El maestro

xhinin

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25 Jun 2023
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La edad, con la de nuestros hijos, acentúa más el paso del tiempo.

Mi hija, la única que había tenido en mi matrimonio, acababa de empezar quinto de primaria. Los cambios, para ella, habían sido bastante importantes: su padre y yo nos acabábamos de separar, cosa que, para una niña absoluta fan de un padre que, ahora, casi no se ocupaba de ella, fue algo devastador. Ello unido al cambio de compañeros en el colegio (pues mezclaron los grupos del curso anterior), la preadolescencia y el cambio de maestro, habían forjado en ella unas actitudes que, aunque convencida de que pasaría, me preocupaban.

En cuanto al maestro, estaba siendo toda una sensación en el grupo de madres de la clase. Martínez era un chico de unos treinta, más que guapo, apuesto. Yo no era muy fan de perseguir con la mirada a hombres, y los que eran más jóvenes que yo, sinceramente, no me solían atraer, pero también me había fijado en aquel muchacho, eso sí, con más discreción que las demás.

Solía llevar camisetas, que se ajustaban perfectamente a su cuerpo, trabajado en gimnasio, sin exageración, siendo sus pectorales generosos y sus brazos bastante fuertes. Su piel, no era ni excesivamente clara ni morena, siendo el color un bronce que, cuando se sonrojaba, cosa que era frecuente, daba a su cara una luminosidad que, acompañada por su sonrisilla de medio lado, típica de seductor, rodeada por la barba morena, como su cabello, hacía que todas se humedecieran, al parecer, ligeramente.

Cuando se ponía camisa, solía dejarla algo abierta, lo que dejaba apreciar el vello recortado de su pecho, que, a veces, aparecía totalmente depilado.

Era un chico elegante, con gusto en el vestir, y con unas formas educadas que le concedían el estatus de caballero, sin duda, a pesar de su juventud.

En cuanto al trabajo, había sabido entender perfectamente a cada uno de los chicos que le habían tocado en el grupo, y, salvo casos excepcionales, como el de mi niña, estaban encantados de ir día tras día a clase, en unas edades en que, sinceramente, no era muy corriente este hecho.

Recibí la cita para la entrevista y, por mi parte, confirmé que iría. Suponiendo que el padre de mi hija también la había recibido. Habitualmente era yo quien se ocupaba del aspecto académico y, pese a que supuse que mi ex no se presentaría, dado el cambio que nuestras vidas habían dado, no me hubiera extrañado (e incluso me hubiera gustado) que lo hiciera, pero no fue así.

Llegué con tiempo, pero Martínez me estaba esperando ya. Se levantó para darme la mano que, vestido con aquel polo blanco, al estrecharla, mostró un bíceps bastante atractivo. El polo se le ajustaba perfectamente, dejando que se apreciara su cuerpo apolíneo.

Me pidió que me sentara, mientras él recogía las notas que había preparado para la reunión. Se acercó a por ellas a un mueble bajo que había en la esquina. Su pantalón, un chino, marcaba sus glúteos (prietos, no excesivos) y, al agacharse, bajó ligeramente, dejando ver que llevaba ropa interior blanca, pero sin poder adivinar si era slip o boxer y sin que mostrara más piel que la de la espalda.

Preguntó si debíamos esperar al padre de la niña, pero le dije que, sinceramente, no sabía si acudiría.

Al darse la vuelta cogió una silla, cerca de la del pupitre en que yo me había sentado, para colocarse frente a mí. El polo le quedó recogido justo en la cintura y, al tener las piernas ligeramente abiertas, se apreciaba un paquete bastante agradable, tanto que me lamenté de no haberme arreglado un poco más.

Comenzó disculpándose por haber tardado en citarnos, reconociendo que le estaba costando entender a mi peque. Tras comentarle la nueva situación familiar, comentamos que todo estaba algo conectado: la edad, la situación, que las amigas hubieran caído en el otro grupo…

Él se mostró de acuerdo conmigo, pero indicó que, pese a ello, no podíamos tirar la toalla, reconociendo que no le preocupaba tanto el aspecto académico, en el que no veía problemas, como el emocional.

-Disculpa si me meto donde no me llaman, pero creo que es importante que te lo pregunte, aunque entenderé que no quieras contestarme. ¿Tú cómo te encuentras?

Le miré durante unos segundos, pensando, siendo consciente que era la primera vez que alguien me preguntaba algo así en mucho tiempo.
 
-Sinceramente, no lo sé. Creo que voy tirando como puedo: no es fácil tener que tirar del carro todos los días. Entre el trabajo, la familia y la niña, no puedo venirme abajo. Además, hoy en día no tengo nadie con quien poder hablar tranquilamente de estas cosas -contesté con los ojos llorosos, pero sin dejarme soltar una lágrima-.

Me dí cuenta de que él había dejado de tomar notas y, apoyando sus codos en sus muslos, se había acercado ligeramente a mí. Hizo que me fijara en sus hombros, bien torneados, y en el vello, recortadito, que surgía en la parte en que su cuello y su tronco se unían, sobre una piel bronceada de aspecto apetitoso.

-¿Con el padre hay comunicación? -dijo retirándose ligeramente-.

-Poca: con la niña casi ninguna, vamos, alguna llamada. Yo le informo de algo, pero no obtengo respuesta. Es muy particular y, quizá, yo me haya pasado en algún punto.

Volvió a su posición inicial, y con una sonrisa amigable, me comentó que había pensado varios aspectos para ayudar a la niña, así que hablamos de cosas que le gustaban, cosas que no, actitudes que iban bien con ella, y actitudes que no. Me facilitó una serie de preguntas, bastante directas, pero nada intrusivas, que podían facilitar que ella también hablara más conmigo.

