto y un dejo de melancolía, retirando la mano con un suspiro. Por cierto a ver si me lo presentas, que le de el visto bueno. — Le dijo con una sonrisa cómplice—.

Ella sonrió débilmente, secándose una lágrima con el dorso de la mano. Pero antes de levantarse, abrió el bolso con un movimiento lento, sacando una bolsita blanca de plástico que deslizó hacia él por la mesa. —Toma, pero no lo abras aquí —susurró con un brillo travieso en los ojos, inclinándose hacia él con un gesto de niña mala—. Es el tanga que llevaba cuando lo hicimos por primera vez… y es el mismo de la otra vez. Y, shh, no lo he lavado para que huela a mí y tengas un buen recuerdo, capullo.

Ricardo se quedó helado, los ojos abriéndose de par en par mientras un gruñido bajo escapaba de su garganta. —Joder, Itzi, eres una niña mala de cojones —dijo, la voz ronca, con una sonrisa canalla que le curvaba los labios—. Lo guardaré con cariño, te lo juro, y lo oleré cuando me apetezca hacerme una buena paja pensando en ese culazo tuyo. Eres un puto peligro, princesa.

Itziar soltó una risa baja, un eco de su antigua picardía, y se levantó colocándose el pelo. —Disfrútalo, golfo —respondió, guiñándole un ojo antes de añadir—. Cuídate, y… deja de ser un capullo, eh, que te conozco. Esto se queda aquí, será nuestro secreto entre nosotros, para siempre.

Se despidieron con un abrazo breve pero cálido y un tierno beso en la mejilla, el aroma a café y madera los envolvía por última vez. Ricardo la vio salir de la cafetería, su figura perdiéndose entre la multitud de peatones que paseaban ajenos al incendio que existió entre tío y sobrina, y se quedó mirando la ventana con nostalgia, pero el remordimiento le pesaba como una piedra mientras recordaba cada caricia, cada beso, cada orgasmo, cada risa compartida. Itziar, por su parte, caminó tranquila, con el sol tiñendo el cielo de naranja, sintiendo que cerraba un capítulo doloroso pero necesario, lista para abrazar una nueva vida con Javi, dejando los secretos atrás para siempre.





Epílogo



Era ya de noche cuando Ricardo llegó a casa tras su encuentro con Itziar en la cafetería. El aire fresco del anochecer se colaba por la ventana entreabierta, trayendo consigo el murmullo lejano de la ciudad. Laura estaba en la cocina, tarareando una canción mientras preparaba la cena, y el crío dormía plácidamente en su cuna, ajeno a los pensamientos que agitaban la mente de Ricardo. Cerró la puerta de su habitación con sigilo, el corazón le latía con una mezcla de nostalgia y deseo, y se sentó en el borde de la cama. Sacó la bolsita blanca del bolsillo de su chaqueta, abriéndola con dedos temblorosos. Dentro estaba el tanga de Itziar, un trozo de tela blanca que desprendía un aroma íntimo y prohibido. Lo desplegó con cuidado, notando una pequeña mancha amarillenta en la zona donde había rozado su coño, un rastro de su esencia que lo hizo cerrar los ojos. Lo llevó a la nariz y olió profundamente, dejando que el olor a su piel, a su sudor y a su deseo llenara sus pulmones. Cada inhalación traía consigo un recuerdo vívido: el primer encuentro en el sofá de su casa, el sexo anal que la hizo gemir como nunca, el polvo salvaje en la cama de Itziar, o los polvos en su casa mientras hacía de canguro. Incluso recordó aquel escarceo inesperado con las tetas de Maite, su cuñada. Un secreto que jamás le contaría a Itziar. Era un torbellino de placer y culpa, un fuego que aún ardía en su interior.

Guardó el tanga en una caja de madera vieja que escondió bajo un tablón suelto del armario de las herramientas, tratándolo como un tesoro prohibido, un último vestigio de su locura con Itziar. Mientras cerraba la caja, se sentó de nuevo, la mente le pesaba con reflexiones. Se juró a sí mismo, con una determinación que sentía en lo más hondo, que nunca más volvería a traicionar a Laura. Los recuerdos de Itziar —sus curvas, sus gemidos, la ternura de sus besos— eran un eco dulce pero doloroso, un error que no repetiría. “He sido un cabrón, pero esto se acaba aquí”, pensó, apretando los puños. “Laura y el crío son mi vida, y no voy a joderlo todo por un deseo que se fue de las manos. Ni con Itziar, ni con nadie.”

La noche se asentó sobre la casa de Ricardo, con el aroma a guiso de Laura llenando el aire, y él se unió a su familia con una paz recién encontrada, sabiendo que el tanga escondido sería su último secreto, un recuerdo que guardaría en silencio mientras miraba hacia adelante.



Los días avanzaban, Itziar seguía adelante con su carrera de enfermería, destacando en las prácticas del hospital con su actitud pija de diva pero dedicada. Las clases de la uni la habían agotado, pero su pasión por ayudar a los pacientes la mantenía firme. Con Javi, su novio, todo iba de maravilla; sus citas en cafeterías modernas y paseos al atardecer la llenaban de una felicidad que nunca había sentido con Ricardo. Un fin de semana, Ricardo conoció a Javi en una comida familiar. Lo encontró simpático, con esa sonrisa tímida y esos ojos que parecían sinceros. “Este chico cuida de mi princesita”, pensó Ricardo, aunque con una ligera sensación de envidia por ser ese chico el que se la follaba ahora. Dándole una palmada en la espalda le dijo un “cuídala bien, eh, que es un tesoro” con una sonrisa sincera. La tensión entre él e Itziar había desaparecido, reemplazada por un respeto mutuo y el alivio de haber cerrado aquel capítulo para siempre.



Fin.
 
Bueno, pues termina bien y han hecho lo mejor para no complicar las cosas.
Al final da la sensación de que se convirtió en algo más que sexo, pero era una relación prohibida y lo mejor es terminar con una charla sincera y con buen tono.
 
Al final, dos romanticos. Ricardo flojeando de remos e Iztiar, buscando un novio convencional.
Fueron felices, comieronse mutuamente, que no perdices y, las aguas turbulentas, volvieron a sus cauces..
En cualquier caso, la tensión sexual del relato, magnfica, brutal. El final no emapaña para nada.

Felicidades al autor., sin duda ninguna
 
Al final, dos romanticos. Ricardo flojeando de remos e Iztiar, buscando un novio convencional.
Fueron felices, comieronse mutuamente, que no perdices y, las aguas turbulentas, volvieron a sus cauces..
En cualquier caso, la tensión sexual del relato, magnfica, brutal. El final no emapaña para nada.

Felicidades al autor., sin duda ninguna
Muchas gracias, me alegra mucho que lo hayáis disfrutado 😁😇
 
Capítulo 13



El verano seguía su curso cálido, el calor pegajoso envolvía la ciudad como una manta sofocante. Era el lunes por la mañana, y Itziar, se preparaba en su habitación para su primer día como canguro de su primo pequeño. La luz del sol se colaba por las cortinas blancas, tiñendo el aire con un brillo dorado, y el zumbido del ventilador en la esquina apenas aliviaba el sudor pegajoso que perlaba su piel. Acababa de salir de la ducha, el agua tibia aún goteando de su cuerpo mientras se envolvía en una toalla, el aroma a gel de manzana que tanto le gustaba impregnaba el espacio. Se miró al espejo, el pelo húmedo le caía en mechones sobre los hombros, y decidió vestirse con cuidado. Escogió un tanga blanco de encaje que se ajustaba perfectamente a su culazo firme, y que sabia que a Ricardo le encantaba, de hecho es el que llevaba cuando le folló el culo, seguido de un sujetador a juego que realzaba sus tetas perfectas. Sobre ello, se puso un vestido veraniego rosa, ligero y de corte suelto, que dejaba entrever las curvas de su figura cada vez que el viento lo movía. Se calzó unas sandalias blancas, se aplicó un poco de gloss en los labios y, tras un último vistazo, salió hacia la casa de su tía Laura, con el corazón latiéndole con una mezcla de nervios y anticipación. Estaba nerviosa, no lo podía negar pero no era por el trabajo sencillo de cuidar de su primo, sino por Ricardo, porque sabía lo que iba a pasar y encima lo deseaba. Había decidido dejar atrás todo aquella tarde en la cafetería, pero ahora no paraba de pensar en ello, y estaba muy excitada y dispuesta ante la idea de poder volver a follar con su tío.

Mientras caminaba bajo el sol abrasador, el calor subiendo por sus piernas desnudas, Itziar reflexionaba. Tomaba la píldora desde hacía meses para regular su regla, porque últimamente se le estaba descontrolado y no era regular, y el ginecólogo se la había recetado, un secreto que guardaba con celo, y esa mañana había decidido dejar que Ricardo se lo hiciera sin condón si la situación lo permitía. La idea de sentir por primera vez cómo un hombre se corría dentro de su coño la llenaba de una excitación prohibida, un deseo crudo que la hacía apretar los muslos mientras cruzaba la calle. Y quería darle ese privilegio a su tío que tanto le había dado en todos los sentidos. Pero al acercarse a la casa de su tía, un remordimiento la golpeó como un latigazo. Quería follarse al marido de Laura, su propia tía, un acto que la avergonzaba y excitaba a partes iguales. Era su secreto, un peso que llevaba en silencio, y ella nunca lo sabría. La culpa se mezclaba con el deseo, un torbellino que la hacía dudar con cada paso, pero el recuerdo de Ricardo —su voz, sus manos, su polla, su carácter— la empujaba adelante.

Llegó a las dos, el sol en lo alto castigaba la calle mientras subía las escaleras del portal camino del ascensor. Laura la recibió en la puerta, con el crío en brazos y una sonrisa agotada. —¡Itzi cariño, qué guapa estás! Ese vestido te queda genial, de verdad —dijo, ajustando al pequeño en su cadera mientras la invitaba a pasar—. Gracias por venir, me salvas la vida hoy. Mira que te diga, el enano come puré a las cuatro, luego le puedes poner dibujos o el sonajero si se pone pesado. Yo salgo a las nueve, así que te dejo al mando. Si pasa algo, llámame, ¿vale? Ah, y Ricardo llega sobre las 5 más o menos, así que no estarás mucho rato sola. Y cuando llegue si quieres ya te puedes ir.

—Tranquila tía, lo tengo controlado. Puré a las cuatro, dibujos, sonajero… fácil —respondió Itziar, sonriendo mientras tomaba al crío, que gorgoteaba y le tiraba del pelo con sus manitas regordetas—. Vete sin preocupaciones, que aquí estamos bien.

Laura asintió, recogiendo su bolso con prisa. —Eres un sol, de verdad. Te dejo el número del curro por si acaso. ¡Nos vemos luego! —dijo, dándole un beso rápido en la mejilla antes de salir, la puerta se cerró con un clic que dejó a Itziar sola con el pequeño.


Las horas transcurrieron entre juegos y caos infantil. Itziar preparó el puré a las cuatro como le había dicho su tía, el olor a zanahoria y patata empezó a llenar la cocina mientras el crío manoseaba la cuchara, dejando manchas naranjas por la mesa. Lo entretuvo con dibujos animados en su propio móvil para que comiera sin dar guerra, y luego lo arrulló con el sonajero hasta que se durmió en su cuna. El apartamento quedó en un silencio solo roto por el zumbido del ventilador, y Itziar se sentó en el sofá del salón, el mismo donde Ricardo le había dado por el culo meses atrás. El recuerdo la golpeó como un relámpago: el lubricante frío goteando, la presión en su ojete, el gruñido de él mientras la llenaba. Sintió un escalofrío de excitación recorrerle la espalda, sus muslos apretándose instintivamente mientras el tejido del sofá crujía bajo su peso. Cerró los ojos un instante, imaginando sus manos ásperas en su piel, el placer mezclado con la culpa de estar en la casa de su tía, traicionando a Laura con cada pensamiento. Se levantó, caminando por el salón para distraerse, pero el sentimiento de traición a su tía aún en el aire y el silencio opresivo la mantenían atrapada en su deseo prohibido. Miró el reloj: las cuatro y media ya. Faltaba poco para que Ricardo llegara, y el tiempo parecía estirarse, cada minuto avivaba su mezcla de ansiedad y anhelo.

El reloj marcaba las cinco y cuarto de la tarde cuando el sonido de la llave girando en la cerradura resonó en el apartamento de Laura, haciendo que el corazón de Itziar se acelerara como un tambor desbocado. Estaba sentada en el sofá, el ventilador zumbando en la esquina, el aire cargado de un calor pegajoso que se adhería a su piel, dejando un brillo de sudor en su frente. Ricardo entró, dejando las llaves en la mesa con un golpe seco, con su figura llenando el marco de la puerta con la camiseta gris ajustada pegada al torso por el sudor y los vaqueros marcando sus muslos robustos. El crío dormía plácidamente en su cuna, y el silencio del salón solo se rompía por el zumbido del electrodoméstico y la respiración entrecortada de Itziar, que jugueteaba nerviosa con el borde de su vestido rosa.

—Hola, princesa, ¿qué tal ha ido todo con el pequeño? ¿Te ha dado guerra o qué? —preguntó Ricardo, acercándose con una sonrisa cansada pero cálida, inclinándose para darle dos besos en las mejillas, el aroma a sudor y trabajo se mezclaba con el calor del ambiente. Se dejó caer en el sofá junto a ella, y se pasó una mano por la frente, quitándose el sudor.

—Bien, se durmió hace un rato después de comer. Es un encanto, la verdad, ha sido un día tranquilo —respondió Itziar, cruzando las piernas, el vestido subiendo un poco por sus muslos mientras lo miraba de reojo, notando cómo el calor había dejado marcas en su ropa—. ¿Y tú, cómo te ha ido?

—Una mierda, con este calor trabajar es un suplicio. Sudando como cerdo todo el día, pero qué le vamos a hacer, es lo que hay —dijo Ricardo con una risa seca, levantándose ya del sofá—. Oye, voy a darme un duchazo rápido para quitarme este calor de encima, ahora vengo, ¿vale?

—Claro, te espero aquí —asintió ella, recostándose un poco, el ventilador moviendo un mechón de su pelo mientras lo veía desaparecer hacia el baño.

