julioalvarez2
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- 3 Nov 2023
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Estimados,
Este es mi primera aventura literaria en escribir relatos eroticos,
Espero sus comentarios y sugerencias para ir mejorando en cada capitulo.
Publicare los primeros 10 capitulos.
No soy el tipo de muchacho que suele llamar la atención. Mido 1.65, tengo una cara que ni siquiera sé si es fea o simplemente olvidable, y cuando me veo en el espejo desnudo, no puedo evitar mirar para otro lado cuando llego a esa parte, mi verga solo 12 centímetros cuando esta bien parada, pero bueno, es lo que hay.
Me llamo Adrián, aunque todos me dicen Adri, y tengo 18 años. Estoy en ese punto de la vida en que todo el mundo espera que decidas qué hacer para siempre, cuando lo único que querrás es dormir hasta el mediodía y ver memes. Mi viejo, Mateo, me venía taladrando la cabeza con que tenía que estudiar ingeniería, abogacía o medicina. Yo terminé metiéndome en psicología, solo porque el título suena a algo pero no es tan jodido como lo otro. Y también, si soy sincero, porque me la paso pensando en cosas que no puedo contarle a nadie.
Vivo con mi viejo y mi madrastra, Mónica. Bueno, decir que "vivo con ellos" es una forma de decir. Porque mi viejo, que es ingeniero de minas y profe de posgrado, se pasa medio mes viajando por todo el país, asesorando empresas. Y cuando está en casa, llega tan cansado de dar clases en la universidad que lo único que hace es cenar algo y tirarse a dormir. Lo que significa que, la mayor parte del tiempo, estoy solo con Mónica. Y eso... eso es un problema.
Porque Mónica no es una mujer. Es la mujer. Tiene 35 años, pero parece sacada de una publicidad de perfume. Alta, con ese tipo de piel blanca que parece siempre suave, ojos verdes tan intensos que te atraviesan, y un pelo negro larguísimo que cae en ondas por tu espalda. Pechos grandes, cintura ajustada, caderas generosas. Y un culo... mamita. Un culo tan perfecto que me cuesta mirarla sin imaginarme cosas. Muchas cosas. Cosas que no debería. Pero las imagino iguales.
Nunca fue una madrastra mala. De hecho, nos tratamos con respeto. Hay una especie de pacto tácito entre nosotros: nos llevamos bien, sin invadirnos. Pero yo no soy idiota. Sé lo que ella representa. Sé que cuando se agacha en la cocina con esas licras apretadas no tiene ni idea del terremoto hormonal que me provoca. O quizás sí lo sabe. Y eso lo hace peor.
A veces me encierro en mi cuarto a pensar en ella. En lo que haría si no tuviera límites. Si no fuera su hijastro. Si ese culo no fuera un pecado. Fantaseo con tocarlo. Con empujarla contra la mesa mientras le levanta la falda. Con que se deje. Con que incluso me lo pida que la tome. Sé que está mal,pero está tan buena que duele.
Mi viejo, Mateo, ni se entera de nada. Como dije, vive para el trabajo. Tiene 55 años, ya es grande, pero todavía se cree joven. Mide 1,79 y se cuida, pero su vida entera gira en torno a su laburo. Conoció a Mónica cuando ella era su alumna en un posgrado en la universidad. Se enamoraron rápido, se casaron por civil y ya llevan 7 años juntos. Yo tenía 11 años cuando apareció ella en casa. Al principio me pareció una metida, una intrusa. Después empecé a verla distinta. Ya sabes cómo.
Lo raro es que, aunque compartimos casa, nunca supe mucho de su vida antes de conocer a mi viejo. Nunca habla de eso, solo un poco de su hermana Priscila, con quien trabaja en una consultora. Mónica es ingeniera informática y labora desde casa la mayor parte del tiempo. Siempre impecable, siempre producida, aunque diga que está “en ropa cómoda”.
Después está Gustavo, mi padrino. Primo lejano de mi viejo. Tiene 65 años y ya está jubilado, pero todavía atiende a algunos pacientes en su casa. Es psiquiatra y psicólogo. Es de esos tipos que hablan bajito, con voz calmada, y te hace sentir como si fueras más importante de lo que eres. Fue él quien me recomendó estudiar psicología. Me dijo que eso me ayudaría a “entenderme”.
En estas vacaciones me ofrecieron un trabajo. Ayudarlo a digitalizar todos sus archivos documentales. Montones de carpetas, notas, audios, papeles amarillentos de los últimos 20 años. Y yo, que no tengo un mango, acepté. Me paso las mañanas en su casa, escaneando, renombrando archivos, armando carpetas en la computadora. A veces me tienta preguntarle cosas. Cosas sobre la mente, sobre la sugestión, sobre el deseo. Pero me contengo.
