Nuestra relación, a pesar de la diferencia de edad (12 años casi, siendo él el más joven) era cada vez mejor, tanto en el aspecto emocional como en el físico. Llevábamos más de 20 años casados y, aunque yo aporté al matrimonio 2 hijas que hoy día ya estaban independizadas, tuvimos un hijo que, justo este curso, comenzaba la universidad.
Juan, mi marido, pese a ciertas historias propias de la edad (acababa de cumplir 47), era un hombre fuerte, algo más alto que yo, con una mirada intensa en cuyo iris se mezclaban distintos colores claros y una forma de ser caballerosa y educada poco habitual que, realmente, atraía a las mujeres, sin que los hombres sintieran amenazado su atractivo.
No perdonaba los polvos de fin de semana y, siendo bastante limpio, solía tener su propio ritual.
Habitualmente yo marchaba a la cama temprano. Procuraba quedarme despierta para comprobar cómo entraba al baño para lavarse y verle caminar por la habitación hasta la cama, a veces en ropa interior, otras desnudo, mostrando su picha gorda y cubierta de piel cuando estaba flácida, otras veces, mostrándola morcillona, dejando que el pellejo mostrara la punta de la cabeza y otras, con una erección nada despreciable (la tenía de sangre, lo que hacía que creciera bastante): no era habitual que mostrara su estupenda desnudez por la casa.
En otras ocasiones era yo la que comenzaba a meterle mano ya en el salón, si es que estábamos solos, o me la metía yo misma, para activar su polla y hacer que, ya cachondos, nos fuéramos a la habitación para desatar nuestros instintos.
No es un hombre de musculatura desarrollada, aunque sus pectorales, sus brazos o sus hombros se apreciaran fuertes al tacto. Pese a no ser peludo, tenía algo de vello alrededor de los pezones y desde el ombligo hasta sus partes. Sus muslos gruesos y bien desarrollados, como jugador de fútbol sala que había sido durante muchos años, se unían a unos glúteos prietos y gruesos que facilitaban un buen control en los coitos. Comenzaba a tener, al haber parado ligeramente su actividad deportiva, una incipiente barriga que, sinceramente, me ponía bastante cachondo.
Aquel día tardó algo más de lo habitual en venir a la cama. Yo le vi llegar haciéndome la dormida, apreciando cómo entraba al baño de la habitación y mientras escuchaba la ducha, imaginé el agua corriendo por su blanca piel, tocándome entre las piernas para preparar la movida de esa noche.
Salió del baño desnudo, con su nabo balanceándose de un lado a otro, para colocarse tras de mi en la cama, que me encontraba tendida de lado y con el cuerpo ligeramente encogido. No tardó en colocar su mano entre mis piernas, mientras su sexo terminaba de empalmarse tras mi culo. Sus dedos se colocaron bajo mi tanga y, con su habitual delicadeza, comenzó a acariciar mi vulva y, poco a poco, a abrirse paso entre mis labios vaginales.
Yo, como si me estuviera sacando de un estado de sueño, comencé a gemir, mientras el besaba mi cuello, cerca de mi oído, susurrándome lo cachondo que le ponía y apretando su sexo en mis glúteos. Como pude, fui bajando mi tanga, para dejar disponible mi sexo a sus caricias. Abrí ligeramente mis piernas, para que comprobara que me estaba poniendo a punto, que mi vagina se abría y lubricaba para él.
Me giró hacia él y, dejando mi sexo por unos instantes, comenzó a sobar mis pechos, mientras me besaba en la boca con ansia, sin dejar de apretar su pelvis contra mi cuerpo para que sintiera su pene henchido. Su boca fue bajando, lamiendo y besando cada parte de mi cuerpo: mis pechos, mi barriga, hasta llegar a mi entrepierna. Coloqué mis muslos sobre sus hombros con cuidado, mientras él, de rodillas fuera de la cama, admiraba la entrada que cubriría con su miembro pronto.
Sentí cómo se meneaba ligeramente la polla con la mano, lo que predecía que me daría placer con su boca antes de penetrarme. Mis manos, instintivamente, se dirigieron a mi sexo, excitándome placenteramente, para subirlas hasta mis pezones, ya duros:
Cómeme el coño -susurré mientras él me miraba pícara y felinamente-.
Su lengua sabía subir y bajar entre mis labios, endurecerse para apretarse contra mi sexo. Colocaba sus labios alrededor de mi clítoris para excitarlo con la delicadeza justa. Rozaba sus mofletes, su barbilla, por todos los puntos de mi entrepierna haciéndome llegar a momentos de placer que hacían que perdiera la cabeza totalmente.