Minutos después, Ricardo regresó con el pelo húmedo y una camiseta limpia, el aroma a jabón reemplazando el sudor. Se sentó de nuevo en el sofá, más cerca esta vez, y la conversación fluyó con naturalidad, saltando entre anécdotas del día y recuerdos compartidos. Itziar habló de la universidad, de cómo las clases de verano la estaban agotando, de las risas con Lucía y Sara planeando una escapada a la playa, y de un examen que había suspendido por llegar tarde. Ricardo la escuchaba, asintiendo y riendo cuando ella imitó a su profesora con un tono gruñón, pero sus ojos no podían despegarse de ella. Recorrían el contorno de su vestido rosa, la curva suave de sus tetas, el brillo tentador de sus labios con gloss, y el leve aroma que desprendía su piel. El deseo crecía en su interior como un incendio, mezclado con un nerviosismo que no podía controlar, haciendo que sus manos temblaran ligeramente sobre sus rodillas.

El silencio se instaló por un momento, y Ricardo carraspeó, mirando al suelo como si buscara las palabras adecuadas. Su corazón latía con fuerza, la excitación lo consumía, pero también lo paralizaba. Se pasó una mano por la barba canosa, nervioso, y finalmente giró la cabeza hacia ella, los ojos brillaban con una mezcla de anhelo y torpeza. —Itzi, yo… a ver, no sé ni cómo decirte esto —murmuró, la voz temblorosa, casi un susurro—. Estás… estás increíble hoy, y no dejo de pensar en ti. En nosotros. Me pones hasta nervioso, ¿sabes? Pero… mierda, quiero volver a estar contigo, a follarte otra vez. No sé cómo pedírtelo, pero lo deseo tanto que me quema. ¿Qué… qué piensas tú?

Itziar lo miró, sorprendida por su vulnerabilidad, pero en su interior el deseo también ardía, sabía a que había ido a su casa realmente y lo deseaba. El recuerdo de sus encuentros previos, el sexo tabú, el placer prohibido, la hizo morderse el labio. Sentía el pulso acelerado, una necesidad que coincidía con la de él, y asintió lentamente, su voz suave pero decidida. —Yo… también lo he estado pensando, Ricardo. Lo deseo. Vamos a hacerlo, anda ven y fóllame otra vez tío —susurró, inclinándose hacia él, los ojos brillantes de emoción y una calidez que la hacía sentirse expuesta pero receptiva.

Sus miradas se encontraron, y el aire entre ellos se cargó de una tensión eléctrica. Ricardo tragó saliva, acercándose más, mientras Itziar dejó que sus manos buscaran las de él, sellando con ese gesto su mutuo acuerdo. El ventilador seguía zumbando, pero ahora el sonido parecía un fondo lejano frente al latido de sus corazones, listos para dejarse llevar una vez más.

Sus bocas se encontraron con ternura al principio, un roce suave de labios que sabía al aroma a fresa de su gloss, un contacto tímido que pronto se volvió profundo. Los labios de Ricardo se movieron con lentitud, explorando los de ella, abriéndose para dejar que sus lenguas se encontraran en un baile húmedo y cálido. Itziar gimió bajito, un “mmmh” escapando mientras inclinaba la cabeza, profundizando el beso, sus manos subieron a la nuca de él para después acariciar su barba canosa. Él respondió con un gemido bajo, “joder, qué bien sabes”, sus manos subían por su torso, acariciando sus tetas por encima del vestido, sintiendo los pezones endurecerse bajo la tela fina. El beso se volvió más urgente, más guarro, sus respiraciones se mezclaban, la saliva compartida brillaba en sus labios mientras se devoraban con una pasión contenida.

Con coquetería, Itziar se apartó un segundo, mirándolo con ojos brillantes poniendo esa carita de niña mala que tan bien sabía hacer. Deslizó las tiras del vestido por sus hombros con movimientos lentos, dejando que la tela cayera poco a poco por su pecho, revelando el encaje blanco del sujetador. Ricardo la admiraba, los ojos oscurecidos por el deseo, siguiendo cada centímetro de piel que se exponía, el valle entre sus pechos, la curva de sus caderas, su ombliguito. Ella dejó que el vestido bajara hasta la cintura, luego lo empujó al suelo con un movimiento de cadera, quedándose solo con el tanga y el sujetador. Él gruñó de placer al verla, —eres jodidamente perfecta princesita—, y con dedos ansiosos, acarició sus tetas, pasando los dedos por los pezones, después sacó las tetas de las copas sin quitárselo, dejando los pezones rosados expuestos, con las areolas hinchadas muestra de sus tetas veinteañeras. Los chupó con deseo, la boca se cerraba sobre uno mientras su lengua lo lamía en círculos húmedos, succionando con fuerza hasta que ella jadeó, —ohhh… sí, tío. Cómetelas bien cabronazo, disfruta de tu sobri—. Pasó al otro, mordiendo suavemente, lamiendo la piel salada por el sudor, sus manos apretando la carne firme mientras ella se arqueaba con un escalofrío gimiendo “¡joder, qué bueno!”. Se quitó el sujetador para estar más cómoda.

—Quiero comerme tu ojete otra vez cariño, sabes que me tiene obsesionado ese agujerito que tienes—murmuró Ricardo, la voz ronca de excitación. La giró con suavidad, poniéndola a cuatro patas en el sofá, el tejido crujía bajo sus rodillas. El sudor del verano había dejado un aroma fuerte en su piel, un olor terroso y cálido que subía desde su coño, pero a Ricardo le encantaba, un afrodisíaco crudo que lo volvía loco. Separó sus nalgas con las manos, y apartó la fina tela de su tanga exponiendo el ojete rosado y apretado, y se inclinó, lamiendo con avidez. Su lengua trazó círculos alrededor de la rugosa entrada, presionando con firmeza, saboreando el sabor salado y almizclado mientras ella gemía alto, —¡ay, joder, sí. Me encanta que te comas el ojete, que cerda me pone eso tío!—. La sensación la atravesó, un placer intenso mezclado con la vergüenza del olor, pero el deseo de Ricardo la hacía rendirse. Él gruñó contra su piel, —me vuelves loco así putita, me tiene loco tu culito—, la lengua iba entrando un poco más, explorando la textura cálida y apretada, sus manos apretando sus nalgas mientras ella se retorcía, gimiendo “¡ohhh, no pares, chúpame bien, cerdo!”. Oírla así solo hacia que aumentar su deseo, y empezó a pasar la lengua desde abajo, desde el chochito. Recogía con la lengua sus flujos e iba subiendo pasando toda la lengua por la raja, hasta llegar al ojete que lamía lascivamente saboreando su íntimo sabor. Itziar estaba cachondísima al notar como se mezclaba el roce de la barba en el interior de sus nalgas con la lengua acariciando su rincón más íntimo.

Tras unos minutos, Ricardo se apartó, jadeando, el rostro enrojecido y empapado en su propia saliva y flujo. —Voy a por un condón nena, me muero por metértela cariño—dijo, levantándose con esfuerzo, la polla marcando sus vaqueros.

Itziar se giró y lo miró con picardía, y lo sujetó de la mano intensificando su mirada, el cuerpo temblaba de excitación. —No hace falta la gomita tío, tomo la píldora para regular la regla. Quiero que te corras dentro de mí… por primera vez. Vas a ser el primero que lo haga. Es una sorpresa que te tenía reservada—susurró, abriendo las piernas en una invitación descarada, el tanga blanco desplazado dejando su coño húmedo y rosado perfectamente depilado a la vista.

Ricardo bufó de placer, un sonido gutural escapó de su garganta mientras se desabrochaba los vaqueros, con la polla dura y gruesa saltando libre. —Joder, Itzi, eso es lo que quería oír. Te voy a llenar de leche calentita el chochito—dijo, sentándose en el sofá, guiándola con las manos para que se subiera. Ella se subió encima, alineándose con él, cogió la polla y restregando el capullo en sus labios húmedos lo guió dentro de ella poco a poco. La sensación de su polla entrando sin barreras la hizo gemir fuerte, un “¡ohhh, Ricardo, qué rico, que dura la tienes!” llenando el aire mientras sentía cada centímetro abriéndola, el calor y la presión llenándola por completo. Sus paredes internas se ajustaron a él, un placer ardiente que la hizo temblar y ponerse su piel de gallina, sus manos apoyadas en sus hombros.

Hicieron el amor con dulzura y cariño, esta vez no había sexo salvaje, esta vez era algo parecido al amor, sus caderas iban moviéndose en un ritmo lento al principio, frotando así su clitoris contra el pubis de Ricardo, luego más rápido, un vaivén sensual que hacía que el sofá crujiera. Ella se inclinaba para besarlo, sus lenguas entrelazándose en un beso húmedo, mientras él acariciaba sus tetas, pellizcando los pezones con dedos expertos, y bajaba a su culo, apretando las nalgas suaves y firmes, deslizando los dedos por la raja hasta rozar su ojete. Itziar gemía sin parar, un “¡sí, sí, más, joder. Me encanta tío como me follas, estoy deseando de que me llenes de leche calentita!” escapando entre jadeos, sus caderas se movían sincronizadas para tomar más de él, el sudor goteándole por la espalda. Ricardo gruñía, “eres mía, Itzi, me encantas princesa”, sus manos la adoraban, el placer creciendo con cada embestida.

El ritmo se volvió frenético, sus cuerpos se fundían en un vaivén húmedo y carnal, hasta que Ricardo, con un gemido ronco sintió que iba a explotar, “¡joder, Itzi cariño, me corro!”, se tensó, y apretando sus caderas contra él para llegar mas profundo se corrió dentro de ella con una intensidad que casi le hizo marearse. El calor de su semen la llenó, un torrente cálido en varias pulsaciones que la hizo gemir alto, “¡ohhh, sí tío, dame tu leche bien dentro! Me encantaaaaa”, ella al sentir como su tío se corría dentro de su coño sin barreras estalló en un orgasmo intenso y prohibido, sus paredes contrayéndose alrededor de él mientras temblaban juntos. Se quedaron así un rato, besándose con ternura mientras el acariciaba su espalda y ella su pelo, las respiraciones entrecortadas, el sudor uniéndolos. Luego, Itziar se salió despacio y se tumbó en el sofá, abriendo las piernas, y el semen de Ricardo empezó a salir despacio de su coño en un rastro blanco y espeso que brillaba bajo la luz. Una imagen perfecta para Ricardo el ver su coño rosita y húmedo con el contraste blanco de su semen que escurría lento hasta su ojete. Él, con una sonrisa satisfecha, recogía el líquido con los dedos y lo volvía a meter dentro jugando con sus labios y su rosado diamante, deslizándolos con cuidado para no desperdiciar ni una sola gota de su semilla fuera de su coño, mientras ella gemía bajito, “mmmh… qué rico tío, que gustito”.

Tras un momento de silencio, Itziar se levantó, con el cuerpo aún tembloroso y sensible, y se dirigió a la ducha. El agua caliente lavó el sudor y el semen, dejándola con una mezcla de satisfacción y culpa. Cuando salió, con el vestido rosa de nuevo puesto y el pelo húmedo, se acercó a Ricardo, que la esperaba en la puerta. —Me voy a casa tío —dijo, dándole un beso suave en los labios.

—Si cielo, antes de que venga tu tía. Cuídate, Itzi. Esto… gracias cariño por haberme dejado ser el primero —respondió él, con una sonrisa tensa sin saber muy bien qué más decir, abriendo la puerta para dejarla salir.

Ella se metió en el ascensor, el corazón aún acelerado, y el secreto de su deseo guardado como un tesoro prohibido.





El verano se desvaneció como un suspiro bajo el sol abrasador, dejando tras de sí un rastro de días calurosos y días cargados de secretos que ahora parecían pertenecer a otra vida. Era el 20 de septiembre ya, y el aire en la ciudad había adquirido un matiz fresco, de un otoño adelantado, un susurro de otoño que traía consigo el regreso a la rutina. Itziar, había dejado atrás su papel de canguro de su primo pequeño, retomando las clases universitarias que marcaban el inicio de un nuevo semestre. Las mañanas se llenaban ahora con el sonido de libros abriéndose, el murmullo de sus compañeras en los pasillos y el aroma a café recién molido de la máquina expendedora del campus. Pero bajo esa superficie de normalidad, el verano habían tejido una red de encuentros clandestinos con Ricardo, su tío político, que aún resonaban en su mente como ecos prohibidos, dulces y amargos a la vez.

Durante aquellos cálidos días, Itziar y Ricardo habían sucumbido al deseo en múltiples ocasiones, habían follado cerca de diez veces o más y cada encuentro quedaba grabado en su memoria con una intensidad que oscilaba entre la pasión desenfrenada y la ternura inesperada. Las tardes en el apartamento de Laura, mientras el crío dormía y el ventilador zumbaba, se convirtieron en su refugio secreto. Hubo momentos de fuego salvaje, como cuando Ricardo se la folló contra la pared del salón embistiéndola con fuerza mientras ella gemía desatada, sus manos ásperas arrancándole gemidos de placer al apretarle las tetas y mientras el sudor les corría por la piel, o en el sofá donde la ponía a cuatro patas, para lamer su ojete que era su fetiche preferido, con una avidez que la hacía gritar de placer. Había mamadas, comidas de coño, le volvió a follar el culo un par de veces, especialmente una tarde que en el sofá, donde la tumbó boca arriba y sujetándola por los tobillos para abrirla bien se la metió por el culo mientras veía su cara de placer al ser penetrada por su apretado ojete mientras ella se masturbaba, follaron incluso en la cama de matrimonio de Ricardo, en la ducha… Otras veces, el acto fue más suave, con besos lentos que sabían a deseo y ternura, sus cuerpos entrelazados en un ritmo cariñoso que los dejaba temblando de vulnerabilidad y conexión. Siempre lo hacían sin preservativo para tener más intimidad. Otras en cambio solo se masturbaban mutuamente mientras se besaban. Él jugueteaba con los labios y clitoris mientras ella lo pajeaba hasta correrse ambos. Cada encuentro estaba marcado por el riesgo de que cualquier día su tía volviera antes del trabajo y los pillara, la culpa y el placer, eran un juego peligroso y adictivo que ambos sabían que no podía durar eternamente.

Sin embargo, el verano trajo un cambio. A finales de agosto, Itziar conoció a Javi, un chico de su clase de anatomía, de ojos negros como el carbón y sonrisa tímida que la conquistó con su forma espontánea de ser, su voz suave envolviéndola como una caricia cada vez que hablaba. Sus citas comenzaron con cafés compartidos en una cafetería moderna de la ciudad, con mesas de madera pulida y plantas colgantes, caminatas por el parque al atardecer y conversaciones que fluían con una facilidad que la sorprendía. Javi era diferente: atento, respetuoso, sin la carga de secretos que la unía a Ricardo. A medida que su relación se formalizó, con un primer beso que la dejó sin aliento y planes para un fin de semana juntos, Itziar sintió que una nueva puerta se abría. Pero esa puerta también cerraba otra, la que la llevaba al mundo prohibido con Ricardo.

