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Resubo por aquí cosillas que tenía publicadas en pajis, y que espero seguir publicando con la periodicidad que mi pereza me lo permita. Se trata de relatos cortos que -casi- nunca tendrán continuación.
 
Una noche perfecta

Como en una película. Me miraba, nos miraba a los dos, y aquella no era yo, ni ese mi marido. No podíamos ser nosotros. A nosotros no nos pasan estas cosas, nosotros no somos así. Al menos, no yo; él... Él siempre insistía en que las escenas que imaginaba eran mero juego, que nunca saldrían de las cuatro paredes de nuestro dormitorio. Bien sabía que de todas formas conmigo lo tenía crudo: ni de coña iba a hacer un trío con nadie, y menos un intercambio de parejas. Y sin embargo aquí estoy, con una polla que no es la de mi marido entrando y saliendo de mí . No sabría decir cómo he acabado aquí. Bueno, quizás sí: por el cabreo monumental que llevo encima, o mejor dicho, por el que llevaba hasta hace unos veinticinco minutos. Cabreo con el que terminó una noche que prometía ser perfecta: escapada de tres días en una localidad costera de Málaga, jacuzzi en el balcón, vino, copa, baile... Era la última noche. Hacía tiempo que no me sentía tan relajada, tan libre. Esta noche íbamos a amortizar el precio de la habitación, eso estaba claro. Pero vas y lo jodes todo. Qué hijo de puta. Te escucho sin poder creerme lo que oigo: que si era un regalo para mí, que si nadie me obligaba a nada, que si lo habías seleccionado enteramente a mi gusto, que si lo del trío era una fantasía de los dos... Solo tengo ganas de llorar. Me siento engañada, decepcionada. Me siento tan, tan tonta. Y sobre todo siento rabia, mucha rabia. Estoy a punto de mandarte a tomar por culo, a ti y a tu amigo. Que duerma en la playa, pienso, y mañana... mañana todo habrá cambiado. Para mí, para nosotros. Pero en el último momento mi rabia da un giro inesperado:

—Mira, he cambiado de opinión. Dile que pase al maromo. Pero tú fuera de aquí. Ya.

La penumbra de la habitación me pone fácil las cosas: ni veo su cara ni él la mía. Es más joven que nosotros, esta bueno y parece que sabe lo que hace. Mi nerviosismo y mi cabreo van dando paso a la excitación. Hacía veinte años que no me tocaba otro hombre. No se me da bien describir las escenas de sexo, ni tengo un recuerdo demasiado claro, así que no lo haré. Solo sé que en un momento acabé cabalgándolo de espaldas a él. Y entonces lo vi. Mi marido observaba desde el quicio de la puerta. Miraba hipnotizado cómo ese rabo entraba y salía de mí. Y yo sabía lo que estaba pensando. Era su fantasía, no; era su obsesión. Era aquello que había sido más fuerte que nuestro matrimonio, más fuerte que su amor por mí. Le hice una seña. Se acercó. Acercó su cara a mi coño, fascinado como un niño por el ritmo de lo que veía. No se atrevía a hacer lo que deseaba tanto, así que guie su cabeza con mi mano hasta donde él deseaba estar con toda su alma. Esa fantasía se había convertido en una de nuestras habituales. A menudo, mientras taladraba mi coño con un consolador de respetables dimensiones, chupaba mi clítoris como si la vida le fuera en ello y me pedía que me imaginara cómo sería hacerlo con una polla de verdad, y cómo a él le gustaría verlo. Y yo me corría. Claro que me corría. Como una loca. Así estaba bien. Él era feliz y yo era feliz. O eso pensaba.

Mi orgasmo se acerca. Este consolador de carne y hueso definitivamente conoce su oficio. Veo como la lengua de mi marido no solo recorre mi coño, sino también el rabo que me taladra. Esa visión es demasiado para mí. Me corro entre sollozos de un placer casi doloroso, como nunca jamás lo había hecho. Me desplomo sobre la cama. El maromo se levanta, se viste y desaparece sin mediar palabra. Quedamos el uno junto al otro, en silencio. Mi marido me mira y sonríe, satisfecho. Acaricio su pelo y le devuelvo la sonrisa, pero con un gesto que no sabe interpretar. Mi cabreo había desaparecido, dejando tras de sí un oscuro, enorme vacío. Y como si tuvieran vida propia, tres palabras se escapan de mi boca, duras, inapelables:

—Quiero el divorcio.
 
