Galletona

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Capítulo 1 : La recomendación del padre

Ivana siempre había tenido los pechos muy grandes y muy caídos. Desde los catorce o quince años ya llenaba una copa 100 y los llevaba colgando, pesados, blandos, con la piel fina y esos pezones grandes y rosados que apuntaban hacia abajo. En el colegio las compañeras la llamaban «la galletona» a sus espaldas, porque decían que parecía una vaca gallega con las ubres hasta las rodillas. Ella aprendió a ir encorvada, a cruzar los brazos, a ponerse sudaderas anchas incluso en verano. Los embarazos y la lactancia solo remataron la faena: ahora, a los 37 años, cuando se quitaba el sujetador sus pechos caían como dos bolsas largas y suaves casi hasta el ombligo, llenos de estrías finas estrías plateadas. Los pezones, que antes eran de un rosa pálido precioso, se habían oscurecido durante los embarazos y la lactancia, pero después de dejar de dar el pecho a L., el pequeño, habían vuelto poco a poco a su color rosado original, solo que ahora eran más grandes, más sensibles, siempre un poco hinchados.
José, su marido, ya ni los rozaba. La última vez que follaron —hacía cinco meses— le dijo con la luz apagada: «Baja solo las bragas, no hace falta que te quites nada más». Ivana entendió perfectamente por qué.
Esa tarde, después de acostar a H. (el mayor, seis años) y a L. (el pequeño, dos), se metió en el baño y se miró en el espejo de cuerpo entero. Se quitó la camiseta y el sujetador de lactancia viejo y se quedó ahí, desnuda de cintura para arriba, agarrándose aquellos pechos vencidos con las dos manos, levantándolos, dejándolos caer, odiándolos.
Al día siguiente la llamó su padre.
—Ivana, mi niña, estás fatal. Se te nota en la voz hasta por WhatsApp. No puedes seguir así, hundida.
—Papá, es que me miro y me doy asco, Vicente. Todo me cuelga. José ni me toca. Me siento invisible.
—Escúchame bien. Tengo un amigo psicólogo que es una eminencia, Roberto. Me ayudó la vida cuando lo de tu madre. Es serio, discreto y muy bueno. Solo una sesión. Si no te gusta, no vuelves más. Pero ve, por favor. Por H., por L. y por ti.
Como siempre, acabó diciendo que sí.
Tres días después entró en el despacho de la Gran Vía. Roberto la recibió con una sonrisa serena, ojos verdes y una voz grave que le erizó la piel.
—Siéntate, Ivana. Sin prisa. Cuéntame qué te pasa de verdad.
Empezó hablando de la depresión, del cansancio eterno, de los niños… pero pronto las lágrimas llegaron solas.
—Me odio físicamente —soltó—. Siempre he sido la galletona del colegio, con estos pechos enormes que me cuelgan desde adolescente. Ahora, después de H. y de L., son… grotescos. Me llegan aquí —se señaló debajo de las costillas—. José ni los mira. Ya ni me desea.
Roberto no apartó la mirada. La sostuvo con calma, como si estuviera viendo algo hermoso.
—¿Y cómo llenas ese vacío de no sentirte deseada, Ivana?
Ella se mordió el labio, temblando.
—Conocí a un chico por internet. Adrián. Tiene 29 años. Quedamos hace tres meses en un hotel y… me desnudó del todo. Me miró estos pechos que tanto odio y me dijo que eran perfectos, que le volvían loco cómo colgaban, lo blandos que eran, lo grandes y rosados que se me ponían los pezones cuando me excitaba… Me los chupó durante minutos, me los apretó, los levantó con las dos manos mientras me follaba contra la pared… y yo me corrí gritando.
Se tapó la cara, muerta de vergüenza y, al mismo tiempo, liberada.
Roberto solo anotó algo en su cuaderno y la miró con una intensidad que le aceleró el pulso.
—Gracias por confiar, Ivana. Aquí no hay juicios. Solo verdad. Y tú mereces sentirte deseada exactamente tal como eres.
Cuando salió a la calle, el sol de Valencia le pareció más cálido.
Y ya sabía, sin ninguna duda, que volvería la semana que viene.
 
