Hipnosis Prohibida: Mónica, mi madrastra

julioalvarez2

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3 Nov 2023
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Estimados,

Este es mi primera aventura literaria en escribir relatos eroticos,

Espero sus comentarios y sugerencias para ir mejorando en cada capitulo.

Publicare los primeros 10 capitulos.

“Hipnosis Prohibida: Mónica, mi madrastra”



Capítulo 1

La casa, el cuerpo y la mente



No soy el tipo de muchacho que suele llamar la atención. Mido 1.65, tengo una cara que ni siquiera sé si es fea o simplemente olvidable, y cuando me veo en el espejo desnudo, no puedo evitar mirar para otro lado cuando llego a esa parte, mi verga solo 12 centímetros cuando esta bien parada, pero bueno, es lo que hay.



Me llamo Adrián, aunque todos me dicen Adri, y tengo 18 años. Estoy en ese punto de la vida en que todo el mundo espera que decidas qué hacer para siempre, cuando lo único que querrás es dormir hasta el mediodía y ver memes. Mi viejo, Mateo, me venía taladrando la cabeza con que tenía que estudiar ingeniería, abogacía o medicina. Yo terminé metiéndome en psicología, solo porque el título suena a algo pero no es tan jodido como lo otro. Y también, si soy sincero, porque me la paso pensando en cosas que no puedo contarle a nadie.



Vivo con mi viejo y mi madrastra, Mónica. Bueno, decir que "vivo con ellos" es una forma de decir. Porque mi viejo, que es ingeniero de minas y profe de posgrado, se pasa medio mes viajando por todo el país, asesorando empresas. Y cuando está en casa, llega tan cansado de dar clases en la universidad que lo único que hace es cenar algo y tirarse a dormir. Lo que significa que, la mayor parte del tiempo, estoy solo con Mónica. Y eso... eso es un problema.



Porque Mónica no es una mujer. Es la mujer. Tiene 35 años, pero parece sacada de una publicidad de perfume. Alta, con ese tipo de piel blanca que parece siempre suave, ojos verdes tan intensos que te atraviesan, y un pelo negro larguísimo que cae en ondas por tu espalda. Pechos grandes, cintura ajustada, caderas generosas. Y un culo... mamita. Un culo tan perfecto que me cuesta mirarla sin imaginarme cosas. Muchas cosas. Cosas que no debería. Pero las imagino iguales.



Nunca fue una madrastra mala. De hecho, nos tratamos con respeto. Hay una especie de pacto tácito entre nosotros: nos llevamos bien, sin invadirnos. Pero yo no soy idiota. Sé lo que ella representa. Sé que cuando se agacha en la cocina con esas licras apretadas no tiene ni idea del terremoto hormonal que me provoca. O quizás sí lo sabe. Y eso lo hace peor.



A veces me encierro en mi cuarto a pensar en ella. En lo que haría si no tuviera límites. Si no fuera su hijastro. Si ese culo no fuera un pecado. Fantaseo con tocarlo. Con empujarla contra la mesa mientras le levanta la falda. Con que se deje. Con que incluso me lo pida que la tome. Sé que está mal,pero está tan buena que duele.



Mi viejo, Mateo, ni se entera de nada. Como dije, vive para el trabajo. Tiene 55 años, ya es grande, pero todavía se cree joven. Mide 1,79 y se cuida, pero su vida entera gira en torno a su laburo. Conoció a Mónica cuando ella era su alumna en un posgrado en la universidad. Se enamoraron rápido, se casaron por civil y ya llevan 7 años juntos. Yo tenía 11 años cuando apareció ella en casa. Al principio me pareció una metida, una intrusa. Después empecé a verla distinta. Ya sabes cómo.



Lo raro es que, aunque compartimos casa, nunca supe mucho de su vida antes de conocer a mi viejo. Nunca habla de eso, solo un poco de su hermana Priscila, con quien trabaja en una consultora. Mónica es ingeniera informática y labora desde casa la mayor parte del tiempo. Siempre impecable, siempre producida, aunque diga que está “en ropa cómoda”.



Después está Gustavo, mi padrino. Primo lejano de mi viejo. Tiene 65 años y ya está jubilado, pero todavía atiende a algunos pacientes en su casa. Es psiquiatra y psicólogo. Es de esos tipos que hablan bajito, con voz calmada, y te hace sentir como si fueras más importante de lo que eres. Fue él quien me recomendó estudiar psicología. Me dijo que eso me ayudaría a “entenderme”.



En estas vacaciones me ofrecieron un trabajo. Ayudarlo a digitalizar todos sus archivos documentales. Montones de carpetas, notas, audios, papeles amarillentos de los últimos 20 años. Y yo, que no tengo un mango, acepté. Me paso las mañanas en su casa, escaneando, renombrando archivos, armando carpetas en la computadora. A veces me tienta preguntarle cosas. Cosas sobre la mente, sobre la sugestión, sobre el deseo. Pero me contengo.



Mónica suele estar en casa cuando vuelvo. Me recibe con un “hola” dulce y sigue con lo suyo. A veces con una laptop sobre las piernas, otras cocinando, otras limpiando. Siempre linda. Siempre inalcanzable. Pero cada tanto, me sonríe de una manera que me deja pensando. Como si supiera algo. Como si disfrutara de tenerme rendido a sus pies.



No sé si alguna vez voy a poder tenerla. No sé si lo que siento es amor o pura calentura. Pero sé que estoy dispuesto a todo con tal de ver ese culo rebotar sobre mí, aunque sea una vez.



Y así empieza esta historia.








Capítulo 2

Secretos entre cintas y tragos



Lo que empezó como un trabajo de verano, para sacarme unos pesos y no estar tirado todo el día rascándome, se volvió parte de mi rutina. Cada tarde, después de la U, agarraba mi mochila y me iba a la casa de mi padrino Gustavo. Escanear papeles viejos, digitalizar casetes, ordenar archivos. Era un trabajo tranquilo. Pero con el tiempo, dejó de ser solo trabajo.



Porque mi padrino no tenía ningún archivo. Tenía una colección brutal de su vida como terapeuta: más de 600 sesiones con mujeres, grabadas en casetes y acompañadas de notas escritas a mano. Cada cinta era un confesionario. Miedos, culpas, traumas, deseos ocultos. Había de todo. Escuchar esas voces era como meterme en el alma de alguien mientras se desnudaba sin quitarse la ropa.



Al principio lo hacía por compromiso. Pero después... empecé a quedarme enganchado. Escuchaba más de la cuenta. A veces pausaba para anotar frases. Y no lo voy a negar: algunas me calentaban. No por lo sexual, sino por lo íntimo. Esas mujeres hablaban cosas que ni a sus maridos les contaban. Y yo, ahí, con mis audífonos puestos, absorbiendo todo.



Una tarde, Gustavo me dijo algo que me quedó dando vueltas:



—No lo veas como una chamba, Adrián. Esto es un regalo. Entender a las personas —y sobre todo a las mujeres— es el poder más grande que puede tener un hombre.



Lo dijo así, mientras servía un whisky y me pasaba un vasito, como si no fuera su ahijado sino su colega. El muy bandido sabía de lo que hablaba. Yo ya lo admiraba desde antes, pero después de esas palabras, más todavía.



Esa misma tarde, entre trago y trago, salió el tema del amor. Le preguntó por qué nunca se casó, y se le dibujó una sonrisa de esas que traen historia.



—¿Casarme? No, mijo. Tuve muchas mujeres. Algunas locas, otras dulces, algunas inolvidables, pero casarme… nunca se dio. Aunque sí hubo una que se me quedó clavada como espina.



— ¿Quién? —pregunté, ya medio picado por el whisky.



—Mónica —soltó.



Me atraganté con el hielo.



—¿Mi Mónica?



—Tu madrastra —asintió, mirándome fija.



—Padrino… —balbuceé, entre incómodo y curioso— no hable así de la mujer de mi papá.



Se río, pero no con burla. Más como quien recuerda algo que duele rico.



—No te pongás moralista, Adri. Te he visto mirarle el culo desde que tenías 13. Y uno no mira así por cariño, ¿me entiendes?



Me puse rojo. Pero no discutí. Porque tenía razón.



—Mónica es la mujer imposible. Jamás vino a una consulta, jamás obtuvo una charla personal. Me la crucé en talleres que dictaba en la universidad, sentada en primera fila, anotando como loca, seria, enfocada. Yo hablaba de patrones de pensamiento, y ella parecía analizarme a mí.



Bebió un sorbo más y se quedó un segundo en silencio, como si la viera otra vez.



—La saludé una vez. Nada más. Una mujer así... no se deja atrapar fácil. Y con tu papá, bueno... ahí sí se dejó.



—Y ¿cómo fue eso? —pregunté, más bajito.



Se encogió de hombros.



—Supongo que fue una mezcla de cosas. Tu papá siempre fue un tipo guapo, alto, bien parado, inteligente. Pero lo que realmente lo ayudó fue su carisma. Ese maldito encanto que tiene para hablar, para mirar, para convencer sin forzar nada. Esa combinación mata.



—Claro… —murmuró.



Gustavo me miró de reojo.



—Y tu, Adrián, aunque no lo creas, tienes mucho de eso.



Lo miré con cara de “no jodas”.



—No te rías, en serio. Sabemos que no eres el más agraciado de la familia. Ni yo tampoco. Pero tu sacaste el carisma de tu viejo. Quizás incluso más. A la gente le caes bien, te escuchan, confían en ti. Pero todavía no sabes cómo usar eso a tu favor.



Me quedé callado.



—Si sigues metiéndote en estos audios, si aprendes a leer a las personas… y si yo te enseño algunos tips, podrías hacer cosas muy grandes. En especial con mujeres.



Eso último me sonó como música sucia.



— ¿De verdad cree que tengo algo especial?



—No lo creo, lose. Solo te falta dirección, yo puedo darte eso. Eres como un diamante que falta pulir, si me haces caso, llegaras lejos.



Esa noche regresó a casa distinta. No sé cómo explicarlo. Era como si alguien hubiera prendido una lucecita en mi cabeza. Me metí al cuarto con el pecho inflado, como si ya supiera algo que antes no.



Y ahí estaba Mónica, en el living, con una bata corta, las piernas cruzadas, viendo algo en el celular. El cabello recogido, la cara limpia, sin maquillaje. Pero igual de hermosa. Tan hermosa que dolía. Me saludó con una sonrisa suave, como si yo fuera un gato que acaba de entrar.



Y yo solo la miré. Pero no con las ganas locas de siempre. Esta vez la miré buscando la grieta. Esa pequeña rendija por donde meterme.



Si Gustavo, con todo su conocimiento, no pudo… yo tenía que encontrar otra manera.