Mónica suele estar en casa cuando vuelvo. Me recibe con un “hola” dulce y sigue con lo suyo. A veces con una laptop sobre las piernas, otras cocinando, otras limpiando. Siempre linda. Siempre inalcanzable. Pero cada tanto, me sonríe de una manera que me deja pensando. Como si supiera algo. Como si disfrutara de tenerme rendido a sus pies.
No sé si alguna vez voy a poder tenerla. No sé si lo que siento es amor o pura calentura. Pero sé que estoy dispuesto a todo con tal de ver ese culo rebotar sobre mí, aunque sea una vez.
Y así empieza esta historia.
Lo que empezó como un trabajo de verano, para sacarme unos pesos y no estar tirado todo el día rascándome, se volvió parte de mi rutina. Cada tarde, después de la U, agarraba mi mochila y me iba a la casa de mi padrino Gustavo. Escanear papeles viejos, digitalizar casetes, ordenar archivos. Era un trabajo tranquilo. Pero con el tiempo, dejó de ser solo trabajo.
Porque mi padrino no tenía ningún archivo. Tenía una colección brutal de su vida como terapeuta: más de 600 sesiones con mujeres, grabadas en casetes y acompañadas de notas escritas a mano. Cada cinta era un confesionario. Miedos, culpas, traumas, deseos ocultos. Había de todo. Escuchar esas voces era como meterme en el alma de alguien mientras se desnudaba sin quitarse la ropa.
Al principio lo hacía por compromiso. Pero después... empecé a quedarme enganchado. Escuchaba más de la cuenta. A veces pausaba para anotar frases. Y no lo voy a negar: algunas me calentaban. No por lo sexual, sino por lo íntimo. Esas mujeres hablaban cosas que ni a sus maridos les contaban. Y yo, ahí, con mis audífonos puestos, absorbiendo todo.
Una tarde, Gustavo me dijo algo que me quedó dando vueltas:
—No lo veas como una chamba, Adrián. Esto es un regalo. Entender a las personas —y sobre todo a las mujeres— es el poder más grande que puede tener un hombre.
Lo dijo así, mientras servía un whisky y me pasaba un vasito, como si no fuera su ahijado sino su colega. El muy bandido sabía de lo que hablaba. Yo ya lo admiraba desde antes, pero después de esas palabras, más todavía.
Esa misma tarde, entre trago y trago, salió el tema del amor. Le preguntó por qué nunca se casó, y se le dibujó una sonrisa de esas que traen historia.
—¿Casarme? No, mijo. Tuve muchas mujeres. Algunas locas, otras dulces, algunas inolvidables, pero casarme… nunca se dio. Aunque sí hubo una que se me quedó clavada como espina.
— ¿Quién? —pregunté, ya medio picado por el whisky.
—Mónica —soltó.
Me atraganté con el hielo.
—¿Mi Mónica?
—Tu madrastra —asintió, mirándome fija.
—Padrino… —balbuceé, entre incómodo y curioso— no hable así de la mujer de mi papá.
Se río, pero no con burla. Más como quien recuerda algo que duele rico.
—No te pongás moralista, Adri. Te he visto mirarle el culo desde que tenías 13. Y uno no mira así por cariño, ¿me entiendes?
Me puse rojo. Pero no discutí. Porque tenía razón.
—Mónica es la mujer imposible. Jamás vino a una consulta, jamás obtuvo una charla personal. Me la crucé en talleres que dictaba en la universidad, sentada en primera fila, anotando como loca, seria, enfocada. Yo hablaba de patrones de pensamiento, y ella parecía analizarme a mí.
Bebió un sorbo más y se quedó un segundo en silencio, como si la viera otra vez.
—La saludé una vez. Nada más. Una mujer así... no se deja atrapar fácil. Y con tu papá, bueno... ahí sí se dejó.
—Y ¿cómo fue eso? —pregunté, más bajito.
Se encogió de hombros.
—Supongo que fue una mezcla de cosas. Tu papá siempre fue un tipo guapo, alto, bien parado, inteligente. Pero lo que realmente lo ayudó fue su carisma. Ese maldito encanto que tiene para hablar, para mirar, para convencer sin forzar nada. Esa combinación mata.
—Claro… —murmuró.
Gustavo me miró de reojo.
—Y tu, Adrián, aunque no lo creas, tienes mucho de eso.