Sabía perfectamente cuando debía parar y continuaba poco después, sin dejarme respiro, hasta que, por fin, colocaba sus caderas entre mis piernas, dejándome observar su cuerpo sudado, haciéndome saber que comenzaría a penetrarme con dulzura al principio, con locura después, completando mi interior con su virilidad excitada.
A veces yo era capaz de acompañar con mis manos su cuerpo, acariciando su espalda, sus potentes glúteos, mientras me movía para ayudar en el coito. Otras, mi cuerpo se dejaba sobre el colchón, rendido, mientras mis jadeos elevaban su excitación y mis ojos se perdían en el placer.
Su cuerpo cubría el mío, sus jadeos me avisaban de que se correría en mi interior, retorciéndose como si le hubieran poseído, sin parar de metérmela, susurrando cuánto me quería, cuanto me deseaba, cuánto le excitaba, mientras yo, derretida, más que por su picha por sus palabras, notaba cómo su semen se inyectaba en mí.
Después, me hubiera corrido o no, él continuaba excitándome, a pesar de su cansancio: a veces con su boca; otras con sus dedos; mirándome con picardía, mientras conseguía mi orgasmo, pringándose labios o dedos con su lefa y mis flujos.
Yo gozaba, sujetándome al cabecero para que mis ganas de pararle no ganaran a las ganas de volver a correrme gimiendo y sin prácticamente voluntad. Sus lametones, sus dedos penetrándome, mi cuerpo contrayéndose de placer, mis pezones cada vez más endurecidos… No tardé en llegar, en perderme en el placer que me estaba produciendo.
Creo que tardé algo de tiempo en darme cuenta que todo había terminado. Él, más satisfecho de verme disfrutar que de haberse corrido, me miraba con embelesamiento, esperando que abriera mis ojos para sonreírme.
Después me abrazó, para, a mi oído, repetir cuánto me quería, cuanto me deseaba, qué agradecido se sentía por hacerme disfrutar tanto… Aquellos eran los mejores momentos, sintiéndome deseada, a pesar de mi edad, de mis achaques ya.
Tardaba poco en salir de la cama para volver al baño. Yo me quedaba en ella, esperando a que volviera, para admirar su pene ya flácido, su cuerpo, sus muslos recios…
Tardé unos minutos en encontrar fuerzas para trasladarle la petición que mi prima, que nos había visitado esa tarde con su hija, me había hecho.
Juan, mi marido, pese a ciertas historias propias de la edad (acababa de cumplir 47), era un hombre fuerte, algo más alto que yo, con una mirada intensa en cuyo iris se mezclaban distintos colores claros y una forma de ser caballerosa y educada poco habitual que, realmente, atraía a las mujeres, sin que los hombres sintieran amenazado su atractivo.
No perdonaba los polvos de fin de semana y, siendo bastante limpio, solía tener su propio ritual.
Habitualmente yo marchaba a la cama temprano. Procuraba quedarme despierta para comprobar cómo entraba al baño para lavarse y verle caminar por la habitación hasta la cama, a veces en ropa interior, otras desnudo, mostrando su picha gorda y cubierta de piel cuando estaba flácida, otras veces, mostrándola morcillona, dejando que el pellejo mostrara la punta de la cabeza y otras, con una erección nada despreciable (la tenía de sangre, lo que hacía que creciera bastante): no era habitual que mostrara su estupenda desnudez por la casa.
En otras ocasiones era yo la que comenzaba a meterle mano ya en el salón, si es que estábamos solos, o me la metía yo misma, para activar su polla y hacer que, ya cachondos, nos fuéramos a la habitación para desatar nuestros instintos.
No es un hombre de musculatura desarrollada, aunque sus pectorales, sus brazos o sus hombros se apreciaran fuertes al tacto. Pese a no ser peludo, tenía algo de vello alrededor de los pezones y desde el ombligo hasta sus partes. Sus muslos gruesos y bien desarrollados, como jugador de fútbol sala que había sido durante muchos años, se unían a unos glúteos prietos y gruesos que facilitaban un buen control en los coitos. Comenzaba a tener, al haber parado ligeramente su actividad deportiva, una incipiente barriga que, sinceramente, me ponía bastante cachondo.
Aquel día tardó algo más de lo habitual en venir a la cama. Yo le vi llegar haciéndome la dormida, apreciando cómo entraba al baño de la habitación y mientras escuchaba la ducha, imaginé el agua corriendo por su blanca piel, tocándome entre las piernas para preparar la movida de esa noche.