Porque si esa mujer imposible cayó por el carisma de mi viejo…



...entonces con el mío, y



Podría tenerla. A mi manera, soñar no cuesta nada.








Capítulo 3

Gatubela hermosa





Pasaron más de 6 meses desde que empecé a escuchar los audios de las sesiones de mi padrino con mujeres. Al principio solo era curiosidad morbosa. Después, tenia deseos de aprender. Me metía tanto en cada conversación, en cada inflexión de voz, que cuando Gustavo hacía una pausa, yo ya sabía qué iba a decir después. Le preguntaba todo. ¿Por qué dijiste eso? ¿Por qué usas esa palabra? ¿Qué esperabas que ella respondiera?



Él siempre respondía con calma. Era como tener a Yoda como mentor… pero en vez de enseñarte a usar la Fuerza, te enseñaba a entrar en la mente de las personas. En especial, de las mujeres.



En esos 6 meses me dio una formación que valía más que cualquier curso o carrera universitaria. Técnicas de sugestión, psicología profunda, mecanismos de defensa, lenguaje corporal, neurolingüística… Todo. Y yo absorbía como una esponja.



Hasta que un día me dijo: —Ya estás. Es hora de que pases a la práctica.



Me lo soltó así nomás, mientras comíamos pizza fría en su escritorio.



—¿Con quién? —pregunté, sintiendo que el corazón me latía un poco más fuerte.



—Con quien elija la vida… o con quien elijamos nosotros.



Ahí me contó que había conseguido que le aprobaran un taller de “Psicología Aplicada a la Vida Cotidiana” en mi universidad. Que él sería el docente invitado y que cada tres semanas daría una charla abierta para todo público. Que no dijera a nadie que éramos familia. Y que mi tarea era simple: observar.



—Es un anzuelo —me dijo, mirándome con esa sonrisa cómplice que me estaba empezando a contagiar—. Y cuando piquen, las llevamos al consultorio.



Asentí en silencio. Tenía la verga medio dura solo de pensarlo.



El primer taller fue un miércoles. El aula estaba llena. Gustavo se presentó como un terapeuta experto, con más de 30 años de experiencia, y se plantó con una seguridad que hizo que todos lo miraran embobados. Sobre todo las mujeres. Él hablaba suave, pero cada palabra iba directa a la médula.



Yo estaba al fondo, con una libreta en la mano, como un estudiante más. Pero no estaba ahí para aprender teoría. Estaba observando.



Cuando terminó la charla, varias chicas se acercaron al viejo. Algunas con dudas reales, otras solo con la excusa de acercarse más. Gustavo respondió con amabilidad, pero a algunas les dijo una frase especial:



—Para poder responderte bien, tendría que escucharte con calma. Si te interesa, podemos agendar una charla privada. En mi consultorio. No cobro por eso.



Y varias aceptaron.



La primera fue Elena.



Mujer de unos cuarenta, bien puesta, con ese aire elegante de alguien que nunca baja la guardia del todo. Pelo castaño oscuro, recogido en una cola alta, labios gruesos, piel de porcelana. Se notaba que era de esas mujeres que siempre habían sido lindas, y que se habían acostumbrado a ser miradas. Tenía un cuerpo trabajado. Curvas generosas. Tetas grandes y firmes. Y un culazo digno de adoración.



Casada, con un hijo adolescente. Según Gustavo, tenía ansiedad y problemas para dormir. Pero esa era solo la excusa.



La sesión fue en casa del viejo, como siempre. Yo estaba en el cuarto de al lado, con un auricular que recibía el audio directo del consultorio. Ya me había acostumbrado al sonido suave de la voz de Gustavo guiando la relajación. Me imaginaba los párpados de ella bajando, la respiración haciéndose más lenta. Y entonces, cuando su mente ya estaba abierta como un libro, él empezó con las preguntas de verdad.



—Elena… contame… ¿alguna vez fuiste infiel?



Silencio. Luego, una respuesta apenas susurrada:



—No… pero lo pense.



—¿Con quién?



—Con un compañero de trabajo. Y una vez… con el entrenador de mi hijo.



—Y ¿por qué no lo hiciste?



—Miedo a que mi marido se entere, vergüenza a ser rechazada. Y porque… no sé. Siempre me contuve.



—Pero tienes fantasías, ¿verdad?



-Si…



— ¿Cuál es la más intensa?



Y ahí fue cuando todo se volvió más turbio. Más excitante.



—Estar desnuda en un cuarto de hotel, con los ojos vendados… y que alguien entre. Que no sepa quién es. Que me tome. Que me haga suya.



—¿Sin que puedas oponerte?



-Si.



—¿Y te emociona la idea?



—Mucho. Escribí sobre eso… en un foro.



—¿Qué foro?



—Uno erótico. De fantasías.



—¿Y cuál es tu usuario?



—dama_nocturna_40.



Me tocaba por encima del pantalón sin darme cuenta. Estaba duro como una piedra. Todo esto era demasiado fuerte. No era una historia. Era real. Estaba pasando del otro lado de la pared.



—Quiero que sepas algo —dijo Gustavo—. Vas a cumplir esa fantasía. Te la mereces. Vas a dejar los miedos de lado. Y cuando llegue el momento, vas a saber que es la persona correcta, porque va a llamarte así: “mi gatubela hermosa”.



La dejada programada. Limpia. Lista para actuar apenas se presentará la oportunidad correcta. Yo tragué saliva. La imagen era tan nítida que casi podía oler el perfume de esa mujer en el cuarto. Y entonces escuché cómo la despertaba con cuidado, con dulzura, como si nada de eso hubiera ocurrido.



La charla post-sesión fue banal. Y pronto, se fue.



Salí del cuarto, todavía con los pantalones ajustados para la erección. Gustavo me miró con una ceja levantada y una sonrisa ladeada.



—Adri... tienes todo para romperle el culo a Elena. La mesa está servida.



Me quedé mudo.



—¿Y qué tengo que hacer?



—Buscarla en ese foro. Entrar al salón de chat. Hablar con ella. Llévala hasta el borde. Y cuando estés ahí, llamala como tenés que llamarla.



—¿Y si se asusta?



—No lo haré. La sugestión la va a llevar. Le quitamos los miedos, ¿recuerdas? Ella no sabe que lo quiere... pero cuando lo escuche de tu boca, todo va a encajar.



Me quedé en silencio. El corazón me latía tan fuerte que sentía las pulsaciones en la garganta. No era morbo en solitario. Era poder. El poder de entrar en la mente de alguien y despertar lo que estaba dormido. Lo que ni ella sabía que deseaba tanto.



Esa noche no pude dormir. Me masturbé tres veces pensando en Elena. En su cuerpo desnudo sobre una cama de hotel, los ojos vendados, la piel erizada. Imaginaba entrar en la habitación con paso lento, verla temblar de anticipación, oír su respiración agitada.



Me veía arrodillándome entre sus piernas, abriéndola despacio, oliendo su sexo empapado de deseo. Mis dedos explorando, mi lengua provocando, su cuerpo rendido. Y después, la verga entrando en ese culo perfecto. Lento, profundo, implacable.



No era amor. Era obsesión. Era lujuria pura.



Y todo había comenzado con una pregunta simple: “¿alguna vez fuiste infiel?”



Ahora solo faltaba el último paso. Buscar a dama_nocturna_40 en el foro y completar su fantasía.



O mejor dicho… nuestra fantasía.




 
Última edición:
Para que puedan conocer bien la historia, ya están publicados los primeros 10 capítulos. Haré una pausa en la publicación hasta el 20 de abril; este tiempo es para ustedes: espero leer sus comentarios, sugerencias y ver si alguna de sus ideas puede formar parte de la continuación.
 


Capítulo 4

El examen final



Había pasado una semana desde la sesión con Elena. No podía sacármela de la cabeza. Ni a ella, ni a sus palabras. “Estar desnuda, con los ojos vendados, y que alguien entre… que me tome sin saber quién es…” .



Entraba cada noche al foro que había mencionado, el que usaba para alimentar su fantasía. Me registré con el nick que Gustavo me sugirió: Bruce_Wayne30 . Me parecía ridículo, hasta que pensé en lo literal del asunto. Ella era gatubela , y yo el murciélago listo para cazarla.



El sitio era un antro de morbo cómodo. Nada de porno barato. Todo texto, relatos, confesiones, deseos escritos por gente que tenía una imaginación calentísima y la necesidad de compartirla. Metí a fondo, buscando cada comentario de “dama_nocturna_40”. Leí todo. Cada publicación. Cada respuesta. Cada pequeño detalle.



Ella escribía con elegancia, pero con un trasfondo sucio que me hacía imaginar su voz bajando de tono mientras tipeaba. Contaba fantasías de ser dominada por extraños, de perder el control, de ser usada sin saber quién la poseía. Pero siempre aclaraba lo mismo: "Jamás me animé. Me excita soñarlo, pero solo es una fantasía que nunca hare realidad".



Hasta que una noche, a la 1:07 am, la vi conectada en el chat principal del foro. Mi corazón se aceleró. Esta vez no como lector. Esta vez… iba a hablarle.



Me acerqué al teclado, sabiendo que tenía todo a mi favor. La conoció como si fuera un personaje de novela que leí cien veces. Y yo tenía la pluma.



Bruce_Wayne30: "Siempre me pregunté si alguna vez Gatubela iba a dejarse atrapar…"



La respuesta no tardó.



dama_nocturna_40: "Solo si el murciélago tiene alas fuertes…"



Y con eso empezó el juego.



La llevé a un chat privado. La conversación fue suave, medida. Ella al principio estaba a la defensiva. Decía que era solo una fantasía, que nunca lo haría realidad. Pero utilice cada frase con precisión quirúrgica para sugestionarla. Como me enseñó Gustavo. Preguntas abiertas. Confirmaciones sutiles. Repeticiones estratégicas.



—Por qué te excita no saber quién es? —le escribí.



—Porque me quita el control. Porque no tengo que decidir nada. Solo siento.



—¿Y qué sentirías si esa escena no fuera más un deseo, sino un recuerdo?



—No lo sé… miedo… placer… ¿culpa?



—¿Y si yo pudiera darte todo menos la culpa?



Hubo una pausa. Casi un minuto entero sin respuesta. Y luego:



—¿Cómo?



—Porque sé cómo tratarte. Sé lo que deseas. Lo que necesitas. Porque te leí tantas veces que podría escribir tus relatos con los ojos cerrados. Porque sé que querrás sentirte vulnerable… pero en manos de alguien que entienda esa vulnerabilidad, que no sea bruto. Alguien que sepa leer tu cuerpo. Que escuche tu respiración. Que entienda cuándo hablar… y cuándo solo hacerte gemir.



