King Crimson
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- 26 Sep 2025
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Trabajar en la fábrica es como vivir a medias: turnos largos, ruido de máquinas, grasa en las manos, olor a aceite que se mete en la ropa y cuesta sacar ni con dos lavados. Pero Tania hacía todo eso llevadero.
Desde hacía meses jugábamos a lo mismo: miradas más largas de lo normal, roces en el pasillo, comentarios medio en broma que sabíamos que escondían pólvora. Ella, con su coleta apretada, la cara morena y esos ojos pícaros que se reían de todo, me soltaba frases que a veces me dejaban sin aire. Y yo le seguía el juego, claro.
Tania no tenía cuerpo de revista: era una mujer de cuarenta años, rellenita, bastante gordita, con una barriga suave, un pecho pequeño apenas insinuado bajo la camiseta del uniforme, pero con unas caderas anchas y un culo enorme que parecía a punto de reventar cada vez que se agachaba. Ese culo era una obsesión muda muchos compañeros de la planta, pero yo era el que recibía sus sonrisas.
Un viernes de tarde, durante una parada técnica por mantenimiento, la nave quedó en silencio. Sin las máquinas, parecía un lugar distinto, con ecos huecos y olor metálico. La mayoría salió a fumar o a tomar café, pero yo me quedé revisando herramientas. Fue ella la que se me acercó, con un brillo extraño en los ojos.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿No te vas a echar un café?
—No me apetece.
—A mí tampoco. —Sonrió. Hubo un silencio que se alargó. Después añadió—: Ven.
La seguí hasta los vestuarios, el de hombres vacío a esas horas. Cerró la puerta y la apoyó con el pie. El corazón me latía como si fueran las máquinas arrancando de golpe.
—¿Qué vamos a hacer aquí? —dije, aunque ya lo sabía.
—Lo que llevamos meses queriendo —respondió, y se acercó sin más.
Nos besamos de golpe, con hambre contenida. Tenía la boca tibia, húmeda, y sabía a café de termo. La sujeté por la cintura ancha, apretándola contra mí. Su cuerpo se me pegaba con fuerza, con esa carne generosa que se dejaba agarrar sin pudor. Mis manos se fueron a sus nalgas, enormes, blandas y duras al mismo tiempo, desbordando el pantalón del uniforme.
—Siempre te pillo mirándome el culo —rió entre beso y beso.
—Es que es un delito —le contesté, y la apreté más fuerte, sintiendo cómo se me escapaba entre las manos, como si nunca pudiera abarcarlo del todo.
Me metió la mano bajo la camiseta, tocándome el vientre sudado, bajando hasta rozar la cintura del pantalón. Yo deslicé los dedos bajo la goma de su ropa interior, sintiendo la curva caliente y húmeda de su culo inmenso, apretado y tembloroso.
—Joder… —murmuré.
Ella se apartó un segundo, se bajó la cremallera con rapidez y dejó que yo hiciera lo mismo. En menos de un minuto estábamos medio desnudos, ella con las bragas bajadas a medio muslo, yo con el mono abierto hasta la cadera. Su barriga suave se aplastaba contra la mía cuando volvimos a besarnos, y lejos de quitarle encanto, me encendía sentir su peso real sobre mí.
Me agaché para chuparle los pezones, pequeños y retraídos, que apenas sobresalían, escondidos en la piel cálida. Gemía bajito, como si le diera miedo que alguien entrara, pero sus manos enredadas en mi pelo me decían que no quería que parase. Bajé por su vientre redondeado, me arrodillé en el suelo del vestuario, con el olor fuerte a limpiador y humedad en la nariz, y la abrí de piernas.
Su coño estaba empapado. Los labios menores prominente, arrugados y húmedos me recibieron como si me hubieran estado esperando. Los lamí despacio, jugando con la lengua, mientras ella se apoyaba en la pared, con las caderas grandes temblándole. Su muslo pesado me apretaba el hombro, y yo lo sentía como un ancla.
—No, no pares… así, sigue… —me decía en un hilo de voz.
Cuando ya no aguanté más, me levanté de golpe, la giré contra los bancos de madera del vestuario y la penetré desde detrás, con un gemido ronco. Su culo enorme se me ofrecía en cada embestida, las nalgas rebotaban contra mi vientre con un ruido húmedo que me volvía loco. La agarré con las dos manos, intentando abarcar esas masas redondas y blancas, hundiéndome en ellas mientras la sentía gemir.
—Mírame, Tania —le susurré, agarrándole el pelo y tirando suave.
Se giró apenas, los ojos encendidos, la boca entreabierta.
—Te lo dije… —jadeó—. Tenías ganas, ¿no?
—Meses soñando con esto —respondí, entrando más hondo.