Lo miré con cara de “no jodas”.
—No te rías, en serio. Sabemos que no eres el más agraciado de la familia. Ni yo tampoco. Pero tu sacaste el carisma de tu viejo. Quizás incluso más. A la gente le caes bien, te escuchan, confían en ti. Pero todavía no sabes cómo usar eso a tu favor.
Me quedé callado.
—Si sigues metiéndote en estos audios, si aprendes a leer a las personas… y si yo te enseño algunos tips, podrías hacer cosas muy grandes. En especial con mujeres.
Eso último me sonó como música sucia.
— ¿De verdad cree que tengo algo especial?
—No lo creo, lose. Solo te falta dirección, yo puedo darte eso. Eres como un diamante que falta pulir, si me haces caso, llegaras lejos.
Esa noche regresó a casa distinta. No sé cómo explicarlo. Era como si alguien hubiera prendido una lucecita en mi cabeza. Me metí al cuarto con el pecho inflado, como si ya supiera algo que antes no.
Y ahí estaba Mónica, en el living, con una bata corta, las piernas cruzadas, viendo algo en el celular. El cabello recogido, la cara limpia, sin maquillaje. Pero igual de hermosa. Tan hermosa que dolía. Me saludó con una sonrisa suave, como si yo fuera un gato que acaba de entrar.
Y yo solo la miré. Pero no con las ganas locas de siempre. Esta vez la miré buscando la grieta. Esa pequeña rendija por donde meterme.
Si Gustavo, con todo su conocimiento, no pudo… yo tenía que encontrar otra manera.
Porque si esa mujer imposible cayó por el carisma de mi viejo…
...entonces con el mío, y
Podría tenerla. A mi manera, soñar no cuesta nada.
Pasaron más de 6 meses desde que empecé a escuchar los audios de las sesiones de mi padrino con mujeres. Al principio solo era curiosidad morbosa. Después, tenia deseos de aprender. Me metía tanto en cada conversación, en cada inflexión de voz, que cuando Gustavo hacía una pausa, yo ya sabía qué iba a decir después. Le preguntaba todo. ¿Por qué dijiste eso? ¿Por qué usas esa palabra? ¿Qué esperabas que ella respondiera?
Él siempre respondía con calma. Era como tener a Yoda como mentor… pero en vez de enseñarte a usar la Fuerza, te enseñaba a entrar en la mente de las personas. En especial, de las mujeres.
En esos 6 meses me dio una formación que valía más que cualquier curso o carrera universitaria. Técnicas de sugestión, psicología profunda, mecanismos de defensa, lenguaje corporal, neurolingüística… Todo. Y yo absorbía como una esponja.
Hasta que un día me dijo: —Ya estás. Es hora de que pases a la práctica.
Me lo soltó así nomás, mientras comíamos pizza fría en su escritorio.
—¿Con quién? —pregunté, sintiendo que el corazón me latía un poco más fuerte.
—Con quien elija la vida… o con quien elijamos nosotros.
Ahí me contó que había conseguido que le aprobaran un taller de “Psicología Aplicada a la Vida Cotidiana” en mi universidad. Que él sería el docente invitado y que cada tres semanas daría una charla abierta para todo público. Que no dijera a nadie que éramos familia. Y que mi tarea era simple: observar.
—Es un anzuelo —me dijo, mirándome con esa sonrisa cómplice que me estaba empezando a contagiar—. Y cuando piquen, las llevamos al consultorio.
Asentí en silencio. Tenía la verga medio dura solo de pensarlo.
El primer taller fue un miércoles. El aula estaba llena. Gustavo se presentó como un terapeuta experto, con más de 30 años de experiencia, y se plantó con una seguridad que hizo que todos lo miraran embobados. Sobre todo las mujeres. Él hablaba suave, pero cada palabra iba directa a la médula.
Yo estaba al fondo, con una libreta en la mano, como un estudiante más. Pero no estaba ahí para aprender teoría. Estaba observando.
Cuando terminó la charla, varias chicas se acercaron al viejo. Algunas con dudas reales, otras solo con la excusa de acercarse más. Gustavo respondió con amabilidad, pero a algunas les dijo una frase especial:
—Para poder responderte bien, tendría que escucharte con calma. Si te interesa, podemos agendar una charla privada. En mi consultorio. No cobro por eso.
Y varias aceptaron.
La primera fue Elena.