Sentí que me mojaba los labios mientras tipeaba. No sabía si estaba seduciéndola a ella o excitándome a mí mismo. Pero funcionaba.



Cuando ya la tenía en el punto justo, solté la frase:



—Querés saber si soy el indicado para cumplir tu deseo?



—Mi Gatubela hermosa…



Elena tardó 5 segundos en responder.



—Ahora sí estoy mojada.



Me apoyé en la silla y exhalé.



Examen final: aprobado.



Después de eso, los mensajes pasaron a privado. Me escribí cada noche, entre las 11 y la 1 am. Siempre con disimulo. Me contó que su esposo se iba de viaje el jueves y regresó el domingo. Que su hijo no llegaba hasta las dos de la mañana del sabado. Y que si alguna vez lo iba a hacer, era ahora o nunca.



El jueves por la noche, mientras hablábamos, me dijo:



—Mañana, Hotel Fantasy, habitación 406. A las 9:30pm. Te espero ahí. Me escapo por dos horas. Lo hacemos como lo escribí: con los ojos vendados. No hables mucho. Quiero perderme en la escena.



—Entendido —le dije.



Me quedé toda la noche despierto. Me la imaginaba desnuda, temblando sobre la cama, con la piel erizada y el deseo goteando entre las piernas. Antes de salir, metí en el bolsillo una pequeña botella de lubricante. Algo me dijo que esa noche iba a necesitarlo.



El viernes, a las 9:00 pm, recibí un mensaje confirmando el número de habitación: 406.



Caminé por los pasillos del hotel como si estuviera entrando a una dimensión paralela. El corazón a mil. La verga dura desde hacia una hora. Iba a cogerme a una mujer bellisima de 40 años, casada, en su punto justo de madurez. Y lo iba a hacer como parte de su fantasía más secreta. Un rol que ella misma había alimentado durante años.



Golpeé la puerta.



Silencio.



Volví a golpear, más suave.



La puerta se abrió apenas. No vi su rostro. Solo una figura en penumbras, envuelta en una bata de seda. Entré y cerré la puerta detrás de mí. El ambiente olía a perfume caro, y había una luz tenue sobre la cama. Elena estaba allí, desnuda, con una venda negra en los ojos, recostada boca arriba con las piernas cerradas y los brazos a los costados.



No dijo nada. Solo respiraba.



Me acerqué y me senté a su lado. Acaricié su muslo con el dorso de la mano. Ella se estremeció.



— ¿Estás lista? —murmuré.



Asintió. Le pasó la lengua por el cuello, despacio, saboreando su piel. Estaba caliente, suave, perfumada. Bajé hacia sus pechos. Tenía las tetas grandes y naturales. Perfectas para morder y chupar. Lo hice. Lento. Sentí su respiración agitarse.



Le abrí las piernas. Su sexo estaba empapado. Me incliné y empecé a lamerla con paciencia. Ella gimió. Bajito, contenido. Como si todavía no creyera que estaba pasando. Metí dos dedos mientras le comía el clítoris, y al cabo de unos minutos su cuerpo tembló.



—Aahhh… ¡ay, Dios…!



Su primer orgasmo.



Me desnudé rápido. La verga me latía como nunca. Me puse encima, la miré aunque no pudiera verme, y le entre de un solo empujón. Su cuerpo se arqueó. Era caliente, apretada, húmeda. Se aferró a las sábanas y empezó a gemir sin pudor.



—Sí… sí, así… no pares…



La cogí lento al principio, después más fuerte. Mi pelvis chocando contra su cadera en un ritmo perfecto. Ella gimiendo cada vez más alto. En menos de cinco minutos, acabo. Me sacudí entero. Me derramé dentro de ella.



Pero soy joven, me recupero muy rapido. Y esa noche no era para uno solo.



No habían pasado ni 5 minutos y ya estaba duro otra vez.



La hice girar. Boca abajo. Le abrí el culo con las manos. Tomé la botellita de lubricante del bolsillo de la campera y lo apliqué con cuidado, primero en mi verga, después entre sus nalgas. Ella se estremeció.



—¿Eso es…?



—Sí —susurré.



—Dale…hazlo.



Empujé despacio. Sentí su ano ceder poco a poco, hasta que estuve completamente dentro. Ella gimió profunda, con una mezcla de placer, sorpresa y delirio.



—¡Ay… ay, sí! ¡Eso! ¡Dios!



El lubricante fue clave. El movimiento era fluido, húmedo, perfecto. La cogí con fuerza, una mano en su cintura, otra mano jalando sus cabellos. El sonido de mi piel chocando contra su culo llenaba el cuarto.



Ella acabó otra vez, temblando, gritando, con las uñas marcando la sábana.



Yo terminé poco después, jadeando, descargándome dentro de su culo.



La ayudé a darse vuelta. Le saqué la venda. Me miré por primera vez. me vio. Y no dijo nada.



Sólo me besó.



Y una tercera vez, sobre las sábanas revueltas, con los cuerpos sudados, volvimos a coger. Esta vez con más besos, más susurros. Yo empecé a hablar. Le dije que era mía. Que nunca iba a olvidar esa noche. Y le encantaba que le hablara. Me lo decía al oído mientras cabalgaba mi verga por última vez.



Y cuando acabó por tercera vez, me besó mordiéndome el labio inferior.



—Nunca nadie me cogió así…



Nos vestimos. Se fue en silencio, con la sonrisa satisfecha de quien cumplió su más sucia fantasía.



Salí del hotel unos minutos después que ella. Caminé despacio, con la piel todavía caliente y los pensamientos revueltos. Sentía las piernas un poco temblorosas, como si mi cuerpo aún estuviera grabando el ritmo del encuentro, el vaivén de su cadera, el sonido de su respiración acelerada.



Se había ido sin reproches, sin frases incómodas, sin esa mirada que tantas veces temí. Al contrario, se fue con una sonrisa cómplice, satisfecha. Plena.



Mis 12 centímetros pasaron la prueba. Nunca se quejó. No hizo falta. Lo vi en sus ojos, en la forma en que me miró después del primer orgasmo, en cómo me pedía más, una y otra vez, con el cuerpo rendido y el alma abierta.



Toda la vida me sentí menos. Acomplejado. En silencio, me comparaba con otros, con mis amigos, con lo que se decía en los vestuarios, en los foros, en esas charlas cargadas de exageraciones masculinas. Creí que tenía algo que esconder, algo que compensar.



Y sin embargo, hoy entendí algo. Lo que me falta de tamaño ( mis 12 cms), lo compenso con carisma, inteligencia y sobre todo con mis nuevas habilidades.
































Capítulo 5

Tu perra obediente



Volví a casa esa misma noche, con el cuerpo flojo pero la mente encendida como una antorcha. Tenía la piel perfumada de Elena, las marcas de sus uñas en la espalda, y la voz temblorosa de ella repitiendo “ mi amo ” metida en la cabeza como un lazo que no quería cortar.



Al otro día, después de un desayuno que no probé, fui a ver a Gustavo. Él ya me esperaba con esa mirada de sabio que sabe más de lo que dice. Le conté todo. Sin censura. Cada palabra que usé, cada postura, cada reacción, cada suspiro de Elena. Él no se sorprendió. Solo asentía y sonreía de vez en cuando, como si supiera desde el principio cómo iba a terminar esa historia.



—Esto es apenas un pequeño ejemplo de lo que se puede lograr, Adrián —dijo, apoyando los dedos sobre su escritorio como si fuera a dar una clase—. Te acostaste con una mujer que, sin hipnosis ni sugestión, jamás te habría dado ni la hora. ¿Entendés el poder de lo que hicimos?



Asentí. Me sentí orgulloso. Pero también… hambriento. Como si lo de Elena hubiera sido solo un aperitivo.



—Lo que pasó en el hotel fue perfecto —siguió—. Encontramos la grieta. La fantasía. Ese hueco invisible por donde meternos hasta el fondo. Y ahora, ella bajó todas sus defensas contigo. Se entregó. Te reconoce como el hombre que la hizo sentir como nunca. Ese momento, después del sexo, cuando está respirando hondo y el cuerpo todavía vibra, ese instante… es oro puro. Ahí tienes que entrar.



—¿Entrar cómo?



—Hipnotizala. Pero no como lo hicimos al principio. Esta vez es más sutil. Estás adentro. Ya no hace falta forzar nada. Aprovechá ese estado postorgásmico. Hacela hablar. Indagá. Descubre qué más esconde. Qué más deseas. Y, de a poco, llevála al punto en que te pague cada encuentro sexual de forma voluntaria.



Me reí al principio, como si fuera una locura.



—¿Pagarme… por coger?



—¿Y por qué no? —respondió Gustavo, serio—. Si cree que es por terapia, por sanación, por deseo… es lo de menos. Lo importante es que vos seas el centro. Que sienta que solo contigo puede lograr eso que la desarma.



Me fui con las palabras rebotando en la cabeza. El viejo tenía razón. Elena no solo era una amante caliente. Era mi campo de prácticas. Mi conejillo de Indias de lujo. Y si lograba eso con ella, iba a poder hacerlo con cualquiera.



Pasaron los días. El viernes siguiente volví a hablarle. Le propuse vernos en un departamento alquilado por unas horas, en lugar de un hotel. Por seguridad, le dije. Por intimidado. Aceptó sin dudar. Elena ya no razonaba demasiado conmigo. Me deseaba. Yo necesitaba.



Y yo ya no la veía igual.



Cada vez que estaba entre sus piernas, me imaginaba que era Mónica. Cerraba los ojos, apretaba el culo de Elena con fuerza, y veía el cuerpo de mi madrastra, su pelo largo y negro, su piel blanca, su orto redondo y desafiante. Eso me llevaba al límite. Me desquiciaba.



La primera vez que se lo dije, fue casi sin querer. La tenía en cuatro, sobre el colchón de ese departamento alquilado, con la cabeza apoyada en la almohada y el culo bien abierto. Le unté lubricante con los dedos, suave, lento, como acariciando algo sagrado. Y cuando estuve listo para entrar, lo susurré en su oído:



—Sos mi perra… ¿lo sabés?



—Sí, amo —respondió con voz ronca—. Soy tu perra… dame más…



La cogí con fuerza, clavando las uñas en sus caderas. Cada vez que embestía, ella gemía más fuerte. Yo no hablaba mucho al principio. Apenas monosílabos. Si. De acuerdo. Más. Pero en algún punto me solté. Y a ella le encantó.



—Tu culo es mío —le dije, jadeando.



—¡Sí! ¡Todo tuyo!



—Te gusta que te cojan como una puta… ¿verdad?