Capítulo 2: El camping

Ivana llegó a la segunda sesión exactamente igual que a la primera: vaqueros anchos, camiseta holgada gris, sujetador reductor que le aplastaba los pechos hasta casi hacerlos desaparecer. Se sentó encogida en la butaca, abrazándose el bolso contra el pecho como escudo.
Roberto la miró con la misma calma de siempre.
—Hoy no vamos a avanzar hacia delante, Ivana. Vamos a ir hacia atrás. Quiero entender de dónde viene este odio tan profundo a tu cuerpo.
Ella respiró hondo y empezó a hablar con voz baja.
—La primera vez que alguien vio mis pechos desnudos fue con 14 años, en un camping de Cullera. Era verano, iba con unas amigas y conocimos a un grupo de chicos de Alicante. Una noche nos escapamos a la playa. Yo estaba muy nerviosa, era virgen. Cuando llegó el momento y me quité la parte de arriba del biquini… se quedó mirando. Primero en silencio. Luego dijo: «Hostia, qué pasada». Y me los tocó, me los apretó, me los levantó… pero no supe si era admiración o burla. Al día siguiente sus amigos ya me llamaban «la de las ubres» por todo el camping.
Roberto asintió sin interrumpir.
—Después de eso hubo de todo —continuó Ivana—. Algunos chicos se volvían locos, me los chupaban durante horas, me decían que nunca habían visto unas tetas tan caidas y tan blandas. Otros se reían en mi cara y me llamaban vaca. Otros… solo querían follarme por las tetas: me las apretaban, me las follaban, se corrían encima y luego ni me miraban a los ojos. He tenido épocas en las que me sentía deseada, sí… pero también épocas en las que me daban ganas de cortármelas. Y al final siempre ganaba la vergüenza.
—¿Y José?
—José es de los que no las miran. Desde que nacieron los niños, ni las roza.
Roberto dejó que el silencio se asentara un rato.
—Entonces has vivido las dos caras: la adoración y la humillación. Y tu cuerpo aprendió que no puede fiarse de ninguna de las dos.
Ivana asintió, con los ojos húmedos.
—Exacto.
—Pues aquí vamos a hacer algo distinto —dijo Roberto con voz serena—. Aquí no habrá ni burla ni juicio. Solo verdad. Poco a poco. Sin prisa. Y sin tareas para casa, en la sesión anterior no te pedí ninguna, y hoy tampoco. Cuando estés preparada para hablar de esas épocas en las que sí te sentiste deseada, me lo cuentas. Si no, no pasa nada.
Ivana lo miró sorprendida, casi aliviada.
—Gracias.
—Gracias a ti por confiar —respondió él—. Nos vemos la semana que viene. Mismo día, misma hora.
Cuando salió a la Gran Vía, el aire de noviembre le pareció menos frío.
Algo dentro de ella, muy pequeñito, empezaba a descongelarse.
 