Mientras hablábamos localicé el gran problema: él se parecía, en muchos aspectos, a su padre, a cómo se comportaba su padre cuando estaba bien, y quizá aquello estaba haciendo que ella se sintiera más extraña. Y que yo, en la entrevista, me sintiera más cercana a él, incluso atraída.

Terminamos la entrevista poniéndonos de pie y, él, con prudencia, me indicó que, sin querer meterse donde no le llamaban, debía de buscar alguna forma para ver cómo yo misma me sentía y comenzar a mejorar en ese aspecto.

-Es probable -contesté mirándole a los ojos, asombrándome de la confianza con la que le estaba hablando-, pero a veces es complicado cuando está una en medio de tanto cambio. Ahora creo que me tengo que centrar más en mi hija.

-Por eso mismo te lo decía -contestó, acercándose a mí y envolviéndome en los brazos para darme un abrazo-.

Reconozco que no respondí al abrazo, sorprendida, pero, en ese minuto, con mis propios brazos pegados a mi cuerpo y los suyos rodeándome, mezclando fuerza y delicadeza a la vez, me hizo sentir protegida, acogida, después de muchísimo tiempo. Bajé la cabeza cuando se separó de mí, y, girándome, con la intención de que no viera que había arrancado una pequeña lágrima, cogí mi bolso.

Él, intuyendo mi intención de salir lo antes posible, me frenó con el brazo.

-Llevas la blusa ligeramente abierta.

Me miré y, efectivamente, mis pechos, pequeños y recogidos en un sujetador básico nada favorecedor, parecían quererse exhibir ante aquel ejemplar con quien había hablado. Me sentí, aún más, avergonzada, mientras me abotonaba la blusa, para dirigirme fuera, notando que la puerta había estado abierta todo el tiempo, mientras el se disculpaba si me había incomodado, a lo que no pude más que decirle que no en un susurro que no sé si logró escuchar.

Salí de allí bastante aturdida y sabiendo que, él, al fin y al cabo, tenía razón. No obstante, recogí a mi hija y en el mismo trayecto le hice una de las preguntas que habíamos acordado, tardó en contestar, pero lo hizo, y eso nos dio pie a seguir hablando.

Esa misma noche le respondí al mensaje de la cita, agradeciendo su ternura y su interés en ayudar a mi hija, y dejando claro que no me había incomodado, para que quedara claro, pero confesándole que se habían removido cosas en mi interior.

La semana pasó y ví poco a poco la mejoría: gracias a las preguntas que le iba haciendo, incluso modificando algunas y añadiendo de mi cosecha, íbamos charlando más y ella se iba sintiendo cada vez más comprendida. Sentí que en el colegio la cosa también iba cambiando.

No me extrañó que el tutor se pusiera en contacto conmigo para tener una nueva reunión, que agendamos unas 2 semanas más tarde. En el mensaje ya me indicó que parecía que todo iba por buen camino, pero que prefería dar un poco más de tiempo. Aquello me hizo relajarme.

Aquel mismo día, una amiga de mi hija la invitó a quedarse en su casa al día siguiente. Me lo pidió con tanta alegría que no pude decirle que no, además, aquello me dejaba a mi también una tarde para mí.

El día siguiente amanecí con una esperanza nueva. Decidí que, tras salir de trabajar, tomaría algo con los compañeros (algo que no hacía desde meses atrás) y que me dejaría llevar, ya que no debía estar tan pendiente de la niña.

Tras el aperitivo, un compañero, de los nuevos, al ver que todos se marchaban y que me quedaba con ganas de más, me invitó a acompañarle de copas y, ni corta ni perezosa, acepté, teniendo en cuenta que el camino a casa debía hacerlo en coche y no debía beber más de la cuenta. Sabía que era gay, y, al parecer, había quedado con un amigo suyo que no estaba pasando por muy buen momento, pero que, según decía, no se molestaría porque yo le acompañara.

El lugar, un bar de ambiente bastante conocido, me gustó bastante, y, desinhibida por las cervezas, pronto comencé a bailar disfrutando como una enana, con cualquiera que quisiera acompañarme.

Paré para acercarme a la barra, a pedir un botellín de agua, cuando lo ví allí apoyado, sorprendida y decepcionada a partes iguales. El profe llevaba una camisa de cuadros grises y rojos que se le ajustaba perfectamente a la espalda y unos vaqueros que, pese a no tener unos glúteos redondeados, se los marcaban perfectamente.

Me acerqué y toqué su brazo con intención de saludarle y hablar con él para comentar la mejoría que había notado en mi pequeña. Se giró y, tras reconocerme, me saludó con una gran sonrisa, diciendo incluso mi nombre, y con un abrazo que mostraba su gusto en habernos encontrado.

Su delantera era, si cabía, mucho mejor que la visión en la que me había deleitado anteriormente: llevaba la camisa ligeramente abierta, mostrando que su vello había crecido ligeramente, o, al menos, así me lo parecía, desde nuestra entrevista, y los vaqueros, que remataban en un cinturón negro ancho, marcaban un paquete nada despreciable.

Jorge, mi compañero, se acercó nada más vernos y, con extrañeza, preguntó si nos conocíamos.

-Es la madre de la entrevista del otro día -dijo Martínez para aclarar la situación-.

-Daniel es el amigo con el que había quedado -dijo el otro-. No te preocupes, que no suelta prenda de nada de su trabajo, pero aquel día me comentó que había salido de una entrevista algo tocadillo, pero con esperanza.

Afirmé que, de hecho, la cosa iba bastante mejor desde que habíamos hablado y que estaba supercontenta.

-Veo que tú también vas mejorando -dijo él, mientras yo afirmaba ligeramente con la cabeza-: no sabes lo que me alegro. Sentí en la entrevista que ya te tocaba algo de despreocupación.