-¡Si! Soy tu puta, tu perra, lo que quieras…



Acabó gritando, arqueando la espalda como si fuera una descarga eléctrica. Y yo me vine dentro de su culo, jadeando su nombre… o más bien, el de Mónica, sin decirlo en voz alta.



Después, mientras ella se recuperaba acostada boca abajo, temblando aún, me acerqué y me senté junto a ella.



—Respirará profundo —le dije, acariciándole el pelo.



—Mmm… sí…



—Sentí el aire entrando… saliendo… eso es… dejate llevar…



Fui bajando el tono de voz, guiándola con ritmo lento, suave. El cuerpo relajado, la mente abierta. Ya no necesitabas una aplicación. Solo necesitaba mi voz. Mi control.



—Ahora que estás así… relajada… confiás en mí, ¿verdad?



-Si…



—Quieres que siempre te haga sentir así de bien?



-Si…



—Entonces, escúchame bien. Cada vez que estemos juntos, vas a sentir que es justo compensarme. Que merezco algo más. Que lo que vivís conmigo es tan profundo, tan único, que vas a querer darme algo. Puede ser dinero, un regalo, lo que vos sientas. ¿Entendido?



—Sí… lo entiendo…



—Y vas a hacerlo feliz. Vas a disfrutar dármelo.



-Si…



La dejé dormir unos minutos. Cuando se despertó, sonreía como una nena después de un día en la playa.



—Eres increíble —me dijo—. No sé qué has hecho, pero cada vez me siento mejor.



Solo le respondí con una sonrisa pícara y un beso en sus labios.



Nos vestimos. Ella se fue con la promesa de repetirlo el viernes siguiente. Y así fue.



Cada viernes, nuevo lugar. A veces hotel, otras veces algún Airbnb trucho. Siempre a mi nombre. Siempre conmigo dominando la escena. El sexo se volvió rutinario, pero no aburrida. Rutina placentera. Un ritual.



Siempre terminamos igual: ella en cuatro, el culo bien arriba, yo empujando con fuerza mientras le decía al oído:



—¿De quién es este culo?



—¡Tuyo, amo! ¡Solo tuyo!



Y después, mientras jadeaba en la almohada, le inducía frases simples, directas, metidas como agujas dulces en su subconsciente. Y funcionaba.



Una noche me dio un sobre con billetes.



—Es por las sesiones… —dijo, apenas mirándome.



—¿Segura?



-Si. Me hacés sentir cosas que ni mi marido me provocó nunca. Lo justo es compensarte.



Y ahí supe que estaba en el camino correcto. Que lo que Gustavo me enseñaba no era una teoría. Era un arte. Una ciencia oculta. Y yo era su discípulo más entregado.



Pero también supera a algo más.



Que cada vez que me corría dentro del culo de Elena, cada vez que la escuchaba gemir “soy tu perra”… lo que en realidad deseaba



Y eso me hizo querer llegar aún más lejos.








Capítulo 6

Ojos de esmeralda



Después de varios encuentros con Elena, donde el sexo se volvió una especie de ceremonia cargada de gemidos, sumisión y billetes envueltos en sobres, mi padrino decidió darme el siguiente paso: practicar oficialmente la hipnosis en su consultorio.



Colocamos un cartel sobrio frente a la casa:

"Clínica Psicológica – Atención Gratuita con Hipnosis. Para dejar de fumar, dormir mejor, controlar la ansiedad".



Y empezaron a llegar. Mujeres, sobre todo. Algunas con rutinas rotas, otras con vacíos emocionales disfrazados de insomnio, o simplemente curiosidad. Y yo, que hasta hacía poco era un pibe de 19 años con cara de virgen, ahora parecía un profesional: camisas formales, barba prolija, gafas de marco delgado y una actitud pausada, de esas que inspiran confianza. Parecía de 28. Y actuaba como si tuviera 35.



Durante las primeras sesiones, usó un audífono discreto. Gustavo me susurraba indicaciones desde una habitación contigua. Pero con el tiempo, ya no hizo falta. La voz me salía sola. Tenía el ritmo, las pausas, la cadencia. Era un hipnotizador de carne y hueso. Uno que había entrenado en la cama, pero ahora también lo hacía en el sillón de un consultorio.



Hipnoticé a más de 30 mujeres. Algunas lloraron, otras agradecieron con abrazos, incluso una quiso besarme. Pero yo mantenía la distancia. Sabía que no todas eran oportunidades para el juego sucio. Algunas solo eran piezas de práctica, parte del entrenamiento. Hasta que llegó Andrea.



Fue un martes a las 4 de la tarde. Tocó el timbre con una puntualidad matemática. Tenía 32 años, gerente de una sucursal bancaria. Vestía como una ejecutiva de catálogo: falda tubo, blusa blanca, y un perfume caro que se sentía como una caricia al olfato. Su rostro era sereno, pero cansado. Ojos verdes. Intensos. Inolvidables. Como los de Mónica.



Lo que no sabía Andrea era que yo estaba en la habitación contigua. A espaldas suyas, observando por una rendija. Ella nunca me vio. Solo habló con Gustavo, que se presentó como el único terapeuta del lugar y le dijo que la atendería personalmente.



—Hace semanas que no puedo dormir bien —le dijo ella, sentándose en el diván—. Una amiga me recomendó este lugar.



—Vamos a ayudarte —le dijo Gustavo con esa voz de pastor zen—. Relájate. Cerrá los ojos…



Y poco a poco la llevó al trance. Como siempre, su voz se fue volviendo más lenta, más íntima, hasta que la mente de Andrea se abrió como un libro. Entonces comenzó a explorar.



—Contame sobre tus relaciones… ¿cómo te sentiste con tu sexualidad?



Andrea habló, entre suspiros y silencios. Dijo que había tenido tres novios. Que con todos hubo cariño, pero que su problema siempre fue el sexo. Que le costaba soltarse. Que se sentía inhibida. Que nunca se permitió ir más allá.



Gustavo ascendió, y empezó a trabajar.



—Andrea… vas a liberar esa parte de vos que está reprimida. Vas a vivir tu sexualidad sin miedo, sin culpa, sin control. Para eso, vas a encontrar un desconocido. Un hombre sin conexión con tu vida. No importa su físico, solo su actitud. Y lo vas a reconocer porque se acercará a vos en un bar… el viernes, a las 10 de la noche. El bar se llama Estación 42. Y cuando te mire a los ojos, va a decirte una frase: ojos de esmeralda . Y en ese instante, vas a saber que es él.



Luego reforzó el mensaje con varias capas más de sugestión. Le dijo que una vez que liberara esa parte de su cuerpo, podría volver a dormir plácidamente. Que ese hombre iba a ser la llave de su descanso. La vía hacia su paz interior.



Cuando terminó, Andrea despertó despacio. Dijo que se sentía extraña, pero bien. Y se fue.



Yo salí del cuarto cuando ella ya se había ido. Gustavo me miró y dijo, con tono de aprobación:



—El mensaje ya está implantado. Ahora te toca a vos hacer el remate.



El viernes me preparé con esmero. Me vestí como debía: pantalón de vestir, camisa negra, abrigo largo, gafas y barba impecable. Me miré al espejo y no vi a un pibe. Vi a un profesional del deseo.



Llegué a Estación 42 a las 9:50pm. Era un bar con luces tenues, música jazzeada y ambiente íntimo. La encontré sentada en una mesa lateral, sola, con una copa de vino blanco en la mano. Vestía una blusa verde esmeralda y jeans ajustados que resaltaban ese culo que me recordaba tanto a Mónica, que me daban ganas de morder la copa del deseo que tenía enfrente.



Respire hondo. Me acerqué con paso firme. Me paré junto a su mesa y la miré directa a los ojos.



—Qué bonitos tus ojos… ojos de esmeralda.



Fue como si el mundo se congelara. Andrea parpadeó dos veces. Y entonces ocurrió. El clic. Ese instante de aceptación silenciosa, donde el cuerpo se entrega antes que la mente. No dijo nada. Solo irritante, y me invitó a sentarme con un gesto de cabeza.



Pero no me equivoqué. El clic no era la meta. Era el disparador.



Me senté con tranquilidad. Pedí una copa. Y charlamos durante 15 minutos. Hablamos de cosas banales: música, libros, trabajo. Pero en el fondo, cada palabra que soltaba era un ancla. Reforzaba la hipnosis. Validaba el guion. Gustavo implantaba… yo remataba.



Ella reía con mis comentarios, se tocaba el cuello sin darse cuenta, cruzaba las piernas y me miraba con los ojos dilatados. Todo decía lo mismo: estaba lista.



A las 10:45 salimos del bar y caminamos hasta el departamento que ya tenía alquilado por Airbnb. Andrea no dudó. No preguntó nada. Como si todo ya estuviera escrito.



Apenas entramos, la besé suave.Ella se pegó a mí como si estuviera hambrienta. La llevé hasta el dormitorio sin hablar mucho. Le quité la blusa. Le bese los pechos. La desnudé con delicadeza, como si estuviera desenvolviendo un regalo de lujo.



Y la cogí.



La primera vez fue lenta. Con respeto. Con tacto. Ella gemía bajito, como si no se permitiera hacer ruido. Como si aún quedaran restos de vergüenza. Pero igual se vino. Con el cuerpo tenso y un suspiro contenido.



La segunda vez fue más intensa. La puse de espaldas, agarrándola de las caderas. Me movía con más fuerza. Le mordí el cuello. Le hable al oído:



—Estás aprendiendo a disfrutar, ¿no?



-Si…



—¿Te gusta esto?



—Mucho…



La tercera vez fue el momento de quietud. Ya estaba completamente entregada. Le puse las manos en la nuca, la hice arrodillar sobre la cama, y le hablé con otro tono. Uno que ya conocía bien.



—Sos mi perra… ¿lo sabés?



—Sí… —respondió con un gemido.



—Quiero que me lo digas.



—Soy tu perra…



—¿De quién es este culo?



—¡Tuyo! …



Y la cogi como tal. Como su amo. Con la fuerza de alguien que no pide permiso, que ya lo tiene todo. Se vino como loca. Yo acabé segundos después, jadeando su nombre.



Cuando nos acostamos, desnudos, sudados, respirando como dos sobrevivientes del deseo, Andrea se acurrucó contra mi pecho.



—No sé qué me hiciste… pero hacía años que no me sentía así…



Le acaricié el pelo, sonriendo.



Todo iba según el plan.




Capítulo 7

La práctica hace al amo



Cada viernes, sin falta, Andrea y yo repetíamos el ritual. A las diez de la noche ya estaba en el departamento que ella misma alquilaba por Airbnb. Me esperaba con una cena liviana, dos copas de vino y un conjunto de lencería diferente cada semana. Como si supiera que el deseo se alimenta también de la novedad.