Mujer de unos cuarenta, bien puesta, con ese aire elegante de alguien que nunca baja la guardia del todo. Pelo castaño oscuro, recogido en una cola alta, labios gruesos, piel de porcelana. Se notaba que era de esas mujeres que siempre habían sido lindas, y que se habían acostumbrado a ser miradas. Tenía un cuerpo trabajado. Curvas generosas. Tetas grandes y firmes. Y un culazo digno de adoración.
Casada, con un hijo adolescente. Según Gustavo, tenía ansiedad y problemas para dormir. Pero esa era solo la excusa.
La sesión fue en casa del viejo, como siempre. Yo estaba en el cuarto de al lado, con un auricular que recibía el audio directo del consultorio. Ya me había acostumbrado al sonido suave de la voz de Gustavo guiando la relajación. Me imaginaba los párpados de ella bajando, la respiración haciéndose más lenta. Y entonces, cuando su mente ya estaba abierta como un libro, él empezó con las preguntas de verdad.
—Elena… contame… ¿alguna vez fuiste infiel?
Silencio. Luego, una respuesta apenas susurrada:
—No… pero lo pense.
—¿Con quién?
—Con un compañero de trabajo. Y una vez… con el entrenador de mi hijo.
—Y ¿por qué no lo hiciste?
—Miedo a que mi marido se entere, vergüenza a ser rechazada. Y porque… no sé. Siempre me contuve.
—Pero tienes fantasías, ¿verdad?
-Si…
— ¿Cuál es la más intensa?
Y ahí fue cuando todo se volvió más turbio. Más excitante.
—Estar desnuda en un cuarto de hotel, con los ojos vendados… y que alguien entre. Que no sepa quién es. Que me tome. Que me haga suya.
—¿Sin que puedas oponerte?
-Si.
—¿Y te emociona la idea?
—Mucho. Escribí sobre eso… en un foro.
—¿Qué foro?
—Uno erótico. De fantasías.
—¿Y cuál es tu usuario?
—dama_nocturna_40.
Me tocaba por encima del pantalón sin darme cuenta. Estaba duro como una piedra. Todo esto era demasiado fuerte. No era una historia. Era real. Estaba pasando del otro lado de la pared.
—Quiero que sepas algo —dijo Gustavo—. Vas a cumplir esa fantasía. Te la mereces. Vas a dejar los miedos de lado. Y cuando llegue el momento, vas a saber que es la persona correcta, porque va a llamarte así: “mi gatubela hermosa”.
La dejada programada. Limpia. Lista para actuar apenas se presentará la oportunidad correcta. Yo tragué saliva. La imagen era tan nítida que casi podía oler el perfume de esa mujer en el cuarto. Y entonces escuché cómo la despertaba con cuidado, con dulzura, como si nada de eso hubiera ocurrido.
La charla post-sesión fue banal. Y pronto, se fue.
Salí del cuarto, todavía con los pantalones ajustados para la erección. Gustavo me miró con una ceja levantada y una sonrisa ladeada.
—Adri... tienes todo para romperle el culo a Elena. La mesa está servida.
Me quedé mudo.
—¿Y qué tengo que hacer?
—Buscarla en ese foro. Entrar al salón de chat. Hablar con ella. Llévala hasta el borde. Y cuando estés ahí, llamala como tenés que llamarla.
—¿Y si se asusta?
—No lo haré. La sugestión la va a llevar. Le quitamos los miedos, ¿recuerdas? Ella no sabe que lo quiere... pero cuando lo escuche de tu boca, todo va a encajar.
Me quedé en silencio. El corazón me latía tan fuerte que sentía las pulsaciones en la garganta. No era morbo en solitario. Era poder. El poder de entrar en la mente de alguien y despertar lo que estaba dormido. Lo que ni ella sabía que deseaba tanto.
Esa noche no pude dormir. Me masturbé tres veces pensando en Elena. En su cuerpo desnudo sobre una cama de hotel, los ojos vendados, la piel erizada. Imaginaba entrar en la habitación con paso lento, verla temblar de anticipación, oír su respiración agitada.
Me veía arrodillándome entre sus piernas, abriéndola despacio, oliendo su sexo empapado de deseo. Mis dedos explorando, mi lengua provocando, su cuerpo rendido. Y después, la verga entrando en ese culo perfecto. Lento, profundo, implacable.
No era amor. Era obsesión. Era lujuria pura.
Y todo había comenzado con una pregunta simple: “¿alguna vez fuiste infiel?”
Ahora solo faltaba el último paso. Buscar a dama_nocturna_40 en el foro y completar su fantasía.
O mejor dicho… nuestra fantasía.
Este es mi primera aventura literaria en escribir relatos eroticos,
Espero sus comentarios y sugerencias para ir mejorando en cada capitulo.