Ese día de septiembre, tras una sesión de estudio con Javi en la biblioteca, Itziar decidió que era hora de poner fin a su aventura definitivamente. Quedó con Ricardo en una cafetería moderna del centro que acababa de abrir, un lugar con paredes de ladrillo visto, luces cálidas colgando de una cuerda y el aroma a espresso flotando en el aire. Se sentaron en una mesa junto a la ventana, el sol de la tarde otoñal iba filtrándose a través de las cristaleras, proyectando rayos dorados sobre la mesa de madera. Ricardo llegó con las manos en los bolsillos, la barba canosa más desaliñada de lo habitual, y una expresión que mezclaba resignación y un dejo de tristeza. Itziar, con una taza de capuchino entre las manos, lo miró con ojos brillantes pero decididos.

—Hola tío —dijo dándole un beso en la mejilla— tenemos que hablar —dijo suavemente, removiendo la espuma con la cucharilla, el tintineo rompiendo el silencio entre ellos—. Bueno, me imagino que ya sabes de qué ¿verdad?. Esto… esto tiene que parar. Pero de verdad, no como la otra vez. He conocido a alguien, Javi, un chico de la uni. Estamos saliendo en serio, y siento que es lo que quiero ahora. No puedo seguir con esto contigo. Algún día nos van a pillar, y no quiero hacerle daño a Laura, ni a Javi, ni a mí misma. Me pesa demasiado.

Ricardo la miró en silencio, los ojos nublados por un remordimiento que no podía ocultar. Pasó una mano por la barba, suspirando mientras el aroma a café llenaba sus pulmones. —Princesita, tienes toda la razón. Este verano… ha sido una locura inesperada, ¿verdad? Algo que no deberíamos haber hecho, pero que no puedo borrar de mi cabeza. Tienes razón, el riesgo era una bomba a punto de estallar. Me arrepiento de haberte metido en esto, de haber traicionado a Laura otra vez. Pero… también lo recuerdo con cariño, esos momentos contigo… eran únicos —confesó, la voz quebrándose ligeramente mientras miraba la taza frente a él. Aunque había algo que nunca le contaría, y era que había podido disfrutar por fin de las tetas de su madre. — Al principio, el año pasado, en la comunión de tu primo, donde comenzó todo, cuando te propuse la primera vez lo de follar por dinero, no era más que deseo crudo por follar contigo, me ponías muy cerdo al ser tan pija, me decía a mí mismo, “niñata pija como te follaría el ojete” pero ahora es… es… cariño verdadero.

Itziar sintió un nudo en la garganta, se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y los recuerdos de sus encuentros la abordaban: el calor de su piel, la sensación de la primera vez teniendo sexo anal, los gemidos en el sofá, el polvazo en su propia cama, la ternura y fuego de sus besos. —Yo también lo recuerdo con cariño, Ricardo. Fue una locura, sí, pero algo especial a su manera. Me dabas asco antes, no te creas, me parecías un cerdo baboso, pero fíjate lo que son las cosas, luego era yo la que te buscaba. Me daba un subidón prohibido el conseguir mis caprichos con solo follar. Fíjate si te he cogido cariño, que he dejado que seas tú el primero en correrte dentro de mi coño sin condón, has sido un privilegiado. —Ricardo sonreía al oírla decir eso— Realmente solo me arrepiento de haberle fallado a mi tía, de haber jugado con fuego sabiendo que podía quemarnos a todos. Pero ahora… necesito dejarlo atrás. Esta despedida tiene que ser real —dijo, las lágrimas asomando a sus ojos y un ligero temblor en su barbilla mientras apretaba la taza con fuerza.

Él asintió lentamente, extendiendo una mano para rozar la de ella con suavidad, un gesto tierno que contrastaba con la intensidad de su pasado. —Lo entiendo, Itzi. Mereces algo limpio, algo con Javi que no tenga esta sombra. Nadie sabrá nada, te lo prometo. Gracias por estos meses, por haber sido… tú. Ojalá seas feliz con él, de verdad. Cuida de Javi, y cuídate tú también —murmuró, su voz estaba cargada de afecto y un dejo de melancolía, retirando la mano con un suspiro. Por cierto a ver si me lo presentas, que le de el visto bueno. — Le dijo con una sonrisa cómplice—.

Ella sonrió débilmente, secándose una lágrima con el dorso de la mano. Pero antes de levantarse, abrió el bolso con un movimiento lento, sacando una bolsita blanca de plástico que deslizó hacia él por la mesa. —Toma, pero no lo abras aquí —susurró con un brillo travieso en los ojos, inclinándose hacia él con un gesto de niña mala—. Es el tanga que llevaba cuando lo hicimos por primera vez… y es el mismo de la otra vez. Y, shh, no lo he lavado para que huela a mí y tengas un buen recuerdo, capullo.

Ricardo se quedó helado, los ojos abriéndose de par en par mientras un gruñido bajo escapaba de su garganta. —Joder, Itzi, eres una niña mala de cojones —dijo, la voz ronca, con una sonrisa canalla que le curvaba los labios—. Lo guardaré con cariño, te lo juro, y lo oleré cuando me apetezca hacerme una buena paja pensando en ese culazo tuyo. Eres un puto peligro, princesa.

Itziar soltó una risa baja, un eco de su antigua picardía, y se levantó colocándose el pelo. —Disfrútalo, golfo —respondió, guiñándole un ojo antes de añadir—. Cuídate, y… deja de ser un capullo, eh, que te conozco. Esto se queda aquí, será nuestro secreto entre nosotros, para siempre.

Se despidieron con un abrazo breve pero cálido y un tierno beso en la mejilla, el aroma a café y madera los envolvía por última vez. Ricardo la vio salir de la cafetería, su figura perdiéndose entre la multitud de peatones que paseaban ajenos al incendio que existió entre tío y sobrina, y se quedó mirando la ventana con nostalgia, pero el remordimiento le pesaba como una piedra mientras recordaba cada caricia, cada beso, cada orgasmo, cada risa compartida. Itziar, por su parte, caminó tranquila, con el sol tiñendo el cielo de naranja, sintiendo que cerraba un capítulo doloroso pero necesario, lista para abrazar una nueva vida con Javi, dejando los secretos atrás para siempre.





Epílogo



Era ya de noche cuando Ricardo llegó a casa tras su encuentro con Itziar en la cafetería. El aire fresco del anochecer se colaba por la ventana entreabierta, trayendo consigo el murmullo lejano de la ciudad. Laura estaba en la cocina, tarareando una canción mientras preparaba la cena, y el crío dormía plácidamente en su cuna, ajeno a los pensamientos que agitaban la mente de Ricardo. Cerró la puerta de su habitación con sigilo, el corazón le latía con una mezcla de nostalgia y deseo, y se sentó en el borde de la cama. Sacó la bolsita blanca del bolsillo de su chaqueta, abriéndola con dedos temblorosos. Dentro estaba el tanga de Itziar, un trozo de tela blanca que desprendía un aroma íntimo y prohibido. Lo desplegó con cuidado, notando una pequeña mancha amarillenta en la zona donde había rozado su coño, un rastro de su esencia que lo hizo cerrar los ojos. Lo llevó a la nariz y olió profundamente, dejando que el olor a su piel, a su sudor y a su deseo llenara sus pulmones. Cada inhalación traía consigo un recuerdo vívido: el primer encuentro en el sofá de su casa, el sexo anal que la hizo gemir como nunca, el polvo salvaje en la cama de Itziar, o los polvos en su casa mientras hacía de canguro. Incluso recordó aquel escarceo inesperado con las tetas de Maite, su cuñada. Un secreto que jamás le contaría a Itziar. Era un torbellino de placer y culpa, un fuego que aún ardía en su interior.

Guardó el tanga en una caja de madera vieja que escondió bajo un tablón suelto del armario de las herramientas, tratándolo como un tesoro prohibido, un último vestigio de su locura con Itziar. Mientras cerraba la caja, se sentó de nuevo, la mente le pesaba con reflexiones. Se juró a sí mismo, con una determinación que sentía en lo más hondo, que nunca más volvería a traicionar a Laura. Los recuerdos de Itziar —sus curvas, sus gemidos, la ternura de sus besos— eran un eco dulce pero doloroso, un error que no repetiría. “He sido un cabrón, pero esto se acaba aquí”, pensó, apretando los puños. “Laura y el crío son mi vida, y no voy a joderlo todo por un deseo que se fue de las manos. Ni con Itziar, ni con nadie.”

La noche se asentó sobre la casa de Ricardo, con el aroma a guiso de Laura llenando el aire, y él se unió a su familia con una paz recién encontrada, sabiendo que el tanga escondido sería su último secreto, un recuerdo que guardaría en silencio mientras miraba hacia adelante.



Los días avanzaban, Itziar seguía adelante con su carrera de enfermería, destacando en las prácticas del hospital con su actitud pija de diva pero dedicada. Las clases de la uni la habían agotado, pero su pasión por ayudar a los pacientes la mantenía firme. Con Javi, su novio, todo iba de maravilla; sus citas en cafeterías modernas y paseos al atardecer la llenaban de una felicidad que nunca había sentido con Ricardo. Un fin de semana, Ricardo conoció a Javi en una comida familiar. Lo encontró simpático, con esa sonrisa tímida y esos ojos que parecían sinceros. “Este chico cuida de mi princesita”, pensó Ricardo, aunque con una ligera sensación de envidia por ser ese chico el que se la follaba ahora. Dándole una palmada en la espalda le dijo un “cuídala bien, eh, que es un tesoro” con una sonrisa sincera. La tensión entre él e Itziar había desaparecido, reemplazada por un respeto mutuo y el alivio de haber cerrado aquel capítulo para siempre.



Fin.
Estupendo relato, sí señor, aunque siempre pensé que en algún momento acabaría teniendo algo más con la madre de Itziar 🙈
 
IMG_0328.jpeg
Así se imagina la IA a Itziar y Ricardo
 
Capítulo 2


El piso de los padres de Itziar era uno de esos sitios que gritaban dinero, pero no del tipo ostentoso de los ricos de verdad. Era más bien el esfuerzo de una familia de clase media-alta por aparentar que nadaban en la abundancia. Estaba en un barrio pijo de la ciudad, con amplias zonas verdes, piscina en la urbanización, pista de pádel y jardines bien cuidados en la entrada. Dentro, todo era un escaparate: muebles de diseño que parecían sacados de una revista, un televisor enorme que casi siempre estaba encendido, y una colección de figuras de Lladró en una vitrina que Maite, la madre de Itziar, obsesionada con la limpieza limpiaba con devoción cada semana. El salón olía a café recién hecho, a las sobras de la paella del domingo que aún flotaban desde la cocina, y a ese ambientador de lavanda que Maite compraba en packs porque “daba clase”. Las cortinas estaban descorridas, dejando que la luz de la tarde primaveral de mayo entrara a raudales, iluminando el suelo de tarima que crujía si pisabas en el sitio equivocado.

Itziar estaba tirada en el sofá, con las piernas estiradas sobre un cojín y el móvil en la mano, aunque no le hacía mucho caso. Llevaba unos vaqueros ajustados que marcaban cada curva de sus caderas y una camisa de botones blanca, algo fina, que dejaba entrever entre los botones el encaje de su sujetador cada vez que se movía. Su cabeza esos días era un volcán en erupción. No era algo que hubiera planeado, o al menos eso se decía a sí misma. Pero desde la comunión, desde esa maldita broma de Ricardo, no podía quitarse sus palabras de la cabeza. “Follarte a alguien por un beneficio”. Una manera de conseguir pasta rápido y fácil. Era una gilipollez, una burrada, pero ahí estaba, dando vueltas como una mosca que no sabes cómo espantar. Había intentado ignorarlo, había subido fotos al insta, había quedado con sus amigas para tomar algo, pero nada. Cada vez que cerraba los ojos, veía a algún profesor de la uni, o la cara de Ricardo, esa sonrisa torcida, esos ojos que la miraban como si pudiera desnudarla con solo pensarlo. Y lo peor era que no sabía si le daba asco o… algo más.

La familia de Itziar no ayudaba a que se sintiera menos inquieta. Maite, su madre, era la reina del drama doméstico: siempre gruñendo por gilipolleces, pija hasta la médula, siempre con las uñas perfectas, peluquería, mil cremas en la cara y un comentario afilado para todo. Era rubia y la verdad es que estaba buena para los casi 50 tacos que tenía, con un buen par de señoras tetas y un culo currado en el gimnasio que no pasaba desapercibida. A Ricardo no le hacía mucha gracia porque eran incompatibles de carácter, y ahora con la menopausia estaba poco más que insoportable. Ricardo siempre ha sido un pasota en temas familiares, iba un poco a su aire y pasaba de las apariencias, a él siempre le gustaba ir con camisetas más gastadas y le importaba una mierda lo que pensaran de él. No le daba ninguna envidia su marido por tener que aguantar a madre e hija con sus caprichos pijos. Las tetas de itziar en cambio eran más pequeñas pero no por eso peores, al contrario, a él le parecían perfectas. Si llega a heredar los tetones de su madre ya seria la bomba la niña. Su madre gastaba en ropa y tratamientos de belleza como si el dinero creciera en los árboles, pero luego le echaba la bronca a Itziar por querer un bolso de 400 euros. “Tú no sabes lo que cuesta ganarse la vida”, le decía, mientras se compraba otro par de botas de marca. Su padre, Juan, era más tranquilo, un contable que vivía para complacer a Maite y evitar discusiones, aunque tampoco olvidaba las apariencias, pero él en los coches, por eso poseían un mercedes blanco de esos tipo suv. Nunca se metía en los dramas de su mujer y su hija, solo asentía y pagaba las facturas. Luego estaba su hermano pequeño, Dani, de 16 años, un adolescente pasota que pasaba más tiempo con los auriculares puestos y jugando a la Play que hablando con nadie. Eran una familia que funcionaba en la superficie: todos sonreían en las fotos, todos presumían de sus vidas perfectas, pero en el fondo cada uno iba a lo suyo. Itziar lo sabía, y por eso no le sorprendía que nadie hubiera notado que llevaba días más callada de lo normal, casi enfadada.