Yo llegaba tranquilo, con la barba prolija, camisa entreabierta, sin apuro. Ella abriría la puerta y ya no hablábamos mucho. Me besaba apenas entraba, me agarraba de la nuca, y yo la levantaba en peso y la llevaba directo a la cama. Ya no había tiempo para sutilezas.



Cada viernes cogíamos hasta las ocho de la mañana del sábado. Dormíamos a ratos, entre polvo y polvo, entre ducha y café. Era un maratón que se repetía cada semana, pero nunca se sentía igual. Porque Andrea, aunque era una mujer seria en su vida pública, se había convertido en mi juguete privado.



La segunda vez que nos vimos, rompimos esa barrera que divide lo convencional de lo prohibido. Ya había notado que ella tenía curiosidad por el sexo anal. Su forma de moverse cuando le masajeaba las nalgas, cómo se quedaba inmóvil cuando mi lengua se perdía cerca de ahí. Esa noche, después de una larga sesión de sexo con penetración tradicional, la acosté boca abajo. Le besé la espalda, los hombros, la parte baja de la columna. Le escupí entre las nalgas y, sin pedir permiso, deslicé un dedo lubricado entre sus pliegues.



— ¿Alguna vez te lo hicieron por aquí? —le preguntó.



—Nunca… —murmuró—. Pero quiero.



No necesitaba más.



Abrí la botellita de lubricante, lo unté con paciencia. Primero con los dedos. Uno, luego dos. Ella gemía bajito, como conteniéndose. Y cuando estuvo lista, la monte despacio. Mi verga se abrió paso entre sus glúteos, empujando sin violencia, pero sin tregua. El calor de su cuerpo apretado me hizo jadear.



—Aah… Dios… ¡me estás llenando! —gimió con una mezcla de dolor y delirio.



Fui paciente. No la apuré. Mis movimientos eran lentos, circulares, saboreando cada centímetro que entraba. Andrea se estremecía con cada embestida. Hasta que su cuerpo se relajó y empezó a moverse conmigo.



—¡Sí…así! ¡Eso! ¡Sin parar! ¡Cógeme por el culo! ¡Me encanta!



Fue su primera vez. Y terminó en un orgasmo explosivo, con la cara hundida en la almohada y las piernas temblando.



Después de eso, el sexo anal volvió a formar parte del menú fijo. Cada viernes, sin falta, me pedía que termináramos así. Decía que era su nuevo favorito. Yo la entrené. Le enseñé a dilatar, a respirar, a disfrutar ese tipo de placer profundo que otras no se animan ni a imaginar.



Pero lo que más me excitaba no era solo cogerla por el culo. Era que pagara por ello.



Porque sí. Andrea pagaba todo.



El alquiler del departamento lo cubría ella. La comida la traía hecha o pedía delivery gourmet. El vino lo elegía con cuidado, como si estuviéramos celebrando una cita elegante. Y al final de cada encuentro, me dejaba una propina. A veces en un sobre. A veces con una sonrisa tímida, como quien se sabe culpable de un exceso.



—Te merecés esto —me decía—. Me hace sentir demasiado bien.



Y yo la aceptaba, claro. Con una sonrisa pícara y el orgullo inflado. Me encantaba esa sensación: que ella, una mujer poderosa, de mundo, de banco y corbatas, me pagara por cogerla. Que supiera que yo tenía el poder. Que el “licenciado en hipnosis” la tenía comiendo de la palma de la mano… o mejor dicho, gimiendo con la verga enterrada hasta el fondo.



En una de esas noches, luego de nuestra tercera cogida —porque sí, llegábamos a tres siempre—, la tenía recostada boca abajo, desnuda, con las nalgas enrojecidas y el ano aún sensible, y comencé mi sesión. Sin necesidad de formalidades.



—Andrea… ahora estás relajada… muy relajada…



-Si…



—Tu cuerpo vibra… pero tu mente está liviana… flotando…



—Mmm… sí…



—Escuchame… cada vez que estemos juntos, vas a disfrutar más y más el dejarte llevar… vas a entregarte sin límites… porque eso te libera… te hace bien… y también sabés que yo merezco una recompensa… ¿verdad?



—Sí… quiero compensarte…



—Eso es… con dinero… con regalos… con obediencia…



—Sí… quiero darte eso…



Y así, la fui moldeando. Sesión tras sesión. Polvo tras polvo. Cada noche era una escena donde el sexo y la sugestión se mezclaban hasta ser indistinguibles. Yo era su terapeuta, su amante, su amo.



Ella se volvió adicta.



Una noche, mientras me la cogía en cuatro, con los dedos apretando sus caderas y mi verga embistiendo su culo lubricado, ella gritó algo que me dejó tieso:



—¡Usame, amo! ¡Usame como tu puta personal! ¡Soy toda tuya!



Y no estaba actuando. Lo creía de verdad.



Yo solo podía pensar en Mónica.



En lo mucho que deseaba que esas palabras salieran de su boca. Que mi madrastra se pusiera así, en cuatro, que se entregara de esa forma. Andrea se había convertido en una copia funcional de ese deseo que no podía cumplir. Y eso, de alguna manera retorcida, me mantenía enfocado.



Hasta que una noche, mientras tomábamos café desnudos en la cama, mi celular vibró con un mensaje de Gustavo.



Era corto. Directo.



“Ya es hora de ir por el premio mayor: tu madrastra”.



Lo leí dos veces. Sentí un escalofrío. No por miedo, sino por excitación. Porque lo supe desde el principio. Todo esto —Elena, Andrea, las mujeres del consultorio— era entrenamiento. Práctica.



Mónica era el objetivo final.



Y yo ahora estaba listo.
 
Capítulo 8

Golpe a la reina





"Ya es hora de ir por el premio mayor: tu madrastra."



Mi corazón palpitaba fuerte, no por miedo, sino por una ansiedad ardiente. Mónica no era una mujer cualquiera. Era la mujer. El cuerpo que me había hecho masturbarme decenas de veces escondido en mi cuarto. El culo que usaba Andrea en mi mente cada vez que se lo cogía. El deseo prohibido que me había enseñado a mantener la máscara.



Y ahora, por fin, podía sacarmela.



Me reuní con Gustavo esa misma tarde. En su escritorio, me esperaba dos cosas: una libreta con anotaciones y un pequeño frasco con gotero.



—Necesitamos golpear a la reina en su castillo primero —dijo Gustavo, sirviéndose un whisky—. No podemos esperar que venga al campo de batalla. Tu vas a entrar ahí.



—Y esto? —pregunté, alzando el frasco.



—Sedante suave. Cuatro gotas bastan. Nada que la haga sospechar. Solo suficiente para que entre en un estado de relajación profunda. Lo vas a poner en su té de hierbas. Ese que toma antes de dormir. Ya que me comentaste que antes de dormir toma infusiones.



Asentí, con la botella ya en el bolsillo interior de mi campera. Gustavo continuó, como quien explica una fórmula exacta:



—Una vez que esté dormida, vas a entrar a su dormitorio. No se va a alterar. No va a despertarse sobresaltada. Y ahí vas a empezar: susurros. Mensajes subliminales. Nada explícito. Nada sexual todavía. Vamos a empezar por el entorno emocional.



—¿Qué tengo que decirle?



—Primero: que duerma profundamente. Que no se despierte con nada. Que esté tranquilo. Luego, lo importante: que desde ahora te salude con más afecto. Beso y alegría. Que el contacto corporal sea más cotidiano. Que busques tus abrazos. Que los roces no le incomoden. Que se vuelvan naturales.



—Y ¿cuánto tiempo mantengo eso?



—Un mes. Sin acelerar nada. Tiene que volverse costumbre. Que lo haga sin pensar. Que se sienta bien al hacerlo. Recién entonces pasó al segundo paso.



Lo miré con atención. Sentía que estaba recibiendo la fórmula para robar una joya valiosa sin disparar una alarma.



—Segundo paso —continuó—: sugerirle que te salude accidentalmente con un pico. Que los abrazos se vuelvan más ardientes. Que te permita una nalgada, pero que la tome como juego. Que no lo rechace. Que su mente lo justifique. Una broma. Una travesura. Lo importante es que no lo rechace. Que lo tolerare. Que le guste.



Saliva tragué. Me imaginé esa escena. Mónica saludándome con un beso en la boca sin pensarlo. Riéndose si le palmaba el culo.



—Y el tercer paso —dijo Gustavo, acercando su cara—: es convertirte en su confidente. Vas a sugerirla para que te vea como su amigo más íntimo. Que te cuente todo. Que capaz de sus cosas personales. Que te sientas como el único que la escucha. Que sus emociones pasen por ti.



—Y con eso…



—Con eso, Adrián… la vas a tener lista.



Ella es mi obsesión, Adrián... lo que nunca pude conseguir, lo que siempre me fue negado. Pero tu, tu eres distinto. eres mi aprendiz, mi reflejo mejorado. Y tengo fe en que lo vas a lograr. Si lo haces, me voy a sentir realizado. Porque a través tuyo, voy a poseer lo que siempre deseé.



Volví a casa esa noche con una mezcla de excitación y responsabilidad. Ya no era un juego. Esto era una operación. Y ella, la reina. Una reina que dormía a pocas paredes de distancia, con un culo perfecto y un alma aún intacta… por ahora.



El primer intento fue 3 días después. Mi viejo se había ido de viaje por 10 días. Mónica estaba sola conmigo en la casa. La vi entrar a la cocina en pantuflas, con una bata corta de algodón que dejaba ver sus piernas largas y bronceadas. Se preparaba su infusión habitual, una mezcla de manzanilla y tilo.



—Quieres que te lo prepare yo? —le preguntó con mi mejor sonrisa.



—Ay, gracias, Adri. Estoy hecha polvo.



La taza blanca, la bolsita de té, el agua caliente… y cuatro gotas.



Una. Dos. Tres. Cuatro.



Incoloras. Inodoras. Indetectables.



Se la serví con cuidado, mirándola mientras tomaba el primer sorbo. No se dio cuenta de nada. La vi suspirar, recostarse en el sofá y apagar el televisor con el control remoto.



Una hora después, estaba en su dormitorio.



La puerta entreabierta. El ambiente perfumado. Ella acostada de lado, con el camisón subido hasta las caderas. Respiraba suavemente. Estaba profundamente dormida.



Me senté al borde de la cama. Mi corazón bombeaba como loco, pero mi voz salió calmada.



—Mónica… estás tranquila… muy tranquila…



Una pausa. Respiración acompañada.



—Tu cuerpo descansa… tu mente flota… estás en paz…



Esperé. No se movía. Estaba completamente en trance.