Mi amigo afirmó también y, tras una charla corta, Martínez pidió copas para todos. Yo, que había ido a la barra a coger agua, pedí una cerveza, por no andar mezclando y pensando en que tenía que coger el coche.

Mientras hablábamos, algunos tipos se acercaban a saludar a Daniel y a Jorge, ambos repartían besos y abrazos. Yo, algo contentilla con el alcohol y viendo que él me había confirmado mis buenas sensaciones con mi hija, bailaba observándolos mientras hablaban entre ellos o con los demás.

El maestro, poco a poco, fue relajándose también y comenzó a bailar: movía las caderas bastante bien, con un estilo demasiado masculino para un local de ambiente. Algunos de sus amigos le acompañaban cogiéndole desde atrás y colocando sus manos en la cintura de aquel treintañero atractivo. Incluso, Daniel, le abrió la camisa en un momento, posando su vista en su torso, mientras yo envidiaba que su mirada le estuviera escrutando, terminando abrazados y riendo, sin que el profe, con la copa en la mano, se tapara cuando le dejó.

Mientras bailaba, yo también miraba su torso, que, aunque aún no libre de la camisa del todo, se apreciaba recio y duro, recordando sus brazos, realmente fuertes. Él me sonreía, se acercaba de vez en cuando, soltando alguna gracia, demostrando que era, además, simpático, divertido y ocurrente.

Cuando me cogía para bailar en pareja sentía cómo sabía perfectamente llevarme donde quisiera, daba igual que fuera salsa, bachata o un bailecito algo más lento de lo que solían poner en el bar, cuyo repertorio no iba más allá de latino y pop nacional e internacional, con algunos remixes que modernizaban un poco temazos de toda la vida. Además, olía genial, haciendo que, a veces, apoyara mi cabeza en su hombro sin que él mostrara ningún tipo de problema en ello.

Llegó un momento en que, tras haber pasado bastante tiempo desde la última cerveza, y realmente cansada, decidí marcharme, pese a que estaba disfrutando como una adolescente.

Lo comuniqué primero a mi amigo, que había comenzado a tener algo más que palabras con un chaval que había por allí, y después a Daniel, que, tras despedirse de nuestro amigo, se ofreció a acompañarme hasta el coche.

No me dí cuenta hasta un rato después de haber salido que, no sólo no había cerrado la camisa, sino que la había desabotonado del todo, dejando al aire su cuerpo velludo, fornido y sudado, aumentando la atracción que ejercía sobre mí. Indicó que su intención era haberse ido antes y haber marchado al gimnasio, lo que hizo que mi boca soltara una de mis ocurrencias:

-Pues es una pena que seas gay, porque ahora mismo no me importaría hacer un poco de cardio contigo.

Frenó de golpe y un ataque de risa hizo que me sintiera algo confusa, sin saber si realmente lo tomaba a buenas o a malas. Tardó algo en contestarme, con una sonrisa pícara.

-Soy hetero y, sinceramente, a mi tampoco me importaría hacer cardio contigo.

La vergüenza que sentí en aquel momento hizo que volviera a reírse, parando varias veces, por no incomodarme, hasta que consiguió que la risa fuera compartida. Me explicó que Daniel era uno de sus mejores amigos y que, en aquel bar, todos le conocían desde hacía tiempo, sin que ninguno se hubiera intentado sobrepasar con él en ningún momento.

De hecho, recordando, me fijé que pese a los abrazos o besos de saludo, ninguno se le había acercado o le había sobado en ningún momento, salvo Daniel, cuando le abrió la camisa.

Terminamos uno frente al otro, yo con la cara totalmente colorada por la metida de pata y él, con la camisa abierta, riendo de vez en cuando, haciendo que sus hermosos abdominales se contrajeran deliciosamente con su risa.
 
Pinta muy bien el relato.
Muchas gracias
 
Cuando él metió la mano en su bolsillo y sacó un condón, me sentí, si podía ser, incluso más avergonzada, diciéndole que, quizá, no era la mejor idea y que, realmente, había tratado de hacer una gracia.

-¿Pero te gustaría o no?

¡Que si me gustaría acostarme con un tío cómo él! Mi deseo no lo dudaba, pero mi cabeza era otra historia. No me había acostado nunca con nadie que no fuera mi marido y, sinceramente, la imagen que le estaba dando a aquel tío, que, además, era más joven que yo, no era la que la gente tenía de mi misma: recatada y racional.

-Mira -dijo cogiéndome de la barbilla para que le mirara a los ojos-, esto es sencillo: si quieres echamos un polvo, o varios, sin compromiso, sin intercambio de teléfonos, sabiendo que no hay ni habrá nada más. Eso sí, siempre y cuando entiendas que mi relación con tu hija y contigo debe ser, por otro lado, profesional.

Bajé ligeramente la mirada, llena de dudas.

-¿Y qué pensarás de mí?

-Pienso que eres una mujer luchadora, inteligente y libre, que puede hacer lo que le venga en gana, y que sería un honor poder amarte como te mereces, siempre y cuando tu quieras.

Cogí la mano en la que tenía el condón y le pedí que me llevara donde quisiera, sin tener claro si lo que decía era real o simplemente una treta para follarme con la que había conseguido que le deseara.

Caminamos, en silencio, hasta llegar a un piso en un edificio casi nuevo: yo nerviosa, como si fueran a desvirgarme y él con una sonrisa pícara, pero dulce, mirándome a los ojos cada cierto tiempo.

Cerró la puerta y, tras despojarse de la ropa totalmente, me pidió que le sacara alguna foto con mi móvil, de recuerdo. Posó para mí, flexionando ligeramente sus músculos en varias ocasiones y mostrando su frontal y su trasero sin ningún pudor.