Ese domingo, después de la comida familiar, la casa estaba más vacía de lo habitual. Maite después de recoger se había ido con unas amigas a “tomar un café que seguro se alargaba hasta la cena”, según sus palabras. Juan y Dani habían salido al cine a ver una película de superhéroes que a Itziar le importaba un pimiento. Y Ricardo… bueno, Ricardo estaba allí porque su mujer, Laura, había insistido en que fueran a comer a casa de su hermana ese domingo. Laura era maja, demasiado maja, de esas personas que siempre están sonriendo aunque no tengan motivos. Era más pequeña que su hermana Maite porque llegó casi de sorpresa cuando Maite era ya casi una adolescente quinceañera. Pero también estaba embarazada de siete meses, y el calor de mayo la tenía agotada, así que se había ido a casa a descansar después de tomar un café rápido. Ricardo, en cambio, se había quedado. “Voy a ayudar a recoger”, había dicho, aunque nadie le creyó del todo. Y ahora ahí estaban, solos en el salón, con el tic-tac del reloj de pared como único testigo.

Ricardo estaba de pie junto a la ventana, mirando la calle con una cerveza en la mano que había sacado de la nevera sin pedir permiso. Llevaba una camiseta negra que se le pegaba al pecho y unos vaqueros desgastados que le daban un aire despreocupado. Se giró cuando oyó a Itziar moverse en el sofá, y sus ojos se detuvieron un segundo de más en la camisa de ella. La abertura entre botones era como un imán, joder. Tuvo que obligarse a mirar hacia otro lado, pero no antes de que una imagen se le colara en la cabeza: Itziar quitándose esa camisa, botón a botón, con esa cara de niña mala que ponía cuando quería salirse con la suya. Sacudió la cabeza y dio un trago largo a la cerveza. No era el momento. Ni el lugar. Ni nada.

—¿Qué, sigues de morros por lo del bolso? —dijo, rompiendo el silencio. Su voz tenía ese tono sarcástico que usaba siempre con ella, como si estuviera probando hasta dónde podía llegar.

Itziar levantó la vista, sorprendida de que sacara el tema. Había estado pensando en cómo sacar lo de la comunión sin parecer una loca, y ahora él le ponía la excusa en bandeja. Se incorporó un poco en el sofá, apoyando un brazo en el respaldo, lo que hizo que la camisa se abriera ligeramente entre los botones. No se dio cuenta, o quizá sí. Con ella nunca se sabía.

—No estoy de morros —mintió, con ese tono de “no me toques los cojones” que era puro Maite—. Solo estoy harta de que mi madre sea una rata, nada más. Pero ya lo tengo superado.

Ricardo se rió, una risa grave que llenó el salón. Se acercó al sofá y se dejó caer en el otro extremo, dejando un espacio prudencial entre ellos. La cerveza descansaba en su rodilla, y el olor de su colonia llegó hasta Itziar, mezclándose con el café que aún flotaba en el aire.

—Superado, dice —repitió, mirándola de reojo—. Venga, Itziar, que se te ve en la cara que estás pensando en ese bolso como si fuera el amor de tu vida. ¿Tan importante es?

Ella puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar una sonrisa pequeña. Ricardo siempre hacía eso: pincharla hasta que ella mordía. Y aunque no lo admitiría, le gustaba que le prestara atención. Era diferente a los tíos de su edad, que solo querían meterle mano después de dos copas. Ricardo tenía… presencia. Y eso la ponía nerviosa.

— No es solo el bolso, ¿vale? —dijo, girándose un poco para mirarlo de frente. La camisa se tensó, y el sujetador quedó aún más a la vista. Ricardo lo notó, claro, pero fingió que miraba el cojín que ella tenía en el regazo—. Es que estoy harta de quedar como la pobrecita. Mis amigas tienen de todo, y yo tengo que estar pidiéndole favores a mi madre como si fuera una cría. Es humillante.

—Humillante —repitió Ricardo, con un tono que era mitad burla, mitad curiosidad. Dio otro sorbo a la cerveza y se recostó en el sofá, estirando un brazo por el respaldo. Sus dedos estaban a centímetros de la espalda de Itziar, pero no la tocó—. Joder, qué dura es la vida de la princesa, ¿eh? No sé cómo lo soportas.

Itziar resopló, pero no se apartó. Había algo en la forma en que él la miraba, como si estuviera midiéndola, que la hacía querer seguir hablando. Querer demostrarle algo, aunque no sabía qué.

—No es una broma, gilipollas —dijo, pero su voz tenía un toque de risa—. Tú no lo entiendes porque no tienes que estar mendigando para comprarte lo que quieres. Seguro que mi tía te da todo lo que pides, ¿no?

Ricardo alzó una ceja, divertido. La mención de su mujer le hizo tensarse un poco, pero no lo mostró. En lugar de eso, se inclinó hacia ella, solo un poco, lo suficiente para que el espacio entre ellos se sintiera más pequeño.

—Laura no tiene nada que ver con esto —dijo, bajando la voz—. Y no te creas, que yo también tengo mis gastos. Pero si tanto quieres ese bolso, igual tendrías que buscarte la vida, ¿no? Como hacen otras.

Itziar frunció el ceño, pero su corazón dio un pequeño salto. Ahí estaba. La puerta que llevaba días esperando que él abriera. No sabía si quería cruzarla, pero no podía evitar asomarse.

—¿Otras? —preguntó, con una mezcla de curiosidad y desafío. Se mordió el labio inferior, un gesto que hacía sin darse cuenta cuando estaba nerviosa—. ¿Qué otras? ¿De qué hablas?

Ricardo sonrió, esa sonrisa torcida que era puro veneno. Sabía que estaba entrando en terreno peligroso, pero el alcohol de la cerveza y el encaje del sujetador que asomaba por la camisa de Itziar no ayudaban a que quisiera parar. Se inclinó un poco más, apoyando un codo en el respaldo del sofá, y bajó la voz como si estuviera contándole un secreto.

—Venga, no te hagas la tonta —dijo, mirándola a los ojos—. Hay tías, universitarias como tú, que se sacan un extra haciendo… trabajitos. Nada serio, ¿eh? Un par de citas con un profe, un tío con pasta, y ya está. Viaje pagado, bolso nuevo, caprichos, mejores notas en la uni, lo que sea. No es tan raro.

Itziar sintió un calor subiéndole por el cuello. No sabía si era rabia, vergüenza o algo más oscuro. Las palabras de Ricardo eran como un eco de la comunión, pero ahora sonaban más reales, más cercanas. Se quedó callada un segundo, mirándolo fijamente, intentando descifrar si hablaba en serio o solo quería provocarla.

—¿Tú conoces tías que hacen eso? —preguntó, con una risa nerviosa que no sonó tan segura como quería—. Joder, Ricardo, qué turbio eres. ¿Y qué, tú les pagas o qué?

Él se rió, pero no apartó la mirada. Sus ojos tenían ese brillo otra vez, ese que la hacía sentir como si estuviera desnuda. Dio un trago lento a la cerveza, dejando que el silencio se estirara, y luego dijo:

—No, yo no pago. No me hace falta —la verdad era que nunca había pagado por sexo, pero la idea no le parecía tan loca ahora mismo—. No, en serio, un día escuché un podcast donde salió ese tema. Pero si no fueras mi sobrina… no sé, igual hacía una excepción contigo.

El aire del salón se volvió denso, como si alguien hubiera cerrado todas las ventanas. Itziar sintió que se le aceleraba el pulso, y por un segundo no supo qué decir. Ricardo la miraba como si estuviera esperando una reacción, cualquier reacción, y ella no quería darle la satisfacción de verla nerviosa. Pero lo estaba. Joder, lo estaba.

—¿Qué? —dijo, con una risa que sonó forzada—. ¿Tú pagarme a mí? Por favor, Ricardo, no me hagas reír. Como si yo necesitara tu dinero. Además, no eres mi tipo.

Él se encogió de hombros, pero no retrocedió. Al contrario, se acercó un poco más, lo suficiente para que Itziar pudiera oler la colonia. La camisa de ella seguía abierta entre los botones, y él tuvo que hacer un esfuerzo para no bajar la mirada.

—No digo que lo necesites —dijo, con una voz más baja, más íntima—. Solo digo que si quisieras, podrías sacarte ese bolso en una tarde. Pero tú no eres de esas, ¿verdad? Eres demasiado… fina.

Itziar lo miró, con los labios entreabiertos, como si fuera a decir algo pero no encontrara las palabras. La palabra “fina” sonó como un desafío, como si él estuviera poniendo a prueba hasta dónde podía llegar. Y lo peor era que una parte de ella, una parte que no quería admitir, estaba considerando la idea. No en serio, claro. O sí. Joder, no lo sabía.

—Eres un cerdo —dijo por fin, pero su voz no tenía la fuerza de antes. Se levantó del sofá de golpe, ajustándose la camisa con un movimiento rápido, como si quisiera borrar lo que acababa de pasar—. Me voy a mi cuarto, que me estás rayando.

Ricardo no dijo nada, solo la miró mientras se alejaba, con esos vaqueros que marcaban su culazo a cada paso suyo. Se terminó la cerveza de un trago y se quedó sentado un momento, con la cabeza dándole vueltas. Había cruzado una línea, lo sabía. Pero también sabía que ella no lo había parado del todo. Y eso, joder, eso era lo que le jodía la cabeza.




Esa noche, en su piso, Ricardo estaba tirado en el sofá viendo un partido de fútbol que no le interesaba. Laura estaba en la cocina, haciendo ruido con los platos mientras preparaba algo para la cena. El embarazo la tenía agotada, pero seguía moviéndose como si tuviera una lista interminable de cosas por hacer. Ricardo intentaba concentrarse en la tele, pero no podía quitarse de la cabeza la conversación con Itziar. La camisa, el encaje de su sujetador, la forma en que ella lo había mirado cuando le dijo lo de pagar. Joder, era una locura. Era su sobrina, aunque no de sangre. Pero no podía evitarlo. La quería. La quería de una forma que no debería. Quería follarse a la niña pija.

—¿De qué hablabais tanto tú y Itziar esta tarde que has tardado tanto de volver? —preguntó Laura de repente, asomándose desde la cocina con un trapo en la mano.

Ricardo sintió un nudo en el estómago, pero no dejó que se le notara. Giró la cabeza hacia ella y sonrió, esa sonrisa que siempre usaba para salir del paso.

—Nada, cosas suyas —dijo, encogiéndose de hombros—. Está cabreada con tu hermana porque no le quiere comprar no sé qué bolso. Ya sabes cómo es, puro drama.

Laura frunció el ceño, pero no insistió. Volvió a la cocina, y Ricardo dejó escapar un suspiro que no sabía que estaba conteniendo. Se pasó una mano por la barba, intentando calmarse. Pero mientras miraba la tele, con el ruido de los platos de fondo, no podía dejar de pensar en Itziar. En su risa nerviosa, en su forma de morderse el labio, en su cuerpazo. Y en lo que había sentido cuando le dijo que pagaría por ella. Se había pasado de la raya tal vez. Aunque no iba totalmente en serio, o si, era más bien una provocación hacia ella para ver como respondía. Era una locura. Pero una locura que no podía quitarse de la cabeza.


Continuará…
Que bueno, lo voy a leer poco a poco, hay que saborearlo.
:banana1:
 
Capítulo 10



El cuarto de Itziar todavía olía a sexo, a sudor, a la colonia de Ricardo y al jazmín de su perfume, aunque la ventana abierta para ventilar la habitación dejaba entrar el frío de diciembre, cargado de olor a invierno y chimeneas lejanas. Las sábanas blancas estaban arrugadas, con manchas húmedas, de semen, de flujos y sudor que gritaban lo que había pasado hacía apenas una hora. El chupetón en su teta derecha ardía, rojo y brillante bajo la luz de la lámpara, y los trescientos euros estaban en la mesilla, arrugados, como un trofeo que ya no brillaba tanto. Itziar, desnuda, con el pelo revuelto y acalorada, se levantó de la cama, con el cuerpo sensible y un nudo en el estómago que no podía ignorar. Se lo había pasado de puta madre, su tío la había dejado exhausta, pero ahora pasado el calentón y la euforia del momento, su cabeza no dejaba de dar vueltas a todo,o que estaba haciendo. No era culpa, no exactamente, pero algo se había movido dentro de ella, algo que la hacía mirar el espejo de cuerpo entero y no reconocerse del todo.

Cogió las sábanas, arrancándolas con un movimiento brusco para llevarlas a lavar. El suelo de madera crujió bajo sus pies descalzos mientras iba a la pequeña terraza de la cocina donde estaba la lavadora, con el frío del pasillo mordiéndole la piel. La lavadora, un trasto viejo pero que seguía funcionando como el primer día que zumbaba como un motor de avión, estaba en un rincón, rodeada de botellas de detergente y suavizante con olor a lavanda que tanto le gustaba a su madre. Metió las sábanas, echando un chorro generoso de jabón líquido, y puso el programa largo, como si quisiera borrar más que las manchas. El zumbido de la máquina llenó el silencio, y ella se quedó un momento mirando el tambor girar, con el agua enjabonada salpicando el cristal. Pensó en las gafas Gucci que se iba a comprar, en el bolso Michael Kors, en los billetes que Ricardo le había dado a cambio de su cuerpo. Joder, ¿en qué momento se había convertido en esto?

Fue al baño. Abrió el grifo de la ducha, dejando que el agua caliente llenara el espacio de vapor, con el olor a gel de coco flotando en el aire. Se metió bajo el chorro, cerrando los ojos, dejando que el agua le cayera por el pelo, por la cara, por las tetas, donde el chupetón seguía palpitando. Se lavó con cuidado, frotando la piel como si pudiera borrar algo más que el sudor y el semen. El jabón le escocía un poco en las zonas sensibles, un recordatorio de la intensidad de Ricardo, de cómo la había follado en su propia cama, de cómo se había corrido en su cara. Se quedó bajo el agua más tiempo del necesario, con la mente dando vueltas, hasta que el espejo del baño se empañó por completo.