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Tareas domésticas
Cuando uno excepcionalmente vuelve a casa a media mañana y oye gemidos en su dormitorio, hasta al más pintado le saltan las alarmas: no es que desconfíe, pero a esa hora mi mujer debería estar también en el trabajo. Así que no creo ser el único que haya reaccionado en esa situación como yo lo hice. Me acerqué sigilosamente y empujé la puerta que solo estaba entornada. Y la vi. Respiré aliviado. Solo había un cuerpo en la cama. Tendida boca arriba y abierta de piernas, nuestro consolador transparente de considerables dimensiones entraba y salía de su coño. Parecía estar cercana al orgasmo, con los ojos cerrados y retorciéndo de forma que se me antojaba dolorosa su pezón izquierdo. En un momento dado empezó a musitar algo ininteligible. Ininteligible a pesar de casi gritarlo, ya que gemía palabras... en ruso.
Nuestra señora de la limpieza lleva con nosotros muchos, muchos años, ayudándonos una vez por semana con las tareas más pesadas de la limpieza semanal. Su aspecto tiene realmente algo de "señora", y es que por mucho que sea de más o menos nuestra edad su figura algo entrada en carnes y su estilo clásico en el vestir la hacen parecer algo mayor. Siempre he sentido un gran respeto por ella: digna, educada y prudente, en su manera de expresarse se adivina un nivel de educación superior a la del trabajo le ha tocado desempeñar.

Así que verla así, despatarrada, con un consolador enorme en su coño y corriéndose en nuestra cama de matrimonio, resultaba tan inverosímil que me costó trabajo asumir que estaba realmente despierto. Sé que debería haberme retirado inmediatamente al verla, pero reconozco que la sorpresa me dejó paralizado. Bueno, la sorpresa y un incipiente cosquilleo en la entrepierna, que uno no es un santo precisamente. Y ese pequeño retraso lo desencadenó todo. En medio de su sonoro orgasmo abrió los ojos y me vio. No sé, amable lector, si usted conoce esa sensación de ser pillado infraganti en medio de un orgasmo. Al parecer, el chute de placer que se desencadena en el cuerpo interfiere con la capacidad de toma de decisiones: vamos, que durante unos instantes uno está "enajenado", con apenas control de los propios actos. Solo así se puede explicar que durante unos pocos segundos mi señora de la limpieza no detuviese su frenético trajín ante mis atónitos ojos. Pero esos segundos pasaron, y siguió por fin lo lógico: un grito de sorpresa, un taparse rápidamente con la ropa de cama, un no saber dónde meterse. Liberado ya del encantamiento, me retiré al salón para que tuviera tiempo de vestirse. Cuando por fin salió, su cara era un poema. Con los ojos enrojecidos se disculpó como pudo, balbuceando a duras penas que su comportamiento había sido imperdonable y que por favor no le dijese nada a mi mujer.

Yo no estaba mucho menos avergonzado con la situación, y me pareció que la vergüenza que debía estar pasando era penitencia más que suficiente. Así que le dije que era cierto, que era inaceptable que hiciese algo así en su horario de trabajo, pero que teniendo en cuenta los años que llevaba con nosotros lo dejaría estar y no le diría nada a mi esposa.
—Sin embargo, —le dije— lo que es absolutamente inaceptable es que hayas utilizado el consolador de mi mujer. Espero una explicación si no quieres que se lo cuente—.
—No... no puedo explicarlo.—
—Dime la verdad, ¿lo has hecho en más ocasiones?—
—Sí...digo masturbarme aquí. Pero el consolador es la primera vez que lo cojo. Lo juro.—.
—Sigo esperando esa explicación.— repetí ya irritado.—
—No... no creas que rebusco entre vuestras cosas. No se me ocurriría. Pero un día, guardando la ropa, me encontré la caja donde guardáis vuestras... vuestras cosas de pareja.—
—¿Y...?—

Con la mirada hundida en el suelo prosiguió:
—No pude evitar echar un ojo. Nunca he tenido cosas así. Mi marido y yo no somos de esos.—
Automáticamente se dió cuenta de lo que había dado a entender, y se corrigió:
—Perdón, me refiero a que somos más "clásicos". — Lo guardé todo y no lo volví a tocar, lo prometo. Esto fue hace unas semanas. Pero desde entonces no he podido sacarme de la cabeza ese... aparato. Y hoy no sé lo que me ha pasado. No tengo disculpa. Qué vergüenza, Dios mío. Todo esto es tan impropio de mi edad y mi condición. Yo no soy así. Perdóneme.—Terminó entre sollozos.

Me di cuenta de que mi pregunta había respondido más al morbo que a la indignación, y me avergoncé de mí mismo
.—No te preocupes, no pienso decir nada. Pero, por favor, no vuelvas a hacerlo.

Y aquí hubiera terminado todo si su mirada agradecida no hubiera reparado en el notable bulto que se dibujaba en mi pantalón. Ahora el avergonzado era yo, yo era el que no sabía dónde meterse. Se produjo un momento eterno de silencio incómodo, tras el cual sucedió lo que menos hubiera podido imaginarme. Sin mediar palabra se arrodilló y procedió a abrir lentamente mi bragueta, como esperando permiso, o por el contrario, un grito de indignación por mi parte. Pero ese grito no llegó. Permanecí inmóvil. Segura ya de mi permiso tácito, sacó mi polla y empezó a menearla tímidamente, incluso diría que con cierta torpeza. Por fin reaccioné. Aquello no tenía marcha atrás.
—Chúpamela— Le dije.

Definitivamente creo no había mentido en cuanto a lo "clásica" de su vida sexual. Se notaba la inexperiencia, impropia de alguien de su edad, pensé. Casi como si fuera su primera vez. Y esa inexperiencia se me antojó terriblemente excitante.