Una vez hice las fotos me dediqué a observar su pene: grueso, con el vello recortado, empujado hacia delante por unas pelotas nada despreciables. Sus muslos eran más delgados de lo que hubiera podido imaginar, pero el torso, los hombros, los pectorales y los pezones anchos que en ellos se veían le hacían muy deseable. Poseía una espalda también fuerte y unos glúteos fuertes, aunque no demasiado destacables.

Dejé el móvil con la intención de desnudarme yo también, pero se acercó a mí y, tras parar mis manos antes de empezar siquiera a desabotonar mi blusa, me pidió que esperara. Tras coger su teléfono, pensé que me querría fotografiar a mí también, sabiendo que no era buena modelo, pero puso algo de música y comenzó a bailar.

Ya había comprobado que era un buen bailarín, y observarle desinhibido, con la picha algo morcillona zarandeándose al compás de la música, con aquella mirada pilla, me estaba consumiendo. Cogí de nuevo el móvil, para grabar algún vídeo corto, mientras él se exhibía para mí, hasta que hizo que lo dejara para bailar pegado a mí durante un rato.

-¿De verdad quieres hacerlo? -me dijo susurrando al oído-. Aún estamos a tiempo de parar.

Afirmé con la cabeza y, despegándose ligeramente de mí, comenzó a abrir mi blusa, acariciándome con ternura por encima del sujetador. Rodeando mi cuerpo con sus brazos, soltó el sujetador, dejando libres mis pechos que palpó con ternura, acariciando lentamente mis pezones, cada vez más excitados, empujándolos uno contra otro para lamerlos, para bajar, después su mano a mi trasero y, con delicadeza, desabrochar los pantalones y dejarlos caer.

Se agachó para bajarme las bragas y yo le ayudé a apartar pantalón y ropa interior levantando ligeramente las piernas. Con la cara a la altura de mi sexo, deseaba que se perdiera con su boca en mí, pero, tras observar mi cuerpo desnudo durante algo más de un minuto, se levantó para comenzar a besarme la boca, buscando mi lengua, poniendo mi mano en su miembro, haciéndome notar cómo se iba endureciendo.

Aquel pene era mayor que el de mi marido, pero, al no haber sobado muchos más, no sabría decirte si entraba en la media o no, aunque debo reconocer que, pensando en el coito, me daba algo de miedo.

Con los besos, que fueron alternándose entre boca, cuello y pecho, tanto por mi parte como por la suya, fue arrastrándome hasta una habitación en la que una cama de matrimonio, sin más ropa que las sábanas, nos esperaba. Me sentó sobre ella para, desde la punta, observarme, haciéndome sentir deseada, sentándose poco después frente a mí, pero de espaldas. Al dejarse caer sobre la cama, poniendo su cabeza entre mis muslos, entendí sus intenciones: por fin comería mi coño.

Me coloqué sobre su cara y él, con maestría, comenzó a lamer mis labios, abriéndolos ligeramente, tanto con su lengua como con su barbilla, haciéndome erizar de placer, mientras yo acariciaba mis pezones gimiendo. La visión de su cuerpo desnudo, de su polla henchida, me llevó a dar el próximo paso: agaché mi cuerpo ligeramente e introduje la cabeza de su miembro, totalmente descapullado y brillante, en mi boca, haciéndole gemir, lamiéndola con delicadeza, viviendo por primera vez un sesentaynueve.

Aquella postura logró que descubriera mi clítoris, que, sin ningún reparo, comenzó a acariciar y chupar con maestría. Sus dedos me abrían los labios, intentando entrar hasta el final, preparando el camino para el falo que mi boca comía con pasión.

Gemíamos como adolescentes que, por primera vez, dan con el secreto del placer, tras muchas pruebas desatinadas. Su boca aceleró la excitación en mi punto del placer, que, cada vez más endurecido, anunciaba una corrida de las que hacía tiempo que no tenía, pese a que no era yo poco propensa a tenerlas, eso sí, más debido a mis propios juegos que a los que mi ex me hubiera podido hacer.

Saqué aquel hermoso pene de mi boca y, agarrándome a sus muslos, apretando mi cara sobre su sexo, intenté por todos los medios que el orgasmo no viniera sobre su cara, pero finalmente le cubrí con mis fluidos.

Él paró y, con cuidado, me ladeo para poder levantarse, sonriéndome, con el miembro erecto aún. Yo, mientras, me tocaba los bajos, intentando comprobar que el calor que su boca me había producido siguiera ahí.

Tardó poco en volver y, dejando unos cuantos preservativos a mi lado, en la cama, cogió uno para colocárselo en el pito. Yo, después de donde me había llevado, no pude más que abrir las piernas para dejarle vía libre.

Se acercó cogiéndosela para, una vez enfilada en mi chocho, meterla con delicadeza pero sin espera. Sus caderas, tal como había demostrado bailando, se movían con fuerza, pero buscaban no solo su placer, sino también el mío, haciendo que su pene rozara cada una de las partes de mi interior. La follada era lenta, mientras me miraba a los ojos, pero yo quería que fuera más intensa.

No sé cómo conseguí ponerle bajo mi cuerpo y, levantando mi cuerpo, mostrándole mis pechos, comencé a pellizcar sus hermosos pezones, mientras él dejaba sus brazos apoyados sobre la cama, mostrando sus sobacos en los que el vello, ligeramente recortado, dibujaba a la perfección unos músculos fuertes y masculinos, totalmente sometidos a mi trote, cada vez más brioso. Su sonrisa pícara me desarmaba, y, cuando sus dedos encontraron de nuevo mi clítoris, sabiendo que volvería a llegar a un placer intenso, me revolví sobre él acariciándome con el deseo de llevarle también al éxtasis.