Capítulo 3: El corro de las risas

Tercera sesión. Ivana llegó puntual, como siempre, pero esta vez se sentó más recta en la butaca. Seguía con ropa ancha, pero había dejado en casa el sujetador reductor más agresivo; llevaba uno normal, de algodón, y se notaba que sus pechos se movían un poco al andar.
Roberto cerró la puerta, se sentó frente a ella y esperó en silencio.
Ivana habló sin que él tuviera que preguntar.
—He estado pensando toda la semana en el colegio, en el vestuario. No sé por qué, pero ahora lo recuerdo con todo detalle, como si estuviera pasando otra vez.
Hizo una pausa, respiró hondo.
—Los jueves teníamos educación física a última hora. Eso significaba que después nos cambiábamos todas juntas en el vestuario pequeño, el de abajo, que olía a cloro y a sudor viejo. Yo siempre era la última en entrar porque sabía lo que me esperaba. En cuanto cerraba la puerta empezaba.
Se le quebró un poco la voz.
—Se ponían en semicírculo. Sandra, Marta, Laura, las tres guapas de clase… y las demás detrás. Me decían: «Venga, galletona, desnúdate, que hoy toca ordeño». Yo intentaba cambiarme de espaldas, pero una me tiraba del elástico del sujetador por detrás, ¡zas!, y los pechos me saltaban hacia delante como dos globos llenos de agua. Se morían de risa viendo cómo se balanceaban, cómo tardaban en parar. «Mira, mira, parece que aplauden», gritaba una. Otra me pellizcaba un pezón por encima de la camiseta y decía: «¿Ya tienes leche, vaca?». A veces me rodeaban del todo y me daban golpecitos en las tetas con la palma abierta para verlas moverse más. Yo me quedaba quieta, roja, con ganas de morirme.
Roberto escuchaba inmóvil, sin apartar los ojos.
—Y los chicos… los chicos lo sabían todo, porque las paredes no llegaban al techo. Se subían a los bancos del vestuario de al lado y gritaban por encima: «¡Eh, galletona, sacude las ubres!», «¡Venga, un poco de leche para el recreo!». Algunos silbaban como si estuvieran en una granja. Una vez, al salir, me encontré a tres esperándome en la puerta. Uno me dijo delante de todos: «Oye, Ivana, ¿cuánto pesan esas dos sandías? ¿Te duelen los hombros?». Y los otros se partían. Yo bajaba la cabeza y pasaba corriendo.
Se le escapó una lágrima, pero no se la secó.
—Durante dos cursos enteros fue así. Dos cursos. Al final pedí a mi madre que me cambiara de instituto, inventé que me acosaban por otra cosa. Nunca le conté lo de las tetas. Me daba demasiada vergüenza.
Roberto habló por primera vez, muy bajo.
—¿Y tú, con quince años, ¿qué sentías exactamente cuando te rodeaban y se reían?
Ivana lo miró fijamente.
—Sentía que mi cuerpo era un delito. Que yo era un chiste con patas. Que nunca nadie me iba a querer de verdad, solo a reírse o a aprovecharse.
Silencio.
Roberto asintió despacio.
—Entonces ese corro de niñas y de niños te enseñó una mentira muy grande: que tus pechos eran ridículos y humillantes. Y tú te la creíste. Treinta años llevas pagando por esa mentira.
Ivana tragó saliva.
—¿Y ahora qué?
—Ahora vamos a empezar a desmontarla. Muy despacio. Sin prisa. Cuando estés lista para hablar de los momentos en que sí te desearon de verdad, me lo cuentas. Hasta entonces, seguimos aquí, en el vestuario, hasta que deje de doler tanto.
Ella asintió, sorbiéndose la nariz.
Al salir del despacho, por primera vez, no se ajustó la camiseta para esconderse.
Dejó que los pechos se movieran un poco bajo la tela.
Solo un poco.
 