Publicare los primeros 10 capitulos.
“Hipnosis Prohibida: Mónica, mi madrastra”
Capítulo 1
La casa, el cuerpo y la mente
Capítulo 1
La casa, el cuerpo y la mente
No soy el tipo de muchacho que suele llamar la atención. Mido 1.65, tengo una cara que ni siquiera sé si es fea o simplemente olvidable, y cuando me veo en el espejo desnudo, no puedo evitar mirar para otro lado cuando llego a esa parte, mi verga solo 12 centímetros cuando esta bien parada, pero bueno, es lo que hay.
Me llamo Adrián, aunque todos me dicen Adri, y tengo 18 años. Estoy en ese punto de la vida en que todo el mundo espera que decidas qué hacer para siempre, cuando lo único que querrás es dormir hasta el mediodía y ver memes. Mi viejo, Mateo, me venía taladrando la cabeza con que tenía que estudiar ingeniería, abogacía o medicina. Yo terminé metiéndome en psicología, solo porque el título suena a algo pero no es tan jodido como lo otro. Y también, si soy sincero, porque me la paso pensando en cosas que no puedo contarle a nadie.
Vivo con mi viejo y mi madrastra, Mónica. Bueno, decir que "vivo con ellos" es una forma de decir. Porque mi viejo, que es ingeniero de minas y profe de posgrado, se pasa medio mes viajando por todo el país, asesorando empresas. Y cuando está en casa, llega tan cansado de dar clases en la universidad que lo único que hace es cenar algo y tirarse a dormir. Lo que significa que, la mayor parte del tiempo, estoy solo con Mónica. Y eso... eso es un problema.
Porque Mónica no es una mujer. Es la mujer. Tiene 35 años, pero parece sacada de una publicidad de perfume. Alta, con ese tipo de piel blanca que parece siempre suave, ojos verdes tan intensos que te atraviesan, y un pelo negro larguísimo que cae en ondas por tu espalda. Pechos grandes, cintura ajustada, caderas generosas. Y un culo... mamita. Un culo tan perfecto que me cuesta mirarla sin imaginarme cosas. Muchas cosas. Cosas que no debería. Pero las imagino iguales.
Nunca fue una madrastra mala. De hecho, nos tratamos con respeto. Hay una especie de pacto tácito entre nosotros: nos llevamos bien, sin invadirnos. Pero yo no soy idiota. Sé lo que ella representa. Sé que cuando se agacha en la cocina con esas licras apretadas no tiene ni idea del terremoto hormonal que me provoca. O quizás sí lo sabe. Y eso lo hace peor.
A veces me encierro en mi cuarto a pensar en ella. En lo que haría si no tuviera límites. Si no fuera su hijastro. Si ese culo no fuera un pecado. Fantaseo con tocarlo. Con empujarla contra la mesa mientras le levanta la falda. Con que se deje. Con que incluso me lo pida que la tome. Sé que está mal,pero está tan buena que duele.
Mi viejo, Mateo, ni se entera de nada. Como dije, vive para el trabajo. Tiene 55 años, ya es grande, pero todavía se cree joven. Mide 1,79 y se cuida, pero su vida entera gira en torno a su laburo. Conoció a Mónica cuando ella era su alumna en un posgrado en la universidad. Se enamoraron rápido, se casaron por civil y ya llevan 7 años juntos. Yo tenía 11 años cuando apareció ella en casa. Al principio me pareció una metida, una intrusa. Después empecé a verla distinta. Ya sabes cómo.
Lo raro es que, aunque compartimos casa, nunca supe mucho de su vida antes de conocer a mi viejo. Nunca habla de eso, solo un poco de su hermana Priscila, con quien trabaja en una consultora. Mónica es ingeniera informática y labora desde casa la mayor parte del tiempo. Siempre impecable, siempre producida, aunque diga que está “en ropa cómoda”.
Después está Gustavo, mi padrino. Primo lejano de mi viejo. Tiene 65 años y ya está jubilado, pero todavía atiende a algunos pacientes en su casa. Es psiquiatra y psicólogo. Es de esos tipos que hablan bajito, con voz calmada, y te hace sentir como si fueras más importante de lo que eres. Fue él quien me recomendó estudiar psicología. Me dijo que eso me ayudaría a “entenderme”.
En estas vacaciones me ofrecieron un trabajo. Ayudarlo a digitalizar todos sus archivos documentales. Montones de carpetas, notas, audios, papeles amarillentos de los últimos 20 años. Y yo, que no tengo un mango, acepté. Me paso las mañanas en su casa, escaneando, renombrando archivos, armando carpetas en la computadora. A veces me tienta preguntarle cosas. Cosas sobre la mente, sobre la sugestión, sobre el deseo. Pero me contengo.