Le hice un gesto para que se levantara y la llevé al dormitorio. Empecé a besarla y a quitarle la ropa mientras ella me desembarazaba de la mía. La tendí en la cama y procedí a corresponderle. Me pareció probable que su inexperiencia en el sexo oral activo lo fuera también en el pasivo. Cuando mi cara se acercó a su coño su mano intentó pararme... sólo tímidamente. Al parecer era un mundo nuevo para ella y yo estaba feliz de ser quien se lo descubriera. Siempre lo es, pero esta vez fue un placer muy especial el juguetear con el clítoris, hundir la lengua en la vagina o alternar entre dedos y lengua en uno y otro lugar. Sus manos acariciaban mi cabeza animándome a seguir, como temerosa de que aquello acabase. Su cuerpo comenzó a arquearse anunciando el inminente final, así que le di la vuelta y la puse a cuatro. De nuevo, sus dudas a la hora de colocarse en esa posición impropia de gente decente me confirmaban la sospecha de lo poco variado de las prácticas sexuales con su marido.
No era momento de delicadezas. Empecé a follarla fuerte. La fiereza con la que había retorcido su pezón mientras se masturbaba me había dado una pista de sus gustos, así que me arriesgué con un azote. Al gritito de sorpresa inicial sucedió un fuerte gemido. Subí la intensidad de los azotes, y su cuerpo empezó a temblar.
En ese momento no pude evitar preguntarle algo que había estado rondando mi cabeza todo el tiempo:
—Dime qué decías mientras te masturbabas—
—...N...nada.—Gimió—
—Dímelo o paro ahora mismo.—
—No, por favor...pensaba en ti... y en ella... decía fóllame... folladme.—
Esa confesión desencadenó un orgasmo que pareció llegar a cada rincón de su cuerpo. Me corrí con ella, dentro de ella, y nos quedamos allí, abrazados, exhaustos, felices.

Inevitablemente llegó el momento de la resaca, de la cordura y el pudor. Se metió en la ducha y salió ya vestida, evitando mi mirada. Yo estaba igual de avergonzado que ella. Había sido una locura, impropia también de mi edad y mi condición. Pero ya estaba hecho y no había marcha atrás. Seguro que ella estaba tan arrepentida y y se sentía tan culpable como yo. Mientras salía por la puerta, me preguntó con una tímida sonrisa:
—¿Hasta la semana que viene?—
No hicieron falta más explicaciones.
—Sí, hasta la semana que viene—.
 
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El día después
—¿Bueno, qué tal?
—Bien. ¿Y tú?
—Bien también.

Volvían de un fin de semana en Nerja. Una típica escapada de fin de semana de un típico matrimonio de mediana edad. O bueno, quizás no tan típica, la escapada . Porque resulta que volvían de haber estado con otra pareja. Y sí, aquí estar significa follar.

—¿Te gustó?— Preguntó él, sin encontrar mejor manera de hacerlo.

Apenas había escuchado la pregunta de mi marido. Seguía sumida en la más completa confusión. Pensé en cómo había llegado hasta allí. En cómo él me contó con todas las precauciones del mundo que había entablado conversación por internet con un tío de Málaga. Y que sí, que había sido en una página de parejas liberales, pero que ya le conocía, que le podía la curiosidad, y más en estos temas. Me dijo que habían hecho buenas migas, y que su mujer y él querían saber si me apetecía chatear un rato con ellos y conocerlos. Yo estaba boquiabierta. Conocía a mi marido y su "curiosidad" como él lo llamaba, pero no me esperaba algo así. Sí que es cierto que en ocasiones habían hablado de lo bien que estaría tener amistades con las que poder hablar de ciertos temas libremente, especialmente cuando en los últimos años habíamos ampliado nuestros horizontes en cuanto a la forma de ver el sexo. Así que cuando me juró y perjuró que se trataba de solo de entablar una posible amistad no quise parecer una puritana aguafiestas y le dije:
—Vale, pero solo eso. Absolutamente nada más

Y lo hicimos. Chatear, digo. Fue muy divertido. Ella lo era especialmente. Directa, graciosa, lista. Hablaba con mucho desparpajo, era difícil no reir con ella. Él... me convencía menos. Parecía buena gente, pero sus bromitas poco sutiles resultaban cargantes: no hay nada peor que un pesado. Después de unas cuantas conversaciones, ellos propusieron quedar un fin de semana en una localidad costera: pasar el día en la playa, paellita, luego salir de copas... Difícil decir que no. Y llegó el día. Todo fue tal y como me lo había imaginado: ella me cayó super bien, él menos, pero bueno, ganaba algo en persona. Nos lo pasamos bien. Ella se sentó al lado de mi marido y él a mi lado, y entablamos conversaciones separadas. Definitivamente él no era mi tipo, no ya de hombre, ni siquiera de persona. Además, me desagradaban las confianzas verbales que se tomaba —¿Quién le había dado permiso para llamarme cariño?— Cuando fuimos por una nueva ronda a la barra y me cogió por la cintura vi claro de qué palo iba. Servidora es una mujer atractiva, y ya tiene edad y experiencia de sobra para reconocer señales tan inequívocas. Pues las llevaba claras. Mi marido parecía más animado que yo. También yo hubiera preferido charlar con ella en vez de con su costillo.