—A partir de ahora… cuando me veas, vas a saludarme con más afecto… vas a sonreír… vas a buscar el contacto… vas a disfrutar abrazarme… y vas a encontrar normal darme un beso en la mejilla… incluso en la comisura… un beso cálido, natural… y vas a sentir que eso es lindo… que está bien…



Seguí repitiendo frases suaves durante casi media hora. Luego me levanté, cerré la puerta y me fui a dormir. Esa noche no me masturbé. No lo necesitaba. Mi mente estaba llena. Mi verga, calma. Lo importante era lo que venía después.



La primera reacción llegó a los tres días.



Estaba en la cocina, haciendome un sándwich, cuando Mónica bajó en pijama, sonriente.



—Buen día, Adri —me dijo con una voz cálida, distinta.



Y sin pensarlo, me abrazó. Se pegó a mí por la espalda y me besó la mejilla. Fue rápido, casual. Pero estaba ahí . Esa pequeña grieta. Esa primera obediencia.



Me doy la vuelta, sonriendo.



—Buen día, Móni…



Ella se rió. Me despeinó.



— ¿Vas a la universidad hoy?



—Sí, salgo en un rato.



—Suerte, —dijo, tocándome el brazo, dejándome una caricia breve.



Y me fui al cuarto con una erección que me dolía.



Repetí el ritual dos veces por semana. Sedante. Dormitorio. Susurros. Mensajes. Siempre con el mismo patrón. Y cada vez, el resultado era más evidente.



— ¿Cómo estás, Adri? —decía al verme—. Vení, dame un abrazo.



O me rozaba sin querer, pasándome por detrás en la cocina. Me apoyaba el pecho en la espalda al buscar algo en la alacena. Se reía. Me tocaba la cintura. Me saludaba con un beso cerca de la boca.





La reina empezaba a abrir las puertas del castillo.



Después de un mes, Gustavo me citó en su consultorio.



—¿Resultados?



—Todo como dijiste. Abraza, saluda con beso, busca contacto físico.



Gustavo asiente.



—Perfecto. Esta semana pasamos al paso dos. Vas a indicarle que un día te dé un piquito. Que lo tome como una distracción, una broma. Y además, que no le moleste si le palmás el culo alguna vez. Que no lo vea como una falta de respeto. Que su mente lo convertirá en algo lúdico. Que lo tolerare. Que lo disfrutes. ¿Entendido?



—Entendido.



—Y después… empezamos a abrirle el alma.



Me fui de ahí con el plan bien claro. Y con las ganas de ver ese día en que Mónica, mi reina, mi fantasía, mi obsesión… se agache frente a mí, me mire a los ojos y me diga:



— Sí, Adri… hazme tuya.



Y yo, por fin, la trate como lo que siempre quise que fuera.



Mi perra favorita.





Esa misma noche, mi papá ya había salido de viaje. Mónica y yo nos quedamos solos en casa. La vi preparar su té como siempre. Me ofrecí a hacerlo yo.



—Ay, gracias, Adri— dijo sonriendo, con esa voz suave que me calentaba hasta el alma.



Preparé la taza, metí las cuatro gotas, y se la di. Ella la tomó tranquila, sin sospechar nada. Una hora después, la casa estaba en silencio. Subí.



La puerta de su cuarto estaba entornada. Mónica dormía boca arriba, con el camisón subido hasta los muslos. Me senté en el borde de la cama y comencé:



—Estás tranquila... relajada... tu cuerpo descansa y tu mente escucha...



Esperé unos segundos.



—A partir de ahora, vas a saludarme con más afecto. Con una sonrisa, con un beso cariñoso. Un beso suave, hasta en la comisura de los labios. Vas a buscar abrazarme. A tocarme. Vas a sentir que eso es natural. Lindo. Que está bien.



Y añadí algo más:



—Y si alguna vez tus labios rozan los míos, vas a sentir que fue un accidente simpático. Y vas a querer repetirlo. Solo entre nosotros. Un secreto lindo.



Volví al cuarto con una erección dolorosa. Pero sin tocarme. Esto era mucho más grande que una paja.



2 días después, sucedió.



Yo preparaba café. Ella bajó en bata, despeinada, hermosa. Se acercó a saludarme y, sin querer, nuestros labios se rozaron. Un pico. Real. Rápido.



Nos quedamos congelados.



—¡Ay! —dijo riendo—. Te besé.



—Fue sin querer —respondí.



—Mejor. Que quede como nuestro secreto, ¿dale?



—Obvio.



Desde ese día, cada vez que estábamos solos, el saludo era un piquito. Rápido. Cómplice. Nuestro.



Entonces vino el segundo paso. Otra noche, otra taza, cuatro gotas. Cuando dormía, volví a su cuarto.



—A partir de ahora, si Adrián te alaba el trasero, vas a sentirte halagada. Orgullosa. Te va a gustar. Y si él dice que quiere tocarlo, vas a pensar: si tanto le gusta... que lo toque.



Y rematé:



—Desde ahora, cada vez que te salude con ese piquito, vas a dejar que te apriete el culo un poquito. Con confianza. Como algo tierno. Natural.



El fin de semana, estábamos en la cocina. Ella lavaba algo en la mesada, con una calza finita que le marcaba todo. Me acerqué y le dije:



—Tenés el culo más lindo que vi en mi vida.



Ella se giró, sonriendo.



—Ay, eres un atrevido...



—Es verdad. Lo pienso desde hace tiempo.



Ella se dio vuelta, sacó un plato del escurridor y dijo:



—Bueno... si tanto te gusta...



Me acerqué y le apreté el culo. Firme. Redondo.



Ella río bajito.



—Parece que te tengo mal, eh...



Y desde ese día, el saludo "pico y apretoncito" se volvió costumbre. Una coreografía privada. Ella ya no se resistía. Ya no se preguntaba nada. Lo vivía como algo suyo. Como algo nuestro.



Y yo... ya tenía el castillo dentro del puño.



La reina había empezado a agacharse frente a su nuevo amo.








Capítulo 9

La frase secreta





Una semana después me junté con Gustavo para contarle cada detalle. Lo de los picos, el apretoncito, los abrazos cada vez más largos. Era un cuento que antes hubiera parecido ciencia ficción. Ahora, era rutina. Y yo ya no lo veía como un logro: era solo parte del plan.



—Bien, muy bien —dijo Gustavo, satisfecho—. Pero ahora tenemos que proteger todo lo que hemos logrado. No podemos permitir que un cambio de rutina o una ausencia lo arruine. Vamos a implantar un seguro mental.



—¿Un seguro? —pregunté, intrigado.



—Una frase. Algo que la desconecte del mundo y la ponga en trance rápidamente. Algo que active su estado de obediencia instantáneo. A partir de hoy, vas a implantar esto: "mi bella flor del desierto". Cuando escuche esa frase, va a entrar en un estado de sumisión profunda. Obediencia pura. Como si vos fueras su comando.



Tomé nota mentalmente. Gustavo siguió:



—Y no te olvides de sus gotitas. Todas las noches. El mismo ritual. Pero esta vez quiero que lo grabes. Quiero ver que lo hagas bien. A esta altura no podemos permitirnos ni un solo error.



Asentí. llevé mi móvil para grabar y desde esa noche, cada sesión nocturna quedó registrada. Mónica dormida, su respiración suave, mi voz murmurando cerca de su oído.



—Estás relajada... tu cuerpo está tranquilo... tu mente abierta... escuchá mi voz...



Y luego:



—Cuando escuches la frase "mi bella flor del desierto", vas a entrar en un estado profundo de calma. Vas a sentir confianza, placer, entrega. Y vas a desear obedecer. Vas a sentir que seguir instrucciones te da tranquilidad... que hacerlo te hace sentir bien.



Repetí la frase cada noche, variando el tono, reforzando las emociones asociadas. Era como tatuárselo en el alma. Cada sesión quedaba registrada en video para que Gustavo pudiera analizarla luego.



A la semana, Gustavo me dijo:



—Probala. Pedile algo que no le guste hacer. Algo sencillo que sepamos que evitaría en cualquier contexto.



No tardé mucho en encontrar el ejemplo ideal: lavar y planchar mis camisas. Mónica odiaba lavar y planchar. Siempre lo había dicho. Que le daba pereza, que prefería mandarlas a la lavandería.



Ese jueves a la tarde, me acerqué a ella en la cocina. Ella preparaba un jugo natural, vestida con una calza negra y una remera suelta. Me acerqué por atrás, le di el piquito de costumbre, y mientras mi mano se apretaba contra su culo firme, le susurré:



—Mi bella flor del desierto...



Mónica se quedó quieta unos segundos. Bajó los hombros. Sus ojos parecieron suavizarse. Luego me miró con una sonrisa leve, como en trance.



—Móni...no tengo camisas limpias ¿Podrías lavarlas y planchármelas ?



Ella asintió despacio, sin quejarse.



—Claro que si.



—¿Seguro? Pensé que no te gustaba lavar ni planchar.



—Lo detesto, pero por ti, lo hago, si es para ti me siente feliz.



Mientras la veía lavar y planchar mis camisas, supe que el seguro estaba activado. No solo obedecía: lo hacía feliz. Y lo mejor: ni siquiera se daba cuenta.



Ese día entendí que ya no había barreras. Que lo impensado ya no existía. Que el castillo estaba abierto y el trono vacío.



Las semanas siguieron con el mismo ritmo. Piquitos en la cocina. Apretones en el culo. Abrazos desde atrás mientras cocinaba. Y ella... cada vez más suelta. Más cálida. Más mía.



Hasta que la vida, como siempre, se encargó de meter la cola.



Una llamada inesperada cambió todo:



—Adrián, tu mamá tuvo un accidente. Chocó en la ruta. No es grave, pero está internada y necesita cuidados. Tienes que venir.



Ella vivía en otro estado. No lo dudé. Armé una mochila y le conté a Mónica.



La despedida fue... diferente. Me abrazó fuerte. Y al separarnos, en vez del pico habitual, me besó en la boca. Un beso más largo. Más sentido.



—Cuídala mucho... y cuidate. Me vas a hacer falta —dijo, tocándome el pecho.



—Vos también. Te voy a extrañar todos los días.



Días después, Mónica estaba sola en casa. Mateo, como era costumbre, había vuelto a salir de viaje. Ella, en su camisón, descalza, con una copa de vino tinto en la mano, estaba por poner una serie.



Tocaron la puerta.



No esperaba a nadie. Frunció el ceño, caminó hasta la entrada. Abrió la puerta... y se quedó helada.



—Hola, Mónica —dijo Gustavo, con una sonrisa tranquila—. ¿Cómo está mi bella flor del desierto?



Los ojos de ella se nublaron. La copa tembló levemente en su mano. Su cuerpo se relajó. Sus labios se entreabrieron.