Mónica suele estar en casa cuando vuelvo. Me recibe con un “hola” dulce y sigue con lo suyo. A veces con una laptop sobre las piernas, otras cocinando, otras limpiando. Siempre linda. Siempre inalcanzable. Pero cada tanto, me sonríe de una manera que me deja pensando. Como si supiera algo. Como si disfrutara de tenerme rendido a sus pies.
No sé si alguna vez voy a poder tenerla. No sé si lo que siento es amor o pura calentura. Pero sé que estoy dispuesto a todo con tal de ver ese culo rebotar sobre mí, aunque sea una vez.
Y así empieza esta historia.
Capítulo 2
Secretos entre cintas y tragos
Secretos entre cintas y tragos
Lo que empezó como un trabajo de verano, para sacarme unos pesos y no estar tirado todo el día rascándome, se volvió parte de mi rutina. Cada tarde, después de la U, agarraba mi mochila y me iba a la casa de mi padrino Gustavo. Escanear papeles viejos, digitalizar casetes, ordenar archivos. Era un trabajo tranquilo. Pero con el tiempo, dejó de ser solo trabajo.
Porque mi padrino no tenía ningún archivo. Tenía una colección brutal de su vida como terapeuta: más de 600 sesiones con mujeres, grabadas en casetes y acompañadas de notas escritas a mano. Cada cinta era un confesionario. Miedos, culpas, traumas, deseos ocultos. Había de todo. Escuchar esas voces era como meterme en el alma de alguien mientras se desnudaba sin quitarse la ropa.
Al principio lo hacía por compromiso. Pero después... empecé a quedarme enganchado. Escuchaba más de la cuenta. A veces pausaba para anotar frases. Y no lo voy a negar: algunas me calentaban. No por lo sexual, sino por lo íntimo. Esas mujeres hablaban cosas que ni a sus maridos les contaban. Y yo, ahí, con mis audífonos puestos, absorbiendo todo.
Una tarde, Gustavo me dijo algo que me quedó dando vueltas:
—No lo veas como una chamba, Adrián. Esto es un regalo. Entender a las personas —y sobre todo a las mujeres— es el poder más grande que puede tener un hombre.
Lo dijo así, mientras servía un whisky y me pasaba un vasito, como si no fuera su ahijado sino su colega. El muy bandido sabía de lo que hablaba. Yo ya lo admiraba desde antes, pero después de esas palabras, más todavía.
Esa misma tarde, entre trago y trago, salió el tema del amor. Le preguntó por qué nunca se casó, y se le dibujó una sonrisa de esas que traen historia.
—¿Casarme? No, mijo. Tuve muchas mujeres. Algunas locas, otras dulces, algunas inolvidables, pero casarme… nunca se dio. Aunque sí hubo una que se me quedó clavada como espina.
— ¿Quién? —pregunté, ya medio picado por el whisky.
—Mónica —soltó.
Me atraganté con el hielo.
—¿Mi Mónica?
—Tu madrastra —asintió, mirándome fija.
—Padrino… —balbuceé, entre incómodo y curioso— no hable así de la mujer de mi papá.
Se río, pero no con burla. Más como quien recuerda algo que duele rico.
—No te pongás moralista, Adri. Te he visto mirarle el culo desde que tenías 13. Y uno no mira así por cariño, ¿me entiendes?
Me puse rojo. Pero no discutí. Porque tenía razón.
—Mónica es la mujer imposible. Jamás vino a una consulta, jamás obtuvo una charla personal. Me la crucé en talleres que dictaba en la universidad, sentada en primera fila, anotando como loca, seria, enfocada. Yo hablaba de patrones de pensamiento, y ella parecía analizarme a mí.
Bebió un sorbo más y se quedó un segundo en silencio, como si la viera otra vez.
—La saludé una vez. Nada más. Una mujer así... no se deja atrapar fácil. Y con tu papá, bueno... ahí sí se dejó.
—Y ¿cómo fue eso? —pregunté, más bajito.
Se encogió de hombros.
—Supongo que fue una mezcla de cosas. Tu papá siempre fue un tipo guapo, alto, bien parado, inteligente. Pero lo que realmente lo ayudó fue su carisma. Ese maldito encanto que tiene para hablar, para mirar, para convencer sin forzar nada. Esa combinación mata.
—Claro… —murmuró.
Gustavo me miró de reojo.