Llegó el momento de la vuelta al hotel. Ambas parejas estábamos en el mismo, "casualidades" de la vida. Él propuso que nos tomáramos una última copa en una habitación. Previendo la encerrona, yo tenía ya el no en los labios, pero ella me lo suplicó con un gracioso mohín. Qué capacidad de convicción tenía esa mujer. Era de esas personas con un magnetismo especial, que nunca pasan desapercibidas. Así que cedí —Vale, una copa.— Pero no fue una copa. Ni dos. Recuerdo ese momento de forma nebulosa. Ella y yo empezamos a bailar haciendo el tonto entre nosotras para el par de salidos que nos observaban. Hombres. Después de eso, lo siguiente que recuerdo es que, mientras estaba en la cama charlando con él, me di cuenta de que mi marido y su mujer ya no estaban en la habitación. Aquello fue un shock. De pronto todo el efecto del alcohol pareció desvanecerse. Pero qué coño...—dije entre atónita e indignada—. Él me tranquilizó. Me dijo que seguro que solo habían salido un momento a tomar el aire, que volverían enseguida. Aunque sabía que era mentira elegí dar por buena la explicación. Pero la rabia que sentía delataba que mi credulidad era puro fingimiento ante mí misma. Mientras tanto, él seguía hablando y hablando. En el fondo era majo. Sus miradas y sus halagos eran poco sofisticados pero iban haciendo mella en mí. Y es que sentirse deseada es agradable, especialmente a partir de una cierta edad. —Eres preciosa— Me dijo mientras su mano se posaba sobre mi cintura y depositaba un primer beso sobre mi cuello. Estaba a punto de poner fin a todo ello cuando me acordé de mi marido, de ella, de su sonrisa y de su puta capacidad de convicción. Así que con una buena carga de despecho me dejé llevar.

Dios, hacía tantísimos años que no me había "enrollado" con alguien que ya ni me acordaba de cómo se hacía. Media vida. Ese "solo sexo" era una sensación casi olvidada en los altillos de mi memoria. La tosquedad masculina que antes me había desagradado en él ahora me provocaba un puntito de excitación. Aquel tío estba loco por follarme. Pasado el momento del cortejo, sus formas se habían tornado mucho más directas. Casi le agradecí que dejara ese absurdo parloteo. En un instante pasó de la suave adulación a un descarnado vocabulario sexual. Las vulgaridades que no le permitía a mi marido salían ahora una tras otra de su boca. "Pídeme que te folle" "¿Quieres esta polla?, pues pídela". Y lo más bochornoso es que toda esa mierda me estaba poniendo absurdamente cachonda.—Sí, fóllame, dame polla— Me sorprendí respondiendo al tipejo. Y vaya si me dio polla. Me folló fuerte, sin miramientos. Sin ternura, sin sentimiento. Solo búsqueda egoista del placer. Y me avergoncé de lo cachonda, guarra, zorra que esa idea me ponía. La idea de sentirme usada, y de que eso me gustara tanto. Me folló a cuatro en la cama, luego de pie delante del espejo, después asomada al balcón, expuesta. Me podría haber follado donde hubiera querido. No lo hubiera dicho no a nada. Estaba ida. Solo quería polla. Y si hubieran sido dos, mejor. El tipo era lo de menos: en ese momento cualquiera que hubiera chasqueado los dedos me hubiera tenido. Cualquiera.

Tardé unos instantes en responder.

—Nada del otro mundo. ¿Y tú?
 
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¿Y ahora qué coño hago?

Volví la vista un par de meses atrás, cuando todo empezó. Allí estaba de nuevo. Irene llegaba y se sentaba en la tercera fila, sola, un rato antes de empezar la clase. Me había pedido permiso, y yo se lo di, claro, por qué no. Se sentaba y se ponía a leer. Antes hubiera resultado algo normal, hoy en día, cosas de friki. Llevaba el pelo tintado de un rojo que tiraba a naranja, probablemente fruto de un intento casero de ahorrarse la peluquería. Pero le sentaba bien, le daba un aire ligeramente rebelde, alternativo. Aquel curso de escritura creativa era optativo y tenía gente de muy diversas titulaciones. Ella, según dijo, estudiaba farmacia. Un cerebrito, o una empollona, o ambas cosas. Esa fue nuestra rutina durante semanas.

Pero desde hacía unos días nuestra plácida coexistencia pre-clase se había visto alterada. Quiero decir, yo estaba alterado. Estaba llegando el verano, y con él las camisetas, mangas cortas, tirantes, tops y demás instrumentos de tortura visual para el profesorado masculino. En fin, gajes del oficio. Pero uno es un profesional, y jamás se le ha escapado una mirada indebida. También ayuda el hecho de que las jovencitas nunca han sido lo mío, y conforme pasan los años se confirma esa falta de querencia por la turgencia juvenil: sí que me voy convirtiendo en un viejo verde, pero lo que me gusta de verdad son las maduritas interesantes. Pero claro, uno tiene ojos en la cara, y también debilidad por la belleza femenina.