De vuelta en su cuarto, con una camiseta vieja que usaba por casa y unas bragas sencillas del día a día, se tumbó en la cama, ahora con sábanas limpias que había puesto y que olían a suavizante. La lámpara estaba apagada, y la luz de las farolas se colaba por la ventana, proyectando sombras en el techo. Itziar se tocó el chupetón, con los dedos rozando la piel sensible, y suspiró. ¿Qué coño estaba haciendo? Al principio, todo había sido un juego, una forma de conseguir lo que quería: el bolso, el viaje a Ibiza, las gafas. Ricardo era un cerdo, pero también era fácil, predecible, y ella sabía cómo manejarlo. Cada encuentro le daba un subidón, un poder que la hacía sentir invencible, como si pudiera tenerlo todo con solo follar. Pero ahora, con el chupetón marcándola, con los billetes en la mesilla, algo se sentía mal. No era Álvaro, aunque sabía que lo estaba traicionando y no se lo merecía. No era Maite, que por supuesto nunca la entendería. Era ella misma, la sensación de que cada vez se hundía más en un juego que no controlaba del todo. Pensó en Álvaro, en su sonrisa fácil, en cómo la miraba como si fuera lo único que importaba. Era bueno, demasiado bueno, y una parte de ella sabía que no lo merecía. Pero las gafas, el postureo, la envidia de sus amigas… joder, eso valía más, ¿no? O al menos, eso se había dicho hasta ahora. Cerró los ojos, con el frío de la noche colándose por la ventana, la cerró y se durmió, con el nudo en el estómago todavía ahí, sin respuesta.




A unos kilómetros, en su casa, Ricardo estaba en el salón, con el televisor encendido en un partido de fútbol que no miraba. Laura estaba en la cocina, dando el pecho a Pablo, que gorgoteaba con esa mezcla de hambre y sueño. El aire olía a puré de verduras, a colonia de bebé, y al ambientador que Laura ponía por Navidad. Ricardo se levantó, apagando el televisor, y fue a la cocina, donde Laura, con el pelo recogido y una camiseta vieja, mecía al bebé con una calma que siempre lo desarmaba. Se acercó, besándola en la frente, un gesto suave que ella recibió con una sonrisa cansada.

—Estás agotado, ¿eh? —dijo Laura, mirando a Pablo, que empezaba a cerrar los ojos.

—Un poco —respondió Ricardo, con la voz baja, aunque el cansancio no tenía nada que ver con el trabajo. La imagen de Itziar, a cuatro patas en su cama, con el coño empapado y la cara cubierta de semen, le golpeó como un puñetazo. Sacudió la cabeza, como si pudiera borrarla, y ayudó a Laura a llevar al bebé a la cuna, con el cuarto oliendo a talco y pañales limpios.

En su cama, con Laura dormida a su lado, Ricardo no podía cerrar los ojos. El colchón crujía bajo su peso, y el silencio de la casa, roto solo por la respiración suave de su mujer, lo hacía sentir como un intruso. Se sentía extraño, como si el hombre que se había follado a su sobrina política en su propia cama no fuera él, sino una versión torcida que no reconocía. Itziar era un incendio, una zorra pija que aunque antes le parecía una niñata insoportable, ahora lo volvía loco, pero también era la sobrina de Laura, y cada encuentro era una traición que pesaba más. Se acordó de Julia, la esposa de su amigo que era una escort en secreto y que con ella le puso los cuernos a Laura. Se consideraba a sí mismo un cabrón, pero era su naturaleza desde niño y era muy difícil cambiarse a si mismo. Siempre que alguna se ponía a tiro no se lo pensaba. Pensó en Laura, en cómo confiaba en él, en cómo lo miraba cuando Pablo nació, con una felicidad que no había visto en nadie más. Joder, ¿qué estaba haciendo? El morbo, el poder, la sensación de tener a Itziar de rodillas, todo eso era adictivo, pero ahora, en la oscuridad, sentía un vacío que no podía nombrar. No era solo culpa, era la certeza de que esto no podía seguir, no sin destruirlo todo. Además que no era el banco de España y el fondo de emergencia que tenía para caprichos o imprevistos, se lo había pulido con Itziar.




Días después, a principios de enero, Itziar estaba en el piso de Álvaro, un apartamento pequeño en el centro que tenían sus padres con idea de alquilarlo, con paredes blancas algo descascaradas y un sofá marrón muy usado que crujía bajo el peso de ambos. Habían quedado para ver una película, una excusa para pasar la tarde juntos antes de la cena de Reyes. El aire olía al ambientador de vainilla que Álvaro había puesto, intentando darle un toque acogedor al caos de su vida de estudiante. Itziar llevaba un jersey rosa de punto fino que dejaba un hombro al aire, y unos leggings negros que marcaban cada curva de sus piernas. Álvaro, con una camiseta de manga larga gris y unos vaqueros desgastados, estaba tumbado en el sofá, con ella acurrucada contra su pecho, el calor de sus cuerpos mezclándose mientras la tele emitía una comedia navideña con risas enlatadas que ninguno prestaba atención.

La tarde había empezado tranquila, con risas y alguna caricia furtiva, pero el ambiente cambió cuando Álvaro, que se estaba poniendo cariñoso y le apetecía follar, deslizó una mano bajo el jersey de Itziar. Sin previo aviso, con una mezcla de deseo y juego, le subió la prenda por encima del pecho, bajando la copa izquierda del sujetador negro con un movimiento torpe pero decidido, dejando una de sus tetas al aire. El pezón rosado, endurecido por el aire fresco del salón, quedó expuesto, y Álvaro se inclinó para besarlo, su boca cálida y húmeda iba cerrándose alrededor mientras ella gemía suave, arqueando la espalda. El sexo empezó como un impulso natural, con él quitándole el jersey por completo, tirándolo al suelo con un sonido sordo, y ella ayudándolo a sacarse la camiseta, dejando ver su torso firme, cubierto de un vello oscuro que ella acarició con las uñas.

—Joder, Itzi, estás increíble —murmuró Álvaro, con la voz ronca, besándole el cuello mientras sus manos bajaban los leggings, deslizándolos por sus muslos junto con el tanga, dejándola desnuda de cintura para abajo. Itziar respondió, quitándole los vaqueros y los bóxers con prisas, su piel rozaba la de él, caliente y sudorosa. Se tumbaron en el sofá, con el cuero viejo crujiendo bajo ellos, y él se posicionó entre sus piernas, con su polla ya dura rozándole el muslo. Se puso un condón y se la metió despacio, con un gemido bajo, llenándola mientras ella clavaba las uñas en su espalda, gimiendo más fuerte, el placer iba mezclándose con una tensión que no podía explicar.

El ritmo se aceleró, con Álvaro moviéndose dentro de ella, sus caderas chocando contra las de Itziar, el sonido húmedo de sus cuerpos llenando el salón. Él bajó la boca a sus tetas otra vez, chupando con hambre, lamiendo el pezón izquierdo, pero al sacar la teta derecha del sujetador fue entonces cuando lo vio: un moratón amarillento, más oscuro en los bordes, evidente junto al pezón derecho. No era un golpe cualquiera; era un chupetón, palidecido pero inconfundible, una marca que no había hecho él. Se detuvo en seco, con la polla todavía dentro de ella, y apartó la boca, sentándose recto, con la respiración agitada y la mandíbula tensa.

—¿Qué coño es esto, Itziar? —dijo, con la voz baja, pero cargada de algo que ella no había oído antes: rabia, dolor, desconfianza. Sus ojos, normalmente cálidos, estaban oscurecidos, fijos en esa marca que lo traicionaba todo.

Itziar se tensó, el placer desvaneciéndose como si alguien hubiera apagado una luz. Se subió el sujetador con manos temblorosas, cubriendo la teta, y se incorporó, cruzando los brazos sobre el pecho como un escudo. —Joder, Álvaro, no es nada —dijo, con la voz forzada, intentando sonar convincente—. Me hice un moratón, no sé, en el gym o algo, tropecé con una máquina. —La excusa sonaba débil, hueca, y ella lo sabía. Ni siquiera ella se lo creía, y el calor que subía por su cuello delataba su mentira.

Álvaro la miró, con decepción y dolor, el sudor brillándole en el torso. Soltó una risa seca, sin humor, un sonido que cortó el aire como un cuchillo. —¿Un moratón? ¿En la teta? Venga, Itziar, no me tomes por gilipollas —dijo, alzando la voz, las mejillas enrojecidas por la mezcla de deseo frustrado y furia—. Eso es un chupetón, y no te lo he hecho yo. ¿Quién ha sido? ¿Con quién estás follando a mis espaldas?

Ella sintió el calor subirle por el cuello hasta las mejillas, una mezcla de vergüenza y desafío. Se puso de pie, desnuda de cintura para abajo, solo con el sujetador, y lo enfrentó, el corazón latiéndole en la garganta. —Nadie, joder, te estás flipando —soltó, con la voz temblando pero intentando mantener la fachada—. Es solo una marca, no sé cómo me la hice. ¿Por qué no me crees? ¿Siempre tienes que sacar conclusiones de mierda?

Álvaro se levantó también, con las manos en las caderas, la polla todavía medio dura colgando entre sus piernas, un recordatorio de lo que habían estado haciendo hasta hace un minuto. —Porque no soy idiota, Itziar —replicó, alzando más la voz, el tono cortante como vidrio roto—. Llevas semanas rara, dando largas, con excusas de mierda para no verme o para irte pronto. Y ahora esto. ¿Crees que no me doy cuenta? Estás poniéndome los cuernos, joder, y no lo voy a soportar. Dime quién es, o te juro que me vuelvo loco.

Itziar lo miró, con los ojos verdes brillando, pero no de desafío esta vez, sino de algo que se parecía al pánico. La imagen de Ricardo apareció en su mente como un relámpago: follando con él mientras la llamaba princesita, los billetes en su mano a cambio de sexo. Se odiaba por eso, por haber cruzado esa línea una y otra vez, por sentirse atrapada entre el morbo y la culpa. —No es verdad, Álvaro, te lo juro —dijo, con la voz quebrándose, dando un paso hacia él, intentando tocarle el brazo—. Es solo una marca tonta, no sé cómo pasó. No estoy con nadie, te lo prometo.

Él se apartó de un tirón, como si su mano quemara, con los ojos llenos de dolor. —No me toques —dijo, con la voz rota, dando un paso atrás—. ¿Crees que soy ciego? Ese chupetón no aparece por arte de magia. Llevas días evitándome, y ahora esto. ¿Quién es? ¿Algún cabrón del gym? ¿Algún amigo de Lucía? Dímelo, joder, porque no voy a quedarme aquí como un cornudo mientras tú te ríes de mí.

Itziar sintió un nudo en el estómago, la frustración burbujeando dentro de ella. No era solo el miedo a perderlo; era el asco hacia sí misma, el peso de saber que había traicionado a Álvaro por dinero, por un bolso, por un viaje a Ibiza. —No me estoy riendo de ti, Álvaro, joder —dijo, alzando la voz, con las lágrimas picándole los ojos pero negándose a caer—. No hay nadie, ¿vale? Solo estoy… estoy hecha un lío, no sé cómo explicarlo. Pero no te estoy engañando, te lo juro por mi vida.

Álvaro soltó una carcajada amarga, pasándose las manos por el pelo, despeinándolo más. —¿Hecha un lío? ¿Eso es todo lo que tienes? Joder, Itziar, me estás destrozando. Te he dado todo, mi tiempo, mi confianza, y tú vas por ahí dejando que otro te marque como si fuera un trofeo. ¿Sabes lo que se siente al ver eso? ¿Sabes lo que duele? —Su voz se quebró, y por un momento pareció vulnerable, pero la rabia volvió rápido—. Esto se acabó, Itziar. No quiero estar con alguien que me miente, que me traiciona, alguien en quien no puedo confiar. Coge tus cosas y lárgate de mi casa.

Ella se quedó helada, con el nudo en el estómago apretándose hasta hacerla sentir náuseas. Quiso decir algo, una excusa mejor, una mentira que lo calmara, pero no había nada. Las palabras se le atragantaron, y la imagen de Ricardo volvió, burlona, recordándole cada decisión que la había llevado a este punto. Se odiaba por ser débil, por ser una estúpida caprichosa, por ser una pija creída, por caer en su propio juego, por dejar que un chupetón la delatara. Álvaro la miraba con una mezcla de dolor y desprecio, y eso le dolió más de lo que esperaba, un corte profundo que no podía ignorar.

—Álvaro, por favor… —empezó, con la voz temblando, dando un paso hacia él, pero él levantó una mano, cortándola.

—No, Itziar. Se acabó —dijo, con la voz firme, aunque los ojos le brillaban de lágrimas contenidas—. No quiero oír más mentiras. Vete.

Con las manos temblando, recogió sus leggings del suelo, poniéndoselos con movimientos torpes, y buscó su bolso, que yacía junto al sofá, sintiéndolo como un peso muerto, un símbolo de todo lo que había hecho mal. Se puso el jersey, cubriendo la marca que la había traicionado, y salió del piso sin mirar atrás, el portazo resonando en el descansillo como un eco de su fracaso. En el coche, con las manos temblando en el volante, no lloró, pero el vacío en el pecho era nuevo, un agujero que la hacía cuestionarse quién era realmente, y no le gustaba la respuesta.




Itziar se sentó en el borde de la cama, con el móvil en la mano y el corazón latiéndole con un ritmo irregular. La idea de quedar con Ricardo para de alguna manera poner punto final a esta locura, de cerrar ese capítulo que había oscurecido su vida, le revolvía el estómago, pero también le traía un alivio amargo. Mientras miraba la pantalla, donde el mensaje a Ricardo aún parpadeaba sin enviar, su mente se llenó de sombras. ¿Y si sus padres se enteraran alguna vez? La imagen de Maite, con su pose de reina intocable, descubriendo que su hija, la princesita que siempre había presumido, se vendía por dinero, por bolsos, por viajes, la hacía estremecerse. Su madre la miraría con desprecio, la voz cortante diciéndole “¿Esto es lo que has aprendido, así te hemos educado?”, mientras Juan, su padre, guardaría un silencio pesado, decepcionado, que dolería más que cualquier grito. Perderían la fe en ella, y el peso de esa vergüenza la aplastaría, convirtiendo su casa en un campo de minas donde cada palabra sería una acusación. Sería la destrucción de su familia. Ricardo se divorciaría, por supuesto, su tía Laura, que tanto la quería quedaría destrozada y ella como la culpable de todo, como un ser despreciable a ojos de su familia.

Además su madre estaba cada vez más mosqueada por esas compras de Itziar, cada vez hacía más preguntas y cada vez sentía más desconfianza, cómo si empezara a sospechar que se traía algún chanchullo entre manos para conseguir pasta. Sus excusas de trabajillos en las redes cada vez sonaban más a excusa barata que ya no convencían niña ella misma. Lo mejor sería cortar por lo sano antes de que todo saltara por los aires, por el bien de todos.