Pronto sus ojos comenzaron a ponerse en blanco, sus músculos se tensaron, y, casi a la vez que yo volvía a correrme, apretando mis labios sobre su miembro, empecé a sentir varios disparos de leche que, enfundada la polla, quedó dentro de mí, ligeramente caliente, haciéndome sentir totalmente satisfecha.

Caímos los dos rendidos, él con la polla erecta aún, enfundada en el condón, y yo, apoyando la cabeza sobre su pecho. No sé cuánto esperé a quitarle el plástico, para, a continuación, lamer el sable de placer que, ligeramente más blando, descansó por poco tiempo entre sus piernas.

Desperté, a juzgar por la hora que marcaba el despertador que había en una de las mesillas, poco después, con la idea de marchar a casa para amanecer en ella y aprovechar el día siguiente. Le miré, durmiendo, sin creer que tal macho hubiera querido retozar conmigo, observando su cuerpo musculado, ligeramente velludo, sin evitar grabarlo en vídeo, con la idea de confirmarme que no había sido un sueño, mientras seguía en los brazos de Morfeo, que le abandonó ligeramente mientras yo, tras asearme, me comenzaba a vestir. Sabiendo que marcharía pronto, su picha quiso saludarme a la vez que él me miraba, apuntando con fuerza de nuevo al techo, consiguiendo que su pellejo, que en estado relajado cubría la cabeza de aquel miembro, se fuera retirando para mostrar con orgullo su cabeza.

Me acerqué para despedirme, mientras él se desperezaba, y, tras observar que seguiría allí, descansando en su lecho, fui saliendo de la habitación, no sin antes volver a grabarle, mientras él se exhibía orgulloso y erecto, justo antes de dar la vuelta, colocando su dura polla para acomodarse y empujando ligeramente contra el colchón, para que tuviera otra perspectiva de lo que habría podido ver cualquier espectador que nos hubiera pillado en nuestras anteriores acciones.

Salí de allí con la autoestima más recompuesta y, en el camino, tomé varias decisiones que ese mismo fin de semana, fui haciendo realidad, empezando por localizar a mi ex para dejarle claro que, pese a que no quisiera volver conmigo, su hija no debía pagar las consecuencias, ya sin el dolor de haber sido rechazada.
 
Durante el fin de semana siguiente, el recuerdo de la experiencia me asaltaba con frecuencia, sin querer revisar las fotos que había hecho al improvisado amante que tenía, mucho menos teniendo en cuenta que mi hija se encontraba cerca (me alegré de que le hubiéramos regalado un teléfono para utilizar en casa). Aproveché, la soledad del baño, en ocasiones, para recrearme en lo sentido, pero, ni la alcachofa de la ducha, fue capaz de volver al éxtasis al que él me había llevado.

Los días laborables se convirtieron en algo extraño: en una semana y pico volvería a tener una entrevista con él, a la que, poco a poco, convencí que asistiera el padre de la niña; en el colegio el profe se veía tan atractivo como siempre, pero no me hacía prácticamente caso; y, en el trabajo, nuestro amigo común no preguntó en ningún momento por lo que pudiera haber pasado, así que no entré con él en detalles, aunque me hubiera encantado poder contárselo a alguien.

La confirmación para la entrevista llegó entre semana, muy formal, incluso tratándome de usted. Contesté que asistiría el padre de la niña y el profe me pidió que le confirmara al padre la hora prevista, pero que yo asistiera unos quince minutos más tarde. Así lo hice, no sin nervios por si le contaba algo de lo ocurrido entre nosotros.

El día de la entrevista me arreglé nerviosa, como una quinceañera, y me presenté a la hora prevista. Tanto mi ex como el profe se veían muy atractivos, aunque, de largo, ganaba el jovencito, que de nuevo llevaba unos chinos marcando sus atributos y una camisa abierta que me dejó apreciar que se había depilado.

La reunión se desarrolló de una forma cordial, tras explicarme lo que había tratado con el padre, al igual que a él le comentó lo tratado conmigo en la anterior entrevista. Nos informó que la niña avanzaba mejor en el aspecto emocional, y nos pidió que no la dejáramos de la mano.

Él, que había congeniado muy bien con mi ex, parecía hablarle sólo a él, mientras yo, desde el lateral, recordaba sus músculos fuertes y bronceados, consiguiendo ver, al moverse, su pectoral al abrirse ligeramente los botones de su camisa e, incluso, a veces, su pezón que, erecto, cuando se ponía más erguido, se apretaba contra la tela de la camisa. Terminamos la reunión unos 10 minutos más tarde y, cuando nos despedíamos, Martínez se dirigió a mí.

-Por cierto, Sandra, esta mañana he sacado algunas fotos, para que veas cómo ha ido lo que comentamos en la última reunión -le miré extrañada, pues ni siquiera había acertado con mi nombre, corrigiéndole con bastante tristeza por no haber conseguido que, al menos, eso, me hiciera poner en buen lugar como amante-.

Él, tras disculparse, se acercó con el móvil para enseñarme las evidencias. Mi cara se encendió apurada al ver la primera fotografía: el pene de Martínez, totalmente erecto y con el vello más recortado de lo que yo recordaba, se veía en todo su esplendor, mientras él comentaba que había sacado las fotografías recordando nuestro último encuentro.

-En esta, como ves, hay un mejor desarrollo -dijo pasando a la foto siguiente, en que una gota de líquido salía del meato de aquella espléndida polla que tanto disfrute me había hecho sentir-. La presentación es más firme, incluso y se nota que con algo más ánimo culminará como corresponde.