Salió del baño desnudo, con su nabo balanceándose de un lado a otro, para colocarse tras de mi en la cama, que me encontraba tendida de lado y con el cuerpo ligeramente encogido. No tardó en colocar su mano entre mis piernas, mientras su sexo terminaba de empalmarse tras mi culo. Sus dedos se colocaron bajo mi tanga y, con su habitual delicadeza, comenzó a acariciar mi vulva y, poco a poco, a abrirse paso entre mis labios vaginales.
Yo, como si me estuviera sacando de un estado de sueño, comencé a gemir, mientras el besaba mi cuello, cerca de mi oído, susurrándome lo cachondo que le ponía y apretando su sexo en mis glúteos. Como pude, fui bajando mi tanga, para dejar disponible mi sexo a sus caricias. Abrí ligeramente mis piernas, para que comprobara que me estaba poniendo a punto, que mi vagina se abría y lubricaba para él.
Me giró hacia él y, dejando mi sexo por unos instantes, comenzó a sobar mis pechos, mientras me besaba en la boca con ansia, sin dejar de apretar su pelvis contra mi cuerpo para que sintiera su pene henchido. Su boca fue bajando, lamiendo y besando cada parte de mi cuerpo: mis pechos, mi barriga, hasta llegar a mi entrepierna. Coloqué mis muslos sobre sus hombros con cuidado, mientras él, de rodillas fuera de la cama, admiraba la entrada que cubriría con su miembro pronto.
Sentí cómo se meneaba ligeramente la polla con la mano, lo que predecía que me daría placer con su boca antes de penetrarme. Mis manos, instintivamente, se dirigieron a mi sexo, excitándome placenteramente, para subirlas hasta mis pezones, ya duros:
Cómeme el coño -susurré mientras él me miraba pícara y felinamente-.
Su lengua sabía subir y bajar entre mis labios, endurecerse para apretarse contra mi sexo. Colocaba sus labios alrededor de mi clítoris para excitarlo con la delicadeza justa. Rozaba sus mofletes, su barbilla, por todos los puntos de mi entrepierna haciéndome llegar a momentos de placer que hacían que perdiera la cabeza totalmente.
Sabía perfectamente cuando debía parar y continuaba poco después, sin dejarme respiro, hasta que, por fin, colocaba sus caderas entre mis piernas, dejándome observar su cuerpo sudado, haciéndome saber que comenzaría a penetrarme con dulzura al principio, con locura después, completando mi interior con su virilidad excitada.
A veces yo era capaz de acompañar con mis manos su cuerpo, acariciando su espalda, sus potentes glúteos, mientras me movía para ayudar en el coito. Otras, mi cuerpo se dejaba sobre el colchón, rendido, mientras mis jadeos elevaban su excitación y mis ojos se perdían en el placer.
Su cuerpo cubría el mío, sus jadeos me avisaban de que se correría en mi interior, retorciéndose como si le hubieran poseído, sin parar de metérmela, susurrando cuánto me quería, cuanto me deseaba, cuánto le excitaba, mientras yo, derretida, más que por su picha por sus palabras, notaba cómo su semen se inyectaba en mí.
Después, me hubiera corrido o no, él continuaba excitándome, a pesar de su cansancio: a veces con su boca; otras con sus dedos; mirándome con picardía, mientras conseguía mi orgasmo, pringándose labios o dedos con su lefa y mis flujos.
Yo gozaba, sujetándome al cabecero para que mis ganas de pararle no ganaran a las ganas de volver a correrme gimiendo y sin prácticamente voluntad. Sus lametones, sus dedos penetrándome, mi cuerpo contrayéndose de placer, mis pezones cada vez más endurecidos… No tardé en llegar, en perderme en el placer que me estaba produciendo.
Creo que tardé algo de tiempo en darme cuenta que todo había terminado. Él, más satisfecho de verme disfrutar que de haberse corrido, me miraba con embelesamiento, esperando que abriera mis ojos para sonreírme.
Después me abrazó, para, a mi oído, repetir cuánto me quería, cuanto me deseaba, qué agradecido se sentía por hacerme disfrutar tanto… Aquellos eran los mejores momentos, sintiéndome deseada, a pesar de mi edad, de mis achaques ya.
Tardaba poco en salir de la cama para volver al baño. Yo me quedaba en ella, esperando a que volviera, para admirar su pene ya flácido, su cuerpo, sus muslos recios…
Tardé unos minutos en encontrar fuerzas para trasladarle la petición que mi prima, que nos había visitado esa tarde con su hija, me había hecho.