Capítulo 4: El padre de Sandra

Cuarta sesión.
Ivana llegó con diez minutos de antelación y se quedó esperando en la puerta del portal, fumando un cigarrillo que no terminaba de encenderse del todo. Cuando Roberto abrió, ella ya tenía los ojos rojos de tanto pensar.
Se sentó, cruzó las piernas y soltó sin preámbulos:
—La primera vez que alguien me miró los pechos y se le puso cara de querer comérselos… fue el padre de Sandra.
Roberto alzó una ceja, pero no dijo nada. Solo esperó.
—Sandra era la peor. La que organizaba el corro en el vestuario, la que me pellizcaba los pezones y gritaba «¡mirad cómo se le balancean las ubres!». Yo la odiaba con toda mi alma. Un día de junio, con 16 años recién cumplidos, fui a su casa a devolverle un libro suyo que había cogido por error (no sé realmente porque no lo tire a la basura directamente). Su madre no estaba, solo estaba su padre. Tendría unos cuarenta y tantos, alto, moreno, con manos grandes y una voz ronca que me recibió en camiseta y vaqueros.
Ivana bajó la mirada un segundo, como si todavía le diera vergüenza el recuerdo… o como si le excitara demasiado.
—Nada más verme me dijo: «Tú eres Ivana, ¿verdad?. Yo me puse en guardia al instante. Pensé que me iba a echar la bronca o algo. Le solté borde: «Seguro que tu hija te ha contado maravillas, ¿no? Que si la galletona, que si la vaca…». Él se quedó callado, me miró de arriba abajo y dijo: «Sandra es una niñata cruel. Tú ven, pasa».
Me llevó a la cocina, me sirvió un vaso de agua fresca. Yo seguía de morros, pero él era tan amable que me descolocó. Me preguntó si era verdad lo que Sandra contaba por casa, que sus amigas la tenían martirizada con las burlas. Yo, sin saber por qué, se lo conté todo: el corro, los tirones de sujetador, los gritos de «ubre» y «vaca lechera»… Se me saltaron las lágrimas de pura rabia.
Él me escuchaba serio. Cuando terminé dijo: «Enséñamelas».
Ivana se detuvo. Respiró hondo.
—Pensé que había oído mal. Le dije: «¿Cómo?». Y él, muy tranquilo: «Que me las enseñes. Quiero ver qué es lo que tanto odia mi hija, porque yo solo veo a una chica preciosa con un pecho espectacular».
Roberto no se movió, pero sus ojos se oscurecieron un poco.
—Me quedé helada, pero algo dentro de mí… no sé. Me temblaban las manos cuando me quité la camiseta. Luego el sujetador. Y ahí estaban, colgando como siempre, largas, pesadas, los pezones rosados ya duros del nerviosismo. Él se acercó despacio, sin tocarme aún. Solo miró. Y suspiró: «Joder, Ivana… son brutales. Mira cómo caen, qué piel tan suave, qué grandes están…». Y por primera vez alguien me los miraba así, como si fueran lo más bonito del mundo.
Se acercó más. Me levantó uno con la palma abierta, lo sopesó. «Pesan mucho, ¿eh?». Yo asentí sin voz. Luego hizo lo mismo con el otro. Los juntó, los apretó un poco, vio cómo se desbordaban por los lados de sus manos. «Son perfectos», murmuró. Y empezó a besarlos. Primero suave, por abajo, donde más cuelgan. Luego subió hasta los pezones y los chupó despacio, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Yo me apoyé en la encimera de la cocina porque las piernas me fallaban.
Me bajó los shorts y las bragas de un tirón. Me sentó encima de la mesa. Me abrió de piernas y, sin dejar de mirarme a los ojos, se desabrochó el pantalón. Estaba durísimo. Me penetró de una embestida lenta, profunda, agarrándome los pechos con las dos manos como si fueran asas. Cada vez que empujaba los apretaba más fuerte, los levantaba, los dejaba caer, los veía botar. Me decía al oído: «Mira cómo se mueven, joder, mira qué tetas más impresionantes tienes, me vuelven loco…». Yo gemía como una loca, me corrí dos veces seguidas mientras él seguía follándome sin parar.
Al final se salió, me puso de rodillas y se corrió encima de ellos, chorros calientes que me resbalaban por la barriga. Luego me limpió con su propia camiseta, me besó en la boca y dijo: «La próxima vez que mi hija te llame galletona, acuérdate de esto».
Ivana terminó el relato con la voz ronca y las mejillas ardiendo. Tenía las manos apretadas entre los muslos.
Roberto habló por primera vez, muy bajo:
—¿Y cómo te sentiste después?
—Como si alguien hubiera borrado de un plumazo todos los años de burlas. Durante semanas andaba por el instituto con la cabeza alta. Sandra seguía siendo una hija de puta, pero ya no me llegaba. Porque sabía que su padre se había corrido mirándome las tetas como si fueran el mayor tesoro del mundo.
Silencio denso.
Roberto anotó algo y levantó la vista.
—Gracias por contármelo con tanto detalle, Ivana. Esa fue tu primera experiencia real de deseo auténtico. Y ocurrió, precisamente, con el padre de tu peor acosadora. El universo tiene un sentido del humor muy particular.
Ivana soltó una risita nerviosa.
—¿Y ahora qué?
—Ahora seguimos desmontando la vergüenza. Pero ya has dado un paso enorme: has sido capaz de recordar ese recuerdo y contármelo sin tapar nada. La próxima semana, si quieres, hablamos de otra vez que te desearon de verdad. O seguimos aquí. Tú decides.
Ella se levantó, pero antes de irse se quedó un segundo en la puerta.
—Roberto… ¿tú también las mirarías así algún día?
Él sonrió apenas, sin contestar directamente.
—Cuando estés preparada para que alguien las mire sin que sea terapia, me lo dices.
Ivana salió con el corazón a mil y los pezones duros bajo la camiseta.
 
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