Y entonces supimos... que la reina estaba lista para obedecer al otro rey.






Capítulo 10

El otro rey



Mónica abrió la puerta y se encontró con Gustavo de pie, tranquilo, sonriendo como si fuera una visita casual. Su cuerpo reaccionó de inmediato al escuchar la frase.



—¿Cómo está mi bella flor del desierto?



Sus ojos se vaciaron de dudas, sus hombros bajaron y su expresión se volvió serena. Lo dejó pasar sin preguntas.



—Pasa... por supuesto.



Entraron en la casa. Estaba sola. Adrián en otro estado cuidando a su madre. Mateo, su esposo, de viaje. No había testigos. No había protección. Solo Mónica y el hombre que había trazado todo desde el principio.



Gustavo se sentó en el sofá y la invitó a hacer lo mismo. Ella obedeció. Se sentó a su lado, tranquila, con las piernas cruzadas y la mirada suave.



—Qué linda estás, Mónica. Sos una joya bien pulida.



Él la observó con satisfacción. Todo había salido como lo había planeado. Adrián solo había sido el peón, el instrumento. Un muchacho fácil de manejar, motivado por el deseo, dirigido por la voz de un mentor que lo usó como llave para abrir la grieta. Y ahora, la puerta estaba abierta de par en par.



—Ahora escuchame con atención. A partir de hoy, soy tu amo. Y vos sos mi esclava. Harás todo lo que yo te diga, sin cuestionar, sin pensar, sin dudar. Porque obedecerme te hace feliz. Porque servirme te calma, te da paz.



Mónica asintó levemente. Sus ojos seguían fijos en él, pero sin tensión. No había lucha. No había freno. Su mente flotaba bajo la programación exacta que Gustavo venía perfeccionando por décadas.



—Repetilo.



—Sos mi amo... y yo tu esclava.



—Muy bien. Y cada vez que escuches mi voz, vas a sentir placer y obediencia. Cada instrucción te va a calentar. Cada orden te va a excitar.



Gustavo siguió hablándole por varios minutos. Frases simples, directas, grabadas en lo más profundo. Cuando terminó, se reclinó con una sonrisa y le dijo:



Ahora sírveme un vaso de whisky, pero el de 18 años que tiene tu marido para ocasiones especiales.



La noche recién empieza para nosotros.
 
Capítulo 8

Golpe a la reina





"Ya es hora de ir por el premio mayor: tu madrastra."



Mi corazón palpitaba fuerte, no por miedo, sino por una ansiedad ardiente. Mónica no era una mujer cualquiera. Era la mujer. El cuerpo que me había hecho masturbarme decenas de veces escondido en mi cuarto. El culo que usaba Andrea en mi mente cada vez que se lo cogía. El deseo prohibido que me había enseñado a mantener la máscara.



Y ahora, por fin, podía sacarmela.



Me reuní con Gustavo esa misma tarde. En su escritorio, me esperaba dos cosas: una libreta con anotaciones y un pequeño frasco con gotero.



—Necesitamos golpear a la reina en su castillo primero —dijo Gustavo, sirviéndose un whisky—. No podemos esperar que venga al campo de batalla. Tu vas a entrar ahí.



—Y esto? —pregunté, alzando el frasco.



—Sedante suave. Cuatro gotas bastan. Nada que la haga sospechar. Solo suficiente para que entre en un estado de relajación profunda. Lo vas a poner en su té de hierbas. Ese que toma antes de dormir. Ya que me comentaste que antes de dormir toma infusiones.



Asentí, con la botella ya en el bolsillo interior de mi campera. Gustavo continuó, como quien explica una fórmula exacta:



—Una vez que esté dormida, vas a entrar a su dormitorio. No se va a alterar. No va a despertarse sobresaltada. Y ahí vas a empezar: susurros. Mensajes subliminales. Nada explícito. Nada sexual todavía. Vamos a empezar por el entorno emocional.



—¿Qué tengo que decirle?



—Primero: que duerma profundamente. Que no se despierte con nada. Que esté tranquilo. Luego, lo importante: que desde ahora te salude con más afecto. Beso y alegría. Que el contacto corporal sea más cotidiano. Que busques tus abrazos. Que los roces no le incomoden. Que se vuelvan naturales.



—Y ¿cuánto tiempo mantengo eso?



—Un mes. Sin acelerar nada. Tiene que volverse costumbre. Que lo haga sin pensar. Que se sienta bien al hacerlo. Recién entonces pasó al segundo paso.



Lo miré con atención. Sentía que estaba recibiendo la fórmula para robar una joya valiosa sin disparar una alarma.



—Segundo paso —continuó—: sugerirle que te salude accidentalmente con un pico. Que los abrazos se vuelvan más ardientes. Que te permita una nalgada, pero que la tome como juego. Que no lo rechace. Que su mente lo justifique. Una broma. Una travesura. Lo importante es que no lo rechace. Que lo tolerare. Que le guste.



Saliva tragué. Me imaginé esa escena. Mónica saludándome con un beso en la boca sin pensarlo. Riéndose si le palmaba el culo.



—Y el tercer paso —dijo Gustavo, acercando su cara—: es convertirte en su confidente. Vas a sugerirla para que te vea como su amigo más íntimo. Que te cuente todo. Que capaz de sus cosas personales. Que te sientas como el único que la escucha. Que sus emociones pasen por ti.



—Y con eso…



—Con eso, Adrián… la vas a tener lista.



Ella es mi obsesión, Adrián... lo que nunca pude conseguir, lo que siempre me fue negado. Pero tu, tu eres distinto. eres mi aprendiz, mi reflejo mejorado. Y tengo fe en que lo vas a lograr. Si lo haces, me voy a sentir realizado. Porque a través tuyo, voy a poseer lo que siempre deseé.



Volví a casa esa noche con una mezcla de excitación y responsabilidad. Ya no era un juego. Esto era una operación. Y ella, la reina. Una reina que dormía a pocas paredes de distancia, con un culo perfecto y un alma aún intacta… por ahora.



El primer intento fue 3 días después. Mi viejo se había ido de viaje por 10 días. Mónica estaba sola conmigo en la casa. La vi entrar a la cocina en pantuflas, con una bata corta de algodón que dejaba ver sus piernas largas y bronceadas. Se preparaba su infusión habitual, una mezcla de manzanilla y tilo.



—Quieres que te lo prepare yo? —le preguntó con mi mejor sonrisa.



—Ay, gracias, Adri. Estoy hecha polvo.



La taza blanca, la bolsita de té, el agua caliente… y cuatro gotas.



Una. Dos. Tres. Cuatro.



Incoloras. Inodoras. Indetectables.



Se la serví con cuidado, mirándola mientras tomaba el primer sorbo. No se dio cuenta de nada. La vi suspirar, recostarse en el sofá y apagar el televisor con el control remoto.



Una hora después, estaba en su dormitorio.



La puerta entreabierta. El ambiente perfumado. Ella acostada de lado, con el camisón subido hasta las caderas. Respiraba suavemente. Estaba profundamente dormida.



Me senté al borde de la cama. Mi corazón bombeaba como loco, pero mi voz salió calmada.



—Mónica… estás tranquila… muy tranquila…



Una pausa. Respiración acompañada.



—Tu cuerpo descansa… tu mente flota… estás en paz…



Esperé. No se movía. Estaba completamente en trance.



—A partir de ahora… cuando me veas, vas a saludarme con más afecto… vas a sonreír… vas a buscar el contacto… vas a disfrutar abrazarme… y vas a encontrar normal darme un beso en la mejilla… incluso en la comisura… un beso cálido, natural… y vas a sentir que eso es lindo… que está bien…



Seguí repitiendo frases suaves durante casi media hora. Luego me levanté, cerré la puerta y me fui a dormir. Esa noche no me masturbé. No lo necesitaba. Mi mente estaba llena. Mi verga, calma. Lo importante era lo que venía después.



La primera reacción llegó a los tres días.



Estaba en la cocina, haciendome un sándwich, cuando Mónica bajó en pijama, sonriente.



—Buen día, Adri —me dijo con una voz cálida, distinta.



Y sin pensarlo, me abrazó. Se pegó a mí por la espalda y me besó la mejilla. Fue rápido, casual. Pero estaba ahí . Esa pequeña grieta. Esa primera obediencia.



Me doy la vuelta, sonriendo.



—Buen día, Móni…



Ella se rió. Me despeinó.



— ¿Vas a la universidad hoy?



—Sí, salgo en un rato.



—Suerte, —dijo, tocándome el brazo, dejándome una caricia breve.



Y me fui al cuarto con una erección que me dolía.



Repetí el ritual dos veces por semana. Sedante. Dormitorio. Susurros. Mensajes. Siempre con el mismo patrón. Y cada vez, el resultado era más evidente.



— ¿Cómo estás, Adri? —decía al verme—. Vení, dame un abrazo.



O me rozaba sin querer, pasándome por detrás en la cocina. Me apoyaba el pecho en la espalda al buscar algo en la alacena. Se reía. Me tocaba la cintura. Me saludaba con un beso cerca de la boca.





La reina empezaba a abrir las puertas del castillo.



Después de un mes, Gustavo me citó en su consultorio.



—¿Resultados?



—Todo como dijiste. Abraza, saluda con beso, busca contacto físico.



Gustavo asiente.



—Perfecto. Esta semana pasamos al paso dos. Vas a indicarle que un día te dé un piquito. Que lo tome como una distracción, una broma. Y además, que no le moleste si le palmás el culo alguna vez. Que no lo vea como una falta de respeto. Que su mente lo convertirá en algo lúdico. Que lo tolerare. Que lo disfrutes. ¿Entendido?



—Entendido.



—Y después… empezamos a abrirle el alma.



Me fui de ahí con el plan bien claro. Y con las ganas de ver ese día en que Mónica, mi reina, mi fantasía, mi obsesión… se agache frente a mí, me mire a los ojos y me diga:



— Sí, Adri… hazme tuya.



Y yo, por fin, la trate como lo que siempre quise que fuera.



Mi perra favorita.





Esa misma noche, mi papá ya había salido de viaje. Mónica y yo nos quedamos solos en casa. La vi preparar su té como siempre. Me ofrecí a hacerlo yo.



—Ay, gracias, Adri— dijo sonriendo, con esa voz suave que me calentaba hasta el alma.



Preparé la taza, metí las cuatro gotas, y se la di. Ella la tomó tranquila, sin sospechar nada. Una hora después, la casa estaba en silencio. Subí.



La puerta de su cuarto estaba entornada. Mónica dormía boca arriba, con el camisón subido hasta los muslos. Me senté en el borde de la cama y comencé:



—Estás tranquila... relajada... tu cuerpo descansa y tu mente escucha...