Y luego estaban sus amigas, Lucía, Sara, todas las demás, todas esas chicas que la envidiaban por su vida perfecta, por el postureo en el Insta. Si se enteraran de que se follaba a su tío por dinero, el chisme correría como pólvora, y las risas, los susurros, las miradas de asco la seguirían como una sombra. Lucía, con su lengua afilada, la destrozaría en un grupo de WhatsApp, y Sara, siempre tan moralista, la juzgaría desde su pedestal. Adiós a las salidas, a las fotos en la playa, a ser la reina del grupo. Su reputación, ese escudo que tanto le había costado construir, se vendría abajo, y quedaría expuesta como una zorra, una traidora, alguien que no valía nada más allá de lo que podía comprar con su cuerpo. El morbo que sentía con Ricardo, esa mezcla de poder y deseo, se desvanecería, dejando solo el vacío de saber que había cruzado una línea de la que no podía volver. Y lo peor, se odiaría a sí misma más de lo que ya lo hacía, atrapada en un secreto que la definía y la destruía a partes iguales.

Ricardo siempre le había parecido un cerdo, un gilipollas redomado, con esa sonrisa torcida y esos comentarios subidos de tono que no le hacían ni puta gracia. Lo veía como un cerdo, un tío de 43 años con canas en la barba que la miraba como si fuera un trozo de carne. Cada vez que la llamaba “princesita” o “putita”, sentía un nudo de asco en el estómago, una mezcla de rabia y superioridad que la hacía querer mandarlo a la mierda. Pero luego algo cambió. Con el tiempo, Ricardo la había llevado a terrenos que nunca imaginó explorar, y joder, la había hecho disfrutar. Recordaba el sofá, el lubricante frío deslizándose por su piel, el placer sucio del sexo anal. La forma en que su polla la llenaba, el placer crudo que la hacía gemir a pesar de sí misma, el morbo de sentirlo perder el control mientras ella seguía teniendo unos orgasmos brutales. Esos momentos en el descampado, con la tierra dura bajo las rodillas y el sabor salado en la boca, le habían dado un subidón que Álvaro nunca le había ofrecido, una adrenalina que la hacía sentir viva, sucia y poderosa a la vez. Ricardo, con su voz grave y sus manos expertas, había despertado algo en ella, una parte oscura que disfrutaba del juego, del peligro, del dinero que llegaba con cada transacción. Y aunque seguía siendo un cerdo, un cabrón que la usaba, también había sabido tratarla de una manera que la había transformado, dejándola atrapada entre el desprecio inicial y el cariño que ahora no podía negar.




Dos días después, Itziar estaba en un bar pequeño cerca de la plaza, con mesas de madera y un olor a café y licor que flotaba en el aire. Había quedado con Ricardo, un mensaje rápido que él había respondido con un “Vale, a las 5”. No había coqueteo esta vez, solo una necesidad de hablar, de poner las cosas en orden. Itziar llegó con un abrigo negro, unos vaqueros y un jersey gris, sin las gafas Gucci, que había dejado en casa, como si no quisiera que la miraran. Ricardo estaba en una mesa al fondo, con una cerveza y una cazadora de cuero, con la barba más descuidada de lo normal y los ojos cansados.

—Joder, sobri, tienes cara de funeral —dijo, con una media sonrisa, pero sin el tono burlón de siempre.

—Cállate, payaso —replicó ella, sentándose frente a él, pidiendo un café solo al camarero, un chaval que apenas los miró—. Álvaro me ha dejado. Encontró el chupetón y… bueno, se acabó.

Ricardo alzó una ceja, dando un trago a la cerveza. —¿El chupetón? Joder, te dije que lo taparas —dijo, pero no había risa en su voz, solo una especie de resignación—. ¿Qué le dijiste? ¿Cómo te lo pilló?

—Pues íbamos a echar un polvo y lo vio, joder, si ya casi no se nota. Le dije que era un moratón, que me había dado un golpe pero no se lo tragó —respondió Itziar, mirando la mesa, con los dedos tamborileando en la madera—. Me acusó de ponerle los cuernos, y no pude convencerlo. Y, joder, tiene razón, ¿no? Llevo meses follándome a mi tío político a cambio de pasta.

Ricardo se quedó callado, con la botella en la mano, mirando el líquido ámbar como si tuviera respuestas. —Sí, tiene razón. Pobre chaval. —dijo, al fin, con la voz baja—. Y yo soy un cabrón por meterme en esto y aprovecharme de ti. Laura no sabe ni sospecha nada, pero cada vez que la miro, siento que la estoy jodiendo. Y a ti también, aunque no lo parezca.

Itziar lo miró, sorprendida por la honestidad. —No me jodas, Ricardo, ¿ahora te pones profundo? —dijo, con una risa seca, pero sus ojos estaban serios—. Mira, yo no me arrepiento, ¿vale? Pero tampoco estoy orgullosa. Conseguí el bolso, el viaje, las gafas. Pero… joder, no sé, esto se me está yendo de las manos. Álvaro era bueno, y lo he perdido por unas putas gafas. Y tú… tú tienes a Laura y al crío. Esto no puede seguir.

Él asintió, con la mandíbula tensa, dando otro trago a la cerveza. —Tienes razón. Es un puto juego, pero ya no es divertido —dijo, mirándola a los ojos, con una intensidad que no era morbo, sino algo más crudo, más real—. Me he follado a mi sobrina política, joder, en tu cama, en mi sofá, en un descampado. Y cada vez que lo pienso, me siento como una mierda. Pero, nena, no te puedes imaginar lo que he disfrutado contigo, eres un incendio, Itziar. Siempre lo has sido.

Ella sonrió, débil, pero con un toque de su desafío de siempre. —Y tú un cerdo, pero uno que sabe jugar —dijo, dando un sorbo al café, que estaba amargo, como su humor—. Pero se acabó, Ricardo. No más tratos, no más billetes, no más… nada. Antes de que esto se nos vaya de las manos y nos joda a todos.

Ricardo suspiró, recostándose en la silla, con las manos en los bolsillos. —Vale, Itziar. Punto final —dijo, con una media sonrisa que era más triste que burlona—. Pero, hay que reconocer que ha sido una buena partida, ¿no?

Itziar se rió, por primera vez en días, y asintió. —La mejor, capullo. Invítame al café, anda— dijo dispuesta a marcharse ya—.

—Itziar espera. Mira cariño… —dijo cogiéndole la mano y acariciando sus dedos con el pulgar en un gesto tierno— ya se que esto se acaba, pero… me gustaría volver a acostarme contigo. —ella fue a hablar pero él la cortó — No, espera escúchame. Solo una vez más princesa, sin dinero de por medio ni historias, solo un polvo de despedida. Nada de un polvo salvaje, sino más bien, hacerte el amor con dulzura, con cariño.

—No Ricardo. Ya no hay mas. No lo hagas más difícil de lo que ya es, por favor tío, entiéndelo. —le dijo mirándolo con ternura—.

—Ya, tienes razón. Pero… es que…

La conversación había sido cruda, honesta, con el peso de sus decisiones cayendo como una losa. Habían acordado dejar el juego, poner punto final a los tratos, los billetes y los encuentros que los habían llevado demasiado lejos. Itziar, con serenidad, se levantó, cogiendo su bolso y el abrigo lista para irse, con una sonrisa que era más alivio que desafío.

—Cuida de Laura y del crío —dijo, mirándolo con los ojos verdes brillantes, pero sin el filo de antes—. Y no te acerques a las tetas de mi madre, que te conozco.

Ricardo se rió, levantando la cerveza en un brindis silencioso. —Tranquila, princesita, que no soy tan suicida —respondió, con una media sonrisa que era más triste que burlona.

Itziar se detuvo, con una chispa de picardía cruzándole la cara, y sacó el móvil del bolso. —Oye, capullo, hablando de regalos… Como tú me hiciste el del vibrador, yo tengo uno para ti —dijo, con una risa baja, mientras tecleaba rápido en WhatsApp. Pulsó enviar y lo miró, con una ceja alzada, esperando su reacción.

Ricardo frunció el ceño, cogiendo su móvil cuando vibró. Abrió el chat y se quedó quieto, con los ojos fijos en la pantalla. Eran dos fotos. La primera mostraba a una mujer con la cara tapada pero quedaba muy claro que era su madre Maite, con las tetas al aire, grandes, con los pezones más oscuros que los de Itziar, en lo que parecía un baño con azulejos blancos de su casa. La segunda era más explícita: Maite igualmente con la cara tapada tumbada en un sofá, con las piernas abiertas, el coño peludo pero cuidado expuesto, los labios rosados brillando bajo una luz tenue. Ricardo parpadeó, con la boca seca, y levantó la vista hacia Itziar, que lo miraba con una sonrisa traviesa.

—¿Qué coño es esto Itziar? —preguntó, con la voz baja, aunque no pudo evitar una risa incrédula.

Itziar se rió, encogiéndose de hombros, con el pelo castaño cayéndole sobre un hombro. —Las encontré por casualidad en el ordenador de mi madre, buscando unos documentos para la uni —dijo, con un tono que era puro divertimento—. Las debió de hacer mi padre, me imagino. Joder, casi me da algo cuando las vi. Y me acordé de ti, espero que te gusten. Hazte una buena paja con ellas golfo.

Ricardo soltó una carcajada, sacudiendo la cabeza, todavía mirando las fotos con una mezcla de incredulidad y morbo. —Joder, niña, eres un puto peligro —dijo, guardándose el móvil en el bolsillo, aunque no borró las fotos—. Las habrá hecho tu padre supongo. No me imagino yo a tu madre en plan zorra con otro tio, pero, joder, menuda sorpresa. Eres una cabrona.

Ella sonrió, con un brillo en los ojos que era el último eco de su juego. —disfrútalas, capullo —dijo, acercándose y dándole un beso suave en la mejilla, un gesto inesperado que los dejó a ambos en silencio por un segundo. Su perfume de jazmín flotó un instante, y luego se apartó, con el abrigo en la mano—. Cuídate, tío.

Él se rió, tocándose la mejilla donde había sentido sus labios, y levantó la cerveza en un último brindis. —Y tú también, princesa. Nos vemos.

Itziar le respondió con un gesto de la mano, con una sonrisa, y salió del bar, con el frío de la Navidad golpeándole la cara. Mientras caminaba hacia su coche, con las luces navideñas brillando en las calles, sintió el nudo en el estómago aflojarse un poco. Las fotos eran su última jugada, un guiño al juego que acababan de cerrar. Por primera vez en meses, respiró hondo, sabiendo que el punto final era real, y que, tal vez eso era lo mejor para todos.



Fin.



Hasta aquí la historia de Itziar y Ricardo. Espero que os haya gustado y hayáis disfrutado de verla perder la virginidad de su culo, de verla comerse la polla como una campeona y de un polvo intenso en su propia cama.
A lo largo del verano habrá un spinoff, lo tengo ya medio creado el guion a falta de ir rematándolo poco a poco. Será breve de tres capítulos, pero creo que estará bien y complementará la historia. 🙂

Un saludo 🫡
Cuando empece a leerlo ya comente que tenia buena pinta, pero me quede corto, como me ha puesto. :polla2:
 
Capítulo 13



El verano seguía su curso cálido, el calor pegajoso envolvía la ciudad como una manta sofocante. Era el lunes por la mañana, y Itziar, se preparaba en su habitación para su primer día como canguro de su primo pequeño. La luz del sol se colaba por las cortinas blancas, tiñendo el aire con un brillo dorado, y el zumbido del ventilador en la esquina apenas aliviaba el sudor pegajoso que perlaba su piel. Acababa de salir de la ducha, el agua tibia aún goteando de su cuerpo mientras se envolvía en una toalla, el aroma a gel de manzana que tanto le gustaba impregnaba el espacio. Se miró al espejo, el pelo húmedo le caía en mechones sobre los hombros, y decidió vestirse con cuidado. Escogió un tanga blanco de encaje que se ajustaba perfectamente a su culazo firme, y que sabia que a Ricardo le encantaba, de hecho es el que llevaba cuando le folló el culo, seguido de un sujetador a juego que realzaba sus tetas perfectas. Sobre ello, se puso un vestido veraniego rosa, ligero y de corte suelto, que dejaba entrever las curvas de su figura cada vez que el viento lo movía. Se calzó unas sandalias blancas, se aplicó un poco de gloss en los labios y, tras un último vistazo, salió hacia la casa de su tía Laura, con el corazón latiéndole con una mezcla de nervios y anticipación. Estaba nerviosa, no lo podía negar pero no era por el trabajo sencillo de cuidar de su primo, sino por Ricardo, porque sabía lo que iba a pasar y encima lo deseaba. Había decidido dejar atrás todo aquella tarde en la cafetería, pero ahora no paraba de pensar en ello, y estaba muy excitada y dispuesta ante la idea de poder volver a follar con su tío.

Mientras caminaba bajo el sol abrasador, el calor subiendo por sus piernas desnudas, Itziar reflexionaba. Tomaba la píldora desde hacía meses para regular su regla, porque últimamente se le estaba descontrolado y no era regular, y el ginecólogo se la había recetado, un secreto que guardaba con celo, y esa mañana había decidido dejar que Ricardo se lo hiciera sin condón si la situación lo permitía. La idea de sentir por primera vez cómo un hombre se corría dentro de su coño la llenaba de una excitación prohibida, un deseo crudo que la hacía apretar los muslos mientras cruzaba la calle. Y quería darle ese privilegio a su tío que tanto le había dado en todos los sentidos. Pero al acercarse a la casa de su tía, un remordimiento la golpeó como un latigazo. Quería follarse al marido de Laura, su propia tía, un acto que la avergonzaba y excitaba a partes iguales. Era su secreto, un peso que llevaba en silencio, y ella nunca lo sabría. La culpa se mezclaba con el deseo, un torbellino que la hacía dudar con cada paso, pero el recuerdo de Ricardo —su voz, sus manos, su polla, su carácter— la empujaba adelante.

Llegó a las dos, el sol en lo alto castigaba la calle mientras subía las escaleras del portal camino del ascensor. Laura la recibió en la puerta, con el crío en brazos y una sonrisa agotada. —¡Itzi cariño, qué guapa estás! Ese vestido te queda genial, de verdad —dijo, ajustando al pequeño en su cadera mientras la invitaba a pasar—. Gracias por venir, me salvas la vida hoy. Mira que te diga, el enano come puré a las cuatro, luego le puedes poner dibujos o el sonajero si se pone pesado. Yo salgo a las nueve, así que te dejo al mando. Si pasa algo, llámame, ¿vale? Ah, y Ricardo llega sobre las 5 más o menos, así que no estarás mucho rato sola. Y cuando llegue si quieres ya te puedes ir.