Desde hacía unos días Irene había empezado venir a clase, digamos, muy ligera de ropa: ayer un top negro con transparencias de encaje y escote de infarto, hoy minúscula camiseta de tirantes blanca... y así cada vez. Y tampoco es que los pechos femeninos sean mi mayor fetiche, aunque para ser precisos eso, por motivos ajenos a la historia que nos ocupa, ha ido cambiando en los últimos tiempos. Pero no nos desviemos. El caso es que Irene tenía unos generosísismos pechos e iba siempre, siempre, sin sujetador. Y eso era un problema. Para mí, digo. Lo era por lo enhiesto de sus pezones, que eran de considerables dimensiones, para más inri. Aquellos pezones balísticos resucitaban a un muerto, como se decía antes.

Pero lo dicho, uno es un profesional, y aparte de alguna furtiva mirada me mantuve sereno y en mi sitio como un jabato. Bueno, un profesional y no precisamente un casanova, que todo hay que decirlo. Nunca supe manejarme en situaciones así, y si algo aprendí hacía décadas que lo había olvidado. Es lo que tiene llevar más de veinte años fuera del mercado. De todas formas era más que probable que todo estuviera exclusivamente en la calenturienta mente de un cincuentón salido. —Cosas así solo les pasan a esa raza de maduritos interesantes tipo Clooney con la que no compartes ni un gen— Me recriminé, por iluso. Los reparos morales por esos pensamientos impuros, eso sí, eran casi inexistentes. Hay modos y maneras de infidelidad, pero ese tipo me parecía entre los más disculpables. Si alguna vez mi mujer me dice que le ha pasado algo parecido y que un jovencito la ha llevado al huerto, creo que tras el ataque de cuernos momentáneo pensaría: bien por ti, te merecías una alegría así.

Llegado a este punto yo ya había dado carpetazo mental a posibles desarrollos argumentales del asunto en el mundo real y disfrutaba meramente de la belleza del espectáculo visual, sin más. Pero hubo un más. Un buen día Irene se me acercó después de clase para comentarme un problema con la entrega de la tarea.

—Javier, que te juro que te la mandé.
—Pues yo no la tengo en el spam, ya lo he comprobado. Mándamela otra vez.
—Es que no tengo el correo en el móvil, ¿te lo puedo mandar por ********?

La historia de Sansón es un buen ejemplo de cómo los hombres pensamos con la... cabellera en esas situaciones en las que una fémina atractiva nos pide algo con una sonrisa. Y yo no soy la excepción.

—Vale, este es mi ********. Mándamelo hoy.
T
uve una ligera sensación de desasosiego. No soy de confianzas con los alumnos, y menos digitales. Ni whatsapp, ni ********, ni *********, ni ********. Pero ya estaba hecho.

A veces el medio define mucho el tono de la comunicación. Y los mensajes de texto tipo whatsapp establecen por definición un vínculo mucho más cercano del de los correos electrónicos. Y eso fue lo que empezó a pasar. De forma paulatina, inadvertida. Ella, aparte de las tareas de clase, empezó a mandarme cosillas que escribía para pedirme mi opinión, y yo, aunque me intentaba convencer de lo contrario, nunca me hubiera tomado el trabajo de responderle si no hubiera sido por aquellas tetas. Soy un profesor majo, pero seamos sinceros, no tanto.
Hasta entonces el ligero tonteo profesor-alumna que se había establecido entre nosotros se había mantenido en los límites de lo justificable y de lo éticamente aceptable. No me comprometía a nada y lo disfrutaba, para qué lo voy a negar. Aun así, lo de aquel día me pilló desprevenido.

—¿Te puedo pedir una cosa? Me da un poco de palo.
—Miedo me das. A ver, cúentame.
—Resulta que a veces escribo relatos... eróticos.
:oops: Bueno, pues muy bien, es un género que tiene su interés.
—Sí, me gusta mucho leerlos y escribirlos. Normalmente lo hago en un foro de internet, de forma anónima, claro, qué vergüenza ;)
—Pues me parece muy bien, tampoco tienes de por qué avergonzarte, lo dicho, es un género como cualquier otro.
—El caso es que quería mandarte un relato un poquito más ambicioso que quiero publicar en amazon, a ver si me gano un dinerillo je,je. Pero es que es un poco largo, por eso que si no tienes tiempo, no pasa nada.

Mientras mi polla daba un respingo, alborozada, hice acopio de toda mi hipocresía y le respondí:

—Bueno, va, mándamelo, pero no puedo garantizarte que le pueda dedicar mucho tiempo.
—Gracias, eres un encanto.
—Y un pagafantas salido— Pensé para mí—

Y me lo mandó. Y lo leí. De un tirón. Y empalmado. Por motivos extraliterarios, en este caso la poca originalidad de la historia no le mermaba interés: un profesor, una alumna, unos mensajes, una cosa que lleva a otra... Había incluso pasajes que reproducían literalmente mensajes intercambiados entre ella y yo. El personaje de la chica se tomaba cada vez más confianzas con el profesor, le contaba sus problemas para disfrutar con el sexo, que le costaba trabajo relajarse, que los chicos de su edad eran muy básicos y solo se ocupaban de su propio placer... la historia era en su desarrollo y su final más que previsible, digamos. Literariamente, suspenso. Como materia prima para mis pajas, sobresaliente. Aquella putilla me tenía babeando por ella, y lo sabía.