El ritmo fue subiendo hasta que la madera del banco crujía con cada empujón. El sudor me corría por la espalda, el aire olía a sexo y a fábrica, como si todo lo cotidiano se hubiera vuelto obscenamente erótico. Sus caderas anchas se movían torpes, chocando contra mí, y yo la sujetaba fuerte para no perderme en ese cuerpo abundante.
Acabó temblando bajo mis manos, con un orgasmo contenido que la hizo morderse el puño para no gritar. Yo me corrí apenas un instante después, pegado a su culo sudoroso, dejándome ir con un gemido que resonó demasiado fuerte en el vestuario vacío.
Después hubo silencio. Solo respiración agitada, el goteo de una tubería en el fondo, el zumbido lejano de algún motor eléctrico.
Tania se subió las bragas, estirándolas sobre las nalgas que apenas cabían en la tela, se recogió la coleta con gesto rápido y me lanzó una sonrisa torcida.
—Ahora ya no son solo bromas, ¿eh?
Me reí, todavía sin aire.
—No. Ahora ya no hay vuelta atrás.
Salimos al pasillo como si nada, con el sabor de lo prohibido pegado en la piel.
El lunes, de vuelta al turno de mañana, todo parecía como siempre: el ruido insoportable de las máquinas, el calor de los focos, el olor a hierro y grasa. Pero cada vez que la veía agacharse a por una caja, me venía a la cabeza el eco de sus nalgas rebotando contra mí en el vestuario.
Tania me pilló mirándola y sonrió de medio lado.
—Ya estás otra vez.
—¿Otra vez qué? —le dije, como si no supiera.
—Mirándome el culo.
Me encogí de hombros.
—Es culpa tuya.
Se rió, meneando la cabeza.
—Pues te aviso: me costó recuperarme el sábado.
—Yo tampoco salí de casa —confesé—. Tenía las piernas flojas.
Ella soltó una carcajada que se perdió entre el estruendo de la nave.
—Anda, cállate. Como alguien nos oiga…
—¿Y qué? —le susurré al pasar junto a ella—. Que se jodan.
Se giró para devolverme la mirada, con los ojos chispeantes, y me lanzó:
—La próxima me invitas a un café antes, que no soy tan fácil.
—¿Antes o después del vestuario?
—Idiota —rió, sacudiendo la cabeza, pero el rubor en sus mejillas decía otra cosa.
Seguimos trabajando como si nada, pero el secreto ya nos pertenecía, y en cada roce accidental había un recordatorio cómplice.
Desde hacía meses jugábamos a lo mismo: miradas más largas de lo normal, roces en el pasillo, comentarios medio en broma que sabíamos que escondían pólvora. Ella, con su coleta apretada, la cara morena y esos ojos pícaros que se reían de todo, me soltaba frases que a veces me dejaban sin aire. Y yo le seguía el juego, claro.
Tania no tenía cuerpo de revista: era una mujer de cuarenta años, rellenita, bastante gordita, con una barriga suave, un pecho pequeño apenas insinuado bajo la camiseta del uniforme, pero con unas caderas anchas y un culo enorme que parecía a punto de reventar cada vez que se agachaba. Ese culo era una obsesión muda muchos compañeros de la planta, pero yo era el que recibía sus sonrisas.
Un viernes de tarde, durante una parada técnica por mantenimiento, la nave quedó en silencio. Sin las máquinas, parecía un lugar distinto, con ecos huecos y olor metálico. La mayoría salió a fumar o a tomar café, pero yo me quedé revisando herramientas. Fue ella la que se me acercó, con un brillo extraño en los ojos.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿No te vas a echar un café?
—No me apetece.
—A mí tampoco. —Sonrió. Hubo un silencio que se alargó. Después añadió—: Ven.
La seguí hasta los vestuarios, el de hombres vacío a esas horas. Cerró la puerta y la apoyó con el pie. El corazón me latía como si fueran las máquinas arrancando de golpe.
—¿Qué vamos a hacer aquí? —dije, aunque ya lo sabía.
—Lo que llevamos meses queriendo —respondió, y se acercó sin más.
Nos besamos de golpe, con hambre contenida. Tenía la boca tibia, húmeda, y sabía a café de termo. La sujeté por la cintura ancha, apretándola contra mí. Su cuerpo se me pegaba con fuerza, con esa carne generosa que se dejaba agarrar sin pudor. Mis manos se fueron a sus nalgas, enormes, blandas y duras al mismo tiempo, desbordando el pantalón del uniforme.
—Siempre te pillo mirándome el culo —rió entre beso y beso.
—Es que es un delito —le contesté, y la apreté más fuerte, sintiendo cómo se me escapaba entre las manos, como si nunca pudiera abarcarlo del todo.