—Tranquila tía, lo tengo controlado. Puré a las cuatro, dibujos, sonajero… fácil —respondió Itziar, sonriendo mientras tomaba al crío, que gorgoteaba y le tiraba del pelo con sus manitas regordetas—. Vete sin preocupaciones, que aquí estamos bien.

Laura asintió, recogiendo su bolso con prisa. —Eres un sol, de verdad. Te dejo el número del curro por si acaso. ¡Nos vemos luego! —dijo, dándole un beso rápido en la mejilla antes de salir, la puerta se cerró con un clic que dejó a Itziar sola con el pequeño.


Las horas transcurrieron entre juegos y caos infantil. Itziar preparó el puré a las cuatro como le había dicho su tía, el olor a zanahoria y patata empezó a llenar la cocina mientras el crío manoseaba la cuchara, dejando manchas naranjas por la mesa. Lo entretuvo con dibujos animados en su propio móvil para que comiera sin dar guerra, y luego lo arrulló con el sonajero hasta que se durmió en su cuna. El apartamento quedó en un silencio solo roto por el zumbido del ventilador, y Itziar se sentó en el sofá del salón, el mismo donde Ricardo le había dado por el culo meses atrás. El recuerdo la golpeó como un relámpago: el lubricante frío goteando, la presión en su ojete, el gruñido de él mientras la llenaba. Sintió un escalofrío de excitación recorrerle la espalda, sus muslos apretándose instintivamente mientras el tejido del sofá crujía bajo su peso. Cerró los ojos un instante, imaginando sus manos ásperas en su piel, el placer mezclado con la culpa de estar en la casa de su tía, traicionando a Laura con cada pensamiento. Se levantó, caminando por el salón para distraerse, pero el sentimiento de traición a su tía aún en el aire y el silencio opresivo la mantenían atrapada en su deseo prohibido. Miró el reloj: las cuatro y media ya. Faltaba poco para que Ricardo llegara, y el tiempo parecía estirarse, cada minuto avivaba su mezcla de ansiedad y anhelo.

El reloj marcaba las cinco y cuarto de la tarde cuando el sonido de la llave girando en la cerradura resonó en el apartamento de Laura, haciendo que el corazón de Itziar se acelerara como un tambor desbocado. Estaba sentada en el sofá, el ventilador zumbando en la esquina, el aire cargado de un calor pegajoso que se adhería a su piel, dejando un brillo de sudor en su frente. Ricardo entró, dejando las llaves en la mesa con un golpe seco, con su figura llenando el marco de la puerta con la camiseta gris ajustada pegada al torso por el sudor y los vaqueros marcando sus muslos robustos. El crío dormía plácidamente en su cuna, y el silencio del salón solo se rompía por el zumbido del electrodoméstico y la respiración entrecortada de Itziar, que jugueteaba nerviosa con el borde de su vestido rosa.

—Hola, princesa, ¿qué tal ha ido todo con el pequeño? ¿Te ha dado guerra o qué? —preguntó Ricardo, acercándose con una sonrisa cansada pero cálida, inclinándose para darle dos besos en las mejillas, el aroma a sudor y trabajo se mezclaba con el calor del ambiente. Se dejó caer en el sofá junto a ella, y se pasó una mano por la frente, quitándose el sudor.

—Bien, se durmió hace un rato después de comer. Es un encanto, la verdad, ha sido un día tranquilo —respondió Itziar, cruzando las piernas, el vestido subiendo un poco por sus muslos mientras lo miraba de reojo, notando cómo el calor había dejado marcas en su ropa—. ¿Y tú, cómo te ha ido?

—Una mierda, con este calor trabajar es un suplicio. Sudando como cerdo todo el día, pero qué le vamos a hacer, es lo que hay —dijo Ricardo con una risa seca, levantándose ya del sofá—. Oye, voy a darme un duchazo rápido para quitarme este calor de encima, ahora vengo, ¿vale?

—Claro, te espero aquí —asintió ella, recostándose un poco, el ventilador moviendo un mechón de su pelo mientras lo veía desaparecer hacia el baño.

Minutos después, Ricardo regresó con el pelo húmedo y una camiseta limpia, el aroma a jabón reemplazando el sudor. Se sentó de nuevo en el sofá, más cerca esta vez, y la conversación fluyó con naturalidad, saltando entre anécdotas del día y recuerdos compartidos. Itziar habló de la universidad, de cómo las clases de verano la estaban agotando, de las risas con Lucía y Sara planeando una escapada a la playa, y de un examen que había suspendido por llegar tarde. Ricardo la escuchaba, asintiendo y riendo cuando ella imitó a su profesora con un tono gruñón, pero sus ojos no podían despegarse de ella. Recorrían el contorno de su vestido rosa, la curva suave de sus tetas, el brillo tentador de sus labios con gloss, y el leve aroma que desprendía su piel. El deseo crecía en su interior como un incendio, mezclado con un nerviosismo que no podía controlar, haciendo que sus manos temblaran ligeramente sobre sus rodillas.

El silencio se instaló por un momento, y Ricardo carraspeó, mirando al suelo como si buscara las palabras adecuadas. Su corazón latía con fuerza, la excitación lo consumía, pero también lo paralizaba. Se pasó una mano por la barba canosa, nervioso, y finalmente giró la cabeza hacia ella, los ojos brillaban con una mezcla de anhelo y torpeza. —Itzi, yo… a ver, no sé ni cómo decirte esto —murmuró, la voz temblorosa, casi un susurro—. Estás… estás increíble hoy, y no dejo de pensar en ti. En nosotros. Me pones hasta nervioso, ¿sabes? Pero… mierda, quiero volver a estar contigo, a follarte otra vez. No sé cómo pedírtelo, pero lo deseo tanto que me quema. ¿Qué… qué piensas tú?

Itziar lo miró, sorprendida por su vulnerabilidad, pero en su interior el deseo también ardía, sabía a que había ido a su casa realmente y lo deseaba. El recuerdo de sus encuentros previos, el sexo tabú, el placer prohibido, la hizo morderse el labio. Sentía el pulso acelerado, una necesidad que coincidía con la de él, y asintió lentamente, su voz suave pero decidida. —Yo… también lo he estado pensando, Ricardo. Lo deseo. Vamos a hacerlo, anda ven y fóllame otra vez tío —susurró, inclinándose hacia él, los ojos brillantes de emoción y una calidez que la hacía sentirse expuesta pero receptiva.

Sus miradas se encontraron, y el aire entre ellos se cargó de una tensión eléctrica. Ricardo tragó saliva, acercándose más, mientras Itziar dejó que sus manos buscaran las de él, sellando con ese gesto su mutuo acuerdo. El ventilador seguía zumbando, pero ahora el sonido parecía un fondo lejano frente al latido de sus corazones, listos para dejarse llevar una vez más.

Sus bocas se encontraron con ternura al principio, un roce suave de labios que sabía al aroma a fresa de su gloss, un contacto tímido que pronto se volvió profundo. Los labios de Ricardo se movieron con lentitud, explorando los de ella, abriéndose para dejar que sus lenguas se encontraran en un baile húmedo y cálido. Itziar gimió bajito, un “mmmh” escapando mientras inclinaba la cabeza, profundizando el beso, sus manos subieron a la nuca de él para después acariciar su barba canosa. Él respondió con un gemido bajo, “joder, qué bien sabes”, sus manos subían por su torso, acariciando sus tetas por encima del vestido, sintiendo los pezones endurecerse bajo la tela fina. El beso se volvió más urgente, más guarro, sus respiraciones se mezclaban, la saliva compartida brillaba en sus labios mientras se devoraban con una pasión contenida.

Con coquetería, Itziar se apartó un segundo, mirándolo con ojos brillantes poniendo esa carita de niña mala que tan bien sabía hacer. Deslizó las tiras del vestido por sus hombros con movimientos lentos, dejando que la tela cayera poco a poco por su pecho, revelando el encaje blanco del sujetador. Ricardo la admiraba, los ojos oscurecidos por el deseo, siguiendo cada centímetro de piel que se exponía, el valle entre sus pechos, la curva de sus caderas, su ombliguito. Ella dejó que el vestido bajara hasta la cintura, luego lo empujó al suelo con un movimiento de cadera, quedándose solo con el tanga y el sujetador. Él gruñó de placer al verla, —eres jodidamente perfecta princesita—, y con dedos ansiosos, acarició sus tetas, pasando los dedos por los pezones, después sacó las tetas de las copas sin quitárselo, dejando los pezones rosados expuestos, con las areolas hinchadas muestra de sus tetas veinteañeras. Los chupó con deseo, la boca se cerraba sobre uno mientras su lengua lo lamía en círculos húmedos, succionando con fuerza hasta que ella jadeó, —ohhh… sí, tío. Cómetelas bien cabronazo, disfruta de tu sobri—. Pasó al otro, mordiendo suavemente, lamiendo la piel salada por el sudor, sus manos apretando la carne firme mientras ella se arqueaba con un escalofrío gimiendo “¡joder, qué bueno!”. Se quitó el sujetador para estar más cómoda.

—Quiero comerme tu ojete otra vez cariño, sabes que me tiene obsesionado ese agujerito que tienes—murmuró Ricardo, la voz ronca de excitación. La giró con suavidad, poniéndola a cuatro patas en el sofá, el tejido crujía bajo sus rodillas. El sudor del verano había dejado un aroma fuerte en su piel, un olor terroso y cálido que subía desde su coño, pero a Ricardo le encantaba, un afrodisíaco crudo que lo volvía loco. Separó sus nalgas con las manos, y apartó la fina tela de su tanga exponiendo el ojete rosado y apretado, y se inclinó, lamiendo con avidez. Su lengua trazó círculos alrededor de la rugosa entrada, presionando con firmeza, saboreando el sabor salado y almizclado mientras ella gemía alto, —¡ay, joder, sí. Me encanta que te comas el ojete, que cerda me pone eso tío!—. La sensación la atravesó, un placer intenso mezclado con la vergüenza del olor, pero el deseo de Ricardo la hacía rendirse. Él gruñó contra su piel, —me vuelves loco así putita, me tiene loco tu culito—, la lengua iba entrando un poco más, explorando la textura cálida y apretada, sus manos apretando sus nalgas mientras ella se retorcía, gimiendo “¡ohhh, no pares, chúpame bien, cerdo!”. Oírla así solo hacia que aumentar su deseo, y empezó a pasar la lengua desde abajo, desde el chochito. Recogía con la lengua sus flujos e iba subiendo pasando toda la lengua por la raja, hasta llegar al ojete que lamía lascivamente saboreando su íntimo sabor. Itziar estaba cachondísima al notar como se mezclaba el roce de la barba en el interior de sus nalgas con la lengua acariciando su rincón más íntimo.

Tras unos minutos, Ricardo se apartó, jadeando, el rostro enrojecido y empapado en su propia saliva y flujo. —Voy a por un condón nena, me muero por metértela cariño—dijo, levantándose con esfuerzo, la polla marcando sus vaqueros.

Itziar se giró y lo miró con picardía, y lo sujetó de la mano intensificando su mirada, el cuerpo temblaba de excitación. —No hace falta la gomita tío, tomo la píldora para regular la regla. Quiero que te corras dentro de mí… por primera vez. Vas a ser el primero que lo haga. Es una sorpresa que te tenía reservada—susurró, abriendo las piernas en una invitación descarada, el tanga blanco desplazado dejando su coño húmedo y rosado perfectamente depilado a la vista.

Ricardo bufó de placer, un sonido gutural escapó de su garganta mientras se desabrochaba los vaqueros, con la polla dura y gruesa saltando libre. —Joder, Itzi, eso es lo que quería oír. Te voy a llenar de leche calentita el chochito—dijo, sentándose en el sofá, guiándola con las manos para que se subiera. Ella se subió encima, alineándose con él, cogió la polla y restregando el capullo en sus labios húmedos lo guió dentro de ella poco a poco. La sensación de su polla entrando sin barreras la hizo gemir fuerte, un “¡ohhh, Ricardo, qué rico, que dura la tienes!” llenando el aire mientras sentía cada centímetro abriéndola, el calor y la presión llenándola por completo. Sus paredes internas se ajustaron a él, un placer ardiente que la hizo temblar y ponerse su piel de gallina, sus manos apoyadas en sus hombros.

Hicieron el amor con dulzura y cariño, esta vez no había sexo salvaje, esta vez era algo parecido al amor, sus caderas iban moviéndose en un ritmo lento al principio, frotando así su clitoris contra el pubis de Ricardo, luego más rápido, un vaivén sensual que hacía que el sofá crujiera. Ella se inclinaba para besarlo, sus lenguas entrelazándose en un beso húmedo, mientras él acariciaba sus tetas, pellizcando los pezones con dedos expertos, y bajaba a su culo, apretando las nalgas suaves y firmes, deslizando los dedos por la raja hasta rozar su ojete. Itziar gemía sin parar, un “¡sí, sí, más, joder. Me encanta tío como me follas, estoy deseando de que me llenes de leche calentita!” escapando entre jadeos, sus caderas se movían sincronizadas para tomar más de él, el sudor goteándole por la espalda. Ricardo gruñía, “eres mía, Itzi, me encantas princesa”, sus manos la adoraban, el placer creciendo con cada embestida.

El ritmo se volvió frenético, sus cuerpos se fundían en un vaivén húmedo y carnal, hasta que Ricardo, con un gemido ronco sintió que iba a explotar, “¡joder, Itzi cariño, me corro!”, se tensó, y apretando sus caderas contra él para llegar mas profundo se corrió dentro de ella con una intensidad que casi le hizo marearse. El calor de su semen la llenó, un torrente cálido en varias pulsaciones que la hizo gemir alto, “¡ohhh, sí tío, dame tu leche bien dentro! Me encantaaaaa”, ella al sentir como su tío se corría dentro de su coño sin barreras estalló en un orgasmo intenso y prohibido, sus paredes contrayéndose alrededor de él mientras temblaban juntos. Se quedaron así un rato, besándose con ternura mientras el acariciaba su espalda y ella su pelo, las respiraciones entrecortadas, el sudor uniéndolos. Luego, Itziar se salió despacio y se tumbó en el sofá, abriendo las piernas, y el semen de Ricardo empezó a salir despacio de su coño en un rastro blanco y espeso que brillaba bajo la luz. Una imagen perfecta para Ricardo el ver su coño rosita y húmedo con el contraste blanco de su semen que escurría lento hasta su ojete. Él, con una sonrisa satisfecha, recogía el líquido con los dedos y lo volvía a meter dentro jugando con sus labios y su rosado diamante, deslizándolos con cuidado para no desperdiciar ni una sola gota de su semilla fuera de su coño, mientras ella gemía bajito, “mmmh… qué rico tío, que gustito”.