—Y tu, Adrián, aunque no lo creas, tienes mucho de eso.
Lo miré con cara de “no jodas”.
—No te rías, en serio. Sabemos que no eres el más agraciado de la familia. Ni yo tampoco. Pero tu sacaste el carisma de tu viejo. Quizás incluso más. A la gente le caes bien, te escuchan, confían en ti. Pero todavía no sabes cómo usar eso a tu favor.
Me quedé callado.
—Si sigues metiéndote en estos audios, si aprendes a leer a las personas… y si yo te enseño algunos tips, podrías hacer cosas muy grandes. En especial con mujeres.
Eso último me sonó como música sucia.
— ¿De verdad cree que tengo algo especial?
—No lo creo, lose. Solo te falta dirección, yo puedo darte eso. Eres como un diamante que falta pulir, si me haces caso, llegaras lejos.
Esa noche regresó a casa distinta. No sé cómo explicarlo. Era como si alguien hubiera prendido una lucecita en mi cabeza. Me metí al cuarto con el pecho inflado, como si ya supiera algo que antes no.
Y ahí estaba Mónica, en el living, con una bata corta, las piernas cruzadas, viendo algo en el celular. El cabello recogido, la cara limpia, sin maquillaje. Pero igual de hermosa. Tan hermosa que dolía. Me saludó con una sonrisa suave, como si yo fuera un gato que acaba de entrar.
Y yo solo la miré. Pero no con las ganas locas de siempre. Esta vez la miré buscando la grieta. Esa pequeña rendija por donde meterme.
Si Gustavo, con todo su conocimiento, no pudo… yo tenía que encontrar otra manera.
Porque si esa mujer imposible cayó por el carisma de mi viejo…
...entonces con el mío, y
Podría tenerla. A mi manera, soñar no cuesta nada.
Capítulo 3
Gatubela hermosa
Gatubela hermosa
Pasaron más de 6 meses desde que empecé a escuchar los audios de las sesiones de mi padrino con mujeres. Al principio solo era curiosidad morbosa. Después, tenia deseos de aprender. Me metía tanto en cada conversación, en cada inflexión de voz, que cuando Gustavo hacía una pausa, yo ya sabía qué iba a decir después. Le preguntaba todo. ¿Por qué dijiste eso? ¿Por qué usas esa palabra? ¿Qué esperabas que ella respondiera?
Él siempre respondía con calma. Era como tener a Yoda como mentor… pero en vez de enseñarte a usar la Fuerza, te enseñaba a entrar en la mente de las personas. En especial, de las mujeres.
En esos 6 meses me dio una formación que valía más que cualquier curso o carrera universitaria. Técnicas de sugestión, psicología profunda, mecanismos de defensa, lenguaje corporal, neurolingüística… Todo. Y yo absorbía como una esponja.
Hasta que un día me dijo: —Ya estás. Es hora de que pases a la práctica.
Me lo soltó así nomás, mientras comíamos pizza fría en su escritorio.
—¿Con quién? —pregunté, sintiendo que el corazón me latía un poco más fuerte.
—Con quien elija la vida… o con quien elijamos nosotros.
Ahí me contó que había conseguido que le aprobaran un taller de “Psicología Aplicada a la Vida Cotidiana” en mi universidad. Que él sería el docente invitado y que cada tres semanas daría una charla abierta para todo público. Que no dijera a nadie que éramos familia. Y que mi tarea era simple: observar.
—Es un anzuelo —me dijo, mirándome con esa sonrisa cómplice que me estaba empezando a contagiar—. Y cuando piquen, las llevamos al consultorio.
Asentí en silencio. Tenía la verga medio dura solo de pensarlo.
El primer taller fue un miércoles. El aula estaba llena. Gustavo se presentó como un terapeuta experto, con más de 30 años de experiencia, y se plantó con una seguridad que hizo que todos lo miraran embobados. Sobre todo las mujeres. Él hablaba suave, pero cada palabra iba directa a la médula.
Yo estaba al fondo, con una libreta en la mano, como un estudiante más. Pero no estaba ahí para aprender teoría. Estaba observando.
Cuando terminó la charla, varias chicas se acercaron al viejo. Algunas con dudas reales, otras solo con la excusa de acercarse más. Gustavo respondió con amabilidad, pero a algunas les dijo una frase especial:
—Para poder responderte bien, tendría que escucharte con calma. Si te interesa, podemos agendar una charla privada. En mi consultorio. No cobro por eso.
Y varias aceptaron.
La primera fue Elena.