No podía seguir así. Esa misma mañana le escribí. Tenía que recuperar la cordura antes de que esto se me escapara de las manos.
—Irene, lo siento pero no puedo darte mi opinión sobre tu texto. No me sentiría cómodo al hacerlo y creo además que deberíamos dejar de comunicarnos por ********. De ahora en adelante, por favor, utiliza el aula virtual, y solo para tareas de clase. Esta comunicación ha llegado un punto en el que no resulta apropiada entre profesor y alumna.

Por toda respuesta me llegó un pequeño vídeo. En él aparecía ella en unos aseos, con las bragas bajadas y la camiseta levantada. Masturbándose mientras miraba a la cámara. A continuación me llegó un mensaje escrito.

—Estoy en el aseo de hombres de tu edificio. Te esperaré durante quince minutos. He notado cómo me miras, cómo me deseas. Si vienes en los próximos minutos te comeré la polla, y podrás correrte en mi boca, y en mi cara, y en mis tetas. Podrás follarme también, si quieres. Podrás hacerme lo que quieras, pedirme lo que quieras, hoy, mañana, pasado y hasta que te canses de mí. Sé que estás casado. No te pido nada a cambio, no soy una loca. Pero eres mi gran fantasía, y quiero cumplirla. Esta oferta caduca en quince minutos. Te espero. Beso.

Han pasado cinco minutos.
-¿Y ahora qué coño hago?
 
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La mirada

Embelesada. Solo así se podía describir cómo escuchaba aquella voz profunda, sabia. Había elegido aquel curso de mitología griega por descarte, básicamente por el par de créditos que le faltaban por terminar la carrera. A esas alturas de su paso por la universidad no tenía demasiadas expectativas, sabía demasiado bien qué lugar ocupaba la docencia en la escala de prioridades del profesorado universitario. Y de pronto... aquella voz. Aquella voz que parecía emerger de algún lugar profundo, que brotaba vibrante, como producida por un instrumento de metal. Y esa voz, además, transportaba verdad, vida, sabiduría. Nunca había tenido una profesora así; de hecho ni siquiera se hubiera imaginado que pudiese existir gente así. Cada clase era una experiencia de la que salía anonadada, maravillada, confusa.

Aquel día, tras llegar a casa y comer cualquier cosa, decidió darse una ducha antes de irse a la cama. Pero al quitarse las bragas se dio cuenta de algo inesperado: sus bragas estaban completamente mojadas. Y esto no tendría nada de especial si no fuera por el pequeño detalle de que no había pensado en nada ni remotamente relacionado con el sexo en todo el día. —¿Y esto?— Se dijo—. Pero tras un momento de introspección no pudo seguir ocultándose el motivo. Se le aceleró el pulso al recordar esa última clase. Mientras hablaba, la profesora había hecho una breve pausa en su exposición y por un momento, con esos ojos claros, oceánicamente profundos, la había mirado, y había sonreido. Y aquella mirada la traspasó, haciendo que el universo se detuviese por un instante a su alrededor. No hubiera podido definir lo que había sentido, pero era algo que había hecho tambalearse todo su mundo interior.

Miró de nuevo sus bragas. No, aquello no tenía sentido. No le gustaban las mujeres, no era lesbiana, ni siquiera bisexual, ni bicuriosa, ni heteroflexible, ni ninguna otra cosa: era una heteraza de libro. Además tenía novio, al que adoraba, por cierto. Recordó aquella definición que le había saltado en su muro de ******** días atras —sí, tenía ******** y no *********, cosas de su alma viejuna—. Sapiosexual: "Que siente atracción o excitación sexual por la inteligencia de otros". Vale, eso algo que podía entender, e incluso en parte reconocía en ella ese impulso, si bien es cierto que hasta la fecha pocas personas había conocido que hubieran podido excitar en ella ese sentimento. Pero es que además aquella señora podía tener...¿cuántos?, ¿sesenta y cinco, setenta años? ¿De verdad que ella, una veinteañera hetero había mojado las bragas escuchando a una señora de setenta? Se hubiera reído de no sentirse tan confundida. Porque estaba muy, muy confundida. Y sin saber exáctamente por qué, también asustada.