El “tierra trágame” llegó cuando ví avanzar a mi ex hacia nosotros, ante lo cual, Martínez le acercó el teléfono. Pensé que el corazón se me saldría por la boca, logrando que mis piernas temblaran en una mezcla de excitación y miedo que duró pocos segundos, pues el osado me mostró pronto lo que el padre había visto en el teléfono mientras pasaba diversas fotos: un dibujo de la niña, una redacción...

Necesité apoyarme en una mesa, sin poder articular más palabra, pero escuchando cómo el profe comentaba que le gustaría hacer algo de deporte esa tarde.

-Suelo hacerlo en el lugar que le comenté la última vez, creo que indicó que está cerca de donde trabaja -yo simplemente pude afirmar moviendo la cabeza, aún temblando por la jugada que me había gastado con las fotos-.

El padre había acordado recoger a la niña esa misma tarde, para hablar con ella. Yo no puse inconveniente, pero temía que la niña no quisiera estar mucho con él, tras la espantada que había dado, aunque sabía que ella estaba ilusionada con verle. Tras pasarle la bolsa con algo de ropa para la niña, volví a casa, intranquila por la situación con mi hija, decidida a no salir hasta que ella me escribiera y me dijera que todo iba bien y, en la soledad, intrigada por si el profe sabía que el padre la recogería y su último comentario era una invitación para volver a compartir algo más que una charla.

El mensaje de la niña llegó pronto, me alegré de ver que mi hija no guardaba rencor, y, además, en cuanto marcharon, pensé que era la oportunidad de comprobar si mi imaginación estaba en lo cierto y podría volver a repetir la aventura con Daniel.

Tardé poco en llegar al portal del edificio donde habíamos pasado la noche anterior, y, tras mirar en el telefonillo, pulsé en el botón del piso que tenía un dibujo que, por lo que pude apreciar, era algo así como un símbolo para él.

Tuve que fijarme de nuevo en el telefonillo para subir al piso correcto después de que me abriera y, tras llamar a la puerta, me recibió totalmente desnudo, con su cuerpo depilado salvo en el pubis y una sonrisa pícara que ya me desarmaba.

-Había pensado vestirme, pero…

Repasé su cuerpo con la mirada, pero no me dí prisa en entrar, aunque él tampoco se veía apurado por si algún vecino pudiera pillarle al natural.

-¿Sueles ser tan…?

-¿…osado? -dijo terminando la pregunta que lentamente le hice mientras le miraba a los ojos-.

-Creo que yo hubiera dicho “cabrón” -corregí mientras acariciaba uno de sus pezones, anchos y totalmente relajados en su despejado y fuerte pectoral-.

-Digamos que me gusta llevar la iniciativa -dijo a mi espalda, mientras yo me dirigía al salón de la casa que, el otro día, no pude apreciar con luz del día-. Voy a tomar una cerveza, ¿quieres otra?, ¿una copa?

-Una copa estaría bien: ron cola. Pero te advierto que me gustaría volver pronto: mi hija está con su padre y no sé si se quedará a dormir con él al final.

-He aprovechado la información que me había dado él antes de que llegaras.

Llegó con la cerveza en una mano y la copa en otra, mientras yo observaba su apolíneo cuerpo, sin poder decidir si me gustaba más con el vello recortado o depilado. Mi mirada se dirigía, principalmente a la parte superior del cuerpo, con aquellos hombros y brazos poderosos, sus pectorales potentes y sus abdominales bien marcados. Los muslos, por desgracia, no se veían realmente potentes, al ser de constitución más bien delgada, al igual que sus glúteos, pese a que le permitieran moverse con fuerza en el proceso amatorio.

-Pruébala, no sé si va muy cargada -dijo acercándome la copa, mientras su polla quedaba a la altura de mi cara-.

No desaproveché la ocasión y, con el índice y el pulgar, cogí su miembro por la base, descapullándolo lentamente, para darle varios lametones en la cabeza, mientras él me miraba desde arriba cargado con las copas.

-Ésa si está cargada. Me refería a la copa -dijo con picardía cuando la solté, cogiendo ahora la bebida-.

Se sentó frente a mí, con la cerveza, abriendo sus piernas, mostrando sus encantos relajados, mientras yo tomaba algún sorbo del cubata. Fue entonces cuando decidí preguntar, pues los rumores en el colegio estaban siendo muy insistentes. Creo que, por unos segundos, me arrepentí de hacerlo: había demostrado ser muy discreto y pensé que, el que tratara de inmiscuirme en su vida personal, no sería de su agrado.

-Todo tiene un coste -dijo dejando la cerveza y saliendo por un momento del salón, para regresar con un pequeño vibrador en la mano-. Si quieres saber tendrás que darme algo a cambio.
 
Dejó la bala vibradora junto a mi asiento y, con un pequeño mando a distancia, hizo que comenzara a vibrar, dejando claro que las vibraciones no seguían un mismo patrón ni eran siempre iguales. Sin saber muy bien qué iba a pasar, pero con el recuerdo de la otra ocasión, afirmé.

Él se acercó a mí y, tras dejar mi copa sobre una mesa que había junto al tresillo que ocupaba, me levantó para bajar mis pantalones y mis bragas a la altura de las rodillas. Se agachó frente a mí y, tras besar castamente mi pubis, comenzó a acariciar mi sexo, utilizando un lubricante que, sinceramente, no supe de dónde salió, para ir impregnándome con él, metiendo sus dedos, absorto en mi entrepierna.

No le costó, tras el masaje, que el juguete entrara en mi interior, y, una vez conseguido, volvió a vestirme, para, tras levantarse y acercar su boca a la mía, hacerme morir de deseo, sin llegar a besarme antes de volver a su lugar y coger su cerveza.