Mujer de unos cuarenta, bien puesta, con ese aire elegante de alguien que nunca baja la guardia del todo. Pelo castaño oscuro, recogido en una cola alta, labios gruesos, piel de porcelana. Se notaba que era de esas mujeres que siempre habían sido lindas, y que se habían acostumbrado a ser miradas. Tenía un cuerpo trabajado. Curvas generosas. Tetas grandes y firmes. Y un culazo digno de adoración.
Casada, con un hijo adolescente. Según Gustavo, tenía ansiedad y problemas para dormir. Pero esa era solo la excusa.
La sesión fue en casa del viejo, como siempre. Yo estaba en el cuarto de al lado, con un auricular que recibía el audio directo del consultorio. Ya me había acostumbrado al sonido suave de la voz de Gustavo guiando la relajación. Me imaginaba los párpados de ella bajando, la respiración haciéndose más lenta. Y entonces, cuando su mente ya estaba abierta como un libro, él empezó con las preguntas de verdad.
—Elena… contame… ¿alguna vez fuiste infiel?
Silencio. Luego, una respuesta apenas susurrada:
—No… pero lo pense.
—¿Con quién?
—Con un compañero de trabajo. Y una vez… con el entrenador de mi hijo.
—Y ¿por qué no lo hiciste?
—Miedo a que mi marido se entere, vergüenza a ser rechazada. Y porque… no sé. Siempre me contuve.
—Pero tienes fantasías, ¿verdad?
-Si…
— ¿Cuál es la más intensa?
Y ahí fue cuando todo se volvió más turbio. Más excitante.
—Estar desnuda en un cuarto de hotel, con los ojos vendados… y que alguien entre. Que no sepa quién es. Que me tome. Que me haga suya.
—¿Sin que puedas oponerte?
-Si.
—¿Y te emociona la idea?
—Mucho. Escribí sobre eso… en un foro.
—¿Qué foro?
—Uno erótico. De fantasías.
—¿Y cuál es tu usuario?
—dama_nocturna_40.
Me tocaba por encima del pantalón sin darme cuenta. Estaba duro como una piedra. Todo esto era demasiado fuerte. No era una historia. Era real. Estaba pasando del otro lado de la pared.
—Quiero que sepas algo —dijo Gustavo—. Vas a cumplir esa fantasía. Te la mereces. Vas a dejar los miedos de lado. Y cuando llegue el momento, vas a saber que es la persona correcta, porque va a llamarte así: “mi gatubela hermosa”.
La dejada programada. Limpia. Lista para actuar apenas se presentará la oportunidad correcta. Yo tragué saliva. La imagen era tan nítida que casi podía oler el perfume de esa mujer en el cuarto. Y entonces escuché cómo la despertaba con cuidado, con dulzura, como si nada de eso hubiera ocurrido.
La charla post-sesión fue banal. Y pronto, se fue.
Salí del cuarto, todavía con los pantalones ajustados para la erección. Gustavo me miró con una ceja levantada y una sonrisa ladeada.
—Adri... tienes todo para romperle el culo a Elena. La mesa está servida.
Me quedé mudo.
—¿Y qué tengo que hacer?
—Buscarla en ese foro. Entrar al salón de chat. Hablar con ella. Llévala hasta el borde. Y cuando estés ahí, llamala como tenés que llamarla.
—¿Y si se asusta?
—No lo haré. La sugestión la va a llevar. Le quitamos los miedos, ¿recuerdas? Ella no sabe que lo quiere... pero cuando lo escuche de tu boca, todo va a encajar.
Me quedé en silencio. El corazón me latía tan fuerte que sentía las pulsaciones en la garganta. No era morbo en solitario. Era poder. El poder de entrar en la mente de alguien y despertar lo que estaba dormido. Lo que ni ella sabía que deseaba tanto.
Esa noche no pude dormir. Me masturbé tres veces pensando en Elena. En su cuerpo desnudo sobre una cama de hotel, los ojos vendados, la piel erizada. Imaginaba entrar en la habitación con paso lento, verla temblar de anticipación, oír su respiración agitada.
Me veía arrodillándome entre sus piernas, abriéndola despacio, oliendo su sexo empapado de deseo. Mis dedos explorando, mi lengua provocando, su cuerpo rendido. Y después, la verga entrando en ese culo perfecto. Lento, profundo, implacable.
No era amor. Era obsesión. Era lujuria pura.
Y todo había comenzado con una pregunta simple: “¿alguna vez fuiste infiel?”
Ahora solo faltaba el último paso. Buscar a dama_nocturna_40 en el foro y completar su fantasía.
O mejor dicho… nuestra fantasía.
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