Repasó con la mente la imagen de su profesora. Entonces se dio cuenta de que tenía su rostro cincelado en la memoria: no solo eran esos ojos claros que le habían traspasado el alma una hora atrás. Era esa nariz poderosa, ligéramente aguileña. Eran esos labios, cuya carnosidad ahora caía en la cuenta de que se le antojaba irresistible. Y eran también, curiosamente, sus arrugas. Esas arrugas que añadían expresividad e historia a su rostro, surcos que deja la vida con su paso como muestra de haber sentido, reído, sufrido, amado. Sí, quizás eran esas arrugas las que la habían enamorado. Y se sorprendió cuando esa palabra afloró en su mente sin su permiso. Buscó de nuevo en internet. Gerontofilia: "Atracción sexual por personas de una edad mucho mayor". Le sorprendió, y casi le indigno, encontrar la definición en un diccionario de psiquiatría. Parece que el mundo se empeñaba en catalogar de disfunciones mentales todo lo que no se ajustaba a lo "normal". Pues bien, ella era de lo más normal, y sin embargo había mojado las bragas escuchando a una señora de setenta años hablar sobre mitología griega. Y el reconocer ante sí misma que eso es lo que había pasado desencadenó la excitación que había permanecido reprimida.

Cerró con llave la puerta de su habitación y se tendió en la cama. Cogió sus bragas y las olió. Sacó la lengua queriendo probar por primera vez a qué sabía su excitación, a qué sabía la excitación incosciente que había desatado aquella mirada. Apenas hizo falta que su mano acariciara su sexo. Se corrió con una intensidad desconocida para ella, mientras su cuerpo ser arqueaba y convusionaba en un éxtasis desconocido. Y tras el orgasmo llegó lo previsible: la confusión, la culpabilidad, la vergüenza. Lloró, sin saber muy bien por qué, y se quedó dormida.
Ese sentimiento de vergüenza no la abandonó. Durante las siguientes clases ella, que siempre se sentaba en primera fila, pasó a sentarse en la última, mirando hacia abajo, rehuyendo su mirada, temiendo que esa mirada penetrante leyese la suya como un libro abierto. Un buen día, la profesora, tras terminar la clase se dirigió a ella y le dijo secamente:

—Perdona, ¿puedes quedarte un momento?—. —Claro— Respondió con voz temblorosa—. Y aquello solo era una mínima parte del temor y temblor que sentía por dentro.

Cuando todos se habían ido se acercó a su mesa. Sin previo aviso, la gravedad de su semblante se disipó con una cálida sonrisa.

—Mira, he notado que en las últimas clases tienes una actitud mucho menos participativa, estás como ausente... Además, las tareas que me entregas ahora no se parecen en nada a las de antes, que me gustaban tanto. ¿Hay algo que te moleste, puedo hacer algo para que vuelva tu entusiasmo?—

Y se calló, esperando una respuesta. Aquellos segundos se le hicieron eternos. Aquella mirada, aquella sonrisa, no se merecían una mentira ni una evasiva. Ni aunque hubiera querido habría podido hacerlo. Y empezó a hablar. Y su susurro se hizo balbuceo, y su balbuceo sollozo. Y entre sollozos salió todo, sin dejar nada. No se atrevía a levantar la mirada, aterrada ante la idea de encontrarse una mirada de incomodidad, de reproche, de desagrado. No hubiera podido resistirlo. Y se mantuvo así hasta que notó cómo su profesora se acercaba y se sentaba junto a ella. Notó cómo una de sus manos se posaba tranquilizadora en su espalda. Con la otra elevó su mentón hasta que no pudo evitar sostener su mirada, aquella mirada que había sido el origen de todo. Y con un la sonrisa más irresistible que han visto los siglos sus labios depositaron un casto beso en los de ella. Luego, solo se entreabrieron para susurrarle la palabra mas hermosa del mundo:

—Gracias—.
 
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Amigas

Eso éramos. Un grupo de amigas. Ellas tres y yo. Amigas a pesar de que yo no soy mujer, sino un tío hetero bastante corriente y moliente. Pero digo grupo de amigas porque la constelación que formábamos entre los cuatro tenía un tono netamente femenino: ellas me habían acogido como miembro honorífico porque, según decían ellas, yo "no hablaba como un tío". Y es que yo me sentía cómodo en sus conversaciones; de hecho, mucho más que en las conversaciones de tíos, donde siempre he tenido la sensación de tener que representar un papel.

Éramos de rincones de España bastante alejados unos de otros: Bilbao, Girona, Madrid y Alicante. Así las llamaré: Bilbao, Girona y Madrid. Es por eso que nos veíamos poco, básicamente en las ferias a las que nuestras respectivas empresas nos mandaban una vez al año. Y nos lo pasábamos muy bien en ellas. Bebíamos, bailábamos y hablábamos de todo lo divino y lo humano. Sobre todo de lo humano. Hablábamos de la vida en pareja, de lo bueno y sobre todo de lo malo: sus limitaciones, sus decepciones, todo aquello a lo que uno acaba conformándose. Nos reíamos malvadamente de nuestros respectivos, pero sin acritud: era un criticar lúdico, ese criticar mediterráneo tan sano que no entienden los aburridos moralistas del norte de Europa.