Dejó claras las condiciones: podía preguntar lo que quisiera, y, si la pregunta estaba bien formulada, la contestaría, mientras que si no estaba bien formulada o no le apetecía contestar apretaría el mando del vibrador.

La primera vez que dio al botón, sentí un cosquilleo bastante agradable, pero, la segunda, hizo que todo mi cuerpo temblara de excitación. Incluso, aunque no lo había explicado, cuando insistía reformulando alguna pregunta que había contestado de una forma algo ambigua, hacía que la bala vibrara en mi interior.

Mientras el interrogatorio duró, tuve que agarrarme al sofá en varias ocasiones, dada la intensidad de la vibración. Él me dejaba aire entre los zumbidos y, tras haber dado buena cuenta de la cerveza, se masturbaba atento a mis preguntas y castigos. Lo hacía lentamente, con lascivia, recorriendo su hermosa y henchida picha con la mano, que había cubierto con el mismo lubricante con el que me había preparado anteriormente a mí.

Yo, a veces, me revolvía de placer con la vibración del juguete, apretando mi mano en mi entrepierna, con la intención de aliviar ligeramente la excitación, mientras otras, las más suaves, le miraba, acariciándome sobre la blusa los pechos, con lascivia. A veces, incluso, llegué a meter mano por debajo de mis bragas, pues tras las vibraciones más fuertes, sentía que aquello se me había metido profundamente y el miedo de que no se pudiera sacar después me hacía sentir insegura. Era, en aquellos momentos, cuando constataba lo húmeda que me sentía, lo deseosa que estaba de él.

En los descansos le observaba, mientras se pajeaba con delicia: sus hombros marcados, sus brazos potentes se encogían y relajaban en cada una de las subidas y bajadas que ejercía frotando su miembro; sus pectorales bien definidos se contraían a veces, mientras sus pezones iban relajándose y excitándose, mientras yo deseaba morderlos, lamerlos; sus abdominales se movían acompasando el movimiento de sus manos con el de su pelvis; y sus pelotas, gordas y, ahora, depiladas, subían y bajaban mientras su escroto se iba contrayendo con lentitud.

Se levantó cuando dejé de hacer preguntas, absorta en su excitación, en sus pelotas depiladas, para buscar un condón y colocárselo sin problema. Cuando se acercó a mí para, de rodillas, quitarme el pantalón y las bragas, no pude más que dejarme hacer.

Tras acariciar mis ingles, sacó el juguetito de mi interior y, comprobando lo húmeda que estaba, colocó su miembro en mi raja y, con delicadeza, empujó hasta hacerme sentir que estaba completamente dentro, para, sin más preámbulos, comenzar a follarme con vigor y pasión.

Había abierto mis piernas, colocando sus manos en mis muslos, para que no le impidiera penetrarme, mientras yo observaba su cuerpo sudoroso, sin poder tocarle, totalmente recostada en el sofá, con la blusa y el sujetador aún puestos, hoy que sí había elegido ropa interior a juego y algo picante, debatiéndome entre el orgullo de haberle excitado hasta aquel punto y la decepción de que no me hubiera excitado más a mi, como el buen amante que había sido la vez anterior.

Intentaba mover mis caderas, apretar los músculos de mi vagina, para darle el placer que, tras la última sesión que habíamos tenido, merecía, hasta que sentí que su escroto se encogía, apretando sus pelotas, sabiendo que la corrida no iba a tardar, notando, poco después, cómo su polla se contraía disparando su leche dentro de mí, dentro del preservativo, escuchándole gemir quedamente, haciendo presente su orgasmo, sin que el mío se hubiera dado.

Me la metió varias veces más, pero paró poco después la follada, dejando caer su apolíneo cuerpo sobre mi brazo y muslo derecho, mientras su otro brazo se colocaba tras mi cabeza, buscando la mano que yo tenía libre para cogerla con dulzura. En aquel momento, mi decepción se hizo patente, mientras miraba su polla enfundada aún y su leche dentro del plástico que había entrado y salido de mi.

Pensé que, o bien llevaba mucho tiempo sin correrse, o la producción de sus testículos era algo mayor que la de mi marido, mientras cogía resuello para intentar marcharme a casa, sabiendo que pocas veces más volvería a buscarle.

Me sentía sudada, con la blusa empapada por el esfuerzo, cuando noté que su mano derecha buscaba mi entrepierna. Noté cómo comprobaba que seguía húmeda, cómo introducía sus dedos en mí, mientras yo, excitada ante la idea de que ahora sí me tocara a mí, colocaba mi pelvis ligeramente para facilitarle las cosas, mirándole absorto en mi sexo.

Tras aquel acercamiento, paró un momento para coger mis bragas y, tras secarse ligeramente el pecho con ellas, las introdujo en mi boca, sin que yo, con las manos atrapadas, pudiera más que dejarlas ahí, pensando que, tras mis gemidos la anterior vez, lo que seguiría volvería a ser importante, poniéndome como una moto.
 
Tardó poco en introducir sus dedos corazón y anular en mi interior, formando unos cuernos con los que estaban libres, haciendo que me penetraran, al principio en un ritmo lento que fue aumentando, buscando con los molletes de la palma de su mano mi clítoris, cada vez más excitado, haciéndome convulsionarme, consiguiendo que perdiera el control de mi cuerpo, mientras mi pierna izquierda, la única extremidad que había dejado libre, trataba, a veces, de apartarle, mientras otras intentaba ayudarle.

Pensé que no podría mantener aquella velocidad mucho tiempo, pero, lo cierto, es que no solo la mantuvo, sino que la aumentó, haciendo que mi excitación aumentara cada vez más, consiguiendo que los músculos de mi vagina se contrajeran y relajaran sin control, poniéndome los ojos en blanco, sin control, contrayendo y relajando mi cuerpo, haciéndome gemir mientras lanzaba mis corridas y le empapaba las manos con ellas.