Tras un momento de silencio, Itziar se levantó, con el cuerpo aún tembloroso y sensible, y se dirigió a la ducha. El agua caliente lavó el sudor y el semen, dejándola con una mezcla de satisfacción y culpa. Cuando salió, con el vestido rosa de nuevo puesto y el pelo húmedo, se acercó a Ricardo, que la esperaba en la puerta. —Me voy a casa tío —dijo, dándole un beso suave en los labios.

—Si cielo, antes de que venga tu tía. Cuídate, Itzi. Esto… gracias cariño por haberme dejado ser el primero —respondió él, con una sonrisa tensa sin saber muy bien qué más decir, abriendo la puerta para dejarla salir.

Ella se metió en el ascensor, el corazón aún acelerado, y el secreto de su deseo guardado como un tesoro prohibido.





El verano se desvaneció como un suspiro bajo el sol abrasador, dejando tras de sí un rastro de días calurosos y días cargados de secretos que ahora parecían pertenecer a otra vida. Era el 20 de septiembre ya, y el aire en la ciudad había adquirido un matiz fresco, de un otoño adelantado, un susurro de otoño que traía consigo el regreso a la rutina. Itziar, había dejado atrás su papel de canguro de su primo pequeño, retomando las clases universitarias que marcaban el inicio de un nuevo semestre. Las mañanas se llenaban ahora con el sonido de libros abriéndose, el murmullo de sus compañeras en los pasillos y el aroma a café recién molido de la máquina expendedora del campus. Pero bajo esa superficie de normalidad, el verano habían tejido una red de encuentros clandestinos con Ricardo, su tío político, que aún resonaban en su mente como ecos prohibidos, dulces y amargos a la vez.

Durante aquellos cálidos días, Itziar y Ricardo habían sucumbido al deseo en múltiples ocasiones, habían follado cerca de diez veces o más y cada encuentro quedaba grabado en su memoria con una intensidad que oscilaba entre la pasión desenfrenada y la ternura inesperada. Las tardes en el apartamento de Laura, mientras el crío dormía y el ventilador zumbaba, se convirtieron en su refugio secreto. Hubo momentos de fuego salvaje, como cuando Ricardo se la folló contra la pared del salón embistiéndola con fuerza mientras ella gemía desatada, sus manos ásperas arrancándole gemidos de placer al apretarle las tetas y mientras el sudor les corría por la piel, o en el sofá donde la ponía a cuatro patas, para lamer su ojete que era su fetiche preferido, con una avidez que la hacía gritar de placer. Había mamadas, comidas de coño, le volvió a follar el culo un par de veces, especialmente una tarde que en el sofá, donde la tumbó boca arriba y sujetándola por los tobillos para abrirla bien se la metió por el culo mientras veía su cara de placer al ser penetrada por su apretado ojete mientras ella se masturbaba, follaron incluso en la cama de matrimonio de Ricardo, en la ducha… Otras veces, el acto fue más suave, con besos lentos que sabían a deseo y ternura, sus cuerpos entrelazados en un ritmo cariñoso que los dejaba temblando de vulnerabilidad y conexión. Siempre lo hacían sin preservativo para tener más intimidad. Otras en cambio solo se masturbaban mutuamente mientras se besaban. Él jugueteaba con los labios y clitoris mientras ella lo pajeaba hasta correrse ambos. Cada encuentro estaba marcado por el riesgo de que cualquier día su tía volviera antes del trabajo y los pillara, la culpa y el placer, eran un juego peligroso y adictivo que ambos sabían que no podía durar eternamente.

Sin embargo, el verano trajo un cambio. A finales de agosto, Itziar conoció a Javi, un chico de su clase de anatomía, de ojos negros como el carbón y sonrisa tímida que la conquistó con su forma espontánea de ser, su voz suave envolviéndola como una caricia cada vez que hablaba. Sus citas comenzaron con cafés compartidos en una cafetería moderna de la ciudad, con mesas de madera pulida y plantas colgantes, caminatas por el parque al atardecer y conversaciones que fluían con una facilidad que la sorprendía. Javi era diferente: atento, respetuoso, sin la carga de secretos que la unía a Ricardo. A medida que su relación se formalizó, con un primer beso que la dejó sin aliento y planes para un fin de semana juntos, Itziar sintió que una nueva puerta se abría. Pero esa puerta también cerraba otra, la que la llevaba al mundo prohibido con Ricardo.

Ese día de septiembre, tras una sesión de estudio con Javi en la biblioteca, Itziar decidió que era hora de poner fin a su aventura definitivamente. Quedó con Ricardo en una cafetería moderna del centro que acababa de abrir, un lugar con paredes de ladrillo visto, luces cálidas colgando de una cuerda y el aroma a espresso flotando en el aire. Se sentaron en una mesa junto a la ventana, el sol de la tarde otoñal iba filtrándose a través de las cristaleras, proyectando rayos dorados sobre la mesa de madera. Ricardo llegó con las manos en los bolsillos, la barba canosa más desaliñada de lo habitual, y una expresión que mezclaba resignación y un dejo de tristeza. Itziar, con una taza de capuchino entre las manos, lo miró con ojos brillantes pero decididos.

—Hola tío —dijo dándole un beso en la mejilla— tenemos que hablar —dijo suavemente, removiendo la espuma con la cucharilla, el tintineo rompiendo el silencio entre ellos—. Bueno, me imagino que ya sabes de qué ¿verdad?. Esto… esto tiene que parar. Pero de verdad, no como la otra vez. He conocido a alguien, Javi, un chico de la uni. Estamos saliendo en serio, y siento que es lo que quiero ahora. No puedo seguir con esto contigo. Algún día nos van a pillar, y no quiero hacerle daño a Laura, ni a Javi, ni a mí misma. Me pesa demasiado.

Ricardo la miró en silencio, los ojos nublados por un remordimiento que no podía ocultar. Pasó una mano por la barba, suspirando mientras el aroma a café llenaba sus pulmones. —Princesita, tienes toda la razón. Este verano… ha sido una locura inesperada, ¿verdad? Algo que no deberíamos haber hecho, pero que no puedo borrar de mi cabeza. Tienes razón, el riesgo era una bomba a punto de estallar. Me arrepiento de haberte metido en esto, de haber traicionado a Laura otra vez. Pero… también lo recuerdo con cariño, esos momentos contigo… eran únicos —confesó, la voz quebrándose ligeramente mientras miraba la taza frente a él. Aunque había algo que nunca le contaría, y era que había podido disfrutar por fin de las tetas de su madre. — Al principio, el año pasado, en la comunión de tu primo, donde comenzó todo, cuando te propuse la primera vez lo de follar por dinero, no era más que deseo crudo por follar contigo, me ponías muy cerdo al ser tan pija, me decía a mí mismo, “niñata pija como te follaría el ojete” pero ahora es… es… cariño verdadero.

Itziar sintió un nudo en la garganta, se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y los recuerdos de sus encuentros la abordaban: el calor de su piel, la sensación de la primera vez teniendo sexo anal, los gemidos en el sofá, el polvazo en su propia cama, la ternura y fuego de sus besos. —Yo también lo recuerdo con cariño, Ricardo. Fue una locura, sí, pero algo especial a su manera. Me dabas asco antes, no te creas, me parecías un cerdo baboso, pero fíjate lo que son las cosas, luego era yo la que te buscaba. Me daba un subidón prohibido el conseguir mis caprichos con solo follar. Fíjate si te he cogido cariño, que he dejado que seas tú el primero en correrte dentro de mi coño sin condón, has sido un privilegiado. —Ricardo sonreía al oírla decir eso— Realmente solo me arrepiento de haberle fallado a mi tía, de haber jugado con fuego sabiendo que podía quemarnos a todos. Pero ahora… necesito dejarlo atrás. Esta despedida tiene que ser real —dijo, las lágrimas asomando a sus ojos y un ligero temblor en su barbilla mientras apretaba la taza con fuerza.

Él asintió lentamente, extendiendo una mano para rozar la de ella con suavidad, un gesto tierno que contrastaba con la intensidad de su pasado. —Lo entiendo, Itzi. Mereces algo limpio, algo con Javi que no tenga esta sombra. Nadie sabrá nada, te lo prometo. Gracias por estos meses, por haber sido… tú. Ojalá seas feliz con él, de verdad. Cuida de Javi, y cuídate tú también —murmuró, su voz estaba cargada de afecto y un dejo de melancolía, retirando la mano con un suspiro. Por cierto a ver si me lo presentas, que le de el visto bueno. — Le dijo con una sonrisa cómplice—.

Ella sonrió débilmente, secándose una lágrima con el dorso de la mano. Pero antes de levantarse, abrió el bolso con un movimiento lento, sacando una bolsita blanca de plástico que deslizó hacia él por la mesa. —Toma, pero no lo abras aquí —susurró con un brillo travieso en los ojos, inclinándose hacia él con un gesto de niña mala—. Es el tanga que llevaba cuando lo hicimos por primera vez… y es el mismo de la otra vez. Y, shh, no lo he lavado para que huela a mí y tengas un buen recuerdo, capullo.

Ricardo se quedó helado, los ojos abriéndose de par en par mientras un gruñido bajo escapaba de su garganta. —Joder, Itzi, eres una niña mala de cojones —dijo, la voz ronca, con una sonrisa canalla que le curvaba los labios—. Lo guardaré con cariño, te lo juro, y lo oleré cuando me apetezca hacerme una buena paja pensando en ese culazo tuyo. Eres un puto peligro, princesa.

Itziar soltó una risa baja, un eco de su antigua picardía, y se levantó colocándose el pelo. —Disfrútalo, golfo —respondió, guiñándole un ojo antes de añadir—. Cuídate, y… deja de ser un capullo, eh, que te conozco. Esto se queda aquí, será nuestro secreto entre nosotros, para siempre.

Se despidieron con un abrazo breve pero cálido y un tierno beso en la mejilla, el aroma a café y madera los envolvía por última vez. Ricardo la vio salir de la cafetería, su figura perdiéndose entre la multitud de peatones que paseaban ajenos al incendio que existió entre tío y sobrina, y se quedó mirando la ventana con nostalgia, pero el remordimiento le pesaba como una piedra mientras recordaba cada caricia, cada beso, cada orgasmo, cada risa compartida. Itziar, por su parte, caminó tranquila, con el sol tiñendo el cielo de naranja, sintiendo que cerraba un capítulo doloroso pero necesario, lista para abrazar una nueva vida con Javi, dejando los secretos atrás para siempre.





Epílogo



Era ya de noche cuando Ricardo llegó a casa tras su encuentro con Itziar en la cafetería. El aire fresco del anochecer se colaba por la ventana entreabierta, trayendo consigo el murmullo lejano de la ciudad. Laura estaba en la cocina, tarareando una canción mientras preparaba la cena, y el crío dormía plácidamente en su cuna, ajeno a los pensamientos que agitaban la mente de Ricardo. Cerró la puerta de su habitación con sigilo, el corazón le latía con una mezcla de nostalgia y deseo, y se sentó en el borde de la cama. Sacó la bolsita blanca del bolsillo de su chaqueta, abriéndola con dedos temblorosos. Dentro estaba el tanga de Itziar, un trozo de tela blanca que desprendía un aroma íntimo y prohibido. Lo desplegó con cuidado, notando una pequeña mancha amarillenta en la zona donde había rozado su coño, un rastro de su esencia que lo hizo cerrar los ojos. Lo llevó a la nariz y olió profundamente, dejando que el olor a su piel, a su sudor y a su deseo llenara sus pulmones. Cada inhalación traía consigo un recuerdo vívido: el primer encuentro en el sofá de su casa, el sexo anal que la hizo gemir como nunca, el polvo salvaje en la cama de Itziar, o los polvos en su casa mientras hacía de canguro. Incluso recordó aquel escarceo inesperado con las tetas de Maite, su cuñada. Un secreto que jamás le contaría a Itziar. Era un torbellino de placer y culpa, un fuego que aún ardía en su interior.

Guardó el tanga en una caja de madera vieja que escondió bajo un tablón suelto del armario de las herramientas, tratándolo como un tesoro prohibido, un último vestigio de su locura con Itziar. Mientras cerraba la caja, se sentó de nuevo, la mente le pesaba con reflexiones. Se juró a sí mismo, con una determinación que sentía en lo más hondo, que nunca más volvería a traicionar a Laura. Los recuerdos de Itziar —sus curvas, sus gemidos, la ternura de sus besos— eran un eco dulce pero doloroso, un error que no repetiría. “He sido un cabrón, pero esto se acaba aquí”, pensó, apretando los puños. “Laura y el crío son mi vida, y no voy a joderlo todo por un deseo que se fue de las manos. Ni con Itziar, ni con nadie.”

La noche se asentó sobre la casa de Ricardo, con el aroma a guiso de Laura llenando el aire, y él se unió a su familia con una paz recién encontrada, sabiendo que el tanga escondido sería su último secreto, un recuerdo que guardaría en silencio mientras miraba hacia adelante.



Los días avanzaban, Itziar seguía adelante con su carrera de enfermería, destacando en las prácticas del hospital con su actitud pija de diva pero dedicada. Las clases de la uni la habían agotado, pero su pasión por ayudar a los pacientes la mantenía firme. Con Javi, su novio, todo iba de maravilla; sus citas en cafeterías modernas y paseos al atardecer la llenaban de una felicidad que nunca había sentido con Ricardo. Un fin de semana, Ricardo conoció a Javi en una comida familiar. Lo encontró simpático, con esa sonrisa tímida y esos ojos que parecían sinceros. “Este chico cuida de mi princesita”, pensó Ricardo, aunque con una ligera sensación de envidia por ser ese chico el que se la follaba ahora. Dándole una palmada en la espalda le dijo un “cuídala bien, eh, que es un tesoro” con una sonrisa sincera. La tensión entre él e Itziar había desaparecido, reemplazada por un respeto mutuo y el alivio de haber cerrado aquel capítulo para siempre.



Fin.
En dos palabras: ¡Acojo nante! :banana1:
 
Atrás
Top Abajo