Me metió la mano bajo la camiseta, tocándome el vientre sudado, bajando hasta rozar la cintura del pantalón. Yo deslicé los dedos bajo la goma de su ropa interior, sintiendo la curva caliente y húmeda de su culo inmenso, apretado y tembloroso.
—Joder… —murmuré.
Ella se apartó un segundo, se bajó la cremallera con rapidez y dejó que yo hiciera lo mismo. En menos de un minuto estábamos medio desnudos, ella con las bragas bajadas a medio muslo, yo con el mono abierto hasta la cadera. Su barriga suave se aplastaba contra la mía cuando volvimos a besarnos, y lejos de quitarle encanto, me encendía sentir su peso real sobre mí.
Me agaché para chuparle los pezones, pequeños y retraídos, que apenas sobresalían, escondidos en la piel cálida. Gemía bajito, como si le diera miedo que alguien entrara, pero sus manos enredadas en mi pelo me decían que no quería que parase. Bajé por su vientre redondeado, me arrodillé en el suelo del vestuario, con el olor fuerte a limpiador y humedad en la nariz, y la abrí de piernas.
Su coño estaba empapado. Los labios menores prominente, arrugados y húmedos me recibieron como si me hubieran estado esperando. Los lamí despacio, jugando con la lengua, mientras ella se apoyaba en la pared, con las caderas grandes temblándole. Su muslo pesado me apretaba el hombro, y yo lo sentía como un ancla.
—No, no pares… así, sigue… —me decía en un hilo de voz.
Cuando ya no aguanté más, me levanté de golpe, la giré contra los bancos de madera del vestuario y la penetré desde detrás, con un gemido ronco. Su culo enorme se me ofrecía en cada embestida, las nalgas rebotaban contra mi vientre con un ruido húmedo que me volvía loco. La agarré con las dos manos, intentando abarcar esas masas redondas y blancas, hundiéndome en ellas mientras la sentía gemir.
—Mírame, Tania —le susurré, agarrándole el pelo y tirando suave.
Se giró apenas, los ojos encendidos, la boca entreabierta.
—Te lo dije… —jadeó—. Tenías ganas, ¿no?
—Meses soñando con esto —respondí, entrando más hondo.
El ritmo fue subiendo hasta que la madera del banco crujía con cada empujón. El sudor me corría por la espalda, el aire olía a sexo y a fábrica, como si todo lo cotidiano se hubiera vuelto obscenamente erótico. Sus caderas anchas se movían torpes, chocando contra mí, y yo la sujetaba fuerte para no perderme en ese cuerpo abundante.
Acabó temblando bajo mis manos, con un orgasmo contenido que la hizo morderse el puño para no gritar. Yo me corrí apenas un instante después, pegado a su culo sudoroso, dejándome ir con un gemido que resonó demasiado fuerte en el vestuario vacío.
Después hubo silencio. Solo respiración agitada, el goteo de una tubería en el fondo, el zumbido lejano de algún motor eléctrico.
Tania se subió las bragas, estirándolas sobre las nalgas que apenas cabían en la tela, se recogió la coleta con gesto rápido y me lanzó una sonrisa torcida.
—Ahora ya no son solo bromas, ¿eh?
Me reí, todavía sin aire.
—No. Ahora ya no hay vuelta atrás.
Salimos al pasillo como si nada, con el sabor de lo prohibido pegado en la piel.
El lunes, de vuelta al turno de mañana, todo parecía como siempre: el ruido insoportable de las máquinas, el calor de los focos, el olor a hierro y grasa. Pero cada vez que la veía agacharse a por una caja, me venía a la cabeza el eco de sus nalgas rebotando contra mí en el vestuario.
Tania me pilló mirándola y sonrió de medio lado.
—Ya estás otra vez.
—¿Otra vez qué? —le dije, como si no supiera.
—Mirándome el culo.
Me encogí de hombros.
—Es culpa tuya.
Se rió, meneando la cabeza.
—Pues te aviso: me costó recuperarme el sábado.
—Yo tampoco salí de casa —confesé—. Tenía las piernas flojas.
Ella soltó una carcajada que se perdió entre el estruendo de la nave.
—Anda, cállate. Como alguien nos oiga…
—¿Y qué? —le susurré al pasar junto a ella—. Que se jodan.
Se giró para devolverme la mirada, con los ojos chispeantes, y me lanzó:
—La próxima me invitas a un café antes, que no soy tan fácil.
—¿Antes o después del vestuario?
—Idiota —rió, sacudiendo la cabeza, pero el rubor en sus mejillas decía otra cosa.
Seguimos trabajando como si nada, pero el secreto ya nos pertenecía, y en cada roce accidental había un recordatorio cómplice.