No sé el tiempo que me tuvo totalmente rendida a aquello, pero, creo que llegué a desmayarme de excitación. Cuando desperté sentí cómo respiraba cansado a mi lado, noté su cuerpo empapado en sudor, con su fuerte musculatura relajada. Sentí cómo se lamía la mano con la que me había masturbado (la primera vez que me hacían algo así) y, apartándose ligeramente, se quitó el condón en el que, el semen, ya se veía transparente por el tiempo pasado.

Salió del cuarto, exhibiendo su espalda fornida, sus glúteos pequeños y bien trabajados, que se movían perfectamente organizados, para volver algo más recuperado, seguramente tras haberse lavado ligeramente.

-Debería marcharme -dije aún apalancada en el sillón, tras quitarme la ropa interior de la boca, con una mano aún en mi sien, sin creer que lo que había pasado fuera real-.

Me incorporé ligeramente, con algo de flojera, para comprobar que, pese a que me duchara, la ropa que llevaba, totalmente empapada, no estaba en condiciones para volver a ser usada. Él me cogió de la mano y, ayudándome, me acompañó al baño, mientras yo, cansada, pensaba que caería al suelo en cualquier momento.

Me introdujo en su ducha, y, mientras yo me apoyaba en las paredes, me quitó la blusa, para acariciar mis pechos sobre el sujetador, antes de rodearme con sus brazos para desabrocharlo. Lo bajó lentamente, sin apartar su mirada en mis pechos, sudados y con los pezones ya relajados, para acariciarlos con delicadeza y, posteriormente, lamerlos, haciendo que se endurecieran de nuevo.

-Es tarde, dúchate y busco algo de ropa que te puedas poner: esta ha estado demasiado… excitada -dijo sonriendo mientras guiñaba un ojo con picardía-.

El agua fría consiguió que recuperara fuerzas y, sin mucho deleite, me enjaboné y me aclaré, habiendo terminado cuando él volvía. Fue el mismo quien me secó y, cogiéndome de nuevo de la mano, me llevó de nuevo al salón, mientras yo observaba como su chorra, aún morcillona, bailaba de un lado a otro.

Se sentó de nuevo en el lugar que había ocupado, desnudo, mientras yo me ponía los vaqueros, sin bragas, y una camiseta que me había prestado y que, al ponerme, me abrazó con el olor de aquel amante joven que me había seducido.

Mi blusa y mi ropa interior estaban en una bolsa, en el sillón que yo había ocupado y que estaba cubierto por una toalla, aún empapada por nuestra actividad, de la que yo ni siquiera me había dado cuenta que estuviera ahí.

Fue entonces cuando se levantó y se dirigió al escritorio que había en el mismo salón. Me acerqué para comprobar que había grabado en vídeo nuestro encuentro. Sorprendida busqué la cámara, que, sin que la hubiera descubierto, nos había inmortalizado justo frente a mi.

Copió el vídeo en un usb que introdujo en la bolsa, y después eliminó el archivo, lo que me produjo un cierto alivio.

Tras aquello me acompañó a la puerta, sin taparse, para abrirla antes de que saliera.

-Confío en que no compartas el vídeo -negué con la cabeza-.

Fue entonces cuando, sin que lo esperara, se acercó para darme un beso en la boca, introduciéndome la lengua, ante lo que yo correspondí ansiosa de él de nuevo, para comprobar que su miembro, de nuevo, se había endurecido.

Sin apartar su mirada de mis ojos, cogió mi mano y la colocó en la polla, comenzando a animarme para que le pajeara y, sin caer en que nos pudieran ver en tan excitante acto, con la puerta abierta de su piso, se la menee hasta que su cuerpo se contrajo mientras se corría, dejando que su semen cayera no sólo sobre el piso, sino también sobre mi muslo, comprobando que la idea de que podía ser un buen productor de leche ganaba a que llevara tiempo sin correrse.

Salí al rellano y esperé el ascensor, mientras él me acompañaba, desnudo, con el nabo aún endurecido, mientras alguna gota de semen le colgaba. Fue entonces cuando traté de limpiar su leche de mi vaquero con un dedo que acerqué a mi boca, tal como él había hecho antes con su mano, tras hacer que me corriera con su maestría.

Tardamos en volver a vernos, ya que, por temas de trabajo, no podía acompañar a mi hija al colegio. En ese tiempo buscaba en la página del colegio imágenes en que mi amante apareciera, pareciéndome cada vez más masculino y hermoso.

A la vez, la relación con el padre de mi hija fue mejorando. Poco a poco volvimos a tener sexo, al principio mucho más amoroso del que nunca hubiéramos tenido, para llegar a introducir algunas enseñanzas que el maestro había marcado en mí, lo que hizo que la pasión aumentara entre nosotros. Incluso, llegamos a investigar, entre los dos, formas de llegar a mejores experiencias.

Semanas después, haciendo la compra con mi hija, nos lo cruzamos en un super, cerca de casa. Llevaba una camiseta ajustada y unos vaqueros que realzaban su paquete. Nos acercamos, pero, como siempre, se dirigió a mi hija, saludándome a mí con educación, pero distante.

Cuando la chica joven con la botella de vino blanco en la mano se le acercó y le puso la mano en el hombro, mi hija, al igual que yo, sintió celos. Él la presentó a su amiga diciendo que era su alumna favorita, desarmándola con su sonrisa. Yo, por mi parte, sólo pude pensar que un amante de tal calibre debía ser conocido por el número de mujeres más alto posible: ella y yo compartimos una sonrisa cómplice, aunque, supongo, ella nunca sabría que yo también había disfrutado de aquel maestro de las artes sexuales.
 
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