Esperé unos segundos.



—A partir de ahora, vas a saludarme con más afecto. Con una sonrisa, con un beso cariñoso. Un beso suave, hasta en la comisura de los labios. Vas a buscar abrazarme. A tocarme. Vas a sentir que eso es natural. Lindo. Que está bien.



Y añadí algo más:



—Y si alguna vez tus labios rozan los míos, vas a sentir que fue un accidente simpático. Y vas a querer repetirlo. Solo entre nosotros. Un secreto lindo.



Volví al cuarto con una erección dolorosa. Pero sin tocarme. Esto era mucho más grande que una paja.



2 días después, sucedió.



Yo preparaba café. Ella bajó en bata, despeinada, hermosa. Se acercó a saludarme y, sin querer, nuestros labios se rozaron. Un pico. Real. Rápido.



Nos quedamos congelados.



—¡Ay! —dijo riendo—. Te besé.



—Fue sin querer —respondí.



—Mejor. Que quede como nuestro secreto, ¿dale?



—Obvio.



Desde ese día, cada vez que estábamos solos, el saludo era un piquito. Rápido. Cómplice. Nuestro.



Entonces vino el segundo paso. Otra noche, otra taza, cuatro gotas. Cuando dormía, volví a su cuarto.



—A partir de ahora, si Adrián te alaba el trasero, vas a sentirte halagada. Orgullosa. Te va a gustar. Y si él dice que quiere tocarlo, vas a pensar: si tanto le gusta... que lo toque.



Y rematé:



—Desde ahora, cada vez que te salude con ese piquito, vas a dejar que te apriete el culo un poquito. Con confianza. Como algo tierno. Natural.



El fin de semana, estábamos en la cocina. Ella lavaba algo en la mesada, con una calza finita que le marcaba todo. Me acerqué y le dije:



—Tenés el culo más lindo que vi en mi vida.



Ella se giró, sonriendo.



—Ay, eres un atrevido...



—Es verdad. Lo pienso desde hace tiempo.



Ella se dio vuelta, sacó un plato del escurridor y dijo:



—Bueno... si tanto te gusta...



Me acerqué y le apreté el culo. Firme. Redondo.



Ella río bajito.



—Parece que te tengo mal, eh...



Y desde ese día, el saludo "pico y apretoncito" se volvió costumbre. Una coreografía privada. Ella ya no se resistía. Ya no se preguntaba nada. Lo vivía como algo suyo. Como algo nuestro.



Y yo... ya tenía el castillo dentro del puño.



La reina había empezado a agacharse frente a su nuevo amo.








Capítulo 9

La frase secreta





Una semana después me junté con Gustavo para contarle cada detalle. Lo de los picos, el apretoncito, los abrazos cada vez más largos. Era un cuento que antes hubiera parecido ciencia ficción. Ahora, era rutina. Y yo ya no lo veía como un logro: era solo parte del plan.



—Bien, muy bien —dijo Gustavo, satisfecho—. Pero ahora tenemos que proteger todo lo que hemos logrado. No podemos permitir que un cambio de rutina o una ausencia lo arruine. Vamos a implantar un seguro mental.



—¿Un seguro? —pregunté, intrigado.



—Una frase. Algo que la desconecte del mundo y la ponga en trance rápidamente. Algo que active su estado de obediencia instantáneo. A partir de hoy, vas a implantar esto: "mi bella flor del desierto". Cuando escuche esa frase, va a entrar en un estado de sumisión profunda. Obediencia pura. Como si vos fueras su comando.



Tomé nota mentalmente. Gustavo siguió:



—Y no te olvides de sus gotitas. Todas las noches. El mismo ritual. Pero esta vez quiero que lo grabes. Quiero ver que lo hagas bien. A esta altura no podemos permitirnos ni un solo error.



Asentí. llevé mi móvil para grabar y desde esa noche, cada sesión nocturna quedó registrada. Mónica dormida, su respiración suave, mi voz murmurando cerca de su oído.



—Estás relajada... tu cuerpo está tranquilo... tu mente abierta... escuchá mi voz...



Y luego:



—Cuando escuches la frase "mi bella flor del desierto", vas a entrar en un estado profundo de calma. Vas a sentir confianza, placer, entrega. Y vas a desear obedecer. Vas a sentir que seguir instrucciones te da tranquilidad... que hacerlo te hace sentir bien.



Repetí la frase cada noche, variando el tono, reforzando las emociones asociadas. Era como tatuárselo en el alma. Cada sesión quedaba registrada en video para que Gustavo pudiera analizarla luego.



A la semana, Gustavo me dijo:



—Probala. Pedile algo que no le guste hacer. Algo sencillo que sepamos que evitaría en cualquier contexto.



No tardé mucho en encontrar el ejemplo ideal: lavar y planchar mis camisas. Mónica odiaba lavar y planchar. Siempre lo había dicho. Que le daba pereza, que prefería mandarlas a la lavandería.



Ese jueves a la tarde, me acerqué a ella en la cocina. Ella preparaba un jugo natural, vestida con una calza negra y una remera suelta. Me acerqué por atrás, le di el piquito de costumbre, y mientras mi mano se apretaba contra su culo firme, le susurré:



—Mi bella flor del desierto...



Mónica se quedó quieta unos segundos. Bajó los hombros. Sus ojos parecieron suavizarse. Luego me miró con una sonrisa leve, como en trance.



—Móni...no tengo camisas limpias ¿Podrías lavarlas y planchármelas ?



Ella asintió despacio, sin quejarse.



—Claro que si.



—¿Seguro? Pensé que no te gustaba lavar ni planchar.



—Lo detesto, pero por ti, lo hago, si es para ti me siente feliz.



Mientras la veía lavar y planchar mis camisas, supe que el seguro estaba activado. No solo obedecía: lo hacía feliz. Y lo mejor: ni siquiera se daba cuenta.



Ese día entendí que ya no había barreras. Que lo impensado ya no existía. Que el castillo estaba abierto y el trono vacío.



Las semanas siguieron con el mismo ritmo. Piquitos en la cocina. Apretones en el culo. Abrazos desde atrás mientras cocinaba. Y ella... cada vez más suelta. Más cálida. Más mía.



Hasta que la vida, como siempre, se encargó de meter la cola.



Una llamada inesperada cambió todo:



—Adrián, tu mamá tuvo un accidente. Chocó en la ruta. No es grave, pero está internada y necesita cuidados. Tienes que venir.



Ella vivía en otro estado. No lo dudé. Armé una mochila y le conté a Mónica.



La despedida fue... diferente. Me abrazó fuerte. Y al separarnos, en vez del pico habitual, me besó en la boca. Un beso más largo. Más sentido.



—Cuídala mucho... y cuidate. Me vas a hacer falta —dijo, tocándome el pecho.



—Vos también. Te voy a extrañar todos los días.



Días después, Mónica estaba sola en casa. Mateo, como era costumbre, había vuelto a salir de viaje. Ella, en su camisón, descalza, con una copa de vino tinto en la mano, estaba por poner una serie.



Tocaron la puerta.



No esperaba a nadie. Frunció el ceño, caminó hasta la entrada. Abrió la puerta... y se quedó helada.



—Hola, Mónica —dijo Gustavo, con una sonrisa tranquila—. ¿Cómo está mi bella flor del desierto?



Los ojos de ella se nublaron. La copa tembló levemente en su mano. Su cuerpo se relajó. Sus labios se entreabrieron.



Y entonces supimos... que la reina estaba lista para obedecer al otro rey.






Capítulo 10

El otro rey



Mónica abrió la puerta y se encontró con Gustavo de pie, tranquilo, sonriendo como si fuera una visita casual. Su cuerpo reaccionó de inmediato al escuchar la frase.



—¿Cómo está mi bella flor del desierto?



Sus ojos se vaciaron de dudas, sus hombros bajaron y su expresión se volvió serena. Lo dejó pasar sin preguntas.



—Pasa... por supuesto.



Entraron en la casa. Estaba sola. Adrián en otro estado cuidando a su madre. Mateo, su esposo, de viaje. No había testigos. No había protección. Solo Mónica y el hombre que había trazado todo desde el principio.



Gustavo se sentó en el sofá y la invitó a hacer lo mismo. Ella obedeció. Se sentó a su lado, tranquila, con las piernas cruzadas y la mirada suave.



—Qué linda estás, Mónica. Sos una joya bien pulida.



Él la observó con satisfacción. Todo había salido como lo había planeado. Adrián solo había sido el peón, el instrumento. Un muchacho fácil de manejar, motivado por el deseo, dirigido por la voz de un mentor que lo usó como llave para abrir la grieta. Y ahora, la puerta estaba abierta de par en par.



—Ahora escuchame con atención. A partir de hoy, soy tu amo. Y vos sos mi esclava. Harás todo lo que yo te diga, sin cuestionar, sin pensar, sin dudar. Porque obedecerme te hace feliz. Porque servirme te calma, te da paz.



Mónica asintó levemente. Sus ojos seguían fijos en él, pero sin tensión. No había lucha. No había freno. Su mente flotaba bajo la programación exacta que Gustavo venía perfeccionando por décadas.



—Repetilo.



—Sos mi amo... y yo tu esclava.



—Muy bien. Y cada vez que escuches mi voz, vas a sentir placer y obediencia. Cada instrucción te va a calentar. Cada orden te va a excitar.



Gustavo siguió hablándole por varios minutos. Frases simples, directas, grabadas en lo más profundo. Cuando terminó, se reclinó con una sonrisa y le dijo:



Ahora sírveme un vaso de whisky, pero el de 18 años que tiene tu marido para ocasiones especiales.



La noche recién empieza para nosotros.
Ufffffffffffff joderrrrr el plan q tenia 😅😳🤣🤣🤣🤣, esperando nuevos capitulos, la putada sera cuando Adri se entere de esto, o no
 
Ufffffffffffff joderrrrr el plan q tenia 😅😳🤣🤣🤣🤣, esperando nuevos capitulos, la putada sera cuando Adri se entere de esto, o no

¡Gracias por tu comentario! Tengo varias ideas para los próximos capítulos, aunque aún no hay nada definido. Lo que sí puedo adelantarte es que no será una historia con un final feliz al estilo de @FranRel. Apreciaría mucho recibir más comentarios y críticas constructivas, ya que me ayudarán a evaluar si voy por buen camino o si debo realizar cambios o correcciones en la novela. Esta es mi primera novela publicada, así que cada sugerencia es muy valiosa para mí.
 
Joder, que giro de guion, que cabron Gustavo, ha embaucado a todos para poner en marcha su plan, esto no puede acabar bien. deseando leer mas...
Mi enhorabuena por tu relato, me esta encantando
 

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