Ellas hacía tiempo que eran grandes amigas, y mi presencia vino a dar un matiz nuevo al grupo. Al fin y al cabo era un tío. Esa privilegiada posición que me habían concedido me permitía asomarme a aspectos de ellas que sus parejas ni siquiera sospechaban, y yo les aportaba una mirada masculina. Lo mismo les ocurría a ellas conmigo. Pero, como dijo algún sabio (o sabia), la amistad entre hombres y mujeres no es que sea difícil, es que es mentira. O al menos, una amistad "solo" amistad.

Una buena noche, después de una velada de copas, acompañé a Bilbao a su habitación. Nos llevábamos muy bien. Ámbos compartíamos una longevísima relación con nuestras parejas, con todo lo que eso conlleva. Así que de cháchara sobre aquel estupendo colchón pasó lo que tenía que pasar: acabamos follando, y haciendo el amor, y de nuevo follando, y vuelta a empezar. Follamos como dos viejos amigos que, en vez de contarse sus intimidades, se las mostraban al otro, dejando que el otro las tocara, las chupara, se metiera dentro de ellas. Después ninguno de los dos se sintió mal. Ninguno de los dos sentía que había sido infiel, básicamente porque lo que nos habíamos dado esa noche eran cosas que no sabíamos dar a nuestras parejas, ni ellas a nosotros. Cosas que a ambos nos faltaban, y ahora lo sabíamos.

Como era de esperar, aquel jugoso chisme corrió como la pólvora en nuestro grupito: en la mesa de desayuno las coñas e indirectas al respecto fueron el suculento plato principal. Al contrario de lo que pudiera pensarse, no se estableció una relación a dos más fuerte entre Bilbao y yo, sino que se produjo un cambio cualitativo en la relación entre los cuatro. Nos mirábamos con otros ojos, o mejor dicho, nos dimos cuenta de que se nos abría un mundo de posibildades.

Girona era una pelirroja de armas tomar: directa y divertida, muy divertida. No hicieron falta juegos de seducción ni indirectas. En un momento de la noche me gritó al oído en aquel bar de boomers:

—Prepárate, que esta noche vamos a follar—.

Y follamos. Girona seguía siendo la misma al follar: excesiva, divertida, disparatada. Su pareja, según ella, un amor, pero soso. También en la cama. Follamos en la ducha, delante del espejo, en el balcón. Incluso brevemente en el pasillo del hotel, hasta que yo puse una nota de cordura y nos metimos de nuevo en la habitación. Como si fuera una tienda de chuches, fuimos haciendo todas esas cosas que no hacía con su pareja: follarla duro a cuatro mientras tiraba de su roja cabellera, follar su boca hasta producirle arcadas, follar su culo como si no hubiera un mañana... Pero sobre todo ella echaba de menos el hablar "sucio" al follar:

—Venga, ¿eres marica o qué? ¿no sabes follarme más duro? ¡Venga hostias, dame fuerte!

Y yo disfrutaba siguíendole el juego:

—¡Pero qué puta eres! ¡Me voy a correr en tu boca y te lo vas a tragar todo, zorra! Prepárate, que esta noche me voy a correr en tus tres agujeros.

—¡Eso ya lo veremos, pichafloja! ¡Venga, devuélveme bien folladita a mi novio, coño!

Quién hubiera pensado que ella, tan profesional y correcta, tenía esa boca tan sucia. Pero disfrutaba mucho con ese tipo de sexo, y yo descubrí que también lo hacía.

Madrid era también abierta y divertida, pero más contenida que Girona. Su relación, según ella, marchaba "bien". Era la que menos detalles daba al respecto, pero quería mucho a su novio, se notaba. Es por ello que me quedé de piedra cuando la tercera noche al despedirnos en el ascensor me dijo tímidamente:

—¿Subes?

Y subí, claro. No sabía exactamente qué me iba a encontrar. Pero me encontré lo que menos imaginaba en ella. A diferencia de Girona, se transformaba en la cama. Necesitaba dominar, ser ella la que follaba al otro. Así que acepté gustoso mi papel pasivo. Cabalgó sobre mi cara mientras comía su coño, y disfrutó como una enana inmovilizando mis brazos con su cinturón, para luego cabalgarme furiosamente mientras apretaba firme pero gentilmente su mano contra mi garganta.

—Sabes— Me dijo durante un respiro— Mi novio es muy dominante, nunca dejaría que le trate así. ¿Te puedo pedir una cosa? Es algo con lo que fantaseo desde hace mucho, y no sé cómo decírtelo... Venga, va, ¿Me dejarías que juegue con tu culo?

Ni siquiera hice el paripé de aparentar duda. En realidad era algo que siempre me había gustado, que había practicado en solitario y hasta cierto punto con mi mujer. Pero aquello era diferente. Mi mujer lo hacía por complacerme; para ella era su gran fantasía. Es imposible describir la sensación de que alguien hunda su lengua en tu culo, y luego uno, dos, tres dedos... Finalmente acabó follándome con su consolador. Me corrí prácticamente sin tocarme. A ella le brillaban los ojos.

Después de esa tercera noche estaba agotado: nunca he sido un atleta del sexo y encima uno ya tiene una edad. La última mañana las coñas sobre mi demacrado aspecto fueron implacables: qué hijas de puta... y cuánto las quiero. Somos amigas.
 
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